Introducción
La cuestión del método está en el origen mismo de la época moderna, como se puede percibir en la obra El discurso del método, de René Descartes, uno de los "padres" de la modernidad. De hecho, la "duda metódica", propuesta por el filósofo francés para llegar a la certeza del cogito (sujeto pensante), es la condición para captar la res extensae (objeto pensado). De su método, asociado al de Galileo Galilei, nació el paradigma mecanicista, dominante en las ciencias hasta mediados del siglo XX. En la época contemporánea, las ciencias descubiertas de la física relativista y cuántica, la valoración más reciente de la interdisciplinaridad, la transdisciplinariedad y el pensamiento complejo introdujeron cambios importantes en el quehacer científico, que llevaron a muchos a hablar, desde hace algunas décadas, de un verdadero cambio de paradigma en la ciencia.
La teología, en contacto con esta nueva mentalidad científica, hegemónica desde el siglo XVIII en el ámbito científico, también tuvo que repensar su propia epistemología, como lo muestran los métodos que elaboró para los estudios de sus fuentes el desarrollo del dogma y de las distintas disciplinas a partir de las cuales organizó el intellectus fidei.
Este artículo propone una lectura panorámica de algunas corrientes teológicas que, desde fines del siglo XIX, hasta comienzos del siglo XXI, marcaron el pensamiento protestante y católico, las reagrupa alrededor de los "polos" que privilegian en la elaboración del método teológico. Para eso, recurrirá a algunos estudios de historia de la teología o de la filosofía de la religión de ese periodo, que mostrarán el "parentesco" o la "afinidad" entre corrientes, y las identificará a un determinado "modelo". La obra de Battista Mondin (1997, 2003) y, sobre todo, las obras de Rosino Gibellini (2007) y Jean Greisch (2002a, 2002b, 2004) ofrecerán los modelos correspondientes a los tres "polos" implicados, según Christoph Theobald (2021, p. 22), en todo método teológico: a) el contenido, b) los emisores y c) los destinatarios. La hipótesis que guía esta investigación es que los modelos reagrupados en cada uno de esos tres polos corresponden, en realidad, a los tres momentos que todo método teológico debe articular.
La lectura panorámica de las corrientes teológicas ofrece, sin duda, una idea de las contribuciones de los distintos modelos para entender el camino teológico hecho desde fines del siglo XIX, pero el interés principal de este estudio es mostrar lo que cada uno de esos modelos aporta para pensar los distintos "polos" del método teológico, los cuales serán tomados como constitutivos de todo hacer teológico en las sociedades plurales del siglo XXI. Cada uno de los "polos" constituye una de las secciones de este estudio; pero, antes de presentarlos, una primera sección será consagrada al marco teórico general.
Marco teórico
Según Clodovis BofF (2000), uno de los teólogos que más ha estudiado el método teológico en América Latina, la "metodología teológica no se ocupa directamente del contenido de la teología (teorías), sino más bien de su forma, su proceso y su práctica" (p. 11). Más que enseñar "teologías hechas", se trata de "hacer teología". Ese énfasis en el "hacer", propio del saber moderno, es distinto de la epistemología antigua y medieval, dominada más por el interés teórico (especulativo) que poético (técnico) y práctico (ético). De hecho, el conocimiento moderno, con el acento galileano en la observación y en la matematización, la búsqueda cartesiana de un método que posibilitara un conocimiento seguro, que llevó a la distinción entre sujeto (res cogitans) y objeto (res extensae), culminó en la triple cuestión kantiana: "¿qué es posible conocer?" (Crítica de la razón pura), "¿qué se debe hacer?" (Crítica de la razón práctica) y "¿qué es permitido esperar?" (La religión dentro de los límites de la mera razón). Los efectos de esa manera de entender el conocimiento sobre el modo de ver el mundo y la historia, y de actuar en ellos, fueron gigantescos, provocaron, en el campo específico de la epistemología de las ciencias, también en la teología, la necesidad de justificar sus procedimientos metódicos.
Hasta el comienzo de la época moderna, desde el punto de vista filosófico, el referencial conceptual de la teología fue determinado, sobre todo, por el platonismo, el neoplatonismo y el aristotelismo. Del diálogo entre ese referencial y la revelación bíblica surgieron, en los siglos XIII-XIV, las síntesis de la escolástica, y en los siglos XVI-XVIII, su reelaboración barroca. La distinción, propuesta por Christian Wolff (1679-1754), en contexto iluminista, entre ciencia racional, en la cual se recuperaba el contenido de la metafísica tradicional de la escolástica barroca de Francisco Suárez, y ciencia empírica, en la cual se asimilaban los procedimientos experimentales de la ciencia moderna naciente, ofreció sistematicidad a la reflexión teológica surgida de las controversias entre católicos y protestantes después de la Reforma, originó los manuales que formaban pastores para la acción pastoral de la Iglesia.1 Los traumas de la Revolución francesa y de la pérdida de los territorios pontificios en los siglos XVIII y XIX crearon, en buena parte del mundo católico, una fuerte oposición a la razón moderna. A pesar de la innovación de la escuela de Tubinga y del trabajo de Loisy, los métodos de la ciencia fueran ignorados o puestos bajo sospecha, y en algunos casos, los resultados a los cuales llegaron fueran condenados.2 Por su parte, la teología protestante sistematizó su reflexión en manuales e inició el proceso que dio origen a los métodos histórico-críticos de la exégesis, que impactaron la teología dogmática, con destaque para la teología liberal, en el siglo XIX.
