Introducción
No se puede desconocer que la Segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Medellín1, tres años después del Concilio Vaticano II, acontece en un momento con características significativas que van a influir, no solo en la elaboración del Documento, sino en la historia y la constitución eclesial de la iglesia en el continente. Cabe señalar que, aunque algunos historiadores consideran muy pobre la contribución de los obispos latinoamericanos en este Concilio2, no se puede desconocer que, posterior a este, se empiezan a visibilizar las iglesias particulares del tercer mundo, en donde la Iglesia Latinoamericana y del Caribe adquiere un rol protagónico, al hacer un llamado para recuperar su identidad, desde la libertad y la creatividad que le son propias.
Retomar el documento de Medellín, medio siglo después, conduce a reconocer su fuerza profética, su dinamismo liberador y su ímpetu, al querer responder con prontitud y eficacia a los retos y desafíos que la realidad le plantea. Es verdad que Medellín es percibido como la concreción del Concilio Vaticano II, en la Iglesia Latinoamericana y del Caribe,3 pues confirma el paso de una iglesia tradicional ˗cuya preocupación se centraba en el individuo, lo espiritual y lo eterno˗, a una iglesia evangelizadora ˗que trae implícita en sí la acción de Dios en lo social, material y temporal˗. Ahora emerge la preocupación por una salvación que se va construyendo, en el aquí y el ahora de la historia, en la promoción integral y la construcción de comunidades.
En Medellín se hizo patente la crisis de la cristiandad4 latinoamericana: se era cristiano por nacimiento más no por conversión. El ritmo rutinario del mundo religioso y su institucionalización en el orden de lo temporal se acentuaba en muchos casos, estrecha e indiferenciadamente, accediendo a un tipo de legitimización que no establecía límites ni fronteras entre iglesia y estado, entre lo propio de la comunidad eclesial y lo concerniente al imperio. Así, la cristiandad, «al convertirse por una especie de anticipación del reino de Dios escatológico en sociedad cristiana, se transforma en una ideología solidaria y defensora del régimen establecido»5.
Es cierto que la identidad característica de su ser y quehacer, propios de la Iglesia Latinoamericana, son resultado del Concilio Vaticano II, de esa fuerza de cambio, de creatividad en su misión y sus opciones. Aun así, no es menos veraz, la dinámica de conversión y revitalización plasmada en Medellín pues allí, en vez de interrogarse por la necesidad de la iglesia en el mundo, como lo hacía la Iglesia de Europa, surge la preocupación de cómo responder a lo que el pueblo espera, con respecto al sentido de su misión; la iglesia no es para sí misma, es para los demás. Su servicio a los miserables y pobres del continente, se elevaba, en aquel entonces, en medio de un imperativo al que urgía responder.
Medellín, al apostar por una teología que se hace a partir de lo primario, opta por el ser humano, concreto y total; encuentra su inspiración en Jesús de Nazaret, movido a la misericordia. Como él, estamos invitados, -mejor aún, exigidos-, a optar por los empobrecidos de nuestro tiempo si, en verdad, así como él, estamos en una comunión plena con Dios Padre. Esa opción, fruto de la conciencia cristiana, exige comprensiones complejas que requieren el concurso de las ciencias sociales y humanas, asimismo, de acciones sistemáticas que permitan transformar la realidad en sus diferentes dimensiones: religiosa, cultural, política, económica y educativa, entre otras.
Para Medellín el momento histórico del continente era primordial; en la vida y en la historia es donde acontece la salvación de Dios. De ahí, que la misión de la iglesia es asumida como una evangelización que ha de testimoniarse con la acción de Dios en el mundo, haciendo realidad el desarrollo de los pueblos, el compromiso con los pobres, la promoción de la justicia y la construcción de la paz.
El contenido del documento final de Medellín, se convierte en testimonio de «un auténtico Pentecostés para la Iglesia de América Latina»6 que trazará el rumbo de su renovación. Por ende, la Iglesia latinoamerico-caribeña se recrea y se renueva a partir de este. Hoy, medio siglo después, aún se constata su actualidad, vigencia y mordiente profético. ¡Es verdad!, quedan muchos caminos por recorrer, compromisos y tareas eclesiales que no podemos ni debemos eludir, como una máxima exigencia entre nosotros y la esperanza de un naciente amanecer para la iglesia universal y la humanidad.
