Introducción
El presente trabajo es un artículo de reflexión basado en proyectos de investigación sobre experiencias de luchas por los derechos de grupos sociales involucrados en conflictos ambientales en América Latina. Los proyectos de investigación han estudiado contextos de interacción en los que se reivindica un sentido compartido del uso de nociones como ciudadanía, justicia y soberanía popular, institucionalidad democrática del Estado o de conceptos sobre lo público-común. La revisión bibliográfica que aquí se plasma considera principalmente las contribuciones del pragmatismo (Joas, 1998) y de la teoría social crítica (Honneth, 1997; Fraser y Honneth, 1996), por tratarse de perspectivas que se enfocan en la acción política y sus problemas, dan cuenta de la performatividad del lenguaje, en cuanto se inscriben en el giro lingüístico (Pitkin, 1984; Butler, 2007), y brindan marcos, conceptos y principios normativos para una crítica inmanente de las paradojas y contradicciones del capitalismo contemporáneo y de las democracias realmente existentes.
En cuanto a la estructura del artículo, daremos cuenta de los rasgos distintivos de esta sociología. En primer lugar, presentaremos una dimensión epistemológica, ética y política, definida por la activa formación de lo público. Se hace con ello una comprensión del sentido común y contextual, que intenta superar los límites hermenéuticos de la acción política, tanto de los académicos como de los propios afectados por una reflexividad compartida y generativa de lo público. En segundo lugar, nos centraremos en la creatividad conceptual, estratégica e institucional de lo público. Abordaremos, como ejemplos, situaciones problemáticas que devienen de la lucha contra los impactos ambientales y sanitarios del uso masivo de agrotóxicos en la siembra de organismos genéticamente modificados (OGM). En estas situaciones, se vulneran derechos y se amenazan los límites de lo público. En tercer lugar, estableceremos un puente entre los aportes de una sociología de los problemas públicos y la justicia ambiental. Esta última se considera un campo de pensamiento y acción de los discursos ambientalistas, en el que el concepto de justicia no se reduce a la administración, sino que remite a una diversidad de prácticas en el espacio público estatal y ciudadano. Estas prácticas denuncian y critican la desigual distribución del riesgo y daño ambiental, a la vez que promueven creativamente reformas y transformaciones institucionales, para la plena vigencia de los derechos y las garantías a la vida, la salud y el ambiente (Carrizo, Berger y Ferreyra, 2014).
Contextos y conceptos en los escenarios de las injusticias ambientales en América Latina
América Latina atraviesa una nueva etapa de expoliación destructiva de la riqueza de sus suelos y aguas, de su biodiversidad, de los saberes ancestrales de sus pueblos y de los derechos y garantías al ambiente y la salud, conquistados tras años de luchas colectivas. Promovido por políticas nacionales de desarrollo, el neoextractivismo o neodesarrollismo de la región (Gudynas, 2009) obedece a los flujos globalizados del capital y a la división internacional del trabajo, que coloca a los países de la región en el lugar de productores y proveedores mundiales de materias primas. Los agronegocios (transgénicos, agrotóxicos, biocombustibles), la megaminería a cielo abierto, los megaproyectos energéticos (petróleo, represas) y de infraestructura, entre otros, pretenden consolidar la participación de América Latina en la provisión de materias primas para el mercado global (Svampa, 2013). En la misma línea de acción, se encuentran los nuevos mecanismos del ahora denominado ecocapitalismo o capitalismo verde (Lohmann, 2012; Moreno, 2013): la financiarización de la naturaleza a través de la venta de los servicios ecosistémicos, la participación en los mercados de bonos de carbono, el biopatentamiento y la biotecnología e inclusive la biopiratería. Quienes habitan estas tierras son ahora los afectados ambientales: comunidades indígenas, campesinas, de pescadores artesanales, entre otras formas de vida avasalladas en nombre del crecimiento económico y el progreso.
Una industrialización tardía, por otra parte, aumenta las áreas de producción contaminante en las ciudades. Las externalidades negativas se trasladan a quienes no participan de las ganancias de esa explotación: habitantes de barrios periurbanos de clase media o baja que viven alrededor de los establecimientos industriales o de los emprendimientos contaminantes. De esta manera, sufren impactos ambientales y sanitarios por la contaminación, impactos sociales, económicos y políticos derivados de esta forma de acumulación por desposesión, tal como la denomina Harvey (2004).
El concepto de desigualdad ambiental utilizado en algunas perspectivas críticas también es empleado para denunciar que los daños generados por las prácticas contaminantes del capitalismo afectan predominantemente a los grupos más vulnerables, de modo que se configura una desigual distribución de los beneficios económicos y de los "maleficios" del desarrollo económico. Estos son externalidades negativas que pagan los grupos sociales ya desposeídos (Coletivo Brasileiro de Pesquisadores da Desigualdade Ambiental, 2014).
