Introducción
El tercer cuarto del siglo XX fue un período en el que la contienda entre socialismo y capitalismo se vivió con especial intensidad en América Latina. En el plano de las ideas, que es donde se enfoca el presente artículo, ambas matrices políticas prometían solucionar los graves problemas que afectaban a parte importante de la población. A lo que se sumaba el triunfo de los rebeldes cubanos, en 1959, que vino a imprimir nuevos bríos a esta disputa, sobre todo porque la izquierda latinoamericana encontró en ellos un referente de que era posible impulsar transformaciones significativas a partir de un puñado de convencidos.
El mundo de la educación no fue ajeno a estas pugnas; todo lo contrario. Tal como lo demuestra el caso mexicano, a medida que en la universidad se fortalecían las perspectivas de izquierda, en su interior se acentuaban también las batallas de ideas. En la década de 1950, por ejemplo, estas contiendas acompañaron el surgimiento de las primeras organizaciones estudiantiles no oficialistas; entretanto, en la de 1960 fueron consustanciales a los sendos movimientos estudiantiles que entonces se verificaron, y en la de 1970 estuvieron presentes tanto en la reorientación de las mallas curriculares como en la estructuración de los sindicatos universitarios. Por ser el movimiento estudiantil mexicano de 1968 -en adelante, movimiento estudiantil o sólo movimiento- el que ha sido estudiado con mayor profundidad, es este el que se utilizará para adentrarse en estas discusiones.
Así, pues, en el movimiento mexicano de 1968, como ha ocurrido en todos los grandes alzamientos estudiantiles de los últimos cien años en América Latina, sus participantes compartían una valoración positiva de la educación. La entendían, básicamente, como una institución capaz de proveer herramientas provechosas para la interacción social en sociedades urbanizadas e industrializadas o, más ajustadamente, en vías de serlo. No obstante, como se podrá comprobar a lo largo de estas páginas, un análisis históricamente situado en un contexto particular permite apreciar la diversidad de concepciones presentes en dichas valoraciones. Por esto, aunque la educación era importante para todos, sólo para algunos era un elemento fundamental en la consecución de los cambios deseados para este período.
La literatura especializada sobre el movimiento de 1968 se ha dedicado, con justa razón, a rememorar la masacre que selló su suerte; esfuerzos que han sido vertidos, de manera preferente, en crónicas donde se describen los hechos ocurridos o en ensayos donde se despliegan diversas interpretaciones para comprenderlos1. Un balance de estos trabajos enseña que para continuar profundizando en la comprensión del movimiento se debe persistir en la realización de estudios sistemáticos, capaces de trascender la exposición de juicios apologéticos o descalificatorios, y se debe procurar ampliar el horizonte espacial y temporal de los análisis2. Conforme lo expuesto, aquí se comprenderá al movimiento como parte de un ciclo mayor de movilizaciones, que transcurre entre mediados de la década de 1950 y la de 1970 en México, y se lo analizará en clave latinoamericana, es decir, relacionándolo con otros movimientos afines verificados en distintos puntos del continente. Esta estrategia permitirá poner entre paréntesis uno de los presupuestos más extendidos entre los especialistas, a saber, que la única reivindicación de fondo ese año era suprimir algunos enclaves autoritarios del régimen político3, un paso fundamental para arribar al principal aporte del artículo: distinguir la diversidad de miradas que confluían dentro del movimiento sobre el papel de la educación en la transformación social.
La investigación que respalda los resultados que aquí se exponen fue de carácter exploratorio y descansó en el análisis de las principales fuentes primarias y secundarias sobre el movimiento estudiantil mexicano de 1968. Entre las primeras se cuentan los discursos, manifiestos, impresos y volantes que generaron los manifestantes4. Y entre las segundas, las reflexiones que a posteriori publicaron algunos de sus protagonistas y las obras que desde distintos campos del conocimiento se han abocado a examinarlo. Cabe apuntar, a su vez, que tanto para seleccionar las fuentes incorporadas al proceso de análisis de contenido como para clarificar algunas de las ideas fuerza en ellas trabajadas, la estrategia metodológica se valió de entrevistas semiestructuradas a pares investigadores5.
Para cumplir satisfactoriamente con los objetivos propuestos, este artículo se organizó en cuatro secciones. Se parte con una presentación de las coordenadas históricas, culturales y educacionales de México en los años revolucionarios de América Latina. Luego se exponen las etapas y los hitos que marcaron al movimiento estudiantil mexicano de 1968. A continuación se examinan las demandas del movimiento estudiantil a través de un modelo de análisis político/espacial. Y, finalmente, se distinguen las diferentes concepciones de educación y transformación social presentes en el estudiantado.
1. México en los años revolucionarios de América Latina
Durante el tercer cuarto del siglo XX, México, como gran parte de América Latina, vivía momentos de profundo contraste. Por un lado, se encontraba en el mejor período en lo que se refiere al crecimiento económico, y, por otro lado, experimentaba momentos de agudas tensiones sociales. Esto no podía ser de otro modo, pues mientras los indicadores económicos mostraban un crecimiento sin par, amplios segmentos de los sectores populares se estaban empobreciendo6. Como advierte el sociólogo Pablo González Casanova, aun cuando la población en situación de pobreza disminuía en términos porcentuales, ella, en números absolutos, sólo aumentaba7.