Medellín perdurará por siempre en la memoria, por el simple hecho de convertirse en aquel derrotero que ha animado otra manera de ser iglesia: pobre con los pobres, humanizante, liberadora y de comunidad7. Una cuyos movimientos y dinámicas le sitúan en salida, desde abajo y hacia afuera. Una iglesia que se ha fortalecido para asumir su rol de nazarena, samaritana y peregrina.
1. Lo heredado del Vaticano II
La iglesia ha sido creada para el mundo, se hace signo y sacramento al indicar el camino a la humanidad. Su credibilidad y fuerza testimonial, en la fe que profesa, se verifican en la calidad de sus respuestas a los problemas de la historia. No se trata de encasillar, encuadrar y hacer que la humanidad entre en la iglesia; es a la inversa, poner a la iglesia al servicio de la humanidad. Ese es el proyecto salvífico de Dios en nuestra historia porque, toda ella, es un acontecimiento de salvación y esperanza.
Por de pronto una de las primeras consecuencias que se pueden sacar de la existencia de una sola historia salvífica para todos los seres humanos es ya evidente: la explícita afirmación de la posibilidad de la salvación fuera de la Iglesia. Para todo hombre, antes de la Iglesia y fuera de la Iglesia, está abierta la salvación. El aparente y primer sentido literal del clásico axioma «extra ecclesiam nulla salus» difícilmente se puede defender hoy8.
Ser cristiano es un compromiso de responsabilidad al servicio de los otros. La iglesia sale de sí hacia afuera, hacia el otro y hacia el mundo, en actitud de acogida y ayuda, de entrega y donación.
Esta exigencia no es solo del Concilio. Medellín va por el mismo camino a nivel de exigencia: pretende que la Iglesia sea el fermento de una nueva sociedad más justa y fraterna. La pregunta que brota enseguida es si no se le está pidiendo demasiado al pueblo de Dios. ¿Se puede esperar «que quienes habían procurado en la Iglesia hasta ahora, para sí o para los otros, una salvación extraterrena o una protección mágica, lo pusieran todo en segundo lugar para hacer de la fe un factor decisivo para hallar soluciones más humanas a los clamores de los pueblos oprimidos de América Latina?». He aquí la gran contradicción entre lo que la Iglesia es de verdad y lo que la hacemos ser en la práctica por un proceso de ideologización muy comprensible con las exigencias de la sociedad pero no del evangelio. Por eso, al enfrentarnos con el problema de minoría-masas en la Iglesia nos enfrentamos a uno de los grandes retos desideologizadores que tiene que desempeñar una teología que pretenda ser liberadora9.
El cambio de época de la iglesia latinoamericana y caribeña está enmarcado por el Concilio Vaticano II. Medellín es su mayor expresión de acogida, aceptación y reconocimiento; refleja el paso de una mentalidad de cristiandad a una fe que es fruto de la conversión personal; de la iglesia templo como lugar de culto a la iglesia pueblo de Dios, comunidad de comunidades. Iglesia somos todos, las minorías proféticas y las mayorías pobres del Continente, necesitadas siempre de una evangelización verdadera.
Encontramos, posteriormente, años después, gracias a Medellín, las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs)10; pueblo sujeto y protagonista de su historia cristiana, fermento y levadura para la sociedad. Las CEBs nacieron como una expresión genuina del concepto «Iglesia de los pobres», el cual también explicita su solidaridad con los pobres, como sujetos históricos, y su proceso liberador como una acción de Dios. En otras palabras, las CEBs son una forma de iglesia que es sacramento histórico de salvación y, por tanto, se torna real en rostros concretos, en aquellos en los que se reconoce a Jesús de Nazareth. Este «hacerse realidad» solo es posible a través de formas ministeriales que, aunque no desconocen los ministerios ordenados, sí los redimensionan y abren espacio a otros que hacen de la iglesia un organismo vivo, audaz y vinculante.
Medellín, desde hace 50 años, quiere responder al clamor de América Latina y el Caribe, en la búsqueda de una mejor condición de vida, al trabajar a favor de la dignidad del ser humano, al afrontar la miseria generalizada y contribuir con un cambio en el entramado injusto de las lapidarias estructuras sociales. La mirada al pecado que se hace estructural y social, va en contravía del proyecto de Dios, es una realidad permanente que bloquea y obstaculiza el plan divino.
