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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.62 no.152 Bogotá May/Aug. 2013

 

¿ES POLÍTICA LA JUSTICIA COMO EQUIDAD?

Is Politics Justice as Fairness?

LUIS VILLAVICENCIO MIRANDA*
Universidad de Valparaíso / Universidad Diego Portales - Chile

*luis.villavicencio@uv.cl

Artículo recibido: 05 de marzo del 2012; aceptado: 19 de marzo del 2012.


RESUMEN

Se analiza si la versión de la justicia como equidad, presentada en El liberalismo político, es genuinamente una concepción política. Se examina el problema de la razonabilidad de las doctrinas comprehensivas, y se indaga luego si el argumento en dos etapas afecta la integridad estructural del liberalismo político. Se concluye que J. Rawls fracasa en su intento de justificar un liberalismo independiente de una doctrina comprehensiva de carácter liberal.

Palabras clave: J. Rawls, equidad, justicia, liberalismo.


ABSTRACT

The article analyzes whether the conception of justice as fairness, set forth by Rawls in Political Liberalism, is a genuine political conception. It first examines the issue of reasonableness of comprehensive doctrines and then goes on to inquire whether the two-step argument affects the structural integrity of political liberalism. The paper concludes that J. Rawls fails in his attempt to justify liberalism independently of a comprehensive liberal doctrine.

Keywords: J. Rawls, fairness, justice, liberalism.


Introducción

Como sostiene Scanlon, la principal tarea de El liberalismo político es proveer una solución alternativa al problema de la estabilidad, esto con el fin de mostrar que el argumento a favor de los dos principios de justicia rawlsianos puede ser ultimado de un modo que sea compatible con el hecho del pluralismo razonable. El problema fundamental del liberalismo político es, en última instancia, la legitimidad (cf. Scanlon 2003b 157-167). Sostener que una ley es legítima no equivale a señalar que todos los ciudadanos razonables están de acuerdo con ella. Esto es lo que hace a la legitimidad una cuestión tan compleja e interesante en la filosofía política. Lo que realmente nos tiene que preocupar en una democracia constitucional liberal, cuando una ley ha sido correctamente aprobada, es en qué medida es obligatoria para todos los ciudadanos, incluso respecto de aquellos que razonablemente pueden diferir. Este es el problema de la estabilidad por las razones correctas (cf. Debren 326-327).

Dicho en términos más generales, el problema liberal es cómo organizar la coexistencia entre personas con diferentes –y muchas veces contrapuestas– concepciones del bien. El desafío para el liberalismo político es defender el pluralismo, no porque considere eventualmente que la diversidad sea especialmente valiosa en sí misma, sino porque sostiene que aquel no podría ser erradicado sin el uso opresivo del aparato estatal (cf. Mouffe 183-185).

Pero para llevar a cabo este objetivo es indispensable, en opinión de Rawls, superar las falencias que presentaba Una teoría de la justicia. Dichas inexactitudes son, fundamentalmente, dos: a) describir la justicia como equidad, como si pudiera ser parte de una doctrina general de carácter comprehensivo, y b) explicar la idea de la sociedad bien-ordenada, de tal forma que implicara la aceptación por parte de los ciudadanos y ciudadanas de una doctrina filosófica comprehensiva. Estos errores, cree Rawls, se deben principalmente a la ambigüedad de la exposición de la concepción de la justicia en la obra mencionada (cf. Rawls 2002 19-20). Si bien es cierto que El liberalismo político ha solucionado el problema de la ambigüedad, al presentar, desde un comienzo, a la justicia como equidad en cuanto que concepción política, lo que resta por analizar es si esta es efectivamente una concepción política; cuestión distinta –claro está– de la simple imprecisión en la presentación de la teoría (cf. Rawls 1996b 40-41).1 En lo que sigue examinaré críticamente el éxito de tal empresa. Para lograrlo, en la primera parte me concentraré en el problema de la razonabilidad de las doctrinas comprehensivas. En segundo lugar, exploraré la utilidad del planteamiento en dos etapas que caracteriza a la concepción política de la justicia como equidad, deteniéndome, en particular, en los siguientes aspectos: a) la posibilidad de comprender el liberalismo político como una forma de modus vivendi; b) indagar en la supuesta inutilidad y trivialidad del argumento en dos etapas; c) analizar cómo el argumento en dos etapas afecta la integridad estructural del liberalismo político; y d) examinar la cuestión de si es posible distinguir el ámbito público del no público. A través de este estudio, intentaré defender que Rawls tiene buenas razones para superar las objeciones que se centran en los tres primeros aspectos señalados arriba, pero que no puede eludir el último de ellos. En efecto, la distinción entre lo político y lo no político es irremediablemente inestable e implica, al menos en ciertos casos, tomar partido por una doctrina comprehensiva, circunstancia que el liberalismo político no admite. Para terminar el presente artículo, avanzaré en algunas conclusiones tendientes a sistematizar en qué sentido el liberalismo político logra su objetivo y en qué sentido fracasa.2

1. La cuestión de la razonabilidad de las doctrinas comprehensivas

Para Rawls, una doctrina comprehensiva es una cierta idea, más o menos amplia, de carácter religioso y/o filosófico a cuya luz se ordenan y entienden los diversos fines y objetivos de las personas (cf. Rawls 2002 43). Ahora bien, el carácter razonable de una doctrina comprehensiva no es una característica esencial de la doctrina, sino una virtud de los ciudadanos y ciudadanas que la sostienen (cf. Peña 2001 180). Así se deduce de las propias palabras de Rawls, cuando caracteriza lo razonable como una disposición:

Más que definir directamente lo razonable, determinaré dos de sus aspectos como virtudes de las personas [...] Las personas son razonables en un aspecto básico cuando, estando, digamos, entre iguales, se muestran dispuestas a proponer principios y criterios en calidad de términos equitativos de cooperación, y a aceptarlos de buena gana siempre que se les asegure que los demás harán lo mismo. Las personas entienden que aceptar esas normas es razonable para todo el mundo y, por consecuencia, que son justificables ante todos; y están dispuestas a discutir los términos equitativos que otras propongan [...] El segundo aspecto básico, según lo entiendo ahora, es la disposición a reconocer las cargas del juicio y a aceptar sus consecuencias a la hora de usar la razón pública en la tarea de orientar el legítimo ejercicio del poder político en un régimen constitucional. (Rawls 1996b 79-85)

La noción de lo razonable sustituye, desde el punto de vista del liberalismo político, a la idea de lo verdadero. No podría ser de otra manera, puesto que una concepción de la justicia solo puede ser verdadera si alguien la juzga desde la perspectiva de una doctrina comprehensiva, y eso es precisamente lo que Rawls pretende evitar.3 No obstante, este filósofo busca definir la idea de lo razonable como una virtud de las ciudadanas y ciudadanos conforme a la concepción política de la persona, más que como una propiedad de las doctrinas comprehensivas que llegan a un consenso por superposición, e insiste en que el consenso superpuesto que propone es alcanzado por las propias doctrinas comprehensivas que cumplen la característica de ser razonables.4 Y, en esa lógica, la reticencia de Rawls

