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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.74 Bogotá Oct./Dec. 2020

https://doi.org/10.7440/res74.2020.05 

Dossier

Movilizando el demos en la crisis. Populismo y movimientos sociales en la época de la pospolítica*

Mobilizing the Demos in the Crisis. Populism and Social Movements in the Post-Political Era

Mobilizando o demos na crise. Populismo e movimentos sociais na época da pós-política

Juan Camilo Gallo-Gómez** 

Pedro Alejandro Jurado-Castaño*** 

**Magíster en Filosofía por la Universidad de Antioquia, Colombia. Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín, Colombia, y miembro del Grupo de Investigación Conflicto y Paz de la misma universidad. Última publicación: “Democracia en movimiento: transformación social a través del poder comunicativo de la multitud”. Astrolabio. Revista Internacional de Filosofía 20: 82-92, 2017. jcgallo@udem.edu.co

***Magíster en Filosofía por la Universidad de Antioquia, Colombia. Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín, Colombia, y jefe del programa de Ciencia Política de la misma universidad. Miembro del Grupo de Investigación Conflicto y Paz, en la línea de Estado, constitución y democracia. Últimas publicaciones: “¿Cuál memoria? Los efectos políticos y el orden simbólico de los trabajos oficiales de memoria” (en coautoría). Colombia Internacional 97: 147-171, 2019; “La memoria como relato abierto. Retos políticos del trabajo de los centros de memoria y las comisiones de la verdad” (en coautoría). Análisis Político 31 (93): 3-19, 2018. pjurado@udem.edu.co


RESUMEN

En este artículo analizamos críticamente el fenómeno de la crisis de la democracia que se advierte en distintas partes del mundo y proponemos como solución al problema la apreciación de las dinámicas contenciosas que presentan los movimientos sociales. Explicamos en qué medida los problemas de legitimidad que poseen los sistemas políticos representativos han sido causados por la dinámica histórica impuesta por el neoliberalismo, a través de un proceso de desdemocratización de la sociedad, y exponemos las dificultades que existen desde el campo político mismo para encontrar alternativas diferentes al populismo. A partir de allí, sostenemos que los movimientos sociales y sus acciones son la base para una configuración democrática de la sociedad.

PALABRAS CLAVE Crisis de la democracia; movimientos sociales; neoliberalismo; populismo

ABSTRACT

In this article, we critically analyze the phenomenon of the crisis of democracy emerging in different parts of the world and propose that the solution to the problem lies in an appreciation of the contentious dynamics presented by social movements. We explain to what extent the problems of legitimacy of representative political systems have been caused by the historical dynamics imposed by neoliberalism, through a process of social de-democratization, and we expose the difficulties that exist in the political field itself to finding alternatives to populism. On this basis, we maintain that social movements and their actions provide the foundations for a democratic configuration of society.

KEYWORDS Crisis of democracy; neoliberalism; populism; social movements

RESUMO

Neste artigo, analisamos de forma crítica o fenômeno da crise da democracia que é observado em diferentes lugares do mundo e propomos, como solução para o problema, a avaliação das dinâmicas de contenção que os movimentos sociais apresentam. Explicamos em que medida os problemas de legitimidade que os sistemas políticos representativos possuem vêm sendo causados pela dinâmica histórica imposta pelo neoliberalismo, por meio de um processo de desdemocratização da sociedade, além de expormos as dificuldades que há no campo político em si para encontrar alternativas diferentes do populismo. A partir disso, argumentamos que os movimentos sociais e suas ações são a base para uma configuração democrática da sociedade.

PALAVRAS-CHAVE Crise da democracia; movimentos sociais; neoliberalismo; populismo

“Organizaos porque necesitaremos toda nuestra fuerza”. Antonio Gramsci, L´ordine nuevo, 1 de mayo de 1919 (Citado en Hardt y Negri 2019, 311)

Introducción

En medio de un amplio número de perspectivas teóricas y enfoques específicos de las ciencias sociales que estudian el fenómeno alrededor del mundo, la crisis de la democracia se revela como el debilitamiento de los sistemas políticos representativos, en los que no alcanzan a tramitarse de forma satisfactoria los intereses de los actores sociales, y donde sus respuestas no son percibidas como eficaces para las expectativas de estos. En general, el problema apunta a que las instituciones políticas que encarnan los presupuestos políticos de la democracia representativa, como indica Peter Mair para el caso de los partidos políticos, “[…] cada vez son más incapaces de atraer a los ciudadanos de a pie” (2015, 34), y, en esta misma dirección, la crisis implica que los ciudadanos no toman partido en los procedimientos y mecanismos tradicionales de la participación política.

Dentro de la literatura especializada que se ha ocupado del tema en la última década, son perceptibles dos tipos de análisis de la crisis. En primer lugar, se encuentran aquellas posturas que la abordan desde el interior del sistema político y la tratan como un problema de complejización sistémica proveniente de desafíos político-sociales como el autoritarismo (Levitsky y Ziblatt 2018, 30-31) y económico-políticos como las crisis económicas (Mounk 2018, 159). Aunque en estos casos no está implicado un retroceso o declive democrático visto a gran escala, lo que sí está presente es un conjunto de nuevos desafíos que presionan el sistema y lo someten a una inestabilidad en cuanto a su funcionamiento. En segundo lugar, pueden encontrarse aproximaciones teóricas que abordan la crisis bajo las premisas de un problema de legitimación de los valores y procedimientos de la democracia como forma de gobierno. De esta manera, lo que se percibe es una crisis del paradigma político dominante de la democracia liberal, lo cual constituye el trasfondo de las dificultades que hoy se le atribuyen al proceso de democratización de las sociedades alrededor del mundo con posterioridad a la caída del Muro de Berlín (Levitsky y Way 2015, 48-49).

Sin embargo, además de estas dos aproximaciones, otros fenómenos políticos suelen asociarse a la crisis y permiten inferir que el problema es más profundo y que proviene de fuentes externas al sistema político. Son ejemplos de ello, la disminución de las garantías sociales en muchos países (Mounk 2018, 40), los fenómenos de corrupción institucional (Castells 2018), la presión ejercida por lobbies económicos (Crouch 2004, 29), las prácticas populistas como mecanismos de acceso al poder (Levitsky y Ziblatt 2018, 33-35) y, en general, la tendencia hacia la autocratización de los poderes que se ha presentado en muchos países, a través de reformas constitucionales que alteran los principios de alternancia y división de poderes (Mechkova, Lührmann y Lindberg 2017).

Ya Sheldon Wolin (2004) había reclamado que la determinación del lugar de las crisis de la democracia usualmente se efectúa desde la perspectiva equivocada. En este mismo sentido, es posible afirmar que, atendiendo al complejo entrecruzamiento de fenómenos de diferente naturaleza implicados en su crisis actual, resulta necesario ubicarse por fuera del sistema político para comprenderlo ampliamente. Bajo esta perspectiva, las consideraciones de algunos autores de la teoría política contemporánea permiten pensar que los fenómenos políticos que hoy reciben el nombre general de crisis de la democracia han sido el producto de la organización sociopolítica global que ha afectado principalmente a la fuente de legitimación del poder que es el demos. En atención a ello, a partir de esas teorías, se entiende que los efectos particulares de la dinámica capitalista establecida desde la década de 1970 generaron formas deficitarias de legitimación del poder político que habrían conducido a procesos de desdemocratización (Brown 2017, 99; Balibar 2013, 195).