Medellín es la aspiración a una vida mejor, a una existencia mucho más digna y en comunidad, más humana, bajo el ferviente deseo de concientizar, organizar y formar a ese pueblo -ahora en su mayoría pobre- como un protagonista del cambio social.
2. Iglesia Semper reformanda
Hoy, medio siglo después, el camino por recorrer no es menos arduo. No se puede perder el espíritu de quiebre con el statu quo de cambio y de reforma a la que se está llamado para afrontar la crisis eclesial que se evidencia. Retomar a Medellín e ir avante es actualizar aquellos brotes de primavera, después de un largo período invernal eclesial.
Se ha de emprender con ánimo la renovación de la iglesia a la que el Concilio Vaticano II convocó. La evidente crisis eclesial está exigiendo no solo un cambio de las estructuras institucionales sino también una actualización de la fundamentación teológica. Por ende, estamos llamados a realizar una reforma continua11.
Desde América Latina y el Caribe se ha de responder a esta situación de malestar, por ello:
La crisis eclesial actual debe situarse dentro del contexto más amplio de los profundos cambios socioculturales de nuestro tiempo. La Iglesia, que el Vaticano II, después de siglos de rechazo, se abrió tímidamente a la Modernidad, se encuentra hoy desconcertada ante los avances de la técnica, de la globalización y de la nueva mentalidad posmoderna. En primer lugar, la toma de conciencia del pluralismo religioso y de la posibilidad de salvación fuera de la Iglesia, ya afirmada por el Vaticano II (NA 1; LG 16; AG 9; GS 22) ha creado una problemática nueva sobre el valor salvífico de las religiones no cristianas, de sus fundadores y de sus escrituras, sobre el concepto y sentido de la evangelización, sobre la necesidad del diálogo interreligioso, etc. Todo esto cuestiona y parece relativizar el sentido de la unicidad y centralidad de Cristo, de la necesidad y función de la Iglesia en la historia de salvación, su misión evangelizadora. Este es el punto más candente, el ojo del huracán de la teología actual, que parece desplazarse deAmérica Latina a Asia, de la liberación al diálogo interreligioso12.
Para hacer plausible esta reforma se precisa de una conversión. Una iglesia pecadora13 necesita convertirse. Esto significa volver al Jesús del Evangelio, volver al Dios de Jesucristo. Para ello se ha de recuperar, entonces, la experiencia profunda de fe en el misterio divino, una experiencia que conduce a la vivencia personal e inmediata de Dios; sin esta experiencia fundante no se puede acceder a la iglesia y mucho menos, realizar la reforma que tanto se anhela.
3. Iglesia de los pobres
La Iglesia de los pobres no es, propiamente, una invención de América Latina. Ya el papa Juan XXIII, al convocar en el año 1959 al Concilio Vaticano II, lo expresó claramente. Igualmente, esta expresión fue usada en muchos círculos, durante el tiempo del Concilio.
Medellín no usa esta denominación de la Iglesia, y habla más bien de la pobreza de la Iglesia, de una Iglesia pobre y comienza a hablar con claridad de una predilección y priorización de los pobres. Puebla en el no. 263 se acerca al contenido de lo que esta expresión de Iglesia de los pobres quiere decir cuando habla la aceptación positiva del concepto de «Iglesia Popular»: «Iglesia que busca encarnarse en medios populares del Continente y que por lo mismo surge de la respuesta de fe que esos grupos dan al Señor», y que no se opone a la Iglesia jerárquica. Esta denominación de Iglesia de los pobres comenzó a ser muy usada en la etapa entre Medellín y Puebla evitando así las malas interpretaciones que podría darse a la expresión «Iglesia popular», aunque este uso no incluía normalmente una explicitación clara del contenido preciso que se daba a las palabras14.
El Concilio Vaticano II no va a tratar de manera directa la realidad de la iglesia de los pobres; igualmente, en el aula conciliar no se trabajará sobre la pobreza de la misma. Sin embargo, un hecho singular sí es muy significativo:
Pocos días antes de la clausura del Concilio, cerca de cuarenta padres conciliares, celebraron una eucaristía en las catacumbas de santa Domitila. Pidieron «ser fieles al espíritu de Jesús», y al terminar la celebración firmaron lo que llamaron «pacto de las catacumbas: una Iglesia servidora y pobre». Uno de los propulsores del pacto fue don Hélder Cámara.
