Lo que se entiende por “lo social” en las profesiones relacionales (Mosquera-Rosero, 2005) se ha transformado sustancialmente en los últimos años (Carballeda, 2002; Estrada-Ospina, 2010). La crisis del capitalismo, la globalización económica y cultural, el surgimiento de un Estado pluri-étnico y multicultural -que reconoció ciudadanías multiculturales y los procesos de reivindicación de particularidades étnico-raciales como estrategia de movilización de derechos humanos y ciudadanos- han hecho de “lo social” un nuevo escenario de disputa ético-política para los procesos de intervención social. Hecho que muchos autores han denominado la crisis de la modernidad (Carballeda, 2002; Estrada-Ospina, 2010) y crisis de la civilización (Laó-Montes, 2017; Quijano, 2000; Walsh, 2008). Es así, como lo social se configura como un campo en tensión y disputa que debe ser asumido como unidad de análisis más que como un hecho dado. En definitiva, lo social se amplió para incluir una serie de sujetos sociales y de agendas políticas no reducidas, o más bien que propenden ir más allá de las luchas de clase social.
La perspectiva intercultural propuesta inicialmente por las prácticas políticas de los movimientos sociales y, posteriormente, promovida por académicos y, últimamente por profesiones relacionales, se ha erigido como alternativa “desde adentro y desde abajo” que provee herramientas teórico-epistemológicas y metodológicas para comprender y analizar la realidad de aquellos definidos como “otros”. Sin pretender ser exhaustivos, queremos señalar algunos de los conceptos que consideramos clave en el análisis de la interculturalidad de la realidad social colombiana. Esta lectura se hace desde una apuesta antirracista que viene siendo jalonada por el autor y la autora de este artículo editorial de PROSPECTIVA 34. Esperamos que esto sea un insumo para reflexionar sobre los procesos de intervención social contemporáneos que se hacen desde las profesiones relacionales y que algunos han comenzado a llamar como intervención intercultural. La conformación de esta caja de herramientas conceptuales parte de una perspectiva crítica-radical de raza que pone al descubierto las múltiples formas en las que opera el poder y, por lo tanto, invita a pensar si se debe, o si es posible, pensar que existen intervenciones interculturales que no se declaren antirracistas.
Multiculturalismo, enfoque diferencial y reconocimiento
Para entender el poder simbólico y epistémico de la perspectiva intercultural, debemos registrar conceptos previamente utilizados para comprender los retos y desafíos que la diversidad cultural significa en el nuevo escenario de las realidades Latinoamericanas. Nos referimos a conceptos como multiculturalismo, reconocimiento y el enfoque diferencial. No solo propusieron una forma particular de intervención, sino que también, cada uno propició debates académicos que llevaron a la emergencia de la perspectiva intercultural. Aquí presentaremos un resumen de ellos para que el lector tenga una referencia aproximativa de sus contribuciones, aportes y limitaciones.
En el marco de la respuesta a la crisis capitalista de los años 70, después de múltiples movilizaciones en contra de las políticas neoliberales en los años 80, los Estados latinoamericanos implementaron políticas de reconocimiento de derechos colectivos a grupos étnicos y raciales (Paschel, 2016). Esto significó una diversidad de cambios. Se pasó de una ciudadanía universal, fundamentada en la igualdad, la libertad y la fraternidad liberal, a una ciudadanía multicultural que otorga derechos especiales y diferenciados a grupos étnicos y culturales. La concepción de la identidad nacional también cambió. La nación pasó de ser monocultural a definirse como multicultural y pluriétnica. En la práctica, estos conceptos supusieron un cambio en la política intervencionista del Estado orientada a la aculturación e integración de la diversidad, a una política proteccionista y conservadora de las diferencias étnico-culturales de la nación (Hooker, 2005; Wade, 1997).
En este contexto, varias definiciones de multiculturalismo emergieron como parte de la discusión académica y filosófica (Vertovec, 2010, p. 169). Los términos pluricultural y multicultural describen la existencia de múltiples culturas en un determinado lugar planteando al mismo tiempo su reconocimiento, tolerancia y respeto. Según Walsh (2008),
Mientras que lo ‘multi’ apunta a una colección de culturas singulares sin relación entre ellos y en un marco de una cultura dominante, lo ‘pluri’ típicamente indica una convivencia de culturas en el mismo espacio territorial, aunque sin una profunda interrelación equitativa. (p. 140)
El multiculturalismo se refiere a cómo este reconocimiento de la diversidad cultural se expresa en políticas públicas del Estado creadas para corregir injusticias sociales a las que han sido sometidos distintos grupos culturales y étnicos.
