Hay dos puntos en los que coinciden todos los tratados de tanatología. El primero y más obvio es que, a pesar de los incrementos en la esperanza de vida, el desenlace fatal sigue siendo inevitable. El segundo es que parece que la especie humana, por lo menos en la llamada cultura occidental, evita tratar el tema de la muerte propia y la de las personas cercanas. Y los médicos no somos ajenos a esa negación. Hace un siglo, o incluso menos, la muerte era un evento común en la niñez, y los afortunados que llegaban a la edad adulta habrían visto morir a uno o más hermanos. Los muertos, hace una o dos generaciones, eran velados en casa y enterrados en un cementerio local, en la cercanía del hogar. Hoy la mortalidad infantil es la excepción y no la regla, las personas que fallecen lo hacen en los hospitales, lejos de la mirada de los menores, y son enterrados en grandes jardines cementerios, bien lejos de casa. Eso, sin duda ha favorecido ese tabú social de la muerte.
El hecho de que la muerte sea inexorable no le quita la incertidumbre: ¿Cuándo nos llegará el turno? ¿De qué manera nos tocará morir? Porque la manera de morir deja una huella importante sobre toda la biografía de una persona. Morir asesinado es tal vez el más sombrío de los desenlaces, algo que deja una marca imborrable sobre el recuerdo de esa persona. Algo similar ocurre con los suicidas, cuyo deceso mancha con todo tipo de culpas a los que los rodearon en vida, sobre todo a los que los acompañaron (o los ignoraron) en sus últimos días. Las muertes accidentales o en desastres naturales le siguen en ese halo luctuoso del infortunio.
Si sobrevivimos a esas “muertes de causas externas”, nos queda una amplia gama de causas “naturales” de muerte, algunas de ellas prematuras, otras más, muchas, muchas más, al acercarnos a esos límites de la esperanza de vida actual, esa edad octo- o nonagenaria. Algunas de esas muertes no dan aviso, u ocurren en un plazo de horas. ¿Serán afortunados los que se acuestan a dormir un día sin saber que no van a volver a despertar? ¿O será preferible recibir el anuncio de una enfermedad terminal incurable, que nos dé el tiempo de las despedidas? En cualquiera de los dos casos es necesario estar preparados y, ojalá, haber hecho las previsiones para minimizar la carga que la muerte impone sobre los que nos han de sobrevivir.
Aunque el tema de la muerte y el morir no sea aún una cátedra que se enseñe desde la primaria, se fortalezca con la adolescencia (edad proclive a las muertes violentas, los accidentes y los suicidios) y se siga aprendiendo con la edad madura, lo cierto es que en la investigación académica la muerte ha ido ganando interés. En la Figura se observan las publicaciones en revistas indexadas en Scopus que tienen a la muerte [Keyword(death)] como palabra clave. Ya superan las 100 publicaciones diarias, un crecimiento de un orden de magnitud con respecto a hace 30 años.
Con la transición epidemiológica se han ido incrementando esas enfermedades clasificadas bajo el rótulo de crónicas no transmisibles, que incluyen tantas condiciones de la categoría de las muertes que dan aviso, aquellas que obligan al paciente a enfrentar la cercanía de la muerte y a conocer con algún grado de detalle las circunstancias que han de rodear sus últimos días de agonía. Ahora, más que nunca antes, la medicina enfrenta una serie de cuestionamientos éticos que rodean a los cuidados paliativos, y que incluyen términos como voluntad anticipada, futilidad médica, encarnizamiento terapéutico, derecho a una muerte digna, eutanasia o suicidio asistido. En la realidad colombiana están en la agenda, gracias a nuestra Constitución progresista, algunos conceptos de avanzada en nuestro entorno regional.
Como neurólogos, como médico o profesionales de la salud, pero también como seres humanos debemos hacer parte de este mundo cambiante en el que el tema de la muerte, por difícil que puede llegar a serlo, debe enfrentarse con naturalidad, sin temores. Las circunstancias de cada persona, y de cada paciente con limitaciones severas o pronósticos sombríos, serán diferentes. Pero en general debe primar su derecho a saber la verdad y a tomar sus propias decisiones, a conocer de una manera realista las opciones que puede llegar a tener, a entender las limitaciones de la medicina para enfrentar tantas enfermedades irreversibles, pero también la capacidad que tiene para hacer que esta etapa final no sea un evento doloroso y plagado de angustia.
Sí, el tema no ha sido fácil, estimado lector, pero qué más nos queda de despedida que desearnos mutuamente una buena muerte.