Mientras las grandes potencias mundiales se disputaban el control económico del así llamado tercer mundo, en México se vivía una guerra de baja intensidad que amenazaba con extenderse en cualquier momento. Un conflicto posible porque, aun cuando el país estaba bajo el influjo del máximo exponente del capitalismo mundial, en su seno existían, igualmente, núcleos que aspiraban a crear las condiciones necesarias para instaurar otro tipo de ordenamiento. De hecho, fue durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940) que se implementó una de las experiencias socialistas más consistentes de la región, quizás tan renombrada como lo fue la implementada en la década de los sesenta por la Cuba revolucionaria, o la impulsada a principios los años setenta por el Chile de la Unidad Popular.
Pero se debe destacar que en México, a diferencia de lo que ocurría en el resto de América Latina, no hubo conflictos armados de proporciones, tampoco dictaduras. Lo que sí se padeció fue un régimen político autoritario, de cariz corporativo, donde el Ejecutivo y, más puntualmente, la Presidencia contaba con amplias atribuciones8. Entre las marcas más visibles que tenía este régimen estaban las medidas extralegales que utilizaba para desarmar cualquier asomo de disconformidad. Medidas que iban desde la cooptación hasta la imposición de dirigentes y que, en caso de que estas fueran inefectivas, daban paso al amedrentamiento, encarcelamiento y, en los casos más extremos, asesinato de opositores9.
Debe hacerse notar, a su vez, que tanto en México como en América Latina, la Guerra Fría no sólo tenía que ver con militares, guerrilleros, golpes o dictaduras. Se vivía también como una batalla de ideas donde los intelectuales -entre ellos, también los profesores y los estudiantes- estaban en la primera línea10. Batallas donde el objetivo era imponer los propios significados a los conceptos en disputa y, de esta manera, conseguir que fueran asumidos como normales/naturales por el conjunto de la población. Entre las nociones debatidas estaban las más generales, como reforma, revolución o democracia, y también las más específicas, como las disputadas en 1968: autonomía, educación o libertades. Así, unos y otros entendían que su comprensión de democracia o su noción de autonomía eran las únicas correctas; presunción que los impulsaba a utilizar un lenguaje de trinchera, donde el hablante se presentaba a sí mismo como honesto, confiable o correcto, mientras que a sus antagonistas los tachaba de mentirosos, equivocados o, incluso, traidores.
En el campo educacional, el tercer cuarto del siglo XX también fue un período de contrastes y tensiones. Tanto en México como en América Latina se verificaba un crecimiento exponencial en la cobertura educacional, reflejado, entre otros indicadores, en el crecimiento sostenido de las partidas presupuestarias y en un aumento exponencial de la matrícula11. De modo ilustrativo se apunta que en México, los fondos públicos destinados a la educación pasaron de representar un poco más del 10% del presupuesto total en 1950 a casi un 30% en 197012. Agregándose, a su vez, que entre estos mismos años, el número de estudiantes universitarios pasó de treinta mil a doscientos setenta mil13. Con todo, debido al notable aumento que también experimentaba la población nacional, la cobertura escolar estuvo lejos de ser satisfactoria14. En 1970, por ejemplo, la escolaridad promedio del país no alcanzaba a llegar a los cuatro años15.
Es importante resaltar que, junto a la ampliación de la matrícula universitaria, se dio una diversificación de esta, fenómeno que se explica porque desde comienzos del siglo XX empezaron a ingresar a la universidad los hijos de profesionales liberales, empleados comerciales y funcionarios públicos, y porque desde la década de 1940 lo hicieron también, aunque en mucho menor medida, los hijos de los sectores populares16. Esta inédita composición social del estudiantado trajo aparejados necesidades y horizontes nuevos. Se tiene, por tanto, que desde mediados de esta centuria comienzan a aparecer demandas por apoyo socioeconómico para el estudiantado -las cuales incidieron en que se aumentaran sus beneficios en lo que a transporte, alimentación, salud y alojamiento se refiere- y empiezan también a tener presencia entre los universitarios las problemáticas que aquejaban a los sectores mayoritarios de la población17.
Esta suerte de "izquierdización" de las universidades también tuvo que ver con los nuevos medios de transporte y comunicaciones. Sí, porque era a través de ellos que llegaban las noticias que informaban de alzamientos en todos los cantos del mundo y, especialmente, los provenientes de Cuba. Una insurrección triunfante que sería capaz de disputar la hasta entonces única noción de revolución viable en suelo americano: la mexicana18. En los años cincuenta y sesenta, este fenómeno se tradujo en la proliferación de organizaciones estudiantiles de izquierda que prontamente comenzaron a disputar la hegemonía de la que gozaban las orgánicas corporativas controladas por las autoridades universitarias y/o gubernamentales. En los setenta, en tanto, esta tendencia se reflejó en una mayor presencia de las perspectivas críticas en los currículos universitarios y en un vigoroso movimiento sindical dentro de las casas de altos estudios19.
