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Ideas y Valores
Print version ISSN 0120-0062
Ideas y Valores vol.62 no.151 Bogotá Jan./Apr. 2013
JUSTICIA Y GENÉTICA: COMPENSANDO LAS DIFERENCIAS*
Justice and Genetics: Offsetting the Difference
ALEJANDRA ZÚÑIGA-FAJURI
Universidad de Valparaíso / Universidad Diego Portales - Chile
alejandra.zuniga@uv.cl
Artículo recibido: 12 de agosto del 2011; aceptado: 02 de julio del 2012.
RESUMEN
Se analizan los dilemas morales asociados a los avances científicos que en la actualidad nos exigen repensar el concepto de igualdad equitativa de oportunidades. Asimismo, se pasa revista a la discusión filosófica en torno al origen de las desventajas sociales y genéticas que permiten las desigualdades sociales.
Palabras clave: genética, justicia, mérito, oportunidad.
ABSTRACT
This paper discusses the moral dilemmas associated with scientific advances that require rethinking the concept of fair equality of opportunity. It also reviews the philosophical discussion about the origin of the genetic and social disadvantages that allow for social inequalities.
Keywords: genetics, justice, merit, opportunity.
Introducción
Cada día se incrementan los estudios en torno al derecho a la justa "igualdad de oportunidades", destacándose la necesidad de que contemple la protección contra las limitaciones sociales impuestas a las personas por motivos de discriminación racial, étnica, económica, de sexo, etc. Si bien se trata de un principio importante, hay autores que consideran que se lo ha definido de modo incompleto, puesto que un concepto acabado de igualdad de oportunidades debiera procurar abarcar no sólo las injusticias de origen social y económico, sino también políticas destinadas a combatir las diferencias "personales" de los sujetos, ya no de origen social sino biológico o genético.
Es en el ámbito de la atención sanitaria donde este dilema aparece con más claridad. ¿Un sistema sanitario justo debería procurar eliminar las restricciones a las oportunidades provocadas por las enfermedades −entendidas como cualquier desviación adversa del funcionamiento normal de la especie (cf. Daniels 1985)−, o también debiera centrarse en los obstáculos a las oportunidades que imponen las diferencias genéticas en un sentido más amplio? La dificultad está, entonces, no en intentar responder si es posible modificar genéticamente a las personas, sino en resolver si, cuando ello sea factible, se transformará en un deber moral.
En las líneas que siguen se aborda, en primer lugar, la problemática relacionada con el fundamento moral del "principio de igualdad de oportunidades", así como aquella relacionada con su delimitación más o menos extensa, deseable y posible en una sociedad democrática. En segundo lugar, se pasa revista al segundo principio de justicia de John Rawls, que pretende dar una respuesta fundada a los reclamos por más igualdad, pero limitada sólo a la compensación de aquellas diferencias entre las personas fruto del azar social, dejando los avatares de origen genético a un segundo plano. En tercer y último lugar se analizan algunas de las objeciones desarrolladas en torno a la idea de extender la compensación social al espacio de lo "congénito", tanto porque ello no sería factible como porque no sería, tampoco, deseable.
Fundamentando moralmente un principio fuerte de igualdad
La necesidad de compensar las desventajas de algunos en la distribución de dotaciones naturales o sociales y de suprimir al máximo las diferencias entre las personas se deriva del hecho de que estas últimas no se corresponderían con la igualdad moral intrínseca de los seres humanos, reclamada con fuerza por Kant. Porque somos moralmente iguales, entonces debemos ser tratados como iguales, siéndonos compensadas todas aquellas características, naturales o sociales, que determinan que algunas personas desarrollen desigualmente sus capacidades. Los dones que la naturaleza y la sociedad entrega a unos más que a otros deberían ser, por mor de esa igualdad moral, distribuidos y compartidos equitativamente. Los talentos y facultades superiores de los más aventajados deberán usarse para el bienestar de todos, pues, en primer lugar, se obtienen inmerecidamente en cuanto que son sólo el resultado del azar natural o social y, en segundo lugar, porque esa distribución desigual y violenta niega la visión esencial que, desde un punto de vista moral, destaca de los humanos: su igualdad moral. En palabras de Rawls: "[n]o merecemos el lugar que tenemos en la distribución de dones naturales, como tampoco nuestra posición inicial en la sociedad" (1971 126).
