INTRODUCCIÓN
Con el episodio pandémico, las políticas monetarias no convencionales también han llegado a algunos países de la periferia latinoamericana, como son los casos de Brasil, Chile y Colombia. La crisis financiera global diluyó los consensos previos sobre política monetaria en los países del centro. La desconexión de la política de tipo de interés para la gestión macroeconómica, motivada por la permanencia del límite inferior cero desde 2007-2008, empujó a los bancos centrales a realizar incursiones en un terreno solo explorado antes por Japón (Krugman, 1998).
La persistencia del límite inferior cero ante la ineficacia de las políticas convencionales para impulsar las variables reales, así como la inflación para restablecer el marco operativo de la regla de Taylor (1993) habían provocado que la literatura virara hacia la política fiscal como instrumento de gestión macroeconómica. Este no es el caso para los países de la periferia. Y puede que no siga siendo el caso tampoco hoy para los países del centro, tras los déficits fiscales sobrevenidos tras la primera oleada de la pandemia.
El objetivo de este trabajo es repensar la estrategia de desarrollo de la periferia, proponiendo un cambio de perspectiva: en lugar de buscar conseguir divisas para crecer y generar empleo, se defiende un estabilizador automático basado en una reserva de empleados, lo que llamamos política de empleador de última instancia (ELR, por sus siglas en inglés), como eje para una estrategia de desarrollo, estable y autónoma. En definitiva, se trata de una estrategia que hace hincapié en la movilización de los recursos disponibles en el marco de la soberanía nacional para maximizar la riqueza real sobre un patrón de valor-trabajo, en lugar de buscar la acumulación de divisas extranjeras, definida por el enfoque del crecimiento restringido por la balanza de pagos como prerrequisito de cualquier política de desarrollo (Thirwall, 2003; Vernengo, 2020).
No defendemos usar el tipo de cambio como herramienta directa para la gestión de la restricción externa (RE), pero sí es necesario evitar políticas que anclen el tipo de cambio que boicotee la política de ELR. De acuerdo con Pérez-Caldentey (2015), desde esta perspectiva, las políticas más adecuadas para el desarrollo incluyen una política industrial que se focaliza en la investigación para la innovación y el progreso técnico y la mejora del capital humano. De lo que se trata es de, mientras se aplican las políticas de desarrollo y se esperan sus resultados, asegurar un piso de ingresos para evitar que la escasez de divisas continúe implicando desempleo y pobreza.
En línea con Summa y Serrano (2019), nuestra estrategia de ELR también promueve la acumulación de capital, mediante el incremento de la capacidad productiva, al movilizar la mano de obra desempleada y la modificación de la asignación de recursos derivada de mantener un ejército de desempleados. Mantener a la población desempleada es un despilfarro de recursos actuales y potenciales; y también es oneroso paliar los problemas de salud, delincuencia o desestructuración familiar que emergen al utilizar el desempleo como mecanismo de (des)estabilización macroeconómica (Tcherneva, 2017).
Los efectos del desempleo a largo plazo no son solo individuales, sino que toman forma a través de la incertidumbre que atañe al conjunto de la clase dependiente de los ingresos ganados a través de la venta de su fuerza de trabajo (Galbraith, 1997). Además, a largo plazo, anclar la acumulación de capital a la moneda doméstica y no al dólar implica abandonar la trampa de la financiarización, mecanismo de dependencia que produce crisis de forma periódica (Guizzo et al., 2019). Este hecho es independiente del equilibrio fiscal doméstico, una política monetaria no autónoma que fija las tasas de interés en función de las tasas de interés extranjeras, y la masa de dólares acumulados.