Conforme a lo expuesto, no debe sorprender que durante el tercer cuarto de este siglo el país se encontrara envuelto en un clima de agitación, ni que los estudiantes formaran parte de los inconformes. De hecho, la investigadora Soledad Loaeza señala que, producto de las múltiples movilizaciones sociales que se sucedían, México se encontraba en estos años en una situación crítica20. Entre estas movilizaciones se contaban las de cariz preferentemente gremial, como las emprendidas por ferrocarrileros, petroleros, maestros y telegrafistas en 1958, y las de proyección eminentemente política, como el conflicto por los "libros de texto gratuitos" que comienza en 1960, o como el alzamiento armado que se verificó en Ciudad Madera (Chihuahua) en 1965. En el campo estudiantil, en tanto, la historiografía recuerda decenas de movilizaciones en estas décadas, entre las cuales adquieren especial relevancia aquellas que consiguieron articular al estudiantado de varias instituciones, como, por ejemplo, las sucedidas en la capital en 1958, en Chihuahua y otros puntos del país en 1967 y en Nuevo León y otros estados en 197121. Se trata entonces de un cúmulo de antecedentes que permite sostener que el movimiento de 1968 no fue un fenómeno aislado, sino que formaba parte de un ciclo de movilizaciones.
2. El movimiento estudiantil mexicano de 1968
Uno de los aspectos mejor conocidos sobre el movimiento estudiantil de 1968 son los hechos que fueron dándole forma. Para favorecer su exposición, ellos se agruparán en cuatro etapas. La primera, "los primeros días", incluye los acontecimientos de fines de julio y se detiene en la conformación de la orgánica que liderará al movimiento. La segunda, "estudiantes en marcha", abarca los sucesos de agosto y repara en las estrategias utilizadas por los estudiantes para protestar. La tercera, "la resistencia", refiere a los hechos de septiembre e ilustra la estrategia represiva utilizada por el Gobierno. Y la cuarta, "el repliegue", comprende las acciones estudiantiles desde octubre hasta diciembre y da cuenta de las proyecciones del movimiento22.
Los incidentes que desencadenaron el movimiento de 1968, como ocurrió en todos los grandes movimientos estudiantiles latinoamericanos de los últimos cien años, pueden ser clasificados como nimiedades. Por ejemplo, en Córdoba (Argentina), las problemáticas que dieron inicio al alzamiento de 1918 fueron la pérdida de beneficios para los estudiantes de Medicina y el aumento en las exigencias para los de Ingeniería, que dio como resultado un movimiento que se prolongó por espacio de un año y que ha sido comprendido como el precursor de las luchas por la autonomía universitaria en toda América Latina23. En el caso del movimiento estudiado, todo partió de una pelea de barrio que fue escalando aceleradamente, debido a la combatividad de los estudiantes y al errático manejo de las autoridades24. Un conflicto que terminará con la Policía siendo sobrepasada y con el Ejército interviniendo toscamente para intentar contener la que, hasta ese momento, sólo era una revuelta.
Desde los primeros días del movimiento son distinguibles ya algunos de los rasgos que le dieron su sello. Entre ellos, el más sustantivo es que los estudiantes se articularon con prescindencia de las organizaciones controladas por las autoridades educacionales y/o gubernamentales. Una reacción que, sin duda, tenía que ver con los aprendizajes adquiridos en esta materia en las grandes movilizaciones de años anteriores, entre ellas las comandadas por la Gran Comisión Estudiantil en 1958 y por el Consejo General de Huelga en 196725. Por esto, aunque sólo a principios de agosto se consolidó la organización que pasará a la historia como la gran conductora de los estudiantes, el Consejo Nacional de Huelga (CNH), es desde fines de julio que se había puesto en marcha el engranaje para su conformación26.
El momento clave que hizo que la revuelta se transformara en movimiento fue cuando los militares, la madrugada del 30 de julio, dispararon un proyectil de alto calibre a un establecimiento educacional. Esta insólita medida generó tal nivel de indignación en el mundo cultural, que de inmediato se levantaron a tope las banderas de la autonomía universitaria. Como respuesta, el 1 de agosto se realizó una marcha multitudinaria, liderada por las autoridades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a la cual le sucedieron cuatro grandes marchas más, claro que encabezadas estas últimas por el CNH. De las cinco marchas, las dos primeras tuvieron recorridos eminentemente universitarios, y las tres últimas llegaron al centro neurálgico del país, la plaza que colinda con el palacio de gobierno, el Zócalo27.
Todos los analistas, sin embargo, coinciden en destacar que con los estudiantes en marcha se vivió un momento de ascenso del movimiento que se condice con su apropiación del espacio público. Para "ganar la calle", los estudiantes se valieron tanto de las marchas como de las brigadas -grupos de cinco o seis estudiantes que se desparramaban por las principales ciudades del país para informar sobre los pormenores del movimiento-28. Como en todos los alzamientos de gran magnitud, una de las claves que explica la alta adhesión que concitan es lo atractivo que resulta involucrarse en sus actividades. Tal como aconteció en el último movimiento de Chile en 2011, donde el estudiantado buscó captar la atención de la población hacia sus demandas a través de las más ingeniosas fórmulas29, en estas semanas el movimiento mexicano de 1968 logró ser, para muchos de sus participantes, una verdadera fiesta.