Por cierto que no son sólo inmerecidos los privilegios sociales que poseen algunos −como el haber nacido en una clase social que les ha permitido educarse adecuadamente−, sino que también son inmerecidos ciertos rasgos genéticos −como una inteligencia especial o un carácter optimista y laborioso−. Con todo, la separación entre ventajas genéticas y ventajas sociales o culturales no es fácil; es más, algunos se preguntarán incluso si es acaso posible distinguirlas. Por ejemplo, la inteligencia ¿se hereda o también depende de factores sociales? ¿Es posible mejorar los niveles de inteligencia colmando al individuo de estímulos positivos? ¿Es posible separar la capacidad y la energía innatas de aquellas cualidades logradas sólo por medio de una buena educación?
Intentar diferenciar entre características innatas y sociales no sólo resulta complejo, sino que, como sostiene Rawls, puede ser virtualmente irrelevante, dado que
[...] hasta la voluntad que tengamos para superar las circunstancias difíciles de nuestra vida es dudosamente merecida. Igualmente problemático es el que merezcamos el carácter superior que nos permite hacer el esfuerzo por cultivar nuestras capacidades, ya que tal carácter depende, en buena parte, de condiciones familiares y sociales afortunadas en la niñez, por las cuales no puede pretenderse crédito alguno. (1971 104)
La distinción entre cualidades genéticas o innatas y cualidades socialmente originadas parece imposible, si nos fijamos en que aquellas cualidades que se consideran más esenciales para la identidad de la persona (por ejemplo, el carácter, los valores, las convicciones básicas y las lealtades más profundas) a menudo están fuertemente influenciadas por factores sociales y culturales sobre los que no tenemos control.1
La consecuencia inmediata de la igualdad moral entre las personas y la arbitrariedad con la que la naturaleza distribuye los talentos y capacidades exige considerar esas cualidades como acervo común para el disfrute colectivo de lo que genera su explotación. La participación general en estos talentos se realizaría fundamentalmente a través del mecanismo de la "compensación" para el que debemos utilizar las instituciones sociales básicas que creamos y mantenemos. Es incorrecto que los individuos con mayores dones y con el carácter superior que ha hecho posible su desarrollo en una buena clase social tengan derecho a un esquema cooperativo que les permita obtener aún más beneficios en formas que no contribuyan al beneficio de los demás.
El principio de diferencia de Rawls no es simplemente una versión más completa del principio de la igualdad formal de oportunidades, sino que ataca el fondo del problema de la arbitrariedad. De esto se sigue que no podemos exigir que las reglas en vigencia sean las que son y que recompensen ciertos atributos y no otros. Por ello, cuando decidimos mantener y fomentar ciertas instituciones sociales −por ejemplo, aquellas instituciones que premian con mayores recursos a quienes realizan un trabajo intelectual, como el de un profesional universitario, que a quienes realizan un trabajo físico, como el de un obrero−, debemos hacerlo intentando que quienes desarrollen los trabajos peor pagados no se vean excesivamente perjudicados, pues ninguna virtud tiene un rango antecedente o preinstitucional; el diseño de las instituciones es abierto con respecto a las cualidades que pueden recompensar (cf. Sandel 2000).
Si aceptamos reconocer, entonces, que los mejor dotados ocupan un lugar en la distribución de las dotaciones innatas que no se merecen moralmente y que, además, las instituciones sociales que mantenemos les permiten explotar esas dotaciones y conservar los beneficios aún mayores que ellas les proporcionan, la exigencia impuesta por el principio de diferencia para que usen esos dones de modo que contribuyan al bien de todos y, en particular, al de los peor dotados (quienes ocuparían un lugar menos afortunado en la distribución de dotaciones innatas que tampoco merecen moralmente), no parece de ninguna manera excesiva (cf. Rawls 2001). Esta noción de reciprocidad está implícita en la idea de considerar como un activo común la distribución de dotaciones innatas, puesto que los más aventajados saben que no sólo han sido beneficiados por la distribución de dotaciones naturales, sino que, más aún, han sido favorecidos por una estructura básica que les ofrece la oportunidad de mejorar aún más su situación, siempre que lo hagan de modo que mejoren también la de los demás.