Ser fiscalmente responsable apenas retrasa el resultado un tiempo y, una vez comienza la corrida cambiaria, los déficits comercial y público son inevitables. El Sísifo periférico está eternamente determinado, de este modo, a empujar la roca de la acumulación de dólares, e insistirá más, si cabe, en la técnica que emplea para coger impulso; en la inversión para transformar la estructura productiva, aprovechando el momento de auge, aunque procedan los fondos de un boom de los precios de las materias primas, de la búsqueda de rentabilidad de los inversores internacionales o de algún tipo de condicionalidad, comprometida a cambio de las reservas en dólares. Se probará la sustitución de importaciones, la inversión extranjera directa, o el canje de deuda. Como último recurso se recurrirá a las instituciones financieras internacionales.
La fuerza de rozamiento para cada intento de hacer rodar la roca hacia arriba es mayor, si cabe, la dependencia se intensifica; si bien como señala Médici (2017), la inversión en infraestructura, ciencia, investigación y todo aquello que mejora nuestras comunidades y las hace seguras, resilientes y con fundamentos estables, se lleva a cabo en buena medida en moneda doméstica. Ciertamente, las finanzas funcionales están restringidas por la RE (Fiorito, 2012), si la estrategia es el cebado de la bomba de la demanda agregada. Y la evidencia empírica señala una relación robusta entre incremento del ingreso y las importaciones. Pero esta no es una ley sacrosanta ni automática, sino el fiel reflejo de cómo hacer lo mismo una y otra vez da lugar a los mismos resultados. No se trata de reproducir el mismo cuadro con diferentes tonalidades y matices; es hora de que la periferia dibuje su propio cuadro.
Hemos estructurado este trabajo del siguiente modo. Tras esta breve introducción sobre la RE, exponemos en un segundo apartado cómo han respondido las autoridades latinoamericanas en términos económicos al golpe ocasionado por la pandemia de COVID-19. En el tercer apartado, analizamos la propuesta de que el Estado actúe como ELR, como estrategia de desarrollo y de prevención ante shocks y nos ocupamos de algunas controversias en torno a su aplicabilidad en la periferia. En las conclusiones, reflexionamos acerca de los retos que enfrenta la región latinoamericana en términos de romper con las experiencias de inestabilidad que la han caracterizado.
RESPUESTA MONETARIA Y FISCAL DE LATINOAMÉRICA AL COVID-19
A raíz del golpe a la economía por la pandemia del COVID-19, los bancos centrales de la región han bajado su variable de control de la política monetaria hasta mínimos históricos, como instrumento de contención y estímulo económico (Figura 1).
Fuente: elaboración propia a partir de datos del Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos (Cemla).
Como puede observarse en la Figura 1, unos países mantienen más margen que otros para seguir gestionando la política de tipo de interés, hasta aproximarse a cero. El Banco Central de Brasil ha recortado varias veces la tasa básica en este episodio epidémico hasta alcanzar el 2 %; igual que el Banco de la República de Colombia. El Banco de México lleva también una serie de rebajas, hasta fijar la tasa en 4,5 %. Por su parte, el Banco Central de Chile tiene un tipo de interés del 0,5 %, mientras que el Banco Central de la República Argentina lo ha bajado de 65 % a 38 %, por lo que es la entidad del mundo que más ha bajado su tasa de referencia en respuesta al shock del COVID-19.
Junto a estas medidas de política monetaria, se han impulsado otras que caen en el terreno fiscal, todas ellas con el objetivo de contener las interrupciones en la producción ocasionadas por las medidas de distanciamiento social y el confinamiento. Esta estrategia forma parte del débil consenso de hacer todo lo necesario para lograr las curvas de contagio y de la recesión económica (Gourinchas, 2020). Ciertamente, este consenso no parece haber sido muy efectivo en la práctica conforme echamos la vista atrás.
En un primer momento de la pandemia, no parecía haber ningún dilema entre proteger la vida y hacer lo propio con la economía. Se ejecutaron grandes déficits y se tomaron medidas drásticas, llegando incluso a la paralización total de la producción, a excepción de los productos y servicios básicos. Se cerraron colegios, institutos y universidades. Para evitar que la desconexión entre empleadores y empleados ocasionada por el miedo al contagio y las recomendaciones y restricciones impuestas para reducir la transmisión del virus dieran lugar a la rescisión de los contratos, con pérdidas irreparables en la producción potencial a largo plazo, se han diseñado programas para proteger el empleo.