Pero la fiesta no iba a durar mucho. El desenlace de la última marcha de agosto, con los militares actuando bruscamente para disolverla, marca el inicio de una nueva y agresiva estrategia gubernamental. Una estrategia que sería refrendada en la cuenta pública que el 1 de septiembre hizo el presidente Gustavo Díaz Ordaz y que mostraba que de la cooptación, la descalificación y el aislamiento de los manifestantes se pasaría al amedrentamiento, al hostigamiento e, incluso, al asesinato30. Esta fórmula represiva incluyó, entre otras acciones, atentados con armas de fuego a algunas instituciones educacionales, la ocupación militar de las dependencias de la UNAM y del Instituto Politécnico Nacional (IPN), y la tristemente recordada masacre del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas31.
Durante todo septiembre, la resistencia del estudiantado fue tenaz. La lectura que los manifestantes hicieron de las palabras del Presidente no dejó espacio a dudas: el tiempo del entendimiento había acabado. Pese a la intensificación de la represión gubernamental, y a las vacilaciones del ala más conservadora del movimiento -la representada, entre otros, por el rector de la UNAM-, la juventud respondió a las amenazas con base en sus convicciones y continuó saliendo a la calle32. Desde entonces, las motivaciones que prevalecieron entre los estudiantes fueron, por sobre cualquier otra, la épica, el compromiso, la voluntad. Una disposición que también experimentaron ese año de 1968 muchos estudiantes brasileños, sobre todo quienes comprendían que no podía ser que los golpistas les hubieran arrebatado su democracia, sus conquistas sociales y sus sueños sin que nadie hiciera algo. Y ellos lo hicieron. ¿Se equivocaron? ¿Los aplastaron? Tal vez. Pero lo hicieron33. En el caso mexicano, en tanto, la incesante profundización de las estrategias que el Gobierno y los estudiantes venían implementando, más represión en el caso de unos y más intentos por involucrar al pueblo en el caso de otros, terminó de la peor manera posible.
Luego de Tlatelolco continuaron las asambleas, las acciones de las brigadas y las reuniones del CNH. Aunque, claro, el golpe había sido brutal y el repliegue de los manifestantes, para ese entonces, era evidente. Prueba de ello es que después de la masacre, el estudiantado ya no buscaba democratizar al país; sus objetivos ahora eran más modestos y se reducían a que cesara la represión, se liberaran los manifestantes presos y se entregaran los establecimientos educacionales ocupados por los militares. A comienzos de diciembre, luego de poner en la balanza la satisfacción parcial de algunas de estas demandas y el alto desgaste sufrido por los estudiantes, el CNH dio por finalizado el conflicto. Entre los análisis con que se justificó esta medida se deslizó, también, una amenaza: si las vías pacíficas para expresar su descontento, para lograr transformaciones sustantivas, seguían siendo clausuradas, tarde o temprano se verían en la obligación de abrir otras sendas34. Y tal como venía ocurriendo durante esos mismos meses de 1968 en Uruguay, donde el asesinato de varios estudiantes había ahogado también un multitudinario movimiento, después de la masacre muchos dejaron su militancia estudiantil para abrazar la lucha armada35.
Días después de la resolución del CNH, la comunidad universitaria de Puebla, que persistía en la movilización para presionar la liberación de sus presos, también puso fin a esta36. Un hecho que se recuerda para poner en evidencia que, aunque sean los acontecimientos de la capital los más conocidos, fueron decenas las instituciones de educación superior que en todo el país se plegaron a la huelga37. Otro aspecto que también conviene tener presente aquí es que en los últimos días de diciembre de 1968 todavía quedaban instituciones movilizadas, y en ellas se seguían reformulando sus exigencias. La Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), por ejemplo, informaba que los objetivos que perseguirían desde entonces serían, entre otros, conseguir participación estudiantil en el gobierno de la institución y crear instancias institucionales para reflexionar sistemáticamente sobre los problemas del país38. Lo que da cuenta, a su vez, de que, a pesar de todo, el movimiento tendría proyección en los años venideros.
3. Las demandas del movimiento estudiantil
Hasta ahora han existido dos grandes visiones sobre las exigencias levantadas por el movimiento estudiantil mexicano de 1968. Una, la construida por el Gobierno y sus allegados, evalúa que el movimiento no poseía demandas, pues, en el fondo, sólo habría sido un pretexto para desestabilizar el orden institucional y, así, favorecer la instalación de una dictadura -de izquierda o de derecha, según fuera el signo político que primara en los análisis-. Otra, la elaborada por representantes del movimiento estudiantil, hace hincapié en que el movimiento demandaba que se pusiera freno al autoritarismo imperante, pues entendían que este los estaba sumiendo en una dictadura. Aunque desde los inicios del movimiento ambas posturas coexistieron, fue la primera la que se impuso en los años inmediatamente posteriores a 1968, y la segunda, la que prevalecerá desde mediados de la década de los setenta hasta nuestros días39.