Aquellas consideraciones proporcionan una base adecuada para entender cuál es la fuente de varios de los problemas asociados a la crisis de la democracia, qué produce las dificultades que atraviesan los sistemas políticos representativos en la actualidad y cómo, a largo plazo, se ha cultivado la crisis de legitimación de sus mecanismos y procedimientos. Siguiendo ese marco teórico, el diagnóstico sobre el que se apoya este trabajo expone que la crisis de la democracia representativa se ubica en una era marcada por diferentes tipos de despolitizaciones, denominada pospolítica (Žižek 1999, 195) en términos amplios. Como se aborda más adelante, este concepto remite a dos problemáticas concretas que definen el contexto histórico de la crisis: el neoliberalismo y la idea del consenso como modelo de la política. A partir de este diagnóstico, en este texto se plantea un análisis crítico de la crisis de la democracia representativa y se señalan posibles caminos para la redemocratización de los sistemas políticos y la sociedad actual.

Teniendo en cuenta el diagnostico histórico que ofrece el conjunto de autores de la teoría política contemporánea, el análisis crítico se lleva a cabo considerando el populismo como el fenómeno problemático que articula todos los demás asuntos. Como se pone en evidencia a lo largo del texto, el populismo es el factor al que, de un modo u otro, conducen los demás problemas señalados previamente, y también la mayoría de las aproximaciones teóricas que abordan la crisis de la democracia representativa. En este sentido, la hipótesis de partida del trabajo es que, como lo afirman Vormann y Lammert (2019, 41) , el populismo no es una causa de la crisis de legitimación que viven los valores, mecanismos y procedimientos democráticos, sino su resultado. Y, a consecuencia de ello, se piensa que el efecto de autocratización del poder dentro del sistema político es el producto de las dinámicas que hoy pueden percibirse en el horizonte discursivo de una formación social (Laclau y Mouffe 2010, 138). Así las cosas, el análisis que se ofrece tiene como punto de partida una época histórica en la que la combinación de los factores del neoliberalismo y el agotamiento del paradigma liberal del consenso en la política producen el populismo en el nivel de constitución ontológica de lo social, y, en consecuencia, se entiende esa dinámica como causa de la erosión de los procesos de legitimación democrática del poder político y de la autocratización de los sistemas políticos.

En respuesta a ello, argumentamos que el camino de redemocratización de las sociedades contemporáneas se encuentra en descubrir, en el nivel mismo de lo social, una nueva reconfiguración del demos que lo libere de las presiones infligidas por el neoliberalismo y las limitaciones que imponen los mecanismos consensuales del paradigma de la política liberal. Esta movilización del demos en otra dirección diferente a la de su configuración populista, conducida por esos dos pilares de la experiencia histórica de los últimos años, se encuentra representada en los movimientos sociales. De esta manera, la tesis principal que se desarrolla es que estos actores políticos abren -como ya ha ocurrido en otras épocas- el horizonte de la redemocratización de la sociedad.

Así las cosas, para desarrollar el análisis crítico de las circunstancias históricas que determinan la crisis de la democracia en las sociedades contemporáneas y justificar en qué se soporta el argumento de su redemocratización, en primer lugar, reconstruimos la manera en que la teoría política y social contemporánea ha entendido la época actual, con el fin de dar cuenta del trasfondo histórico en el que se ha presentado la crisis de la democracia y se ha producido una lógica populista de articulación de lo social. En segundo lugar, argumentamos que la base tradicional de la teoría liberal de la política ha sido insuficiente para responder a esas dinámicas históricas, y, más aún, sostenemos que el conjunto de mecanismos e instituciones pensados desde ese paradigma han resultado ser un obstáculo para apreciar la fuente de legitimidad democrática que son los movimientos sociales. En tercer lugar, reconstruimos el papel normativo de los movimientos sociales en las democracias contemporáneas apelando a su comprensión teórica en la literatura reciente. Basados en esta conceptualización de los movimientos sociales, concluimos con una reflexión sobre la manera en que estos pueden encarnar un demos que haga frente a los problemas relacionados con la crisis de la democracia.

El neoliberalismo y el demos populista

Según Jacques Rancière (2006, 64-65), la democracia no es una forma de gobierno como cualquier otra, sino que es una actividad instituyente de la política que se da gracias a que el demos puede ser encarnado por cualquiera y no tiene un principio o fundamento fijo.1 Es, sobre todo, un punto muerto que ha cobrado relevancia con la narrativa de Weber (2014) sobre la disolución o el cuestionamiento de las imágenes tradicionales del mundo, que se ha popularizado ampliamente. En ese sentido, también Claude Lefort (1986, 279) señala que la democracia es la forma de gobierno en la que el lugar del poder está vacío y, por lo tanto, nadie puede reclamarlo sin que exista el riesgo del acaecimiento de una sociedad totalitaria.

Dentro de ese contexto, la filosofía política contemporánea ha reconceptualizado el término política como la actividad conflictiva que se establece en el lugar abierto que es el demos, teniendo en cuenta que el conflicto se presenta, en primer lugar, alrededor de los modos de enunciación particular relativos a un contenido y a una identidad (democracia representativa, democracia participativa, Estado de derecho, Estado constitucional, etcétera); y, en segundo lugar, como un fenómeno causado por los posicionamientos en lugares orientados al ejercicio de dominación. En correspondencia con esta lectura, el poder es, entonces, lo que proporciona el contenido del demos y siembra en él un principio o fundamento histórico aparente que determina el funcionamiento político de la sociedad.

Los problemas políticos están determinados por una dinámica de circunstancias históricas y formas de relación social más complejas que las que pueden atribuirse a los sistemas políticos en particular. Las instituciones y los actores están en medio de un contexto social que requiere ser atendido desde una perspectiva externa para comprender en mayor profundidad el funcionamiento particular del sistema político. Por lo tanto, el camino para un diagnóstico de la crisis de los sistemas democráticos representativos remite al lugar donde se encuentra el poder social que da una forma particular al demos y, en consecuencia, produce una disposición particular en el funcionamiento del sistema político.

En ese sentido, para la teoría política contemporánea, las claves para descifrar la crisis actual de la democracia se encuentran en las premisas fundamentales de la organización social en todo el mundo. Como indica Öniş: “la crisis de la democracia liberal también es un fenómeno global en el sentido que las democracias liberales han sido severamente desafiadas por el surgimiento de modelos estratégicos del capitalismo […]” (2017, 18). Desde la década de 1970, siguiendo la reconstrucción histórico-conceptual de Harvey, la época contemporánea está demarcada por el desarrollo de una serie de prácticas político-económicas sustentadas en que “la mejor manera de promover el bienestar del ser humano consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada fuertes, mercados libres y libertad de comercio” (2007, 6).