Con el fin de hacer frente a los llamados efectos de histéresis en Argentina, se creó el Programa de asistencia de emergencia al trabajo; en Brasil, el Benefício emergencia! de preservação do emprego e da renda (Bem); o en Chile, la Ley de protección de los ingresos laborales1. También se ha provisto ayuda a los trabajadores por cuenta propia o autónomos y rentas mínimas para garantizar la subsistencia de los más desfavorecidos, si bien no es este el lugar de valorar cada una de las medidas adoptadas. Basta decir que la protección laboral no ha sido igual en todos los países y que el alto índice de informalidad laboral en Latinoamérica provoca que parte de la población quede fuera de cualquier medida protectora2.
Además, el impacto presupuestario de las medidas adoptadas es menor en aquellos con obstáculos institucionales graves para la coordinación del Banco Central con el Tesoro, ya sea debido a la dolarización de sus economías en el caso de Latinoamérica o su pertenencia a una Unión Monetaria en el caso de los países de la zona euro, y con una situación previa deficitaria de los presupuestos públicos (FMI, 2020). Mientras que en los países del centro la respuesta fiscal a la pandemia del COVID-19 supera el 10 %, en Latinoamérica solo Brasil supera este porcentaje. Perú, Argentina y Chile han gastado en torno al 5-7 % del PIB, mientras que el resto de los países han dedicado recursos inferiores al 3 % del PIB para hacer frente a la pandemia3. La diferencia en la magnitud de la respuesta también es observable en relación con los déficits proyectados para este año, superior en 4 puntos en los países del centro que en Latinoamérica (FMI, 2020).
En su mayoría, estas medidas son transitorias, pensadas para hacer frente a un shock exógeno y común a todo el mundo; y muchas de ellas ya se están retirando o minimizando para mitigar su impacto presupuestario. El consenso con respecto a la necesidad de ejecutar grandes déficits parece revertirse conforme se reabre la economía. Pese a la suspensión temporal de la restricción presupuestaria para enfrentarse a la pandemia, las acciones realizadas bajo la urgencia de hacer todo lo necesario han sido y son prudentes, mirando de reojo que el déficit público no se dispare para evitar caer en manos de los hombres de negro, provengan estos de la Troika o del FMI.
La condicionalidad y la restricción presupuestaria no se han eliminado en ningún momento, solo han sido aplazadas. El final de esta laxa coyuntura que se vislumbra ya en el horizonte no parece ser un buen incentivo para el control de la pandemia. Muchos países pueden perder el terreno que habían ganado al COVID-19, en muy poco tiempo. Y la magnitud real de los efectos económicos se verá una vez se supriman completamente las medidas transitorias de protección del empleo.
Considerando la evidencia empírica que tenemos de la experiencia reciente en torno a los perversos efectos de la austeridad (Blanchard y Leigh, 2013; Bortz y Zeolla, 2017), la entrada en escena los ajustes presupuestarios y las reformas estructurales amplificará el desastre, desmovilizando los recursos reales que a corto plazo están disponibles para resistir las oleadas de contagios que pueda haber hasta dar con la vacuna y, a largo plazo, dejará cicatrices persistentes en el PIB.
Depender de la discrecionalidad de la relajación de las restricciones presupuestarias para surfear la pandemia, salvar vidas y mantener la economía a flote, en disposición de que la suspensión de las relaciones contractuales no sea definitiva, afectando al producto potencial, requiere mecanismos que estén por encima de discusiones morales y aten las expectativas de los agentes económicos. En línea con la literatura previa a la pandemia sobre la necesidad de diseñar nuevos estabilizadores automáticos (Bernanke, 2020; Blanchard y Summers, 2017), creemos que la política de ELR es el mecanismo adecuado para gestionar las crisis, ya sea esta una crisis financiera o una crisis cambiaría como las habituales en Latinoamérica.
