1. Introducción
Escuchando una canción titulada Los Negros Estamos de Moda, del ritmo creado y conocido en Cali como salsa choque, con un grupo de activistas del Movimiento Estudiantil Afrocolombiano, se suscitó un debate sobre los significados y valores de la canción. Unos se enfocaban en el reconocimiento de las culturas negras, mientras otras criticaban su folklorización, exotización, y erotización. Para los primeros el reconocimiento cultural implica empoderamiento colectivo, a contrapunto, para las segundas ese tipo de visibilidad está asociada con la apropiación cultural y la reducción de las expresiones culturales afrodescendientes a ciertas formas de música y danza vinculados a la objetualización de los cuerpos y la comercialización de la etnicidad. Aquella acalorada discusión mediada por sensibilidades de género revela cuestiones claves en la discusión actual sobre los significados y valores del concepto de cultura y el tema de las políticas de interculturalidad que ha de ser el foco de este artículo.
En su revisión crítica del concepto de cultura titulado Adieu Cultura, el antropólogo haitiano Michel Rolph Trouillot (2011) plantea que la categoría cultura emerge en la antropología desde finales del siglo XIX como “una jugada política en la teoría” intentando reemplazar el constructo raza que fue fundacional de la disciplina. Como consecuencia, el concepto de cultura se convirtió en la categoría clave de la antropología social que trató de abarcar toda la vida humana y explicar las características únicas de cada grupo, diferenciados, así como etnias y naciones. Dicha tensión, que marca la relación intrínseca entre concepciones de lo racial y lo cultural, es una de las cuestiones claves que se explora en esta monografía.
Trouillot llega a tres conclusiones importantes: una, que la cultura como negación de raza se convirtió también en negación de clase y de historia, de capitalismo, imperialismo y racismo, es decir despojada de relaciones de dominación; segunda, que la idea resultante de grupos humanos como culturas, entendidas como totalidades coherentes y relativamente aisladas, cosificó el concepto de cultura junto a otros como economía, mercado, estado y sociedad; y tercera, que “el éxito popular de la cultura es su desaparición teórica” (Trouillot, 2011, p. 176). Esto último implicó una fetichización de la cultura en detrimento de su núcleo conceptual y una inflación excesiva de su radio de significaciones. A propósito de esto Trouillot dice:
Ahora la cultura explica todo -la inestabilidad política en Haití, las guerras étnicas en los Balcanes, las dificultades laborales en el lugar de trabajo de las maquiladoras mejicanas, las tensiones raciales en las escuelas británicas y las dificultades en el mercado de trabajo de los receptores de asistencia social en Nueva York. (Trouillot, 2011, p. 176)
Esta vía nos podría llevar a rechazar el concepto mismo de cultura. En algún momento Michel de Certeau (2011) planteó que la cultura se ha convertido en una categoría residual. Pero sostenemos su importancia como una categoría clave en la Ciencias Humanas (para usar la arqueología cognitiva de Dilthey) como un concepto-puente para significar la relacionalidad de los procesos históricos. En esta clave, entendemos lo político como la pluralidad de disputas y alianzas de índole diversa que constituyen las constelaciones de poder a través de los múltiples escenarios del espacio social; y la política como el conjunto de luchas que impactan e influencian la arena de dominación, hegemonía y gobierno que articula, organiza e institucionaliza el poder político. En ese ritmo, lo político está diseminado a través de todo el tejido social, desde micro-relaciones de poder en la esfera íntima del hogar y espacios institucionales como escuelas y fábricas, hasta configuraciones geo-políticas transnacionales; mientras la política se refiere más específicamente a conflictos y alianzas, con efectos pertinentes en la articulación y condensación del poder social y político, en instituciones como el Estado y organismos supraestatales como la Unión Europea y la Organización de Naciones Unidas. La cultura, entendida como las dimensiones ideacionales, simbólicas y comunicacionales de lo social -lo que incluye los modos de producción y creación cultural, como también las mediaciones y efectos de poder de las prácticas culturales- es componente clave de lo político y la política. Es así como en este trabajo hablaremos de cultura política, políticas culturales y de política étnico-racial, para identificar y especificar estos componentes del proceso político. En resumen, lo cultural es un aspecto fundamental de lo político y lo racial es una dimensión básica de lo cultural.
Los Estudios Culturales surgen en Inglaterra en la década de 1960 con preocupaciones similares sobre las dimensiones políticas de la cultura, desde una perspectiva marxista, respondiendo más a las nociones burguesas, tanto ilustradas como románticas de cultura,1 que a la tradición antropológica a partir de Boas.2 El interés principal de la primera generación de historiadores y críticos literarios marxistas (como Hogarth, Hobsbawm, Thompson, y Williams) era, por un lado oponerse a la óptica ilustrada de la cultura nacional como expresiones máximas de la filosofía occidental, las Bellas Artes y las Letras, en el sentido de las culturas de élite celebradas por el crítico Mathew Arnold; y por otro lado, estudiar y reconocer la importancia de las expresiones culturales subalternas en las formaciones de clase del escenario nacional británico. Esta perspectiva se nutrió de la tradición Gramcsiana donde las luchas por la hegemonía y el sentido común son fundamentales en las constelaciones de poder. Los Estudios Culturales se convirtieron en un movimiento político-epistémico con resonancias globales y particularidades en diferentes partes del mundo. Este trabajo no se enfoca en contar esta historia, pero para nuestros propósitos es preciso hacer algunas acotaciones sobre la trayectoria de los Estudios Culturales en las Américas.
En el año 1991 se llevó a cabo un Conferencia Interamericana de Estudios Culturales en la Universidad Autónoma Metropolitana de México, donde nos reunimos intelectuales de Canadá, Estados Unidos, América Latina y el Caribe. Este encuentro fue resultado de un proceso de formación y maduración de una comunidad político-intelectual. La coyuntura histórico-mundial que va desde el declive de la ola de movimientos antisistémicos entre 1960-1970 y la caída del bloque soviético a final de los años 1980, marcó una crisis tanto en las estructuras hegemónicas de conocimiento eurocéntricas y occidentalistas que habían sido desafiadas por la fuerte ola anti-colonial después de la segunda guerra mundial, como en los discursos, políticas y perspectivas de emancipación. A través de los años ochenta emergieron alternativas político-epistémicas que fueron resumidas con conceptos como posmodernismo, posestructuralismo, crítica poscolonial, historiografía subalternista; junto con la proliferación de formas, esferas e identidades políticas cuyos actores colectivos se definieron como nuevos movimientos sociales (feministas, ecológicos, queer, étnico-raciales, ecológicos, estudiantiles, urbanos) que esgrimieron una pluralidad de reivindicaciones y politizaron todos los espacios y dimensiones de la vida desde lo íntimo hasta la producción de conocimiento. En su mejor momento y en mejores versiones, los Estudios Culturales llegaron a ser, a través de las Américas, un movimiento que vinculó el mundo académico con los escenarios de creación cultural e incluso de movimiento social, para analizar y desafiar las relaciones de poder en todos los ámbitos de la vida social. Es en este sentido que se desarrolló un nuevo concepto de cultura necesariamente inscrito en relaciones de dominación y resistencia en sus distintas combinaciones y permutaciones. De aquí el nombrado Giro Cultural, noción acuñada por el crítico Frederic Jameson (1998) indicando el fuerte sesgo marxista del primer momento de los Estudios Culturales en los Estados Unidos.
Un ejemplo de mi propia experiencia fue en el Centro de Estudios de Posgrado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York donde Stanley Aronowitz, Juan Flores y George Yudice coordinaban un programa de Estudios Culturales que tenía tres componentes principales: 1) estudios de las formas y circuitos culturales rompiendo con las distinciones tanto entre alta cultura, cultura de masas y culturas populares, como también entre culturas locales, nacionales, regionales y globales; 2) insurrección de saberes subalternizados (étnico-racial, género, sexualidad y sus perspectivas criticas), lo que implica una reconstrucción de las arqueologías del saber, y de los modos de producción y comunicación de conocimientos; 3) reconsiderar la “Tecno-Ciencia” como formas de cultura y poder.3 Este tipo de reformulación de las políticas del conocimiento es reconocido en Abrir las ciencias sociales. Informe de la Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales (Wallerstein, 1996) donde se plantea que dos de los desafíos políticos y epistémicos mayores a las estructuras del conocimiento occidentales son los Estudios Culturales y los Estudios de Complejidad desde las Ciencias Naturales.
Sin embargo, el mismo Jameson (1992) fue quien poco después de la conferencia de 1991 en México nos alertó sobre la creciente banalización de los estudios culturales, señalando que estaban en peligro de convertirse en “Estudios de Madona”, es decir estudiar las formas culturales sin análisis de fondo de las constelaciones de poder combinado, con una tendencia a ver resistencia en todo sin distinguir las formas y acciones políticas con eficacia transformativa. Tocando el mismo tambor, Stuart Hall (2017a), quien dirigió el Centro de Estudios Culturales en Birmingham, Inglaterra por 15 años, observó cómo la institucionalización académica de los Estudios Culturales estaba coartando su carácter crítico y transformativo tanto en el mundo académico como en espacios sociales y culturales en general. Es en este preciso momento que, no por accidente, converge con la emergencia del multiculturalismo neoliberal, lo cual veremos más adelante, cuando surgen una serie de debates que hoy definimos como entre el Giro Cultural y el Giro Decolonial en Nuestra América.