Conceptos como los que aquí referimos nos proveen un análisis panorámico-crítico de los procesos capitalistas actuales. De este análisis se desprendería cierta performatividad estratégica de la teoría: tendría un lugar como orientadora de la acción, a través de nociones que determinan un plan de lucha contrahegemónica (Coletivo Brasileiro de Pesquisadores da Desigualdade Ambiental, 2014). Una puesta al día de las luchas sociales como socioambientales (Acselrad, 2010) enfatiza en la continuidad o actualidad de categorías analíticas como explotación, desigualdad, trabajo, expoliación, que son un soporte explicativo de la labor teórica en el plano de las ideas.
Sin desconocer el fundamental aporte conceptual de estos desarrollos, también observamos en su construcción cierta preferencia en la división del trabajo intelectual. Se privilegia la razón teórica sobre la razón práctica y sobre el sentido común generado en las luchas que precisamente inspiran tales desarrollos teóricos. Inclusive este desbalance sigue vigente cuando estos reconocen los aportes de las luchas, este es el caso del concepto lenguajes de valoración (Martínez Alier, 2014) o el marco para analizar las disputas cognitivas entre los propios afectados y los responsables de la contaminación (Acselrad, 2014). En este artículo, consideramos que los conceptos tienen efectos, por lo que la capacidad generadora de sentido de las luchas se lleva a un plano experiencial y afectivo, más allá de la primacía explicativa de las distintas teorizaciones que dan cuenta de las tendencias y los modos de la acumulación por desposesión en América Latina.
En este contexto, proponemos una sociología de los problemas públicos, para ensayar otro lugar de la teoría como actividad significante que surge de las experiencias en las que se constituye un público en torno a una cuestión problemática (Dewey, 2004; Honneth, 1999; Burawoy, 2005). Nos referimos con lo anterior a las diferentes situaciones de emergencia de ese público, a partir de la acción directa de exposición de los cuerpos en calles y plazas (Butler, 2015) frente al aparato represor policial y parapolicial, de la experiencia de menosprecio, denegación y violencia institucional hacia los reclamos, de los logros y dificultades cotidianas de la autoorganización y de los acuerdos y desacuerdos colectivos para emprender acciones de movilización institucional (elaboración de leyes, acciones judiciales, definición de políticas públicas). Todas estas situaciones pueden ser consideradas como los resortes experienciales de una auténtica creatividad conceptual, estratégica e institucional de las luchas, pese a cierta subalternización del sentido común o saber común de la acción política, a la que conducen algunas prácticas sistémicas de la representación política-partidaria, de los funcionarios públicos y del saber experto-científico.
El diagnóstico y conceptualización que realiza Burawoy (2005) distingue la sociología pública de la sociología crítica, que se dirige solo a una audiencia académica, o de la sociología profesional o profesionalizante, más cercana del mercado o de la intervención burocrática estatal. La sociología pública es aquella en "la que el sociólogo trabaja en estrecha conexión con un público visible, denso, activo, local y a menudo a contracorriente" (Burawoy, 2005). De ese modo, entre el sociólogo público y el público se produce un diálogo y un proceso de mutua educación: "¿conocimiento para quién? y ¿conocimiento para qué?" (Braga y Santana, 2009).
Reconociendo la rica historia de discusiones y experiencias sobre una ciencia activista y la investigación-acción participante en América Latina, el rasgo distintivo de la sociología que proponemos es la construcción de un "objeto" de estudio compartido, esto es, las experiencias concretas en las que hay vivencia, percepción, movilización, autorreflexión, autoorganización, reivindicación, reclamo, reforma o transformación institucional y en las que se define la orientación de la vida colectiva. En este sentido, a diferencia de otras sociologías, buscamos hacer eco de la pregunta sobre el potencial utópico de lo público y sobre su fuerza performativa en contextos de globalización neoliberal y de destitución de derechos y garantías. La originalidad de la propuesta no está en que el rol del investigador y su compromiso político no se hayan tematizado por otras perspectivas, sino en la urgencia actual de defender lo público de la política. Lo público no se debe reducir a la administración estatal, sino que se debe fortalecer mediante la proliferación de esferas públicas autónomas construidas por el ejercicio ciudadano. En estas, la reivindicación de la ciudadanía no es una ilusa creencia en la promesa del Estado de derecho: es más bien su invocación conflictiva, crítica del dominio de las estructuras de poder burocráticas y autoritarias del Estado y de la subordinación del Estado y de los ciudadanos a los mandatos privatizadores del mercado, patrón organizador de las relaciones sociales.