El «pacto» era un desafío a los «hermanos en el episcopado» a llevar una «vida de pobreza» y a ser una Iglesia «servidora y pobre». Los signatarios -entre ellos muchos latinoamericanos, a los que se unieron otros- se comprometían a vivir en pobreza, a rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a colocar a los pobres en el centro de su ministerio pastoral. Es un texto singular que tendría un fuerte influjo en la teología de la liberación.15
La levadura y la semilla viene a recogerse en Medellín, lugar donde los obispos se preguntan por: sus pobrezas, las pobrezas de sus comunidades eclesiales, la pobreza y explotación de la gran mayoría de la población del continente latinoamericano y caribeño.
Medellín sitúa como núcleo de trabajo y preocupación una triada absoluta: la justicia, la paz y la pobreza. La conferencia reitera, una vez más, que la pobreza es el resultado de unas estructuras injustas e inequitativas. Mientras haya injusticia, no habrá paz. Estos tres términos dan lugar a un ciclo vicioso con resultados perversos y adversos sobre los más débiles. Sin duda, no ha habido acciones contundentes para responder a este ciclo. Sin embargo, en el corazón de Medellín se hacen visibles los pobres y su liberación.
La iglesia en América Latina y el Caribe, ciertamente, se puede identificar como una
«Iglesia de los pobres» y una «Iglesia liberadora»; en cuanto su misión, puede caracterizarse como «sacramento histórico de liberación»16.
Tal simiente está en Medellín:
El Episcopado latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales existentes en América Latina, que mantienen a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria.
Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte. «Nos estáis ahora escuchando en silencio, pero oímos el grito que sube de vuestro sufrimiento», ha dicho el Papa a los campesinos en Colombia17.
Aunque ya se hizo referencia a la expresión «La iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación», se hace imprescindible recordar el aporte del sacerdote jesuita Ignacio Ellacuría18.
Para Ellacuría el concepto de Iglesia de los pobres no solo es una correcta caracterización teológica de la Iglesia en América Latina, sino que para él el que la Iglesia sea una Iglesia de los pobres «expresa un elemento esencial de la constitución dogmática de la iglesia (Pueblo de Dios), descuidado en su conceptualización y sobre todo en su práctica pastoral». No se trata por tanto de una expresión de moda, o de una expresión que valga solo para el continente de pobres que es América Latina, y que también pudiera valer para África. Esto daría la impresión que responde meramente a una realidad sociológica, o a un momento coyuntural histórico o geográfico. Para nuestro autor la Iglesia de los pobres ni siquiera significa «una parte de la Iglesia» que es pobre o «que se dedica preferencialmente a los pobres», sino que significa «una nota constitutiva y configurativa de toda la Iglesia» y de todas las Iglesias, de tal manera que una Iglesia «o es de los pobres o deja de ser la Iglesia verdadera y santa querida por Dios». Esta configuración de Iglesia de los pobres ha encontrado una forma particular y propia de expresarse en las Comunidades Eclesiales de Base en las que se manifiesta claramente «lo que significaba para la fe misma y para la santidad de la Iglesia el compromiso preferencial con los pobres»19.
Las palabras del teólogo jesuita nos interpelan y nos hacer caer en cuenta que, desafortunadamente, la iglesia hubiese olvidado tal opción acomodándose en aquellos sectores y llevando a cabo aquellas acciones que le brindan seguridad. Hoy se han de recuperar estos impulsos de Medellín y volver al Jesús del Evangelio porque allí está el origen del pueblo de Dios y de la iglesia de los pobres.
Es claro que Medellín debe ser historizado, y así ocurre en buena medida en América Latina. Quienes hoy se inspiran en Medellín comprenden al «pobre» de manera más abarcadora que antes, aunque eso no garantiza de por sí que opten por el pobre con mayor hondura existencial. Para evitar una concentración unilateralmente económica, Gustavo Gutiérrez habla de «los insignificantes». Nosotros hemos escrito que pobres son «los que no dan la vida por supuesto», y, dialécticamente, «los que tienen a (casi) todos los poderes en su contra». Hoy los pobres también irrumpen como «excluidos», «indígenas y afroamericanos», «emigrantes e ilegales», y cada vez más como «mujeres y niños». Irrumpe también la «madre tierra», cuya muerte ecológica lleva a la muerte histórica de sus hijos. Y lo mismo hay que decir de «liberación». No hay porqué repetir rutinariamente el imaginario de «revolución» -nosotros solemos insistir en «humanización»-, pero sin ignorar la estructura liberadora (erradicar pecado) y redentora (cargando con él) que irrumpió. Y hay que mantener que el «Dios» que irrumpe sigue siendo el de Jesús, aunque hoy con cercanía más explícita al Dios de otras religiones20.
