Introducción
El 20 de julio de 1893, la apertura del pabellón de Colombia cautivó la imaginación de los visitantes de la World’s Columbian Exposition de Chicago. En lo que fue la primera participación exitosa del país en una exposición universal, la comisión organizadora apostó por una muestra espectacular de objetos prehispánicos, en especial, de las culturas muisca y quimbaya. Aunque el segundo piso del edificio exhibiera gran cantidad de minerales, libros, mapas, pájaros disecados y productos agrarios, el interés de los visitantes y de la prensa internacional se enfocó casi exclusivamente en las “antigüedades” expuestas en la planta baja(1). En esta, el visitante podía observar una “notable y muy valiosa colección de antigüedades, desenterrada de tumbas prehispánicas en Colombia, incluidos botellas de agua, figuras humanas, cascos, trompetas, pectorales, collares, brazaletes, tobilleras, etc., todo de oro puro. También […] varias momias y una colección grande de cerámicas antiguas”(2). Ante tanta opulencia, un periodista norteamericano incluso llegó a cuestionar el grado de civilización de sus antepasados ingleses, ya que, mientras que estos habían comido con los dedos en primitivas tazas de barro, los avanzados y extravagantes quimbayas habrían usado platos de oro para tal fin. Del mismo modo, un colega suyo se maravilló ante el exotismo de momias, cráneos e “imágenes doradas de los tiempos de los Incas [sic]”(3).
En su mayoría, estos comentarios hacían referencia al Tesoro Quimbaya, un conjunto de 433 piezas precolombinas hallado en 1890 por guaqueros en una finca cerca del pueblo de Filandia, en el actual departamento del Quindío(4). Hasta la fecha, estos artefactos de oro, tumbaga y cerámica, pertenecientes a la cultura “quimbaya clásica” (500 a. C. a 600 d. C.), son considerados el más importante hallazgo arqueológico en territorio colombiano. Con el fin de exhibirlo en la Exposición Histórico-Americana de Madrid entre noviembre de 1892 y febrero de 1893 -celebrada para conmemorar el IV Centenario del descubrimiento de América-, el presidente Carlos Holguín (1888-92) decidió comprar el Tesoro. Además, dispuso que fuera obsequiado al Gobierno de España después del cierre de la exposición, en agradecimiento por haber fallado a favor de Colombia en un litigio fronterizo con Venezuela(5). Por lo tanto, el 4 de mayo de 1893, ya bajo el gobierno de Rafael Núñez y su “presidente encargado”, Miguel Antonio Caro (1892-94), las 121 piezas más llamativas de la preciada colección fueron entregadas a la reina regente de España, María Cristina de Habsburgo-Lorena(6). Los objetos restantes se exhibieron entre mayo y octubre de 1893 en la Exposición Universal de Chicago, igualmente celebrada para conmemorar la hazaña de Colón.
A pesar de la trascendencia histórica del Tesoro Quimbaya, cuya posible devolución a Colombia por parte de España sigue siendo tema de acalorados debates, son pocos los trabajos que exploran en profundidad el contexto histórico de su adquisición y presentación en las exposiciones internacionales de 1892 y 1893(7). Aunque la participación de Colombia en la exposición de Madrid ha sido estudiada por Carmen Muñoz, no se puede decir lo mismo acerca de la exposición de Chicago. La presentación colombiana en la feria norteamericana sólo ha sido analizada dentro de estudios de temática más amplia(8). Este vacío historiográfico puede ser el resultado de la escasez de propuestas que exploren en profundidad otras fuentes primarias relacionadas con la exposición de objetos precolombinos, productos agrarios y mineros, en el marco del IV Centenario, como son los catálogos, las guías, los informes oficiales, documentos de archivo, memorias de congresos, así como la prensa nacional e internacional. Considerando el enorme impacto cultural, científico, político y económico de las grandes exposiciones del siglo XIX -las cuales, según Jürgen Osterhammel, simbolizaron la pretensión universalista del mundo occidental mejor que cualquier otro medio de la época-, cabe preguntarse por la función y el sentido que las élites asignaron a tales eventos(9). Aunque no fue la primera vez que se podían apreciar muestras colombianas en las exposiciones universales del siglo XIX, sólo los eventos masivos en torno al IV Centenario cumplieron satisfactoriamente con las expectativas de sus organizadores y, por supuesto, de los visitantes(10). Pese a que el principio organizador de las exposiciones universales siempre ha sido el Estado-nación, simbolizado en la construcción de pabellones nacionales (desde 1867) y la puesta en escena de discursos de diferenciación colectiva, sostenemos que al mismo tiempo pueden ser entendidas como plataformas transnacionales que promovieron la circulación de conocimientos y objetos(11).
En lo que sigue, reconstruiremos la participación de Colombia en las exposiciones internacionales del IV Centenario en Madrid y Chicago. Indagaremos sobre las motivaciones detrás de la selección de ciertas muestras, señalaremos de qué manera las exposiciones contribuyeron al intercambio de saberes y objetos, y, por último, analizaremos cómo se vincularon las culturas prehispánicas al proyecto de formación de la nación. ¿Se trataba de un acercamiento superficial e instrumental, con el simple fin de distinguirse de las puestas en escena de otros países, o en realidad significó un cambio en la forma de pensar la nación? Sin embargo, antes de profundizar en estas preguntas, resumiremos brevemente la trayectoria del país en las exposiciones universales del siglo XIX.