Ahora bien, no todos los filósofos políticos promueven, como lo hace Rawls desde el liberalismo igualitario, la redistribución de recursos sociales por vía de, por ejemplo, mantener altos impuestos a los más ricos para financiar bienes básicos, como salud y educación para los menos afortunados, de modo que se garantice la igualdad de oportunidades nivelando el campo inicial de juego. Hay, en cambio, quienes sostienen −de la mano del libertarismo− que la redistribución de recursos es indebida, pues cada cual tiene aquello que "merece" y que la "naturaleza" ha querido concederle. Por ello, desde el punto de vista filosófico y metafísico, el debate entre los libertaristas y los liberales igualitarios bien podría plantearse como una disputa entre quienes defienden la tesis de que las desigualdades son fruto del azar irracional de la naturaleza, y quienes entienden que se trata de una naturaleza racional y con sentido. Desde ahí puede argumentarse de manera diferente acerca de la cuestión de la justicia o injusticia de las posesiones que cada cual ha recibido, pues la pregunta sobre los términos en que los seres humanos poseen sus cualidades tiene un impacto directo en la cuestión de qué es lo que merecen las personas o a qué tienen derecho en materia de justicia distributiva y, en especial, de justicia sanitaria.
Según el filósofo Charles Taylor, cuando contemplamos la historia de los dos últimos siglos, es posible ver una corriente inconfundible en la que, etapa tras etapa, todas las diferencias son apartadas y neutralizadas hasta culminar en una sociedad en que cada cual (al menos en teoría) es igual a todos los demás, en un campo potencialmente ilimitado de posibilidades. Las tesis liberales nos verían como seres naturales frustrados y ocultos por una sociedad artificial, divisora y represiva, en la que el ser humano sólo logra una armonía con la naturaleza al transformarla. Como Marx, los liberales igualitarios, que defienden amplios sistemas de compensación, creen en un mundo en el que las personas son capaces de moldear la naturaleza y la sociedad de acuerdo con sus propósitos. Critican la inhumanidad del orden actual y protestan indignados contra las injusticias del mundo.
Habiendo demolido las antiguas visiones de un orden cósmico, y habiéndolas expuesto como, en el mejor de los casos, una ilusión y quizás un engaño, se dejó sin justificación todas las diferenciaciones de la antigua sociedad, todas sus cargas y disciplinas especiales. (Taylor 268)
La Ilustración habría provocado una nueva conciencia de la inhumanidad y del sufrimiento gratuito e innecesario de las personas, y una urgente determinación por combatirlo. En este sentido podríamos entender la disputa entre libertaristas y liberales como un eco de la querella entre Hegel y Marx: los libertaristas asumirían la mera "contemplación de lo real" que propugnara Hegel, mientras que los liberales igualitaristas ansían, como Marx, la transformación de dicha realidad. Ese objetivo de transformación permite muchas respuestas en materia sanitaria, pues hoy es posible situar dentro del control humano rasgos de nuestra condición que hasta el momento hemos considerado como algo inalterable, es decir, como el destino que "nos ha sido dado" en la lotería natural. Para Hegel, los seres humanos debemos abonar el orden natural, pues nunca podremos ver claramente los fines o la "necesidad" de ese orden. Todos estamos atrapados como agentes en un drama que realmente no comprendemos, y tan sólo cuando lo hemos acabado de representar entendemos de qué se trata en el momento (cf. Hegel 1975).
Eliminar las diferencias entre las personas no es, explicaba Hegel, la respuesta adecuada al problema de las desigualdades. La función de la ética no es decirnos qué es lo que debemos hacer, sino reconciliarnos con nuestro mundo social real y convencernos de no poner nuestro pensamiento y reflexión en un mundo social ideal. Porque cuando contemplamos un mundo ideal, es probable que nos quedemos sólo con las deficiencias de nuestro mundo social real y pasemos entonces a criticarlo y condenarlo. Lo que necesitamos hacer, entonces, es reconciliarnos con el mundo social real, penetrando en su verdadera naturaleza en cuanto mundo racional. ¿Pero es racional un mundo desigual? ¿Debemos aceptar, como argumentan algunos libertaristas, que cada cual nace con lo que merece?2
John Rawls, al contrario, consideró que la ausencia de mérito individual crea una presunción a favor de admitir la distribución de talentos como un acervo común, pues no existe razón para permitir que los atributos y los beneficios que se derivan de ellos permanezcan donde están. Esto sería simplemente incorporar y afirmar la arbitrariedad de la naturaleza.