La dimensión epistemológica y ético-política de una sociología de los problemas públicos
Nuestra aproximación a la teoría como una actividad que aporta a la autocomprensión social implica que la investigación debe identificarse como una forma de cooperación social en la resolución de problemas públicos (Dewey, 2004) o, en términos de Honneth, una práctica democrática, una forma de cooperación reflexiva más allá de los presupuestos e imperativos trascendentales de una ética de la acción comunicativa (Honneth, 1999). La performatividad del lenguaje, al menos en las ciencias sociales, nos permite pensar que la actividad de teorizar es generadora de significado (Pitkin, 1984) en un contexto de interacciones que les da sentido al uso y a la aplicación de las palabras. Intersubjetivamente, se da la co-construcción pública, compleja, no exenta de ambigüedades y vaguedades (Naishtat, 2005). Según Dewey (2000), una comprensión es un acuerdo y un prerrequisito de toda comunidad de acción. El conocimiento social, objetivo y correcto no se mide abstractamente por su correspondencia con la verdad o por ser la representación de ideas, sino que se expresa con acciones, potenciales y fines, mediados simbólicamente en el campo de la experiencia. La capacidad interpretativa de la acción para dar cuenta de conceptos, categorías, significados y la misma investigación vinculan las consecuencias y las responsabilidades de un conocimiento coproducido por agentes. Al decir de Faerna, conceptos, palabras e ideas son herramientas del pensamiento: no son una abstracción alejada de la práctica, sino que se entretejen con esta (Faerna, 1996). De lo anterior, podemos inferir que el criterio de aceptabilidad de los conceptos no es solo su adecuación teórica, sino que tiene que ver con sus prestaciones prácticas.
En nuestra experiencia, destacamos el proceso de surgimiento de un nos-otros en el contexto de las interacciones con los afectados (Berger y Carrizo, 2016). Un ejemplo de esto es que las entrevistas con los protagonistas de la acción se tornan progresivamente una conversación con nuestros conciudadanos. Esto porque avanzamos en una composición política y afectiva a medida que interactuamos en los espacios cotidianos de la acción y la organización y en ocasiones festivas o de acompañamiento en situaciones de enfermedad o luto. También configuramos un nos-otros cuando las entrevistas a los funcionarios públicos que son responsables políticos de la situación de contaminación derivan en un dispositivo interpelador de sus deberes y obligaciones. Entonces, se hace pública nuestra posición en el marco de una lucha por el reconocimiento de derechos. Otro ejemplo: contra la tendencia mercantilizadora de las consultorías de la universidad pública, fortalecemos un lugar común de enunciación en defensa de lo público frente a los impulsos privatizadores, cuando reafirmamos el carácter público y democrático de la extensión universitaria.
Solo con una comunidad de aprendizaje así generada hemos podido aportar a reconstruir el uso de la noción de genocidio en las luchas ambientales y dar cuenta de que el reclamo por los derechos y la denuncia del genocidio no son una contradicción, sino aquello que Ricoeur (2008) llama la paradoja de la autonomía y la vulnerabilidad. Así, a partir del aprendizaje compartido hemos podido entender el concepto y las prácticas de las redes como formas de cooperación y coordinación acordes a la complejidad de los temas en cuestión en las luchas ambientales (Berger, 2012; Red de Redes por la Justicia Ambiental, 2014), y también hemos podido reconocer la diversidad que somos, las diferencias y los desacuerdos que hemos vivenciado al momento de definir planes de acción. Estos se construyen en medio de tensiones por la sobrecarga ética, cognitiva, afectiva y social de los afectados directos y por la desigual distribución de la oportunidad y legitimidad del derecho a expresar sus puntos de vista con respecto a los académicos, los profesionales o los mismos funcionarios públicos en los contextos en los que se dirime la resolución de los problemas públicos ambientales.
El fin es hacer reflexivo este proceso, para salirnos, en cuanto académicos, de la problematización teórica, que se conduce muchas veces por un único camino y, de esa forma, crear conceptos y categorías para dar cuenta de la acción de los otros, "capturándola" a través de modelos explicativos: nuevos o viejos movimientos sociales, repertorios y ciclos de la acción colectiva y la protesta, entre otros. El trabajo académico tropieza con un límite hermenéutico cuando su lenguaje necesita de un metalenguaje y cuando no se actualiza porque se desconecta del contexto concreto de la acción (Virno, 2004). No descalificamos la distancia analítica, solo cuando la reflexión académica hace tan sofisticada su capacidad crítica que pareciera, como lo señala Burawoy, dirigirse a una audiencia académica de forma autorreferente. Como advierte Arendt, el científico que se extravía en su propio objeto de investigación, haciéndose pasar por experto en política y despreciando la comprensión popular de la que partió, pierde inmediatamente el hilo de Ariadna del sentido común, el único que lo puede guiar con seguridad en el laberinto de sus propias conclusiones (Arendt, 1995, p. 33).
