Introducción
En torno a la hermenéutica filosófica de Hans-Georg Gadamer, uno de sus principales intérpretes, Jean Grondin, afirmó: "La hermenéutica del vouloir-dire [querer decir], que trasciende el orden de los enunciados, se comprende de esta manera como una fenomenología de lo inaparente" ("L'universalité" 17).1 Su aseveración es la conclusión de un trabajo titulado "La universalidad de la hermenéutica y los límites del lenguaje: Contribución a una fenomenología de lo inaparente", y es extraña, al menos por tres razones: 1). La frase citada padece de cierto aislamiento, pues se trata de la oración final que da cierre al trabajo, a lo largo del cual la expresión «fenomenología de lo inaparente» no aparece mencionada más que en su título y en esa última línea; 2). es enérgica, pues sentencia, sin más, que la hermenéutica de Gadamer «se comprende como» una fenomenología de lo inaparente, dejando abiertos muchos interrogantes acerca de cómo podría ser esto, con la dificultad complementaria de que es el único escrito donde Grondin propone expresamente esta vinculación; 3). el trabajo tiene, en realidad, dos versiones, una publicada on-line en la Universidad de Montreal, que contiene la frase final citada, y otra, casi exactamente igual, publicada en el año 1997 en la revista Laval théologique et philosophique, donde esa frase no aparece y, en su lugar, el autor incorpora algunos párrafos finales dedicados a ejemplos históricos sobre la universalidad y los límites del lenguaje. Debido a esta sustracción, parecería lógico deducir que la versión on-line es una primera elaboración del trabajo, que luego fue ampliada para su publicación periódica; sin embargo, tal como el propio autor señala en una nota al pie, la situación es a la inversa. La versión digital es una versión modificada del texto publicado en la revista impresa, de manera que la frase final constituye un agregado premeditado. Naturalmente eso genera mayor extrañeza: ¿Por qué Grondin incorporó al final de su artículo una sentencia tan sintética y enérgica? ¿Quizás para dar algo más de consistencia al cierre de un escrito cuyo título pretendía ser una «contribución a una fenomenología de lo inaparente»? Entonces, ¿por qué en vez de acortarlo y concluir tajantemente con esa frase, no profundizó las razones de su vinculación en párrafos subsiguientes?
A veces las pequeñas preguntas sobre estos cambios menores en los textos de los filósofos pueden tener grandes efectos. Y en el caso particular de esta afirmación, pueden alcanzar gran resonancia, pues ella no ha generado ninguna repercusión y ha pasado inadvertida para la recepción crítica. Eso llama la atención, no solo a causa de la popularidad de la que goza la hermenéutica gadameriana, sino por la extensa y productiva discusión que existe hoy en torno a lo que se da en llamar: «fenomenología de lo inaparente»; discusión en apariencia ajena a la hermenéutica de Gadamer, por lo menos, a primera vista.
Alcanzamos entonces la pregunta de fondo: ¿qué quiso decir Grondin cuando afirmó que ella «se comprende como» una fenomenología de lo inaparente? La pregunta conduce a una duda todavía más radical: siendo tan aislada su sentencia y tan escasas las razones que ofrece, ¿hasta qué punto es posible vincular o entender a la hermenéutica de Gadamer como una fenomenología de lo inaparente? Teniendo en consideración que se trata de uno de sus intérpretes más reconocidos, esta duda motiva el presente trabajo, que asume la pretensión de examinar las condiciones de posibilidad de la vinculación formulada por Grondin; tarea no menor, pues la viabilidad de su sentencia enmarcaría -o no- al padre de la hermenéutica filosófica en uno de los debates más célebres sobre el futuro de la fenomenología.
Con esta pretensión, es necesario reconocer algunos precedentes fundamentales que sirven de introducción al problema. En primer lugar, la expresión «fenomenología de lo inaparente» refiere a una conocida y polémica precisión que Heidegger hizo acerca del sentido originario de la fenomenología. Según el protocolo de su último seminario de Zähringen, en 1973, una vez terminada la lección final, afirmó que el sentido originario de la fenomenología era el de ser: "una fenomenología de lo inaparente" (eine Phänomenologie des Unscheinbaren) ("Gesamtausgabe 15" 399).2 La fórmula parece una contradictio in adjecto, es decir, un tipo de oxímoron donde el sustantivo contradice al adjetivo que lo complementa: si la fenomenología se ocupa de lo que se muestra o aparece, ¿cómo puede tener su sentido originario en ser una fenomenología de lo que no puede aparecer? Bajo esta paradójica formulación Heidegger inscribió su pensamiento tardío del Ereignis. No obstante, se suele considerar que ya en sus lecciones de 1943-44 se encontraban señalamientos en esta dirección, por ejemplo, cuando afirmaba que: "El surgir como lo que concede en general lo abierto aclarado para un aparecer, se retrae él mismo en todo aparecer y en todo lo que aparece y no es algo que aparece entre otros que aparecen" (Heidegger, "Gesamtausgabe 55" 142). Esto significa que en tanto el aparecer del fenómeno se da en el marco originario de su sustracción o retracción, se deja mostrar como algo «entrevisto» o «divisado» (das Gesichtete), pero: "no avistado en el sentido de alcanzado en su sustracción por medio de la mirada" (Heidegger, "Gesamtausgabe 55" 143).3
En segundo lugar, cabe reconocer la importancia que esta formulación ha tenido para la proyección de la fenomenología; importancia que adquirió notoriedad a comienzos de los años '90 cuando Dominique Janicaud inició el famoso debate sobre la fenomenología francesa contemporánea, acusando a algunos compatriotas suyos (Emmanuel Lévinas, Michel Henry, Jean-Luc Marion, Jean-Louis Chrétien, Jean-Yves Lacoste, Jean-François Courtine, Paul Ricœur, entre otros) de haber abandonado la pretensión de ciencia estricta formulada por Husserl al admitir en la categoría de fenómeno a la revelación religiosa. Con ella aceptaron también toda una serie de fenómenos definidos, no ya por su contenido de presencia, sino por un exceso que ofrece más de lo que aparece simplemente en la presencia. El centro de su crítica a estos pensadores radicaba en señalar un abandono del ámbito de lo dado y una desatención a las condiciones de la reducción fenomenológica -con la consecuente pérdida de rigor científico-, provocando un «retorno de la trascendencia», a través de conceptos y cuestiones de carácter teológico. Así formuló el famoso slogan: el giro teológico de la fenomenología francesa. Dentro del cual, según Janicaud: Marion pudo justificar su noción de fenómeno saturado; Lévinas, la infinitud del rostro; Derrida, el don; y Henry, la carne.4
Su acusación alcanzaba también a la hermenéutica de Ricœur que, si bien constituía una variación de la fenomenología de Husserl, crítica de su proyecto trascendental, retomaba y expandía a través del fenómeno de la Revelación, sus propios orígenes y temáticas exegético-teológicas.5 Lo esencial de estas «traiciones generalizadas» a los principios husserlianos de la ciencia estricta era, para Janicaud, que compartían la misma causa. En el fondo, todos estos filósofos habían sucumbido a una misma seducción, la que Heidegger propuso como sentido último de la fenomenología con aquella fórmula: fenomenología de lo inaparente.
En la continuidad de estos primeros debates,6 Janicaud llegó a aclarar que, en realidad, no se trataba de que la fenomenología renuncie a la búsqueda de lo inaparente o invisible en el ámbito de lo dado, sino más bien que su sentido último no se «desvíe» o transforme en una búsqueda de lo divino como Invisible o Inaparente Absoluto:
¿No supone acaso para ella [la fenomenología] una tarea lo suficiente noble y amplia el hecho de ponerse en busca de la dimensión de invisibilidad que subyace a todas las idealidades descriptibles? Merleau-Ponty, que planteaba una cuestión de este género, siguió siendo indiscutiblemente fenomenólogo al precisar la advertencia siguiente (que será el schibboleth de esta investigación): "no un invisible absoluto, sino lo invisible de este mundo". ("Phenomenology" 34).