El hecho de que las nociones de virtud al igual que los derechos sean posteriores a las instituciones sociales constituye un motivo para continuar con la búsqueda de la justicia, en vez de congelar la arbitrariedad tal como se verifica. (Sandel 129)
De lo contrario "¿[t]endríamos que estimar que la estructura de los mundos sociales y los hechos generales de la naturaleza son hostiles a la idea misma de igualdad democrática?" (Rawls 2002 111-112, énfasis agregado).
¿Cómo apoyan estas corrientes de pensamiento su principio moral fundacional? ¿Es el problema de la justicia de las intervenciones en los "hechos naturales del mundo" sólo moral o es también ontológico? Parece posible entender que detrás de cada una de estas tesis se esconde una cierta "doctrina comprehensiva" −doctrina religiosa y filosófica totalizadora a cuya luz cada persona ordena y entiende sus diversos fines y objetivos−, que fundamenta que los liberales igualitarios, por una parte, crean en un mundo desordenado y caótico donde los atributos y las oportunidades que la naturaleza y la sociedad nos entrega a cada uno, al depender del azar irracional, no son merecidos, y, por otra, que los libertarios (que podrían fundarse en una teoría como la hegeliana) vean en el mundo un cierto orden racional que no alcanzaríamos a comprender y que nos legitimaría para limitar al máximo la acción estatal en la vida de las personas, motivándonos a "dejar las cosas como están". En este sentido, las respuestas que se den a la pregunta sobre la intervención en el mundo dependerán, en cierta medida, de las cosmovisiones o doctrinas comprehensivas que se usen para aportar fundamentos o razones auxiliares a las premisas morales. Las tesis de los libertaristas, aunque rebatibles, son aún capaces de mostrar con agudeza que la tesis de Rawls también se posiciona desde una cierta doctrina comprehensiva.
En este sentido, se defiende Rawls, si bien ello es cierto, la justicia como equidad "lo único que dice es que, puesto que esas doctrinas contrapuestas afirman que merecemos moralmente cosas diferentes de maneras diferentes por razones diferentes, no todas pueden ser correctas, y, en cualquier caso, ninguna de ellas es políticamente factible" (Rawls 2002 115). Así, defender que "no merecemos" lo que tenemos puede ser tan cierto como decir lo contrario: que sí lo merecemos. Ambas ideas son, si se quiere, puramente filosóficas y, por lo mismo, indemostrables al modo en que sí lo son las teorías científicas. Con todo, sí es posible reconocer que la incertidumbre sobre una cuestión como el merecimiento no ayuda demasiado a los libertaristas, pues, a diferencia de ellos, las tesis igualitarias tienen como sostén último la prueba de la intuición, pues las desigualdades nos molestan y siempre ha sido así, y, desde un punto de vista histórico, existe consenso en estimar que son, de alguna manera, "mejores" aquellas sociedades que han logrado reducir y no mantener o aumentar las desigualdades entre sus miembros. Sólo en cuanto son las instituciones sociales las que determinan las reglas que, de alguna manera, afirman las injusticias naturales y las desigualdades inmerecidas de las personas, entonces la igualdad es posible, pues podemos cambiar y manejar, conforme a nuestra noción de justicia, esas instituciones.
Ahora ¿es verdad que no podemos intervenir en el azar social y modificar "los hechos de la naturaleza"? Los igualitarios, que rechazan la idea de que el orden establecido por la naturaleza (que da más a unos que a otros) deba mantenerse, defienden la superación de las injusticias y la inercia de nuestro mundo, recuperando el control y reformándolo radicalmente de acuerdo con un designio libremente escogido conforme a nuestro ideal de persona moral. En este contexto, parece claro que el límite entre lo natural y lo social, entre el dominio de la fortuna y el de la justicia, no es estático.