En la literatura hay varias nociones de multiculturalismo que describen la orientación de estas políticas (Hooker, 2009; Vertovec, 2010). Se encuentran el multiculturalismo conservador que diseña políticas de asimilación de la diferencia dentro de las tradiciones culturales de la nación, sin producir ningún cambio significativo. A su vez, se reconoce la diferencia cultural con el fin de integrarla a la identidad monocultural de la nación. También están: el multiculturalismo liberal que reconoce a los grupos minoritarios, a través de categorías universales como la ciudadanía y estableciendo algunos derechos especiales sin modificar las estructuras económicas y filosóficas liberales; el multiculturalismo pluralista que entiende la diferencia dentro de un orden social fragmentado y sin relaciones entre grupos étnicos y culturales; el multiculturalismo comercial o neoliberal que busca explotar y mercantilizar la diferencia en el mercado capitalista; el multiculturalismo corporativo que busca orientar la diferencia de acuerdo con intereses corporativos. Finalmente, el multiculturalismo radical, policéntrico o insurgente que cuestiona las relaciones de poder y dominación (Vertovec, 2010, p. 169).
Particularmente, en la región latinoamericana se impuso un multiculturalismo oficial (Wade, 1997) que reconoció la existencia de grupos étnicos como una estrategia motivada por el control social y político. En este sentido, este multiculturalismo oficial no significó “una ruptura radical con las relaciones sociales previas: existe una acentuada continuidad con el pasado” (Wade, 1997, p. 126). Es decir, se dio un multiculturalismo basado en el “reconocimiento, la inclusión e incorporación de la diversidad cultural, no para transformar sino para mantener el statu quo” (Walsh, 2008, p. 30).
De manera concomitante, el enfoque diferencial emergió como un mecanismo concreto para llevar a la práctica las políticas sociales del nuevo Estado multicultural. Se entiende como una perspectiva metodológica dentro de la cual se enmarcan procesos de intervención estatal que buscan hacer visibles las formas de discriminación ejercidas contra grupos vulnerables de la sociedad colombiana. Según Garzón-Ospina y Mosquera-Rosero (2020) a este enfoque se le atribuyó todo el poder de actuación para “atender los reclamos postergados de justicia social y equidad de las diversidades culturales” (21). En este sentido, se espera que las intervenciones de estado consideren y garanticen condiciones particulares en la ejecución de acciones de Estado -programas de desarrollo, políticas de atención en salud, educación y atención a población desplazada, entre otros. Sin embargo, lo que se ha materializado en la práctica ha sido la aplicación de un enfoque diferencial esquemático y acrítico de las formas de poder económico, político y cultural que confiere el manejo y control del Estado a grupos hegemónicos. Así, pareciera negar que:
también debe permitir la inclusión social real y efectiva de aquellos que por razones de género-sexo, religión, origen regional, pertenencia a un determinado partido político, clase social o raza han permanecido excluidos o en los márgenes del control estatal, acumulando desventajas históricas frente a otros grupos dominantes. (Garzón-Ospina y Mosquera-Rosero, 2020, p. 21)
Dentro de las vertientes del multiculturalismo se presentaron tensiones y discusiones filosóficas de interés para el presente rastreo conceptual. Nos detendremos en la perspectiva del reconocimiento del multiculturalismo liberal y de la perspectiva crítica. El multiculturalismo liberal del reconocimiento lo encontramos con autores estadounidenses como John Rawls y Ronald Dworkin y, por otro lado, canadienses como Will Kymlicka y Charles Taylor. A pesar de sus diferencias (Hooker, 2009), los primeros concuerdan en sostener que el reconocimiento, entendido aquí como el fundamento filosófico que legitima las medidas de Estado orientadas a resolver desventajas históricas producidas por discriminaciones raciales contra grupos racializados como los Afroamericanos en Estados Unidos, no deben ser duraderas. Para estos autores, todas las acciones o intervenciones de Estado deben ser momentáneas -por ejemplo, las acciones afirmativas, pues si se prolongan en el tiempo, podrían generar nuevas injusticias sociales dado el privilegio otorgado a un grupo racial en particular. Siguiendo la crítica que hace Hooker (2009), John Rawls y Ronald Dworkin priorizan la garantía de los derechos individuales, por lo que se revela en ellos dos problemas que terminan reproduciendo relaciones de dominación racial. El primero, sus postulados privilegian la visión liberal que entiende la justicia desde un punto de vista uniforme y universal lo que supone, para John Rawls, que el problema del racismo es asunto coyuntural y no constitutivo de las sociedades. Segundo, las medidas tomadas para resolver problemas de injusticias raciales se reducen a políticas públicas, lo que hace que Ronald Dworkin deje intacto el problema de la supremacía racial blanca y la manera como esto ha estructurado el campo de lo social en los Estados Unidos.