En la actualidad la discusión parece haber continuado su desarrollo como un entrecruzamiento entre dos versiones de fenomenología de lo inaparente: una búsqueda fenomenológica «ortodoxa», es decir, que trasciende lo visible que aparece, pero manteniéndose en el ámbito de lo dado; y su variación teológica, que trasciende lo visible hacia el ámbito de lo invisible como divino-absoluto. Lo cierto es que después del aparente «fin de la filosofía» que anunciaba Dastur (11), este debate en torno a las variaciones del giro inaparente de la fenomenología, se ha convertido en su motor productivo. Es decir, «por culpa de» o «gracias a» Heidegger, desde la formulación de la pregunta por el sentido del Ser, los diversos desarrollos de una fenomenología de lo inaparente se han constituido en otros intentos de lograr la tan ansiada transformación fenomenológica de la fenomenología. Si el giro teológico fue el que alcanzó verdaderamente esta pretensión, es algo que permanecerá siempre en debate pues, por lo menos, ni la temática de lo inaparente, ni la de Dios, parecen haber sido tan ajenas al planteo de Husserl; lo cual significa, al menos, no tan exclusivas de Heidegger.7
En tercer lugar, cabe reconocer que este giro o desarrollo hacia lo inaparente-invisible -trascienda o no hacia el ámbito divino-teológico- ha potenciado a la fenomenología, en particular, en su vínculo con la hermenéutica. En perspectiva del reciente curso histórico de la filosofía, hoy ya no suele haber dudas respecto a la fuerza de inflexión del fenómeno inaparente. La incursión francesa en la lectura de estos fenómenos excedentes de lo que aparece sin más en la presencia, incluso entendido como trascendencia hacia lo Inaparente Absoluto, ha abierto nuevos horizontes. En esa apertura devenida ya en nueva tradición, se inscriben infinidad de trabajos actuales con distintas pretensiones y grados de variación.8 Ahora bien, esta proliferación de lo inaparente en la fenomenología ha motivado, como decíamos, diversas relaciones con la hermenéutica. Por un lado, de parte de los acusadores, el propio Janicaud ha sostenido la necesidad de que, a causa de sus límites, a los que le confrontan los fenómenos inaparentes, la fenomenología deba dialogar con otras formas de filosofía, entre ellas, la hermenéutica:
¿La voluntad de pensar sus límites debería ir de la mano de una articulación del momento fenomenológico con la hermenéutica? Esta pregunta es tanto más pertinente por cuanto ya en Husserl acontece una tensión patente entre la refundación de la filosofía primera y el método de descripción riguroso de los fenómenos en su fenomenicidad inmanente. Mientras que Heidegger, en Ser y tiempo, esboza una fenomenología hermenéutica cuyos supuestos no explicita, Ricœur, en Tiempo y relato, establece de manera pertinente "los límites de la fenomenología, que no son otros que los de su estilo eidético". El problema central que aquí se plantea es saber si uno puede concebir una fenomenología sin hermenéutica. Y de manera correlativa: ¿una deconstrucción bien comprendida no debería ser aceptada como hermenéutica? ("Para el nuevo giro" 284).9
Por otro lado, de parte de los acusados, Jean-François Courtine, por ejemplo, ha pretendido mostrar que en Ser y Tiempo la fenomenología de lo inaparente podría recibir retrospectivamente el sentido primero del «descubrimiento» (désocculation) de los fenómenos como una «gramática de la predicación», entendida al modo de una profundización hermenéutica de la fenomenología. (381-405).
No obstante, frente a estos vínculos y acercamientos, quizá sean las voces críticas que, desde la propia filosofía hermenéutica, se han levantado en contra de la pretensión de exclusividad de una fenomenología de lo inaparente las que han generado mayor repercusión. Por ejemplo, una fenomenología como la de Jean-Luc Marion ha despertado fuertes señalamientos acerca de los límites de la universalidad incondicionada de la donación, y una defensa del necesario recurso a la hermenéutica ante el fenómeno saturado. Así reaccionaron Jean Greisch en "Index sui et non dati. Les paradoxes d'une phenoménologie de la donation", Claudia Serban en "La méthode phénoménologique entre réduction et hermenéutique" y Jean Grondin en "La phénoménologie sans herméneutique" y en "La tension de la donation ultime et de la pensée herméneutique de l'application chez Jean-Luc Marion".10 Haciéndose eco de estas reacciones, el propio Marion ha destacado en escritos recientes el valor de la hermenéutica, poniendo en cuestión su incompatibilidad con la donación. Así en su conferencia "Givenness and Hermeneutics" (2013) propuso la necesidad de una «hermenéutica infinita» que no se opone a la donación, sino que, por el contrario, la requiere en tanto "lo donado no se dona inmediatamente" (52). En perspectiva de nuestro trabajo, no deja de ser interesante que, para mostrar los necesarios momentos hermenéuticos de la donación fenomenológica de lo inaparente, Marion recupere expresamente conceptos fundamentales de la hermenéutica de Gadamer. Por ejemplo, el concepto de «fusión de horizontes», donde el momento de interpretación de lo donado en un fenómeno se conjuga con el «dejarse interpretar» del «hermeneuta servidor»; o el de la estructura dialógica de pregunta y respuesta de la experiencia que hace que la hermenéutica deba entenderse como un desenvolverse en ese juego entre lo que se dona como llamada y la respuesta de aquél llamado -quien toma la llamada para sí y permite así la respuesta- en la que se suscita eso que se muestra (42 y ss.). De este modo, la hermenéutica se ubica, para Marion, entre la infinitud de la donación y la finitud de la manifestación: "la hermenéutica -dice- gestiona la diferencia (l'écart) entre eso que se dona y eso que se muestra, interpretando la llamada (o intuición) por la respuesta (concepto o significación)" (54). En síntesis, una: "fenomenología de la donación no deja de recurrir al oficio de la hermenéutica" (56); que le es indispensable en el modo de una hermenéutica 'propiamente fenomenológica'.11
Con el reconocimiento de estos precedentes, frente a las proyecciones productivas de lo inaparente en la fenomenología y las diversas relaciones que su giro ha motivado con la hermenéutica, retomamos la duda que deja planteada la enigmática sentencia de Grondin: ¿qué sucede con la hermenéutica de Gadamer? Involucrada desde el principio en el planteo de Heidegger como una transformación hermenéutica de la fenomenología, y aludida recientemente dentro de la tradición de la fenomenología de lo inaparente -por Marion y otros-, cabe preguntarse si verdaderamente es posible un vínculo entre ella y esa formulación del sentido último, como sugiere Grondin de forma contemporánea al debate francés: ¿El fenómeno hermenéutico, tal como Gadamer lo entiende, tiene algo de fenómeno inaparente? ¿Existe en esta dirección un giro o transformación de su hermenéutica? ¿En qué sentido ella puede comprenderse o contribuir a una fenomenología de lo inaparente? ¿Y cómo puede hacerlo, desde fuera del territorio filosófico francés, nacionalmente tan preponderante en el origen de este debate?
Para esbozar algunas posibles respuestas a estas preguntas que se desprenden de nuestra duda fundamental, se examinará en el punto I las principales interpretaciones que sirven de fundamento para poner a la filosofía de Gadamer tras lo «inaparente» de los fenómenos, a fin de elaborar desde allí, en el punto II, algunos aspectos que posibilitarían comprender a su hermenéutica como una fenomenología de lo inaparente, y otros que la ubicarían por fuera de sus giros y desarrollos.
I. La hermenéutica en el camino de lo inaparente
En general, no hay dudas de que la hermenéutica filosófica de Gadamer puede reconocerse como fuerte deudora de la fenomenología de Husserl -y más aún de su variación heideggeriana-, tal como sostienen Dostal (247266), Descheneaux (1-99) y Grondin ("Le tournant" 84-102), entre otros. Por un lado, a causa de su innegable herencia en conceptos claves como el de horizonte -cuyas elaboraciones husserlianas indicarían hacia lo inaparente latente-, los de mundo de vida, intencionalidad anónima y síntesis pasivas, determinantes para la comprensión de la experiencia hermenéutica, y los desarrollos de la conciencia del tiempo como conciencia histórica, que hemos examinado en trabajos anteriores.12 Por otro lado, la deuda queda establecida por propia confesión, pues en la introducción a Verdad y Método, Gadamer explica que sus investigaciones se han orientado a examinar "la actualidad del fenómeno hermenéutico", lo que significa una "profundización en el fenómeno de la comprensión" (2). Su retorno al acontecimiento mismo del comprender tiene como objetivo la superación de la interrogación meramente epistemológica sobre este fenómeno originario, que se concreta como una vuelta de su hermenéutica hacia el acontecer de las cosas mismas. Así en el prólogo a la segunda edición de 1965, en respuesta a los críticos que dudaban sobre la naturaleza de esta obra, afirma que en ella: "no está en cuestión lo que hacemos ni lo que debiéramos hacer, sino lo que ocurre con nosotros por encima de nuestro querer y hacer" (438). Su hermenéutica es, en este sentido, descendiente directa de una fenomenología que abjura de una fundación última en un ego trascendental; por lo cual en su intento de autocrítica de 1985 continúa reconociendo sin mayor problema que su propuesta se ubica: "entre fenomenología y dialéctica" (3-23).