Para garantizar esos fines, los sistemas políticos han sido orientados hacia la promoción de esas prácticas por medio de ajustes institucionales como los recortes de presupuestos para el gasto público y medidas gubernamentales promovidas por agentes internacionales respecto al manejo de la política fiscal y la deuda pública (Streeck 2016, 78-79). En estos términos, hoy se reconoce ampliamente que desde la década de 1970 se ha implantado el neoliberalismo como un conjunto de prácticas y presupuestos teóricos que desde una matriz de premisas económico-políticas promueve “[…] la desregulación, la privatización, y el abandono por el Estado de muchas áreas de la provisión social […]” (Harvey 2007, 7).

Por esa razón, gran parte de la teoría política contemporánea con matices críticos entiende que el neoliberalismo ha conducido a una particular transformación del sistema político que, en esencia, puede explicarse como un proceso de desdemocratización (Brown 2017, 99; Balibar 2013, 195; Negri y Hardt 2019, 221). Según esta denominación, “el neoliberalismo habitualmente muestra su rostro económico, pero tiene un corazón político […] ha reinventado el Estado […] llevando la teoría y práctica del desarrollo capitalista lejos de los peligros del conflicto social, subordinando la democracia hasta tal punto que deviene completamente irreconocible” (Hardt y Negri 2019, 221-222).

Lo anterior quiere decir que el neoliberalismo pudo implantarse como una teoría y práctica social en el lugar de lo constitutivo mismo de la sociedad. Se transformó en fundamento ontológico del poder que, como señaló Foucault (2007, 44), es un nuevo arte de gobernar y una nueva razón política. Aunque en la actualidad se acepta que el neoliberalismo no constituye un conjunto sistemático o coherente de presupuestos y prácticas que puedan ser fácilmente determinables,2 siguiendo a Foucault (2007), puede sostenerse que el neoliberalismo, apoyado en ciertas continuidades del pensamiento político-económico liberal clásico relativas a la libertad individual y la propiedad privada de agentes poseedores de una racionalidad puramente instrumental, fundó un nuevo capítulo en la lógica de gobernar que involucra al Estado, pero también a los sujetos.

Foucault (2007, 270-271) reafirma con el nombre de gubernamentalidad aquella nueva edición de la lógica de gobernar implantada por el neoliberalismo; y, también sobre esta misma base, postula la existencia de un nuevo sujeto de la gubernamentalidad neoliberal: el Homo oeconomicus. La promoción de este sujeto económico y un sistema social afín a su naturaleza paulatinamente constituyó un fundamento que dio forma a una versión del demos vaciada de prácticas conflictivas, y que produjo la reducción de la política a aspectos puramente técnico-económicos. Estos cambios presupusieron “[…] una economización de la totalidad del campo social” (Foucault 2007, 280).

Brown (2017, 36) indica, además, que a través del progresivo ensanchamiento de aquellas premisas sobre todo al campo social en las fases más recientes de desarrollo del neoliberalismo, la gubernamentalidad ha penetrado la esfera de la vida privada de tal manera que se ha producido una forma acabada y concreta de razón: la racionalidad neoliberal. Con la formulación de esta idea, se amplía la base para el análisis de los fenómenos derivados del comportamiento humano dentro del neoliberalismo, y se logra percibir los efectos que tiene el Homo oeconomicus sobre el Homo politicus, que había sido el elemento central de la teoría política desde Aristóteles hasta la modernidad. Mediante la implantación de la racionalidad neoliberal, dice Brown, el neoliberalismo se convierte también en racionalidad política rectora:

La hegemonía del homo oeconomicus y de la economización neoliberal de lo político transforma tanto al Estado como al ciudadano cuando ambos se convierten, en identidad y en conducta, de figuras de soberanía política a imágenes de empresas financializadas. Esta conversión a su vez lleva a cabo dos reorientaciones importantes. Por un lado, reorienta la relación del sujeto consigo mismo y su libertad. Más que una criatura de poder e interés, el yo se convierte en capital en el que invertir, mejorando de acuerdo con criterios y normas especificados, así como con contribuciones disponibles. Por otro lado, esta conversión reorienta la relación del Estado con el ciudadano. Los ciudadanos ya no son en el sentido más importante elementos constitutivos de la soberanía, miembros de públicos o incluso portadores de derechos. Por el contrario, como capital humano, pueden contribuir al crecimiento económico o ser un lastre para él, pueden invertirse o liquidarse dependiendo de su potencial para la mejora del PIB. (2017, 147-148)

Sin embargo, la responsabilidad que puede atribuirse a cada individuo de ser su propio destino y contribuir en términos positivos al crecimiento económico no opera en la misma forma cuando las cosas van mal. La responsabilidad que atribuye la gobernanza a los individuos después de la economización de lo político (Brown 2017, 174) y la consecuente despolitización de las instituciones y los mecanismos de intercambio con los ciudadanos, se convierte en tiempos de crisis en formas de expresión desesperadas e imprevisibles ante la inexistencia de respuestas para los problemas que se perciben en el nivel personal mismo.

Streeck (2016, 111-113) ha revelado el proceso paralelo que existe entre las medidas tomadas por el capitalismo global desde la década de 1970 y la progresiva despolitización de los asuntos económicos y la desdemocratización de la sociedad. Para sortear su crisis recurrente en una trayectoria que conduce del Estado fiscal al Estado deudor, “la democracia ha sido esterilizada” (Streeck 2016, 20). En este contexto, pueden entenderse las medidas desesperadas que conducen a un demos limitado y reprimido por las condiciones sociales, a la identificación con medidas y acciones regresivas o autoritarias en tiempos de crisis. Por lo tanto, los efectos derivados de la instauración de la racionalidad neoliberal en el corazón de lo social pueden comprenderse en dos direcciones. Por un lado, las instituciones y los mecanismos de los sistemas políticos han sido desmantelados en sus capacidades, y sus funciones han sido reducidas al punto de no estar en conexión con su entorno. Por otro lado, los ciudadanos que encarnan el poder democrático soberano han sido presionados a asumir formas de vida desconectadas de la relación entre sus actividades como agentes económicos y agentes políticos.3

Siguiendo a Foucault, Wendy Brown (2017, 79-90) resume los presupuestos centrales de dicha economización total del campo social que determina el funcionamiento político de la época contemporánea bajo el neoliberalismo. En primer lugar, aquello indica que “la competencia no es algo natural” y, por lo tanto, necesita ser promovida. En segundo lugar, en atención a ese fin, el Estado debe ser altamente economizado y operar a través de políticas sociales que favorezcan esa premisa. En tercer lugar, el desarrollo del principio de la competencia debe reemplazar completamente el del intercambio, y, por esa razón, debe considerarse que la desigualdad es un efecto natural que no debe corregirse. En cuarto lugar, la actividad humana generadora de riqueza debe dejar de ser tratada como “mano de obra” para ser considerada como capital humano; de esta manera, agrega Brown enfáticamente, se “elimina la base de la ciudadanía democrática, es decir, un demos que se preocupa por su soberanía política y la afirma” (2017, 83). En quinto lugar, “el espíritu emprendedor reemplaza a la producción” para extender el marco ideológico de la idea económica del hombre al campo de lo social. En sexto lugar, el derecho deviene en un mecanismo de legitimización de las premisas neoliberales a través de resoluciones que favorecen presupuestos de sostenibilidad fiscal en contra de las garantías para el cumplimiento de los derechos sociales. En séptimo lugar, el mercado se convierte en el lugar de aseveración de lo que se considera como verdad socialmente. De manera consecuente, en octavo lugar, el Estado se convierte en el responsable de las condiciones del funcionamiento económico de la sociedad, ya que el mercado es el que produce su legitimidad. Por último, en noveno lugar, el consenso político que comúnmente se expresa en mecanismos expertocráticos de toma de decisiones reemplaza la necesidad de un compromiso político ciudadano y confina, además, los antagonismos políticos como dinámicas propias de la sociedad civil.