[…] a postular una noción fuerte de verdad o validez parece orientarse a conceder a esas doctrinas la mayor cantidad posible de oportunidades para sumarse a un consenso político razonable, sin que tengan que cumplir, de manera positiva, con todos los requisitos exigidos a las personas razonables. (Rodríguez Zepeda 116)

La pregunta que surge es cuál es el criterio específico de diferenciación que desarrolla Rawls para distinguir las doctrinas comprehensivas razonables de las irrazonables, configurándose así una especie de examen de razonabilidad que habrían de satisfacer ya no los ciudadanos y ciudadanas razonables, sino las propias doctrinas comprehensivas razonables, en cuanto visiones prácticamente permanentes en el contexto de una sociedad marcada por el pluralismo. Dicho examen nos conduciría irremediablemente a lo que Barry denomina el componente escéptico de toda doctrina razonable, o sea, la capacidad de una doctrina comprehensiva de reconocer y aceptar que otras doctrinas puedan no coincidir con su concepción de primer orden sobre la vida buena (cf. Barry 1995 901-902).5 Y este componente pareciera transformarse en un requisito indispensable para que pudiera producirse un consenso por superposición exitoso entre las diferentes doctrinas comprehensivas vigentes en una comunidad política.

Pero la inclusión de este requisito adicional en el concepto de doctrinas razonables acarrea algunos problemas. Pensemos en el siguiente ejemplo del propio Rawls: el caso de una doctrina comprehensiva que crea firmemente que "fuera de la iglesia no hay salvación" (extra ecclesiam nullam salus) y considere esta creencia de tal importancia que entienda necesario ir a la guerra civil incluso para defenderla. Y llegados a este punto, escribe el autor, no nos quedará otra alternativa que negar esta visión, directamente o por implicación, y comprometernos con el tipo de argumentos que se esperaba evitar, o sea, con aquellos que forman parte de una visión liberal al menos parcialmente comprehensiva (cf. Rawls 1996b 184-185; 2002 244-245). La cuestión clave es que el criterio para negar la pretensión de verdad de esta doctrina comprehensiva religiosa, que busca imponer su visión a las demás doctrinas heterónomamente, es de naturaleza epistémica y reposa en las cargas del juicio, cuya aceptación es uno de los elementos de la definición de personas razonables (cf. Rodríguez Zepeda 119-120).

Sin embargo, existe todavía otra alternativa que nos permite eludir las aparentemente inevitables referencias epistémicas. Esta posibilidad ya no reposa en la necesidad de negar el enunciado sostenido por los adherentes de la doctrina comprehensiva extra ecclesiam nullam salus, sino en defender que dicha visión es irrazonable en la medida en que pretende la utilización del poder político para hacerse valer y, de esta forma, rodear y no entrar en la consideración de la verdad o falsedad de la pretensión de la doctrina comprehensiva en entredicho. El propio Rawls destaca explícitamente este punto, al hacer hincapié en que esta forma de ver el problema evita pronunciarse sobre la verdad de la doctrina en cuestión y solo se concentra en que quienes deseen utilizar el poder político para imponerla proceden de manera irrazonable, lo cual no implica que los ciudadanos y ciudadanas piensen que es falsa (cf. Rawls 1996b 166-172 y 2002 251-254).

Para Barry, la aproximación rawlsiana prueba que la razonabilidad no conlleva la necesidad de negar el valor epistémico de la doctrina extra ecclesiam nullam salus, sino solo rechazar su pretensión política de ser impuesta a todas las personas por medio del poder coercitivo del Estado. No estaríamos rechazando la doctrina de que "fuera de la iglesia no hay salvación", sino defendiendo el familiar argumento liberal de que asegurar la salvación no es un trabajo apropiado para el Estado (cf. Barry 1995 901). Con todo, si bien la salida propuesta por Barry puede ser atractiva, ya que permite evadir el problema de la validez o verdad de los contenidos de una visión comprehensiva, no debe olvidarse que el propio Rawls, en estricto rigor, no cierra la posibilidad de pronunciarse sobre la falta de verdad de la doctrina extra ecclesiam nullam salus, o de cualquier doctrina que insista, a modo de ilustración, que determinadas cuestiones son tan trascendentes que resolverlas merecería promover una guerra civil (cf. Rawls 1996b 182186). Así pues, parece ser que Rawls

[…] ha decidido no prescindir de ninguna de las dos opciones o, al menos, no ha querido descartar explícitamente la posibilidad de que, en momentos cruciales, la discusión acerca del alcance epistemológico de las doctrinas comprehensivas pueda llegar al foro público. (Rodríguez Zepeda 123)

En este punto claramente difiere de Barry, para quien la convivencia de las dos aproximaciones es incompatible y, además, la primera respuesta es inconsistente con las exigencias del liberalismo político (cf. Barry 1995 898-901).

Cabría preguntarse ¿por qué razones el filósofo estadounidense optó por no prescindir de ninguna de las dos opciones? La respuesta puede hallarse en que, para Rawls, la presencia de ciertos requisitos epistémicos no asigna a la concepción política un carácter también epistémico y, en consecuencia, ambas vías pueden convivir pacíficamente (cf. Rawls 1996b 92-93). Al respecto Rawls es claro: algunos podrían insistir en que alcanzar el consenso por superposición es fundamento suficiente por sí mismo para considerar verdadera la concepción política; pero esta se abstiene de dar este paso adicional, porque es innecesario y puede interferir con el objetivo práctico de hallar una base pública de justificación. Este paso puede ser dado por cada ciudadano conforme a su propia doctrina comprehensiva (cf. id. 132). De modo que Rawls no niega

[…] que a la formación de una concepción política de la justicia concurran elementos de corte cognitivo; lo que niega es que estos le impongan un carácter de validez o verdad que pudiera jerarquizar la relación entre doctrinas políticas y comprehensivas en términos epistémicos. Por ello, lo más que puede decirse de la razonabilidad es que es un criterio de "corrección" de la argumentación política. (Rodríguez Zepeda 133-134)

El constructivismo político no critica, pues, las representaciones religiosas, filosóficas o metafísicas de la verdad y de la validez de los juicios morales. La razonabilidad es su criterio de corrección, y, dados su propósitos políticos, no necesita ir más lejos (cf. Rawls 1996b 159). En suma, el método de elusión no es ni una propuesta cognitiva ni epistemológica, sino un planteamiento normativo que busca la mejor forma de fundamentar una noción contemporánea de tolerancia.