En particular, respecto a su vínculo con una fenomenología de lo inaparente, cabe reconocer que Gadamer mismo no hizo ninguna referencia a ella en sus obras, a pesar de haber sido coetáneo a este famoso debate francés que involucró -como hemos visto- a otras propuestas hermenéuticas como la de Ricœur. No obstante, contamos con tres señalamientos, elaborados por sus intérpretes, que formulan la posibilidad de establecer tal relación.
En primer lugar, la tesis de Günter Figal respecto a que hermenéutico es todo pensamiento que, por un lado, se sabe condicionado por lo que lo limita y no quiere eliminar esta condición, sino pensar desde ella, ya que, por otro lado, lleva al lenguaje lo que se sustrae a él como su desencadenante posibilitando sus articulaciones.13 Es decir, la finitud de la dialéctica dialógica de la experiencia hermenéutica -tal como Gadamer la entiende en su pensamiento temprano-, como negatividad de la experiencia que obliga a preguntar, y en su pensamiento tardío, como límite del lenguaje que privilegia el querer decir, conlleva la infinitud del diálogo que «siempre está en curso» en tanto siempre existe una «sustracción» que queda por decir a partir de lo dicho y que lo desencadena. Se trata de lo que, en sus discusiones con Derrida, Gadamer llamará: "un algo común (Gemeinsames) orientado a una posible lingüistización (Versprachlichung)" ("Text und Interpretation" 335);14 un resto común sustraído, que está siempre de camino hacia el lenguaje, que exige la continuación infinita del diálogo, generando el movimiento hermenéutico fundamental de pregunta y respuesta que caracteriza a toda experiencia humana.15
En segundo lugar, en un trabajo del año 2002, Jens Zimmermann señala un «giro religioso» en el pensamiento tardío de Gadamer al cual considera, de forma expresa, correspondiente con una fenomenología de lo inaparente.16 En una de sus últimas entrevistas, realizada el 13 de marzo de 2002, titulada "El último dios", Gadamer afirmó que su hermenéutica filosófica era una búsqueda de la trascendencia, su pleno reconocimiento como límite del conocimiento humano jugaba un papel importante para el entendimiento mutuo, no solo de las filosofías y las teologías, sino, también, para el diálogo interreligioso que fue una de sus preocupaciones fundamentales (73 y ss.). En este sentido, si bien fue criticado tempranamente por no examinar en Verdad y Método la esfera religiosa de la experiencia, a lo largo de sus obras conjugó una herencia teológica que asumió, sobre todo, a través de Agustín de Hipona. Ella impregnó, por ejemplo, sus análisis sobre la dimensión trascendente de la experiencia en artículos como "Experiencia estética y experiencia religiosa", donde refiere a la perspectiva de una fenomenología de la religión; sus análisis sobre la imagen y el incremento de ser e imaginabilidad que ella implica -lo que ha dado lugar al actual «giro icónico»17-; el examen del símbolo como comunicación de lo visible y lo invisible; e incluso la caracterización trascendental del lenguaje, que parece poder interpretarse, tanto en un sentido kantiano-moderno, como agustiniano-medieval (Díez, "Trascendentalidad" 1-14). En todos estos análisis, cabe aclarar que Gadamer siempre respetó los límites impuestos por la investigación filosófica y se negó a interpretar los fenómenos trascendentes en términos religioso-positivos -de allí sus propias «precauciones hermenéuticas» similares a las que Janicaud valoraba en Ricœur-. No obstante, bajo este giro religioso -que tal vez Janicaud mismo habría denunciado como un retorno de la trascendencia-, Zimmermann considera que puede afirmarse que "las últimas reflexiones de Gadamer sobre la hermenéutica contribuyen al actual debate francés sobre la naturaleza de la fenomenología en la medida en que, para él, la fenomenología implica claramente la presencia de la trascendencia." (322). Y en nota al pie -la última de su trabajo- agrega: "Los comentarios de Gadamer sobre la presencia ineluctable del más allá en el cuestionamiento hermenéutico y la descripción fenomenológica de la acción humana podrían describirse como una posible versión de la 'fenomenología de lo inaparente'."
(322). La nota al pie de Zimmermann nos deja con el mismo sinsabor que la inesperada sentencia final de Grondin, pues no se ofrecen mayores razones que las expresadas. No obstante, más allá de las coincidencias de ambos cierres, lo que no parece generar dudas es que, en el caso de Zimmermann, la versión en la que está pensando para vincular a la hermenéutica de Gadamer es la de una fenomenología de lo inaparente, como la del giro teológico. Tal vez, por eso, su señalamiento estaba más motivado por la oportunidad que ofrecía la simultaneidad entre las afirmaciones religiosas de Gadamer y el debate teológico en la fenomenología francesa de ese momento, que por un detallado examen del concepto de trascendencia que justificaría su posible vinculación.
En tercer y último lugar, se encuentra la cita de Jean Grondin, aludida al inicio de este trabajo y -al igual que el trabajo de Zimmermann- contemporánea de la discusión francesa en torno a la fenomenología de lo inaparente. Hemos visto que la pretensión del vínculo entre ella y la hermenéutica de Gadamer era definido por Grondin como «contribución a» en el título del trabajo, y culminaba en un «comprenderse como» en la frase incorporada al final. Examinar en detalle su propuesta exige reconocer que el fundamento de esta pretendida relación, tan precariamente nombrada, gira en torno a la universalidad y a los límites del lenguaje, mediados por la interioridad de la lingüisticidad (o lingüístización) originaria que son, en realidad, tres aspectos del lenguaje, íntimamente ligados y correspondientes.
Respecto a los dos primeros, en su trabajo Grondin ve la necesidad de interpretar correctamente la universalidad lingüística de la hermenéutica, porque ha sido malinterpretada como si todo pudiera ser dicho, es decir, como si ella coincidiera con la universalidad del ser que puede ser experimentado (éprouvé), lo cual quizá no quiere decir solo lo aparecido. Para ello su camino es inverso al desarrollo histórico del pensamiento gadameriano. Relee la universalidad del lenguaje, que fundamenta la pretensión (Anspruch) filosófica de su hermenéutica en la tercera parte de Verdad y Método (1960), a partir de la experiencia de los límites del lenguaje, que Gadamer elabora en obras tardías como "Grenzen der Sprache" (1985), que conlleva otra pretensión de universalidad, la de la buena voluntad o búsqueda de entendimiento (eumenéis élenchoi) que, incluso frente a lo indecible, siempre está en curso de querer decir. Así, en palabras del propio Grondin, hay que: "comprender la universalidad de la hermenéutica a partir de los límites del lenguaje a los cuales nos confronta la experiencia de lo indecible" ("L'universalité" 181).
En este camino retrospectivo, su trabajo comienza con una referencia a Hölderlin, que deja entrever que los filósofos son en cierto modo como «poetas mancos», pues solo muy raramente se hacen entender y «dicen bien» eso que ellos desearían «poder decir». En filosofía, existiría una excedencia particular del querer decir sobre las posibilidades reales del discurso, es decir, sobre las capacidades siempre modestas de los filósofos-hablantes; exceso indecible que sería constitutivo de la vocación de universalidad de la filosofía como aspiración -siempre trágica-, pues enfrenta inevitablemente su propio fracaso. En cambio, la poesía contaría con la ventaja de lograr una explosión de sentido -Grondin pone el ejemplo de los Haïkus japoneses- que tiende a lo «inaudito» (inouïe) del lenguaje, alcanzando con un mínimo de expresión un máximo de sentido, por eso: "la filosofía no puede no estar celosa del milagro de la explosión poética [...] al comienzo y en el horizonte de toda exposición filosófica hay entonces un poema" ("L'universalité" 182).
Junto con el ejemplo de los límites del decir filosófico a los que confronta la poesía, y siguiendo algunos textos del propio Gadamer, Grondin ofrece un segundo ejemplo, en el extremo opuesto del exceso de sentido: el caso de la muerte. Se trata de la interrupción de una presencia, con el fallecimiento de una persona, que hace que nos quedemos sin poder decir todo lo que desearíamos haberle dicho a quién desaparece. Se trata de otro indecible frente a otro modo de lo inaparente, ante el cual el lenguaje humano es propuesto por Grondin como: "un refugio de la muerte en la medida en que él se esfuerza por conservar la presencia robada en la idealidad de la palabra" ("L'universalité" 184). En este caso, la idealidad de la palabra motiva la voluntad de continuar un diálogo con el fantasma del desaparecido.