La preocupación de los métodos teológicos elaborados en el siglo XIX y comienzos del siglo XX era justificar la fe y sus fuentes frente a la razón moderna, mostrar que creer no era del orden del "mito" (fábula, engaño) o reductible a los postulados de la "razón práctica", sino que poseía un significado para el destinatario marcado por la crítica de la razón. La condenación del modernismo por el magisterio católico al comienzo del siglo XX y la reacción después de la Primera Guerra Mundial de Karl Barth con la Carta a los romanos y de la teología dialéctica a la teología liberal visaban asegurar la primacía del mensaje sobre la razón o el destinatario. Establecidos esos dos "polos" del quehacer teológico, las corrientes que han buscado sistematizar el intellectus fidei a lo largo del siglo XX enfatizarán el destinatario o el mensaje. Los esfuerzos por correlacionar los dos polos, propuestos por las llamadas "teologías de la correlación", que se multiplicarán en el siglo XX, inicialmente parecían no dar cuenta del polo del emisor, que comparte, sin duda, los "prejuicios" del destinatario, pero con una función distinta, pues es él quien discierne y arbitra lo que considera lo más significante y relevante del mensaje para el contexto específico en el cual se encuentra el destinatario.
Darse cuenta de eses tres "polos" del método teológico es importante porque permite valorar las contribuciones y los límites de cada corriente o modelo teológico, además de indicar la necesidad, como lo indica Christoph Theobald, de mejor valorar y articular el contenido/mensaje de la teología, a saber: "el Evangelio de Dios (Mc 1,14)"; los que "lo anuncian", a saber: los emisores, que hablan en "nombre de Cristo y su Iglesia"; los "que lo reciben", a saber: "los destinatarios", es decir, "la Iglesia y la sociedad" (p. 22).
El primer polo que ocupó un número importante de corrientes teológicas en los últimos ciento cincuenta años fue, sin duda, el del destinatario, a saber: el sujeto que se tornó "adulto y autónomo", el cual circunscribe el conocer a las coordenadas del tiempo y del espacio; las normas y valores de la vida moral a los postulados de la razón práctica, y lo que es del dominio del transcendente a los "límites" de la razón, objeto de la "esperanza". El mensaje, segundo polo del método teológico, que hasta entonces era autoevidente, necesitó ser justificado, como lo indican algunas de las corrientes surgidas en esa época. Finalmente, el tercer polo, el del emisor, ganó importancia, sobre todo, a partir de la redescubierta de la importancia del "interés" en todo acto de conocimiento de la realidad.
La lectura de algunas corrientes teológicas de los últimos ciento cincuenta años, propuesta a seguir, tendrá como principal referencia los modelos elaborados por Gibellini y Greisch. De hecho, en el apéndice de la reedición de su obra, Gibellini (2007, pp. 563-566) presenta los cuatro "movimientos", que, según él, recogen esas corrientes: el movimiento de la "identidad", que defiende la primacía del elemento teologal en el quehacer teológico, el cual será identificado en este estudio con el polo del "mensaje"; el movimiento de la "relevancia", que busca captar en el sujeto autónomo "aperturas" a una posible revelación de Dios; el movimiento del "giro político", que se desplaza del sujeto solipsista de la primera modernidad al sujeto colectivo de la segunda modernidad, identificados con el polo del "destinatario"; el movimiento de la "globalización", presente en el actual pluralismo cultural e eclesial, identificado con el polo del "emisor". Por su parte, Greisch (2002a, pp. 60-69) propone en la introducción de su obra los cinco "paradigmas" de los estudios de la religión de ese periodo: el "especulativo" y el "crítico", identificados con el polo del "destinatario"; el "fenomenológico" y el "analítico", correspondiente al polo del "mensaje"; el "hermenéutico", identificado con el polo del "emisor".
El destinatario en el método teológico
Los "movimientos" de la "relevancia" y del "giro político", estudiados por Gibellini, corresponden, en parte, a los "paradigmas" "especulativo" y "crítico", propuestos por Greisch en su obra.3 De hecho, Bultmann, Tillich, Rahner, Schillebeeckx y Gogarten, entre otros, como también lo hicieran Kant, Cohen, Troeltsch, Duméry, Hegel, Schelling y Rosenzweig, intentarán descubrir en el sujeto moderno las marcas de una apertura para acoger el "exceso" de sentido que brota del mensaje de la revelación cristiana. A su vez, Bonhoeffer, Metz, Moltmann, Sõlle, Cullmann y Pannenberg, entre otros, del mismo modo que Feuerbach, Nietzsche y Bloch, están en el origen del "giro" de la tendencia solipsista de la primera modernidad, hacia el carácter social y político del mensaje de la revelación.
La presentación que sigue no pretende ser exhaustiva. De los autores estudiados por Gibellini y Greisch, tomará a Bultmann, Tillich, Rahner y Schillebeeckx, representantes de la primera modernidad; y Metz, representante de la segunda modernidad. El foco es el polo del destinatario del método teológico. Además de los estudios de Gibellini y Greisch, será tomada, cuando necesario, la obra de Mondin.
Bultmann no fue el primer teólogo en pensar, en la teología entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX, la cuestión del destinatario. Otros lo hicieran, sobre todo, como lo muestra Greisch, los que pertenecen al paradigma crítico, como Kant, Cohen, Troeltsch, o al paradigma especulativo, como Schleiermacher, Hegel, Schelling, Rosenzweig. El interés de tomar a Bultmann como una de las referencias para entender el destinatario es que él ya toma cierta distancia frente a la teología liberal, sin todavía aliñarse totalmente con la crítica de la teología dialéctica. A partir de la exégesis histórico-crítica y de la filosofía de la existencia de Heidegger, Bultmann elaboró un proyecto de "desmitologización" de los textos bíblicos. Su intento era al mismo tiempo dar una respuesta a la razón moderna, para la cual, como fue dicho, la religión era "mito", y distanciarse de la solución de la teología liberal, que tendía a transformar la fe en una ética de excepción. La teología, sostiene él, habla del Dios de la revelación y de su acogida en la fe; pero solo se pude hablar de Dios a partir de la palabra que el oyente toma como palabra suya. Por eso, hablar de Dios significa hablar del ser humano, pues la teología solo habla de Dios si Dios tiene algo que decir al ser humano. En diálogo crítico con la analítica existencial de Heidegger, para la cual el existir auténtico era vivir la propia posibilidad, ser presencia a sí mismo, aceptarse a sí mismo, la propia finitud y contingencia, el exégeta alemán afirma que el existir auténtico es rechazo del pecado, el cual lleva a "vivir de sí mismo, con la propia fuerza, y no en el abandono radical a Dios", y abertura a Dios en "un abandono radical de sí mismo en la fe" (Bultmann, 1963, p. 698). Cristo es la solución radical al problema de la existencia. El acceso a él se da a través del anuncio y de la acogida del kérygma, palabra que interpela, es puro apelo, decisiva. Quien la escucha llega a la verdad de su propia existencia. El acontecimiento de la salvación es, entonces, acontecimiento de la palabra. Cuando esta resuena, a través del kérygma, y es acogida en la fe, entonces se da la salvación (Gibellini, 2007, pp. 31-56; Mondin, 1997, pp. 362-373).