Por su parte, los problemas concretos, no abstractos, de la acción, es decir, aquellos con los que nos enfrentamos como protagonistas de los conflictos y de situaciones específicas de interacción con el Estado y con otros actores, se resuelven en el transcurso mismo de la acción, acudiendo a la experiencia. En esto, no media una razón a priori analítica y conceptualizadora, sino una inserta en el círculo de la experiencia vital. Aquí también registramos un límite hermenéutico cuando en el activismo que le gana a la reflexión acaso también se produce cierto extravío del sentido común (Berger, 2013).
Para Arendt, el sentido común "presupone un mundo común en que todos tenemos nuestro lugar y en el que podemos vivir juntos porque poseemos un sentido capaz de controlar y ajustar nuestros propios datos sensibles a los de los otros" (Arendt, 1995, p. 40). El sentido común es el sentido político por excelencia, afirma la autora: cuanto este falla en nuestra necesidad de comprensión, deja abierta la posibilidad de aceptar la lógica como substituto, aquella forma de razonamiento que pretende crear cierta seguridad independientemente del mundo y de la existencia de los otros (Arendt, 1995). En las experiencias, la repetición de unas acciones y de unos conceptos ya no genera efecto, sino que vacía discursos políticos, burocratiza los propios movimientos sociales como partidos políticos. Por ello, cierra las posibilidades creativas de la acción. Recuperar el sentido común a veces ha implicado en nuestras prácticas una inacabada discusión que estimula, más allá de que nos pongamos de acuerdo en los fines, a actuar concertadamente. Entonces, aparecen preguntas: ¿Qué hacemos con respecto al Estado? ¿Participamos o no de una elaboración de una ley y cómo nos vinculamos con los representantes? ¿Qué diferencias hay entre justicia y administración de justicia? ¿Acudimos o no a la administración de justicia y con qué herramientas? ¿Hacemos un uso estratégico de las instituciones o nos jugamos algo más en la interpelación de las instituciones y sus funcionarios? ¿Qué sería la justicia en el problema de las afectaciones a la salud por las actividades contaminantes? ¿Sería la indemnización, el cese del daño, el castigo a los responsables?
La sociología que aquí proponemos hace énfasis en esta tarea colectiva de definir una situación problemática. Preguntarse cómo se identifica, se caracteriza, se analiza y se visualizan posibilidades de acción implica un proceso de composición de formas de cooperación y coordinación de los afectados directos e indirectos. El trabajo de definición y de resolución de una situación problemática es indisociable de la organización de las perspectivas que se abren en ella. La experiencia no es objetiva o subjetiva, sino que está en una red de perspectivas, inseparables de formas de vida, dispositivos institucionales y estrategias discursivas (Fraser, 1991).
Creatividad estratégica, conceptual, institucional
Para Cefaï y Terzi (2012), lo problemático de la experiencia pública es que estos procesos de asociación, así como los de deliberación y de experimentación en los que surge un público, permiten definir una situación como regular o no, alterar un normal funcionamiento de las cosas y de los sucesos preexistentes. Se genera así una situación en la que se identifican progresivamente los componentes y entramados de la experiencia pública y se enmarca el horizonte político de una república en proceso de construirse. Entonces, la res pública es producto de una actividad colectiva (Cefaï, 2013).