Además, esta solución provee los instrumentos necesarios para lidiar con las características de la crisis económica ligada a la pandemia, por ejemplo, para la gestión de los cuellos de botella productivos que puedan producirse en suministros básicos (Wyplosz, 2020); el mantenimiento de los empleos y el tejido productivo (Garicano, 2020); la conciliación de los cuidados (Odendahl y Springford, 2020); la consideración de la situación de los trabajadores de más bajos ingresos, para quienes el teletrabajo no es una opción real (Dupor, 2020). Esta alternativa es, si cabe, más oportuna si, como señala Faria e Castro (2020), en el contexto pandémico no es conveniente estimular la demanda a través del concepto tradicional del multiplicador, dado que la débil demanda es agudizada por la precaución, ante la posibilidad real de contagiarse y la incertidumbre sobre el mantenimiento de los ingresos de toda la población.
REPENSAR LA PERIFERIA: EMPLEADOR DE ÚLTIMA INSTANCIA Y RESTRICCIÓN EXTERNA
El ELR consiste en que el Gobierno ofrece un empleo a cualquiera que quiera y pueda trabajar al salario mínimo (Mitchell, 1998; Mosler, 1997-1998; Wray, 1997). Es decir, un patrón-trabajo que asegura una demanda de trabajo infinitamente elástica al salario mínimo. Por definición, esto resulta en pleno empleo (aunque el desempleo "medido" puede ser positivo). El salario del programa se transforma en el salario mínimo efectivo de la economía, a diferencia de la situación actual en que el salario mínimo es cero (el ingreso de los desempleados). El ELR sería automáticamente contra-cíclico: en las recesiones, aumentaría el pool de trabajadores ELR (y el gasto público) y viceversa. El salario mínimo define el valor de la moneda, que es estable en trabajo ELR/básico. No hay inflación ni deflación (pero sí cambios de precios relativos): el ELR es antiinflacionario en la expansión y antideflacionario en la recesión.
Una crítica central a la viabilidad de aplicar un ELR en economías periféricas es que este implicaría colisionar contra los límites impuestos por la RE (Amico et al., 2012; Fiorito, 2012; Pérez et al., 2006; Vernengo y Pérez-Caldentey, 2020). El ELR implicaría un aumento de la demanda que incrementaría las importaciones (y, según algunos, también reduciría las exportaciones), menguando las reservas y, eventualmente, forzando una devaluación. A su vez, la devaluación se trasladaría a los precios, de modo que el salario real decrece. Esto reduciría el consumo y achicaría la economía (hasta volver al equilibrio externo). La preferencia por liquidez (y la deuda) en moneda extranjera agravarían esta RE.
Por un lado, debe aclararse una confusión habitual respecto del ELR: no se trata, necesariamente, de una política expansiva; sino que puede implementarse junto con una reducción de otros gastos o aumentando impuestos. El pleno empleo se mantiene más allá del nivel de la demanda (cambiando la composición entre empleo ELR y empleo no-ELR). Por otro lado, para el país en su conjunto, las exportaciones son un costo real y las importaciones, un beneficio real. En otras palabras, las exportaciones son el costo de las importaciones.
En lugar del objetivo usual de tener exportaciones netas positivas, lo que debería perseguirse es la maximización de las importaciones netas. Si el resto del mundo no desea ahorrar pagarés domésticos en términos netos, entonces por cada dólar estadounidense de importaciones, debe haber un dólar estadounidense de exportaciones. Pero, a menos que se considere que se necesitan dólares para crear trabajo, dicho límite no tiene porqué impedir el pleno empleo.