En contraste, Will Kymlicka y Charles Taylor consideran que sí es posible proponer medidas que busquen corregir injusticias históricamente construidas. Para estos, no solo se debe resolver los problemas históricos sino, también, garantizar la preservación y expresión de tradiciones culturales particulares. Para Will Kymlicka (1996) la garantía de las libertades, la autonomía y valores individuales, se logra a partir de promover y preservar los derechos colectivos y culturales de una nación cultural o grupo étnico. Para Charles Taylor (2009), el reconocimiento de estos derechos colectivos permite un adecuado reconocimiento individual que corrige la falta o falsos reconocimientos que grupos minoritarios sufren en sociedades modernas (Hooker, 2009). Desde esta postura, la supervivencia de las identidades individuales depende de la capacidad que tengan los Estados para preservar la cultura de grupos minoritarios. Siguiendo a Hooker (2009), estos argumentos revelan problemas que se encuentran en la postura liberal de proponer derechos colectivos de minorías desde una perspectiva filosófica que defiende derechos individuales. Primero, Taylor rechaza la idea de que todas las culturas tienen el mismo valor, lo que supone que no deben ser tratadas como iguales por el Estado. Segundo, el énfasis sobre lo cultural deja al enfoque racial por fuera de la ecuación analítica. En este sentido, la experiencia afrodescendiente no encaja en el modelo de reconocimiento de Will Kymlicka. La ciudadanía multicultural reconoce la experiencia de naciones culturales, compuestas por grupos originarios y de grupos étnicos compuestos por migrantes.
La discusión sobre la importancia del reconocimiento, como medida para alcanzar la justicia social, también tuvo lugar en el pensamiento crítico. Nos detendremos en describir la discusión que tuvo lugar entre Nancy Fraser y Axel Honneth. Para Fraser el problema que enfrentan los grupos subordinados -como las mujeres y los afrodescendientes- requiere un enfoque bidimensional que reconozca tanto las políticas del reconocimiento como las políticas redistributivas. Las primeras se refieren a las medidas que buscan cambiar el estado de injusticia cultural, por ejemplo, los irrespetos y la falta de reconocimientos culturales. Mientras que las políticas sociales pretenden erradicar las injusticias económicas, por ejemplo, la explotación, la marginalización y la privación de bienes indispensables para una vida digna.
Por las particularidades de los grupos sociales -género y raza- estos tienden a inclinarse hacia una política prestando poca atención a la otra. Aquí surge el dilema para Nancy Fraser en los siguientes términos:
Las feministas deben buscar soluciones económico-políticas que puedan socavar la diferenciación de género y deben buscar, así mismo, soluciones de valorización cultural que permitan apreciar la especificidad de una comunidad despreciada. De igual modo, las personas antirracistas deben buscar soluciones económico-políticas que puedan socavar la diferenciación «racial» y buscar, así mismo, soluciones de valoración cultural que permitan valorizar la especificidad de las comunidades despreciadas. ¿Cómo se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo? (Fraser, 2016, p. 47)
La respuesta a esta pregunta supone que se debe intervenir con acciones transformativas y no con acciones afirmativas, tanto en el caso del reconocimiento como de la redistribución. Mientras la primera se entiende como “las soluciones que aspiran a corregir los efectos injustos precisamente reestructurando el sistema subyacente que los genera” (Fraser, 2016, p. 48), por las segundas entiende “aquellas que tratan de corregir los efectos injustos del orden social sin alterar el sistema subyacente que los genera” (Fraser, 2016, p. 48). En este sentido, Nancy Fraser cuestiona las acciones afirmativas ya que no constituyen acciones transformativas. Por el contrario, estas terminan en la práctica reproduciendo estereotipos raciales (injusticias culturales) y dependencia (injusticias económicas). Aunque el debate sobre el reconocimiento y la redistribución planteado por Nancy Fraser es muy importante, su propuesta no establece con claridad cómo se pueden llevar a cabo acciones transformativas (Lozano-Lerma, 2013, p. 70) ni tampoco cómo se entenderían desde su perspectiva la justicia racial (Hooker, 2009).