Colombia en las exposiciones universales del siglo XIX
Al igual que la mayoría de los países latinoamericanos, Colombia mostró interés por participar en las exposiciones universales desde muy temprano. En los certámenes de Londres (1851) y París (1855) ya se presentaban algunas muestras de minerales y productos agrícolas, las cuales pasaron casi desapercibidas ante el público y la prensa del momento(12). Debido a la inestabilidad política de las décadas siguientes, la participación colombiana en las cada vez más grandes y concurridas exposiciones universales de la segunda parte del siglo XIX, se limitaría a este tipo de muestras. A diferencia de otros países de la región, como Argentina, Brasil y México, Colombia no consiguió diversificar sus exhibiciones, e incluso tuvo que cancelar su participación en algunos certámenes importantes, como la Exposición Universal de Filadelfia, en 1876. En este y en otros casos, problemas relacionados con las frecuentes guerras civiles y la falta de presupuesto impidieron una participación exitosa(13). Tal fue la influencia de estos contratiempos que, a pesar de presentarse en las espectaculares exposiciones de París en 1878 y 1889, las muestras del país tuvieron que ser exhibidas en los pabellones de Guatemala y Uruguay(14). La figura clave en la organización de estas últimas muestras era el botánico colombiano José Jerónimo Triana, radicado en París y gestor de la iniciativa privada con la cual el país pudo concursar con algunos productos minerales, vegetales, aves disecadas, así como “ídolos de oro y barros muy interesantes para el arqueólogo”(15).
A pesar de su impacto limitado, la exposición de 1889 marcó una ruptura en relación con presentaciones previas, ya que fue la primera vez que se expuso el pasado prehispánico como parte integral de lo que era Colombia, según indica Clara Isabel Botero(16). En París, los objetos de oro y cerámica, provenientes de Antioquia y Panamá, estaban acompañados de estudios científicos y algunas fotografías. Además, se expusieron imágenes de las estatuas provenientes del sitio arqueológico de San Agustín, en un álbum de acuarelas. Aunque la arqueología todavía no estaba profesionalizada ni institucionalizada en Colombia, muestras como esta servían para proyectar en el extranjero que los eruditos encargados de la organización y presentación de las “antigüedades” no sólo estaban creando los fundamentos para el estudio académico del pasado, sino que eran capaces de producir conocimientos “modernos”, pertenecientes a disciplinas emergentes como la arqueología y la antropología. Se trataba de campos en los que un país relativamente pobre -y cuya imagen internacional era con frecuencia relacionada con guerras civiles, corrupción y un “bajo nivel de civilización”- pudo destacarse de manera positiva(17). Además, como menciona Irina Podgorny, la arqueología del siglo XIX todavía no se definía por técnicas sofisticadas de excavación, como por ejemplo la estratigrafía, sino sólo por la “interpretación de monumentos”(18). En este sentido, algunas personas encargadas de la presentación de las “antigüedades” en las exposiciones se autodenominaron arqueólogos, aunque la mayoría de los objetos expuestos provinieran de excavaciones informales (“guacas”).
En este contexto, es importante señalar que la época de la Regeneración conservadora, cuyos inicios se remontan al inicio de la década de 1880, fue fundamental en la creación de un imaginario nacional de larga duración(19). Después de décadas de inestabilidad política bajo el mandato de diversos gobiernos liberales, surgió un proyecto de unidad nacional basado en el centralismo, el catolicismo y el hispanismo, que se consolidó con la Constitución de 1886. Para dotar este proyecto de una legitimación histórica, no sólo se elaboraron numerosos estudios sobre el pasado republicano y colonial, sino también sobre las culturas muisca y quimbaya. Además de fortalecer el ya existente Museo Nacional, se fundó una Comisión Científica Permanente (1881), cuyo propósito era realizar estudios de botánica, geología, mineralogía, zoología, geografía y arqueología en el territorio nacional(20). Se preveía también que los productos y las especies recolectados por esta comisión iban a ser expuestos en la Exposición Universal de Nueva York, en 1883, la cual, sin embargo, nunca se realizó(21). Así, la participación en las exposiciones de Madrid y Chicago, en 1892 y 1893, marcó un hito importante, debido a que se trataba de las primeras presentaciones oficiales en eventos de este tipo. En el contexto de la conmemoración del IV Centenario, Colombia incluso participaría en la pequeña Esposizione Italo-Americana, en Génova -la ciudad natal de Cristóbal Colón-, pero la muestra que se había destinado allí a finales de 1892, en una sola caja, fue tan insignificante, que ni siquiera la prensa nacional tomó nota del material(22).
Aunque las culturas prehispánicas estaban en el centro de las presentaciones de Colombia, no se puede deducir que esto significaba su integración plena en el imaginario nacional. Otros países latinoamericanos, como México, Perú y Brasil, también se especializaron en este tipo de muestras, debido a que los organizadores europeos de las exposiciones universales lo habían demandado. Así, como demuestran los casos de Brasil y Argentina en exposiciones francesas entre 1867 y 1889, era común que los gobiernos de la región recibieron pedidos escritos para exhibir sus “indios, campesinos y gauchos” en estos eventos(23). Por un lado, la preferencia por artefactos precolombinos, o incluso pabellones nacionales en forma de “templos” aztecas e incas, se debía a la demanda de exotismo por parte de los anfitriones. Por otro lado, las élites de países como México y Perú, que ya habían participado en las primeras exposiciones en la década de 1850, se dieron cuenta de que sus primeras muestras artísticas inspiradas en el arte academicista europeo fueron calificadas de pobres e inauténticas en Londres y París. Lo que más cautivó la atención de los visitantes europeos fueron los objetos prehispánicos. A partir de esta lección, cada vez más países latinoamericanos concibieron las exposiciones universales como plataformas para proyectar una “antigüedad americana”, es decir, las usaron con el fin de nacionalizar el pasado prehispánico a partir de su integración simbólica en los pabellones nacionales. Al igual que Roma y Grecia para los europeos, las civilizaciones prehispánicas representarían el “pasado glorioso” de Latinoamérica(24).