Como puede verse, el último aspecto termina consolidando todo el proceso de economización de lo social a través de una desubstancialización del papel de la política y la despoliticización de las relaciones sociales. Según autores como Žižek (2019 y 1999), estas circunstancias implican una época histórica que puede ser denominada pospolítica. Bajo las anteriores premisas, en el escenario pospolítico, los ciudadanos perciben las instituciones y los mecanismos de la política como lejanos o poco útiles en relación con sus intereses, pero, al mismo tiempo, consideran que el sistema político mismo es el único posible y, en muchos casos, lo defienden como el mejor. En la base de esta contradicción se encuentra el proceso de economización total del campo social que reproduce -como ya se mencionó- una imagen concreta de agente económico que los individuos tienen de sí mismos y una imagen abstracta del sistema político apoyada por un consenso histórico y hegemónico sobre el funcionamiento y organización de las instituciones y los mecanismos.4 En este sentido, como lo señala Streeck:

[…] la política de la ausencia de alternativa, llamada política TINA (“There Is No Alternative”), propia de la globalización, llegó hace tiempo a la base de la sociedad, allí donde votar no hace ninguna diferencia a los ojos de aquellos que podrían tener mucho para ganar de un cambio político. […] La resignación política […] protege al capitalismo de la democracia y consolida el giro neoliberal. (2016, 63)

En atención a lo anterior, es posible entender por qué se ha producido una movilización particular del demos hacia una lógica política populista dentro de las condiciones históricas de la crisis de la democracia representativa. Como puede derivarse de la argumentación anterior, dentro de una crisis, y ante la falta de respuestas de las instituciones y los mecanismos liberales para la nueva situación social, el sujeto queda expuesto a una presión en su identidad que no puede resolver políticamente. Esta experiencia política negativa puede conducirlo a moverse con rapidez “del individualismo al populismo”, tal y como lo ha explicado Étienne Balibar (2013, 183).

El populismo es, en ese sentido, una dinámica social que moviliza el demos en un momento determinado y bajo ciertas circunstancias. Siguiendo a Laclau (2005, 150), el populismo no es propiamente un fenómeno concreto que posea un contenido predeterminado, es una dinámica política. Sin embargo, es posible ver que, como lo señala Žižek (2019, 46), en la época de la pospolítica causada por la parálisis definitiva de la política liberal de las democracias representativas, el populismo tiende a poseer tintes autoritarios similares.5 En cualquier caso, aún en los términos de Laclau (2005), el populismo expresa una lógica de articulación política que se reproduce en un momento de inflexión de lo social para producir una serie de relaciones antagónicas que determinan la dinámica política de una sociedad en un momento dado. Esta determinada lógica discursiva tiene la capacidad de implantarse sobre el demos pretendiendo llenar su vacío constitutivo. Esto ocurre con mayor facilidad cuando las instituciones políticas no pueden responder eficientemente a las demandas de los ciudadanos. De acuerdo con determinadas condiciones históricas, la incapacidad de estabilizar esas expectativas puede llevarlas a establecer un vínculo con tendencias alternativas populistas que pueden terminar, además, incorporándose al sistema político y promoviendo otros fenómenos como la autocratización del poder y el desmantelamiento respaldado de algunos principios o reglas democráticos.

Para evitar ese destino particular que ha intensificado la crisis de la democracia habría que buscar alternativas que puedan alterar la tendencia a la formación populista-autoritaria del demos. Esto quiere decir que las respuestas a la crisis se encuentran en el nivel mismo en que el demos es movilizado hacia la formación de una dinámica política que establezca una relación antagónica diferente a la de los movimientos de masas autoritarios. Esta posibilidad se halla presente en la naturaleza y en las prácticas de los movimientos sociales. Sin embargo, su papel como dinamizadores y productores del poder democrático no ha sido plenamente reconocido. Y, aún hoy, se ponen en entredicho su función y capacidad. Así, comenzar desestructurando ese manto de duda constituye una tarea urgente, a fin de encontrar posibles caminos para la redemocratización de la democracia en la actualidad.

El paradigma del consenso liberal y la pospolítica

Tras la caída del Muro de Berlín y la extinción de la Unión Soviética, se difundió la idea de que el paradigma de la democracia liberal y su sistema político basado en la representación constituían la forma más adecuada para la garantía de los principios democráticos de libertad e igualdad. Este triunfalismo del modelo liberal de la democracia fue pronto puesto en entredicho con el desarrollo desigual y focalizado de la riqueza de ciertos Estados-nación, la extensión de prácticas neoliberales que les dieron más poder a las grandes corporaciones y la consolidación del capitalismo financiero (Streeck 2016, 38-40), ayudado por organizaciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que minimizaron la capacidad de acción de las instituciones. Estas nuevas dinámicas del mundo globalizado, democrático y liberal no tardaron en generar grandes descontentos entre la población perdedora del nuevo orden mundial, que, ante la crisis del capitalismo en el 2008, comenzó nuevas olas de protesta que se extendieron en diferentes partes del mundo y en diferentes momentos y que aún continúan en nuestros días como forma de reacción a una política controlada por los poderes económicos y los intereses de los más aventajados, poniendo en cuestión el aparente consenso democrático y el fin de la historia que había proclamado Francis Fukuyama (1992). La extensión de la desigualdad social, la apatía política, el descrédito de las instituciones políticas liberales y sus mecanismos de representación han puesto en evidencia algunos problemas relativos a su funcionamiento y los presupuestos que los fundamentan.

