Sobre las relaciones pedagogía/filosofía
Siguiendo los estudios clásicos de Jaeger (1998, 2001) sobre la paideia griega y cristiana, de Hadot (1998, 2006) sobre la filosofía antigua como ejercicios espirituales y de Foucault (2002, 2006) sobre el cuidado de sí como concepto clave de la práctica filosófica antigua se observa con claridad la dificultad de separar radicalmente, en su emergencia, filosofía y pedagogía.
La historia de la educación y la pedagogía se ha encargado de mostrar cómo esa estrecha relación se ha mantenido a lo largo de la historia del pensamiento occidental. No obstante, particularmente desde el siglo xix, ha existido una tendencia académica que bajo la pretensión de otorgar a la filosofía un estatus de ciencia de las ciencias -o de metadisciplina que se ocupa de las condiciones de producción del conocimiento científico, por tanto, del conocimiento verdadero, de la verdad- se ha empeñado en legitimar un nuevo comienzo a partir del cual toda la reflexión anterior (y toda relación con otros saberes) se percibe como metafísica o como tentativas de alcanzar la verdad, pero que no consiguieron traspasar un umbral de sistematización. Del lado de la pedagogía sucedió algo similar, particularmente desde inicios del siglo XX, cuando varios pedagogos se aproximaron a la biología y a la psicología experimental con el propósito de otorgarle un carácter científico al pensamiento pedagógico, lo que implicaba, fundamentalmente, alejarla de sus antiguos vínculos con la tradición del pensamiento filosófico.
Se esperaría que por el lado de la filosofía de la educación las cosas fuesen diferentes, pero si nos atenemos a los análisis de Sáenz (2008) desarrollados en el tomo de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía dedicado a la filosofía de la educación, en amplios círculos de esta disciplina se mantiene una "mirada entre paternalista y burlona hacia la pedagogía" (p. 158), particularmente porque se parte de la pretensión, "por parte de un buen número de filósofos, de que al elucidar conceptualmente un problema filosófico, este quedaría resuelto pedagógicamente" (pp. 157-58).
Peso a ello, algunos filósofos y pedagogos modernos y contemporáneos, en su búsqueda de herramientas conceptuales para pensar problemas actuales, revisaron la historia del pensamiento y se encontraron, una vez más, con la estrecha relación que mantuvieron y que, en gran medida continúan manteniendo la filosofía y la pedagogía. Es el caso, por ejemplo, de John Dewey, de Michel Foucault (aunque siempre de manera no explícita) y más recientemente el de Pierre Hadot y Peter Sloterdijk, para quienes su trabajo filosófico no se puede desprender, por lo menos en una parte sustancial, de una mirada a los asuntos de la educación. Como introducción a este texto me propongo, a partir de una investigación anterior (Noguera, 2012), mostrar la persistencia y pertinencia de las relaciones estrechas entre filosofía y pedagogía, a propósito de un problema compartido por ambas disciplinas: las formas de producción y conducción de seres humanos.
Como una opción metodológica de carácter descriptivo y analítico, me concentraré en la discusión que mantuvieron Hadot y Foucault, en relación a la ruptura que se dio en el pensamiento filosófico entre la tradición de la filosofía antigua (entendida como modo de vida, como una forma de existencia) y una nueva orientación en la que la filosofía se concibe, fundamentalmente, en calidad de discurso teórico sobre las condiciones de producción de la verdad.
En su curso sobre la hermenéutica del sujeto (dictado a comienzos de 1982), Foucault (2002) señala dos prácticas diferentes, pero de gran importancia en la filosofía antigua: el cuidado de sí (epimeleia heautou) y el conocimiento de sí (gnothi seauton). En el desarrollo de sus primeras lecciones, Foucault muestra cómo la segunda práctica fue desplazando a la primera, aunque regularmente una y otra estuvieron asociadas. La importancia que tiene el análisis de este desplazamiento resulta clave para la pedagogía, particularmente porque el énfasis en el cuidado de sí, en la ocupación con la propia vida, cedió terreno a la preocupación por el conocimiento de uno mismo, asunto que finalmente transformó la relación del sujeto con la verdad.