Por último, la laxitud de la concepción política de la razonabilidad permite tener por razonables a todas las doctrinas, hasta que sus pretensiones de poder no evidencien su carácter irrazonable (cf. Galston).6 De modo que toda doctrina tiene, prima facie, el derecho de pretender hacer valer sus ideas de justicia en el dominio político, y para lograrlo debe satisfacer los requisitos de la razonabilidad. Si falla y aun así pretende imponer su punto de vista, entonces el Estado puede ejercer legítimamente el poder político para detenerla.

2. El consenso superpuesto y el problema del argumento en dos etapas

Recordemos que uno de los problemas estructurales de Una teoría de la justicia es la deficiente solución del problema de la estabilidad. Siguiendo la explicación de Freeman, el papel desplegado –en la última parte del libro– por el argumento kantiano sobre la congruencia consiste en completar el planteamiento para la estabilidad de la justicia como equidad y exponer cómo una constitución justa es realmente posible (cf. Freeman 2003a 303-308 y 2003b 32-37). Si pudiera ser demostrado que una sociedad bien-ordenada describe las condiciones bajo las cuales la justicia es un bien intrínseco para cada persona –es decir, de tal entidad que es supremamente regulativo de la persecución de todos los demás bienes–, se habrá verificado el modo en que la justicia puede ser preponderantemente racional para cada persona. Siendo prioritariamente racional para cada cual, la estabilidad sería confirmada en el modo más potente posible: la justicia es la mejor respuesta para toda persona en cualquier circunstancia. ¿Es exitoso este ambicioso argumento? La tesis de la congruencia contiene muchas afirmaciones controvertidas; por ejemplo, se encuentra implícita en sus conclusiones la afirmación kantiana de que la actividad de la razón práctica, en materias de justicia, es en sí misma un bien intrínseco, pero mi preocupación aquí se limita a analizar si el argumento es convincente en sus propios términos.

Una parte decisiva de la cultura pública de una sociedad bien-ordenada es la proposición o el ideal de que la justicia y la autonomía son intrínsecas para el bien de cada persona. Esta puede ser integrada a la educación pública de muchas formas y aceptada por la cultura oficial de una sociedad bien-ordenada. El problema es que mientras esas ofertas pueden animar a muchos a creer que la justicia es intrínseca para su bien, para otros puede tener más bien efectos desestabilizadores. Lo que es primordialmente irreal en la justificación de Una teoría de la justicia, como el propio Rawls reconocerá, es el argumento kantiano de la congruencia. Falla en apreciar la extensión de las circunstancias subjetivas de la justicia –que Rawls llamará más tarde el hecho del pluralismo razonable– que caracterizan a una sociedad bien-ordenada. Estas circunstancias implican que mientras los individuos pueden acordar los principios de justicia bajo el imperio de la libertad de pensamiento, de conciencia y de asociación (como exigen los propios principios liberales), es ilusorio esperar que todos estarán de acuerdo en sus creencias religiosas, filosóficas o éticas. Es, en consecuencia, muy incierto esperar que todos los ciudadanos y ciudadanas, en una sociedad bien-ordenada, concuerden que la autonomía o la justicia son bienes intrínsecos.

A mayor abundamiento, si incluso pudiéramos imaginar una sociedad bien-ordenada gobernada por la justicia como equidad, donde hay un amplio acuerdo en torno a los principios liberales rawlsianos de la justicia, es totalmente pertinente preguntarse cómo sería posible esta aceptación general. Dadas las libertades de conciencia, de pensamiento y asociación, esa aprobación se deberá a que los individuos afirman y respaldan esos principios por diferentes razones y desde diferentes puntos de vista. Por esto, es totalmente inalcanzable pensar que cada uno endosará los principios de justicia por las razones especificadas en la interpretación kantiana de la congruencia. En suma, la exigencia de la estabilidad debe ser satisfecha de otra forma, y para ello Rawls despliega la idea del consenso por superposición en su reinterpretación de la justicia como equidad, la que busca fundamentalmente que las personas en una sociedad bien-ordenada actúen normalmente en forma equitativa, aunque sea por diversas razones comprehensivas. Con todo, la exigencia de alcanzar la estabilidad por otro medio no priva a la justicia de su finalidad, solo restringe su dominio al de las razones públicas. Las razones de la justicia ya no pueden pasar más por encima de todas las razones al interior de las concepciones del bien de cada sujeto, pero sí pueden derribar todas las razones al interior del dominio político público.

Ahora bien, el argumento a favor de la estabilidad en El liberalismo político se completa en dos etapas. La primera describe la forma en que los ciudadanos y ciudadanas de una sociedad bien-ordenada adquieren un sentido de la justicia y, consecuentemente, un deseo de justificar sus acciones frente a otros como justas. La segunda pretende mostrar cómo es posible que dicho deseo, cuando se tienen en cuenta las pretensiones surgidas desde la doctrina comprehensiva que el propio individuo profesa, pueda ser suficiente para motivar la conducta del modo correcto.

[La] exigencia de estos dos requisitos para que una concepción de justicia sea estable está emparentada con la idea de razón práctica bifurcada que sustenta Rawls. Si existen dos poderes de la razón y, consecuentemente, dos ramas de la razón práctica (lo razonable y lo racional), y si estas son complementarias de manera que no pueda entenderse una sin la otra, entonces la explicación de la motivación, y por ende de la estabilidad de la concepción, no está completa hasta que no se haya mostrado cómo es posible, por un lado, que se adquiera el deseo de justificar nuestra conducta como correcta ante los demás, esto es, cómo se adquiere el sentido de la justicia, y, por otro, cómo este es compatible con lo que consideramos racional a partir de nuestra particular concepción del bien. (Seleme 316)

El problema que Rawls identifica en la explicación de la estabilidad, tal como fue presentada en Una teoría de la justicia, se refiere al segundo requisito, es decir, a la forma poco realista en que esa obra especifica cómo el deseo de actuar movido por un sentido de la justicia es congruente con la concepción que cada ciudadano o ciudadana puede adherir en una sociedad bien-ordenada, volviéndose por tanto un deseo bastante débil para motivar la conducta en el sentido correcto. Para subsanar este defecto, Rawls plantea ahora que el segundo componente de la estabilidad ya no se satisface apelando a una exclusiva doctrina comprehensiva kantiana, sino a un consenso por superposición de doctrinas razonables. En consecuencia, una concepción de la justicia para ser estable debe cumplir dos condiciones: primero, que los que crezcan en una sociedad regulada por aquella concepción adquieran un sentido de la justicia, o sea, un deseo de cumplir las exigencias impuestas por los principios de justicia; y, segundo, que la concepción de justicia –que regula las instituciones básicas de esa sociedad bien-ordenada– encuentre soporte en un consenso por superposición de las doctrinas comprehensivas razonables que profesan los ciudadanos y ciudadanas (cf. Seleme 317). En lo que sigue someteré a prueba la forma en que Rawls intenta resolver el problema de la estabilidad.