Por su parte, Dewey (2004) indica que los públicos deberían adoptar un método científico social: identificar un problema, formularlo, organizar un horizonte de resolución, reunir los recursos, fijar hechos demostrables, elucidar causas y motivos, identificar aliados y adversarios, divulgar en los medios y movilizar líderes de opinión y decisores políticos. En consonancia, destacamos los esfuerzos de una sociología de los problemas públicos por generar una metodología que experimenta con la capacidad de la inteligencia colectiva. Es problemática una situación que suscita preguntas y que llama, entonces, al examen, a la discusión y a un modo de investigación social que no es propio de los académicos, sino de un entramado de actores que viven en asociación (Cefaï y Terzi, 2012). En este sentido, las experiencias de los conversatorios y entrevistas públicas, las relatorías y declaraciones conjuntas, las contracartografías colectivas, la colabor en epidemiología comunitaria, los ensayos de coescritura o seminarios y talleres de autoformación diluyen fronteras disciplinarias y epistémicas, en un horizonte de democratización de la producción de saberes, como el que se prefigura en innumerables luchas ambientales hoy en América Latina. Este conjunto de actividades ha sido en parte propiciado al entender la creatividad como aquella idea generativa de algo nuevo, no en el sentido de que no se haya hecho antes, sino en el de novedad con respecto a lo instituido, lo repetitivo y conductual de cierto dominante. Por ello, junto con Joas, consideramos que cada situación tiene un horizonte de posibilidades que debe ser descubierto en una de estas crisis. Allí la creatividad colectiva estimula la generación de nuevas hipótesis y suposiciones sobre formas de crear puentes entre el estímulo a la acción y las circunstancias de una situación. El autor señala que aunque no todos los puentes son viables, cuando el actor tiene éxito al construirlos, aumenta su capacidad de acción: "en estos casos la acción tiene que reestructurarse, y aquí la tarea de la reconstrucción se entiende como un logro creativo por parte del actor" (Joas, 1996, p. 129).
Este marco nos permite destacar la capacidad creativa del público, de modo que mencionaremos como ejemplos aquellos aprendizajes de las luchas contra el uso masivo e indiscriminado de agrotóxicos y la liberación industrial de eventos transgénicos en la agricultura. Como ya señalamos en la introducción, el contexto más amplio de esta problemática es la globalización neoliberal y el rol de América Latina como proveedora de materias primas. La mercantilización de los productos agrícolas, simplificando, no solo se refiere al proceso por el cual estos bienes pasan a ser mercancías, sino al proceso que, por la innovación agrobiotecnológica, permite la gran escala, la explotación de suelos no aptos, la reconversión de los modos de producción agropecuarios en cadenas de valor de los llamados agronegocios y agroindustrias, entre otros aspectos que convierten a la agricultura transgénica-química industrial en un boom (Gras y Hernández, 2013). Este desarrollo tecnológico conlleva la invisibilización de sus impactos sanitarios, ambientales, económicos y sociales, así como de los procesos y procedimientos institucionales y de redes transnacionales en los que se articulan las políticas de liberación de eventos transgénicos al medio ambiente. El neoliberalismo solo no promueve este modelo económico de los agronegocios: este se despliega gracias al Estado que facilita el desarrollo de los intereses corporativos, acción paralela a la destitución de derechos y de instituciones protectoras de la salud, a la desregulación ambiental, a la desigual distribución de los recursos del sistema de ciencia y técnica para la producción científico-tecnológica con fines productivos y para la investigación y remediación de las externalidades negativas del modelo de los agronegocios.
Los afectados por este modelo son quienes comienzan a denunciar y a desplegar modalidades de autoorganización y reclamo al Estado. Los estudios comunitarios de enfermedades y la confección de mapas de la muerte y enfermedades causadas por las fumigaciones con agrotóxicos no solo apuntan a producir información que el Estado no realiza o realiza deficitariamente, sino que logran la articulación de saberes y experiencias, prácticas políticas y formas de vida. Estas son instancias de autoorganización y de tematización de los problemas en una comunidad particular, en el espacio público local y en las redes. Los saberes médicos y de expertos en epidemiología y en contaminación ambiental del Estado en pocos casos han reconocido esta labor de la inteligencia colectiva de afectados, que cuenta con escasos recursos en comparación con los que dispone la administración estatal (Firpo y Finamore, 2012). Por su parte, las autoridades sanitarias han negado la validez de esos conocimientos legos sobre las enfermedades y los fallecimientos, por no tener un protocolo científico para el estudio de la información. De esta manera, han negado el saber que proviene de la experiencia, de la situación de vulneración y del conocimiento cotidiano del territorio (Akrich, Barthe y Remy, 2010).
La interpretación de los resultados de censos epidemiológicos y estudios de la contaminación también refuerzan la prerrogativa del saber experto para determinar si existe o no contaminación mediante la aplicación de parámetros y estándares reconocidos internacionalmente (Organización Mundial de la Salud). Se presenta así un escenario con poco lugar para las controversias sobre la evaluación del riesgo del uso de agrotóxicos que una sociedad está dispuesta a aceptar (Skill y Grinberg, 2013). En un contexto en el que está en juego el reconocimiento del problema, la experiencia del sufrimiento y las enfermedades de los afectados resisten a esta interpretación del saber experto, denunciando la intención de encubrimiento, reafirmando el valor de los propios estudios y reclamando nuevos parámetros y sistemas de medición de la contaminación y de sus impactos sanitarios, en un contexto de fuerte negación estatal, a los responsables privados-corporativos de la contaminación.