4. Iglesia comunidad de comunidades
Según la voluntad de Dios los hombres deben santificarse y salvarse no individualmente, sino constituidos en comunidad. Esta comunidad es convocada y congregada en primer lugar por el anuncio de la Palabra del Dios vivo. Sin embargo, «no se edifica ninguna comunidad cristiana si ella no tiene por raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía», «mediante la cual la Iglesia continuamente vive y crece»21.
La iglesia es portadora del Reino de Dios, por su vocación y carisma, a imagen de la Trinidad; la iglesia está llamada a crear, generar y construir comunidad. Quienes constituyen la iglesia han de contribuir con la edificación de la comunión de los creyentes.
La Conferencia de Medellín (Colombia, 1968), llama a la solidaridad de toda la Iglesia con el pueblo pobre y marginado, anima la misión evangelizadora y liberadora de la misma Iglesia, y promueve, una pastoral de conjunto a partir de las comunidades de base, en la perspectiva de una eclesiología de comunión. Inspirándose en el Concilio, y recogiendo las experiencias ya encaminadas en varias regiones del continente. Medellín afirma más concretamente que: «la vivencia de comunión a que ha sido llamado debe encontrarla el cristiano en su comunidad de base»; que «la comunidad cristiana de base es el primero y fundamental núcleo eclesial», y anima a que «los miembros de esas comunidades (…) ejerciten las funciones que Dios les ha confiado -sacerdotal, profética y real- y hagan así de su comunidad un signo de la presencia de Dios en el mundo». (Celam, «Medellín. Conclusiones». Pastoral de conjunto, nn. 10-11)22.
En la formación de las comunidades, en América Latina y el Caribe, no se pueden desconocer ni el camino ni la experiencia recorrida. La eclesiología de comunión, a partir de la vivencia originaria de las primeras comunidades cristianas, busca apostar por un proyecto de fraternidad de Jesús, queriendo así hacer factible la unidad e igualdad. Las comunidades eclesiales de base van a encontrar en Medellín su impulso inspirador que aún está presente hoy; a pesar de aquellos tiempos y lugares donde fueron perseguidas y exterminadas.
La vivencia de comunión a que ha sido llamado, debe encontrarla el cristiano en su comunidad de base: es decir, una comunidad local o ambiental, que corresponda a la realidad de un grupo homogéneo y que tenga una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros. Por consiguiente, el esfuerzo pastoral de la Iglesia debe estar orientada a la transformación de esas comunidades en «familia de Dios», comenzando por hacerse presente en ellas como fermento mediante un núcleo, aunque sea pequeño, que constituya una comunidad de fe, de esperanza y de caridad. La comunidad cristiana de base es así el primero y fundamental núcleo eclesial que debe, en su propio nivel, responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe, como también del culto que es su expresión. Ella es, pues, célula inicial de estructuración eclesial, y foco de la evangelización y actualmente factor primordial de la promoción humana y desarrollo23.
Hoy, un sector de la iglesia latinoamerico-caribeña sigue invirtiendo todo su esfuerzo en concretizar la vivencia en comunidad. Desde Medellín, la vida parroquial está llamada a ello: «Esta visión nos lleva a hacer de la parroquia un conjunto pastoral vivificador y unificador de las comunidades de base»24. Ahora bien, en continuidad con el proceso que se ha venido realizando, sigue siendo prioritario para la iglesia su conformación como una comunidad de comunidades25.
5. Iglesia en salida26
El sentido de camino, movimiento, peregrinación se pone en evidencia para la iglesia, en Medellín, al introducir una iglesia liberadora de cuño exodal. Se enfatiza en la respuesta que se ha de dar a la situación de injusticia y pobreza de la gran mayoría del pueblo latinoamericano y caribeño. Se insiste en la necesidad de actuar, misericordiosamente, a favor de la justicia; inclinarnos ante aquellos que son víctima de la opresión y explotación; ante los enfermos, los heridos, los miserables; ante aquellos privados de su dignidad. Una iglesia capaz de convertir en propio su dolor y sufrimiento, su miseria y enfermedad, se hace dueña de su grito de auxilio.