Así, cuando Colombia celebró su debut en las exposiciones internacionales, era apenas consecuente que se inspiraba en el discurso indianista prevalente en estos eventos(25). Sin embargo, a diferencia de México -donde el régimen de Porfirio Díaz buscó integrar el pasado prehispánico al nuevo imaginario de una “nación mestiza”-, Colombia estaba lejos de tales pretensiones(26). Todo lo contrario; mientras que en México se erigieron estatuas de reyes aztecas, se restauraron pirámides, y numerosos intelectuales empezaron a reflexionar sobre la integración del pasado prehispánico en la historia nacional, en Colombia los gobiernos de Holguín y Caro promovieron el carácter hispánico de la nación. Mientras se enaltecieron los muiscas y quimbayas en Madrid y Chicago, en Colombia las conmemoraciones del IV Centenario tenían un tono claramente hispánico y católico. De hecho, el 12 de octubre -día del descubrimiento de América- fue establecido como fiesta nacional, decisión que conllevó la elaboración e instalación de estatuas de Cristóbal Colón y de la reina Isabel (“la Católica”) en Bogotá(27). No obstante, aunque la celebración del pasado prehispánico en las exposiciones se dirigía exclusivamente “hacia afuera”, tampoco se trataba de una creación ad hoc. Como mostraremos a continuación, la construcción de una “antigüedad colombiana” se basaba en una tradición que se remontaba al inicio del siglo XIX, y cuyo eje era la idea de la “tercera civilización de América”.
Madrid 1892: exhibición de la “tercera civilización de América”
El hispanismo, que buscaba fortalecer los lazos culturales entre la madre patria y sus excolonias, fue compartido tanto por una parte de la élite política de la Regeneración como por los organizadores de la Exposición Histórico-Americana en Madrid. El auge de esta ideología alrededor del IV Centenario favoreció la inversión de grandes sumas de dinero en eventos conmemorativos. Así, el presidente Holguín decidió en julio de 1891 que tanto la exposición de Madrid como la de Chicago merecían el pleno apoyo del Gobierno, liberando para ello un crédito de 100.000 pesos(28). Aparte de exhibir el recientemente encontrado Tesoro Quimbaya a un público internacional, Holguín quiso aprovechar estos eventos para promover productos de exportación y estimular inversiones extranjeras. Lo que se debía proyectar, era la imagen de un país pacífico y en camino hacia el progreso.
Para garantizar la organización de los eventos, se convocó la Comisión de las Exposiciones de Madrid y Chicago, en la cual destacaron el político y diplomático Carlos Martínez Silva, el anticuario y coleccionista Gonzalo Ramos Ruiz, el historiador y geólogo Vicente Restrepo y el jurista Nicolás J. Casas(29). En esta comisión, que empezó a funcionar en noviembre de 1891, Carlos Martínez Silva ejercía la presidencia, mientras que Vicente Restrepo, Gonzalo Ramos Ruiz y Nicolás J. Casas fueron encargados para la selección de las “antigüedades” que habían demandado los organizadores españoles(30). Sin embargo, el conocedor más destacado de las culturas precolombinas era el hijo de Vicente, el historiador y arqueólogo Ernesto Restrepo Tirado. Como miembro de la delegación oficial, viajó a España para ayudar en la organización de la sección colombiana, así como para presentar los resultados de sus estudios en el IX Congreso de Americanistas en Huelva, que tuvo lugar durante la exposición(31). Desde 1875, estos encuentros internacionales representaban el principal foro de debate para los académicos y eruditos interesados en el pasado precolombino. Aunque dominados por europeos -en especial, franceses y alemanes-, los congresos se abrieron gradualmente para los participantes latinoamericanos, y hacia finales del siglo ya eran una de las principales plataformas de intercambio de conocimiento entre Europa y las Américas(32).
En el marco del IX Congreso, Restrepo pronunció un breve discurso sobre la cultura quimbaya, la cual tachaba de “viciada” y “caníbal”(33). Basándose en las Crónicas de Indias, Restrepo sostuvo que esta cultura habría desaparecido, en gran parte, por sus constantes conflictos con tribus vecinas y enfermedades traídas por los españoles. Para Restrepo y sus contemporáneos, no era claro que el Tesoro Quimbaya perteneciera a una época muy anterior a la conquista española, por lo cual él y otros eruditos se especializaron casi de manera exclusiva en el estudio de los escritos del siglo XVI. Así, Restrepo sostuvo que los mismos quimbayas que habían producido el Tesoro no conocían religión ni ídolos, pues creían en un “espíritu malhechor, genio del mal ó representante del demonio”(34). Además, afirmó que los quimbayas ya estaban en decadencia cuando entraron en contacto con los españoles, por lo cual su desaparición no se debía a estos últimos; incluso calificó los relatos sobre la brutalidad de la conquista de parte de la leyenda negra: “Por lo menos tocante á las tribus colombinas puede asegurarse que estaban entregadas a tales vicios, que no parecía lejano el momento de su desaparición y exterminio de las unas por las otras. Opino yo que en aquella época ninguna otra nación habría hecho conquista tan humanitaria, tan notable como la que realizó la nación española”(35).