El desarrollo de las primeras clases de aquel curso de 1982 fue mostrando a Foucault una diferencia fundamental en las relaciones que el sujeto establecía con la verdad, y en particular, una tendencia según la cual se fue descalificando, borrando, el cuidado de sí, a la vez que se fortalecía el conocimiento de sí. Para el primer caso, Foucault (2002) utiliza la expresión espiritualidad para señalar que nunca el sujeto tiene derecho a la verdad,
[...] no goza de la capacidad de tener acceso a la verdad [la cual] no se da al sujeto por un mero acto de conocimiento, que esté fundado y sea legítimo porque él es el sujeto y tiene esta o aquella estructura de tal. Postula que es preciso que el sujeto se modifique, se transforme, se desplace, se convierta, en cierta medida y hasta cierto punto, en distinto de sí mismo para tener derecho al acceso a la verdad. (p. 33).
Se trata del momento socrático de la filosofía antigua. Por el contrario, el privilegio del conocimiento de sí (gnothi seauton), que Foucault denominó momento cartesiano (aun cuando no haya sido Descartes su inventor) o saber del conocimiento para diferenciarlo de la espiritualidad, es el momento en que aquello
[...] que permite tener acceso a lo verdadero es el conocimiento mismo, y solo el conocimiento. Vale decir, a partir del momento en que, sin que se le pida ninguna otra cosa, sin que por eso su ser de sujeto se haya modificado o alterado, el filósofo (el sabio, o simplemente quien busca la verdad) es capaz de reconocer, en sí mismo y por sus meros actos de conocimiento, la verdad, y puede tener acceso a ella. (p. 36).
Hadot revisa la hipótesis de Foucault y considera que el momento de esa gran transformación en la filosofía fue durante la Edad Media, "en el momento en que la filosofía se transformó en auxiliar de la teología y en la cual los ejercicios espirituales se asimilaron a la vida cristiana, cobrando independencia de la filosofía" (Hadot, 2006, p. 255).
Si bien los dos filósofos se ocupan de este asunto como un problema filosófico, se trata, al mismo tiempo, de un problema particularmente sensible para la pedagogía, pues allí está en juego la triple relación sujeto/saber/verdad. Como lo mostró Jaeger (1998, 2001) en el centro de la paideia está la preocupación por la virtud, por la areté como posibilidad de perfeccionamiento de los hombres; tal mejoría implicaba el cultivo de sí mismo que, a su vez, podría tomar dos vías diferentes, aunque no contradictorias: 1) el cuidado de sí, que implicaba una ejercitación, una conversión, una metanoia, una transformación del sujeto, es decir, suponía un cambio en su modo de vivir, en su existencia; 2) el conocimiento del arte de los sofistas o de la sabiduría, que requería de la enseñanza de un maestro y no necesariamente significaba una conversión o modo de existencia propiamente filosófico. De ahí que Foucault nominara a la primera vía como espiritualidad, mientras que para la segunda optara por el nombre de saber del conocimiento enfatizando así su dimensión más epistémica que existencial.
Estas dos vías van a mantenerse a lo largo de toda la historia de la filosofía y de la pedagogía y hoy, de nuevo, se revive una tensión entre ellas como se percibe netamente en los últimos trabajos de Foucault, Hadot y Sloterdijk. Para el caso de la pedagogía, podríamos decir que las críticas (tanto en las posturas de izquierda como en las neoliberales) a la escuela y a la educación tradicional, centrada en los contenidos, apuntan hacia una educación que potencie modos particulares de existencia de los individuos o estilos de vida, que desarrolle ciertas competencias, habilidades o actitudes antes que conocimientos particulares sobre la(s) ciencia(s). Por este motivo resulta importante retomar tales tensiones y entender su dinámica histórica, su emergencia y sus desarrollos.
Desde mi perspectiva de investigación y utilizando algunos de los trabajos de historia de la educación antigua (Marrou, 1998; Jaeger, 1998, 2001), considero la siguiente solución para explicar esa ruptura en la forma de entender la relación del sujeto con la verdad: el saber del conocimiento, en términos de Foucault, correspondería a lo que denominaré el modo sofístico o el arte de enseñar; por su parte, el saber espiritual, la espiritualidad de Foucault o los ejercicios espirituales de Hadot, corresponderían a aquello que denominaré el modo socrático o filosófico de las artes de educar.