A diferencia de las posturas expuestas, en este artículo se asume que la exigencia antiautoritaria no era la única ni, necesariamente, la más importante. Se aprecia, más bien, que ella formaba parte de un conjunto de demandas que el estudiantado mexicano venía exigiendo desde mediados del siglo XX. Un conjunto que incluía, además, la defensa de la autonomía universitaria, la conformación de una universidad militante y la promoción de la participación popular. Todas demandas que, sin ser estrictamente complementarias, eran solidarias entre sí, en el sentido de que la satisfacción de una favorecía la consecución de las demás. Así, por ejemplo, mientras mayor era el respeto por la autonomía universitaria, mejores condiciones existirían para exigir libertades democráticas, para construir una universidad militante y para alentar la participación popular.
Antes de ahondar en estas exigencias es necesario precisar que ha sido la tendencia a asociar de manera unívoca al petitorio defendido por el CNH con las demandas del movimiento, la que explica la preeminencia de la demanda antiautoritaria en las crónicas o los ensayos40. Asociación que ha redundado, además, en que se descuide el examen de las exigencias expresadas en otras instancias u otros soportes, y en que se tienda a comprender que el único interpelado por el movimiento era el Gobierno, cuando en realidad se exhortaba también al conjunto de la comunidad universitaria y, en un plano más amplio, a todos los integrantes de la sociedad41.
La autonomía universitaria ha sido defendida por los estudiantes latinoamericanos desde las primeras décadas del siglo XX. Una condición que se ha comprendido como indispensable para resguardar a las universidades de las intromisiones indeseables de agentes ajenos a dichas instituciones. En términos más precisos, la autonomía se ha concebido como la soberanía de la universidad, en lo que respecta a sus asuntos académicos, administrativos y financieros42. Definición que permite incluir dentro de esta demanda diversos requerimientos, entre ellos, que el estudiantado tenga participación en las instancias donde se toman las decisiones de la institución -como exigían los estudiantes de la ENAH a fines de 1968- o que las autoridades gubernamentales carezcan de injerencia en dichas decisiones -uno de los detonantes del movimiento estudiantil que en 1971 también terminó en una matanza43-. Durante el tercer cuarto del siglo XX, no sólo en México se levantaron estas exigencias: en 1958, el movimiento estudiantil uruguayo consiguió un sonado triunfo en este ámbito, y en 1967, el movimiento chileno también hizo lo propio44.
Como se apuntó en el apartado anterior, fue la defensa de la autonomía universitaria la que hizo que la revuelta se transformara en movimiento. Se recuerda, asimismo, que la autonomía volvió a movilizar a la comunidad universitaria luego de la ocupación militar que en septiembre sufrieron las instalaciones de la UNAM y del IPN, situación que se repetiría en los meses de repliegue, cuando se demandaba, entre otros puntos, que los uniformados salieran de los establecimientos educacionales que mantenían en su poder45.
También desde principios del siglo XX se registran en América Latina esfuerzos sistemáticos por construir otra universidad. Una que, junto con buscar la excelencia académica y una óptima formación profesional, se propusiera fortalecer la conciencia social del estudiantado. La Universidad Popular Mexicana, que en la década de 1910 auspiciaron los jóvenes intelectuales del Ateneo de México, o las Universidades Populares Manuel González Prada, que en la década de 1920 impulsó la Federación de Estudiantes del Perú, son algunos de los ejemplos más destacados46. En México, durante los años sesenta, la máxima expresión de esta demanda fueron las preparatorias populares. Con ellas se esperaba dar solución a la creciente falta de cupos que aquejaba al nivel preuniversitario y, adicionalmente, dotar de conciencia social a los futuros universitarios. Experiencias que en un inicio fueron autogestionadas, pero que al poco tiempo fueron integradas al sistema educacional47.
En los cinco meses que se prolongó el movimiento, la exigencia por acercar la universidad a la sociedad tuvo un lugar preferente. Tanto las brigadas estudiantiles como los festivales culturales o las actividades abiertas a la comunidad buscaron romper el aislamiento de la universidad y conseguir que las problemáticas que afectaban al conjunto de la población ingresaran a sus aulas48. Se debe hacer notar que esta idea de universidad militante fue la que estuvo detrás, también, del intenso trabajo que se realizó en la localidad campesina de Topilejo. Una comunidad aledaña a la capital que, debido a un trágico accidente de tránsito, se acercó al movimiento en busca de ayuda, y este, solidariamente, le brindó todo tipo de asesorías49.
La demanda por libertades democráticas, en tanto, se comprendía como la defensa de la posibilidad de disentir, de imaginar caminos diferentes al que se venía transitando, de construir organizaciones capaces de desplegar políticas que permitieran dichos cambios. Era, por añadidura, una exigencia que buscaba impedir que la sociedad transitara hacia un régimen político totalitario y hacia el estancamiento económico. Una pretensión presente también en otros de los grandes movimientos estudiantiles que en 1968 conoció América Latina y que en México venía acumulando razones al menos desde 1956, fecha en la cual algunos de los dirigentes del IPN fueron apresados con base en una legislación que castigaba la disidencia política50.