Yudice, quien quizás representa el argumento más elaborado de los Estudios Culturales en clave Latino/americana, arguye lo siguiente:
mi argumento es que el papel de la cultura se ha expandido de una manera sin precedentes al ámbito político y económico, al tiempo que las nociones convencionales de cultura han sido considerablemente vaciadas. En lugar de centrarse en el contenido de la cultura -esto es, el modelo de enaltecimiento (según Schiller o Arnold) o el de distinción o jerarquización de clases (según Bourdieu) que ofrecía en sus acepciones tradicionales, o su más reciente antropologización como estilo de vida integral (Williams) conforme a la cual se reconoce que la cultura de cada uno tiene valor- tal vez sea más conveniente abordar el terna de la cultura en nuestra época, caracterizada por la rápida globalización, considerándola como un recurso (lo que implica) la cultura como expediente para el mejoramiento tanto sociopolítico cuanto económico (y el) surgimiento de un «capitalismo cultural» que ha transformado lo que entendemos por el concepto de cultura y lo que hacemos en su nombre. (Yudice, 2002, p. 13)
El trabajo de Yudice ha tenido gran influencia tanto en los estudios de la cultura como en las políticas culturales, a la vez que ha contribuido, sin quererlo, a la pérdida de sesgo crítico de los estudios culturales que ahora forman parte de los esquemas de políticas de la cultura de estados neoliberales y de organismos regionales como MERCOSUR. Parte de la razón es que el conceptualizar la cultura como recurso para el desarrollo, se presta para la instrumentalización de la cultura como un medio para un fin, a la vez que la ciudadanía se ha tendido a reducir al consumo (García-Canclini, 2012). Todo esto se conjuga con un núcleo culturalista en el argumento. Uno de los puntos fuertes en el trabajo de Yudice es enmarcar los procesos culturales en los procesos de globalización, pero sin reconceptualizar la cultura en clave intercultural y sin tener en cuenta la centralidad de lo racial en la configuración de las constelaciones de poder global. Tanto la globalidad del racismo como los procesos culturales como fenómenos de interacción y articulación transcultural son hitos del giro decolonial que vino a desplazar tanto el giro lingüístico como el giro cultural.
Se entiende por “Giro Descolonial” a un movimiento tanto ético-político como epistémico que surge con fuerza a principios del siglo XXI a partir de un diálogo activo entre varias corrientes de conocimiento critico comprometido con el cambio radical donde destacamos: 1) la crítica de la modernidad capitalista (o el sistema-mundo moderno/colonial capitalista) articulada por la categoría de colonialidad del poder de Aníbal Quijano (2000); 2) la filosofía de la liberación de Enrique Dussel (2007) destacando tanto su ética y política, como su crítica a la geo-política del conocimiento Occidentalista (Dussel, 1998); 3) el feminismo descolonial postulado por María Lugones (2007) con su análisis interseccional de la matriz de dominación como compuesta por imbricaciones de opresiones articuladas en cuatro regímenes de poder entrelazados -capitalismo, heterosexismo, racismo, e imperialismo.4 Es importante destacar que el giro descolonial surge desde diversas localizaciones de sujeto y tiene influencia tanto en el mundo académico como en las culturas políticas de la ola presente de movimientos antisistémicos, lo que implica un proyecto, horizonte y política de descolonialidad (o descolonización) a partir de una doble critica (interna y externa), lo que implica una descolonización del poder y el saber desde racionalidades de vida y perspectivas epistémicas gestadas en los márgenes y exterioridades relativas a la modernidad occidental, incluyendo sus formas culturales, subjetividades, y modos de conocimiento.5
La constitución de un orden racial mundial es uno de los pilares del proceso de globalización en su larga duración desde el largo Siglo XVI hasta nuestros días que, con Quijano conceptualizamos como una matriz de poder moderna/colonial. La creación, a partir de la conquista y colonización de “las Américas” y la institucionalización de la esclavitud transatlántica, de categorías étnico-raciales para la estratificación de cuerpos, culturas (estéticas, espiritualidades, memorias, saberes), y geografías (territorios, lugares, espacios), con base en esquemas naturalizados de clasificación en una “gran cadena del ser” (Chukwudi-Eze, 1997; Goldberg, 1993), donde la denominada civilización occidental es medida universal de racionalidad, belleza, ética, y buen gobierno, es lo que llamamos racialización como marca constitutiva de la modernidad/colonialidad (Ferreira da Silva, 2007; Laó-Montes, 2020).
Es en este engranaje histórico de economía-política del capitalismo mundial, geopolítica imperial y racialización de sujetos, pueblos y territorios, que surgen las clasificaciones y estratificaciones culturales del mundo moderno como elementos constitutivos de la matriz de dominación que Quijano denomina colonialidad del poder (Quijano, 2000, 2005; Trouillot, 2002). Es por eso que planteamos que los razonamientos raciales no solo son los primeros que surgen para concebir las formas que Stuart Hall (2017b) denomina “identidades culturales” de la modernidad, sino también permanecen en las lógicas de clasificación, estratificación, y naturalización que orientan las identificaciones étnicas y nacionales que surgieron a partir del Siglo XIX. Es en ese marco histórico donde hemos de localizar los escenarios y las prácticas de interculturalidad y transculturación.6
2. Reflexiones teórico-conceptuales
2.1 La Interculturalidad como posicionalidad, postura y perspectiva político-epistémica
La interculturalidad debería considerarse como una condición básica del proceso mismo de la cultura y, por ende, las políticas culturales deben considerarse como políticas interculturales. Desde un ángulo más particular, la interculturalidad es una perspectiva político-epistémica en la medida que implica hermenéuticas de historia, cultura, y poder que cuestionan las lógicas monoculturales promovidas por el eurocentrismo y por nacionalismos estrechos. Por un lado, el eurocentrismo pretende subordinar todas las otras culturas bajo la hegemonía de un supuesto universalismo que en realidad representa el dominio global de la particularidad de sus formas políticas, económicas y culturales.7 Por otro lado, los nacionalismos (sobre todo los de corte liberal y conservador) también tienden a definir la cultura nacional en clave monocultural como blanco-mestiza, subalternizando así las otras culturas -Afrodescendientes, Indígenas, campesinos, obreros- que se califican como tradicionales, atávicas, y bárbaras, representándolas así como taras a superarse para lograr un proyecto de modernidad entendido a partir de criterios eurocéntricos y occidentalistas.8
A contrapunto, la interculturalidad en tanto principio ético-político y crítico implica el reconocimiento de la equidad cultural y la creación de un espacio público común que promueva el diálogo activo y la corrección de asimetrías en aras de la igualdad entre culturas, es decir una verdadera democracia intercultural como recurso fundamental para la democracia radical. Aquí, la interculturalidad se convierte en un principio ético-político para combatir las pretensiones monoculturales del proyecto de Estado-nación dirigido por las élites criollas blanco-mestizas, diversificar la constelación cultural que constituye los escenarios de país, y promover horizontalidad en las relaciones entre culturas entendidas no como totalidades homogéneas sino como procesos y espacios de producción, creación, conflicto, y cultivo de identidades y comunidades.
En la posicionalidad y perspectiva que planteamos, la cual está informada por el feminismo negro descolonial, como veremos más adelante, la interculturalidad ha llegado a ser una forma de hacer política donde se vincula la alteridad cultural con las desigualdades sociales, económicas, y políticas, y las diferencias étnico-raciales con las desigualdades de clase, género y sexualidad. Es decir, el principio de la interculturalidad se corresponde a la articulación de las múltiples mediaciones de poder (clase, étnico-racial, género, generación, sexualidad, etc.) que son fuentes en la constitución de espacios y formas culturales. La interculturalidad se refiere no solo a sujetos étnico-raciales (Afrodescendientes e Indígenas) como se tiende a ver convencionalmente, sino también a agrupaciones definidas por otros criterios de identidad como género (grupos de mujeres), generación (jóvenes, tercera edad), sexualidad (LGBTQ+), lugar (tribus urbanas), estatus ciudadano (inmigrantes), que sirven de base para la desigualdad y exclusión, y por ende, al surgimiento de movimientos sociales que realizan reclamos y esgrimen demandas étnico-raciales, económicas, feministas, sexuales, generacionales, epistémicas y estéticas, culturales en fin. Como consecuencia, la interculturalidad en tanto principio y forma de hacer política implica una gestión constante y sonante para recrear lo público hacia una pluralidad inclusiva donde se respeten diferencias a la vez que se forjen espacios comunes de igualdad sin negar la heterogeneidad y la diferencia.
La emergencia de discursos y políticas de interculturalidad en América Latina en los años 1990 fue mayormente resultado de la nueva ola de movimientos sociales que trastocaron el orden de poder dominado por las dinámicas de la globalización neoliberal capitalista. En dichas luchas se destacan los movimientos Indígenas y Afrodescendientes que fueron portavoces principales de la Campaña de 500 Años de Resistencia Indígena, Negra, y Popular en 1992. Al mismo tiempo se desenvolvía una gran ofensiva de movimiento contra la propuesta imperial para un tratado de libre comercio (TLC) en la región -la llamada campaña contra el ALCA. En este contexto de acciones colectivas contra el neoliberalismo y las políticas imperiales surge la política de interculturalidad como principio ético-político, como recurso para la descolonización y liberación. La coyuntura de cambios constitucionales que comenzó en 1987 en Nicaragua y continuó en Brasil 1988 y Colombia 1991, en los cuales se declararon los estado-nación como pluriétnicos y multiculturales, fue en gran parte producto de la gestión de dichos movimientos societales. La implicación mayor fue la búsqueda de la refundación de la región y sus proyectos de país, contra los discursos monoculturales blanco-mestizos, eurocéntricos-occidentalistas, que definieron patria grande y patria chica en el siglo XIX. Entendemos dicho proceso como una pequeña revolución político-cultural en el cual en sus versiones más críticas y radicales la interculturalidad se convirtió en un componente clave del discurso crítico y la política descolonial de liberación.