Compensando las desigualdades sociales y naturales
Resulta desconcertante para muchos preguntarse si la igualdad de oportunidades puede requerir que se realicen intervenciones genéticas para evitar las desigualdades naturales que no constituyen enfermedades. Una de las intuiciones claves que sustenta las concepciones de igualdad de oportunidades, basada en la idea de "nivelar el campo de juego inicial", es la convicción de que las oportunidades de la gente no deberían verse significativamente limitadas por factores situados totalmente fuera del control de las personas, como ocurre con la clase social en la que se ha nacido y, también, con las características genéticas −talentos y capacidades− que le han tocado en suerte.
La igualdad de oportunidades puede exigir el uso de intervenciones para contrarrestar no sólo los más graves defectos limitadores de las oportunidades provocados por la mala suerte en la "lotería natural", sino también cuando se han heredado problemas que no son calificados como enfermedades, como, por ejemplo, el "gen de la depresión leve". Para algunos autores parece necesario concluir que en tales casos la igualdad requiere intervenciones genéticas, aun cuando la intervención no sea propiamente un tratamiento contra una enfermedad, pues, finalmente, los fundamentos parecen ser los mismos que los que se exigen para contrarrestar los efectos de haber nacido en una familia de bajo nivel cultural y que carece de medios para costear educación de calidad. En ambas situaciones resulta erróneo permitir que las oportunidades de una persona se vean limitadas por factores que le son completamente inmerecidos (cf. Buchanan, Brock, Daniels & Wikler 2000).
Así, argumenta Buchanan, poco a poco se van situando, dentro del control humano, rasgos de nuestra condición de personas que hasta el momento se habían considerado como algo dado e inalterable, como el destino que nos ha tocado en la lotería natural. Por ello, la perspectiva de intervenciones genéticas nos obliga a replantear los límites que tradicionalmente hemos establecido entre la desgracia y la injusticia, y por consiguiente, entre lo natural y lo social. ¿Cuáles son, entonces, las exigencias de la justicia: compensar la mala suerte en el azar natural interviniendo en la lotería social o interviniendo también sobre las desigualdades naturales?
Existen tres maneras de entender la exigencia de justicia del llamado "principio de igualdad de oportunidades", planteado por John Rawls en su famosa obra Teoría de la Justicia (1971):
1) La llamada igualdad formal o "carrera abierta a los talentos", que establece la eliminación expresa de las restricciones a determinados proyectos de vida queridos por personas con similares talentos y capacidades. Es la interpretación de los teóricos "libertaristas".
2) La igualdad formal sumada a la eliminación de las desigualdades informales que implican, por ejemplo, la exclusión de la discriminación material por razones de raza, género, clase, etc.
3) La igualdad de oportunidades basada en la regla de la "nivelación del campo de juego", que comprende eliminar las consecuencias de la mala suerte en la lotería social para aquellos con talentos similares. Un ejemplo de ello sería asegurar educación gratuita y de calidad compensatoria.
Ahora, la idea de garantizar oportunidades iguales para personas con talentos similares con el fin de que no se generen disparidades debidas a las consecuencias de la lotería social puede comprenderse, primero, desde la llamada "tesis de la estructura social", que arguye que los resultados que se obtienen en la lotería social están significativamente influidos por los efectos continuados de estructuras sociales injustas. Es la tesis que John Rawls defendió, arguyendo que "quienes disfrutan del mismo nivel de talento y capacidad, y tienen la misma voluntad de usarlos, debieran tener las mismas perspectivas de éxito, independientemente del lugar que ocupen inicialmente en el sistema social" (1971 73). Luego, este principio hace hincapié en las limitaciones de las oportunidades originadas en instituciones injustas y no en las diferencias naturales entre las personas. Dicho de otra manera, se reclamaría garantizar educación gratuita y de calidad a todas las personas en igualdad de condiciones, sin detenerse a analizar si, debido a su origen social y a sus talentos o desventajas naturales, algunas personas requerirían más recursos al momento de recibir educación, para obtener con ellos los mismos resultados (compensación).