No obstante, Restrepo también apreciaba ciertos rasgos de la cultura quimbaya, especialmente su gran habilidad de trabajar el oro, inigualada por ninguna otra cultura prehispánica. Estas habilidades confirmarían que tanto los quimbayas como los muiscas habrían sido “grandes civilizaciones”, a pesar de sus muchos “vicios”(36). En este punto, Restrepo, un conservador apegado al hispanismo de la época, partía de un topos que fue formulado por primera vez por Alejandro de Humboldt al inicio del siglo XIX. Durante su viaje por el Virreinato de la Nueva Granada entre 1800 y 1802, el viajero prusiano había visto los vestigios materiales de la extinta cultura muisca. Lo que lo convencía para afirmar que los muiscas eran una “civilización avanzada”, comparable con los incas y aztecas, era el supuesto “calendario muisca”, descrito por el teólogo y científico neogranadino José Domingo Duquesne a finales del siglo XVIII. En su calidad de párroco de un poblado indígena, Duquesne había conocido una piedra grabada con signos jeroglíficos, la cual interpretó como un “calendario lunar”, aunque el verdadero significado del hallazgo todavía está siendo debatido por arqueólogos y antropólogos. Como señala Marta Herrera, la memoria elaborada por Duquesne llegó a manos de Humboldt en 1801 y fue una de las piezas clave que lo convencieron del alto nivel civilizatorio de los muiscas, aunque no poseyeran grandes templos ni monumentos(37). A pesar de que Vicente Restrepo consideraba que la idea del calendario muisca era un producto de la imaginación de Duquesne, partes de su memoria fueron impresas en el periódico Ilustración Española y Americana, en el contexto de la exposición de Madrid(38).
A partir de la autoridad de Humboldt, cada vez más eruditos se convencieron de que los muiscas habrían sido la “tercera civilización en América”, en especial algunos pensadores del período liberal, como ha mostrado Óscar Guarín(39). Un conservador hispanista como Ernesto Restrepo reconocía que esta cultura habría poseído cierto nivel de civilización, aunque subrayaba que no había ninguna continuidad entre las culturas prehispánicas y los indígenas del presente. De hecho, al igual que la escritora Soledad Acosta de Samper, quien también participó en el Congreso, consideró estos últimos como “salvajes” que estarían destinados a desaparecer con el tiempo, preferiblemente por un proceso de evangelización gradual(40). Cabe mencionar que esta también fue la posición del gobierno de la época, que mediante la Ley 89 de 1890 estableció que los “salvajes” de las tierras bajas deberían ser “reducidos a la vida civilizada” a través del trabajo evangelizador de las misiones católicas(41).
La distribución de los objetos precolombinos en Madrid, como se puede apreciar en una fotografía de la sección de Colombia (ver la figura 1), evidencia que los Restrepo querían acaparar la atención de los visitantes sobre el Tesoro Quimbaya, cuyas piezas eran descritas como “ejemplares que deslumbran al profano y encantan al arqueólogo”, dadas las características técnicas de estos, que incluso hacían pensar que habían sido elaborados con moldes(42). De esta forma, la espectacularidad del Tesoro se explotó en términos de belleza y pericia técnica, apreciación que respondía a las teorías evolucionistas del siglo XIX, las cuales determinaban el “grado de civilización” a partir de la calidad y el perfeccionamiento de los artefactos(43). La revalorización del pasado indígena se puede rastrear entonces a través de las piezas expuestas en la sección de Colombia, así como en las ponencias del Congreso de Americanistas, como evidencian también las memorias de la ya mencionada Soledad Acosta. Para demostrar los avances de la arqueología en Colombia y para afirmar el alto grado de civilización de la cultura muisca, Acosta presentó los estudios de Ezequiel Uricoechea, José María Samper y otros eruditos a los participantes internacionales del congreso(44). Todo esto con el fin de comprobar que los muiscas se encontraban a la altura de las “civilizaciones avanzadísimas” de México y Perú, y que no tenían ninguna relación con los indígenas de las tierras bajas, a quienes calificó de “salvajes tan embrutecidos que apenas se diferenciaban de los animales”(45).
En el caso de los muiscas, el repetido énfasis en su nivel de civilización no sólo estuvo basado en las tradiciones previas de su enaltecimiento por parte de algunos eruditos, sino también en las teorías climáticas de la época. De esta forma, muchos estudiosos del siglo XIX creían que sólo el clima templado del altiplano cundiboyacense habría permitido el desarrollo de una “gran civilización”(46). En la exposición de Madrid, estas ideas fueron subrayadas visualmente por el así llamado “cuadro hipsométrico”, cuya función era mostrar cómo las distintas zonas climáticas del país tuvieron efecto en las “características raciales” de sus habitantes(47). Lo que se sostuvo, era que no había una continuidad cultural entre las “grandes civilizaciones” del altiplano y sus pobladores actuales, pero sí una especie de continuidad racial. Así, las diferencias en términos de “progreso” y “civilización” entre las distintas regiones colombianas tuvieron que ver, supuestamente, con la forma en que se dio el proceso de mestizaje en cada región. Esta idea implicaba que los habitantes contemporáneos del altiplano, o sea, las élites bogotanas, serían los “herederos” de la civilización muisca(48).