A la luz de ambos ejemplos, Grondin propone que la hermenéutica de Gadamer se ubicaría entonces en ese écart entre la universalidad y la limitación del lenguaje, donde interpreta lo que las palabras no dicen pero quieren decir; un querer decir que: "no se deja jamás traducir perfectamente o transmitir en palabras" (185). Por eso quizá no sea desatinado pensar que lo que Grondin pretende a lo largo de su trabajo es comprender «lo inaparente» (l'inapparent) como «lo indecible» (l'indicible), en tanto es lo que no aparece en el medium del lenguaje, pero que no por eso deja de buscar ser dicho y desencadenar el decir. Si bien él mismo no propone de forma expresa esta equivalencia, parece plausible formularla, aunque requeriría de varias aclaraciones que no podemos exponer aquí en detalle.18 Su referencia expresa es, en realidad, a que lo indecible refiere al exceso de un deseo insaciable, que lo lleva a apoyarse en la misma tesis de Gadamer que atrae a Marion: la universalidad del fenómeno hermenéutico originario es el carácter dialógico que hace que todo enunciado deba ser comprendido como respuesta a una pregunta. Bajo estos primeros aspectos del lenguaje, la hermenéutica del querer decir se podría traducir entonces como una hermenéutica de «lo indecible», de lo que queda siempre por decir a causa de los límites del lenguaje, pero que, a su vez, tiene la pretensión de universalidad filosófica de lo que siempre busca ser dicho, desencadenando así lo que aparece en el lenguaje a través de un diálogo interminable.
A partir de este punto de la dialéctica dialógica de la pregunta y la respuesta, Grondin examina, en su trabajo, el tercer aspecto mediador del lenguaje entre su universalidad y limitación: su interioridad. La búsqueda del querer decir a partir de los límites del lenguaje, que caracteriza al pensamiento tardío de Gadamer, no solo se contrapone en Verdad y Método con la universalidad del lenguaje, sino que se correlaciona con la interioridad de la palabra que desarrolla en su obra mayor. Con ella Gadamer quiere significar tempranamente una «sombra» de la palabra proferida, es decir, la idealidad de esa búsqueda en las palabras balbuceantes que exteriorizamos, que tiene como antecedente el logos endiathetos, de la filosofía estoica, y el verbum interius, del pensamiento agustiniano. En la lectura que hace Grondin, aclara bien que no se trata aquí de la interioridad del lenguaje como de la interioridad de la subjetividad moderna, sino, por el contrario, es una interioridad más antigua que ya aparece, por ejemplo, en la Ilíada y la Odisea,19 y que alcanza a la constitución de la subjetividad, motivando el diálogo interior y preservando también: "alguna cosa de inagotable" (189); que se presta a la infinitud de la interpretación y a la meditación meditante. Grondin denuncia incluso un olvido de la palabra interior que: "reduce al lenguaje a su sola dimensión perceptible" (190); por lo cual, en la esfera del lenguaje humano, la palabra interior -en tanto formulación temprana del querer decir lo indecible- sería una suerte de lingüistización inaparente, que desencadenaría el aparecer de la palabra proferida.20
Ahora bien, la clave para el vínculo con la fenomenología de lo inaparente parecería radicar en esta tesis «genética» del lenguaje, que Grondin rescata de la hermenéutica de Gadamer como una suerte de resistencia al lenguaje entendido de forma reducida «a lo que aparece» -como lo entendería, dice: "una fenomenología naif (192)-. Siguiendo su razonamiento, si la fenomenología de lo inaparente fuera menos naif que una fenomenología que reduce lo dado a lo que aparece, o se muestra sin más en la presencia, indicaría entonces su necesidad hermenéutica hacia esa interioridad del lenguaje, mediadora entre su universalidad y sus límites, donde se encuentran modos lingüísticos más elementales que son, más que lo dicho mismo, ese querer decir con el que estamos de acuerdo o en desacuerdo. En este sentido, la cita extendida de su extraña conclusión dice: "Más bien estamos de acuerdo con lo que se quiere decir, con la palabra interior que transpira a través del deseo de alocución. La hermenéutica del querer decir, que trasciende el orden de los enunciados, se comprende de esta manera como una fenomenología de lo inaparente" (17).
La vinculación entre la hermenéutica gadameriana y la fenomenología de lo inaparente se sustentaría, entonces, en esa interioridad del lenguaje que Gadamer desarrolla tempranamente y que lo conduce, en su pensamiento tardío, a lo indecible en los límites del lenguaje. Lo interesante es que este planteo de Grondin no estaría lejos de las críticas que Janicaud ya anticipaba al decir que, en la fenomenología de lo inaparente, se intentaba un regreso al original: "cuyas ambigüedades fascinarán, no desalentarán, a los hermeneutas de una nueva versión del intimior intimo meo (o, al menos, de lo que ellos creen tal)" ("Phenomenology" 31). La interioridad de la palabra, si se entendiera al modo de la interioridad de la Palabra divina agustiniana -más interior a mí que yo mismo, la cual, debemos reconocer sirve a Gadamer de modelo- sería para Janicaud la versión hermenéutica correspondiente con la Inapariencia Absoluta de la fenomenología francesa. Su propia crítica se puede releer dejando vinculados al «giro hermenéutico» hacia la interioridad de la palabra, entendida como Palabra divina, con el «giro fenomenológico» hacia la teología:
Si la "fenomenología de lo inaparente" debe interpretarse no como una regresión, sino como una promesa, entonces los globos sondas más audaces quedan permitidos: van a explotar el hecho de remontarse a la donación y a la dimensión más originaria de la temporalidad para alcanzar y enlazar las huellas de un nuevo enfoque sobre lo sagrado y el "Dios más divino" ("Phenomenology" 31).
Aplicada estas palabras a la hermenéutica de Gadamer, su crítica alcanzaría de forma anticipada a la interpretación de Zimmermann sobre su «giro religioso» como posible versión de una fenomenología de lo inaparente. Lo cierto es que, a partir de estas críticas, tanto el trabajo de Zimmermann como el de Grondin, dejan planteadas más dudas que certezas. Por ejemplo, ¿con cuál de las dos versiones de la fenomenología de lo inaparente cabría vincular a la hermenéutica Gadamer? ¿Es el concepto de trascendencia o el de interioridad del lenguaje los que permiten tender estos puentes? ¿Y qué se debe entender en cada concepto para que tal vinculación sea posible? Incluso, ¿cómo lo que se sustrae al lenguaje como interioridad podría ser el desencadenante de su decir como aparecer? ¿Y cómo puede darse todo ello en otros lenguajes como el de las cosas? ¿Hasta qué punto esa interioridad gadameriana no es una secularización de la propuesta agustiniana? En términos más generales, ¿hay una estructura de la experiencia hermenéutica que se pueda comprender como un surgir en el marco de su sustracción? ¿O hay un supuesto, aun más audaz, por el que la interioridad de la palabra abre a otra interioridad que accede, de otro modo, a ese fenómeno inaparente que la mirada solo puede entrever y divisar?
Bajo la operatividad de la tradición fenomenológica de la hermenéutica de Gadamer, y a la luz de las críticas de Janicaud, las preguntas se multiplican tras las huellas indicativas de sus intérpretes y permanecen incontestables en su infinitud. No obstante creo que manteniendo las precauciones hermenéuticas y sin abandonar el ámbito dado, aún restan huellas por examinar, al menos en dos direcciones que trascienden el ámbito de la presencia, que están en el centro de la definición de experiencia hermenéutica; huellas que no pueden ser pasadas por alto en la discusión en torno a este pretendido vínculo con la fenomenología de lo inaparente: 1) la primacía del oír como radical pertenencia a un logos descripto como el medium del lenguaje, que funda la primacía de la pregunta como algo que se impone y motiva nuestro propio preguntar; y, 2) la noción de oído interior, a la que la interioridad de la palabra conduce, y que pone de manifiesto el ir tras la huella como idealidad inaudita a la que se accede en su interioridad.