Chantal Mouffe y Jacques Rancière son dos de los principales críticos del modelo liberal de la democracia6 en esos aspectos, y, desde mediados de los 80, han presentado nociones alternativas de la política democrática. Haciendo frente a las prácticas burocratizadas y despolitizadas de los sistemas representativos contemporáneos, por un lado, Rancière (2012; 2010) denuncia al paradigma liberal por constituir un modelo posdemocrático de la política. Por otro lado, Mouffe (1999; 2007; 2012; 2013) aborda esas problemáticas a partir del señalamiento de una paradoja que subyace a las presuposiciones básicas del mismo modelo. Ambas perspectivas críticas pueden entenderse como el desarrollo de los elementos pospoliticos del horizonte de lo social mencionados anteriormente, pero ahora desarrollados dentro del campo político contemporáneo. Por lo tanto, a partir de esas dos críticas, es posible reconstruir el fundamento para una dinámica política contrahegemónica (Gramsci 2015, 261-262, 438-439; Femia 1981, 24; Mouffe 2013, 2), que permitirá descubrir los entramados sociales normativos a través de los cuales también es posible apreciar la identidad de los movimientos sociales democráticos que proporcionan una idea de resistencia constante.

Frente a la supuesta estabilidad del consenso democrático y liberal en Occidente, y ante las últimas oleadas de protesta en Latinoamérica y gran parte del mundo, la idea de la posdemocracia como condición de la pospolítica cobra relevancia. En primera instancia, pareciera que la idea se refiere a una situación que va más allá de la democracia y de la política, tal y como el prefijo “pos” parece mostrar. Sin embargo, la idea de la posdemocracia que formula Rancière (2012, 128-129) no solo se refiere a un momento histórico, sino que también permite entender las condiciones de una dinámica política contemporánea bajo la cual la participación política se ha tecnificado y restringido a élites institucionalizadas que controlan los procesos de toma de decisiones. Es decir, el momento posdemocrático de la política liberal implica, a su vez, un concepto crítico que permite visibilizar el vaciamiento político de los procedimientos democráticos contemporáneos (Meyer 2011, 21-22).

Rancière construye esta posición para mostrar cómo la política del consenso liberal contemporáneo ha dejado de lado el elemento de la igualdad como condición constitutiva de la democracia. Así, el momento de la posdemocracia es entendido como la hegemonía aceptada de las prácticas gubernamentales a través de los procedimientos burocráticos y tecnificados para la toma de decisiones, en los cuales el demos toma la forma de un elemento provisional y accesorio que sirve únicamente como instrumento para la legitimación del ejercicio mismo de la gobernanza (Rancière 2012, 129). La democracia más allá del demos se convierte en policía (police), o eliminación de la igualdad como presuposición necesaria de toda práctica política democrática mediante la institucionalización de los procedimientos de toma de decisiones en las democracias liberales. Lo que usualmente es entendido como política, el espacio institucional y regulado para el ejercicio de la autoridad delegada por el pueblo soberano, Rancière lo denomina policía, como el momento tecnocrático de la representación colegiada del poder del pueblo, y, precisamente, como la aniquilación de la política en cuanto condición de igualdad (2012, 44).

La policía tiene como base el consenso, representado por la legislación vigente y las instituciones, en torno a los lugares, derechos y deberes de cada una de las partes de la sociedad: el político gobierna, el ciudadano obedece; las empresas crean riqueza, el ciudadano trabaja. Estas particiones de lo sensible se convierten en la normalización administrativa de la exclusión (Rancière 2010, 37). En este sentido, lo que subyace a la conceptualización de la posdemocracia y la policía como concreción, en este caso, de la pospolítica es un diagnóstico de las condiciones políticas contemporáneas que han dejado sin capacidad de participación -tomar parte en las decisiones- al demos bajo la forma de sujeto político. En efecto, si prestamos atención a los procesos electorales y políticos recientes, es probable que encontremos que los debates y contiendas electorales se han convertido en espectáculos públicos controlados por expertos en marketing que delimitan los temas de discusión y determinan los intereses de una ciudadanía pasiva. En estos procesos políticos posdemocráticos, son los lobbies de grandes empresas y banqueros los que diseñan y determinan la aplicación de las diferentes decisiones tomadas en los espacios públicos de representación ciudadana (Crouch 2004, 4-5).

En el contexto de la posdemocracia, la ciudadanía se ve cosificada en una mercancía debido a la extensión de actividades propias del mercado a la escena política mediante la apertura económica y las dinámicas del neoliberalismo, lo cual hace aún más borrosa la distinción del liberalismo clásico entre esfera privada y esfera pública (Rancière 2012, 138). Esto se aprecia en dos casos particulares. Por un lado, la ciudadanía pasa a cumplir un papel legitimador a través del voto en elecciones periódicas que justifican el acceso de ciertos sectores a los cargos electivos; sin embargo, hasta allí llega su participación en la toma de decisiones, dado que son los intereses del mercado los que dictan el destino de las disposiciones institucionales en la gobernanza liberal. Así, se imposibilita que los intereses concretos de los sectores más vulnerables de la población sean tomados en cuenta en las deliberaciones institucionalizadas (Crouch 2004, 80). Por otro lado, la eliminación de la distinción entre esfera pública y esfera privada a través de la hegemonía del mercado ha conllevado la privatización de los servicios antes considerados públicos -salud, educación, derechos laborales, etcétera-. Lo anterior genera una residualización de los ciudadanos menos aventajados, quienes, ante las nuevas lógicas del mercado, se ven incapacitados para transformar sus preocupaciones e intereses en acciones políticas (Crouch 2004, 89-90).

Este escenario de la policía como administración de la élite financiera es resaltado por Rancière como diagnóstico de nuestro tiempo. El problema fundamental yace en la pretensión de consenso en torno a las instituciones liberales, dado que este elimina toda posibilidad de disenso (Rancière 2010, 42). La posdemocracia se caracteriza por justificar el sistema de administración sobre la idea del consenso y la deliberación racional de las ideas en los espacios públicos diseñados e institucionalizados para ello. El inconveniente radica en que este proceso de deliberación solo se realiza entre aquellos que pueden tomar parte, participar en la toma de decisiones; en palabras de Rancière, entre aquellos que cuentan como deliberantes válidos (Rancière 2010, 43). Esta idea permite entrever nuevamente las contradicciones sociales como categoría del análisis político de las pretensiones de validez de la dominación de los sistemas políticos contemporáneos, puesto que el pensador francés recupera el antagonismo entre dos clases fundamentales de lo político: los que cuentan como participantes y los que no son vistos o no son considerados como interlocutores válidos (Rancière 2012, 36-37). Por esta razón, la política (politique) se opone a la policía de las élites financieras exclusivas, pues la primera implica un momento de disrupción mediante la partición social que asigna lugares, derechos y deberes al posibilitar la inclusión momentánea en los asuntos públicos de aquellos que no tienen voz ni participación ordinariamente (Rancière 2012, 45).

La política es, así, un momento de disenso con las prácticas hegemónicas establecidas y justificadas consensualmente, y, al mismo tiempo, un momento de igualdad, por cuanto aquellos que no son contados dentro de los procesos de toma decisiones aparecen como participantes iguales. En este sentido, la democracia implica siempre una oposición a la posdemocracia, por cuanto esta no es entendida como un régimen de administración. Por el contrario, la democracia se convierte en una forma de acción que posibilita la aparición pública de aquellos que han permanecido como residuos externos al sistema consensual de la posdemocracia liberal, en un momento en el que los menos aventajados tienen mayores obstáculos para el ejercicio de la acción política. Es decir, la democracia es considerada como el evento de disenso con el statu quo y la puesta en acto de la igualdad (Deranty 2016, 42-43; Meyer 2011, 27).