En segundo lugar, podemos identificar la llamada "tesis de la suerte bruta", que se basaría en la intuición moral de que las personas no debieran tener menos oportunidades como resultado de factores que están fuera de su control, pues ellas no los han elegido. Esta tesis exige que se hagan esfuerzos por contrarrestar los efectos de todos los elementos que se encuentran fuera del control de los individuos, lo que incluye especialmente la lotería natural y las desigualdades naturales (cf. Buchanan, Brock, Daniels & Wikler 63). Ellas, entonces, exigirían reparación y compensación por motivos de justicia y, aunque hay pasajes en Teoría de la justicia que podrían hacer pensar que Rawls respalda la tesis de la suerte bruta, una lectura atenta permite concluir que su teoría sólo considera como campo de la justicia el contrarrestar los efectos de las desigualdades originadas por los efectos de las instituciones sociales injustas, argumentando que la operatividad de un principio como el de "diferencia" contribuirá a mitigar, en el largo plazo, también las consecuencias de las desigualdades naturales.3
Restringir nuestro interés por la igualdad de oportunidades entre aquellos que poseen los mismos talentos y capacidades parece arbitrario. La mayoría de las sociedades industrializadas reconoce la obligación social de utilizar las intervenciones médicas para curar trastornos congénitos que discapacitan gravemente, tanto si su base es genética como si se debe a factores ambientales o del desarrollo durante el embarazo y el parto. Una justificación obvia y convincente para subvencionar estos tratamientos es la necesidad de eliminar importantes obstáculos para la libertad. Cualquier explicación filosófica que conceda un lugar importante a la igualdad y libertad real de las personas deberá reconocer la necesidad de dichas intervenciones, puesto que hay un número importante de casos en los que las deficiencias genéticas que no califican como enfermedad igualmente limitan sustancialmente las opciones de las personas. La principal tarea de los partidarios de la igualdad será, entonces, diseñar un mecanismo de asignación que permita una distribución general de recursos entre los individuos, compensando las desigualdades en recursos naturales mediante redistribuciones específicas de los acervos sociales.
La exigencia de que quienes disponen de menos dotaciones genéticas deban ser compensados redistribuyendo recursos sociales a su favor, puede denominarse "principio de compensación de recursos". Ahora, si los recursos deben distribuirse con igualdad y los dones naturales son recursos, perfectamente podemos preguntarnos si cabe, también, intervenir en la lotería natural. Dicho de otro modo, ¿debiera el Estado comprometerse a asegurar a sus ciudadanos un mínimo genético decente? Es evidente que, en la actualidad, no es posible eliminar todas las desigualdades en las dotaciones naturales. Pero en la práctica debiera haber al menos un firme empeño colectivo en utilizar los avances en la intervención genética para prevenir o mejorar las discapacidades más graves que limitan las oportunidades de los individuos.
En esta línea, vale la pena detenerse a reflexionar sobre el modo en que ha cambiado la comprensión de aquello que se considera que es dominio de "la naturaleza" −aquello que viene dado y que debe aceptarse porque está fuera del control humano− y de aquello que, en cambio, ha pasado a ser objeto de la ciencia. En otras palabras,
[...] tenemos que distinguir entre lo que debemos relegar al reino de la fortuna o la desgracia y aquello que, en cambio, forma parte del reino de la justicia o injusticia. La naturaleza sometida −dominada por la inteligencia humana y dirigida a objetivos humanos− ya no es lo dado, ya no es eso que debe aceptarse y, por lo tanto, ya no cae en el dominio de la fortuna y la desgracia [...] Paradójicamente, la naturaleza sometida al control humano deja de ser naturaleza. (Buchanan, Brock, Daniels & Wikler 77)
Lo que se considera progreso moral ha consistido muchas veces precisamente en la capacidad humana de empujar las fronteras de lo natural hacia la esfera del control social y, por tanto, dentro del ámbito de la justicia. Nos encontramos en el umbral de una gran expansión del dominio de lo social, pues pronto estará en nuestro poder el prevenir lo que ahora consideramos la desgracia de una constitución enfermiza (por ejemplo, un sistema inmune débil) o la catástrofe de una enfermedad degenerativa, como el Alzheimer. Pronto llegaremos a considerar que la persona que sufre estas discapacidades es víctima, ya no de una desventura inevitable, sino de una injusticia social. Según aumentan nuestras capacidades, el territorio de lo natural se va desplazando al ámbito de lo social y es colonizado por la idea de justicia. La cuestión, con todo, de si sea moralmente correcto e incluso deseable iniciar la carrera por los mejores genes, queda todavía sin respuesta.