Aunque los cambios constitucionales que se dieron en la región a partir de finales de los ochenta tienden a asociarse con la cuestión cultural como desvinculada de la cuestión racial, los giros hacia el multiculturalismo que florecieron en los noventa y a principios del siglo XXI tuvieron como protagonistas no solo a comunidades y movimientos indígenas, sino también a comunidades y movimientos Afrodescendientes que hicieron reclamos tanto por la identidad cultural y la integridad ecológica y territorial, como contra el racismo. Es en ese contexto que surge un campo de políticas de interculturalidad en la región, donde se opone el multiculturalismo neoliberal latinoamericano a la interculturalidad descolonial. Cada una de estas tendencias tiene sus propias políticas culturales y proyectos raciales. La primera plantea un proyecto racial de pluralidad étnica, en contraste al proyecto racial descolonial antirracista de la segunda.9
La pluralidad que consideramos valor y principio orientador de las políticas culturales implica que los procesos de creación, producción, comunicación, consumo, e intercambio cultural son por definición diversos y cambiantes. Además, las prácticas de producción y comunicación - estéticas, simbólicas, cognoscitivas, de memoria e identidad- que denominamos como cultura, son ejercidas por una multiplicidad de actores tanto desde instituciones poderosas como el estado y las corporaciones, hasta diferentes instancias sociales donde destacamos las comunidades y los movimientos sociales étnico-raciales. Por eso entendemos que el campo cultural ha de entenderse como un campo de fuerzas o una arena de luchas. En contraste a esta manera de entender lo cultural, los discursos de nación y región que emergieron en el siglo XIX se consolidaron después de la Segunda Guerra Mundial, y aun son hegemónicos hoy día, articulan una visión monológica de la cultura nacional y regional. Esto lo podemos ver en la reconocida relación entre patria grande y patria chica, donde la patria grande se representa como la región-mundo (América Latina), y la patria chica el estado-nación o sea el país particular (Colombia como parte de América Latina), una región sub-nacional (la Costa Caribe y el Pacifico Colombiano), o un lugar específico dentro de la nación (la ciudad de Cartagena o Cali). En esta manera de pensar prima la identidad y la unidad cultural por encima de las diferencias, las particularidades y las disputas en relación a cuáles prácticas y representaciones culturales han de ser reconocidas y promovidas. Dichos discursos de lo nacional y lo étnico se fundamentan en racionalidades raciales (o raciologías) donde se esencializan y naturalizan las identidades colectivas y las atribuciones culturales y conductuales adscritas a ellas, sin reconocerlo y muchas veces sin estar conscientes de como las lógicas de racialización guían las clasificaciones, estratificaciones, y concepciones culturales.10
Este esquema definitorio de la cultura regional y nacional, que fue constitutivo de los imaginarios de continente y país tanto de Europa como de las Américas, es un elemento constitutivo fundamental del patrón de dominación que llamamos colonialidad del poder. En este marco hay dos ideologías claves, occidentalismo y nacionalismo, que definen historia, cultura, e identidad en regiones y naciones. El occidentalismo plantea la superioridad de la supuesta civilización occidental y lo que entiende como sus modos de conocimiento, formas de gobierno, principios éticos, prácticas estéticas y culturales. Pero digo supuesta civilización occidental porque dentro de los espacios históricos que se definen como occidentales hay una gran variedad social y cultural. Parte del papel ideológico del nacionalismo es precisamente establecer un criterio para explicar las diferencias culturales a la vez que fija la nación-estado como el espacio territorial y el lugar de poder donde supuestamente se define una identidad común y una cultura principal, la cultura nacional. La idea misma de América Latina y su concepción como un conglomerado de naciones-estado surgen del matrimonio entre occidentalismo y nacionalismo.
Un pilar ideológico del occidentalismo es la idea de “latinidad” que fue inventada a mediados del siglo 19 por intelectuales orgánicos del imperio Francés como Ernest Renan, como modo de identidad civilizacional-racial, en el contexto de la disputa con la Gran Bretaña por la hegemonía política, económica, y cultural en el sistema-mundo moderno/colonial capitalista. De ahí surgió la distinción entre “anglos” y “latinos”, que tiene una larga historia, desde la creación de la idea de América Latina hacia finales del siglo 19. En la concepción de America Latina que fue elaborada por las élites criollas, la región y cada nación se oponían, por un lado, a los Estados Unidos como la gran otredad imperial del Norte, y por otro lado a las supuestas otredades internas de la nación -“Indios”, “Negros”, “Chinos”, “Turcos” y extranjeros no-occidentales en general, campesinos, trabajadores pobres y desempleados, homosexuales y prostitutas (Parker, Russo, Sommer y Yaeger, 1992; Pratt, 1992).
Lo que se definió como cultura nacional fueron los discursos y las prácticas culturales de las élites criollas que se identificaban como herederos de la racionalidad moderna de Europa y Occidente en contraste, por un lado a los otros internos que se entendían como atrasados y como taras a la modernización de la nación, y por otro lado al imperio estadounidense que de acuerdo al influyente argumento del intelectual Uruguayo José Rodó representaba el frio y estéticamente vacío saber técnico Anglo-Sajón. En esa vertiente de la ideología nacionalista la cultura nacional es una fuerza positiva y modernizante única que debería primar por encima de las llamadas culturas tradicionales como las de los indígenas y campesinos. En la mayoría de los países latinoamericanos las/los Afrodescendientes no fueron ni siquiera reconocidos como portadores de culturas propias e identidades particulares. Al abordar el tema de región, como haremos al final de este trabajo, es también importante el hacer hincapié, en la hegemonía regional de lo Andino en Colombia, que inventó la nación a partir de un imaginario Andinocéntrico que aun subalterniza y racializa la Costa Caribe y el Pacífico como territorios de Barbarie y otredad étnico-racial supuestamente faltos de modernidad y civilización (Múnera-Cavadía, 2005).
A partir de esta visión nacionalista articulada por los intelectuales y hombres de estado de las élites criollas Blanco-Mestizas se crearon las primeras políticas culturales de los estados Latinoamericanos con las metas principales de establecer una memoria histórica oficial y una identidad nacional, crear ciudadanos modernos en términos políticos y culturales, crear y organizar un ensamblaje institucional (escuelas, universidades, museos, centros de bellas artes, bibliotecas y archivos) para promover y diseminar la cultural nacional hegemónica de corte occidental -un tipo de Occidentalismo Periférico. Aunque el énfasis siempre fue en la llamada “alta cultura” es decir la cultura de élite de corte occidental, los saberes, las formas, y las prácticas culturales populares, indígenas, y Afrodescendientes se catalogaron como folclor teniendo un interés más antropológico y turístico que sustantivo en esta ecuación de la cultura nacional. El sistema educativo, y entrado el siglo XX también los medios de comunicación masiva, fueron vehículos institucionales de primera importancia en la diseminación de este tipo de políticas culturales producidas y promovidas por las clases dominantes y las políticas culturales de los estados-nacionales. Pero el campo de las políticas culturales no se puede caracterizar solamente por una normatividad, aun cuando esta sea hegemónica, dado que esto solo indica el proyecto cultural de nación de las élites y el estado. En contrapunto, definimos las políticas culturales, junto a Néstor García-Canclini, como un,
conjunto de intervenciones realizadas por el Estado, las instituciones civiles y los grupos comunitarios organizados, a fin de orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales de la población, y obtener consenso para un tipo de orden o de transformación social. (García-Canclini, 1983, p. 1)
2.2 Interculturalidad y Democracia Sustantiva
Para elaborar el tema de la democracia intercultural es necesario revisar la cuestión misma de la democracia. La historia moderna de esta parte del mundo accidentalmente nombrada como las Américas puede interpretarse como una larga lucha entre colonización y descolonización, desde al cimarronaje y Guaman Poma de Ayala, hasta los estados plurinacionales. Es en ese lineaje, la refundación constitucional y discursiva que declaró a Bolivia y Ecuador como estados plurinacionales en el 2008, precedidos por reformas similares en el 1987 en Nicaragua, 1988 en Brasil, y 1991 en Colombia, entre otras, que les definieron como países pluriétnicos y multiculturales. Esto significó el comienzo de una nueva era en la autodefinición del estado-nación y la filosofía que orienta sus políticas culturales, pero también como el resultado acumulado de una multiplicidad de luchas históricas a favor de la democracia cultural y la extensión de la franquicia ciudadana a grupos excluidos por criterio étnico-racial.
El déficit democrático en base a la desigualdad étnico-racial no es un problema particular de ninguna región específica. Como ha sido ampliamente discutido desde el siglo XIX, las democracias liberales modernas aun en los lugares donde han tenido más éxito mantienen una contradicción entre la igualdad formal y la desigualdad sustantiva de los ciudadanos.11 La igualdad ante la ley de los ciudadanos siempre contrastó con desigualdades económicas, políticas y culturales, fundamentadas en diferencias de clase y género, y en clasificaciones étnico-raciales. Dichas desigualdades han persistido a pesar de cambios históricos significativos desde que fueron instituidas a partir de la conquista y colonización Europea en el largo siglo XVI hasta hoy día, configurando el patrón global de dominación y explotación que denominamos como colonialidad del poder a partir del sociólogo peruano Aníbal Quijano.
La contradicción entre la igualdad formal y la desigualdad sustantiva se puede considerar como el marco estructural que orientó una diversidad de luchas históricas a favor de la extensión de la franquicia ciudadana como las gestas a favor del voto para las mujeres y los obreros a finales del Siglo XIX y principios del siglo XX. El llamado movimiento por los derechos civiles de los negros en el sur de los Estados Unidos en los años cincuenta y sesenta, en teoría y práctica ciudadanos de segunda clase, es otro ejemplo elocuente de cómo las acciones colectivas de movimientos sociales son los móviles principales a favor de lo que denominamos democratización de la democracia, para nombrar la gestión a favor no simplemente de la ciudadanía formal o nominal, sino de la ciudadanía sustantiva. Aquí hay una correspondencia tanto lógica como política entre los conceptos de ciudadanía y democracia. La democracia liberal representativa se corresponde con la ciudadanía legal-formal de corte individualista, claramente expresada en la máxima de la democracia liberal representativa: “un solo voto, una sola persona”.
A contrapunto, la democracia sustantiva se corresponde con la ciudadanía plena y diferenciada. En contraste a democracia en el sentido meramente formal -es decir solo como una cuestión de discurso y procedimiento, la democracia sustantiva implica identificar las desigualdades sociales y sus raíces, elaborar políticas públicas a favor de la equidad, y apoyar el proceso de empoderamiento de los sujetos y sectores subalternizados y excluidos. En esta definición, la democracia más que simple participación en los procesos electorales y reconocimiento de derechos civiles contra abusos de poder de parte del estado, implica participación activa y poder decisional en todos los ámbitos de la vida social y cultural. De esta manera, la democracia en tanto proceso de poder colectivo o empoderamiento popular adquiere una pluralidad de formas y definiciones. Más allá de la democracia liberal, hablamos de democracia participativa, democracia deliberativa, democracia cultural, democracia étnico-racial y democracia económica. Al conjunto combinado de todas estas dimensiones del proceso democrático le llamamos democracia sustantiva a la cual también suele llamarse democracia radical.
Como horizonte político-cultural, la democracia sustantiva se corresponde a una concepción diferenciada de la ciudadanía en tanto ciudadanía cultural, social, económica, política, y sexual, que a su vez implica una multiplicidad de derechos. Por eso hoy hablamos de derechos humanos como derechos civiles, políticos, económicos, étnico-raciales, ecológicos, culturales, lingüísticos, religiosos, sexuales y de género. Más aun, quienes buscamos construir racionalidades políticas posliberales, es decir más allá de los horizontes del liberalismo y neoliberalismo, también concebimos fundar lo político en afinidades, deseos, necesidades e intereses que no tienen que ser traducidos en lenguajes de derecho, en la medida que los meros reclamos de derecho suelen ser reactivos y centrarse en hacer demandas al estado sin concebir un nuevo orden de poder.