II. La hermenéutica de Gadamer tras lo inaparente
La raíz común de estas huellas es una coincidencia fundamental entre la hermenéutica de Gadamer y la fenomenología posthusserliana en torno a la noción de experiencia. Incluso, en la línea de una fenomenología que se mantiene en el ámbito de lo dado, cabe señalar que, en tanto la fenomenología accede a lo que se muestra, al logos de los fenómenos -entendido como orden, sentido, racionalidad, razón-, éste se forma, se modifica y se desplaza al pasar por los fenómenos, por lo cual el fenomenólogo accede a un logos que no está fijado de antemano, sino que está expuesto al pathos y a la diversidad de una experiencia en la que, podríamos decir en términos husserlianos, lo inaparente está operando de forma latente. En la experiencia así entendida encontramos lo que la fenomenología, no inscripta en el giro teológico, llamó: "un hecho último" (Merleau-Ponty 226); el hecho de un acontecer en el presente viviente, un factum que no puede ser reducido a una instancia ulterior, que juega en la base de toda actividad humana. Por ello, en esta versión fenomenológica de la búsqueda de lo inaparente se suele hablar de un proceso de radicalización de la experiencia, por el que nada ni nadie precede a su acontecer que siempre sorprende a la conciencia en su comportamiento intencional.21
La noción de experiencia hermenéutica se encuentra en correspondencia con esta consideración, traduciendo logos por lenguaje, no entendido en su sentido reducido de lenguaje humano, sino como medio (medium) de la experiencia que Gadamer desarrolla en aquella famosa tercera parte de Verdad y Método. Desde allí, su propuesta tiene la pretensión de comprender a la experiencia -estética, histórica, lingüística o cualquier otra- no como una vivencia (Erlebnis), sino, precisamente, en el sentido radical de una prueba (Erfahrung), es decir, de un acontecimiento que la conciencia padece en vez de constituirlo. Solo por esa negatividad de lo que no aparece, ni se deja comprender en el medium del lenguaje frente a la natural anticipación de sentido del hermeneuta, la conciencia gana, para Gadamer, un nuevo horizonte dentro del cual algo puede convertirse para ella en experiencia.
II.1 La primacía hermenéutica del oír
Esta comprensión de la experiencia es el eje que atraviesa las tres partes de Verdad y Método, donde Gadamer examina la experiencia estética, histórica y del lenguaje como experiencias propiamente hermenéuticas, que en su negatividad inherente se definen por el concepto de pertenencia (Zugehörigkeit). La pertenencia debe ser entendida aquí en términos heideggerianos, como la pertenencia de la conciencia a eso que ella misma intenta pensar, y que Gadamer reasume haciendo jugar, al igual que Heidegger, la experiencia determinada como un pertenecer (zuhören) con la primacía del oír (hören) que ella misma exige en su negatividad; vínculo que se retrotrae hasta el antiguo ob-audire latino. Aquí comienza la primera huella indicativa como un cierto modo de resistencia a la primacía de la visión, que es inherente a la formulación fenomenológica de «lo inaparente» como lo invisible que solo puede ser entrevisto o divisado22:
Si queremos determinar correctamente el concepto de la pertenencia de que se trata aquí convendrá que observemos esa dialéctica peculiar que es propia del oír. No es solo que el que oye es de algún modo interpelado. Hay algo más, y es que el que es interpelado tiene que oír, lo quiera o no. No puede apartar sus oídos igual que se aparta la vista de algo mirando en otra dirección. Esta diferencia entre ver u oír es para nosotros importante porque al fenómeno hermenéutico le subyace una verdadera primacía del oír, como ya reconoce Aristóteles. No hay nada que no sea asequible al oído a través del lenguaje. Mientras ninguno de los demás sentidos participa directamente en la universalidad de la experiencia lingüística del mundo sino que cada uno de ellos abarca tan solo su campo especifico, el oír es un camino hacia el todo porque está capacitado para escuchar al logos. A la luz de nuestro planteamiento hermenéutico este viejo conocimiento de la primacía del oír sobre el ver alcanza un peso nuevo. El lenguaje en el que participa el oír no es solo universal en el sentido de que en él todo puede hacerse palabra. El sentido de la experiencia hermenéutica reside más bien en que, frente a todas las formas de experiencia del mundo, el lenguaje pone al descubierto una dimensión completamente nueva, una dimensión de profundidad desde la que la tradición alcanza a los que viven en el presente. Tal es la verdadera esencia del oír: que incluso antes de la escritura, el oyente está capacitado para escuchar la leyenda, el mito, la verdad de los mayores. ("Wahrheit und Methode" 466-467).
Gadamer vuelve a formular esta idea fundamental de una dimensión de profundidad, que surge de la determinación de la experiencia hermenéutica como pertenencia y de la universalidad del lenguaje, sosteniendo justamente que: "la primacía del oír sobre el ver se debe a la universalidad del logos" ("Wahrheit und Methode" 466); logos entendido como lenguaje en sentido amplio y en su dimensión profunda de interioridad; y querer decir, que no contradice, sino más bien desplaza a la primacía de la vista sobre todos los demás sentidos, que el mismo Aristóteles destaca con frecuencia.23
Esta primacía del oír contrasta con la tradición fenomenológica, abierta por la originaria formulación de Heidegger, donde lo inaparente como lo que no puede aparecer (das Unscheinbar) mantiene una preponderancia de la visión, en tanto es aquello no avistado, en el sentido de alcanzado, en su sustracción por medio de la mirada; lo solo entrevisto o divisado.24Das Gesichtete deriva del verbo sehen que significa "ver, mirar", y está vinculado -al igual que el verbo schauen- al centro mismo de la fenomenología. Así, por ejemplo, tempranamente en Ser y Tiempo, Heidegger vincula a la fenomenología con la visión de lo que se muestra: "'Fenomenología' quiere decir, pues, [...] dejar ver (lassen sehen) desde sí mismo aquello que se muestra, y tal como se muestra desde sí mismo. Éste es el sentido formal de la investigación a la que se da el nombre de fenomenología." (34). De igual modo, Adolf Reinach, discípulo directo de Husserl, define a la fenomenología no solo como una actitud sino como una "mirada" (21) que implica un "aprender a ver" (23). Y Husserl mismo en La idea de la fenomenología, de 1907, afirma que: "Toda vivencia intelectual y en general toda vivencia mientras es llevada a cabo, puede hacerse objeto de un acto puro de ver y captar (reinen Schauens und Fassens)" (31).
Frente a lo inaparente-invisible, la primacía del oír es un contraste que no es exclusivo de Gadamer, sino que ha aparecido también en el giro teológico de la fenomenología. Ésta parece haber compensado la primacía fenomenológica de la visión con una cierta preponderancia del oír, pero que, a diferencia de la hermenéutica gadameriana, ha sido asumida, en general, a partir de la tradición bíblica. Para Marion, por ejemplo, la escucha aparece ante la forma pura del llamado que se inserta en el aparecer, que respecto del rostro de Dios: "se hace escuchar cuando pesa sobre mí el peso de su gloria" ("De Surcroît" 143). También, en Le Phénomène érotique, examina la escucha de la pregunta divina: ¿me aman desde otro lugar? Y, en Acerca de la donación, sostiene la necesaria precedencia de la escucha para el lenguaje humano ante la llamada divina.25 En este último sentido, en Siendo dado afirma en términos más fenomenológicos:
La palabra originaria es dicha, eventualmente (aunque no necesariamente), por otro que me precede; no puedo oírla porque ella habla una lengua inaudita y, sobre todo, porque resuena en un espacio cuyo horizonte no puedo fijar por adelantado; en definitiva, la palabra dicha originariamente tiene rango de llamada -al resultar inaugural, resulta pues inaudible. Por el contrario, la respuesta, que se oye en el espacio de mi entendimiento y de su horizonte, cumple perfectamente la palabra segunda, originariamente oída y no proferida, puesto que por definición no dice más que lo que ha recibido, como diciéndose sin ella y para ella. (452).