La potencia política de las prácticas de defensa de derechos causa su amplio efecto problematizador en el discurso público, quiebra el paradigma oficial y de las corporaciones sobre la inocuidad de los agroquímicos y los rebautiza como agrotóxicos. Logra torcer el principio epistemológico de la causalidad, usando creativamente otros principios, como el precautorio y el de la con-causa o la red causal, en una pulseada en la que los efectos sanitarios de estas sustancias ya no pueden ser ocultados. Las agencias estatales y las corporaciones del sector responden al saber profano y contraespecialista de las luchas con el concepto de las buenas prácticas agrícolas. Esta es una sofisticación discursiva con la que si bien no pueden desconocer la toxicidad de las sustancias, ponen el foco en la responsabilidad individual por su manipulación. De esta manera, dejan la vía libre para la experimentación, producción y comercialización de la sustancias. Mientras tanto, la presión creada por las luchas, a través de sus redes, moviliza la investigación científica internacional, para dictaminar la toxicidad de los productos utilizados en las fumigaciones. Redes más locales que optan por la vía judicial se traman entre fiscales comprometidos con la garantía de derechos, abogados que se especializan en derecho ambiental y producen sentencias que ratifican las denuncias que por años han sostenido los afectados (Ferreyra, Carrizo y Berger, 2015).
En directa vinculación con este problema, otra escala de la acción política nos lleva a la producción de argumentos y "certezas" sobre la inocuidad de la utilización de la agrobiotecnología para la producción de organismos genéticamente modificados (OGM), que es acaso el origen de la problemática sanitaria y ambiental causada por el uso masivo de agrotóxicos. La equivalencia sustancial es un ejemplo de cómo un concepto, sin llegar a ser una formulación científica, se invoca como tal, para homologar un producto ordinario con un producto alterado genéticamente. Con la formulación y difusión de este principio, como umbral de decisión, las entidades corporativas aspiran y logran que los Estados aprueben la liberación de transgénicos, en lugar de adoptar convenciones protectoras de la biodiversidad, como las cláusulas del Protocolo de Cartagena (Carrizo y Berger, 2014). Los Gobiernos en los países de la región adoptan una configuración institucional similar, a través de las comisiones técnicas especialistas en temas de agrobioseguridad, con lo que evitan los controles institucionales y democráticos de la consideración del tema. Las agencias gubernamentales a cargo de la regulación muestran una conformación corporativa y tecnocrática que apunta a disminuir la faz regulatoria independiente de los Estados, anulan la capacidad propia de los cuerpos científicos y laboratorios para realizar estudios opuestos a los presentados por las corporaciones interesadas en la pronta liberación de los eventos transgénicos y promueven la presión parlamentaria, para frenar los proyectos de ley sobre el etiquetado. Sin anuncios en las etiquetas, los consumidores confían en la seguridad de estos productos y no problematizan su liberación al ambiente ni su presencia en cada vez más alimentos. Las decisiones políticas sobre el riesgo generado por la aprobación de transgénicos se presentan como un tema asociado con los expertos científicos, dado que se trata de decisiones de índole público-políticas (Brown, 2009, 2015). Sin embargo, el proceso decisorio de los científicos sobre los riesgos y las incertezas de la incorporación de una nueva tecnología (Peláez, 2010) adquiere otra dimensión más allá de la práctica de investigación, por la exploración comercial de las técnicas de ingeniería genética que representa el interés de las corporaciones y de sus cámaras empresariales. La parcialidad del conocimiento se hace más evidente, entonces, cuando la incertidumbre científica está asociada a la presión de ciertos agentes por la liberación comercial. En definitiva, la participación de la ciencia en un proceso decisorio legitima una decisión política, al emitir un parecer aparentemente neutro.
La desregulación o regulación corporativa de los eventos agrobiotecnológicos ha tenido efectos devastadores sobre la salud, la biodiversidad y la subsistencia de otras formas de producción no transgénicas. Ante esto, se han conformado redes de afectados que se pronuncian sobre las enfermedades comunes, el desmonte y la pérdida de biodiversidad que produce la expansión de la frontera agropecuaria (Carrizo y Berger, 2014). Asimismo, denuncian el saqueo y la mercantilización de los saberes ancestrales de los pueblos, mediante el uso de sus semillas y las formas de producción de alimentos. Estos procesos han tenido lugar por el avance monopólico del uso de semillas transgénicas en la agricultura química-industrial, en nombre de la seguridad alimentaria global y la provisión de alimentos (Carrizo y Berger, 2012). La inteligencia de las luchas responde al concepto de equivalencia sustancial con los de flujo y contaminación génica. Para ello, se vale de la cooperación de científicos comprometidos en la invocación y defensa del concepto de soberanía alimentaria, que implica el ejercicio pleno de la autodeterminación sobre las formas de vida y las condiciones de subsistencia. Nuevamente, la formación de redes plurales (activistas, académicos, indígenas, campesinos, sindicatos) hace de la producción de conocimiento un proceso de cooperación social, en el que tienen cabida los contrapareceres técnicos, los peritos que están de parte de causas judiciales o, en un ámbito más público del debate, el impulso a las mesas de controversias científicas con los promotores del modelo "sustentable y responsable" de los agronegocios. Como resultado, la problemática queda instalada públicamente, el saber experto y las instituciones públicas, a las que se les demanda una mayor democratización y actualización acordes con la complejidad de estos problemas, son escudriñados.