La II Conferencia de Medellín (1968), convocada por Pablo VI después del Vaticano para que el Concilio se extendiera al mundo no europeo, presenta una eclesiología liberadora, centrada en el éxodo. Su método consiste en partir de la realidad, para iluminarla con la Palabra y así proyectar una acción pastoral encarnada. Medellín parte de la realidad de pobreza e injusticia que sufren los pueblos de América Latina, afirma que a la luz de la revelación esta situación es pecado, e impulsa una lucha en busca de estructuras más justas. (…) Medellín se ha constituido en el test y punto de referencia obligado para discernir el caminar de la Iglesia latinoamericana a través de los años siguientes27.
Testimoniar nuestra fe como iglesia en salida es dar cuenta del Dios en quien creemos, de un Dios misericordioso que nos hace compromiso de misericordia. Una iglesia en salida es una iglesia Nazarena28 que asume la responsabilidad de impregnar al mundo de misericordia. Obrar como discípulos misioneros de Jesucristo es obrar como discípulos misioneros de misericordia; hemos sido enviados a proclamar la ternura de Dios, por tanto, somos una iglesia samaritana29.
Una iglesia en salida es iglesia samaritana. Esto significa que la acción propia de la iglesia es salir de sí al cuidado de los otros. Se trata de la ocupación propia por las realidades de injusticia que viven la mayoría del pueblo latinoamericano y caribeño a cuyo clamor se ha de responder. Se ha de volcar la acción a favor del prójimo para liberarle de su sufrimiento; compromiso de testimonio y servicio que nos hace salir de nosotros mismos de manera personal y colectiva para levantar y sostener, proteger y cuidar a los miembros de la comunidad eclesial.
Una sincera conversión ha de cambiar la mentalidad individualista en otra de sentido social y preocupación por el bien común. La educación de la niñez y de la juventud en todos los niveles, empezando por el hogar, debe incluir este aspecto fundamental de la vida cristiana.
Se traduce este sentido de amor al prójimo, cuando se estudia y se trabaja ante todo como una preparación o realización de un servicio a la comunidad; cuando se dispone orgánicamente la economía y el poder en servicio de la comunidad30.
Se ha venido trabajando en una Iglesia que llegue a los más débiles, pobres, desfavorecidos y marginados de la sociedad. Para ello se ha de emprender la marcha de salir de los sitios de bienestar, de las comodidades y status a los que como iglesia nos hemos acostumbrado. Poder llegar a las periferias existenciales y geográficas implica en primer lugar, salir de nosotros mismos, ponernos en camino y emprender el trayecto hacia los que necesitan y esperan nuestra acción a favor de su servicio.
Ser iglesia en salida es obrar como iglesia samaritana. Nos conduce a actuar, en consecuencia, con el amor misericordioso y compasivo de quien escucha los clamores de un pueblo en busca de auxilio. Una iglesia cuya acción pastoral es, ante todo, manifestación de la ternura de Dios que se hace realidad desde la protección y defensa de la vida, desde el apoyo y el sostenimiento de todo compromiso que hace realidad la verdad y la justicia, la paz y la unidad, la liberación y el perdón.
A manera de conclusión: Medellín en el origen de nuestra Iglesia actual
Dado el recorrido que hemos realizado, no se puede negar el influjo de Medellín en la realidad de la Iglesia latinoamericana y caribeña que hoy tenemos. La influencia y marca del Vaticano II es clara, la vuelta a retomar la Palabra de Dios, hacer de la Sagrada Escritura, fuente y luz que ilumine el caminar eclesial; la importancia del magisterio que acentúa la autoridad y liderazgo del pastoreo y la acción del hombre, varón-mujer, en la sociedad y en el mundo son derroteros que se dejarán ver y sentir en el caminar de la construcción eclesial.
Medio siglo después, se puede constatar la fuerza profética del Documento de Medellín, el cual conserva la energía propia del fuego que no se extingue desde la inspiración y seducción del Evangelio. La marcha realizada en estos 50 años no ha sido uniforme por todos los que integran la Iglesia, los impedimentos como las realizaciones de los trazos dados por Medellín dejan ver el claro-oscuro del camino andado, así como las luces y sombras en estos cincuenta años de marcha.