La primacía del oír se encuentra aun más presente en la obra de Jean-Louis Chrétien. En L'arche de la parole, también vincula la escucha a la palabra señalando que la: "primera hospitalidad no es otra que la de la escucha" (13); pues todo hombre comienza por oír en tanto somos oyentes antes de ser hablantes. Oír no es, por eso, decodificar, porque la palabra no constituye un código, sino que es oír con el otro.26 De modo tal que la escucha no puede separarse de la dialógica de la respuesta y la pregunta. Asimismo, siempre se trata de una escucha imperfecta que parte del vacío -ese vacío que según la tradición socrática lleva el nombre de docta ignorantia-, que conduce a escuchar una «voz blanca» que solamente puede decir lo inaudito. La escucha nace, por eso, tanto para Marion como para Chrétien, de lo inaudito, e implica un camino paciente y laborioso que la define como un movimiento palpipante cercano al corazón. En este sentido la estructura central de la obra de Chrétien, L'appel et la réponse, es la definición de la conciencia humana como una conciencia oyente que, desde esa audición que la constituye, articula su propia voz como respuesta a la Voz divina. Quedan entrelazadas entonces la llamada y la respuesta, de una y otra voz, donde la segunda intenta traducir a la primera, lo que llevará a Chrétien a elaborar su fenomenología de la respuesta: "¿No está íntimamente presente a la voz lo que la altera y la quebranta para poder ir así hasta su fuente? [...] ¿Un visible inaudible o una voz visible?" (49). En ese entrecruzamiento se estructura también la multiplicidad de voces que componen una tradición como cadena, donde cada hombre es el lugar donde se deja oír la Voz divina que le quiebra de un modo distinto y particular. Es relevante que Chrétien formule y examine esta relación de entrecruzamiento desde una oposición entre la voz y la audición, propias del mundo bíblico, y el ojo y la mirada, propios del mundo filosófico griego, para forjar el concepto de «voz visible» donde el ojo escucha y la palabra mira. Esa unificación del ver y del oír busca contrariar, según él, la exclusividad de una sola dimensión del ente a la que accedería el ojo, que solo puede ver, y el oído, que solo puede oír. Ambas dimensiones se aunarían en un más allá de lo sensible, que no es un más allá de la sensorialidad, que se da en la receptividad a lo verdadero a través del volvernos hacia nuestra intimidad para buscar la verdad; lo cual, para Chrétien, no significa un volvernos hacia nosotros mismos -ni hacia una voz interior y privada al modo del daimon socrático-, sino hacia el Verbo divino como Verbum interius de Agustín: "La llamada requiere nuestra voz para transmitirla a otros y de ese modo oírla realmente, pero puede ser pensada y descripta sin apelar a una voz interior." (68). Finalmente, en su obra Saint Augustin et les actes de parole, retomando la idea de que todo acto de la palabra tiene por esencia una escucha, dedica un capítulo entero a Agustín para quien escuchar es la verdadera humanidad del hombre, lo que le confiere a la existencia humana su estatura: "Está en pie y escucha, puesto que, si no escucha, se cae." (Agustín, "Sermón 292" 8). Y en otro sermón señala: "¿Tu buscas qué Dios es Cristo? Escúchame, o más bien, escucha conmigo (audi me, imo audi mecum)" ("Sermón 261" 2). Así Chrétien asume con Agustín los oídos del corazón con los cuales el grito de Dios rompe nuestra sordera:
Él no calla; es preciso que escuchemos, pero con los oídos del corazón, ya que es fácil escuchar con los oídos del cuerpo. Debemos escucharle con los oídos que el Maestro buscaba cuando decía: El que tenga oídos para oír, que oiga. ¿Quién se encontraba ante él sin los oídos del cuerpo cuando decía estas cosas? Todos tenían oídos, y, sin embargo, pocos los tenían: no todos tenían oídos para oír, esto es, para obedecer ("Sermón 17" 1).
La novedad de Chrétien es que reconoce que esta tradición bíblica es correlativa de otra tan antigua, a la que refiere solo brevemente, siguiendo a Heidegger, a través de la figura de Heráclito para quien pensar es escuchar: "No a mí, sino que habiendo escuchado al Logos, sabio es estar de acuerdo con que uno es todo" (Heráclito, Diels-Kranz B, 50).27 En este sentido, es interesante el reconocimiento de una herencia no teológica, sino filosófica, del oír, que es la que la hermenéutica de Gadamer asume a partir de Aristóteles.
Como ejemplo final, dentro del giro teológico, la obra de Michel Henry confirma la valoración del oír en una relación con la palabra que va, desde la fenomenología, a la teología. En Filosofía y fenomenología del cuerpo, examina la unión del sentido del oído con la voz a partir de la propuesta de Maine de Biran:
Consideremos la unión del sentido del oído con la voz. Cuando escucho un sonido que proviene de un objeto exterior, se debe a una síntesis pasiva el que ese sonido sea aprehendido por el ego. Diremos, en términos biranianos, que el sentimiento de causalidad, o de personalidad, se ha asociado según una simple relación de coexistencia o de simultaneidad con la impresión sonora pasiva. En cambio, cuando escucho un sonido que yo mismo he producido voluntariamente por el ejercicio de la palabra, la experiencia interna trascendental que corresponde a este fenómeno se desdobla, puesto que es, por una parte, la experiencia del acto de proferir la palabra y, por otra parte, la aprehensión subjetiva y pasiva del sonido proferido. La impresión sonora, en cuanto elemento trascendente, mantiene una relación doble con la subjetividad (es decir, con el ego), a saber, y hablando siempre como Maine de Biran, una relación de derivación (en cuanto palabra proferida) y una simple relación de coexistencia (en cuanto palabra escuchada). La cuestión es aquí la homogeneidad ontológica del acto de proferimiento y del acto de escucha, es decir, la unidad del ser originario de nuestro cuerpo (230).
A partir de estas elaboraciones puramente fenomenológicas, en su obra Palabras de Cristo, Henry desarrolla la relación entre el oír y la Palabra divina.
En concreto, se pregunta si el hombre puede escuchar en su lenguaje una palabra que le hable en otro lenguaje, que sería el de Dios como Verbo. Su propuesta es que el hombre no sería inteligible más que en su relación interior con ese Absoluto de Verdad y de Amor, que llamamos Dios, por eso concluye mostrando que la Palabra de Cristo no es una palabra exterior a la vida, que hable sobre la vida, sino que es la Vida misma, y eso se descubre por la escucha y la pertenencia; pues la condición humana de escuchar la Palabra radica: "en una conveniencia decisiva entre la pertenencia del hombre a la Verdad y la naturaleza de la Palabra que él trata de oír: la voz de Cristo" (163). Nuevamente, como en Agustín, es el corazón: "el lugar en que aquel que procede de Dios oye la palabra de Dios. En este lugar, la escucha de la Palabra forma una sola cosa con la generación del hombre" (164). El fenómeno de la experiencia religiosa solo es posible para Henry a través de la escucha de la Palabra y del abandono a ella: "la experiencia religiosa, la experiencia conmovedora de la libertad, solo es posible para aquel que escucha la Palabra" (172). En ella se juega el destino del hombre que recibe ese don a través del oído.
A partir de estas formulaciones, cabe reconocer que el propio Janicaud ya había expresado su postura crítica hacia la escucha vinculada con lo Inaparente Absoluto: "si la 'fenomenología de lo inaparente' hace vacilar finalmente toda presentación reglada de los fenómenos en beneficio de la escucha de una palabra orlada de silencio, he aquí -a contrapelo- un hilo tendido hacia lo originario, lo no visible, lo reservado. (...) La escucha fiel se convierte fácilmente en ortodoxia." ("Phenomenology" 31).
Frente a la ortodoxia del Absoluto generada por ese hilo hacia lo invisible a través de la escucha de la palabra, ¿cuál es el contrapunto de la primacía del oído, propuesta por la hermenéutica de Gadamer, donde la universalidad de la palabra se conjuga con sus límites? Al contrario de la tradición bíblica, su primacía del oído -sin duda herencia del Heidegger tardío, aquel que sabe oír la reivindicación del ser- indica hacia el carácter sustraído de lo que aparece desde otra orilla, ni teológica, ni bíblica, sino filosófica. En concreto, la primacía del oír que Gadamer establece en Verdad y Método, apoyándose en Aristóteles, le conduce a proponer, en su pensamiento tardío, una «filosofía del oír», afirmando que: "el que oye, oye con eso aún algo más, es decir, también lo invisible y todo lo que se puede pensar. porque existe el lenguaje" (Gadamer, "Über das Hören" 48). Hay aquí en los límites de la universalidad lingüística la propuesta de un invisible de este mundo que puede ser oído, pues lo inaparente se hace presente ante el oído de un modo distinto al de lo invisible ante la mirada, en tanto, como señala Günther Stern, hay una cierta "infinidad en los fenómenos audibles" (38). Para una fenomenología de lo inaparente, que se mantiene incluso en el ámbito de lo dado, la primacía del oír, propuesta por la hermenéutica de Gadamer, ofrece un modo de acceso distinto a lo inaparente, estrictamente filosófico, pero ya no entendido desde una primacía de la visión como lo meramente entrevisto o divisado.