Una sociología de los problemas públicos para la justicia ambiental
Hemos recorrido en los párrafos precedentes algunos rasgos distintivos de aquello que consideramos un aporte de una sociología de los problemas públicos al campo de las luchas ambientales: la investigación como una forma de cooperación social, una pluralidad de saberes y epistemes, una recuperación "del sentido" del sentido común, un compromiso activo con la constitución de un problema público y de un público del problema, una actividad de inteligencia colectiva que crea conceptos, estrategias e instituciones públicas no estatales de lo común.
La multiplicidad de prácticas a la que hicimos referencia en el apartado anterior, como la creatividad conceptual, estratégica e institucional de las luchas, encuentra en la noción de justicia ambiental, tal vez, su marco más amplio. Este concepto, precisamente propuesto por los afectados que denuncian la existencia de zonas de sacrificio y racismo ambiental (Acselrad, Pádua, Herculano, 2004), se nutre de la reflexión sobre lo público. Ni la justicia ambiental ni lo público, en nuestra perspectiva, se reducen a lo estatal, sino que refuerzan la idea y la práctica de la diversidad de saberes y epistemes, en una polifonía que busca institucionalizarse como alternativa a la homogeneización excluyente del avance neoliberal.
La justicia ambiental como un concepto en formación compite con otros discursos ambientalistas. El ecologismo o el llamado ambientalismo hegemónico parte de una visión romántica y metafísica de la naturaleza, heredera de los desarrollos de las ciencias naturales. Este discurso se resiste a su problematización social y política (Di Chiro, 1999). En un contexto neoliberal, signado por el avance de la mercantilización de bienes, servicios y relaciones sociales, y neoconservador, que responsabiliza más al individuo que a la colectividad, el ecologismo no identifica los daños masivos, ni da voz a los afectados de los desastres culturales ocasionados por la preferencia del lucro y la complicidad de los poderes públicos. Más bien, promueve una responsabilidad tanto individual como colectiva, esto es, un ambientalismo de mercado y de la ecoeficiencia (Acselrad, 2010). Otro discurso es el ambientalismo reformista, que apela a la reflexividad social y a la gobernanza, para hacer frente a la crisis ecológica. Así, diluye la responsabilidad de los Estados de garantizar los derechos. Desde una aproximación tecnocrática a la resolución de los problemas ambientales, no propone cambios significativos en los valores y las formas de producción y consumo, sino que promueve una visión modernizante y eficiente de las redes de gobernanza en las que participan gobiernos, empresas y las ong. Estos diseños institucionales novedosos no logran remover estructuras profundas de desigualdad ni injusticias ambientales (Merlinsky, 2013).
En este escenario, una sociología de lo público apuesta por diferenciarse de esos otros discursos que no se centran en la discusión sobre la justicia, cuyo ideal se construye en las luchas y es acompañado por importantes desarrollos teóricos. En tal sentido, consideramos la contribución de Fraser (2008) a la reflexión sobre los procesos de des-enmarque y re-enmarque de una justicia "anormal", promovidos por el potencial utópico que aún conserva lo público, en un mundo en globalización. Es necesario hacer reflexivos los supuestos de una justicia normal y reclamar una nueva teorización, por la ausencia de una visión compartida acerca del qué o la sustancia de la justicia (distribución, reconocimiento, participación); acerca del "quién" o el sujeto territorial, regional, transnacional, global; y acerca del "cómo" de la justicia o los criterios y procedimientos de decisión con los que deben resolverse las disputas sobre el qué y el quién. En estos, la autora destaca los principios normativos de la inclusión de todos los afectados y la paridad participativa (Fraser, 2008).