2.1. El liberalismo como expresión de un modus vivendi antifundamentalista

La primera objeción que podría hacérsele a la idea del consenso por superposición es que refleja la forma en que Rawls termina por subordinar los argumentos de deseabilidad a los de viabilidad, hasta el punto de transformar su concepción política en una suerte de mero modus vivendi. El filósofo estadounidense parece verse

[…] a sí mismo yendo más allá de los estrechos debates entre posiciones políticas diferentes, pues ahora ve la tarea de la filosofía política como una tarea práctica más que propiamente filosófica. Él busca una solución práctica a un problema político, más que la verdad sobre la moralidad política. (Kukathas & Petitt 148)7

Esta circunstancia ha llevado a Richard Rorty a patrocinar el giro político de Rawls y a defender una forma de liberalismo antifundamentalista que atribuye, precisamente, al nuevo Rawls para hacer frente a las críticas comunitaristas. Dicha empresa la lleva a cabo fundamentalmente en su artículo "La prioridad de la democracia sobre la filosofía" y en el libro Contingencia, ironía y solidaridad (cf. Rorty 1996 239-266 y 1991).

Para el autor, cuando Rawls sostiene que "en una democracia constitucional la concepción pública de la justicia debería ser tan independiente como fuera posible de las doctrinas filosóficas y religiosas" (1996a 23), y, por lo tanto, para formular dicha concepción debemos aplicar "el principio de la tolerancia a la filosofía misma" (ibíd.), está asumiendo una aproximación totalmente historicista y antiuniversalista. Y si somos capaces de comprender la justicia como equidad de esta forma, y no como la continuación de la empresa ilustrada de basar nuestras intuiciones morales en una específica concepción de la naturaleza humana o del yo, entenderemos que lo que justifica la concepción política de la justicia no es su fidelidad a un orden anterior dado,

[…] sino su congruencia con nuestro más profundo entendimiento de nosotros mismos y de nuestras aspiraciones, y el percatarnos de que, dada nuestra historia y las tradiciones que se encuentran encastradas en nuestra vida pública, es la doctrina más razonable para nosotros. (Rawls 1986 213)

Pero, además de lo anterior, llegaremos a la conclusión de que la crítica que Sandel le hace a Rawls de estar encadenado a una concepción metafísica del yo descarnada (cf. 31-89) está diametralmente equivocada. En efecto, cuando el filósofo liberal sostiene que el yo es anterior a sus fines, no quiere decir que exista una identidad llamada el yo que sea diferente de la trama de creencias y preferencias que posee. Cuando plantea que no debemos intentar dar forma a nuestra vida, remitiéndonos en primer lugar al bien definido de modo independiente, no funda dicho deber en una particular tesis de la naturaleza del yo, o en razón de la naturaleza intrínseca de la moralidad, sino más bien en el "hecho de que nosotros –los modernos herederos de las tradiciones de tolerancia religiosa y de gobierno constitucional– ponemos a la libertad por encima de la perfección" (Rorty 1996 253). Así pues,

[n]osotros, los herederos de la Ilustración, pensamos que los enemigos de la democracia liberal, como Nietzsche o san Ignacio de Loyola, están "locos" [...] Y ello sucede porque no hay manera de considerarlos conciudadanos de nuestra democracia constitucional, como individuos cuyos proyectos vitales podrían, con un poco de ingenio y buena voluntad, adaptarse a los de los demás ciudadanos. No es que sean locos por haber comprendido mal la naturaleza ahistórica del ser humano. Lo son porque los límites de la salud mental son fijados por aquello que nosotros podemos tomar en serio. Y esto, a su vez, es determinado por nuestra educación y por nuestra tradición histórica. (Rorty 1996 255-256)

Por lo recién apuntado es que, para Rorty, toda teoría del yo no tendrá nunca un fundamento valorativo neutral. Estas –o las concepciones de la persona desplegadas por cualquier teoría política– son otro modo de expresar los mismos compromisos valorativos que sustentan esas mismas doctrinas políticas. De modo que, una vez asumido que recurrir a los presuntos fundamentos no permite añadir más racionalidad o credibilidad a una teoría política, no tenemos por qué traspasar los límites de la cultura política pública (cf. Mulhall & Swift 343). Luego, la postura que defiende la idea de que los valores y la concepción de persona que incluye una teoría política deben ser justificables frente a aquellos que no comparten ni esos valores ni esa concepción, es una lamentable confusión filosófica, como lo es también pretender justificarla ante alguna realidad externa a su propia práctica.

Podemos resumir esta forma de concebir el problema –insiste Rorty– afirmando que Rawls pone primero la democracia política y, en segundo lugar, la filosofía.

Mantiene el compromiso socrático con el libre intercambio de opiniones, sin el compromiso platónico con la posibilidad de un acuerdo universal [...] Rawls desvincula el problema de si debemos ser tolerantes y socráticos del de si esta estrategia nos conducirá o no a la verdad. Y se contenta con el hecho de que debería conducirnos a cualquier equilibrio reflexivo que se pueda alcanzar intersubjetivamente, dada la contingente dotación de las personas en cuestión. La verdad, entendida en sentido platónico como la comprensión de lo que Rawls llama "un orden que nos antecede y nos ha sido dado", sencillamente es irrelevante para la democracia política. Y por lo mismo tampoco lo es la filosofía, como explicación de las relaciones existentes entre un orden dado y la naturaleza humana. Cuando entran en conflicto, la democracia tiene prioridad sobre la filosofía. (Rorty 1996 260-261)8

Ahora bien, no obstante Rorty ha abrazado la interpretación del liberalismo político como una teoría antifundamentalista, el mismo Rawls se ha preocupado explícitamente en negar la posibilidad de que la concepción política de la justicia sea comprendida como la expresión de un mero modus vivendi. En los propios términos de Rawls, la expresión modus vivendi se reserva para aquellos casos en que un consenso social se fundamenta exclusivamente en intereses egoístas o de grupo, o en el resultado de una negociación política que da sustento a una unidad social precaria y aparente, cuya estabilidad depende de la mantención afortunada de una convergencia de intereses (cf. Rawls 1996b 179).