En este sentido, diría que esa forma particular de relación con la verdad que sería el saber del conocimiento es un acontecimiento que debemos al cristianismo primitivo, en particular, a Clemente de Alejandría, quien estableció la separación entre la labor del pedagogo (consistente en guiar el modo de vida del cristiano) y la labor del maestro, o didas-kalo (dirigida a la enseñanza de la doctrina). Para Clemente, el pedagogo:
[...] es el que se ocupa de la vida práctica; primero nos exhorta a establecer una buena vida moral; y después, él nos invita a cumplir nuestros deberes: él promulga los preceptos inquebrantables y muestra a los hombres los ejemplos de aquellos que antes han errado en su camino. (Clemente, 1960, p. 111).
La paideia y el pedagogo actuarían como medicina espiritual para la cura de las pasiones del alma y solo, una vez curada el alma, sería posible la adquisición del conocimiento a través de la enseñanza:
[...] así como los enfermos del cuerpo necesitan un médico, del mismo modo los enfermos del alma necesitan de un pedagogo, para sanar nuestras pasiones. Luego, acudiremos al maestro, que nos guiará en la tarea de purificar nuestra alma para la adquisición del conocimiento y para que sea capaz de recibir la revelación del Logos. (Clemente, 1988, p. 43).
Como se percibe, esa diferenciación introducida por Clemente entre la labor del pedagogo y la labor del maestro, tiene su procedencia en la tradición griega de la época de la paideia, particularmente en lo que he denominado, siguiendo a Jaeger (1998), la vía sofística y la vía socrática o, en otras palabras, la disputa representada en los diálogos platónicos entre Sócrates, por una parte, y Protágoras y Gorgias, por la otra, acerca de la posibilidad o no de la enseñanza de la virtud.
Como se menciona en un trabajo anterior (Noguera 2012), con la constitución de las universidades durante la baja Edad Media, el saber del conocimiento alcanza un alto grado de sistematización que se expresa, primero en la dialéctica y, posteriormente, en la didáctica. En las universidades, la dialéctica llegó a ser considerada el arte de las artes, la ciencia de las ciencias en tanto poseía la clave para la enseñanza de todas las materias del currículo (Ong, 1958). Y es esa preocupación por la enseñanza de las disciplinas en la universidad la que da origen hacia el siglo XVI a la didáctica como nuevo saber sobre la enseñanza de todo a todos (Comenio, 1984), como el arte magno (didáctica magna) que llevaría al hombre a adquirir su forma (formarse) como ser racional y señor de las demás criaturas (Comenio, 1984). La didáctica, al privilegiar la razón y el método, se dirigió hacia la erudición, de ahí su lema de enseñar todo a todos.
Pero antes de la constitución de la didáctica y su énfasis en la erudición, hacia el siglo XVI había renacido, aunque tímidamente, la vía socrática. Fue Montaigne (2005) en sus ensayos quien trajo de nuevo a la luz el problema de la filosofía, en su sentido antiguo, al acuñar el término en francés institution para enfatizar en la importancia de la virtud antes que de la erudición. Por ese motivo en sus ensayos sobre la pedantería y la institución de los niños, hace una oposición entre sçavant (sabedor, erudito) y sage (sabio), trayendo así de nuevo al saber pedagógico la antigua discusión griega entre filosofía y sofística, cuestionando la pedantería extendida por la enseñanza retórica y dialéctica de los colegios y universidades de su época, y retomando la virtud (virtus) como núcleo de la actividad filosófica. La pedantería es el resultado de la enseñanza escolástica que pretende erigir hombres eruditos, letrados, sabedores, pero poco ocupados con la virtud, con la acción moral concreta, con su conducta; 'pedante', en el lenguaje de su época, era un término injurioso utilizado para hablar con menosprecio de los maestros de escuela y profesores. Contrario a la enseñanza escolástica, Montaigne (2005) consideraba que en la educación de un hijo, la filosofía "como formadora de los juicios y de las costumbres será su principal lección" (p. 85).
No obstante, el mismo autor señalaba: "Es singular que en nuestro siglo las cosas sean de tal forma, que la filosofía, hasta para las personas inteligentes, sea un nombre vano y fantástico, que se considera de ningún uso y de ningún valor, tanto por opinión como de hecho" (p. 73). Por tal motivo, al reivindicarla para la educación de los niños, el referido autor se constituye, junto con Erasmo, en un intempestivo, pero también en un creador, ciertamente no por haber recuperado el sentido de la filosofía antigua, sino por haberlo empleado para la institución o educación de los niños. Desde la segunda mitad del siglo XVII, esta noción de institutio será nuevamente retomada y desarrollada a través de un nuevo concepto en el vocabulario pedagógico: education, éducation, desarrollado por Locke y Rousseau.