Una de las exigencias más representativas de la demanda por libertades democráticas fue, precisamente, derogar esta legislación, que desde la década de 1940 castigaba la disidencia política, la así llamada ley de disolución social. Un ordenamiento que debía castigar a quienes amenazaran al país vía rebeliones, asonadas, motines, sabotajes, provocaciones o invasiones, pero que, en la práctica, se utilizaba para agredir a los opositores al Gobierno51. Otras pistas que dejan entrever este sustrato antiautoritario son las reiteradas condenas al accionar represivo del Estado y, más puntualmente, al proceder de los cuerpos policiales. Condenas materializadas en las exigencias por acabar con la Policía Antidisturbios -los así llamados granaderos- y por destituir a sus máximas autoridades52.
La última de las demandas levantadas ese año en México fue por participación popular en la dinámica del movimiento; no en vano, una de las consignas más repetidas por los estudiantes, como identifica la investigadora Silvia Díaz Escoto, fue "¡Únete pueblo!"53. Demanda que se explica porque los manifestantes, insertos en la lucha semántica ya descrita, se asumían como portadores de la verdad e instaban a los otros sectores de la población a sumarse al movimiento. En cierta medida, los impelían a que tomaran conciencia de los apremios, constricciones e injusticias que sufrían y, acto seguido, los exhortaban a que se levantaran para acabar con esta situación. Una comprensión que se anclaba también en aquellas perspectivas más divulgadas del materialismo histórico que entendían que los estudiantes, por sí mismos, no podían llevar a cabo los cambios sustantivos que requería la sociedad, aunque sí podían ser desequilibrantes movilizando a los que en efecto serían decisivos, los involucrados directamente en las labores productivas54.
El reverso de esta exigencia informa un aspecto incómodo para muchos de los cronistas de estos días, a saber: aunque el movimiento cosechara algunas muestras de simpatía por parte de los sectores populares -entre las que se contaban los insertos pagados en la prensa o la presencia de algunos contingentes en las marchas y concentraciones-, estas no llegaron a ser lo suficientemente contundentes como para que el movimiento dejara su apellido "estudiantil" y asumiera una identidad estrictamente popular. En este sentido, la demanda por participación popular era, también, la constatación de una carencia55. Con todo, independientemente del número y de la profundidad de las muestras de solidaridad que recibió el movimiento, la sola presencia de estas muestras era suficiente para que el estudiantado, más aún el que compartía un ideario de izquierda y tenía como horizonte los grandes problemas de la sociedad, mantuviera vivas sus aspiraciones. Después de todo, confiaban en que el más mínimo detalle, en el momento más inesperado, podía desencadenar un apoyo desbordante por parte de los sectores populares, apoyo que no sólo podría cambiar la correlación de fuerzas dentro del movimiento, sino que también podría transformar, sin más, el curso de la historia56.
Hecha la caracterización de las demandas es necesario recordar que, así como ellas no se manifestaban simultáneamente, tampoco eran defendidas de manera expresa por todos los participantes. Y aunque es probable que los manifestantes se identificaran con todas las demandas, es presumible además que un amplio espectro sólo defendiera algunas y que, en la práctica, cada quien se abanderara preferentemente por una u otra. Una polifonía en materia de exigencias que estaba dada al menos por dos factores: a) porque en el movimiento confluían estudiantes, profesionales liberales, intelectuales y artistas57; personas de orígenes diversos que incidían en que cada una pusiera su atención en asuntos vinculados a la universidad o a la sociedad indistintamente. Y b) porque entre los movilizados podían distinguirse dos grandes perspectivas políticas: la derecha del movimiento estudiantil, los reformistas, los que privilegiaban las vías pacíficas para exigir sus demandas, los que entendían que los problemas de la sociedad se resolvían con una participación restringida del Estado en los destinos de la sociedad, y, otra, la izquierda del movimiento, los revolucionarios, los que no descartaban la violencia para conseguir sus objetivos, los que creían que un Estado activo era clave para la resolución de los problemas de las grandes mayorías58. Conforme lo expuesto, el esquema 1 dispone las demandas estudiantiles según los horizontes políticos de los manifestantes y el espacio donde esperaban generar mayor impacto59.
Como ilustra este esquema, es probable que los manifestantes que colocaran su foco en las problemáticas que afectaban a la universidad demandaran, preferentemente, autonomía universitaria y una universidad militante. En tanto, es posible que quienes pusieran su atención en los temas de sociedad se inclinaran por exigir libertades democráticas y una participación más protagónica del pueblo en el movimiento. El esquema muestra, a su vez, que el ala derecha del movimiento debe haber exigido, preponderantemente, autonomía universitaria y libertades democráticas. Y denota, también, que el ala izquierda se debe haber inclinado por una universidad militante y por llamar al pueblo a que se sumara a las movilizaciones.