Este aporte de Fraser y otros pensadores al debate contemporáneo sobre la justicia ha sido reelaborado, desde una perspectiva pragmática, por Schlosberg, para abordar los problemas ambientales. En un contexto de discursos en competencia sobre lo ambiental, el autor toma las tres dimensiones de la justicia, analíticamente diferenciadas por Fraser, pero integradas en los contextos de la práctica de la lucha por la justicia ambiental. En los hechos, las diversas formas de injusticia están vinculadas estrechamente; por lo tanto, son encaradas simultáneamente, mediante el reclamo de la equidad en la distribución del riesgo ambiental y del reconocimiento de la diversidad de los participantes, sus formas de vida e identidades, y mediante la participación en los procesos políticos que crean y administran políticas ambientales (Schlosberg y Carruthers, 2013). La construcción de instituciones incluyentes y participativas en la toma de decisiones está en el centro de las exigencias de justicia ambiental, según Schlosberg; por ello, los afectados demandan procedimientos de elaboración de políticas y tomas de decisión que fomenten y garanticen la participación comunitaria activa, y que institucionalicen la participación pública. Por consiguiente, mediante la participación, los afectados tendrían la capacidad de tomar decisiones vinculantes, que reconozcan el conocimiento comunitario. La utilización de formatos y los intercambios interculturales posibilitarían la intervención de esa diversidad, como la que hemos referido en nuestro ejemplo. Los grupos de justicia ambiental reclaman un "lugar en la mesa" y el derecho a "hablar por [ellos] mismos" (Schlosberg y Carruthers, 2010).
Por último, otro elemento que podemos recuperar de una sociología pública, en su dimensión ético-política, es la que nos lleva a la discusión pública sobre la responsabilidad por la justicia. En esta, se amplia e introduce otro principio que coopera en la realización de la justicia ambiental. De acuerdo con esta discusión, se expresa la posibilidad de reclamar justicia, en la defensa de lo público a nivel global, a partir de la identificación de un problema, incluido uno en el que aparentemente solo están involucrados los propios afectados. Lo anterior ha llevado a considerar que todas las personas que estén sujetas a una estructura de gobernación pueden, con legitimidad democrática, exigir justicia, más allá de que no sean afectados directos. Pero lo que convierte a un conjunto de personas en conciudadanos no es necesariamente una condición compartida de víctimas, sino la sujeción a una estructura de gobernación que establece las normas básicas de su interacción (Fraser, 2008). Los ejemplos precedentes sobre la conformación de redes plurales de actores y prácticas tienen este sentido. Consideramos que el aporte de este principio es fundamental, por la posibilidad de extender los lazos de solidaridad a una lucha contra las injusticias estructurales de la sociedad. En nuestro caso, son las que derivan de los impactos ambientales, sanitarios, sociales de una actividad productiva que se mide por su contribución al crecimiento económico, sin contabilizar en ello sus externalidades. Traemos a colación lo que señala Iris Young sobre una responsabilidad compartida con respecto a injusticias estructurales, en lo que ella denomina modelo de la conexión social (Young, 2011). En este, todos los que contribuyen con sus actos a los procesos estructurales que tienen alguna consecuencia injusta comparten la responsabilidad de esa injusticia. Como señala Young, la responsabilidad en relación con la injusticia no deriva de vivir según una misma Constitución, sino de participar en los diversos procesos institucionales que provocan injusticia estructural. Ante la aparente distribución de la responsabilidad de los contaminadores en la sociedad civil, la responsabilidad por la justicia interpela a toda una sociedad, para que la defensa de los derechos de todos tenga sentido, aun cuando quienes interpelan sean grupos minoritarios. De este modo, lo público se ve fortalecido y regenerado.
Reflexiones finales
Si se trata de pensar los ensamblajes que produciría la pregunta ¿qué ciencia para qué sociedad?, hay que señalar que el problema va más allá de las ciencias sociales y reclama un ensayo trans e interdisciplinario con presupuestos democráticos. En los contextos de desposesión y de desigualdades ambientales, es enorme la tarea, que sin duda excede la imaginación disciplinar y lo meramente científico, lo meramente sociológico. Ahora sí, aunque pequeño, enunciaremos el aporte de una sociología de los problemas públicos a la resolución de la complejidad de la cuestión: sostener y aportar a la existencia y proliferación de lo público. Se trata de generar un marco reflexivo y de herramientas creativas que, mediante el compromiso con hacer y mantener lo público, pueda contribuir a una mayor responsabilidad por la justicia con los afectados ambientales, con todos los sujetos a una estructura de injusticias ambientales y con los acontecimientos que la historia nos enseña como los límites de la experiencia vital: el genocidio, ahora en su forma de genocidio ambiental y de ecocidio, así como su reverso: unas sociedades con justicia ambiental en América Latina.