A partir de la descripción de las piezas presentadas en los catálogos de la exposición, la fotografía de la sección de Colombia, y los debates en el Congreso de Americanistas, se puede observar cómo el discurso sobre el pasado prehispánico se limitó casi de manera exclusiva a las culturas muisca y quimbaya. Por un lado, la exposición del Tesoro Quimbaya servía para resaltar la perfección técnica en el momento de fundir y modelar el oro, lo cual, sumado a las investigaciones de Ernesto Restrepo, posicionaba a los quimbayas como una cultura altamente civilizada para su época(49). Por otro lado, la presentación de los muiscas como la “tercera civilización de América” también subrayó los altos estándares de las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo en Colombia. De esta manera, los escritos de Ernesto Restrepo, exhibidos tanto en Madrid como en Chicago, se basaron en la observación comparativa de piezas de oro, cobre, tumbaga y barro extraídas de distintos lugares del país, así como en el análisis de las Crónicas de Indias(50). Como muestra un escrito del célebre americanista alemán Eduard Seler, el trabajo de Restrepo fue incluso discutido entre los expertos internacionales de la época. Así, Seler basa la mayor parte de su escrito sobre los “quimbayas y sus vecinos” en los estudios del colombiano. Al finalizar su artículo, el alemán reconoce “el mérito de la comisión colombiana al juntar una gran cantidad de material tan valioso, lo cual posibilita, de manera ejemplar y a través de explicaciones y descripciones, su estudio científico”(51).
En resumen, se puede constatar que la pequeña comunidad americanista de Colombia, representada en Madrid por los Restrepo y Soledad Acosta, valorizaba y presentaba la cultura muisca -conforme a la teoría ya existente- como la “tercera civilización de América”, al lado de los aztecas e incas. Esta puesta en escena fue sumamente útil para Colombia, ya que permitía distinguirse claramente de otros países latinoamericanos presentes en la exposición. Sin embargo, tanto los Restrepo como Soledad Acosta estaban impregnados del hispanismo de la época, por lo cual se abstuvieron de construir algún tipo de continuidad entre el pasado prehispánico y el presente republicano, fuera de lo “racial”. La existencia de “grandes civilizaciones” en el pasado distante indicaba más bien que Colombia era un país apto para la “civilización” en general, aunque esta tendría que ser decididamente hispánica y se desarrollaría primero en las tierras altas y templadas del país. Además, la participación en el Congreso de Americanistas fue una buena ocasión para participar en discursos “modernos”, tal como lo muestra el impacto de los escritos de Ernesto Restrepo en la comunidad americanista internacional. Aunque la exposición de Madrid fue relativamente pequeña, sus organizadores la consideraron un éxito, que buscaron replicar en Chicago(52).
Chicago 1893: “Objetos extraños para los ojos del Norte”
Tras la participación exitosa en la exposición de Madrid, la comisión organizadora asumió otro reto: trasladar una gran parte de los objetos expuestos en Madrid a la ciudad de Chicago. Como la exposición española había cerrado sus puertas en febrero de 1893, la delegación encabezada por Carlos Martínez Silva, y ahora compuesta por el director general de Correos y Telégrafos, Enrique de Narváez; el diplomático y político Clímaco Calderón; el militar estadounidense Henry Rowan Lemly, y el empresario norteamericano Edward E. Britton, tenía menos de tres meses para organizar el envío de los objetos, ya que la inauguración de la World’s Columbian Exposition estaba programada para el 1° de mayo del mismo año(53). Sin embargo, las 121 piezas más representativas del Tesoro Quimbaya se quedaron en Madrid, donde fueron entregadas a la reina regente el 4 de mayo(54). Hasta el 30 de junio de 1893 permanecieron en las mismas instalaciones, en el marco de la denominada Exposición Histórico-Natural y Etnográfica, por lo cual no pudieron ser exhibidas en Chicago. De todos modos, como veremos más adelante, partes del Tesoro sí fueron enviadas a Estados Unidos(55).
A diferencia de la exposición de Madrid, la feria de Chicago era una verdadera exposición universal, que contaba con cerca de 28 millones de visitantes y la participación de 46 países. Para Colombia, no era entonces suficiente concentrarse en objetos precolombinos, ya que tanto el público como los organizadores de este certamen demandaban muestras más contundentes, en la medida de lo posible “representativas del nivel civilizatorio” de las naciones invitadas(56). En este sentido, para los organizadores norteamericanos de la feria, era de suma importancia poner en escena el progreso material alcanzado por los Estados Unidos desde su independencia y reivindicar sus pretensiones económicas, culturales y políticas frente a los países europeos, en especial, Francia, Gran Bretaña y Alemania(57).
Como en otras exposiciones universales, los organizadores de la feria de Chicago propagaron una retórica de paz y armonía global, ejemplificada por el muy concurrido Parlamento de las Religiones, así como por los innumerables congresos científicos internacionales que tuvieron lugar en las orillas del lago Michigan. Sin embargo, esta retórica difícilmente pudo ocultar las realidades políticas y económicas de finales del siglo XIX, marcadas por el imperialismo y la carrera armamentística entre las naciones europeas. Incluso el anfitrión, Estados Unidos, no estaba ajeno a tales pretensiones. Así las cosas, los organizadores Daniel H. Burnham y George R. Davis aprovecharon el IV Centenario para poner en escena el proyecto expansivo norteamericano, que, por ahora, sería más bien de tinte económico. En medio de una fuerte crisis financiera, los Estados Unidos estaban muy interesados en eliminar las barreras comerciales existentes para poder competir en mejores condiciones con las empresas europeas activas en América Latina. Debido a la sobreproducción industrial en el mercado doméstico, las “repúblicas hermanas del sur” eran percibidas como destinos ideales para la expansión económica. Estas políticas, promovidas por el ministro de Exterior, James G. Blaine, e inauguradas en 1889/90, en el marco de la primera Conferencia Panamericana en Washington, D.C., también eran una respuesta agresiva al hispanismo, incluso, una especie de contraproyecto(58). En este sentido, no es de extrañar que un total de once países latinoamericanos estuvieran representados en Chicago. Aunque desde el punto de vista económico, Colombia no era considerado un Estado tan importante, desde muy temprano los organizadores norteamericanos insistieron en su participación, ya que el país que llevaba el nombre de Colón no podía faltar en la World’s Columbian Exposition(59).