Paul Tillich también toma en serio la tarea de pensar la cuestión del destinatario; pero, como será indicado en la última parte de este estudio, su reflexión ya asume, de modo explícito, la mediación entre destinatario y mensaje, hecha por el emisor, a través del método de la correlación. De hecho, la noción de "incondicionado", utilizada por él en el debate con la teología dialéctica, lo sitúa, por un lado, entre los que defienden la primacía del mensaje en el quehacer teológico. Con esta noción, él intenta mostrar la no coincidencia de la religión con las funciones cognitiva, ética y estética de la razón, y su identificación con la dimensión de profundidad o de teonomía. Según el teólogo alemán-estadounidense, la dimensión de profundidad es una metáfora espacial y significa la instancia de la interrogación fundamental y del sentido último: "ser religioso significa interrogarse apasionadamente sobre el sentido de nuestra vida y estar abierto a las respuestas, cuando nos sacuden profundamente" (Tillich, 1962, p. 8). La lucha de la autonomía contra la heteronomía, propia de la razón moderna, solo puede acabar con la victoria de la primera sobre la segunda si se muestra como abertura teónoma de una cultura tornada plenamente autónoma. Por otro lado, la noción de "preocupación última", que es una "metamorfosis" de la idea del Incondicionado, cercana a la filosofía de la existencia de Heidegger, acentúa el polo del destinatario. De hecho, esta noción afirma que la teología "se ocupa de lo que nos concierne sin escapatoria posible, de modo último, incondicional" (Tillich, 1962, p. 282), que, desde el punto de vista subjetivo, es lo que suscita "pasión e interés infinito", y desde el punto de vista objetivo, lo que apunta a la realidad última, al incondicionado, al absoluto, al infinito, que, en términos agustinianos, se identifica con la inquietud del corazón, que transciende la experiencia del relativo y del transitorio. En su Teología sistemática, Tillich presenta los despliegues de ese interés en varios ámbitos de la vida (Greisch, 2002a, pp. 415-441; Gibellini, 2007, pp. 85-107).
La renovación de la teología católica en el siglo XX también contó con aportes significativos para entender la cuestión del destinatario. El más importante, sin duda, fue el de Rahner y su método antropológico-transcendental. Crítico de la neoescolástica y retornando a santo Tomás, el teólogo alemán, ya en sus primeras investigaciones, afirma que toda metafísica del Doctor Angélico "parte siempre del ser humano y lo pone simultáneamente en cuestión". Cuestionar y cuestionarse es ser humano. En ese sentido, la pregunta sobre el ser es una pregunta "transcendental", es decir, ella pone en cuestión quien la levanta e implica siempre un saber sobre él. La metafísica, que es el retorno reflexivo sobre la física, solo es posible si es referida al acto espiritual del ser humano que es la apertura "excesiva" al ser en general. Los actos propios del conocimiento, como remover, comparar, ultrapasar, solo son dados en el exceso. En este sentido, la fuente de la doctrina de la analogía del ser es la apertura excesiva del espíritu al ser como tal. Si la metafísica se ocupa del concepto común de ser, entonces el conocimiento de Dios que engloba se confunde con la "tiniebla" de la ignorancia humana del ser divino. Este "conocimiento tenebroso" solo se torna conocimiento luminoso bajo el efecto de una libre autocomunicación de Dios dada como palabra en una posible revelación (Rahner, 1957, pp. 404-405, 392, 393, 397). La posibilidad de tal revelación se da en la historia e interpela al que es capaz de escucharla, pidiéndole para ser acogida. Aquel que es capaz de acogerla es poseedor de una "potencia obediencial", vista, desde el punto de vista teológico, como "existencial sobrenatural" (gracia divina). Esta apertura a Dios es la condición de posibilidad de todo lo que es el ser humano, en su vida cotidiana más perdida, y de todo lo que es llamado a ser. Sin embargo, ser abierto a conocer y amar a Dios no lleva al ser humano a agotar el conocimiento de Dios, sino más bien lo confronta a un Dios desconocido, del cual nada sabe, pero que lo capacita, como "oyente de la palabra", a conocerlo y acogerlo en una posible revelación histórica adviniendo en palabra humana (Rahner, 1963, pp. 37, 87; Greisch, 2002a, pp. 255-301; Gibellini, 2007, pp. 237-253).