Desde entonces estas dos vías, erudición e institución, se han mantenido en permanente tensión en el horizonte conceptual de la pedagogía moderna. Pero a pesar de sus diferentes orientaciones y técnicas utilizadas, ambas vías, como parte del proceso civilizatorio, coincidían en la necesidad de procedimientos inhibitorios como fundamento para el desarrollo de acciones virtuosas. Por el contrario, en la situación contemporánea, las tendencias pedagógicas de moda se han sumado a lo que parece una imparable ola de desinhibición sin precedentes (Sloterdijk, 2011a). Y es justo en este momento cuando el concepto de antropotécnicas cobre relevancia.
Antropotécnicas: o de la formación (domesticación) de seres humanos
El tema latente del humanismo es, por tanto, la domesticación del hombre, y su tesis latente dice así: las lecturas adecuadas amansan.
Sloterdijk (2011a, p. 202).
En sus "Reglas para el parque humano", Sloterdijk (2011a) pone de presente, en el horizonte filosófico contemporáneo, la importancia de la pregunta por la formación del hombre. Y lo hace de una manera polémica, provocadora, tal vez con la intención de dar relevancia a un tema de poco interés en los círculos filosóficos. Pero más allá de los propósitos del autor, lo que resulta significativo, en el ámbito filosófico y pedagógico, es la puesta en escena de un viejo asunto, casi olvidado hoy en la era de lo políticamente correcto: me refiero al asunto de la domesticación humana.
Desde Nietzsche este asunto no se había vuelto a plantear con la claridad, seriedad y contundencia que amerita, a pesar de ser la cuestión humana central, pues el hombre es un producto, es el resultado de ciertas operaciones técnicas para las que Sloterdijk acuña el término de antropotécnicas. Se trata de técnicas de domesticación sin las cuales el proceso de hominización (y de humanización) no hubiese dado su fruto. Y aquí hay que recordar que la domesticación tiene que ver con el domus, con la casa: domesticar es traer a la casa, al dominio del domus, y si bien se trata de una acción amansadora, no significa ello un aturdimiento o una disminución, pues la vida en la casa liberó a sus habitantes de ciertas necesidades y les abrió inéditas posibilidades que no tenían en el medio ambiente. La casa permitió la apertura del animal humano al mundo (en el sentido de Heidegger) y con ello, una historia natural de las formas lujosas (Solterdijk, 2011b, p. 115).
El problema abierto con las "Reglas para el parque humano" (conferencia de 1999) llevó a Sloterdijk a escribir un nuevo texto ("La domesticación del ser") que presentó un año después y en donde retoma el término antropotécnicas a propósito del cual hace la siguiente aclaración:
Este término fue recientemente mal entendido en un amplio debate como sinónimo de "biopolítica humana" concebida de un modo central-egoísta y estratégicamente planificado, y provocó irritaciones que serían más propias de una batalla por el hombre religiosamente motivada. Pero en el contexto del trabajo aquí desarrollado, la expresión "antropotécnica" responde a un teorema claramente perfilado de la antropología histórica: según él, el "hombre" es en el fondo un producto, y solo puede ser entendido -dentro de los límites del saber actual- examinando analíticamente sus métodos y relaciones de producción. (Sloterdijk, 2011b, p. 100).
Casi una década después, con su nuevo libro de casi 600 páginas (titulado en español Has de cambiar tu vida) Sloterdijk (2012) deja claro que no se trata de un problema menor que podía ser resuelto en unas conferencias. Allí se dedica a examinar analíticamente los métodos y las relaciones de producción del hombre en el marco de varios milenios y diversos ambientes culturales, y allí también afina su concepto de antropotécnicas que define como aquellos procedimientos de ejercitación tanto de tipo corporal como mental con los que los hombres de las diversas culturas "han intentado optimizar su estado inmunológico frente a los vagos riesgos de la vida y las agudas certezas de la muerte" (Sloterdijk, 2012, p. 24). A partir de esta definición, y a través de sus doce capítulos y una extensa introducción, Sloterdijk emprende la construcción de una teoría general del ejercicio apoyándose para ello en la idea nietzscheana del hombre como un ser ejercitante y del planeta Tierra como el astro ascético.