Es probable que el Gobierno colombiano quisiera inicialmente destinar más recursos para la exposición en Chicago. La delegación era consciente de que se trataba de una exposición universal, es decir, que aparte de los objetos precolombinos, era necesario exponer por lo menos algunos productos de exportación y bienes manufacturados(60). Sin embargo, al final el espacio ya reservado en los departamentos de Antropología, de Máquinas y de Agricultura no pudo ser ocupado en su totalidad, por falta de presupuesto. Por eso, Colombia tuvo que conformarse con un modesto pabellón nacional de 15 × 18 metros, que costó 16.000 dólares(61). Lo anterior no era motivo de desencanto, si se hace un balance de otras participaciones latinoamericanas; países como Chile y Perú ni siquiera lograron participar en la exposición, debido a sus problemas internos, y México -fuertemente representado en las exposiciones universales anteriores- invirtió sólo una parte de los fondos originalmente anunciados. Así, la “hacienda típica, o residencia de un terrateniente rico”, que el gobierno de Porfirio Díaz había prometido para el concurrido certamen, nunca se construyó, y sólo se expusieron algunos productos agrícolas y minerales en otros departamentos(62).
A diferencia de México, Colombia contaba entonces con un pabellón nacional de dos pisos, cuya planta baja estaba dedicada a los diversos objetos precolombinos, mientras que la planta alta albergaba minerales, café, telas de seda, caucho, tabaco, libros, pájaros, insectos disecados y mapas, algunos de los cuales fueron vendidos o donados a instituciones, bibliotecas y museos norteamericanos después del cierre de la exposición(63). Además, se exhibieron cientos de fotografías de paisajes, ciudades y “tipos colombianos” de Julio Racines, algunos de los cuales también fueron impresos en libros y guías promocionales, como el tomo Colombia 1893, editado en inglés por Clímaco Calderón y Edward E. Britton(64).
Las ventas de los objetos expuestos hacia el cierre de la exposición no se debían exclusivamente a motivos financieros, también servían para establecer contactos con instituciones científicas en Norteamérica, como muestra sobre todo el envío de pájaros e insectos disecados, objetos de cerámica, libros y mapas a la Smithsonian Institution, el Milwaukee Public Museum y el Museo Colombino de Chicago. Podría decirse que estas transacciones también estaban motivadas por el deseo de fomentar el estudio de estos objetos y el intercambio científico entre ambos países(65). En este contexto, se destaca la donación del incunable Doctrina cristiana y catecismo para la instrucción de los indios (1585) -el primer libro impreso en América del Sur- a la Biblioteca del Congreso en Washington, D.C.(66). Según la voluntad de Martínez Silva, este y unos 500 libros más estaban destinados a formar el “núcleo de un departamento hispánico relacionado con la historia de América” en dicha biblioteca(67).
Pese a que ningún colombiano participó en los numerosos congresos académicos de la feria, por lo menos estas donaciones servían para subrayar el grado de civilización del país, así como su preocupación por el estudio del pasado. Al mismo tiempo, es importante señalar que la imagen de Colombia en Estados Unidos estaba marcada por el fracaso del proyecto francés de construir un canal por el istmo de Panamá, en 1889. Haciendo referencia a este desastre, una gran parte de la prensa norteamericana se mostró partidaria de la Doctrina Monroe y del panamericanismo, y sus periodistas empezaron a difundir la idea de que Estados Unidos debía retomar este proyecto(68). Esto sería una empresa bastante difícil, ya que la “inestable y aguerrida república de Colombia” estaría propensa al caos y las “revoluciones” permanentes, según el concepto de la prensa norteamericana(69). Aparte de eso, el istmo -en su calidad de “Estado de tránsito”- era percibido como uno de los principales focos de difusión de fiebre amarilla en el hemisferio, por lo que Colombia fue duramente criticada en el Congreso Médico Pan-Americano de 1893(70).
A pesar de la mala prensa en Estados Unidos, Miguel Antonio Caro pareció apreciar las posibilidades que ofreció el evento para Colombia. A partir de su correspondencia con el periodista estadounidense William B. Hale, sabemos que el vicepresidente estaba al tanto de la participación colombiana. En lo referente a la exposición de Chicago, se mostró interesado en la transferencia de saberes, especialmente en proyectos de infraestructura, electricidad, y la posible venida de especialistas a Colombia, sobre todo de médicos y profesores(71). Al igual que Caro, la delegación colombiana en Chicago veía la exposición como una plataforma promocional para poder atraer profesionales expertos y capital de Estados Unidos; incluso se buscaba incentivar la migración de profesores norteamericanos a Colombia, con el fin de modernizar las escuelas normales y públicas(72). Por otra parte, la exposición también tenía como objetivo refutar las noticias negativas sobre Colombia, por lo cual se debía difundir la idea de que la Regeneración habría creado un país estable y pacífico, y que el istmo de Panamá no era una selva pantanosa e inhóspita, sino un espacio apto para la colonización, lleno de riquezas naturales, al igual que el resto de Colombia(73).