Schillebeeckx también busca descubrir en la subjetividad moderna la apertura para Dios. Para eso, elabora una hermenéutica centrada en la experiencia: la del destinatario y la que se quiere transmitir a través del mensaje de la revelación. Cada interpretación teológica, sostiene, "debe poseer un significado mundanamente inteligible y, por eso mismo, secular". La no obviedad de la palabra cristiana en las sociedades seculares impone a la teología el método de una correlación entre experiencia y fe. Tal correlación, diferente de lo que la propuso Tillich, no puede recurrir a Dios solo como respuesta a cuestiones insolubles. De hecho, el ser humano puesto en el mundo está en búsqueda de sentido, se interroga sobre cuestiones vitales de su existencia. Sus preguntas, y las respuestas que ellas le ofrecen, producen múltiples proyectos antropológicos, los cuales se centran en la crítica y en la resistencia al que es deshumano, y en una solidaridad para enfrentar la amenaza que cierne sobre el humanum. Esos proyectos tematizan, entonces, una experiencia universal de búsqueda de sentido, que apunta hacia un horizonte de plenitud y de integridad humana. Esa búsqueda de sentido también se encuentra en el Evangelio. A la luz de la revelación, las respuestas que producen pueden ser identificadas como "manifestación de la superabundancia de sentido, contenida en el sentido que el proprio ser humano encuentra en el mundo" (Schillebeeckx, 1975, pp. 41, 102, 141-142). Esto lo hicieron los que están en el origen de los textos bíblicos. Para ellos, la revelación, más que doctrina, es la libre iniciativa de Dios que se comunica manifestándose en hechos, que determinan una experiencia-de salvación, la cual es interpretada y fijada en un mensaje escrito. Lo que dio origen a ese mensaje fue una experiencia y es lo que ella produjo que debe ser transmitido. En el mundo secular, este tipo de experiencia no es más generalizado y necesita ser transmitido como "experiencia con experiencias", inserirse en el contexto de las experiencias humanas y tornarse convicción y experiencia personal. La teología debe establecer una "correlación crítica" entre la tradición bíblica y el mundo actual de experiencias y de vida (Gibellini, 2007, pp. 345-370; Mondin, 1997, pp. 771-781).
La búsqueda por descubrir en el sujeto autónomo una "apertura" para la posible revelación del "Totalmente Otro", presente en esos proyectos enfocados en el destinatario del método teológico, fecundó el pensamiento cristiano en el siglo XX; pero fue vista por muchos teólogos como insuficiente, pues expresaba más bien la primacía del "yo" solipsista y liberal, olvidándose del "nosotros", comunitario y político. Ya Bonhoeffer, entre las dos guerras, pero, sobre todo, las teologías de la historia, de la esperanza, política y de la liberación, mostraran la necesidad, para el discurso de la fe, de no solo ser significativo para el destinatario, es decir, el sujeto autónomo, sino también de fecundar los distintos ámbitos en los cuales este sujeto organiza y vive su existencia. No es posible, en el cuadro de este estudio, analizar todas esas corrientes. Por eso, solo serán indicados a seguir algunos conceptos que manejan, además de analizar la contribución de Metz.
El tema de la historia, valorizado en filosofía, sobre todo, a partir de Hegel, pasa a ser visto como sentido (dirección) de los procesos históricos, siendo captado en su dimensión temporal como "progreso en la realización de la libertad". Las teorías políticas elaboradas después de Hegel interpretarán ese progreso distintamente: las liberales lo han visto desde el sujeto individual y las comunitaristas desde el sujeto colectivo. La introducción de la reflexión sobre la historia en teología fue inicialmente determinada por la perspectiva de la ciencia de la historia, que ha dado origen a los métodos histórico-críticos. La perspectiva inaugurada por Hegel, a pesar de influenciar la reflexión de algunos teólogos católicos y protestantes, de hecho, no conoció gran desarrollo en la teología entre mediados del siglo XIX y del siglo XX. La escatología, ya presente en Weiss, Schweitzer y Bultmann, pero, sobre todo en los estudios de Cullmann, Pannenberg y Moltmann, ha desencadenado una gran vitalidad en la reflexión sobre la historia en la teología entre 1960 y 1980. Tal escatología ha mostrado el carácter histórico de la revelación, la historicidad constitutiva de la fe y la articulación que en ella debe haber entre escatología e historia. La valoración de la esperanza, asociada a la utopía, hecha por Moltmann en la década de 1960, y retomada por la teología de la liberación a partir de la década de 1970, ha conferido a la categoría Reino de Dios un estatuto importante para pensar la articulación entre historia, escatología, esperanza y praxis cristiana en el mundo (Greisch, 2002a, pp.121-173; Gibellini, 2007, pp. 202-216, 271-296, 297-320; Mondin, 1997, pp. 415-431, 558-563, 686-699, 784-786).
La teología política y la teología de la liberación son las dos corrientes teológicas que, a partir de la mitad de la década de 1960, han, explícitamente, promovido el "giro" de una perspectiva "privatista" a una perspectiva "política" y "comunitaria" de la teología. Según Metz, uno de los principales representantes de la teología política, dos son sus tareas: la primera, negativa, consiste en ser un correctivo crítico a la tendencia a la privatización, que, desde el iluminismo, domina la reflexión sobre la fe, pues "privatiza el mensaje en su núcleo esencial" y reduce "la praxis de la fe a la decisión a-mundana del individuo", como lo muestran las categorías que utiliza, referidas al "íntimo, al privado, al apolítico". La segunda tarea, positiva, consiste en desarrollar las implicaciones públicas y sociales del mensaje cristiano, propone una nueva relación entre teoría y praxis. Esto es posible porque las promesas escatológicas de la tradición bíblica, a saber: libertad, paz, justicia, reconciliación, no se refieren a un horizonte vacío, sino más bien público. De hecho, "la cruz de Jesús no está en el privatissimum de la esfera personal-individual, y menos aún en el sactissimum de la esfera puramente religiosa; ella está allá del umbral de esas dos esferas [...]. Ella está 'fuera', como lo formula la carta a los Hebreos [...]. El escándalo y la promesa de esta salvación son públicos". Metz, retomando el concepto de "reserva escatológica", Kásemann, lo concibe como relación crítico-dialéctica frente al presente histórico. Por eso, la teología política, más que una nueva disciplina o la politización de la teología, busca "que la palabra cristiana se torne una palabra socialmente eficaz", que, no solo ilumine las conciencias, sino más bien las transforme. En ese sentido, la tarea de la Iglesia es crítica y liberadora, y se expresa de distintos modos: en la defensa del individuo, en la crítica de las ideologías, en la movilización del poder crítico del amor, presente en el corazón de la fe (Metz, 1968, pp. 106, 110, 124).