Uno de mis argumentos centrales es que esta forma crítica y sustantiva de entender la democracia, la ciudadanía, y los derechos humanos, constituyen una nueva cultura política que ha de orientar tanto el marco teórico como la orientación práctica de las políticas culturales que hemos de formular y realizar. Más aun, planteo que esta nueva cultura política no proviene principalmente ni del mundo académico, como tampoco del estado o del mercado, sino más bien de la producción de conocimientos y los reclamos realizados por movimientos sociales -como de mujeres, LGBTQ+, ecológico, urbano, obrero, campesino, Afrodescendiente, e Indígena.
Como mencionamos, el proceso a favor del cambio cultural y político que desembocó en la reforma constitucional de Nicaragua en 1987, Brasil en 1988, Colombia en 1991, Guatemala en 1994, Bolivia y Ecuador en 2008, fue resultado tanto de coyunturas nacionales como de un acumulado de luchas históricas a nivel regional y global, que constituyen una suerte de democracia intercultural descolonizadora. ¿Qué quiero decir con esto? Se refiere a una dimensión de la democracia como principio de búsqueda de la igualdad de oportunidades, reconocimiento, representación, derechos, recursos, y participación. No se puede hablar de democracia sustantiva y ciudadanía plena si las memorias, los saberes, las identidades, y las prácticas culturales propias de ciertas colectividades son desvalorizadas, no reconocidas, consideradas a menos y atrasadas en relación a ideales occidentales de estética, conocimiento, espiritualidad, gobierno y desarrollo, en fin de lo que constituye civilización y, por ende, el ideal cultural hegemónico de pueblo, región y nación.
El reclamo de interculturalidad como principio democrático que guía dichos cambios constitucionales, que fue formulado y defendido por Afrodescendientes, Indígenas y fuerzas de cambio en general, representa un desafío fundamental al nacionalismo del siglo XIX donde la unidad cultural de la nación se fundamentó en una versión de cultura e identidad dictada por la óptica occidentalista de las élites criollas. Por ende, el instituir la interculturalidad como principio gestor de políticas descoloniales implica una reformulación del carácter de la democracia a favor de lo que llamamos democracia intercultural, de la ciudadanía en aras de lo que denominamos ciudadanía diferenciada, lo que implica una transformación del carácter, de la correlación de fuerzas, y del campo mismo de las políticas culturales.
2.3 Políticas e Ideologías de Interculturalidad y Proyectos Raciales
Pero antes de entrar más de lleno y de manera más concreta a discutir las implicaciones del principio de la interculturalidad en relación con las políticas culturales, debemos explorar con más cuidado los discursos y las propuestas en pro de la interculturalidad y el multiculturalismo. Este es un tema abundante y complicado que rebasa los límites y posibilidades de este artículo. Sin embargo, para nuestros propósitos creo necesario distinguir entre tres proyectos de inter-culturalidad que implican tanto diferentes políticas culturales, sociales, y raciales, como distintos escenarios de poder con sus formas de democracia y ciudadanía. Las caracterizaremos como: multiculturalismo neoliberal, multiculturalismo corporativo, e interculturalidad descolonial. Para contextualizar este tipología primero quiero reiterar que históricamente las fuerzas vivas a favor de reconocer el principio de la pluralidad cultural y de convertirlos en principios democráticos y en fundamentos básicos para la concepción y consecución de políticas culturales son las comunidades y los movimientos de las “otredades” étnico-raciales de la nación (lo que en el caso de nuestra región quiere decir principalmente Afrodescendientes e Indígenas) en alianza con movimientos feministas, ecológicos, estudiantiles, campesinos, urbanos, obreros, etc. Es así como en America Latina el principio de la interculturalidad y el multiculturalismo se refieren mayormente a las políticas de reconocimiento de las identidades y culturas propias de otredades étnico-raciales que han sido históricamente marginalizadas en los discursos y las políticas de las instituciones dominantes. Desde otra localización geo-histórica, lo que en Estados Unidos le llamamos “guerras culturales”12 son desafíos a las políticas culturales que predominan tanto en las instituciones claves del estado y la sociedad -como el aparato gubernamental, el sistema educativo, los espacios hegemónicos de la cultura como los museos y las industrias culturales, y los medios de comunicación masiva- en relación a asuntos claves en la vida social y cultural como la valorización estética, las representaciones étnico-raciales, las relaciones y representaciones de género y la ética sexual. En este sentido, en gran medida norteamericano, es decir estadounidense y canadiense, el multiculturalismo se refiere a abrir el campo cultural al entrejuego de diferencias no solo étnico-raciales pero también sexuales y de género, de generación y diversidad estética e intelectual, lo que establece un espectro más amplio y contradictorio de políticas multiculturales. Este contraste entre América del Norte y Nuestra América va a ser clave para entender cómo agrupar el multiculturalismo corporativo con el multiculturalismo neoliberal, los dos tipos de política de interculturalidad que se desarrollan en los Estados Unidos para diseminarse globalmente, y así distinguirlos del proyecto de interculturalidad descolonial que nace de los movimientos étnico-raciales de America Latina.
El multiculturalismo en los Estados Unidos fue producto de las luchas de los nuevos movimientos sociales de los años sesenta y setenta -como el movimiento de liberación negra, el movimiento feminista, el movimiento de pueblos originarios (o Amerindios), el movimiento Asiático-Americano, y el movimiento de comunidades Latinas- y sus demandas por reconocimiento de sus diferencias e identidades (étnicas, sexuales, culturales), representación política y cultural, y recursos para sus comunidades, en las universidades y en el mundo del arte. En el contexto de la ola de movimientos sociales de esos años, dichos reclamos democráticos por representación y recursos estaba ligado a un proyecto más ambicioso de cambio histórico que vinculaba la democracia cultural con la democracia económica lo que también equivale a ligar la justicia cultural con la justicia social.
El declive de la ola de movimientos sociales de los sesenta y setenta en los ochenta y la emergencia del neoliberalismo como doctrina principal de gobierno, políticas económicas y sociales, tuvo finalmente como uno de sus resultados la incorporación del multiculturalismo a las políticas culturales neoliberales. Esto surgió tanto del estado como del mercado y constituyó una estrategia de globalización altamente influenciada por los modelos estadounidenses. Aquí no hay tiempo ni espacio para discutir los distintos escenarios y estrategias de relación de neoliberalismo y políticas culturales pero para los propósitos de esta monografía es preciso decir que la era neoliberal implicó por un lado formas de privatización de la producción y consumo cultural (la reducción relativa de productos culturales a meras mercancías y la elevación de las industrias culturales y del conocimiento a puntales en los procesos de rentabilidad a nivel global) y por otro lado una conversión relativa de los ciudadanos en consumidores como argumentan Néstor García-Canclini (2012) y George Yudice (2002). En esa línea, la apropiación de los discursos de participación, autogestión, desarrollo local, y apoderamiento, por instituciones claves del capital transnacional como el Banco Mundial, las Naciones Unidas, y también por muchos gobiernos, contribuyeron a la emergencia de lo que llamo el multiculturalismo neoliberal donde convergieron políticas estatales de reconocimiento de la diversidad cultural con estrategias de mercadeo a partir de las diferencias culturales (étnicas, regionales, generacionales) y con programas de desarrollo local financiadas por instituciones del capital transnacional y por ONGs donde se promueve explícitamente la ciudadanía cultural, la participación y el apoderamiento local.
Una de las características del multiculturalismo neoliberal es la negación de la importancia de lo racial, subyugándolo a una concepción culturalista donde lo racial se reduce a lo étnico, en una concepción de progreso o democracia racial donde el racismo se borra totalmente del discurso o se ve como un problema del pasado que si permanece es como elementos residuales que se expresan en las acciones de algunos individuos considerados “desviados sociales” debido a su conducta racista. En este registro, los proyectos raciales del multiculturalismo neoliberal se han definido en la teoría critica racial como “racismo laissez faire” (Bobo, Kluegel y Smith, 1997), “racismo daltoniano” (Bonilla-Silva 2001), que postulan una “sociedad posracial”. Dichos discursos se pueden interpretar como análogos a las ideologías de “democracia racial” que aun priman en America Latina.13
Lo que Mike Davis (2018) ha llamado multiculturalismo corporativo significa particularmente cómo el mercado del gran capital apropia el discurso de la diversidad cultural para desarrollar campañas de mercadeo y cómo lo étnico-racial (la música y el baile, la gastronomía, los estilos de vestir, inclusive los espacios de vida y los cuerpos a través del turismo) se convierten en mercancía. Otra forma del multiculturalismo neoliberal es lo que he llamado el multiculturalismo imperial en referencia a la tendencia en el Estado imperial norteamericano de integrar en su corporalidad y composición misma el discurso de la diversidad, como fue notable en la administración de Bush donde una mujer Afrodescendiente llego a ser la Secretaria de Estado y un hombre Latino Fiscal General de la Nación, y en las fuerzas armadas que varios analistas han calificado como la institución más multicultural del gobierno estadounidense. Esta tendencia no se limita a los halcones neoconservadores como Bush y Trump sino que representa un consenso bipartidista de celebración de la diversidad cultural, étnico-racial y de género, mientras se esgrime la bandera de los Estados Unidos como policía y líder natural del planeta. La administración de Obama demostró cómo tener un emperador afrodescendiente en el ejecutivo estadounidense ni siquiera redujo mínimamente el ejercicio de las tecnologías de violencia imperial como el uso de drones para aniquilar vidas africanas en el continente madre.