Esa ascetología general parte de una necesidad ineludible:
Ya es tiempo de desenmascarar al hombre como un ser vivo surgido por la repetición. Así como el siglo XIX estuvo, en lo cognitivo, bajo el signo de la producción y el siglo XX bajo el de la reflexividad, el futuro debería ser presentado bajo el signo del ejercicio. (p. 17).
Este desenmascaramiento del hombre como ser surgido por la repetición, coloca de nuevo a la filosofía en el horizonte de la pedagogía y viceversa. En este sentido, una historia de la filosofía y una historia de la pedagogía pueden ser reconstruidas como la historia de las múltiples tentativas teóricas para pensar técnicas relativas a la producción de seres humanos.
Ahora bien, en esa larga historia de la ejercitación/ producción humana, hay un acontecimiento más o menos reciente que, por sus implicaciones, vale la pena destacar. Se trata del inicio de un inédito proceso de expansión e intensificación de las ascesis, de la extensión e intensificación de la ejercitación hacia sectores hasta entonces ajenos a tales prácticas propias de grupos o comunidades cerradas. Ese proceso, que Sloterdijk denomina desespiritualización de las ascesis, comenzó en el Renacimiento y se intensificó durante los siglos siguientes bajo la forma de la escolarización de amplios sectores de la población1. Podría decirse que fue, a su vez, un proceso en donde la filosofía como modo de vida, es decir, la filosofía al modo antiguo, conoció un segundo renacimiento al plantearse ahora como una posibilidad para todos.
Si bien la filosofía era para todos los hombres, solo unos pocos practicaban una vida filosófica. Pero con el Renacimiento, las cosas cambiaron; o mejor dicho, cuando las cosas cambiaron, hablamos de Renacimiento, es decir, de aquel momento de la historia occidental en que la vida ejercitante se va convirtiendo en principio, en regla para todos. Más allá de los monasterios, desde el siglo XV una devotio moderna, se expandió por las ciudades como una nueva mística popular. Un ejemplo de ello es que la Imitatio Christide Tomás Kempis (1420-1430), obra dedicada a orientar la vida según la manera de vivir de Cristo, fue la obra más leída en Europa durante el siglo XV (Delumeau, 1984).
La Reforma y la Contrarreforma formaron parte de ese proceso de secularización de la vida ejercitante, pero tal vez el acontecimiento más importante de este proceso se exprese en la apuesta de un monje protestante de la Unión de Hermanos Moravos quien durante el siglo XVII pregonó por toda Europa lo siguiente: "Todos los hombres deben ser filósofos, porque al hacer animal racional se le impuso el mandato de estudiar las razones de las cosas y a enseñárselo a los demás" (Comenio, 1993). Siglos después, la didáctica y la escuela llegaron a ser algo así como el manual y el escenario para la ejercitación de todos y cada uno. La escolarización de la población popularizó ciertas formas de ejercitación que hoy se han puesto en duda por unos discursos en cuya base está la crítica al ejercicio, el hábito, la costumbre y la repetición. Una historia de la pedagogía, de la educación y de la escolarización en clave antropotécnica nos mostraría lo que está en juego hoy al asumir con tanto entusiasmo tales discursos pretendidamente críticos de la vieja y tradicional pedagogía.
Pero, ¿qué es lo que está en juego?: unas técnicas probadas por sus efectos en la producción de ciertas virtuosidades y otros excedentes impredecibles. En primer lugar, hay que recordar que la costumbre, la ejercitación, no pueden ser entendidas simplemente:
[...] como un estar subyugado por las rutinas, sino como un principio generador de la acción anclado en lo personal. Cuando los escolásticos hablaban de habitus lo entienden como una disposición como la del Jano bifronte, que con una cara mira hacia atrás, a la serie de acciones similares del pasado, en las que ella ha tomado cuerpo, mientras que con la otra cara mira hacia adelante, a las próximas ocasiones donde debe acreditarse de nuevo. El habitus constituye, con ello, una "potencia" que se ha ido formando a partir de actos anteriores y que se "actualiza" en actos renovados. (Sloterdijk, 2012, p. 238).