Por su parte, en coherencia con lo anterior, Mouffe pone un énfasis particular en la idea de la igualdad como motor de la democracia; por tal razón, su análisis parte de la paradoja contemporánea entre libertad e igualdad, o las contradicciones entre liberalismo y democracia. Esta oposición entre libertades individuales -principalmente los derechos sobre la propiedad privada y la soberanía popular como principio legitimador de la toma de decisiones- resulta irreconciliable, por cuanto, en el modelo liberal contemporáneo, las libertades individuales tienden a imponerse sobre el ejercicio de la soberanía popular (Mouffe 2012, 23-24). En este sentido, para Mouffe, las pretensiones teóricas de reconciliar la paradoja democrática como el consenso entrecruzado de Rawls (2006), o la cooriginalidad de las autonomías privada y pública de Habermas (2010), resultan insuficientes, pues parten de una percepción neutralizada de la política, a través de la eliminación de lo político (Mouffe 2012, 107-108).

Así, el problema del paradigma liberal de la política desde la paradoja democrática radica en las pretensiones de reducir a una unidad reconciliada -en el consenso institucional- los antagonismos que configuran lo social. Esto hace que Mouffe continúe con una distinción, ya formulada con Laclau en Hegemonía y estrategia socialista (Laclau y Mouffe 2010), entre la política y lo político. La primera se entiende como el ensamblaje de prácticas, discursos e instituciones que buscan establecer un orden social y organizar la vida en común. Lo que resulta interesante de esta comprensión es la inclusión de la categoría de lo político como un espacio de antagonismos que pueden emerger en diferentes circunstancias y tomar diferentes formas (Mouffe 2007, 16-17; 2013, 2-3). El vínculo entre la política y lo político se hace, así, indispensable para representar teóricamente los esfuerzos de resistencia de los grupos subordinados o que no cuentan como participantes válidos dentro de las dinámicas mercantiles de la pospolítica y la posdemocracia, pues, al considerar la política como el espacio para el desarrollo de los antagonismos irresolubles de lo político, podemos superar la naturalización y neutralización de los diferentes intereses en contradicción de la sociedad. Allí reside precisamente el problema de los enfoques consensuales: en las pretensiones de anular lo político, y con ellas, de invisibilizar las condiciones reales de opresión y subordinación que determinan el espacio agonal de lo social (Mouffe 2012, 48; 2013, 9-10). La idea del consenso que soporta la estabilidad de las instituciones políticas del paradigma de democracia liberal-representativo genera una normalización -no intencional- de las relaciones sociales basadas en la subordinación de ciertos grupos que no cuentan como actores legítimos en la toma de decisiones. La normalización de estas condiciones implica una justificación del statu quo y sirve como obstáculo para las prácticas contrahegemónicas que necesariamente se dan en contextos compartidos de significación y resignificación ideológica (Laclau y Mouffe 2010, 196-197). Esto, aunado a la economización neoliberal de la política, crea las condiciones propias que académicos y científicos sociales han llamado crisis y erosión de la democracia. Bajo condiciones de subordinación, y aislados de lo social a través de la pospolítica, los individuos terminan por ser fácilmente conducidos por propuestas populistas y autoritarias, en el marco de la desdemocratización contemporánea.

Así, frente a la despolitización de la política que realizan los modelos liberales de la democracia, Mouffe propone la democracia pluralista como forma de asumir las contradicciones sociales como no reducibles a una unidad reconciliada. El modelo propuesto por la pensadora belga parte del reconocimiento de la constitución de toda objetividad social como relaciones de poder que determinan las posibilidades reales de participación en la toma de decisiones (Mouffe 1999, 17-18). Desde esta perspectiva, la anulación del pluralismo como hecho asumido por el liberalismo se supera con el reconocimiento de la construcción de sujetos de acción política, de los cuales ninguno puede pretender representar la totalidad social (Mouffe 2012, 41). En este sentido, la pluralidad de actores sociales con sus múltiples intereses se concibe como adversarios agonales, y el conflicto entre estos actores es mediado por las instituciones democráticas.

Siguiendo las perspectivas críticas de Rancière y Mouffe, los criterios necesarios para plantear la redemocratización de la sociedad resultan evidentes. Se requieren acciones y actores políticos que permitan la configuración de un demos más allá de las presiones a las que se ha visto sometido en la época del neoliberalismo. Desde el campo político mismo, sería posible llevar a cabo dicha tarea si, por un lado, las acciones y los actores pueden desligarse de las premisas posdemocráticas y reclamar espacios de aparición en condiciones de igualdad en aquellos lugares donde la política ha invisibilizado las alternativas políticas que no se adecuan a los principios de la racionalidad económica. Por otro lado, también es necesario que las acciones políticas y los actores que pueden encarnar una reconfiguración democrática del demos rescaten un modelo agonal de la política y reclamen el reconocimiento legítimo del antagonismo como dinámica constitutiva de la democracia.

En ese sentido, los movimientos sociales se presentan como los actores que pueden responder a esas premisas. Por lo tanto, mediante una clarificación de su naturaleza y caracterización de las acciones que justifican esa afirmación puede entenderse la manera en que los movimientos sociales confrontan los efectos negativos generados dentro del contexto histórico del neoliberalismo. Estos actores y sus acciones tienen la capacidad de abrir el espacio del demos y ofrecer oportunidades para su reconfiguración democrática. A continuación, sostenemos que esto es posible gracias a su tradicional actitud de resistencia frente a los efectos negativos que produce el orden social neoliberal y, también, gracias a que las acciones colectivas que encarnan la resistencia involucran demandas o reclamos públicos que confrontan las circunstancias de despolitización causadas por el paradigma liberal. De esta manera, la resistencia y la confrontación de las estructuras sociales y los marcos simbólicos de significación existentes (Habermas 1979a y 1979b; Brunkhorst 2014; White y Farr 2012) plantean, directamente, la superación de la era pospolítica e, indirectamente, una movilización del demos alternativa a la populista que es causada por el neoliberalismo.

Los movimientos sociales y la redemocratización de la sociedad

Desde la década de 1960, los movimientos sociales se convirtieron en una auténtica fuente de legitimación del poder político. Su aparición fue percibida como una reactivación de la sociedad civil frente al funcionamiento político institucional en los países liberales de Occidente, y también como contrapunto de los regímenes comunistas en Europa central y oriental (Arato y Cohen 2000). A partir de su reconocimiento como actores claves en el funcionamiento político de las sociedades, ha aparecido una multiplicidad de enfoques sobre los diferentes fenómenos que pueden ser abarcados como movimientos sociales. Siguiendo la perspectiva sociológica funcionalista que inauguró los desarrollos teóricos en torno a su importancia, los movimientos sociales han sido representados como síntomas de las falencias institucionales y el descontento, es decir, como efectos propios de diferentes momentos de crisis (Archila Neira 2018, 38-39; Della Porta y Diani 2006, 7-8). Hoy en día, las tesis del funcionalismo han sido replanteadas por el desarrollo de diferentes teorías sociales que intentan explicar el porqué y el cómo de los movimientos sociales, generando al menos dos grandes corrientes que involucran, por un lado, los procesos de formación de identidad social por parte de los movimientos sociales como actores socioculturales que participan en la formación de subjetividades (Melucci 1999); y, por el otro, las perspectivas de la acción colectiva contenciosa que se han enfocado, particularmente, en los movimientos sociales como actores con repertorios particulares de acción y posibilidades reales y limitadas de movilización de recursos que determinan sus posibilidades de impacto en la esfera pública (Foweraker 1995, 2; Della Porta y Diani 2006, 15-16; Hagemann, Leinius y Vey 2019, 10-11).