Las características que permiten diferenciar el consenso por superposición de un acuerdo sustentando en un puro modus vivendi son las siguientes: primero, el objeto del consenso, esto es, la concepción política de la justicia, es ella misma una concepción moral; segundo, es asumido por razones morales, es decir, incluye concepciones de la sociedad y de los ciudadanos como personas, así como principios de justicia y una descripción de las virtudes políticas, a través de las cuales esos principios son incorporados al carácter humano y se expresan en la vida pública, por ende, un consenso entrecruzado no consiste simplemente en un consenso para aceptar determinadas autoridades o para atenerse a determinadas normas institucionales, fundadas en la convergencia de intereses egoístas o de grupo; y tercero, los que defienden las diversas visiones que respaldan la concepción política de la justicia no retirarán su apoyo aunque se diera la circunstancia de que aumentara la fuerza relativa de su doctrina en la sociedad y eventualmente llegara a ser dominante (cf. Rawls 1996b 179 & 2002 257-258).

Como puede verse, Rawls presenta poderosas razones para que concordemos con él en que el consenso por superposición no puede ser equiparado a una forma de modus vivendi y, en consecuencia, que la estabilidad no depende de la distribución del poder político entre las doctrinas comprehensivas que concurren en el consenso. El problema es que esta postura lo saca de un problema, pero lo expone a otro. Lo veré a continuación.

2.2. La inutilidad y trivialidad del argumento en dos etapas

A propósito del consenso por superposición, Barry ha planteado dos críticas estructurales a la forma en que Rawls presenta la justicia como equidad en su versión política. La primera de ellas señala que si el fin de la primera etapa de la argumentación a favor de la concepción política es demostrar la forma en que las personas razonables adquieren un sentido de la justicia, es decir, un criterio de motivación interno para comportarse de acuerdo con las exigencias de los principios de la justicia en la posición original,9 la segunda etapa de la presentación del liberalismo político –es decir, aquella vinculada a las razones por las cuales las personas efectivamente desarrollarían un sentido de la justicia– es innecesaria (cf. Barry 1995 894-896 & 1997 99).

Si las personas razonables tienen el deseo de comportarse de forma que puedan justificar sus actos ante los demás en razón de principios que ellos, motivados de la misma manera, no podrían rechazar, ya tienen un sentido de la justicia.

Si todas las personas razonables tienen el deseo, fundado en el principio motivacional de Scanlon, de comportarse de acuerdo a principios razonables, basta el argumento a partir de la posición original que muestra a los principios de justicia como los más razonables, para garantizar que cualquier ciudadano razonable tenga un sentido de la justicia, esto es, un deseo de comportarse de acuerdo a ellos. (Seleme 318)

La segunda crítica de Barry apunta a que si una doctrina comprehensiva es razonable y solo si es compatible con los principios de la justicia, la exigencia de que la concepción de justicia sea el foco de un consenso por superposición de doctrinas comprehensivas razonables es trivial, ya que, por definición, las únicas doctrinas comprehensivas razonables son las que comparten o, al menos, no se oponen a los principios de la justicia como equidad (cf. Barry 1995 898-898).10

Creo que ambas objeciones son erradas. La primera olvida que sostener la idea de que toda persona razonable, por el hecho de serlo, tendrá el deseo de actuar conforme a principios de justicia razonables no basta para explicar cómo surge esta motivación para cumplir las exigencias de la justicia. Es necesario, entonces, hacerse cargo del problema de cómo surge este deseo y cómo las personas que viven bajo instituciones justas desarrollarán normalmente un sentido de la justicia suficiente, o sea, es indispensable sentar las bases de lo que Rawls llama una psicología moral razonable.11 Solo así, y recordando que las doctrinas comprehensivas de la mayoría de las personas no son plenamente completas, esto dará espacio al desarrollo de una lealtad independiente hacia la concepción política de la justicia como equidad, toda vez que se apreciará la forma en que funciona.

Esta lealtad independiente hace a su vez que la gente actúe con intención manifiesta de acuerdo con las disposiciones liberales, pues tienen razonable seguridad (basada en parte en la experiencia pasada) de que los demás también las acatarán. Gradualmente, según pasa el tiempo, a medida que se consolida el éxito de la cooperación política, los ciudadanos van adquiriendo una confianza y una seguridad crecientes los unos en los otros. (Rawls 2002 260-261)

En definitiva, el primer reproche pasa por alto el hecho de que el argumento a favor de la estabilidad debe explicar de un modo plausible, es decir, a partir de los supuestos de una psicología moral razonable, cómo las personas que crecen dentro de una sociedad con instituciones justas adquirirán y luego desarrollarán el deseo de comportarse de acuerdo con los principios de justicia más razonables (cf. Rodríguez Zepeda 105-107 & Seleme 320-321).

Por su parte, la segunda objeción descansa en una equivocación similar. En efecto, la idea del consenso por superposición debe satisfacer dos requisitos: primero, esclarecer el concepto del consenso por superposición de forma, que sea congruente con el resto de las ideas fundamentales de la concepción política (esencialmente que dicho consenso no es una forma de modus vivendi, y que no es necesario el consenso en torno a una doctrina general y comprehensiva); y, segundo, demostrar cómo podría ser alcanzado tal consenso efectivamente (cf. Rawls 1996b 174-175). La circunstancia de que

[…] las doctrinas comprehensivas razonables sean por definición compatibles con la justicia como equidad muestra simplemente la congruencia de esta noción con el resto de la teoría, pero no dice cómo las distintas visiones que perduran a lo largo del tiempo en una sociedad democrática llegan a ser razonables, y, de esta manera, vienen a hacer que un consenso superpuesto sea posible, porque si la finalidad de la segunda parte del argumento referido al consenso superpuesto es explicar cómo se puede llegar a él de una manera plausible, esto no se logra estipulando definiciones, sino elaborando una conjetura que, en vista de los hechos básicos de una sociedad, y a partir de una psicología moral razonable, muestre el arribo a este consenso como un evento que puede producirse dentro de un mundo social posible. (Seleme 322)12

2.3. La integridad estructural del liberalismo político y el argumento en dos etapas

Mulhall y Swift sostienen que la importancia que atribuye Rawls a la noción de lo razonable amenaza la integridad estructural del liberalismo político, puesto "que el papel que desempeña tiene implicaciones que, al parecer, son incompatibles con otros aspectos, aparentemente independientes, de su sistema teórico" (Mulhall & Swift 319). En particular, los autores se preguntan qué papel desempeña la necesidad de recurrir a la cultura política pública de la justicia si la noción de lo razonable es central para la fundamentación de la teoría y sirve, por ende, para definir los límites de la justificabilidad pública.13

El problema específico es el siguiente: para que la justicia como equidad sea públicamente justificable, solo ha de presuponer ideas que, al encontrarse implícitas en la cultura política pública, se espera razonablemente que todos los ciudadanos y ciudadanas admitan, al margen de sus compromisos globales (cf. Rawls 2002 54-55). Sin embargo, a pesar de lo dicho, Rawls tiene una idea paralela de lo que es razonable, la que deriva directamente del papel que cumplen las cargas del juicio para todo aquel que entienda la sociedad como un sistema equitativo de cooperación entre ciudadanos libres e iguales. Luego, sostienen Mulhall y Swift, el filósofo