Pese al protagonismo mediático de Carlos Martínez Silva, la figura central para la organización de la exposición fue Henry Lemly, quien originalmente había sido contratado por el Gobierno colombiano para supervisar la creación de un ejército profesional(74). Lejos de ser solamente un instructor militar, Lemly era un observador perspicaz de la sociedad bogotana, a la cual dedicó algunos textos publicados en revistas norteamericanas como Harper’s Magazine. Escribió también diversos libros, desde un tratado sobre los beneficios del ejercicio físico para los miembros del futuro ejército colombiano hasta una biografía de Bolívar(75). Por su talento organizador y sus contactos en Estados Unidos, Holguín lo contrató en abril de 1891 para coordinar las obras en el pabellón, organizar el envío de los objetos desde Colombia y España a Chicago, y, por supuesto, promocionar el evento(76). Con este fin, Lemly trabajó con varios periodistas norteamericanos e incluso publicó un artículo en la revista The Century acerca del mito de El Dorado(77). Este artículo, del cual mandó una copia a Caro, trataba sobre la cultura muisca, apoyándose en los escritos de Charles Paravey, Jules Crevaux, Agustín Codazzi y, sobre todo, Liborio Zerda(78). Inspirándose en estos estudios, Lemly enfatizó en el alto grado de civilización de los muiscas, comparándolos constantemente con los aztecas y los incas, e incluso con los antiguos griegos y egipcios, lo cual lo llevó a la conclusión de que la arqueología moderna debería enfocarse más en el estudio de la antigüedad americana. Esta, como mostraría el ejemplo del estudio de la civilización muisca -pronto, en la exposición de Chicago-, no quedaría detrás de las “antiguas culturas del otro lado del mar”(79).
A pesar del enfoque general en las culturas prehispánicas, la fachada del pabellón de Colombia -diseñada por el joven arquitecto francés Gastón Lelarge, quien residía en Bogotá desde 1890- resultó bastante convencional (ver la figura 2)(80). A diferencia de un proyecto posterior del mismo arquitecto para el pabellón colombiano en la exposición universal de 1900 -el cual nunca fue construido, pero que habría contado con ocho gigantescos ídolos precolombinos en la fachada-, su diseño para la exposición de Chicago se orientaba en formas neoclásicas, al “estilo del renacimiento italiano”(81). Lo único decididamente “nacional” del pabellón, eran la figura de un cóndor dorado encima de una cúpula de hierro y vidrio, la bandera y el escudo nacionales, así como los nombres “Núñez, Bogotá, Caro”, que se podían leer en torno de la cúpula. Por último, el pabellón también albergaba dos invernaderos con plantas tropicales, reminiscentes de las selvas de Colombia(82).
Fuente: Chicago Tribune, Glimpses of the World’s Fair (Chicago: Laird & Lee Publishers, 1893), s. p.
A diferencia de la república de Brasil, que expuso diversas máquinas, e incluso aparatos eléctricos en el Electrical Building, Colombia no pudo demostrar mucho “progreso material”, como lo habían pedido los organizadores norteamericanos de la exposición(83). Por eso, los organizadores decidieron que una gran parte de la exposición debería consistir en objetos prehispánicos, sobre todo pertenecientes a las culturas muisca y quimbaya, ya que estas -acompañadas de las respectivas publicaciones académicas- podían dar una idea de los avances de la arqueología en el país(84). Así, se buscaba imitar el discurso visual y académico de la exposición de Madrid, presentando el pasado precolombino en forma de una “antigüedad gloriosa”, pero distante, e incluso muerta. En este sentido, se evitó cualquier referencia a posibles continuidades entre las civilizaciones del pasado y la población del presente. Al igual que en Madrid, esa muestra (aunque sin las mejores piezas del Tesoro Quimbaya) fue muy bien recibida por el público y la prensa, especialmente una momia de la región del Cocuy, que ya había sido expuesta en España(85). Entre los “objetos extraños para los ojos del Norte”, como escribía un periodista, se encontraron también cerámicas prehispánicas y algunas figuras de tamaño real de “tipos colombianos”, hechos de cera(86). En general, los reportes concluyeron que la parte precolombina del pabellón era lo que más valía la pena: “Colombia da sólo una muy pequeña muestra de sus recursos naturales, ni tiene objetos en los departamentos principales de la exposición, pero su pabellón es de los que vale la pena visitar, y si es sólo para ver la colección excepcional de ornamentos prehistóricos de oro y utensilios recuperados de las tumbas de la raza perdida que alguna vez habitaba este país”(87).
Hacia el cierre de la exposición, estos y otros objetos fueron donados o vendidos a precios muy bajos a diferentes museos e instituciones en Estados Unidos. Sin embargo, las piezas precolombinas -la ya mencionada “colección Restrepo”- fueron vendidas por la nada despreciable suma de 19.000 dólares al Museo Colombino de Chicago, fundado a raíz de la exposición y que se conoce hoy en día con el nombre de Field Museum of Natural History(88). Del mismo modo que en Madrid, la exhibición de objetos precolombinos en Chicago era entonces bastante ambivalente, ya que el estudio académico de esta y otras culturas era útil para demostrar la naciente capacidad científica del país, y, de alguna manera, significaba la valoración tardía de una “gran civilización”. Sin embargo, no había un verdadero interés institucional en el estudio y la conservación de estos artefactos, lo cual explica que incluso el Museo Nacional de Colombia vendiera su parte de la “colección Restrepo”(89).