En relación con el multiculturalismo neoliberal, quiero acotar una de las paradojas más importantes, me refiero a la contradicción entre el reconocimiento de la diversidad cultural, lo que en parte significa la aceptación de la ciudadanía cultural, y lo que puede implicar hasta cierto punto la concesión de derechos culturales; en contraste al aumento de las desigualdades sociales, raciales y económicas, la erosión de las libertades civiles, y el debilitamiento de la democracia política. Aquí cabe resaltar que la concepción de justicia prevalente en el multiculturalismo neoliberal no registra ni reconoce la importancia de la justicia racial porque niega el racismo como problema estructural que como tal requiere ser resuelto por cualquier estrategia en aras de lograr una sociedad justa y equitativa. A propósito de la justicia y la equidad hay una serie de principios interconexos que deberían guiar un diálogo necesario en aras de la democracia intercultural, me refiero a las relaciones entre democracia y diferencia, y entre diferencia y desigualdad. Es decir, la democracia sustantiva requiere por un lado la inclusión verdadera de los históricamente excluidos por razones étnico-raciales, sexuales, de género y generación, etc., lo que llamaré justicia cultural; y por otro lado la equidad en la distribución de recursos económicos y poder político, lo que llamaré justicia social redistributiva y justicia en la organización y distribución del poder político. La justicia racial es un renglón necesario tanto en lo cultural como en lo social y, por ende, es una dimensión fundamental en la construcción de una sociedad que articule los principios de la libertad e igualdad en la cual se conjuguen las dos formas de justicia que postula Nancy Fraser (1997), es decir la redistribución de poder y riqueza con el reconocimiento cultural y étnico-racial.
La conjugación de la redistribución de poder y riqueza social con el reconocimiento cultural y étnico-racial nos lleva al tercer proyecto, que denominamos interculturalidad descolonial, que en gran medida es producto de los movimientos Indígenas y Afrodescendientes de América Latina en la ola de luchas que esgrimieron en los ochenta, que desafiaron el capitalismo salvaje neoliberal de la época. Por ende, el multiculturalismo neoliberal no fue principalmente producto de las racionalidades de la globalización neoliberal capitalista, sino más bien de las respuestas de los estados y las emergentes ONGs (Organizaciones No-Gubernamentales) a las luchas y reclamos de los movimientos sociales.
En esa clave, la interculturalidad en cuanto principio político-cultural es producto de la emergencia de luchas sociales, políticas, raciales y culturales, encabezadas por movimientos sociales étnico-raciales en la región en los ochenta y noventa. El lenguaje de la interculturalidad fue luego apropiado por instituciones estatales y transnacionales lo que, por un lado revela resultados positivos de la gestión de los movimientos sociales y culturales en aras de la ciudadanía y los derechos culturales pero, por otro lado también implicó que se ha producido lo que podemos catalogar como neoliberalismo intercultural e interculturalidad estatista, donde los derechos culturales son más nominales que sustantivos y tienden a conjugarse con profundización de las desigualdades sociales y debilitamiento de las democracias políticas.
En contraste, la propuesta de interculturalidad de movimientos indígenas y Afrodescendientes en Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, y Perú, se plantea como un proyecto transformador que implica la reinvención del estado y la nación como pluriétnico (en algunas formulaciones plurinacional); cambios profundos en las memorias, los relatos y las representaciones del espacio geo-histórico asociado al estado, lo que tiene como consecuencia una redefinición de dicho espacio cultural no como una sola sino como un conjunto de comunidades culturales y en las formulaciones más políticas una revisión de la relación entre territorio y gobierno donde se abren espacios de autogobierno local indígena y Afro; el reconocimiento de hecho y derecho de los modos de vida, conocimientos, lenguas, y religiones ancestrales que envuelve tanto críticas a las narrativas y perspectivas epistémicas occidentales como reformas educativas no solo al interior de las comunidades indígenas y Afros sino en la sociedad en general; y políticas ecológicas de unidad armónica integral entre ambiente, modos de producción económica y prácticas culturales.
Dichas políticas de movimiento influyeron en una importante secuencia de cambios constitucionales a través de toda la region desde Nicaragua y Guatemala, hasta Brasil, Colombia, Bolivia y Ecuador. En estos dos últimos países las asambleas constituyentes les declararon oficialmente estados plurinacionales. En Bolivia, durante la administración de Evo Morales se creó un Ministerio de Descolonización y Despatriarcalización, siguiendo la consigna de organizaciones del feminismo descolonial como “Mujeres Creando” quienes promovieron los principios conjuntos de descolonización y despatriarcalización de todos los ámbitos tanto institucionales como de la cotidianidad. En dicha racionalidad politica se buscaba explícitamente descolonización y despatriarcalización del Estado, la educación, y la economía, con voluntad de promover politicas de democracia intercultural en todos los ámbitos de la vida social. Comparando las políticas de interculturalidad de las nuevas constituciones de Bolivia y Ecuador, Catherine Walsh (2009) argumentó que ambas van “más allá de la inclusión” y de lo que llamó “el constitucionalismo multicultural o el multiculturalismo constitucionalista”, añadiendo que “sin otros cambios profundos la inclusión de derechos “étnicos” y “especiales” hace poco para adelantar la refundación del Estado y su transformación radical”, y les caracterizó como “modelos descolonizadores” que “abren caminos históricos”. Además, comparó los cambios que propusieron ambas propuestas de cambio constitucional en cuatro renglones: la pluralización de la ciencia y el conocimiento, los derechos de la naturaleza, el sistema jurídico, y el sumak kawsay o buen vivir como principio fundamental tanto económico como ético-político.
Pero, como dice el refrán del dicho al hecho hay un gran trecho. En realidad, el estado plurinacional y las propuestas de descolonización y despatriarcalización no avanzaron mucho más de ser de carácter retórico y en el mejor de los casos simbólico. Esto es asi tanto por falta de voluntad politica como de las dificultades estructurales en desmantelar un orden de poder moderno/colonial tanto del estado, como del capital y la sociedad en su conjunto. Su análisis de lo que Walsh (2009) llamó “interculturalizar” los códigos constitucionales de Bolivia y Ecuador, tiene al menos tres implicaciones importantes para nuestra discusión de políticas culturales: primero que el cambio constitucional es un proceso necesario pero insuficiente (por eso la crítica al constitucionalismo como estrategia única o principal), segundo la importancia de discutir y redefinir en términos teóricos y prácticos tanto el contenido y los entornos del campo cultural (por ejemplo incluyendo la ciencia y los discursos sobre ecología y economía), como también de cómo extender el campo de las políticas culturales de manera trasversal (por ejemplo en la interculturalizacon de lo jurídico), y tercero que las políticas de interculturalidad pueden ser una fuerza descolonizadora del poder y del saber en la medida que puedan promover cambios culturales sustantivos (en las definiciones y valorizaciones de memoria, identidades, estética, ética, espiritualidad, educación, y lenguaje), que a la vez pueden ser vehículos de transformación de la institucionalidad política, la racionalidad económica, la política ecológica, y el orden étnico-racial lo que implica la concepción e implementación de un nuevo proyecto racial de carácter descolonial.
2.4 Políticas de interculturalidad y Proyecto racial descolonial
A propósito de la configuración de un nuevo orden racial de carácter descolonial, quiero darle más contenido y matices a este argumento de políticas culturales descoloniales discutiendo brevemente la Ley 70/1993 (de derechos de los Afrodescendientes, Congreso de Colombia, 1993) en Colombia y el Proceso de Comunidades Negras-PCN, una de las organizaciones principales en el movimiento social Afrocolombiano que ha tenido un rol protagónico desde el diseño e implementación hasta la defensa y desarrollo de dicha pieza jurídica. Luego de la exclusión de los Afrodescendientes del proceso de asamblea constituyente que produjo la reforma constitucional del 1991 en Colombia donde su voz fue enunciada por los representantes indígenas, en el 1993 se aprobó una de las leyes que constituyó un cambio más profundo a favor de los derechos de las negritudes, la Ley 70/1993 estipuló derechos de propiedad colectiva de los territorios ancestrales a los consejos comunales (sobre todo en el Pacifico), por la etnoeducación y la representación politica de los Afrocolombianos.
En discusiones de justicia reparativa étnico-racial el proceso de definición, aprobación e implementación de la Ley 70 (Congreso de Colombia, 1993) se ha descrito como el proceso más exitoso en este renglón en cualquier asentamiento de la diáspora Afroamericana. Miles de hectáreas fueron reconocidas legalmente como propiedad colectiva a cientos de consejos comunitarios en la costa Pacifica Colombiana; a pesar de las dificultades de recursos y falta de voluntad institucional se han abierto brechas a favor de la etnoeducación Afrocolombiana (incluyendo programas de Estudios Afrocolombianos y redes de etnoeducadores), y existen representantes Afro en la legislatura nacional. Sin embargo, las comunidades negras del Pacifico son de las más afectadas por el conflicto armado, lo que ha tenido como consecuencia que muchos hayan tenido que abandonar sus territorios de propiedad colectiva y otros han sido y todavía siguen siendo asesinados por los actores armados.
Hace dos años el movimiento social Afrocolomnbiano celebró el 25 aniversario de la Ley 70 (Congreso de Colombia, 1993), a la misma vez que denunció el destierro a consecuencia tanto del conflicto armado (que no ha terminado totalmente) como de los proyectos de mega-desarrollo para el Pacífico (como la siembra de Palma Africana y la gran minería en el Norte de Esmeraldas) que es uno de los móviles del desplazamiento forzado en dicha región. Aquí hay una instancia clara de una contradicción de hecho y derecho entre un cambio constitucional positivo y un problema de implementación. Pero más allá de la Ley 70/1993, la cual tiene sus limitaciones propias (por ejemplo su sobre-enfoque en las comunidades rurales del Pacifico y su falta de atención al problema del racismo) los análisis, las propuestas y las prácticas político-culturales del PCN son paradigmáticos de la riqueza y creatividad de las politicas culturales descolonizadoras de las comunidades y los movimientos sociales étnico-raciales.
Tanto en los documentos producidos por el PCN como en los artículos coescritos por Libia Grueso y Carlos Rosero, dos de sus intelectuales de base como ellos se denominan, con el antropólogo Arturo Escobar, se articula una conceptualización original del territorio ancestral como espacio vital y universo ecológico cultural fundamental para la gestación y reproducción de la identidad étnico-racial, el ejercicio del auto-gobierno colectivo, y la consecución de un modo de produccion económica y estrategia de desarrollo a partir del conocimiento propio y la armonía ambiental. El PCN también desarrolla un discurso y plantea políticas de derechos humanos como en entramado de derechos culturales, étnicos, políticos, económicos, y ecológicos. Esta racionalidad aparentemente utópica está fundamentada en los modos de vida colectiva de las comunidades negras del Pacifico y representan no solo una afirmación cultural e identitaria sino también una crítica de los paradigmas dominantes de propiedad, gobierno, ecología y desarrollo, y por ende, se pueden considerar políticas culturales descolonizadoras.