Queda en el peregrinar, que se ha tenido, la constatación de una Iglesia que ha puesto su ver y escuchar en los pobres, un sentir de manera particular cómo los pobres le hablan de Dios, ese es un signo de los tiempos que la Iglesia de América Latina y el Caribe no podrá dejar pasar, sino que se convierte en tema referencial, mediación propia de discernimiento y opción preferencial en toda praxis eclesial.
Medellín será clave en el desarrollo de la eclesiología latinoamericana, gracias a una recepción creativa del Vaticano II. Medellín se preparó con tiempo a través de encuentros con muchos cristianos comprometidos en el cambio social. Saltaba a la vista la explotación de las clases populares, la pobreza de los campesinos y de los cinturones periféricos de las ciudades. Estas situaciones y los estudios sociales sobre la dependencia de las grandes potencias hicieron abrir los ojos a los pastores y tomar conciencia de la gravedad e injusticia de la situación social31.
Desde la realidad histórica del continente se empieza a vivir un deseo de conversión, cambio y compromiso que transformará la realidad de opresión y explotación de vivencias de pobreza e injusticias que se evidenciaban a lo largo y ancho de Latinoamérica y el Caribe. La búsqueda por trabajar en el servicio a la fe y la promoción de la justicia hace que la Iglesia se coloque en una dinámica de éxodo en hacer que la liberación, del estado de muerte, esclavitud y desunión, fuera posible.
Los temas eje de Medellín fueron los pobres y la justicia, el amor al hermano, la paz en una situación de violencia institucionalizada, la unidad de la historia y la dimensión política de la fe. Mientras que el Vaticano II en Lumen Gentium, al hablar del pueblo de Dios, no citaba el Éxodo, los documentos finales de Medellín, ya en su introducción, comparan la liberación del pueblo israelita de Egipto con el paso salvífico de Dios ahora en América Latina, cuando el pueblo pasa de condiciones de vida menos humana a condiciones más humanas. Los obispos no quedan indiferentes ante las tremendas injusticias sociales que sufre el pueblo, que vive en una pobreza en muchos casos cercana a la miseria inhumana32.
No se puede negar el trabajo que desde Medellín se ha venido realizando por la búsqueda de la paz33, la justicia y la libertad de nuestra Amerindia, el trabajo por contrarrestar la violencia34, defender los derechos y dignidad de los indefensos, así como por erradicar todo tipo de odio, rencor y venganza de los corazones que por tanto tiempo han estado a merced de la injusticia y explotación.
La conformación de comunidades eclesiales de base, surgidas de la realidad misma de nuestros pueblos marcados por la pobreza social y eclesial, viene a ser un hito en toda América Latina y el Caribe. Su semilla y fuerza perduran en el tejido de la estructura eclesial que, más allá de la institucionalidad, hacen posibles verdaderas y auténticas comunidades evangélicas, de protagonismo laical35, en las cuales se evidencia el compartir la vida en la comunión y participación, la solidaridad y el compromiso, la celebración y la fiesta.
Medellín viene a mostrar el rostro de una jerarquía que se preocupa por el buen vivir de su pueblo, el interés por el rebaño y particularmente por las ovejas más necesitadas, heridas y olvidadas, lleva a dar una mirada a la autoridad desde el ejercicio de la entrega evangélica, el compromiso por la justicia y los pobres, vidas al servicio de los hermanos y hermanas hasta sus últimas consecuencias, el martirio36.
Medellín es testimonio de que:
Donde el Espíritu ha aparecido más claramente ha sido en el polo profético de la Iglesia y de la sociedad, en los movimientos populares y revolucionarios, en los movimientos de reforma de la Iglesia, en los movimientos espirituales y en los diferentes ciclos de la vida religiosa, en las nuevas corrientes teológicas y espirituales. Se confirma de nuevo que el Espíritu actúa preferentemente desde abajo, desde la base social y eclesial, que busca la renovación de la Iglesia y de la sociedad en la línea del proyecto del reino37.
No se puede negar que la II Conferencia del Episcopado latinoamericano y del Caribe- Medellín es un hito en la historia eclesial, su dinámica vivida y el documento producido son un aporte significativo en la construcción de la Iglesia de nuestros pueblos. Una Iglesia de los pobres y para los pobres; una Iglesia liberadora, comunidad de comunidades; una Iglesia en salida, samaritana y misericordiosa ha transformado el continente y desde su propia identidad y autenticidad profética ha aportado al mundo la esperanza cierta de la acción del Espíritu, pues es él quien obra en su Iglesia.