Con el objeto de matizar la rigidez que pueda transmitir un esquema de estas características es necesario reparar en dos puntos. Primero, es probable que sólo para los vinculados al mundo de la militancia política o la intelectualidad fueran significativas las distinciones entre "reforma" y "revolución", "reformista" y "revolucionario"60. Para los demás, lo importante debe haber sido la certeza de estar luchando por asuntos trascendentes como la justicia, la nación y/o el bien común61. Segundo, para esa minoría politizada, la lucha semántica no sólo debe haber sido importante, debe haber sido, en una palabra, vital. Esto, porque todos creían que la satisfacción de sus demandas era el mejor camino para asir las transformaciones anheladas y porque todos creían que la mejor defensa de sus convicciones era arremeter contra las de los demás. Así, mientras que el ala derecha estudiantil acusaba a la izquierda de querer radicalizar al movimiento, de buscar impedir que los sectores populares pudieran identificarse con él y de entregarle excusas al Gobierno para endurecer la represión, el ala izquierda acusaba a la derecha de querer boicotear al movimiento, de buscar constreñir sus potencialidades revolucionarias al defender un piso de demandas incapaces de sumar a los sectores populares y de taparse los ojos ante las cuantiosas evidencias que hacían presagiar un desenlace violento para el cual había que prepararse.
4. Educación y transformación social
En el movimiento estudiantil mexicano de 1968 convivieron dos grandes aproximaciones sobre los vínculos entre la educación y la transformación social: por un lado estaban quienes creían que la educación era fundamental para resolver los problemas de fondo de la sociedad, y, por el otro, estaban los que veían que -al menos en esa primera etapa, comprendida como de lucha por la liberación- no tenía mayor importancia.
Los razonamientos en que se apoyaban quienes comprendían que la educación era fundamental para enfrentar los problemas de la sociedad se respaldaban, como ocurre en América Latina al menos desde fines del siglo XIX, en idearios ilustrados o en enfoques emancipadores. Ilustrados, como los postulados con que Domingo Faustino Sarmiento concibió el sistema educacional argentino, o emancipadores, como los fundamentos de las primeras universidades populares en la región, como los que en 1920 levantó la Federación de Estudiantes del Perú.
Donde predomina el sustrato ilustrado se aprecia que a la educación entrega un conjunto de conocimientos, habilidades y disposiciones que permiten a las personas usufructuar las oportunidades que se encuentran disponibles, precisamente, para los iniciados en la educación. El diagnóstico que prima entre los que así razonan es que ha sido la educación la gran responsable de que ellos gocen de una situación comparativamente más holgada que la del grueso de la población, y, por lo tanto, educarse sería el camino que debe seguir todo aquel que desee emularlos. En el México del tercer cuarto del siglo XX, esta concepción puede rastrearse entre los estudiantes que se veían a sí mismos como privilegiados, que luchaban para que más personas pudieran gozar de esta condición; entre los que abogaban por la ampliación de las prestaciones sociales para los estudiantes, y entre los que impulsaban actividades de extensión o de difusión cultural. Todas las frases que referían a la necesidad de acercar el pueblo a la universidad, o viceversa, compartían este tipo de barniz ilustrado. Todas las demandas asociadas a la autonomía universitaria, como por ejemplo las que aspiraban a la participación del estudiantado en el gobierno universitario, tenían también a este ideario como trasfondo.
Donde prima el sustrato emancipador, en cambio, se comprende a la educación como proveedora de herramientas que facilitan el accionar de las personas en lo social y, más importante aún, como un medio capaz de develar los problemas de la sociedad y de instar a los estudiantes a participar activamente en su solución. Por esto, quienes así razonaban creían que la educación debía denunciar las contradicciones de la sociedad y generar un conocimiento militante. Además, en sintonía con las reflexiones que por esos mismos años popularizara el educador brasileño Paulo Freire, se consideraba la educación como una actividad eminentemente política62. Por lo tanto, lo que cabía hacer era dejar de aspirar a una supuesta ecuanimidad y dotar a la educación de una orientación afín a los intereses de los sectores populares. Entre las experiencias concretas que se apoyaron en estas concepciones, los ejemplos más destacados son las preparatorias populares, como las que se inauguraron en la Universidad Nacional Autónoma de México en 1968 o en la Universidad Autónoma de Puebla en 1969. Aquí, el objetivo iba más allá de acercar la universidad a los sectores populares, era, más bien, comprometer a la comunidad universitaria con los destinos de la sociedad, construir una universidad al servicio del pueblo o, lo que es lo mismo, una universidad militante.
En cuanto a los idearios que consideraban que la educación era irrelevante en la transformación de la realidad, recién estaban articulándose a mediados del siglo XX; un fenómeno alentado, en parte, por los magros resultados obtenidos por algunos movimientos estudiantiles. Y es que después de cada fracaso, como ocurrió en México en 1968, o como aconteció en Brasil y Uruguay ese mismo año, una parte de los movilizados abandonaba la batalla educacional, es decir, la lucha cultural y pacífica por excelencia, para sumarse a las organizaciones que hacían de las armas su principal argumento. Y aunque estas posiciones no aparecieron repentinamente luego de aplastados los alzamientos -pues antes estuvieron presentes entre los que insistían en la necesidad de pasar a la clandestinidad o en armarse con fines de autodefensa-, cuando la represión cerraba los caminos del diálogo, ellas se fortalecían. Las singularidades que presentó el movimiento estudiantil en Sinaloa, unidas al exhaustivo trabajo historiográfico de Sergio Sánchez Parra, hacen de esta experiencia un acceso privilegiado a la comprensión de estos idearios.