Después de las discusiones provocadas por su propuesta de teología política, Metz elaboró un proyecto de teología política articulado alrededor de tres tareas:
Memoria, definida como "memoria passionis, mortis et resurrectionis Jesu Christi", que evoca la "memoria peligrosa, que acosa el presente y lo cuestiona, porque recuerda un futuro que aún no llegó", que posee potencial crítico, liberador y salvador.
Narración, que evoca el carácter performativo de la teología, entendida como apología práctica de la esperanza.
Solidaridad, caracterizada por su carácter místico, pues nace de la fe como memoria y narración de la historia de Jesús, y político, pues es praxis en la historia y en la sociedad (Metz, 1979, pp. 192, 221; Gibellini, 2007, pp. 321-344; Mondin, 1997, pp. 700-715).
El mensaje en el método teológico
La preocupación con el destinatario, que marcó las corrientes teológicas que han tomado en serio el diálogo con la primera y la segunda modernidad, es una buena clave de lectura para entender el método teológico desde mediados del siglo XIX. Por supuesto, como será indicado en la última parte de este estudio, tal preocupación no concierne solo al polo del destinatario, sino también el del emisor. No se puede tampoco negar que el polo del mensaje, central en el quehacer teológico, también estuvo presente en esas corrientes; pero, como lo indica Gibellini, en su análisis de las corrientes marcadas por la afirmación de la identidad, el enfoque en el destinatario amenazaba esta afirmación. David Tracy, en su reflexión sobre los "clásicos cristianos", propone las categorías "manifestación" y "proclamación", que pueden ayudar a pensar la manera como el polo del mensaje fue revalorizado por las corrientes teológicas preocupadas con la identidad.
David Tracy considera candidatos a clásicos en el cristianismo "textos, acontecimientos, imágenes, rituales, símbolos y personas" reconocidos como revelación de algo valioso, que desvela la realidad y puede ser reconocido como verdad, por sorprender, desafiar y transformar lo que es convencional, expandiendo el sentido de lo posible. En tales candidatos a clásicos, sostiene, están puestas las cuestiones más agudas de la existencia, captadas como acontecimiento de desvelamiento, expresión del "límite de", del "horizonte para" y del "fundamento para" de la realidad. En el cristianismo, los clásicos pueden, por un lado, evocar un acontecimiento vivido como manifestación de lo sagrado o de lo santo, captado como fascinante, pues suscita "temor y temblor", siendo traducido por la tradición cristiana, sobre todo católica y ortodoxa, bajo la rúbrica del sacramento. Por otro lado, lo sagrado y lo santo se expresan a través de la "proclamación" de la palabra profética, que también provoca "temor y temblor", pues denuncia el pecado y llama a la conversión, siendo traducidos por la tradición cristiana, protestante, sobre todo, bajo la centralidad de la Palabra (Tracy, 2006, pp. 153, 221, 241, 249, 267).
Las corrientes teológicas que buscaran asegurar la centralidad del mensaje en el quehacer teológico, identificadas por Gibellini como teologías de la identidad, pueden seguramente ser reagrupadas alrededor de esas dos categorías a partir de las cuales Tracy piensa los "clásicos cristianos". De hecho, la teología dialéctica y la teología de la Palabra, elaboradas por Barth, en el mundo protestante, captan el mensaje como "proclamación", y la "trilogía" de Von Balthasar, en el mundo católico, lo ve como "manifestación".
La Carta a los Romanos, de 1922, es una de las reacciones de la corriente teológica conocida como teología dialéctica. El texto interviene después de la Primera Guerra Mundial como una denuncia de los desvíos de la teología protestante del siglo XIX, que, según su autor, parecían haber perdido el "centro" del quehacer teológico. Ningún camino, señala el teólogo suizo, conduce del ser humano a Dios: ni el de la experiencia religiosa (Schleiermacher), ni el de la historia (Troeltsch), ni tampoco el de la metafísica, solo el que Dios mismo ha recurrido: Jesucristo. La historia de la salvación es la crisis incesante de toda la historia. De hecho, el mundo humano está marcado por el pecado y la muerte, y se encuentra bajo el juicio divino, bajo su "no". Pero ese "no" es dialéctico, pues fue superado por el "sí" pronunciado por Dios en su Hijo. En ese sentido, la resurrección de Jesús es la irrupción del mundo nuevo en el mundo viejo de la carne. Ese "sí" toca tangencialmente a ese mundo viejo, muestra su limitación e inaugura el mundo nuevo. Lo que Pablo anuncia a los romanos no tiene nada que ver con el lodo de la experiencia religiosa. Es milagro, salto en el vacío, espacio abierto para la gracia divina. Solo la justificación, dada por la fe, en tanto fidelidad al Dios de la promesa, abre al ser humano el ingreso en el espacio del "sí" divino que es su Hijo (Barth, 1962, p. 6). El énfasis en el "no", dirigido a todo intento de encontrar en el destinatario o en el emisor un camino para Dios, es seguido por un largo desarrollo en el cual predomina el "sí" de Dios a ese mismo destinatario y emisor, como lo atestigua la obra Dogmática eclesial, centrada en una teología de la Palabra, eliminando "todos los elementos de filosofía existencial" utilizados por la teología protestante del siglo XIX. La doctrina de la palabra de Dios es, según Barth, el criterio de la dogmática. Él capta la Palabra divina bajo tres formas: la palabra predicada de la Iglesia, que, a su vez, remite a la palabra escrita del testigo bíblico, que tiene como fundamento la revelación de Dios realizada en Cristo. Palabra de Dios, Dios, creación, reconciliación, redención final constituyen los temas de los cinco volúmenes de su obra (Gibellini, 2007, pp. 9-29; Mondin, 1997, pp. 348-358).