Entre el tratamiento de la enfermedad y la mejora genética, ¿qué es lo debido?
La ciencia nos exige hoy repensar aquellos principios de justicia que buscan asegurar la igualdad de oportunidades para todos. Se precisa redefinir aquellos ámbitos en los cuales sería necesaria la intervención del Estado con vías a compensar a las personas por las desventajas sociales o naturales de que han sido víctimas, dando credibilidad a la teoría liberal igualitaria más que al libertarismo, es decir, a la tesis que reconoce la arbitrariedad de las dotaciones innatas y sociales iniciales de los individuos, en lugar de aquella que defiende la idea de que las personas, desde su nacimiento, poseen lo que "merecen".
Si bien algunos reclaman que la compensación social es debida siempre que no pueda adjudicarse una desventaja a la voluntad del individuo −puesto que no resulta justo hacer a las personas responsables por circunstancias más allá de su control, como el color de la piel, el sexo, la clase social, etc.−, para los libertaristas las compensaciones sociales tienen un dudoso fundamento. Un aspecto esencial de esta visión nos pediría aceptar resignadamente que el mundo social racional no es un mundo perfecto, y que "la razón es la rosa de la cruz del presente", por lo que debemos reconciliarnos "con la realidad que la filosofía concede a aquellos que alguna vez han sentido la exigencia de comprender" (Hegel 1982 262). Reconciliarse con nuestro mundo social no es pensar que todo está bien y que todo el mundo es feliz. Pretenderlo sería ingenuo, pues ni existe tal mundo ni puede existir, pues la contingencia y el accidente, la desgracia y la mala suerte son elementos inevitables del mundo y las instituciones sociales, no importa lo racionalmente diseñadas que estén.
Las injusticias del mundo, entonces, no debieran ser rectificadas, pues son necesarias y parte de una naturaleza con fundamento. Pero ¿cómo comprender como significativo el dolor y la muerte prematura de niños absolutamente ajenos a la historia universal? Tales ejemplos de destino individual están por debajo del plan de la necesidad, caen en el dominio de esa contingencia cuya existencia, como hemos visto, es necesaria. Podemos reconciliarnos con esto, postuló Hegel, así como con la historia universal, si nos identificamos con lo que esencialmente somos, razón universal. Si realmente llegamos a vernos como vehículos de la razón universal, entonces la muerte deja de ser un "otro", porque es parte del plan. Es fácil caer en la tentación de ver la historia como un "matadero [...] en que la fortuna de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos han sido llevadas al sacrificio" (Hegel 1982 262). Los horrores y pesadillas de la historia, la destrucción y la crueldad siguen siendo un enigma.
No debemos olvidar, replicará el liberalismo igualitario de Rawls, que los enigmas sobre el origen de la desigualdad son cada vez menores. Sabemos, por ejemplo, que la redistribución es un recurso efectivo contra la injusticia y que resulta, además, moralmente imprescindible, si no se quiere "afirmar la arbitrariedad de la naturaleza". Dicha arbitrariedad en la distribución de las dotaciones innatas no es más que una perogrullada moral:
¿Quién la negaría? ¿Realmente piensa la gente que (moralmente) se merecen haber nacido más dotados que otros? ¿Acaso piensa la gente que se merece (moralmente) haber nacido hombre en vez de mujer o viceversa? ¿Piensan que se merecen haber nacido en una familia adinerada en vez de en una familia pobre? No. (Rawls 2002 110)
De ello se sigue la necesidad de admitir que las desigualdades sociales y genéticas debieran modificarse en la medida en que los avances científicos lo permitan para asegurar el principio de igualdad equitativa de oportunidades.
La ciencia avanza rápidamente ofreciendo alternativas de "mejoras genéticas" que antes eran impensables. Dichas mejoras pueden comprenderse como lujos privativos de quienes tienen recursos para pagar por ellas o, desde una perspectiva igualitaria, como una ampliación de derechos –como el derecho a la protección de la salud–, que resultaría obligatorio al Estado garantizar para así honrar una idea de igualdad que pretende incorporar y dar un lugar preciso a la medicina genética como mecanismo eficaz compensatorio de la mala suerte en la lotería natural. De este modo, si podemos evitar, con terapias genéticas, que una persona sufra depresión o el mal de Alzheimer, ¿no demanda la justicia que el Estado asuma su costo? Y si se trata ya no de una enfermedad, sino simplemente de una "mejora" genética capaz de optimizar las oportunidades de la gente, como, por ejemplo, aumentar la inteligencia o corregir la apariencia, ¿debiera el Estado hacerse cargo de su garantía?