Para Axel Honneth el dilema planteado por Nancy Fraser no es relevante. Para él toda injusticia socioeconómica expresa una lucha por el reconocimiento -en el amor, el derecho y la solidaridad- (Honneth, 1997, p. 114). En este sentido, el conflicto social emerge como resultado de individuos que experimentan cuestiones morales de menosprecio hacia su identidad compartida. Como se observa, para Axel Honneth (1997) la diferencia es importante,
no sólo porque en ellas el individuo pueda encontrar su razón de ser en el mundo, sino, y principalmente, porque en ellas el individuo tiene la posibilidad de, junto con otros, transformar las condiciones de injusticia que le niegan la igualdad social. (Lozano-Lerma, 2013, p. 73)
En este sentido, “los sujetos perciben los procedimientos institucionales como injusticia social cuando ven que no se respetan aspectos de su personalidad que creen que tienen derecho a que se reconozca” (Lozano-Lerma, 2013, p. 103). El conflicto social, así planteado, se basa en razones morales que buscan cambiar el orden capitalista (Lozano-Lerma, 2013, p. 73). La afirmación identitaria no es una esencialización de la diferencia, como lo observa Nancy Fraser, sino que constituye un motor articulador de una propuesta colectiva que busca cambiar el orden de cosas en las que son desvalorizados y, por ende, excluidos de los beneficios sociales y económicos (Valencia-Angulo, 2012). El problema con la propuesta de Honneth es que va a ser difícil que una comunidad tan grande y diversa como lo son los afrocolombianos o los indígenas se puedan movilizar por una misma valoración atribuida a un tipo particular de injusticia social. Como nos lo han enseñado las feministas radicales negras (Curiel, 2007), en estas comunidades se entrecruzan múltiples formas de dominación y opresión -clase, raza, identidad sexual y género- sobre las cuales se construyen cuestiones morales de menosprecio que pueden involucrar o no asuntos económicos, culturales o de otro tipo.
La interculturalidad, el pluriverso y las antologías políticas
La interculturalidad se plantea como una alternativa al monoculturalismo, al multiculturalismo oficial y al reconocimiento liberal, descritos anteriormente. En la literatura especializada se encuentran varias perspectivas conceptuales que pueden ser consultadas, por ejemplo, los escritos de Lao-Montes y Gómez-Hernández en esta edición; sin embargo, para la presente caja de herramientas básicas conceptuales, nos detendremos a revisar la propuesta que se ha conceptualizado de las luchas sociales llevadas a cabo por los movimientos sociopolíticos ancestrales. En este sentido, la interculturalidad se entiende como un proyecto histórico alternativo y decolonial; es decir,
es implosionar desde la diferencia en las estructuras coloniales del poder como reto, propuesta, proceso y proyecto; es hacer reconceptualizar y re-fundar estructuras que ponen en escena y en relación equitativa lógicas, prácticas y modos culturales diversos de pensar, actuar y vivir. (Walsh, 2008, p. 141)
En este mismo sentido, Grosso sostiene que lo intercultural es una forma de aproximarse a la manera como se expresan
prácticas y relaciones sociales en las que se ha establecido el silenciamiento, la ocultación y la negación de la alteridad, produciendo una topografía social compleja y abigarrada. Interculturalidad, en nuestros contextos latinoamericanos, es el complejo histórico de relaciones asimétricas entre actores culturales diferentes. (Grosso, 2005, p. 12)
La interculturalidad, así entendida, se propone como apuesta política que busca refundar al Estado y la sociedad a partir de la crítica al legado colonial, imperial y capitalista.
Las anteriores definiciones de interculturalidad se sitúan en el contexto latinoamericano. La propuesta de Walsh (2008) implica una desestructuración de la matriz colonial en los siguientes términos. El reconocimiento de cómo opera la “colonialidad del poder” (Quijano, 2000), “se refiere al establecimiento de un sistema de clasificación social basada en una jerárquica racial y sexual, y en la formación y distribución de identidades sociales de superior a inferior: blancos, mestizos, indios, negros” (Walsh, 2008, p. 136); “la colonialidad del saber”, “el posicionamiento del eurocentrismo como la perspectiva única del conocimiento, la que descarta la existencia y viabilidad de otras racionalidades epistémicas y otros conocimientos que no sean los de los hombres blancos europeos o europeizados” (Walsh, 2008, p. 137); la colonialidad del ser (Maldonado-Torres), “se ejerce por medio de la inferiorización, subalternizacion y la deshumanización: a lo que Frantz Fanón se refiere como el trato de la ‘no existencia’” (Walsh, 2008, p. 138); por último, “la colonialidad de la madre naturaleza y de la vida misma”,
su base en la división binaria naturaleza/sociedad, descartando lo mágico-espiritual-social, la relación milenaria entre mundos biofísicos, humanos y espirituales, incluyendo el de los ancestros, la que da sustento a los sistemas integrales de vida y a la humanidad misma. (Walsh, 2008, p. 138)
Este eje de dominación se recrea a partir de la explotación de la madre naturaleza y la negación de la relación mágica y espiritual de las comunidades con la naturaleza.