De hecho, el argumento de la RE como límite al pleno empleo tiene una variante que la postula como un problema "técnico": el nivel de empleo estaría limitado por los medios de producción existentes (Cibils y Lo Vuolo, 2004). Es decir, el nivel de capacidad instalada sería lo que define el pleno empleo, en línea con las ideas de la NAIRU o la tasa natural de desempleo, según la cual son las restricciones del lado de la oferta las que limitan el crecimiento del empleo y, así, definen un punto de pleno empleo a partir del cual el incremento de la ocupación solo puede ocurrir acelerando la inflación. En otras palabras, la insuficiencia de medios de producción torna inelástica a la oferta y puramente inflacionaria a la política fiscal. Si bien este tipo de objeciones tiene una larga tradición en la literatura sobre empleo y desarrollo, que tuvo su auge en la segunda posguerra, probablemente haya sido Kaldor (1957) quien la explicitó más claramente al sostener que el pleno empleo "no necesariamente implica el pleno empleo de trabajo excepto en una economía desarrollada donde el equipo de capital disponible es suficiente o más que suficiente para emplear a toda la fuerza laboral disponible" (p. 593).
Debe notarse, en primer lugar, que si como resultado del crecimiento económico, el sector privado ocupara a todos los desocupados al salario mínimo, los efectos serían los mismos. De modo que, si nos oponemos al ELR por tener algún efecto sobre los precios, deberíamos oponernos a todo aumento de la demanda, con una elasticidad-producto finita (todo aumento de la demanda que no ajuste solo por cantidad e implique algún ajuste en los precios).
Además, la idea de que el pleno empleo está limitado por el equipo de capital disponible es, cuando menos, discutible. Es evidente que, en la medida en que algún trabajador decidiera participar del ELR, la economía no se encontraba, previo a su implementación, en una situación de pleno empleo de la fuerza laboral. Excepto, claro está, que no se consideren trabajo a las actividades llevadas a cabo por los empleados del ELR4.
El tipo de cambio podría depreciarse, como resultado de la política de pleno empleo. Esto cambiaría los precios relativos e, incluso, podría aumentar algún índice de precios. Si hay una recesión por la depreciación -o cualquier otro motivo-, el pool de ELR aumentará, manteniendo el pleno empleo y poniendo un piso a la recesión. Desafortunadamente, el ELR, un componente central de las prescripciones de política de TMM, se olvida cuando se discuten los efectos de los tipos de cambio flotante. Este es un aspecto crucial, aunque muchas veces no tenido en cuenta por los críticos, en favor de la flotación del TC.
Aun suponiendo que se implementara sin cambiar el resto del gasto público, en la medida en que el Gobierno adopte un régimen de tipo de cambio flotante, podrá sostener el pleno empleo5. Es cierto que puede aumentar el tipo de cambio y los precios; también que eso puede reducir el salario real; pero los trabajadores del ELR (previamente desocupados) tendrán un salario infinitamente más alto, ya que antes no tenían ingresos. En este sentido, si bien muchos autores se preocupan por los efectos distributivos del TC flotante, en realidad es el TC fijo-administrado el que genera el principal problema distributivo: el desempleo.
Lo que es más importante, el ELR cuenta con un mecanismo para controlar la inflación: si lo considera deseable, el gobierno puede disciplinar la puja distributiva modificando la composición del empleo total (en lugar del desempleo), utilizando el resto del gasto público -el no destinado al ELR- y los impuestos.
El "estrangulamiento de las cuentas externas" no tiene sentido en un régimen de TC flotante. Pero es innegable que los países periféricos podrían verse imposibilitados de importar todo lo que quisieran y, en ese sentido, enfrentan una RE. Quizás esto afecte el nivel de actividad, pero, a diferencia de la situación actual, con un ELR el pleno empleo se mantendría permanentemente. El desempleo (y la pobreza) ya no podrían usarse como herramienta para controlar las importaciones (y equilibrar las cuentas externas), la demanda de dólares y la inflación.