Se establece aquí una primera dirección lateral de «correspondencia filosófica» entre la hermenéutica de Gadamer y una versión de la fenomenología de lo inaparente, fiel a Husserl, cuyo productividad se aprecia en otra primacía correspondiente a la del oír que es la primacía de la pregunta. Presupuesta en la estructura de la experiencia hermenéutica -pues no se hacen (sufren) experiencias sin la negatividad del preguntar- su preeminencia tiene en realidad un doble vínculo. Por un lado, la actividad de preguntar es siempre buscar el sentido y los motivos inmediatamente ocultos de toda enunciación. Es decir, ante lo dicho el hermeneuta se pregunta por aquello que no aparece, pero que soporta lo dicho como respuesta. Esta primacía de la pregunta supone también una mayor radicalidad, pues la pregunta irrumpe y se impone, por eso lo que hay al principio no es la pregunta que formulamos nosotros, sino, más bien, aquella que el texto nos plantea: "Este es realmente el originario fenómeno hermenéutico (hermeneutische Urphänomen): no hay ningún enunciado que no se pueda entender como respuesta a una pregunta, y solo así se puede entender" (Gadamer, "Die Universalität" 226). A través del oír intentamos reconstruir una pregunta que constantemente se nos sustrae, pero que sustenta lo transmitido cada vez como respuesta a ella, en una interioridad del lenguaje que no solo es lenguaje humano; por eso todo preguntar, incluso en su apertura de un horizonte limitado, es más padecer-oír la infinitud de una pregunta que formularla. Esa estructura es la que atrae a la versión teológica de una fenomenología de lo inaparente como la de Marion o la de Chrétien. Sin embargo, por otro lado, la relación entre pregunta y respuesta no queda únicamente así invertida, sino que como Gadamer afirma: "Lo transmitido, cuando nos habla -un texto, la obra, una huella-, nos plantea una pregunta y sitúa por lo tanto nuestra opinión en el terreno de lo abierto. Para poder dar respuesta a esta pregunta que se nos plantea, nosotros, los interrogados, tenemos que empezar a nuestra vez a interrogar" ("Wahrheit und Methode" 380).
Los acercamientos teológicos de una fenomenología de lo inaparente marginan este carácter filosófico, que es propio de la hermenéutica de Gadamer. La interpretación de esa llamada, que acontece en forma de pregunta, no es necesariamente una respuesta como concepto o significación, sino un continuar interrogando en la dirección abierta por la pregunta originaria que se nos plantea. En todo caso, «interpretar» significaría que nuestra respuesta a esa pregunta es suscitar nuestro propio preguntar. Por supuesto, cabría pensar si es posible así algún modo de teología. ¿Qué clase de dios llamaría o convocaría a que preguntemos? ¿Qué tipo de creencia religiosa podría ser una fe henchida de preguntas o una fe en las preguntas? Si las preguntas son aperturas de otras posibilidades o una forma constantemente abierta de comprensión, ¿a qué dios le vamos con las dudas que él mismo nos motiva? ¿Qué comprendemos de él al preguntarlo/nos? Ese dios que espera preguntas no parece ser el Dios de la teología que cuenta con la certeza de la revelación, por eso la positividad de la interrogación no es aquí ninguna «vía negativa». En el caso de la hermenéutica de Gadamer, frente a lo indecible por el lenguaje, más que un aprender a ver, a responder balbuceando, a actuar obedeciendo, o a comprender negando, queda propuesto un camino filosófico: un aprender a preguntar a partir de un oír originario ( Urhören), que determina nuestra vinculación moral de pertenencia, motivante de la apertura a la alteridad del otro:
Si no existe esta mutua apertura tampoco hay verdadero vínculo humano. Pertenecerse unos a otros quiere decir siempre al mismo tiempo poder oírse unos a otros (Auf-ein-ander-Hören-können). Cuando dos se comprenden, eso no quiere decir que el uno "comprenda" al otro, esto es, que lo abarque. E igualmente "escuchar al otro" no significa simplemente realizar a ciegas lo que quiera el otro. Al que es así se le llama sumiso. La apertura hacia el otro implica, pues, el reconocimiento de que debo estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo vaya a hacer valer contra mí. He aquí el correlato de la experiencia hermenéutica. ("Wahrheit und Methode" 367)
Este correlato filosófico-moral hace una diferencia con el carácter teológico de una fenomenología de lo inaparente, manteniéndose en el ámbito de lo dado pero prestando oídos a lo inaparente en el fenómeno de la comprensión, a partir de la universalidad del logos. Quizá por la diferencia de ese camino es que, por fuera del giro teológico, la fenomenología también haya intentado sus propios acercamientos al oír. La mayoría de ellos han tomado como base de referencia al último Heidegger en su escucha del ser y del lenguaje, de los cuales, como decíamos, Gadamer es deudor. Aquí se ubica, por ejemplo, la obra de Manfred Riedel, Oír al lenguaje, que tiene la pretensión de desentrañar la dimensión del oír en la comprensión del sentido, en un camino que recorre desde las Investigaciones Lógicas de Husserl, pasando por el Tractatus lógico-philosophicus de Wittgenstein y las obras del Heidegger tardío, entre otros, hasta alcanzar a la filosofía hermenéutica. También el trabajo más reciente de David Espinet se concentra en las obras del Heidegger tardío -recurriendo, no obstante, a Husserl y a Gadamer- para desarrollar una «Fenomenología del oír», donde el oído se convierte en la apertura pre-intencional a lo que hace posible el pensamiento. En este sentido, lo interesante de lo planteado por Espinet es que remite a la tradición griega de Platón y Aristóteles, para mostrar como se va dando una consolidación del ver en detrimento del oír, hasta producirse en la propia filosofía un: "olvido del oír" (3 y ss.); uno que la hermenéutica de Gadamer pretende recuperar ante lo inaparente descripto de forma reducida como lo meramente «invisible».
II.2. La interioridad del oído
Desde el fenómeno hermenéutico originario del diálogo, Grondin vincula la universalidad del lenguaje con su interioridad, a través de la herencia operante en Gadamer de la filosofía estoica y del pensamiento agustiniano. No obstante, esta herencia lleva a Gadamer a formular tardíamente lo que Grondin no examina en su contribución: las nociones de oído interior (das innere Ohr) y de huella (Spur), que constituyen conceptos fuertemente vinculados a lo inaparente.28 Para comprender ambas nociones, debemos volver sobre las elaboraciones del propio Gadamer acerca de la palabra interior en Verdad y Método:
Como nuestro entendimiento no está en condiciones de abarcar en una sola ojeada del pensar todo lo que sabe, es decir, todo lo que se le aparece, no tiene más remedio que producir desde sí mismo en cada cosa lo que piensa, y ponerlo ante sí en una especie de propia declaración interna. En este sentido todo pensar es un decirse (426).
La imposibilidad del pensamiento de abarcar todo lo que se le aparece implica la estructura especulativa del lenguaje, que «especula reflejando» la cosa misma en la interioridad del juego entre los límites de lo dicho y la infinitud del querer decir. Gadamer reconoce que ese juego se explica mejor a la luz de la tradición teológico-medieval de la palabra interior. Así se sirve de la noción agustiniana de «distentio animi» para indicar que en este conjunto la palabra interior: "es como la cuerda tensa de un instrumento, que contiene cualquier sonido que se busque. La cuerda antecede a toda lengua hablada y suena en todas. Lengua es el mismo e idéntico movimiento de sentido, que en todas partes reúne y convoca cuando resuena una palabra" ("Europa und die Oikoumene" 272).
A fin de ser tenida en su plenitud, toda palabra exterior dicha, o proferida, remite a la realización de una palabra interior a la que no puede agotar en su decir, sino que únicamente la indica. La indecibilidad de la palabra interior constituye la latencia lingüística, entendida como un: "contenido objetivo pensado hasta el final" (Gadamer, "Wahrheit und Methode" 426); por el que se anuncia -y solo se anuncia- la infinitud de un todo excedente de sentido. Por eso, su infinitud aparece en la voz proferida, pero a su vez ella misma se retrae en todo lo enunciado. La interioridad de la palabra custodia así la tensa diferencia entre la palabra enunciada en cada ocasión (logos prophorikos) y el oír conjuntamente en dicha ocasionalidad todo lo que hubiera que decir, a fin de eliminar todos los malentendidos -algo que naturalmente no se consigue nunca y que constituiría el fracaso inherente al decir filosófico en su universalidad-. En este sentido la palabra interior es un concepto límite para comprender el carácter finito de todo pensar, sobre todo, aquel calificado, como dice Figal, de «hermenéutico». En sus textos tardíos, Gadamer caracteriza por eso a esta palabra interior como: "una condición casi transcendental de posibilidad, que es más una condición de imposibilidad, tal como la representa la encarnación para el entendimiento humano" ("Hermeneutik auf der Spur" 155).