Greisch, en el segundo volumen de su obra sobre la filosofía de la religión, reúne, bajo el paradigma fenomenológico, las investigaciones sobre la religión de Husserl, Otto, Scheller, Eliade, Heiler, Wach, Van der Leeuw, Lévinas, Chrétien, Lacoste, Marion, y bajo el paradigma analítico, las contribuciones de Wittgenstein y James (Greisch, 2002b). El elemento común de ese conjunto de autores, según él, es el carácter de "exceso" presente en lo sagrado o en el misterio, que, como lo indica Tracy, es visto como "manifestación". Esa es la perspectiva que parece caracterizar el conjunto de la obra de Von Balthasar, bien testimoniada, sobre todo, en los tomos de la trilogía Gloria: una estética teológica, Teodramática, Teológica, basados, respectivamente, en los tres transcendentales del ser: belleza, bondad y verdad.
El proyecto inicial de Von Balthasar era integrar la perspectiva lógica (que busca la verdad) y la perspectiva ética (que acentúa la bondad), ampliamente testimoniadas en la historia de la teología, con la perspectiva estética (que se interesa por la belleza). Sin embargo, a lo largo de su carrera, abordó y articuló las tres. Comenzando por la estética, en la obra Gloria, el teólogo suizo afirma que ella se interesa por el sí mismo de la revelación, por su propio objeto, en la forma que adquiere al irradiar una belleza que es en sí misma perceptible y atractiva. Es decir, el criterio no es cultural o extra-teológico, sino más bien teológico. Es la percepción de la verdad de la revelación vista como forma. De hecho, antes de toda interpretación, existe la percepción (la capacidad de acoger lo verdadero), que busca siempre captar la totalidad. En su dimensión subjetiva, la fe cristiana es percepción y visión de la forma, tal cual aparece en la figura histórica del Cristo, como Verbo de Dios hecho hombre, revelación de la gloria divina. La forma del Cristo, mediada por las Escrituras y la Iglesia, genera la evidencia subjetiva de la fe como encantadora, haciendo vibrar todo el ser y operando una afinidad con Dios. Esta evidencia subjetiva de la fe es determinada por la evidencia objetiva de la figura histórica de Cristo. "Su concordancia interna", proporción y harmonía entre el divino y el humano, "la eleva no solo a arquetipo de todo comportamiento religioso y ético, contemplativo y activo, sino también a arquetipo del bello". Este bello es revelación, belleza divina que se manifiesta en el humano y belleza humana encontrada en Dios y solo en él. La forma de Cristo, tal cual es mediada por la Escritura y la Iglesia, es "obra artística de Dios", "exégesis de Dios", su epifanía y auto-evidencia objetiva, que genera la evidencia subjetiva de la fe como un "dejarse tomar", que hace vibrar todo el ser y realiza una "afinación" con Dios (Von Balthasar, 1969, pp. 236, 447). En el Logos encarnado, crucificado y resucitado, se revela la gloria divina en su plenitud. Pero esa revelación, observa el autor de la trilogía, en la Dramática, no es solo para contemplar, pues es el actuar de Dios en el mundo, y solo es comprendida si se despliega en el actuar de quien la percibe y conoce. Se puede identificar la articulación entre la "visión", de la estética, y el "actuar", que a ella se asocia. De hecho, la revelación de lo bello se traduce en el bien de la acción. Se trata, entonces, de "pasar de la estética de la forma a la dramática de la libertad dialógica". La centralidad de Cristo en la forma y en la acción incluye, entonces, cada vida humana en la misión universal de Cristo. La identidad entre su persona y su misión indica el carácter dramático de la acción crística en el "teatro" del mundo. La última parte de la trilogía, la Teológica, se articula con las precedentes a través de la reflexión sobre el verdadero. Tratase de mostrar como la infinita verdad de Dios y de su Logos es adaptada a significar el vacío de la lógica humana (Gibellini, 2007, pp. 253-270; Mondin, 1997, pp. 544-558).
El emisor en el método teológico
Los primeros teólogos que han tematizado, en el contexto del giro del sujeto, la necesidad de una mediación entre teología y cultura moderna, fueron Schleiermacher y Troeltsch. Tal mediación, según ellos, debía respetar la autonomía de las dos partes y desarrollar una interacción auténticamente recíproca entre ellas (Dumas, 2004, p. 72). Como se puede percibir de los análisis hechos, todos los métodos teológicos desarrollados en la modernidad buscaron dar cuenta del mensaje (contenido/teología), del interlocutor (cultura/ sujeto) y de la correlación entre ellos (emisor/nueva interpretación), aunque, en general, privilegien uno de ellos. Esta observación es importante, porque, al analizar las corrientes que han dado primacía al emisor, no se puede ignorar que ellas también han buscado abordar los otros dos polos.
La insistencia en un retorno al centro, o a lo más genuino de las "fuentes" de la revelación y de la experiencia de fe, es decir, la "proclamación" del kerigma o la "manifestación" de la "forma" crística, que provoca la adhesión del creyente, presente tanto en Barth como en Von Balthasar, ha adquirido cierta visibilidad en las últimas décadas, o en grupos neotradicionalistas y fundamentalistas, que rechazan las "luces de la razón" iluminista, o en grupos con dificultades de situarse en una cultura "líquida", pluralista y disolvente de las identidades, o en el "retorno" de lo sagrado "salvaje", difuso en las sociedades seculares, o de su recomposición, omnipresente en las sociedades aún religiosas.