Sinaloa, durante este mismo período, fue un escenario de intensa agitación estudiantil. Varias fuentes advierten, de hecho, que el movimiento de 1968 se vivió con tanta fuerza que los sinaloenses no sólo suscribieron los primeros manifiestos del CNH, también mandaron delegaciones a participar en los actos de protesta en la capital, organizaron actividades de solidaridad en el Estado e, incluso, conformaron un Consejo Estatal de Huelga63. A principios de 1970 se inició en Culiacán una protesta contra el rector que había sido designado por las autoridades estatales, es decir, a favor de la autonomía universitaria. En abril de 1972, luego de que la Policía diera muerte a dos estudiantes, renunció dicho rector y se atendió una parte importante de las demandas estudiantiles. No obstante, cuando todo indicaba que los estudiantes retornarían a la normalidad, algunos movilizados evaluaron que estas conquistas sólo eran un hito dentro de la lucha, y en ningún caso un punto de llegada. Estos estudiantes actuaron en consecuencia y, luego de controlar por la vía electoral la Federación de Estudiantes Universitarios de Sinaloa (FEUS), se volcaron a fortalecer los vínculos con los sectores populares, derrotero que en enero de 1974 los llevó a liderar, junto a la Liga Comunista 23 de Septiembre, la principal insurrección del país en estas décadas: "El asalto al cielo"64.
Pero el papel secundario que tenía la educación para este sector estudiantil de Sinaloa no solamente se colige de esta opción manifiesta por la vía armada. Ellos reflexionaron de forma sistemática sobre la función que la universidad podía desempeñar en la transformación de la sociedad y concluyeron -en sintonía con los intelectuales que en estos mismos años estaban entendiendo que la educación no contribuía a transformaciones de fondo porque reproducía las estructuras de dominación65- que la universidad estaba inserta en los esquemas productivos hegemónicos a través de la generación de capital humano y de la creación de nuevos conocimientos. Dos tipos de producción universitaria que, a fin de cuentas, redituaban plusvalía a los grandes capitalistas. Un raciocinio que los llevaba a desestimar las luchas en el plano cultural e, incluso, a atacar a las mismas universidades. Dicho de otra manera, pensaban que si no se podía controlar la producción universitaria para utilizarla con propósitos afines a los sectores populares, mejor era boicotearla o, lisa y llanamente, inutilizarla66.
Conclusión
El camino argumental seguido en este artículo permite apreciar, por un lado, que las demandas que movilizaron a los estudiantes mexicanos en 1968 no se reducen al antiautoritarismo, y, por el otro, que entre los movilizados existían diferentes visiones sobre la importancia de la educación en la transformación de la sociedad. Por esto, aunque todos los manifestantes comprendieran que la educación entregaba insumos importantes para desenvolverse en la contemporaneidad, no todos confiaban en que contribuía a que las sociedades fueran más justas o igualitarias. Los que sí creían en la educación se apoyaban en matrices liberales/reformistas o socialistas/revolucionarias; mientras que para los primeros la educación podía contribuir a destruir el yugo de la ignorancia, para los segundos podía ayudar a romper las cadenas de la dominación. Por su parte, quienes no le otorgaban a la educación un papel de primer orden en la transformación de la sociedad interpretaban que ella simplemente reproducía/producía las estructuras de dominación. Un diagnóstico que, si persistía, los llevaba a desestimar las luchas estudiantiles y abrazar la lucha armada.
Desde mediados de la década de 1970, los fuertes golpes asestados sobre la izquierda latinoamericana, unidos a la desaceleración económica que terminaría en la así llamada "crisis de la deuda", abrirán una etapa de derechización del continente. Un proceso que tanto en las universidades como en los movimientos estudiantiles se hizo sentir, y cuyo escrutinio, por escapar de los objetivos inmediatos de este artículo, debe dejarse como materia pendiente. Para concluir, sólo resta subrayar que el movimiento estudiantil mexicano de 1968 fue muchas cosas: fue una derrota dolorosa, sí; una llamada de atención al autoritarismo, también; y una escuela política para sus cientos de miles de participantes, indudablemente. Sin embargo, lo más importante es que este movimiento no sólo es pasado, pues, como bien enseña la historiadora Eugenia Allier, en la memoria colectiva, 1968 continúa manteniéndose obstinadamente presente. Una memoria que día a día va actualizándose y que, se espera, puede verse enriquecida con esfuerzos como los que aquí se han realizado: comprender al movimiento como parte de un ciclo de movilizaciones de más largo alcance y apreciarlo como una de las mejores páginas en la historia de las búsquedas por construir sociedades más justas e igualitarias en América Latina.