La interculturalidad entendida como propuesta decolonial busca, desde las prácticas políticas de los movimientos sociales, descolonizar esta matriz colonial que ha sido el fundamento filosófico y material a través de la cual se ha estructurado al Estado, sus mecanismos de intervención y su relación con la sociedad civil. Como dice Walsh,
Así sugiere un proceso activo y permanente de negociación e interrelación donde lo propio y particular no pierdan su diferencia, sino que tengan la oportunidad y capacidad para aportar desde esta diferencia a la creación de nuevas comprensiones, convivencias, colaboraciones y solidaridades. Por eso la interculturalidad no es un hecho dado sino algo en permanente camino, insurgencia y construcción. (Walsh, 2008, p. 141)
La interculturalidad como proyecto crítico y decolonial recurre a filosofías y visiones de mundo no occidentales, lo que Boaventura de Sousa Santos ha conceptualizado como “epistemologías del sur”, es decir,
nuevos procesos de producción y de valoración de conocimientos válidos, científicos y no científicos, y de nuevas relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido de manera sistemática las injustas desigualdades y las discriminaciones causadas por el capitalismo y por el colonialismo. (De Sousa-Santos, 2011, p. 35)
La idea del sur tiene un significado global, el Sur global, en la medida que no es un concepto geográfico, ya que es un Sur que puede existir en el Norte global, donde también se presentan poblaciones silenciadas, racializadas, excluidas y marginadas como las minorías étnicas o religiosas, los inmigrantes sin papeles, los desempleados, las víctimas de sexismo, la homofobia y el racismo. El sur, como epistemología, es “una metáfora del sufrimiento humano causado por el capitalismo y el colonialismo a nivel global y de la resistencia para superarlo o minimizarlo” (De Sousa-Santos, 2011, p. 35). Por eso, según estos autores, la propuesta de interculturalidad que emerge como resultado de prácticas políticas transformativas de movimientos sociales y étnicos constituyen epistemologías del Sur que contribuyen a las luchas anticapitalistas, anticoloniales y anti-imperialistas.
Dos conceptos claves se desprenden de la propuesta de Boaventura de Sousa Santos (2011): la ecología de saberes y la traducción intercultural. La primera aboga por una justicia cognitiva que reconoce todas las prácticas de relaciones entre seres humanos, así como entre los seres humanos y la naturaleza, implica más de una forma de conocimiento e ignorancia. En este orden de ideas, las intervenciones enmarcadas dentro de las epistemologías del sur deben promover diálogos entre conocimientos y saberes científicos y no científicos: “Lo que cada conocimiento aporta a semejante diálogo es la manera en que conduce una cierta práctica para superar una cierta ignorancia” (De Sousa-Santos, 2011, p. 36). La traducción intercultural se entiende como “el procedimiento que permite crear inteligibilidad recíproca entre las experiencias del mundo, tanto las disponibles como las posibles” (De Sousa-Santos, 2011, p. 37). Este diálogo profundo entre saberes se realiza tanto en la producción de conocimiento como en la definición de estrategias metodológicas para la intervención práctica. Boaventura de Sousa Santos lo llama “hermenéutica diatópica” que consiste en una interpretación recíproca entre dos o más tradiciones con “el objetivo de identificar preocupaciones isomórficas entre ellas y las diferentes respuestas que proporcionan” (De Sousa-Santos, 2011, p. 37). En este sentido, el valor subyacente que otorga la hermenéutica diatópica es que todas las culturas son incompletas y, por ende, necesitan enriquecerse con el diálogo y la confrontación con otras tradiciones culturales del saber.
Así como Catherine Walsh (2008) y Boaventura de Sousa-Santos (2011) partieron de las luchas sociales latinoamericanas -movimientos indígenas y afros, el Foro Social Mundial, El Movimiento Zapatista, entre otros- para desarrollar sus ideas de interculturalidad, Arturo Escobar (2015) ha propuesto “ontologías políticas” a partir de sus estudios sobre las prácticas culturales y sociales de las comunidades negras de Colombia. Desde esta perspectiva, el mundo se pluraliza en varios mundos que entran en disputa. Mientras el mundo occidental lucha por imponerse sobre los otros, las luchas ontológicas de proyectos subalternos, como el de las comunidades negras, buscan mantenerse vivas y alternativas. “En palabras del pensamiento zapatista, se trata de luchas por un mundo en el que quepan muchos mundos, es decir, luchas por la defensa del pluriverso” (Escobar, 2015, p. 93). La propuesta de las ontologías políticas se inscribe en estas luchas. Se refieren al análisis de “los procesos por medio de los cuales se constituyen como tales; esto aplica, obviamente, a la modernidad misma. La ontología política re-sitúa al mundo moderno como un mundo entre muchos otros mundos” (Escobar, 2015, p. 97). Desde esta perspectiva, la ecología política no se da entre culturas, se da entre mundos ontológicos dualistas y relacionales que han establecido formas diferenciales de relacionarse entre seres humanos, el ambiente y lo espiritual. Mientras el mundo moderno-occidental dualista ejerce una ontología antropocéntrica, acumulacionista y racional, el mundo de los grupos étnico-territoriales apuesta por ontologías políticas relacionales en los que “nada (ni los humanos ni los no-humanos) preexiste las relaciones que lo constituye. Todos existimos porque existe todo” (Escobar, 2015, p. 93).