Responder a estos dilemas no es sencillo, pues, con el tiempo, ya no será tan clara la diferencia entre la cura de una enfermedad y la mejora de rasgos genéticos no calificables necesariamente como tal. No debemos olvidar que en la actualidad existen en todo el mundo movimientos sociales de discapacitados que se niegan a la aplicación de terapias genéticas, mecanismos de selección de embriones y otros procedimientos tendientes a impedir el nacimiento de personas con alguna invalidez. ¿Qué será de un mundo sin ciegos, sordos, paralíticos, Down, etc.? Es una de las preguntas que se han hecho activistas como Harriet McBryde Johnson, una abogada discapacitada estadounidense que se hizo conocida después de debatir con el filósofo Peter Singer sobre la necesidad de que las sociedades modernas dejen de poner todos sus esfuerzos en lograr, por medio de la medicina, un mundo sin discapacitados, en vez de aprender a convivir con ellos valorando su particular y "rica" visión del mundo (cf. McBryde 2003).
Por lo demás, ¿estamos de acuerdo en qué vamos a definir como discapacidad? En un mundo de personas cada vez más altas, ¿deben las personas bajas considerarse discapacitadas y ser compensadas por el Estado? En una sociedad donde cada vez se valora y persigue con más energía la belleza física, ¿debería el Estado hacerse cargo de sufragar los costos de cirugías estéticas para todos? Puesto que es posible avizorar un futuro donde sea posible alcanzar, por intermedio de la ciencia, el nacimiento de individuos más inteligentes, ¿debería el Estado, so pena de ignorar la desigualdad social que pudiera generarse, garantizar a todas las familias esos mecanismos de "mejora" genética?
Los dilemas, por tanto, se centran tanto en la justificación moral de la redistribución de recursos sociales, como en la determinación del tipo de recursos que, de la mano de los avances científicos, vamos a definir como parte integrante del derecho a la protección de la salud o el derecho a la justa igualdad de oportunidades. El debate está abierto.
Conclusión
El análisis precedente nos permite esbozar algunas conclusiones. Por lo pronto, parece posible encontrar fundamentos morales contundentes para las políticas estatales destinadas a redistribuir los recursos sociales con el fin de garantizar la justa igualdad de oportunidades para todas las personas, sobre la base de la convicción de que los más importantes acervos sociales y naturales que poseemos para desenvolvernos en la vida son inmerecidos, pues son producto del azar.
De lo anterior, sin embargo, no se sigue que el Estado deba −si puede− compensar a las personas por todas las diferencias inmerecidas que tienen un origen genético. Algunas acordaremos calificarlas como enfermedades y otras, en cambio, como "mejoras" que tendrán, por su naturaleza, que regirse por distintos mecanismos de adjudicación. En el primer caso, la justicia reclamará adjudicar recursos sanitarios sólo con base en el principio de necesidad, con el fin, a su vez, de garantizar el principio de igualdad de oportunidades. En el segundo caso, en cambio, las reglas de adjudicación pueden dejarse en manos del mercado, al menos mientras no se "recalifique" esa mejora como tratamiento médico de una característica que, considerada en el pasado como "normal", pase a ser ahora calificada como "enfermedad".
* Este artículo está asociado al proyecto Fondecyt Regular n.º 1120022, financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Chile.
1 Para un análisis de las consecuencias morales que debieran seguirse de actos que sí están dentro de nuestro control, véase Zúñiga-F. (2011).
2 Para un análisis de la tesis de la teoría de la justicia "libertarista", véase Zúñiga-F. y De Lora (2009).
3 El principio de diferencia se incluye en el segundo principio de justicia de Rawls, el cual reza así: "Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos requisitos: a) deben estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; b) las desigualdades deben redundar en el mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad (principio de diferencia)" (2002 73).
Bibliografía
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