A pesar del amplio desarrollo teórico en los últimos años sobre los movimientos sociales, las teorías de la democracia liberal normalmente los asumen como actores periféricos que presentan sus demandas públicas mediante estrategias de visibilización, cuyo interés principal es influir en los mecanismos institucionalizados de toma de decisiones, y que se caracterizan por la informalidad (no-institucionalidad) y volatilidad de sus acciones (Della Porta y Diani 2006; Della Porta 2015; Tarrow 2011; Tilly 2013; Foweraker 1995). Esta aproximación general a los movimientos sociales permite poner en evidencia una especial relación contradictoria entre los movimientos como actores políticos y las instituciones como el lugar clásicamente entendido del desarrollo de la política. Este enfoque implica -entre otras cosas- que posicionar a los movimientos sociales como ejes del funcionamiento democrático de una sociedad tiene como consecuencia asumir una crítica a la preeminencia que poseen los partidos políticos como intermediarios principales en los procesos democráticos de toma de decisiones. Así mismo, esta perspectiva pone en duda las idealizaciones de las disposiciones constitucionales y jurídico-formales como los elementos más importantes en una democracia.7

En ese sentido, los movimientos sociales no constituyen únicamente una expresión periférica de descontento; representan una acción política de desafío frente a otros grupos y frente al sistema institucional mismo, por cuanto implican las acciones de grupos a los que usualmente les ha sido negado el acceso a los mecanismos institucionales de la democracia liberal como vía ordinaria para la toma de decisiones (Tilly y Tarrow 2015, 8). La acción colectiva que despliegan los movimientos sociales redemocratizadores como su principal recurso político se califica de esa manera como contenciosa, pues la espontaneidad de la que se derivan sus fines y la contingencia de sus medios la caracterizan de un modo particular (McAdam, Tarrow y Tilly 2002, 137-212). Debido a esta particular naturaleza, en primer lugar, obtienen una capacidad de resistencia frente a los discursos y estructuras que no han respondido adecuadamente a las demandas sociales; y, en segundo lugar, adquieren un tipo de exposición pública para sus reivindicaciones, que, incluso en ocasiones, forma redes de interacción, tiende puentes de solidaridad y produce marcos simbólicos de autocomprensión que sirven para la construcción de una lógica adversarial común para distintos actores (Tarrow 2011, 7-8).

Esta aproximación amplia a los movimientos sociales exige incluir -al menos- las siguientes características. En primer lugar, los movimientos sociales son generalmente producto de procesos sociales de construcción de subjetividades y formas de identidad en torno a intereses compartidos. En segundo lugar, tienen un acceso nulo o restringido a los mecanismos institucionales de toma de decisiones, por lo que hacen de la acción colectiva contenciosa el único camino, o el mejor, para la acción política. En tercer lugar, se inscriben en formas compartidas de autocomprensión social, en el contexto de los procesos sociales comunicativos de representación de lo justo y lo injusto y lo bueno y lo malo. Esta ubicación concreta de los movimientos sociales en contextos materiales particulares implica, en cuarto lugar, que la construcción de la imagen de sí mismos y de los grupos antagonistas está marcada comunicativamente por estructuras sociales de interacción, como lo resaltaron hace poco Hagemann, Leinius y Vey (2019, 19-20).

De esta caracterización general se desprende el aspecto político de los movimientos sociales. En contraposición con las perspectivas que reducen el papel político de la movilización social al partir de una concepción puramente institucionalista, nuestra perspectiva nos permite asumir los movimientos sociales como movilización democrática, por cuanto permiten la constitución de formas de resistencia en un escenario pospolítico de mercantilización de la ciudadanía (Brown 2017; Crouch 2004; Della Porta 2015). De esta manera, los movimientos sociales que materializan una serie de demandas concretas contra condiciones de exclusión, explotación y opresión generan formas sociales de autocomprensión de los elementos normativos del demos y de la democracia, lo que los diferencia de los movimientos de carácter populista como movimientos de masas. La configuración misma de los movimientos como redes comunicativas de interacción y participación política limita las posibilidades de generación de condiciones autoritarias como producto de su acción colectiva, por cuanto la movilización apela a sentidos compartidos de la justicia y la injusticia y los transforma mediante su accionar (Archila Neira 2018, 443-444; Tarrow 2011, 144). Además, los procesos mismos de visibilización apelan al sentido legítimo de sus repertorios de acción, diferenciándose así de perspectivas holísticas del demos al reconocer su propia particularidad.

De esa manera, queda también expuesto que, además de ser agentes redemocratizadores de la sociedad, los movimientos sociales logran mantener vacío y abierto el lugar del demos. Su actitud resistente y su capacidad para establecer relaciones de disenso público -gracias a su naturaleza contenciosa- representan una fuente de configuración de poder democrático, que mantiene vacío el lugar del poder. Esta legitimidad se desprende de la particular forma de circulación del poder comunicativo que realizan estos actores políticos al movilizar los elementos constitutivos de fondo que proporciona el demos (pluralismo, comunicación, acciones, valores, necesidades e insatisfacciones).Habermas (2010, 417-418) ha resaltado esta cuestión en su análisis sobre la circulación de la opinión pública al establecer el proceso de formación del poder comunicativo desde los estratos más informales de la vida cotidiana hasta los más formales, personificados en instituciones de la sociedad civil capaces de influir en el sistema político. En todo este proceso, que Habermas ubica en el lugar amorfo e inespecífico que él denomina esfera pública, se puede situar el papel fundamental de los movimientos sociales, por cuanto son ellos los que en varias ocasiones (desde la década de 1960) han movilizado el espacio público e impactado las agendas políticas con mayor eficacia.

Así, los movimientos sociales representan una alternativa democrática más allá de la crisis de la democracia representativa en la era de la pospolítica. En Colombia, por ejemplo, los movimientos sociales campesinos y estudiantiles han logrado visibilizar públicamente las condiciones de exclusión y subordinación de grupos sociales particulares (Celis González 2018; González 2019; Archila Neira 2018; Archila Neira et al. 2019). Esta visibilización no puede reducirse a la influencia en las agendas políticas institucionales, pues a través de su movilización encarnan y generan nuevas dinámicas de representación social de los principios normativos asociados a la democracia, cuestión que queda reducida a la simple aprobación mayoritaria en los movimientos populistas autoritarios. Este fenómeno genera procesos de aprendizaje social que afectan los criterios mismos de legitimidad institucional y toma de decisiones, al redefinir las expectativas sociales de la política democrática. Educación, condiciones dignas de trabajo, derecho sobre la tierra, entre otras demandas, no son solo exigencias concretas sobre la coyuntura; estas generan, también, un impacto social a largo plazo en los imaginarios comunicativos sociales que permite repensar el papel político y democrático de las acciones contenciosas de disrupción de los movimientos sociales (Brunkhorst 2014; White y Farr 2012).