El tercer elemento del método teológico, determinado por el polo del emisor, tiene, en parte, mucho que ver con lo que se dice hasta ahora del polo del destinatario. Hay una circularidad entre los dos polos, pues el emisor, para ser entendido, tiene que hablar la "lengua" de su destinatario, y este no es solo un interlocutor pasivo, sino más bien un sujeto vivo, que establece una conversación con quien elabora el discurso teológico, ya sea real, ya sea en el interior del teólogo/a. Según Tracy (2006), cada teólogo/a tiene en mente, en su quehacer teológico, tres "públicos": la academia, a través la teología fundamental; la Iglesia, a través la teología sistemática; la sociedad, a través la teología práctica. Si el destinatario no es bien comprendido, el emisor no logrará comunicarse con él. De hecho, en el emisor, se da la primera correlación entre mensaje y destinatario. Su tarea es hacer dialogar esos dos polos, y para eso lo que capta del destinatario es de capital importancia para la interpretación que propone del mensaje, para que este, en efecto, sea experimentado como salvación, gracia, plenitud de sentido, vida nueva.
En su relectura de las corrientes teológicas del siglo XX, Gibellini (2007, pp. 573-633) reunió, bajo el movimiento de la globalización, el proceso que intenta tornar el mensaje accesible, significante y relevante en cada cultura y situación, indicando algunas características de las teologías contextuales, como las del tercer mundo, las africanas, las asiáticas, las ecuménicas, las que se interesan por la diferencia (género, etnia, religión), las ecológicas, las enfocadas en el sujeto vulnerable posmoderno. De su parte, Greisch (2004) presenta, en el tercero tomo de su historia de la filosofía de la religión, los principales filósofos de las corrientes hermenéuticas, con un análisis importante de la reflexión de Heidegger, Gadamer y Ricoeur. El elemento común a esos dos intentos de reagrupamiento de corrientes distintas en un modelo es, sin duda, el darse cuenta del "prejuicio" o del "interés" del emisor. En casi toda la época moderna, había como que una interdicción con relación a lo que "piensa", "siente" o "cree" el investigador. La "puesta entre paréntesis", con la cual Descartes inaugura su Discurso del método, y la exigencia de la "epoché", impuesta por Husserl a los que practican el método fenomenológico, son bien representativas de esta perspectiva. El rescate del "interés" y del "prejuicio" es, en gran parte, resultado de las nuevas orientaciones de la filosofía hermenéutica a lo largo del siglo XX. Heidegger ha sido importante en este proceso, como también Gadamer y Ricoeur, ampliamente analizados por Greisch en su obra. Habermas, desde otra perspectiva, sistematizó esa cuestión en su obra Conocimiento e interés. Gibellini, quien en la primera edición de su obra había presentado los principales representantes de la corriente de la teología "hermenéutica", retomando los aportes de Schleiermacher, Bultmann, Fuchs y Ebeling, retoma, en el apéndice de la reedición de su obra, las contribuciones de Geffré y Tracy. Las perspectivas de esos dos grupos de autores son todavía diversas. Mientras los del primer grupo buscan entender el texto a ser interpretado en su contexto, preguntándose por la intención del autor, el proceso de elaboración del texto, las influencias recibidas, etc., los del segundo grupo ponen el énfasis en el lector y en el contexto desde el cual lee el texto. La teología latinoamericana en sus comienzos adoptaba la categoría de "lugar" al revés que la de lector, lo entendía como "lugar de habla", que, desde el mundo de los pobres, solía ser distinto del lugar de otros contextos sociales, económicos, culturales y epistémicos.
Ese desplazamiento es importante para pensar la cuestión del emisor en los métodos propios de las corrientes que se puede incluir en este polo. Aunque la teología siempre ha sido elaborada a partir de la situación del lector, el hecho de haberse servido del aparato conceptual griego en gran parte de su historia hizo que tal aparato fuera identificado como la única referencia en la construcción de su epistemología. Sin embargo, como lo atestiguan las distintas tradiciones literarias del Nuevo Testamento, las tendencias teológicas de la patrística (alejandrina y antioquena), las escuelas medievales de los victorianos, dominicos y franciscanos, las diferencias teológicas entre ortodoxos, protestantes y católicos, el "lector" deja siempre sus "huellas" en el acto de interpretar y transmitir el mensaje. La teología de la liberación, al valorar el "lugar" de habla y de elaboración del discurso teológico, muestra el carácter contextual de toda teología, lo que significa justamente tomar en serio el lugar del lector. Las teologías del tercer mundo, las teologías africanas y asiáticas, el actual pluralismo posmoderno y su insistencia en las pequeñas narrativas, las teologías que enfatizan la diferencia: de género, étnica (indígena, afrodescendiente), religiosa, etc., toman todas en cuenta el "interés" o "prejuicio" del emisor, que, a su vez, ofrece una interpretación del mensaje que "hable" a su destinatario, ampliando el significado y la relevancia del mismo mensaje. De ahí surge un pluralismo de lecturas del mismo mensaje, que, a pesar de siempre haber existido, gana una amplitud mucho mayor, levantando, en algunos casos, "conflictos de interpretación". Las experiencias del diálogo ecuménico e interreligioso ya habían ofrecido pistas para una escucha que promueva el reconocimiento de la singularidad de cada tradición eclesial y religiosa. Los aprendizajes que de ahí surgieran pueden ayudar a los discursos plurales y contextuales actuales a una búsqueda más "sinfónica" de la verdad cristiana, y así evitar los conflictos que muchas veces surgen de esos diferentes "lugares de habla" del emisor.