A partir de la inauguración del pabellón de Colombia, el 20 de julio de 1893, se organizaron también algunos actos performativos. Aunque el pabellón ya estaba abierto al público desde hacía semanas, aquel día -la conmemoración de la independencia colombiana- se llevó a cabo la apertura oficial, empezando con un discurso de Martínez Silva sobre las relaciones entre Estados Unidos y Colombia. En esta ponencia, el jefe de la delegación colombiana subrayó el gran interés y la admiración que los colombianos sentían hacia la historia y las instituciones de su vecino del norte, y abogó por un comercio más activo entre los dos países. Además, repitió que la ausencia de productos manufacturados en el pabellón nacional no era un capricho, ya que “se había pensado que sería mejor no intentar una exhibición de todos los recursos de Colombia, y los comisionados se conformaron con mostrar colecciones de antigüedades, que podrían echar nueva luz a las razas prehistóricas del Nuevo Mundo, un sujeto que ahora está recibiendo gran atención”(90). Después de la ponencia -presenciada por Enrique de Narváez, Henry Lemly, los demás delegados, la prensa internacional, algunos visitantes de la exposición y, curiosamente, los tres hijos de Caro, quienes se encontraban en una “gira extensa como parte de su educación”-, se sirvió café a los huéspedes y una banda sinfónica cerró el evento(91).
Hacia el fin de la exposición, los delegados colombianos se mostraron contentos con lo que habían logrado. Carlos Martínez Silva y Enrique de Narváez opinaron que “esta Exhibición, aunque en pequeño, ha servido y servirá mucho para dar a conocer las riquezas naturales de Colombia. Muchas son las personas que hoy tienen ya alguna idea de nuestro país y muchas las que han manifestado el propósito de llevar á nuestro suelo industrias y capitales”(92). Como se pudo ver a lo largo de este apartado, por lo menos la mayor parte de la prensa internacional tuvo una impresión positiva de la presentación colombiana. La puesta en escena de Colombia como una especie de “El Dorado moderno” -o sea, un país “antiguo”, rico en oro y otras materias primas, pero al mismo tiempo “en el camino hacia la civilización”- había funcionado.
Conclusión
El hecho de que Colombia se haya preocupado por organizar presentaciones internacionales, que consistían predominantemente en objetos precolombinos, da cuenta de la importancia que el estudio del pasado había ganado a finales del siglo XIX. Si bien la disciplina arqueológica aún no estaba consolidada, y la catalogación y recolección de piezas había sido ejecutada por eruditos “amateurs”, era el fundamento para su posterior institucionalización, un proceso que se vio truncado por la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y la consiguiente pérdida de Panamá (1903). Como ha mostrado Clara Isabel Botero, sólo décadas después de las celebraciones del IV Centenario, coleccionistas y académicos empezarían a investigar sistemáticamente las culturas prehispánicas. También pasarían muchas décadas hasta que estas culturas fueran reconocidas, valoradas y confirmadas como parte de la historia nacional(93).
A nivel simbólico, la integración del pasado indígena en el imaginario nacional sólo se dio a partir de la década de 1920. A diferencia del indianismo decimonónico, que se preocupaba por el estudio de las culturas prehispánicas, pero despreciaba a los indígenas contemporáneos, el indigenismo que surgió en el siglo XX era ante todo un proyecto político. Los portavoces de este movimiento tampoco eran indígenas, pero sí abogaban por mejorar las condiciones de vida de las comunidades indígenas, y también optaron por su integración en el Estado-nación, aunque de una manera paternalista y, en muchos casos, favoreciendo la aculturación(94). Este cambio de discurso incluso fue visualizado en un importante evento internacional, cuando el artista Rómulo Rozo diseñó la famosa fachada indigenista del pabellón de Colombia en la Exposición Iberoamericana de Sevilla, en 1929, inspirándose en los estudios del ingeniero Miguel Triana, quien propagaba la continuidad cultural entre los muiscas y los campesinos del altiplano cundiboyacense(95). Aun así, en Colombia el movimiento indigenista nunca obtuvo la misma relevancia que en México o Perú.
Aunque las celebraciones del IV Centenario no significaron la integración de las culturas indígenas en el relato nacional y su uso fue bastante instrumental, como evidencia el obsequio del Tesoro Quimbaya a la Corona española, Colombia sí pudo posicionarse como una “nación moderna”. Como el país no tenía productos muy particulares para exhibir, ni se abrieron muchas posibilidades para visualizar el “progreso material” de la nación, el estudio y la presentación de las “antigüedades indígenas” permitían distinguirse de otros países latinoamericanos. La participación de delegados colombianos en el Congreso Internacional de Americanistas, en el marco de la Exposición Histórico-Americana en 1892, y el envío de objetos a instituciones norteamericanas, en el contexto de la Exposición Universal de Chicago, en 1893, propiciaron la inclusión del país en un discurso de modernidad, que no sólo contemplaba los avances tecnológicos como rasgo de desarrollo, sino también el estudio del pasado precolombino.
El éxito de esta estrategia fue tal, que marcaría todas las presentaciones del país en exposiciones universales durante el siglo XX. Así, el Tesoro Quimbaya y las referencias al pasado prehispánico también constituyeron el centro de la ya mencionada exposición de Sevilla, en 1929, para la cual el Tesoro fue prestado por España. Décadas después, en 1970, Colombia apostó de nuevo por una muestra contundente de piezas prehispánicas en la exposición universal de Osaka. Finalmente, cuando se celebró el V Centenario del Descubrimiento de América en la Exposición Universal de Sevilla, en 1992, la presentación del Tesoro Quimbaya en el pabellón colombiano ya parecía “natural”. A pesar de los diferentes contextos de las exposiciones entre 1892 y 1992, se puede observar una constante: la voluntad de proyectar la nación como un país “antiguo”, la “tercera civilización de América”.