CONCLUSIONES
Conforme la pandemia se prolonga, el impulso fiscal inicial no solo se muestra insuficiente, sino que, además, tales medidas de urgencia están en evidente retroceso. Es cierto que la relajación de la restricción presupuestaria estará vigente en el corto plazo, pero la austeridad asoma de nuevo en el horizonte mundial, y la ayuda excepcional provista por un shock común exógeno llegará a cuentagotas durante los próximos años y bajo la condición de efectuar reformas estructurales. Esto hace efectiva de facto la restricción presupuestaria también en el corto plazo, minando la respuesta de los Gobiernos para contener los contagios y mantener la economía a flote.
A pesar de la magnitud de la catástrofe y de que la experiencia con la política monetaria tras la Gran Recesión llevó a que cada vez más voces demandaran un papel activo para la política fiscal, el miedo a los grandes déficits y su conversión en un régimen de dominancia fiscal o en una crisis cambiaria ha desplazado bruscamente cualquier debate racional sobre los mecanismos de gestión macroeconómica. Una forma eficaz de reconducir la discusión para la estabilización macroeconómica es centrar el debate en el desarrollo y el fortalecimiento de estabilizadores automáticos, que disipen la imagen de discrecionalidad del gasto público. No obstante, los países del Sur aún deben salir del régimen de dominancia de la balanza de pagos en el que se encuentran atrapados y opera de forma procíclica.
El desempleo amenaza a buena parte de la población, cuya relación contractual con su empleador pende de un hilo que, cuando la respiración asistida de los programas de urgencia sea retirada, puede cercenarse sin más. En palabras de Tcherneva (2017), tiene un comportamiento similar a un episodio pandémico como el que estamos viviendo. Podemos ver el desempleo como una enfermedad contagiosa que, primero, ataca a los más expuestos a perder sus empleos e ingresos, fundamentalmente, trabajadores con rentas bajas que ocupan empleos que no requieren ninguna cualificación. Pero no se queda ahí, sino que salta de una comunidad a otra, al conjunto de la clase que depende de los ingresos obtenidos a cambio de vender su fuerza de trabajo.
No se trata de dinero en helicópteros, ni de cebar la bomba de la demanda agregada; pues importa mucho la manera como se introduce el dinero en la economía. La solución de coordinación fuerte que provee un estabilizador automático, como la política de ELR introduce dinero en la economía, a cambio de un trabajo socialmente útil, demandado por los individuos. Esto se consigue alterando la asignación de recursos reales que los efectos perniciosos de la marca del desempleo imponen al conjunto de la sociedad, por causa del deterioro de la salud mental y física de los trabajadores parados. Al mismo tiempo, se evita, en las comunidades de mayor prevalencia de desempleo a largo plazo, la propagación de la delincuencia, las drogas, la ludopatía o el alcoholismo; y la desestructuración de las familias que determinan el desarrollo de los más jóvenes (Tcherneva, 2019; Tcherneva y Cruz, 2020).
En su lugar, podemos movilizar y dirigir recursos hacia la lucha contra el cambio climático; la consecución efectiva de la igualdad de género, a través de la visibilización y socialización de los cuidados; y, en un momento como este, luchar contra la pandemia del COVID-19 en su triple dimensión: sanitaria, económica y social. Si consideramos todos los costes mencionados, podemos decir, como muestran Nersisyan y Wray (2019) en su trabajo de cómo pagar el Green new deal, que los programas de garantía de empleo se pagarán solos. Si la bolsa de desempleo es un pozo sin fondo de costes sociales que se traducen, finalmente, en costes económicos, el ELR es una fuente de recursos que aumenta la productividad y la eficiencia, mientras libera recursos reales para otros usos.
En cualquier caso, los gobiernos deben elegir (lo hacen todo el tiempo, quieran o no) entre garantizar el pleno empleo (a través de un ELR) o garantizar el desempleo. Hasta ahora, ha predominado la idea de que mantener a una parte de la población desempleada es, por alguna extraña razón, preferible.