[…] puede determinar los límites de lo públicamente justificable en un sentido que proviene directamente de la conjunción de un hallazgo epistemológico y de su concepción de la persona como libre e igual. Pero entonces no tiene necesidad de dar ningún rodeo por la cultura política pública para determinar lo que es públicamente justificable. (Mulhall & Swift 322)

De modo que si nos encontráramos ante una cultura política pública que contiene un acuerdo implícito sobre la importancia primordial de determinados elementos o aspectos de una doctrina comprehensiva –por ejemplo, la inmoralidad del aborto o de la pornografía–, ello no la convertiría en una base razonable rawlsiana para que un Estado diseñara sus instituciones políticas apoyándose en la verdad de esa convicción, puesto que los ciudadanos razonables no podrían estar de acuerdo con ella. Una vez que la idea de lo razonable ocupa un lugar central en la teoría de Rawls, el tercer elemento estructural de la concepción política parece no ser pertinente.

La teoría continuará siendo puramente política en los dos primeros sentidos, es decir, su objeto será la estructura básica de la sociedad y constituirá una teoría que se puede exponer independientemente de toda doctrina comprehensiva, en particular mediante la justificación pública. Sin embargo, lo que sirva de base para la justificación pública habrá de entenderse como aquello que las personas razonables comparten, y se determinará por aplicación de las cargas del juicio a los que consideren que la sociedad es un sistema equitativo de cooperación entre ciudadanos libres e iguales, no por una interpretación de la cultura pública compartida.

Naturalmente, la cultura política pública de las democracias occidentales en las que –según Rawls– el pluralismo razonable está bien atrincherado, contendrá todos los elementos que necesita Rawls para elaborar su concepción puramente política de la persona y de la sociedad, y por eso coincidirán en ellas las dos formas distintas de definir los límites de lo públicamente justificable. Pero se tratará, en el mejor de los casos, de una coincidencia. Aunque en esa situación una interpretación de la cultura política pública, permitirá dar la respuesta correcta al problema de qué es públicamente justificable, el hecho de que sea derivable de esa cultura no desempeña papel alguno a la hora de determinar por qué es la respuesta correcta. Esta tarea se realiza, por el contrario, enjuiciando las consecuencias que tiene reconocer las cargas del juicio en el contexto de un pluralismo razonable. (Mulhall & Swift 324)

Pero la crítica no es decisiva. Para que tuviera éxito, debería demostrar que, en aquellos casos en que la cultura pública compartida censura, por ejemplo, el aborto o la pornografía, no es posible que las personas aceptaran los principios de una constitución liberal. ¿Acaso no es posible que una persona otorgue mayor valor a la convivencia pacífica en una sociedad bien ordenada que al hecho de imponer a otros la visión compartida sobre el aborto? Es la misma pregunta que podría haberse realizado después de las guerras de religión y cuya respuesta sabemos perfectamente: las personas otorgaron más valor a la convivencia pacífica que a la imposición de la verdadera religión. La cuestión clave no es si una cultura pública compartida cree que sus convicciones en relación con el aborto son tan fuertes que no pueden ser dejadas de lado, antes bien lo relevante pasa por determinar si es viable mantenerlas y aceptar los límites de la razón pública. Admitir la separación de ámbitos y la supremacía de los valores políticos en el espacio público, implica afirmar algo sobre las doctrinas comprehensivas vigentes en la sociedad, pero, al contrario de lo que Mulhall y Swift sostienen, no en relación con su contenido, sino con la forma de sustentarlas, o sea, que sean compatibles con la adhesión a los principios de una constitución liberal. "Una doctrina comprehensiva puede ser razonable, sea cual sea la posición que sostenga en relación con el comienzo de la vida humana" (Seleme 327).

2.4. La inestable distinción entre lo político y lo no político

El modo en que Rawls resuelve el problema de la verdad y la objetividad en el dominio político lo lleva a sostener que toda doctrina comprehensiva, prima facie, tendría derecho a intentar presentar en la arena política sus argumentos, pero al hacerlo debería respetar las exigencias de lo razonable. Estos requisitos mandan –como sucede en el caso de la doctrina que postula "que fuera de la iglesia no hay salvación"– descartar como una visión irrazonable cualquier idea comprehensiva que pretenda, mediante el uso coercitivo del poder político (un poder sobre el cual todos los ciudadanos y ciudadanas tienen una participación igual), imponer una concepción que afecta a algunas de las esencias constitucionales sobre las que, sin duda, las personas razonables, dadas las cargas del juicio, diferirán necesariamente. Esta postura por supuesto no demanda alegar la falsedad de la doctrina apuntada; por el contrario, solo exige que comprendamos que es irrazonable usar el poder político para imponer nuestra propia visión religiosa, filosófica o moral completa en el ámbito público, aunque al mismo tiempo, como nos reclama la coherencia de la visión comprehensiva que profesamos, la estimemos verdadera.

Pues bien, la cuestión clave, creo, es que la respuesta rawlsiana al problema de la verdad u objetividad no es problemática por el método de elusión cuasi epistémico en que se funda (la apelación a las cargas del juicio), sino en la dificultad de distinguir clara y establemente el ámbito público y no público. El gran cuestionamiento que subyace a esta objeción es que la exclusión de las consideraciones morales sustentadas en las diferentes doctrinas comprehensivas, cuando se discuten cuestiones que tienen que ver con el diseño de la estructura básica de la sociedad, supone necesariamente tomar partido, en parte al menos, por la visión comprehensiva que se profesa, es decir, implica suscribir una doctrina comprehensiva que defiende la separación entre lo político y no político. Considérese el ejemplo del aborto, un caso en que la estructura básica se encuentra en juego, por cuanto está en discusión un derecho de las mujeres que se derivaría del primer principio de justicia. Nadie que condene el aborto como una forma de homicidio estará dispuesto a permitirlo sencillamente porque su prohibición no pueda ser justificada en función de valores políticos.

Es cierto que puede existir una doctrina comprehensiva que, aunque considere que el aborto es un homicidio, sea –en términos rawlsianos– razonable y, en consecuencia, otorgue más valor a la convivencia pacífica de una sociedad bien ordenada sustentada en el consenso por superposición entre doctrinas, que, aunque dividida en torno al aborto, no pretenda imponer su punto de vista a otras visiones comprehensivas antagónicas. Pero queda pendiente todavía una pregunta: ¿qué sucede con las doctrinas comprehensivas que se empeñan en ser irrazonables? Es precisamente en este punto donde se cuela el carácter comprehensivo del liberalismo político, al excluir del consenso por superposición a aquellas doctrinas que están dispuestas a sacrificar la estabilidad en razón de la verdad de sus convicciones. La pregunta que Rawls deja sin respuesta es por qué una doctrina religiosa fundamentalista aceptaría la separación entre el ámbito público y privado, si, conforme a su visión comprehensiva, para ella no tiene sentido alguno tratar a todos como ciudadanos libres e iguales que buscan los mejores principios para el trato recíproco, si no se reconocen bajo ningún respecto como libres e iguales.