En esta dirección, la llamada pedagogía tradicional y sus técnicas puede ser comprendida como una
[... ] mekhané pedagógica que se origina en el propósito deliberado de aplicar la costumbre para su propia superación. Se podría también decir: utiliza lo probable como un medio para incrementar lo improbable. Se saca de la costumbre sus cualidades de resistencia y se las engancha en el carro de fines que, de otro modo, son inalcanzables [repetitio est mater studiorum]. (Sloterdijk, 2012, p. 258).
La renuncia a la disciplina y a la ejercitación por las que abogan ciertos discursos pedagógicos pretendidamente críticos desconocen la ley antropotécnica2 y el teorema del entrenamiento3. No sabemos a dónde podría llevar la afiliación acrítica a estos discursos, pero sí podemos, con ayuda de la ascetología general desear cumbres más altas que escalar. De todos modos, todo sistema produce excedentes o restos que son impredecibles. Así como la cultura prehistórica dirigida a crear una memoria en el animal que olvidaba (Nietzsche) llevó, sin embargo, a un fruto como el del individuo soberano, la cultura histórica ha dado sus frutos: es decir, hay un excedente o un efecto no previsto, una especie de mutación. La cultura histórica del adiestramiento bajo la forma Estado e Iglesia, destinada a producir un animal disciplinable, produjo, además, la alta cultura burguesa (Sloterdijk, 2012). La apuesta disciplinaria de un individuo autorregula-do para provecho del Estado y de la Iglesia, produjo el efecto indeseado de un Rousseau, por ejemplo, y con él, del contrato social y la revolución. El naturalismo rousseauniano, su creencia en la bondad natural y en las potencias del ser humano se enmarca dentro de una nueva forma de autoejercitación suave, sin excesos, sin presiones externas directas: la confianza plena en una naturaleza bondadosa que solo precisa de espacio, de tiempo y de libertad para desenvolver la humanidad primigenia marchitada por la civilización y su pretensiosa escuela (enseñanza). Como se ha mostrado en otro trabajo (Noguera, 2012), es preciso advertir que esa propuesta de libertad y naturalidad, no fue, sin embargo, una renuncia al cultivo, al adiestramiento. Nada más extraño a ese gobierno que la idea de un dejar hacer o de un abandono silvestre. Rousseau inventó una nueva forma de ejercitación, de conducción, que llamó educación. Ahora bien, se trata de una extraña forma de gobernar, pues su fundamento es invisibilizarla o mejor, trasladarla del lado del adulto, del educador (Rousseau decía, gouverneur, es decir, quien conduce, dirige o gobierna a otro) hacia el medio, hacia la naturaleza. Eso lo entendieron muy bien los pedagogos de la escuela activa que pretendieron, anti-rousseaunianamente, volver la escuela renovada el medio natural de la infancia.
Siglos después de Rousseau asistimos hoy a nuevas tentativas de autoejercitación. Ya no se trata de la tradicional mekhanépedagógica sino de una renuncia al control bajo la idea de una autorregulación de las fuerzas orgánicas, económicas, políticas en el ámbito naturalizado del mercado. Como señala Sloterdijk (2012), el neoliberalismo es la era de los selfish systems (sistemas autorreferenciales) que funcionan para su propio beneficio dejando de ser funcionales en términos más amplios a la totalidad del sistema. La llamada contemporánea a la búsqueda de la felicidad y el éxito personal está en esta perspectiva.
Igualmente sucede con la idea de pensar al humano como un aprendiz permanente, como un empresario de su propio capital humano cuyo éxito o fracaso solo depende de la calidad de sus elecciones y de sus habilidades para dejar fuera de juego a sus competidores.
En este marco de análisis, el concepto de antropotécnicas nos ofrece una poderosa herramienta filosófica para revisar las actuales tendencias de los discursos y prácticas educativas que funcionan en el marco de una "imparable ola de deshinibición sin precedentes" (Sloterdijk, 2011a, p. 215). El filósofo, haciendo eco de Nietzsche y Heidegger, nos recuerda que lo humano no tiene forma, que hay un espacio abierto, un claro en donde lo humano se produce, que es necesario producirlo, mantenerlo y superarlo; y para ello, requerimos de ciertas técnicas, de ciertas prácticas, de ciertos ejercicios que la ola deshinibitoria neoliberal (y de izquierda) parece olvidar en función de su "maladaptativo" selfish systems.