En su libro Álvarez, Dagnino y Escobar, se argumenta que:
La cultura es política en tanto los significados son constitutivos de procesos que implícita o explícitamente buscan redefinir el poder social. Esto es, cuando los movimientos establecen concepciones alternativas de la mujer, la naturaleza, la raza, la economía, la democracia, y la ciudadanía, al desafiar los significados de la cultura dominante, ellos efectúan una política cultural. (Álvarez, Dagnino y Escobar, 1998)
Aquí me parece importante afirmar aunque sea rápidamente que los procesos de movimiento social también tienden a desatar luchas contra formas de opresión al interior de una comunidad histórico-cultural las cuales siempre están interceptadas por desigualdades de poder y diversidad de identidades -por ejemplo diferencias de género y sexualidad al interior de una colectividad étnico-racial. En este sentido, los procesos de descolonización también se dan al interior de los movimientos sociales y las comunidades étnico-raciales que son subalternizadas dentro de la matriz de dominación moderna/colonial.
En este registro, los feminismos negros descoloniales elaboran analíticas de la matriz de dominación a partir de lo que denominan interseccionalidad o imbricación de una pluralidad de cadenas de colonialidad y opresión -clase social, étnico-racial, género, generación, sexualidad, etc.- lo que implican políticas de liberación que atiendan dicha matriz de poder en su conjunto. En esta clave, las políticas de interculturalidad deben elaborar estrategias para desmantelar las múltiples cadenas de colonialidad y opresión, cultivando lazos de solidaridad, entendimiento mutuo y colaboración entre todas las formas de identificación correspondientes a todas estas dimensiones de la subjetividad y el poder. Termino esta parte arguyendo que las políticas culturales descolonizadoras son vectores de una nueva cultura política que se expresa tanto en declaraciones estatales contra la colonialidad del poder y el saber, como en los análisis, propuestas, y prácticas de movimiento sociales de Afrodescendientes e Indígenas que son las fuentes claves de lo que llamo la nueva política de descolonización y liberación.
2.5 Regionalismo crítico y Políticas de Interculturalidad
En la última parte de este artículo quiero reflexionar sobre el concepto de región y su pertinencia para las políticas culturales y la interculturalidad como recurso para la democracia sustantiva. Esto me parece clave ya que Colombia -el territorio nacional principal que nos ocupa- es real y efectivamente un país de regiones. Primero, quiero plantear algunas observaciones sobre la relevancia del regionalismo para la producción y efectuación de políticas culturales a partir de un proceso democrático participativo que se construya desde lo local y desde abajo. En este sentido quiero invocar dos metodologías de la sociología histórica y la geografía critica: la primera es lo que denominamos una perspectiva histórico-mundial (Braudel, 1992; Wallerstein, 2000) y la segunda la política de la escala (Massey, 1994).
La perspectiva histórico-mundial en Fernand Braudel (1992) implica una articulación de espacios desde lo local a lo global que, por un lado, están entrelazados y son parte de un proceso mundial y, por otro lado, tienen temporalidades y dinámicas culturales, económicas, y políticas propias. Como producto histórico el espacio social y el territorio se producen a escalas locales, regionales, nacionales, y globales a partir de prácticas sociales y culturales de creación, conflicto, negociación, organizacion e institucionalizacion (Massey,1994). Como dice Víctor Manuel Rodríguez, debemos, considerar a las prácticas culturales como espacios donde se tejen de manera continua narraciones de comunidad, región y nación y, al mismo tiempo, considerar la nación y la región como realidades sociales que se construyen mediante las prácticas sociales y culturales.14
Ahora bien, cada unidad espaciotemporal y el espacio global donde se articulan es una totalidad compleja donde se articulan diversas formas geográficas como pueden ser las comunidades locales, ciudades, regiones subnacionales, espacios territoriales estatales, regiones transnacionales como la costa Pacifica y el gran Caribe, y regiones-mundo como América Latina, continentes como Europa, y diásporas translocales como el Atlántico Negro.
En vista de esta complejidad de geografías plurales y entrelazadas me parece idónea la perspectiva que formula el escritor y filósofo caribeño Edouard Glissant que aboga por un “pensamiento archipiélago” de la totalidad histórica, donde cada parte es una especie de isla con su propia realidad óntica, al mismo tiempo que es parte de una constelación histórico-mundial mayor que llama tout le monde, es decir, “todo el mundo” y también “todas las personas en el mundo” -Glissant (1993)-. Glissant contrapone el pensamiento archipiélago -que combina diversidad y relacionalidad, donde el todo no existe sin la peculiaridad y articulación de las partes, cual si fueran islas- al pensamiento continental, que caracteriza las lógicas sistémicas y totalizadoras del imaginario occidentalista. Las dialécticas de dominación (poder sobre) y resistencia/apoderamiento (poder para), de muerte y vida, que caracterizan las relaciones sociales en el Caribe, la diáspora africana y el mundo entero; están representadas por el concepto de creolización,15 que significa un proceso en curso de intercambios asimétricos y desarrollos desiguales enmarcado en los grades marcos de poder como la esclavitud, el imperialismo, y el poder del capital mundial que configuran la historia moderna/colonial. Glissant (2013) concibe la creolización como “un proceso de contención… profundamente enmarcado en la historia de la esclavitud, el terror racial y la supervivencia subalterna en el Caribe, que implica una suma de conflictos, traumas, rupturas y las violencias del desarraigo” (Glissant, 2013, p. 35).
El concepto de creolización, que es una categoría clave en el pensamiento crítico caribeño es afín al concepto de transculturación (Ortiz, 1940). Fernando Ortiz crea el concepto de transculturación para analizar la complejidad y el carácter contestado de los procesos de formación de la cultura nacional en Cuba. Desde esta óptica, la cultura es proceso, praxis y espacio eminentemente político donde se entretejen esferas de injusticia como la dominación colonial, el racismo y la explotación de clase. Mary Louise Pratt (1992) elabora el concepto de transculturación, extendiendo su alcance espaciotemporal al crear la categoría “zona de contacto” para conceptualizar el espacio translocal/transnacional de relaciones asimétricas y desarrollos desiguales en las Américas entendida no solamente como una zona de dominación imperial, sino más aun como un escenario de encuentros y desencuentro de índole político-económico, geo-político y geo-cultural. Creolización y transculturación son categorías útiles para conceptualizar e investigar archipiélagos de poder y la formación de identidades y espacios históricos en clave descolonial. Es decir, ambas categorías se fundamentan en visiones críticas de la dominación imperial/colonial y las lógicas del capital para elaborar analíticas de la interacción intercultural y formación identitaria, como procesos complejos y contradictorios que entrelazan distintas dimensiones del poder. Son categorías históricas que se crearon para explicar la heterogeneidad y fluidez de las culturas, memorias, identidades y procesos de poder en el Caribe y que se han elaborado y traducido más allá del archipiélago caribeño.16
En relación con el espacio de lo nacional, los procesos de conflicto y negociación, de coerción y producción de consenso, de inclusión y exclusión que configuran la hegemonía y las ideologías dominantes de la cultura nacional colombiana, se pueden conceptualizar con el concepto-metáfora del Sancocho. Fernando Ortiz (1940) conceptualiza la cubanía como un “ajiaco” que en Cuba es similar al cocido que en Colombia y en muchos otros países se le llama “sancocho”. En Colombia el “ajiaco” es un plato específico del interior del país, sobre todo de la zona donde está la ciudad capital de Santa Fe de Bogotá y por eso se le llama “ajiaco santafereño”. Además aquí utilizamos la metáfora del “sancocho”, no como un “melting pot”, o sea una sopa espesa donde todos los ingredientes se fusionan, sino como un cocido donde se mantiene la identidad y particularidad de los ingredientes. Es decir, Colombia es un país compuesto por una enorme diversidad cultural, donde destacamos tanto la gran diversidad regional como étnico-racial. En esa clave, las culturas que configuran lo nacional se pueden pensar como un archipiélago cultural y político dentro del disputado terreno de las políticas culturales de un país que debemos entender no como compuesto por una simple cultura nacional, sino como una constelación de culturas locales y regionales articuladas en las luchas por la hegemonía.17
El concepto de región ha sido elaborado por geógrafos críticos como la feminista Doreen Massey (1994) como unidad de análisis para entender las configuraciones y entrelaces espaciales más allá de lo local, lo nacional, y lo global, y por encima de jurisdicciones geopolíticas. ¿Cuáles son los valores político-culturales de esta manera de entender y asumir la región? Hay varias maneras de abordar esta pregunta y comienzo por argumentar que hay identidades cuya territorialidad es menor y/o que rebasa la nación como son las costas Pacifico y Caribe de Colombia, donde por un lado hay una identidad regional subnacional de costa y por otro lado un referente identitario translocal/transnacional; en el caso del Pacífico, la gran comarca que en la geografía vernácula Afrodescendiente, significa un territorio que cubre Panamá, Colombia y Ecuador, y en el caso del Caribe se refiere a una identificación con el gran Caribe tanto antillano como continental.
Consideramos necesario identificar diferentes tipos de regiones entre lo transnacional y lo subnacional en base a criterios culturales, políticos, económicos, marino-territoriales y ecológicos. Lo regional es una categoría espacial para significar un espacio histórico-social que puede ser menor o mayor que el territorio del estado-nación. Es regional en relación con las constelaciones espaciales que se definen en base a los estados-nación o en el sistema mundial. Si la región es menor a la territorialidad estatal es subnacional como lo puede ser la unidad entre el Sur de Valle y el Norte del Cauca en Colombia. Si nos situamos en la ciudad de Cali, además del Pacífico podríamos hablar del sur del Valle y el norte del Cauca como una región de gran diversidad étnico-racial y movimientos sociales robustos y militantes. Si su radio espacial es mayor será una región transnacional como el Caribe o Europa. Pero, la especificación y concatenación de regiones nos permite dibujar mapas más complejos de las configuraciones espaciales en el mundo. Por ejemplo, estudiosos de la Africanía conceptualizan el Atlántico Negro como una región translocal (o transnacional) que articula pueblos, cuerpos, prácticas culturales, movimientos sociales, corrientes intelectuales, estéticas y espirituales entre África, las Américas y Europa. El gran Caribe es una gran región que vincula diversos lugares situados en diferentes territorios estatales, por ejemplo el Caribe Colombiano con las Antillas, mientras el Pacífico Negro Sudamericano se entiende como una “gran comarca” que enlaza locales en Colombia y el Ecuador. En este tipo de concepción geográfica, el regionalismo crítico es un recurso para entender y emprender la interculturalidad con mapas más complejos.