“Intervención intercultural”
La crisis del sistema mundo capitalista se manifiesta en múltiples dimensiones: política, económica, social, cultural y ambiental. En algunos medios académicos se habla de crisis de la modernidad, en otros se la describe como crisis de la civilización occidental y más allá se habla de una crisis del capitalismo. En medio de esta prolongada crisis, las profesiones relacionales se han propuesto redefinir sus formas de intervención de lo social o de reinventar alternativas que permitan salir al paso. Por ello, centrándonos en el campo de lo social, en esta edición se reflexiona sobre las apuestas teórico-epistemológicas y metodológicas, desde distintas orillas, que nos ayuden a dilucidar alternativas propositivas de intervención social que contribuyan a la solución de la crisis social actual. Una de esas alternativas es lo que se ha venido denominando intervenciones sociales interculturales. La pregunta que surge es ¿qué significa hacer una intervención en lo social desde una perspectiva intercultural?
En la literatura se encuentra material sobre esta temática. Entre otros, Mosquera-Rosero y León-Díaz (2013) han estudiado las contradicciones de la “intervención social diferencial”; Catherine Walsh (2008) propuso las “pedagogías decoloniales”; Mosquera-Rosero (2005) ha descrito los “saberes para la acción intercultural” apoyada en los conceptos de “intervención intercultural” de Gisèle Legault y de “atención diferencial” de Donny Meertens.
Los escritos de la presente edición contribuyen a esta discusión. Agustín Lao-Montes propone la interculturalidad como una perspectiva político-epistémica decolonial que apunta a la construcción de políticas culturales y democracias sustantivas antirracistas, decoloniales, y feministas. A su vez, Esperanza Gómez-Hernández analiza varios conceptos de interculturalidad sobre los cuales propone definiciones de intervención. Por ejemplo, la interculturalidad naturalizada enfatiza en una mediación social que se focaliza en el problema. La interculturalidad ampliada tiene como “finalidad el conocimiento contextualizado culturalmente, empleando mecanismos o herramientas que favorezcan la gestión cultural y la animación sociocultural” y, finalmente, la interculturalidad intencionada que organiza una serie de acciones que dan “cabida a otras formas de existencia, gobierno, autoridad, entre otros.” Por cada una de estas apuestas interculturales, Esperanza Gómez-Hernández propone elementos concretos para tener en cuenta en los procesos de intervención, por ejemplo, los contextos geográficos, la idea de los social, lo cultural, la otredad; cuestiones éticas y metodológicas, entre otras.
Ruby Esther León-Díaz, aunque no discute cuestiones de intervención intercultural, llama la atención sobre el racismo epistémico en la formación de profesionales relacionales; entendido este como la ausencia radical de temas raciales en la formación que se imparte en las escuelas de Trabajo Social en Brasil y que tienen un impacto en la producción de conocimiento, a partir de la práctica profesional en los ámbitos de intervención social; denuncia similar a la hecha por Mosquera Rosero, ahora en términos interculturales para el caso de Colombia, cuando sostuvo que, “en las profesiones relacionales no se los forma en intervención intercultural” (Mosquera-Rosero, 2005, p. 269).
La pregunta que surge es ¿cuáles son las implicaciones ético-políticas en los procesos de intervención social cuando los profesionales relacionales no cuentan con el conocimiento necesario para diseñar estrategias de intervención en las que participan comunidades étnico-raciales? El escrito de Ruby Esther León-Díaz ofrece argumentos como el siguiente: “Probablemente la ausencia radical en el discurso continúe produciendo intervenciones desinteresadas e insensibles a las diferencias étnicas y raciales de los sujetos usuarios de los servicios públicos (…)” (105).
En la autorreflexión sobre la experiencia de teatro popular con niñas y niños indígenas, Silvia Georgina Sosa-Castillo y Juan Carlos Mijangos destacan la necesidad de siempre repensar las estrategias de intervención social a partir de hacer conciencia de quiénes son “los otros” y del lugar y rol que juega quien interviene (por ejemplo, relaciones de poder). Esto supone que la interculturalidad no es sólo lo relacional, sino también los conflictos que emergen en dichas relaciones (Walsh, 2008), pues las asimetrías persisten así se usen metodologías que invitan a superarlas. Estas autoras entienden la interculturalidad como compleja, democrática, equitativa y participativa; crítica y no colonial. En este sentido, la educación y el teatro popular sirvieron como escenarios donde tiene lugar lo que la investigadora denomina acción o praxis intercultural; praxis que permitió que “Niños y niñas aprendían a hacer teatro, tanto como Silvia y Juan Carlos aprendían a hacer un teatro diferente.” Por otro lado, “Este fue nuestro camino intercultural. Al establecer condiciones equitativas para expresarnos, pusimos en comunicación nuestros intereses. Hicimos tratos y construimos acuerdos. Fue una apuesta a reformular las dinámicas adultocéntricas en el espacio de una “niñezcracia”.