Conclusiones

La apuesta de Rawls en El liberalismo político se sustenta en la apelación metodológica al constructivismo político, que discurre en derredor de tres ejes: una concepción política de la persona, la idea de razón pública como criterio de justificabilidad y la idea del consenso por superposición como explicación de la estabilidad. El proceso de construcción procura modelar, al igual que en Una teoría de la justicia, una concepción normativa de la persona –por oposición a una metafísica–, pero que solo es relevante respecto de aquellas cuestiones vinculadas con la estructura básica de la sociedad y expuesta ya no como parte de una doctrina comprehensiva, sino como implícita en la cultura política pública. De esta forma, la adhesión a los principios de justicia sería posible aun cuando se profesaran distintas doctrinas comprehensivas. De igual modo, la estabilidad ya no depende de la aceptación por parte de los ciudadanos y ciudadanas de una visión comprehensiva que incluya a la justicia como equidad, sino que se muestra como la concepción de la justicia que puede constituirse en el foco de un consenso por superposición de doctrinas comprehensivas inconmensurables entre sí pero razonables. En fin, la razón pública se erige como el criterio que permite evaluar la justicia de las políticas llevadas adelante por el Estado, conforme a razones que no radiquen en el carácter superior de una determinada forma de vida, sino en argumentos que puedan ser aceptados por sujetos que mantienen profundas divergencias precisamente en ese sentido.

Lamentablemente, el intento desplegado por Rawls en El liberalismo político para eludir cualquier compromiso con alguna doctrina comprehensiva se ve malogrado. Si bien en este trabajo he presentado razones para defender que el filósofo estadounidense logra sortear con éxito las críticas que pretenden endosarle la adopción de una concepción política sustentada en razones estrictamente prudenciales –como si el liberalismo político fuera un mero modus vivendi–, y también aquellas objeciones que acusan al liberalismo político de comprometerse, a nivel político, con un escepticismo ético incompatible con la neutralidad que la teoría busca defender, Rawls no consigue, sin embargo, desembarazarse del reproche que culpa a la concepción política de caer en las redes de la paradoja de la razón pública o la sinrazón de la discontinuidad entre lo público y lo privado, esto es, enfrentarse a la pregunta de ¿por qué razones estaríamos dispuestos a dejar de lado nuestra propia doctrina comprehensiva cuando se discuten en el ámbito público los temas más fundamentales?14

Al liberalismo no le queda más camino por recorrer que renunciar a la neutralidad epistemológica, para competir como una teoría más en el mercado de las éticas disponibles.15 Cuando ciudadanas y ciudadanos exponemos públicamente nuestras diferencias con respecto a cuestiones básicas de justicia que están arraigadas en nuestras diversas doctrinas comprehensivas, ¿podemos eliminar del debate un examen público de las mismas consideraciones que lo sustentan? ¿Pueden los individuos esperar razonablemente divorciar sus creencias privadas de los valores públicos, hasta el punto que exige un ideal de ciudadanía que –de acuerdo con la pretendida neutralidad liberal– demanda que ni siquiera votemos según nuestras conciencias en asuntos políticos fundamentales? ¿Podemos imaginar una cultura política en la cual, por una parte, los ciudadanos forman sus opiniones leyendo, escuchando e involucrándose en discusiones abiertas sobre las cuestiones políticas básicas, pero luego son compelidos a participar en campañas electorales y a apoyar programas legislativos y políticas públicas en razón de fundamentos distintos? Si lo anterior es claro, no hay forma de erigir barreras institucionales entre el océano de opiniones no oficiales y la formación de la voluntad y las islas de un discurso oficial o cuasi-oficial; ni existe modo alguno de construir filtros institucionales que puedan descartar del escenario todas las creencias y valores controvertidos (cf. McCarthy 51-52).

Ahora bien, todo lo expuesto hasta ahora no implica que el liberalismo, despojado de su superioridad conceptual, no sea una respuesta atractiva –insisto, como una ética más– a los desafíos que nos impone la convivencia de doctrinas contrapuestas al interior de las democracias constitucionales modernas. Muy por el contrario, la doctrina liberal interpreta, en mi opinión, de la manera más adecuada nuestra propia autocomprensión como herederos de una tradición ilustrada doblemente corregida, en cuanto es, por un lado, poscreyente, ya que ha aplicado la tolerancia a su propio sistema de creencias, y, por otro, reflexiva, pues se piensa a sí misma como capaz de situarse en la perspectiva de otros agentes morales, poniéndose en sus lugares con el objeto de tomarse el mundo moralmente en serio (cf. Thiebaut 259-282).