Cada "lugar de habla", es decir, el "interés" de cada lector/emisor, al mismo tiempo que está sometido al mensaje, polo central de todo quehacer teológico, es dirigido a un destinatario. La diversificación del emisor, determinada también por la fragmentación del destinatario, lleva a la producción de discursos plurales y, muchas veces, fragmentados. Esta es la situación del actual panorama teológico en la tercera década el siglo XXI. Al identificarlo como movimiento de globalización, Gibellini indica un trazo típico de todos esos discursos: el enraizamiento en la particularidad y la pretensión a la universalidad. De hecho, las teologías contextuales, como indican el nombre, llevan a pensar que tratan de cuestiones relacionadas con una "temática" o un determinado "público" sin relevancia al conjunto de la teología. Pero esta no es la comprensión que poseen de sí mismas. No se puede negar, por un lado, que tratan de una "temática" o de un "público", como es el caso, por ejemplo, de la mujer, de los grupos lesbianas, gais, transexuales y bisexuales (LGTB+), de los indígenas, de los afrodescendientes, de los asiáticos, de los africanos, etc. Pero tal "temática" o "público" tiene algo que pueden compartir con el conjunto de la teología enriqueciéndola. Este ha sido el caso de la teología de la liberación, que hizo al conjunto de la teología descubrir la centralidad del pobre, del sufrimiento de los más vulnerables, de la solidaridad como constitutivos de toda reflexión sobre la fe. Lo mismo se puede decir de las teologías feministas, que, desde la mirada de la mujer, llaman a toda la teología a estar atenta a la manera en que habla de Dios, del ser humano, del mundo, evitando todo lenguaje machista, luchando contra el patriarcalismo, tan arraigado en la cultura y en las relaciones sociales, como también en las Iglesias. Por su vez, los grupos que reivindican la diversidad sexual, además de denunciar las injusticias y los prejuicios de los cuales son víctimas, indican pistas para la construcción de sociedades más tolerantes con las diversas formas de vivir la orientación sexual. También las teologías que valoran la cuestión étnica, como en América Latina, las teologías indias y afrodescendientes, no solo llaman la atención sobre el racismo y la injusticia que desde siglos afectan parcelas importantes del continente, sino que también apuntan a las contribuciones propias de esas poblaciones para pensar la diversidad cultural del continente y lo que ellas ofrecen para enriquecer la humanidad.
A esos temas contextuales con pretensión universal hay que añadir aún una cuestión que desde las últimas décadas del siglo XX ha interesado al emisor del discurso teológico: la cuestión del medio ambiente. Muchos teólogos han despertado a esa cuestión que, seguramente, es la más candente de la época presente. De muchas maneras, la ecología ha entrado en la preocupación del quehacer teológico, desde las que intentan reinterpretar los textos bíblicos considerados responsables de la relación predatoria que el ser humano tiene con la naturaleza, con las que buscan implicar a las comunidades de fe en la defensa de una visión más sostenible de las distintas colectividades. En los últimos años, de alguna manera relacionada con esta sensibilidad por el cuidado de la casa común, ha surgido una reflexión teológica sobre los demás seres vivos, en particular, los animales.
Dos cuestiones deberán, en los próximos años, también involucrar más al emisor en el quehacer teológico, pues implican el conjunto de la humanidad. La primera, relacionada con el desarrollo técnico-científico, es levantada por los avances en las investigaciones de la inteligencia artificial (IA), relacionadas con los debates sobre el transhumanismo y el poshumanismo. La segunda, al mismo tiempo epistemológica e ideológica, es levantada por los debates sobre el "pensamiento débil" o el "fin de las grandes narrativas", que implica el cuestionamiento de la verdad, seguida de los defensores de una presumida posverdad, con repercusiones ya en muchos debates políticos, que ha creado polarizaciones en las sociedades y aumentado los discursos de odio. El papa Francisco, en la encíclica Fratelli tutti, apunta el camino para la búsqueda de un "nosotros común", que se abre a todas las diferencias, reconociéndolas en su particularidad, acogiendo lo que aporta para la construcción de una civilización de la paz.
Conclusiones
Este somero análisis sobre los distintos "movimientos" y "paradigmas" a partir de los cuales se hizo teología entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, tomando como referencia los tres polos esenciales de todo método teológico, a saber: el destinatario, el mensaje y el emisor, es, sin duda, panorámico. Seguramente, para una mejor comprensión de cómo esos polos se interrelacionan, habría que escoger uno de los métodos y estudiarlo a fondo. Eso es lo que hicieron varios teólogos, explicitando mejor la epistemología teológica en el contexto moderno. Entre ellos, Lonergan fue uno de los más importantes, con su método transcendental, y los pasos en él implicados, a saber: investigación, interpretación, historia, dialéctica, fundamentos, doctrina y comunicación. Igualmente Tillich, como fue indicado, hizo suya la provocación de Schleiermacher, desarrollando el método de la correlación, que busca, a partir de los polos "preguntas existenciales" y "respuestas de la revelación", poner en diálogo, por un lado, las grandes cuestiones de la cultura moderna y, por otro, el mensaje cristiano. Lo siguió, enriqueciendo su método, Schillebeeckx, con la idea de la correlación mutuamente crítica entre el polo de la experiencia de los que buscan sentido para su existencia y el polo de la experiencia transmitido por los textos de la revelación. También Tracy correlaciona, por un lado, los "públicos" de la teología, a saber: la sociedad, la academia y la Iglesia, y por otro, los "clásicos" cristianos a través de los cuales Dios sigue aún hablando, ya sea como "manifestación", ya sea como "proclamación". En América Latina, el método ver, juzgar, actuar, ampliamente estudiado por Boff, ha buscado, a través de muchos saberes, captar de manera crítica la realidad (ver), confrontándola con la Palabra de Dios (juzgar), para que una acción salvífica vuelva de nuevo a darse en el hoy del fiel (actuar).
Los tres polos son indisociables. No se hace teología ignorando el destinatario. Tampoco sin la referencia "central" al mensaje, que es el hablar divino en cada tiempo y lugar, como oferta graciosa de salvación y vida en plenitud. Finalmente, no se pueden ignorar los "prejuicios" del "lector", teólogo/a, en la conversación que busca establecer entre el mensaje y el destinatario, a través de la sensibilidad de su "lugar de habla", que es siempre un lugar contextual, pues la salvación del Dios revelado en Cristo es siempre encarnada, es decir, siempre toma la carne del tiempo y del espacio en el que acontece.