Lo segundo es la política de la escala, refiriéndonos a las instancias locales y regionales como espacios de poder, empoderamiento y democratización. En este sentido, en la conformación del poder constituyente desde abajo, los espacios locales y regionales son importantes en la creación de formas innovadoras de poder popular y gobierno participativo donde la formulación e implementación de políticas culturales es un componente clave. Las regiones locales son los lugares inmediatos de la creación cultural, y de la organización de comunidades y movimientos culturales. En estos espacios se crean lenguajes y propuestas vernáculas de política cultural a partir de las culturas políticas locales y regionales.
Quiero dar algunos ejemplos de políticas culturales de corte descolonial a escala local en la ciudad de Cali. El primero es la propuesta de políticas culturales comunitarias formulada por la red de cultural del Distrito de Aguablanca que agrupa alrededor de 200 organizaciones en su mayoría de grupos y personas Afrodescendiente, que a pesar de haber obtenido reconocimiento aún no ha conseguido los recursos para establecer un centro cultural en la zona urbana de mayor población negra en el país. Esta red que tiene como objetivos empoderar la gestión cultural colectiva en un sector que ha sido ampliamente envilecido por las culturas racistas de la ciudad, cultivar el reconocimiento de los valores estéticos de las culturas populares negras, fortalecer y articular espacios de organización democrática participativa en el barrio para ir transformando el orden de poder, traer recursos económicos a una de las zonas de mayor desigualdad, e interculturalizar el plan de desarrollo cultural de la ciudad. En su conjunto, estos objetivos constituyen una apuesta de políticas culturales descoloniales con efectos de contribuir a una nueva cartografía de las políticas culturales de Cali.
El segundo ejemplo es el movimiento de medios comunitarios cuya producción constituye una fuente alternativa de comunicación a través de representaciones audiovisuales de la realidad y la cultura local y regional a través de temas críticos como el racismo, la violencia sexual, y la celebración de aspectos lúdicos y comunitaristas en las culturas populares. En este tema quiero resaltar dos grupos que han ganado premio nacional de medios alternativos: el Colectivo juvenil Mejoda que se fundó en el distrito de Aguablanca,18 y el Tejido de Comunicaciones de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca,19 que a partir de su identificación étnico-regional han elaborado productos audio-visuales y comunicaciones de internet que han educado a la nación y el mundo sobre las condiciones, culturas, intereses y aspiraciones de las/los indígenas de su región. Aquí destacamos que estas dos organizaciones han contribuido significativamente, desde lo local, a la construcción de escenarios de paz, en un país azotado por un perverso entramado de violencias -doméstica, étnico-racial, sexual, política, ecológica, epistémica.
El tercer ejemplo es la Casa Cultural del Chontaduro, un centro de poder comunitario y educación popular en el Distrito de Aguablanca de Cali, mayormente dirigido por mujeres Afrodescendientes, cuyo trabajo de organización de base se realiza principalmente a través de programas de creación y promoción cultural (danza, arte visual, teatro, libros), promoviendo conciencia crítica contra el entramado de opresiones que configuran la matriz de dominación moderna/colonial, llevando a cabo una suerte de feminismo negro descolonial de carácter popular y comunitario.
En fin, como argumenta la profesora Marta Elena Bravo de Hermelin (2001) lo local-regional es un espacio fundamental para la construcción de lo público, la descentralización del poder y el logro de la autonomía cultural y politica.20 Me parece muy sugerente su propuesta de “la región sujeto como proyecto político cultural de los asociados que le asignan valores al entorno” y como lugar primario de la diversidad y riqueza cultural, en tanto sugiere entender la región como proyecto ético-político en aras de la democracia sustantiva y la ciudadanía diferenciada -por ejemplo por criterios étnico-raciales, de sexualidad y género.
A propósito del potencial democrático de lo local-regional, otro asunto importante son las posibilidades de lograr mayor participación y representatividad de la ciudadanía a través de las políticas culturales promovidas por los gobiernos locales. El estado local se presta a mecanismos más directos de participación popular en el diseño y ejecución de las políticas públicas incluyendo las políticas culturales. El estado local puede servir de base para una reinvención y reconfiguración, desde abajo, del estado nacional. Esto implica una especie de descentralización del poder que implica una rearticulación de cómo se relacionan los espacios locales en una institucionalidad nacional de carácter más democrático. En este sentido, el cultivo de la gestión cultural de carácter local ha sido un recurso significativo para democratizar la democracia.
En este renglón, el ejemplo de Brasil ha sido muy útil. Por ejemplo, la experiencia de presupuesto participativo en Porto Alegre que ha sido repicada en espacios urbanos a través del planeta. La experiencia de ciudad ecológica en Curitiba también ha servido de inspiración en muchos otros lugares. Un gran reto es cómo lograr presupuestos participativos y políticas ecológicas sustantivas a escalas nacionales. Como observa Alvino Rubins, en Brasil también existe una sobre concentración de los recursos culturales en las grandes ciudades que son Rio de Janeiro y Sao Paulo. Un gran reto en estos espacios es elaborar estrategias para conjugar el reconocimiento cultural con la redistribución de poder y riqueza, lo que implica buscar maneras de empoderar los territorios marginales. Aquí podría ser significativa una comparación con Colombia ya que ambos son naciones de grandes diferencias y variedad regional. Además son los dos países con mayor población Afrodescendiente en America Latina.
En esta comparación debemos reconocer los impresionantes logros que se han obtenido en Bogotá en el campo de las políticas culturales, una gran ciudad donde se ha avanzado mucho en la interculturalización de las políticas públicas -como educación y gestión cultural. De manera consciente se han abierto espacios de participación a comunidades de índole diversa -étnico-raciales, etarias, clase social, diversidad sexual, territorial, culturas urbanas, discapacidad-históricamente excluidas. Desde la administración Antanas Mockus, en 1995, se han institucionalizado este tipo de políticas interculturales de carácter democrático que han contribuido significativamente a la transformación de la cultura politica de la ciudad.
Para concluir el tema de la región y el regionalismo, quiero plantear que podemos pensar el mundo como una constelación de regiones donde la democracia intercultural requiere una suerte de ciudadanía diferenciada en base a una pluralidad de derechos (civiles, políticos, sociales, económicos, étnico-raciales, culturales, sexuales), entendida y ejercida a varios niveles o escalas, desde lo local y nacional hasta lo global. Este imaginario geográfico y político-cultural que denominaremos regionalismo crítico ha informado sobre propuestas tales como redefinir espacios geo-históricos como Europa, una articulación de regiones; la podríamos promover en las Américas para articular lugares y espacios históricos, y relacionarlos más allá del sistema de estados, para así cultivar formas de afinidad y solidaridad más allá de lo local y lo nacional -por ejemplo la diáspora Afroamericana, y la unidad hemisférica Amerindia. En este sentido, el regionalismo implica una diversificación e interculturalizacion de las identificaciones, los discursos, y los proyectos de sociedad y cultura. En otras palabras, de las políticas culturales.
2.6 Interculturalidad e interseccionalidad en clave de feminismos negros descoloniales
Termino invocando la tradición de los feminismos negros descoloniales y feminismos de frontera para plantear la necesaria relación entre interculturalidad e interseccionalidad. En su libro Borderlands, para Gloria Anzaldúa La Nueva Mestiza supone “una identidad convulsionada por sus múltiples procedencias: de raza, clase, género, sexualidad, nacionalidad, lengua, y espiritualidad” (Anzaldúa, 1987, p. 7), existiendo en el territorio de Nepantla que en Nahuatl significa vivir entre mundos. Aquí la metáfora-concepto de fronteras se corresponde a una noción de interculturalidad como el entre juego de culturas e identidades tanto al interior de cada sujeta/o y cada colectividad histórica, como entre grupos, a escalas locales, regionales, nacionales y globales. Este modo de pensar es afín tanto a la máxima Zapatista que afirma que buscamos “un mundo donde quepan muchos mundos”, como al lema de la Asamblea de Movimientos Sociales del Foro Social Mundial que aboga “por todas nuestras luchas”.
El concepto de interseccionalidad, acuñado por el Afrofeminismo (Hill-Collins, 2000, 2019; Viveros, 2010), es un principio político y epistémico que implica la necesidad de entender los tipos de opresión, las formas culturales, los modos de conocimiento y las luchas, como imbricadas en una matriz de dominación. En vista del carácter plural de las luchas, los actores, las metodologías y los fines, es un gran desafío lograr lo que María Lugones (2003) denomina “unidad compleja” entre los sectores subalternos y movimientos sociales.
Aquí hay dos grandes desafíos: 1) lograr formas de articulación entre las diferentes luchas que consigan construir núcleos comunes que configuren culturas políticas críticas, lo que implica; 2) forjar proyectos universales (o mejor dicho, pluriversales) fundamentados en políticas interseccionales e interculturales de liberación que busquen romper las cadenas de colonialidad y opresión que corresponden al entramado de esferas de injusticia (social, étnico-racial, género, sexualidad, ecología, epistémica), hilando lazos de solidaridad para ir tejiendo luchas, identidades y movimientos.Dicha perspectiva requiere asumir, no solo la interculturalidad pero más aun la transculturación, en el sentido que lo planteo tanto Fernando Ortiz (1940) como Mary Louise Pratt (1992), para conceptualizar zonas de contacto de intercambios asimétricos y desiguales de corte cultural, económico y político que han de reconocerse y transformarse para construir los proyectos decoloniales de liberación que buscamos.
Culminamos esta monografía con un breve análisis sobre la cultura como recurso de liberación y las políticas culturales como fuentes fundamentales en la gestión colectiva por construir un tejido social donde prime la vida, guiado por prácticas y principios de democracia sustantiva, y de justicia plena en el contexto de la actual crisis civilizatoria. Dicho análisis se hace con relación a la condición actual de las comunidades negras en Colombia.
Colombia es una sociedad profundamente azotada por un entrelace de violencias -sociales, políticas, patriarcales, étnico-raciales, militares- que configuran lo que se ha llamado una necropolitica (Mbembe, 2019), considerada uno de los síntomas principales de la crisis civilizatoria de la globalización neoliberal capitalista. Como sabemos, el conflicto armado no se acabó con los acuerdos de paz y las fuerzas motrices de la violencia se recrudecen con la pandemia, configurando lo que denominamos el coronacrisis.