Sin duda aquí opera una antigua tradición, muy compleja, que Gadamer asume como fundamento central de su universalidad lingüística, tal como muestran Grondin, John Arthos29 y, más recientemente, Andrew Fuyarchuk, que es quien pone de manifiesto el vínculo de esa palabra interior con el oído. Fuyarchuk revela las dimensiones musicales (rítmicas y tonales) de la palabra interior, y cómo funcionan para armonizar orientaciones dispares en su «voz media» como «acontecer» en la experiencia entre la pasividad del padecer/callar y la actividad del actuar/hablar. Aspectos interesantes que Fuyarchuk considera en relación al ethos visual y auditivo que existen en los modos de cognición, tanto de las humanidades, como de las ciencias en general. Asimismo, similar al olvido del oír de Espinet, sostiene que la palabra interna también padece de cierto olvido y supresión por la extensión tecnológica de la vista, que, por lo tanto, imprime y requiere epocalmente de un giro hacia el oído interior como una nueva disposición auditiva.
En Gadamer, y aunque no lo explicite, la noción de oído interior tiene, sin duda, una fuerte herencia agustiniana. En el capítulo 6 del famoso libro XI, como preludio de la pregunta sobre el tiempo, Agustín distingue entre el oído exterior, vinculado al discurrir temporal de las palabras que huyen y pasan, y el oído interior aplicado a la palabra eterna que permanece en mí. Así, frente a la voz divina que dice: "Éste es mi hijo amado"; Agustín afirma: "Y estas palabras tuyas, pronunciadas en el tiempo, fueron transmitidas por el oído externo a la mente prudente, cuyo oído interior tiene aplicado a tu palabra eterna" ("Confesiones" XI, 7-9). Esta herencia aparece en Gadamer remitiendo a esa «audible infinitud» de la palabra interior como lo inaudito al oído exterior. Su hacer aparecer la interioridad del oído es posible por constituir la verdadera realidad del lenguaje, que el pensar hermenéutico pone de manifiesto al participar en esa relación entre oír y entender, que mantiene: "lo dicho en una unidad de sentido con una infinitud de cosas no dichas" ("Wahrheit und Methode" 473). A la luz de la interioridad del lenguaje, es decir, de lo que viene a él y lo limita, la temprana primacía hermenéutica del oído transita hacia la primacía del oído interior en su pensamiento tardío. De manera que lo inaparente llega a aparecer, en Gadamer, como un: "ritmo propio de los fenómenos (Eigenrhythmus der Phänomene)" que latente -como todo ritmo-en el ruido de lo audible exteriormente, resuena en la interioridad del oído ("Die Natur der Sache" 74-75); permite así: "escuchar algo totalmente distinto a lo que efectivamente acontece ante nuestros sentidos", es decir, "lo elevado a la idealidad" ("Die Aktualität des Schönen" 134).30 Este camino hermenéutico hacia el oído interior no conduce, por eso, a una escucha del corazón, ni a un remontarse hacia «una dimensión más originaria de la temporalidad», como denuncia anticipadamente Janicaud, sino que actualiza y reformula el problema filosófico antiguo de la presencia en el aparecer del presente, es decir, de la presencia vinculada al problema del tiempo.
Si bien Gadamer parece haberse ocupado poco del problema de la conciencia del tiempo, no deja de ser llamativo que, en 1985, cuando responde a la crítica de fonocentrismo que Derrida le dirige, la atribuya a un malentendido que éste hace de las nociones husserlianas de tiempo y presencia. Y, aun más sugerente, es que salve el equívoco con su noción de oído interior, refiriendo al carácter oculto del lenguaje y a la tensión latente de la palabra interior:
[...] cuando yo no solo considero el diálogo, sino la poesía y su aparición en el oído interior como la verdadera realidad del lenguaje, Derrida habla para esto, justo de 'fonocentrismo'. Como si el habla o la voz solo tuviera presencia aún para la conciencia reflexiva más estricta en su realización y no fuese más bien su ocultarse mismo (Verschwinden selbst). No es ningún argumento baladí, sino la evocación de lo que le ocurre a todo hablante o a todo pensante, el señalar que éste no es consciente de sí mismo justamente porque "está pensado". (Gadamer, "Destruktion und Dekonstrution" 371-372)
Para comprender ese ocultarse a la conciencia que se cumple en el lenguaje, Gadamer habla de una: "hermenéutica tras la huella" ("Hermeneutik auf der Spur" 148-174); y confiesa que, en este punto, echa de menos que Derrida no reconozca que la escritura tiene tanta voz como el lenguaje hablado. Pues, la máxima hermenéutica frente a la crítica derridiana es que: "la voz que el que escribe o el que lee 'oye' alcanza un grado de articulación más alto que el de cualquier escritura. Hay, justamente, muchos otros signos, gestos, guiños o huellas" ("Hermeneutik auf der Spur" 159). Ese «mehr» del grado de articulación «más alto que», es la latencia interior del lenguaje y su ocultarse a la conciencia, por lo cual Gadamer ve casi natural que Derrida acabara sustituyendo el concepto de signo por el de huella (Spur), pues una huella es «más que» (mehr als) un signo. Ese tras de la huella no es más que otro nombre de lo inaparente, que remite en una dirección solo para aquel que ya esta en marcha, y está buscando el camino adecuado. Únicamente para él la huella: "aparece en la conexión del buscar y del percibir (spuren) que da comienzo al sentir la huella. Comienza con ello una primera dirección, a la que se enlaza algo. Aún no está decidido hacia dónde va la huella. Uno se deja guiar" ("Hermeneutik auf der Spur" 161). Entonces la huella se constituye y recién se deja entrever, como cuando se pasa a menudo por ella y se convierte en camino. Huella es así la que el lector sigue mientras está en camino de la lectura. Gadamer recurre a la experiencia cotidiana del leer para mostrar que puede que a uno se le ocurran muchas cosas mientras lee, incluso que se deje llevar por ellas, y, sin embargo, al final sigue alguno de los infinitos caminos que le prescribe el texto ("Hören-Sehen-Lesen" 271-278). Y eso ocurre porque, cuando uno se sumerge en la lectura y alcanza la «concentración», uno está verdaderamente atento con el oído interior, orientado hacia un centro a partir del cual se articula y se eleva desde dentro la obra como la totalidad de sentido de una construcción (Gebilde). Se deja oír aquí la enigmática huella de la pregunta. En el fenómeno hermenéutico originario, las preguntas se imponen en el oído interior como las huellas al que está perdido. El que responde es conducido en una dirección, por el solo hecho de haber sido preguntado y tener que comenzar a su vez a preguntar. En este sentido, no deja de ser sugerente que, de forma contemporánea al debate francés sobre la fenomenología de lo inaparente, la palabra huella haya sido parte del título elegido por Gadamer para acompañar el volumen que publicó en 1998, donde proponía su filosofía del oír, su título fue: Sobre el oír. Un fenómeno tras la huella.
Conclusión
La relación interior de la tríada oír, fenómeno y huella está presente en los dos recorridos con los que hemos intentado contribuir a un lejano vínculo de parentesco, que quería comprender, sin más, a la hermenéutica de Gadamer como una posible versión de una fenomenología de lo inaparente. Hemos intentado aguzar el oído interior para prestar atención a las voces que vienen de otro lado que den la razón, que son, a su vez, la razón misma. Frente a la tarea del preguntar, propia de la razón filosófica, en el inicio de su trabajo, Grondin citaba a Hölderlin acerca del fracaso del bien decir de los filósofos. Como conclusión, cabe responder citando a Willian Blake cuando afirmaba que: "Si las puertas de la percepción fueran purificadas, todo se le aparecería al hombre como es, infinito" ("El matrimonio del cielo" 20). Quizás los poetas puedan decir más infinito que los filósofos, pero, ante el problema del vínculo con una fenomenología de lo inaparente, en las preguntas que genera la propuesta de Gadamer, aparece la posibilidad complementaria de una hermenéutica tras la huella de lo inaudible, que trasciende hacia los límites del lenguaje, alcanzando la interioridad del logos. A riesgo de formular polémicas frases finales, queda por pensar si una fenomenología de lo inaparente no requeriría, más bien, de la contribución de una hermenéutica de lo inaudito o, dicho de otro modo, de una filosofía del oír interior que preste atención a la infinitud inaudita de este mundo.