Notas

1Barry, si bien concuerda con Rawls que las modificaciones introducidas por El liberalismo político a la justicia como equidad se relacionan con el problema de la estabilidad, cree que las deficiencias que Rawls atribuye a Una teoría de la justicia no son tales. En particular, no está de acuerdo con Rawls en dos puntos: a) que la justicia como equidad, tal como fue expuesta en Una teoría de la justicia, sea una doctrina comprehensiva filosófica o forme parte de una doctrina más general de este tipo; y b) que la idea de una sociedad bien ordenada, expuesta en Una teoría de la justicia, suponga el compromiso de todos los ciudadanos con una doctrina comprehensiva filosófica (cf. Barry 1995 876-880 y 1997 97-106). Con todo, no parece persuasiva la posición del autor inglés, puesto que se equivoca en dos aspectos: a) no es correcto sostener la identidad de concepciones de la idea de sociedad bien ordenada en las dos obras de Rawls; y b) la concepción de sociedad bien ordenada presentada en Una teoría de la justicia suponía la aceptación por parte de los ciudadanos de una visión comprehensiva (cf. Seleme 291). De modo tal que lo expuesto parece ser suficiente para demostrar que Una teoría de la justicia sí presenta los inconvenientes que el propio Rawls le achaca, y que, por ende, es necesario revisar si la estrategia diseñada en El liberalismo político para superarlos es exitosa.
2Hay al menos dos grupos de críticas adicionales al liberalismo político que no desarrollaré aquí: las que se conectan con el probable carácter comprehensivo de la concepción política de la persona y la tensión que ello generaría con las ideas del bien que asignan carácter constitutivo a sus vínculos y fines; y aquellas que se aglutinan en torno a las paradojas a las que se enfrenta la razón pública. He revisado estas objeciones en Villavicencio 2007 y 2009.
3Rawls optó por omitir, al momento de definir la idea de doctrina comprehensiva razonable, cualquier requisito fuerte de validez, verdad u objetividad, aun cuando algunas de las condiciones asociadas a lo razonable posean un sentido epistémico o, al menos, cuasi-epistémico (cf. Peña, Seleme & Vallespín 141-165).
4Por ejemplo: "Así, pues, con objeto de entender cómo puede una sociedad bien ordenada mantener su unidad y su estabilidad, introducimos otra idea básica del liberalismo político como acompañante de la idea de una concepción política de la justicia, a saber: la idea de un consenso entrecruzado de doctrinas comprehensivas razonables" (Rawls 1996b 165).
5La separación que plantea Barry al interior de las doctrinas comprehensivas consiste en que puede distinguirse entre su contenido –el conjunto de principios y valores que definen sus ideas de la moral y la vida buena– y su carácter epistemológico. Este último puede, a su vez, diferenciar a las doctrinas entre aquellas que tienen un perfil epistemológico que acepta el hecho del pluralismo y otras que lo niegan categóricamente. En el primer caso, una doctrina comprehensiva tolera que las demás puedan abrazar una concepción de primer orden diversa a la propia, y esta visión es la que el autor denomina como escepticismo de segundo orden. En el segundo caso, una doctrina comprehensiva sostiene que nadie tiene razones pertinentes para no compartir el contenido de su propio punto de vista de primer orden, por lo que sencillamente no acepta el hecho mismo de la posibilidad de doctrinas diversas y, si tuviera los medios para hacerlo, las haría desaparecer. Esta visión es la que Barry denomina dogmática. La conclusión lógica a la que arriba el filósofo es que solo las doctrinas comprehensivas que compartan un componente escéptico dentro de su caracterización epistemológica podrían cumplir el requisito de razonabilidad rawlsiano (cf. Barry 1995 901-903).
6Galston sostiene que Rawls basa buena parte de su argumentación en la distinción entre pluralismo simple y pluralismo razonable. Como una cuestión de principio, la tolerancia surge y se extiende solo a este último, aunque podemos optar por expandir la tolerancia hasta englobar también las doctrinas irrazonables mientras no amenacen efectivamente el régimen de la tolerancia (cf. 518-519).
7Siguiendo a Gray, al interior del liberalismo coexisten dos filosofías. La primera justifica la tolerancia como un medio para alcanzar algún tipo de objetividad, y aquella es un instrumento de consenso racional. La segunda filosofía valora a la tolerancia como una condición de paz, y los modos de vida divergentes se consideran como pruebas de esa diversidad sobre la vida buena. La primera concepción respalda un ideal de convergencia última de valores; la segunda, un ideal de modus vivendi (cf. Gray 123-159). Pareciera que la teoría de la justicia, al menos en su versión original y todavía antes de las correcciones introducidas en las Conferencias Dewey, se enmarcaba perfectamente dentro del primer tipo de filosofía a la que alude Gray. Sin embargo, luego de las citadas conferencias y definitivamente con El liberalismo político, la justicia como equidad comienza a tener rasgos que la familiarizan con el segundo tipo de filosofía a la que alude el autor.
8Para efectos de lo que me interesa destacar aquí no necesito profundizar más en las ideas centrales del planteamiento de Rorty. Con todo, dos pasos más completan el análisis del filósofo. En primer lugar, el autor sostiene que constituye una equivocación postular que solo puede considerarse una teoría política superior a otra cuando su justificación es admitida por todos los interlocutores, independientemente de los valores que estos tengan (cf. Rorty 1996 259). Y, en segundo lugar, critica la creencia de que debemos trascender los límites de la cultura política pública para justificar los valores que esta abarca, puesto que cualquier tipo de justificación de esta índole debe defender alguna noción de correspondencia con una realidad que es ajena a esa cultura, lo que carece de sentido. Para comprender esta segunda idea, es indispensable hacer la referencia a la tesis general antifundamentalista que defiende el autor: sostener que un vocabulario pueda tener una relación de correspondencia con el mundo no tiene sentido, del mismo modo que tampoco tiene sentido postular que un específico vocabulario político deba corresponderse con la naturaleza esencial del ser humano (cf. Rorty 1991 23-42).
9Rawls conecta expresamente la caracterización de lo razonable con el principio motivacional de Scanlon (cf. Rawls 1996b 80). Para revisar la idea scaloniana, véase Scanlon 2003a 17-20 y 191-241.
10Mulhall y Swift desarrollan también una crítica similar (cf. 319-320).
11Los supuestos de la psicología moral razonable que propone Rawls pueden verse en 1996b 112-118 y 2002 258-261.
12Los pasos de esa conjetura desarrollada por Rawls consta de las siguientes etapas: el paso de un mero modus vivendi a un consenso constitucional que luego se transforma en un consenso por superposición (cf. Rawls 1996b 190-201 y 2002 254-258).
13Guisti sostiene que "el giro epistemológico de la teoría reposa sobre la rigurosidad de la fundamentación que pueda ofrecerse en la primera fase de su constitución. Solo si la teoría es coherente y persuasiva como concepción autónoma podrá aspirar a obtener un 'consenso abarcador'" (1996 124; véase también, Guisti 2006 241-258).
14Esta paradoja ya había sido expuesta por Wollheim (cf. 71-87). Según él, el problema con la institución de la democracia se puede apreciar fácilmente si nos imaginamos a un ciudadano que sostiene, entre dos alternativas –la A y la B–, que debemos preferir la primera. Sin embargo, la decisión que emana del procedimiento democrático le indica que será la alternativa B la que finalmente deba aprobarse. ¿Por qué ese ciudadano debiera aceptar esa decisión contraria a sus deseos? Las elecciones que los ciudadanos realizan en una democracia, cuando se les pide que opten por algo, están más cercanas a las decisiones evaluativas que a las expresiones de deseos, y esto no se debe, continúa el autor, a que mantenga una visión particularmente elevada del comportamiento político, sino a que cree que los ciudadanos ordinarios enfrentados a una decisión política están mejor capacitados para saber cuál de las dos políticas piensan que deben (ought to be) aprobarse, más que cuál de ellas quieren (wants) que se apruebe. Y esto constituye una paradoja en el corazón mismo de la teoría democrática (cf. Wollheim 78-79). Para una aproximación general a la idea de razón pública desde la perspectiva de la propia construcción rawlsiana, puede verse Larmore 2003.
15Uso la expresión "ética" no en su sentido técnico, sino como un sinónimo aproximado del término "doctrina comprehensiva", y, por lo tanto, me refiero con ella a cualquier concepción más o menos sistemática de carácter filosófico, moral o religioso, a cuya luz se ordenan y se conciben los diversos fines y objetivos últimos que conforman un cierto ideal de vida valioso (cf. Rawls 2002 38-65).


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