Adriana Arroyo-Ortega y Sandra Milena Robayo-Noreña en su investigación intercultural sobre educación superior, TIC y pueblos indígenas, publicada en este Nº34 de PROSPECTIVA, resaltan la tensión entre la necesidad de acceder a la educación superior, pero al mismo tiempo cómo las universidades se mantienen como locus de un saber hegemónico que no reconoce los conocimientos de otros. En ese sentido, se sugiere la necesidad de “Una educación que no se quede en agenciar exclusivamente procesos de inclusión de los indígenas al mundo occidental, sino que se comprometa en implementar prácticas y relaciones sociales que construyan un nuevo imaginario histórico de reconocimiento de sus conocimientos y de sus subjetividades, así como desestructurar las formas coloniales de dominación (…).” La pregunta que emerge, entonces, es ¿qué universidad deberíamos tener, en la cual quepamos todos-as?
Las dos últimas investigaciones del Número, aunque no son en estricto sentido apuestas interculturales, describen el papel de la cultura en los procesos comunitarios de intervención social. El trabajo de Beatriz Drake-Tapia investiga cómo se han llevado a cabo los estudios sobre la gestión del desarrollo cultural comunitario y cómo se generan procesos de inclusión social que contribuyen a la consolidación de la cualidad comunitaria y el fortalecimiento y renovación creativa de las identidades culturales. Su rastreo documental muestra como uno de los resultados que en Cuba los enfoques orientados al trabajo comunitario se dan desde los recursos y perspectivas de la intervención sociocultural, señalando, de esta forma, el privilegio e importancia que tiene la cultura en los procesos de intervención social contemporáneos.
Por su parte, el estudio de Olga Lucia Mazo-Mejía y Herwin Eduardo Cardona buscó comprender los modos de liderazgo cultural de los colectivos artísticos Aromas de mi Tierra, Banda Pasión Musical y Ángeles de Charlie, así como sus aportes a la construcción de convivencia pacífica en la Comuna 1 de Medellín. El liderazgo cultural, los espacios artísticos y discusiones de problemáticas sociales ha permitido que los jóvenes que pertenecen a estas dinámicas culturales constituyan subjetividades políticas con miradas críticas y reflexivas sobre su entorno inmediato. En este sentido, destacamos que, para la autora, “Las prácticas artísticas se convierten en formas de resistencia que superan los marcos de las políticas culturales. En ese sentido deben comprenderse como procesos emergentes. Si bien las políticas culturales han generado oportunidades para el desarrollo de los procesos comunitarios, la creatividad como cerebro social sobrepasa los marcos de acción preestablecidos”.
Comentarios finales
¿Puede la interculturalidad contribuir al pensamiento crítico y cómo puede fortalecer o ampliar la intervención social?
Se presentó antes un recorrido de conceptos clave que podrían contribuir a comprender qué se dice cuando se dice intervención intercultural. Sin embargo, el rastreo teórico realizado para presentar esta “Caja básica de herramientas conceptuales” nos genera, como académicos de las ciencias sociales y trabajadores sociales afrodescendientes, algunas preocupaciones éticas y políticas que ponemos en discusión a continuación.
En primera instancia, compartimos con Agustín Montes, Ruby Esther León-Díaz (en esta edición), Hooker (2009), Lozano-Lerma (2013), Mosquera-Rosero y León-Díaz (2013), Trouillot (2003), entre otros académicos, que analizan la realidad social desde la perspectiva crítica de raza, que hay un sobre énfasis en lo cultural y la etnicidad (en su interpretación más cultural), mientras la discusión sobre el racismo y las reparaciones raciales se evitan; sobre énfasis que se expresa tanto en el ejercicio profesional (Mosquera-Rosero y León-Díaz, 2013; Viveros-Vigoya, 2007), como en la formación de profesionales relacionales (Mosquera-Rosero, 2005).