Si enfocamos la mirada en las comunidades afrocolombianas, veremos que aunque son gravemente afectadas por el conflicto armado, no han sido prioridad en las políticas de paz, mientras hay grandes desafíos para construir la paz en los territorios de comunidades negras. Amplios sectores del movimiento social Afrocolombiano alegan que ni el gobierno, ni el resto de los actores armados (incluyendo a las FARC), entienden ni valorizan la importancia de las comunidades negras rurales organizadas en consejos comunitarios, lo que amenaza su integridad, y por ende la supervivencia de los logros obtenidos con la Ley 70 (Congreso de Colombia, 1993) -denominada Ley de las Negritudes. Los acuerdos de paz no resolvieron la violencia en los territorios de comunidades negras sino más bien reforzaron la perdurabilidad de diversas formas de injusticia, entre las que destacamos la violencia continua de los grupos paramilitares, que se conjuga con la recolonización de los territorios (de comunidades campesinas, indígenas, y negras) por parte del gran capital transnacional -sobre todo de la Agroindustria y la megaminería- que corresponden a los planes y políticas de desarrollo de carácter neoliberal del estado Colombiano. Dichas políticas gubernamentales, expresas en los compromisos de la Alianza del Pacífico, dos de cuyas locomotoras de desarrollo son la Agroindustria y la megaminería dirigida por corporaciones trasnacionales, constituyen fuerzas potentes contra el logro de los ideales de justicia y paz.
La desigualdad y violencia urbana tampoco son un tema central en los llamados procesos de paz, cosa grave para el pueblo afrocolombiano, cuya población está mayormente en ciudades, donde sufren un conjunto de formas de violencia social y racial, incluyendo la discriminación, criminalización, violencia física, carencia de bienes y servicios, y marginalidad política. En su conjunto, la población afrocolombiana sufre desproporcionadamente el entramado de violencias desde la esfera doméstica y patriarcal, social, destierro, desigualdad, discriminación, asesinatos, encarcelamiento, epistémica y cultural -expresa en la folclorización y carencia de acceso y recursos para el estudio de su historia y saberes. En Buenaventura la violencia ha llegado a un nivel que se considera de crisis humanitaria, con las nombradas «casas de pique» en convergencia y contraste con el avance de los planes, con la Alianza del Pacífico, de convertir su puerto en uno de los pilares de la globalización neoliberal.
Las marchas masivas contra la violencia y por la paz, y la realización de un numeroso y poderoso paro cívico en Buenaventura en el 2017, muestran el espíritu libertario de esa ciudad y del activismo afrocolombiano en general. Los destierros masivos en las áreas rurales donde la Ley 70 (Congreso de Colombia, 1993) está en peligro por los ataques de los actores armados a los consejos comunitarios que continúan ocurriendo, la discriminación en la vivienda y la gentrificación en las zonas urbanas, son procesos de re-diasporización y dispersión del pueblo afrocolombiano. La inercia de la administración presidencial de Juan Manuel Santos ante estas condiciones de violencia contra los lideratos de las comunidades negras, dejó un escenario fértil para el incremento de la persecución sistemática y asesinatos constantes de líderes Afrodescendientes e Indígenas bajo la actual presidencia de Iván Duque. En fin, el acumulado de injusticias y el entramado de violencias, son un grito de urgencia para la construcción de escenarios de paz como imperativo de las políticas públicas y por ende como timón y horizonte rector de las políticas culturales.
Tocando ese tambor, en su análisis del carácter de la larga duración y profundidad estructural del entramado de violencias que enmarcan la vida de territorios Afrocolombianos como en Buenaventura y Tumaco, Santiago Arboleda acuña el concepto de ecogenoetnocidio que conjuga los procesos de destrucción ecológica con la limpieza étnica y la aniquilación sistemática de los pueblos Afrocolombianos. Arboleda pregunta: “¿hasta qué punto se puede considerar este asunto un ecogenoetnocidio, de forma que sea posible asumir articulada e integralmente el destierro histórico, el genocidio, el etnocidio y el ecocidio?” (Arboleda-Quiñonez, 2019, p. 95) componiendo así “un patrón necrófilo colonial” (ibid.). Argumenta que frente a los 1.5 millones de desterrados Afrocolombianos, si se agregan “las masacres, los delitos sexuales, los daños territoriales-ambientales, los refugiados y demás violaciones, es evidente que estamos ante un genocidio, etnocidio y ecocidio contra los afrocolombianos”. En esta clave, analiza dicha matriz de poder moderna/colonial, configurada por “el neoextractivismo minero, los monocultivos legales e ilegales y el Plan Colombia, como estrategias del rediseño territorial neocolonialista”, que solo puede ser analizado y confrontado con una perspectiva y propuesta de “justicia histórica integral” (Arboleda-Quiñonez, 2019, p. 105).
En clave, argumentamos que la justicia reparativa étnico-racial debe constituir una de las estrategias claves para descolonizar el planeta, transformar el orden mundial presente, que es el producto de más de quinientos años de dominación y luchas, y así hacer justicia histórica. Las Afrorreparaciones deben cultivarse como medios de lucha para la descolonización de la memoria, el imaginario y las constelaciones globales de poder. En ese sentido, son recursos de esperanza para construir la diáspora como proyecto descolonial, para parir futuros de liberación posibles en aras de una nueva humanidad. En esa vena, atendiendo tanto sus dimensiones de redistribución de poder y riqueza social, como en la justicia epistémica y simbólica que implica reconocer historias, memorias, conocimientos y estéticas subalternizadas e ignoradas, las Afrorreparaciones también han de ser un eje gestor y rector de políticas culturales.
Concluiremos este artículo con dos temas: resaltando las dimensiones culturales y estéticas del reciente paro nacional en Colombia, y presentando una serie de lineamientos para políticas interculturales locales de corte descolonial e interseccional.21 Esto implica mirar las políticas culturales desde dos ángulos entrelazados: por un lado desde las luchas, las comunidades y los movimientos; y por otro lado, desde las prácticas de gobierno. El Paro nacional que comenzó en abril 2021, iniciado por una reforma tributaria asociada a un paquete de políticas sociales de corte neoliberal, catalizó un estallido social que articuló una constelación de luchas (por servicios básicos de salud y educación, participación ciudadana, contra la violencia patriarcal y policiaca, por la justicia social y étnico-racial, etc) y dio voz a una pluralidad de actores sociales: Afrodescendientes, Indígenas, jóvenes, estudiantes, mujeres, LGTBQ, barriales, campesinos, obreros; reunides alrededor de un amplio pliego por la democracia sustantiva, la justicia en todos los renglones de la vida y, por ende, por la paz. En la cotidianidad de varios meses del paro se expresó la importancia y los valores de las prácticas culturales y las dimensiones estéticas de la protesta política, que son fuerzas vivas de la gestión colectiva por la democracia sustantiva, y la paz sustentada en la construcción de un tejido social justo y equitativo. Cabe destacar que la ciudad de Cali fue epicentro del Paro y el protagonismo Afrodescendiente en lo que ha sido la ola de protesta de mayor envergadura en la historia de Colombia. Sacamos al relieve cómo emergió con potencia el liderato de Francia Márquez Mina que ahora es vicepresidenta electa de Colombia -originalmente postulada a la presidencia por el movimiento Soy porque somos y ahora representando el Pacto Histórico- reconocida por muchos como articuladora de la multiplicidad de voces y reivindicaciones esgrimidas en el Paro. En este contexto, las prácticas culturales y estéticas del Paro expresaron una cultura democrática a la vez que sirvieron de recursos no solo para protestar, sino más aun para forjar espacios colectivos para la construcción de justicia y paz, como “Puerto Resistencia” en el Distrito de Aguablanca, y las bibliotecas populares en las estaciones del Mio. Desde las luchas, las comunidades y los movimientos, el Paro constituyó una esfera pública de creación de políticas interculturales de corte interseccional por una pluralidad de actores reunidos en el núcleo común de manifestarse contra el entramado de opresiones y violencias que configuran la actual crisis, en aras de construir democracia sustantiva, justicia y paz.
3. Conclusiones
Termino esta monografía planteando una serie de principios que pueden ser útiles en nuestro quehacer colectivo de creación e implementación de políticas culturales a nivel local, como parte tanto de una política del lugar, como del regionalismo crítico que hemos planteado. La primera es construir un proceso plenamente participativo con una gran diversidad de actores: artistas, gestores culturales, jóvenes, tercera edad, mujeres, grupos étnico-raciales, LGTBQ+, etc., desde distintos lugares de enunciación: comunidad, movimientos, gobiernos, para crear colectivamente políticas interculturales (o transculturales), desde las acciones colectivas comunitarias y desde la gestión democrática de gobierno. Segundo, los planes de cultura han de estar fundamentados en una línea de base que articule la diversidad de culturas locales (en su diversidad de prácticas y formas), sus aspiraciones, necesidades e intereses, enmarcadas en análisis críticos de la profundidad de la crisis contemporánea del país y del mundo, causadas no solo por la pandemia, sino más aun por el fracaso del paradigma civilizatorio de la globalización neoliberal capitalista que está destruyendo el equilibrio ecológico del planeta y es incapaz de proveer bienes básicos como empleo, cuidado de salud y educación; es decir, las políticas culturales han de estar informadas por la necesidad de un cambio de época, de una reforma radical que venga desde las bases sociales y que pase por la transformación de los gobiernos locales. Esto lo vemos en la democratización de las formas y prácticas de gobierno en ciudades como Buenaventura, donde a partir del Paro Cívico del 2017 se ha conformado una reforma que incluye una reformulación de las políticas culturales a partir de un amplio proceso participativo. Tercero, sobre todo en municipios de alta población Afrodescendiente (como Buenaventura y Jamundí), abogar por que los principios de la justicia reparativa étnico-racial y la justicia transicional, orienten las políticas culturales, teniendo en cuenta cuestiones claves como las prácticas de sanación en relación a las injurias provocadas por el conflicto armado, el cultivo de la memoria colectiva y el reconocimiento de los saberes ancestrales; esto implica coordinar políticas culturales con políticas educativas. Finalmente, que los diálogos interculturales también sean interseccionales para tener en cuenta tanto las dimensiones étnico-raciales como los componentes de clase, género, generación, sexualidad, y territorio de las expresiones y prácticas culturales, vistas como recursos para la convivencia, la solidaridad y la construcción de un orden social democrático, justo y equitativo.