Conclusión: la constitución del demos democrático

La crisis experimentada por los sistemas democrático-representativos alrededor del mundo es un fenómeno social que no debe restringirse a un mal funcionamiento de los sistemas políticos particularmente. Los distintos problemas asociados al fenómeno expresan una combinación de factores que plantean la necesidad de abordar el problema desde un horizonte más amplio de lo social, a partir del cual sea posible incluir una perspectiva histórica del problema y relacionarlo con otros campos sociales, además del político. En este sentido, problemas como la autocratización del poder, la incapacidad de las instituciones y los representantes para responder a las expectativas de los ciudadanos, la degradación de algunos principios y reglas del juego democrático y la deslegitimación de los valores liberales en las democracias occidentales se deben a la dinámica histórica planteada por el neoliberalismo desde la década de 1970.

De la mano de las observaciones de la teoría política contemporánea, es posible comprender la forma en que las medidas y los presupuestos económico-políticos que han sido promovidos alrededor del mundo desde aquella época produjeron una dinámica social que está en la base de la crisis de los sistemas políticos. La racionalidad neoliberal -denominada así por Wendy Brown- produjo profundos cambios en la manera de entender las instituciones políticas y los individuos, a través de un proceso de desdemocratización de la sociedad. Tanto las funciones de aquellas como el rol político de estos, se vieron desplazados definitivamente por principios y mecanismos orientados a la promoción del mercado, lo cual produciría, respectivamente, una desubstancialización respecto de los fines de la política y una despolitización de las relaciones sociales que explican aquel proceso de desdemocratización.

Ahora bien, la dinámica histórica neoliberal generó cambios fundamentales en ese nivel constitutivo de lo social donde se desarrollan los fines y se producen las identidades, pero no cambió las instituciones existentes ni los mecanismos clásicos que permiten la operatividad de los sistemas políticos. Esta situación paradójica ha sido denominada era pospolítica por algunos de los analistas contemporáneos de la política. En este escenario se afirma, por un lado, la reproducción de las premisas neoliberales a través de las instituciones que mantienen su vigencia formal, pero, al mismo tiempo, se origina una desconexión entre esas instituciones y los ciudadanos. Por estas razones, se producen dos circunstancias que explican la crisis general de los sistemas democráticos. En primer lugar, para mantener su lógica social en funcionamiento, el neoliberalismo reprime la fuente del poder que es el demos, limitando sus posibilidades de configuración a una política tradicional operada por expertos; y, en segundo lugar, ante una situación de insatisfacción de las necesidades, la desconexión de las instituciones respecto de las expectativas de los ciudadanos conduce a que estos sean movilizados hacia una identificación populista estimulada por el descontento.

En esa medida, el problema se concentra en el funcionamiento del sistema político, pero en realidad es causado por dinámicas que operan a un nivel más profundo. No obstante, la dificultad para comprender esto claramente se debe a los obstáculos que imponen las premisas mismas de los sistemas políticos actuales. Por lo tanto, despejar dichos obstáculos representa comenzar a descubrir caminos que ofrezcan alternativas a los problemas actuales. La hegemonía del paradigma de la democracia liberal basado en el consenso es un obstáculo para abrir esos caminos, tal y como lo evidencian las aproximaciones críticas de Jacques Rancière y Chantal Mouffe. Ya que en aquel paradigma se reproducen condiciones de desigualdad sin remediarlas, se pasa por alto la falta de participación ciudadana y se desestiman, además, los conflictos o antagonismos sociales como dinámicas positivas para el funcionamiento de una democracia. También se terminan cerrando las posibilidades de movilización del demos hacia formas de configuración más allá de la identificación populista.

En atención a esa perspectiva, y siguiendo las observaciones de Rancière y Mouffe sobre la democratización radical de la sociedad, los movimientos sociales representan la alternativa de movilización en otra dirección de ese demos sometido a fuertes presiones en las últimas décadas. Su vocación a la resistencia y su exposición pública, además de sus acciones contenciosas y generadoras de poder disruptivo, representan la fuente de producción de un poder legítimo con la capacidad de redemocratizar la sociedad. De esta manera, la solución a la crisis de la democracia se encuentra en la implantación en el nivel constitutivo de lo social de las estructuras de acción y comunicación que los movimientos sociales ponen a disposición.

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* El texto se deriva de las reflexiones presentes en las tesis de doctorado de los autores sobre los movimientos sociales y el concepto de ciudadanía, y ha sido elaborado con financiación para la investigación de la Universidad de Medellín, Colombia.

1El demos es, además, el lugar de los que no gobiernan directamente, un lugar “inconmensurable” donde se ubican “los que no tienen parte” en esa actividad (Rancière 2012, 87).

2Varias obras constituyen hoy una fuente de problematizaciones sobre el carácter unívoco y consecuente del término neoliberalismo, en la manera en que puede aparecer, por ejemplo, en la obra de Harvey (2007) citada anteriormente. Véanse, Peck (2010) y Dardot y Laval (2013).

3Varios testimonios pueden encontrarse en el ya citado libro de Brown (2017). También pueden verse Hardt y Negri (2019), Balibar (2013) y Mouffe (2019).

4En el siguiente apartado nos ocupamos de la reconstrucción de esta idea por medio de un análisis crítico del paradigma liberal del consenso en la política.

5Žižek (2019) cuestiona el carácter meramente descriptivo desde el cual Laclau conceptualiza el populismo. Para el esloveno, bajo las circunstancias pospolíticas actuales, es imposible que represente un “[…] sustento para la renovación de las políticas emancipatorias” (2019, 45).

6Por modelo liberal de democracia, nos referimos a las formas de gobierno contemporáneas basadas en las instituciones con representantes elegidos por voto, la existencia de una división de poderes y una constitución que organiza al Estado como Estado de derecho. Podría añadirse, además, un compromiso con la protección de los derechos humanos, al menos formalmente.

7Considérese, por ejemplo, la conceptualización de John Rawls (2006, 67-68) sobre los principios de justicia y las instituciones democráticas que ellos han de soportar. Una aproximación específica puede encontrarse en Jurado y Restrepo (2014).

Cómo citar: Gallo-Gómez, Juan Camilo y Pedro Alejandro Jurado-Castaño. 2020. “Movilizando el demos en la crisis. Populismo y movimientos sociales en la época de la pospolítica”. Revista de Estudios Sociales 74: 58-70. https://doi.org/10.7440/res74.2020.05

Recibido: 29 de Marzo de 2020; Aprobado: 23 de Junio de 2020

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