Lo anterior puede ser resultado de que, en Colombia, en particular y Latinoamérica, en general, se tiene una larga tradición política e intelectual de negación del racismo. Desde la constitución de las repúblicas independientes latinoamericanas, la tendencia en la región ha sido considerar nuestras sociedades como democracias raciales o como tierras mestizas. En este sentido, el racismo ha sido ubicado exclusivamente en la época colonial, en los Estados Unidos y en el régimen del apartheid de Sudáfrica. Por lo tanto, el hecho de que se acepte con tan buena disposición la discusión que plantea la interculturalidad mientras se evitan las discusiones de raza y racismo en los espacios académicos y de formulación de políticas sociales, no es otra cosa que la manifestación de ese ‘negacionismo’ y/o racismo epistémico que ha hecho parte de la historia de Colombia y Latinoamérica.
No es que neguemos el valor analítico y propositivo que puede ofrecer la interculturalidad para diseñar propuestas de intervención social. De hecho, entendemos que parte de la manera como ha operado el racismo en la región, ha sido a través de la negación absoluta de la existencia de una cultura afrodescendiente heredada de las tradiciones milenarias africanas; lo que significa que hay la necesidad de hacer un reconocimiento de nuestra cosmovisión cultural, pero no como un todo unificado, pues los pueblos negros poseemos culturas (en plural) que son dinámicas. Además, persiste lo que ya ha sido señalado con las poblaciones indígenas, una tensión entre el valor a la persona y el valor a la cultura que representa dicha persona (Arenas-Fernández, 2020); es decir, en algunos espacios particulares se valora la cultura afro, pero ella misma se separa de las gentes racializadas que poseen dichas prácticas culturales, manteniendo el racismo como la lógica operante principal.
El problema que encontramos en la perspectiva de la interculturalidad se relaciona con la manera como se la viene implementando en el ejercicio profesional y en algunos escenarios de formación académica. Por ejemplo, al fomentar el desarrollo de “competencias interculturales” en la formación, en nuestra opinión, se corre el riesgo de enfatizar en la celebración y visibilización de asuntos culturales y étnicos -por ejemplo, el Festival del Petronio Álvarez en Cali- pero se deja de lado discusiones relacionadas con el origen y la persistencia de la segregación socio-espacial por raza en Cali (Vivas-Pacheco, 2013) o por qué en el puerto de Buenaventura, siendo uno de los puertos más importantes de Colombia, su población mayoritariamente afrocolombiana, vive en medio de la guerra armada y en condiciones económicas tan deplorables (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2015); y en general, todo el territorio-región del Pacífico que, según Arturo Escobar ha sido definido como un territorio para extracción de recursos naturales y la explotación de sus gentes y no para el “desarrollo” (Escobar, 2008). En últimas, profesionales del campo relacional usan la perspectiva intercultural sin poner en jaque a la sociedad burguesa capitalista y racista; por lo tanto, no buscan transformar esta realidad.
Igualmente, nos llama la atención que colegas y estudiantes de Trabajo Social en Cali reproduzcan afirmaciones como “quien no haya tenido relaciones sexuales con una persona negra no ha ido al cielo” o que “todos los negros son iguales” sin ningún tapujo y pensando que, de hecho, es un cumplido para las comunidades negras. Otros estudiantes desconocen que la manera como opera el racismo en Colombia ha hecho pensar que las comunidades indígenas son un grupo étnico no racializado cuando expresiones como “el indio vestido de seda indio se queda” es una clara demostración del racismo que históricamente han enfrentado los grupos indígenas en Colombia. Tampoco se discute la falta de representatividad de profesores afrodescendientes e indígenas en universidades públicas y privadas del país; o la falta de cursos con contenido sobre la historia cultural, social y geográfica de las comunidades negras en Colombia. En este sentido, nos preguntamos de nuevo ¿qué significa formarse o hacer una intervención en lo social desde una perspectiva intercultural cuando se desconoce la realidad de estas comunidades? O más bien, cuando no se discute sobre la “esencia” de la realidad misma, sino que se hace énfasis en cómo intervenir la realidad.
Por estas razones somos escépticos frente a los aportes que la interculturalidad pueda hacer al pensamiento crítico y al fortalecimiento de los procesos de intervención en lo social. Para nosotros, la intervención social más que declararse intercultural debería ser claramente antirracista. En este sentido, si la perspectiva intercultural quiere ser contra-hegemónica o transformadora e intenta contribuir al pensamiento crítico y al fortalecimiento de los procesos de intervención social contemporáneos, ésta debe propiciar discusiones políticas, éticas y académicas sobre raza y racismo a la colombiana; definir acciones profesionales que avancen en la deconstrucción de las estructuras raciales que organizan las relaciones sociales, en beneficio de los grupos raciales blanco-mestizos, y proponer estrategias más allá de la justicia de distribución racial. En últimas, se trata de comprender que hay perspectivas de lo intercultural que, al igual que el multiculturalismo liberal, hacen parte del juego de la globalización capitalista y extractivista por mantener el orden social.