Introducción
En temas de género, tanto los movimientos sociales como las políticas públicas y la academia han hecho aportes importantes. Sin embargo, mientras no se articulen para responder de manera más pertinente a las necesidades y dinámicas culturales, seguirá existiendo una brecha de conocimiento tanto en el campo de estudio como en la comprensión de los conflictos de género en los diferentes contextos políticos y sociales.
Recientemente, organismos internacionales como la Unesco y la Cepal han desarrollado propuestas comprensivas y estrategias de acción alrededor del género, pero aún persisten en la política pública de género, particularmente en América Latina, por una parte prácticas excluyentes hacia las mujeres (Wills, 2007) que las convierten en una minoría, y por otra, un lenguaje que invisibiliza la masculinidad y la diversidad como elemento fundamental en la construcción efectiva de la equidad de género. Es así que cuando se habla de enfoque o perspectiva de género se tiende a relacionar de forma exclusiva con las políticas de promoción y defensa de los derechos de las mujeres.
En este sentido, es importante reconocer el contexto histórico en el que surgen los discursos y la reflexión social en torno al género, el papel de los movimientos feministas y de la diversidad, a fin de comprender la posterior incursión de los discursos de las masculinidades, así como la incipiente construcción de una política pública en este campo, y percibir los puntos de intersección con la bioética social como disciplina interdisciplinar que interpele el hacer humano y el conocimiento mismo.
Algunas fuerzas sociales que han dinamizado los estudios de género
Son, sin duda, las históricas reivindicaciones de derechos, por parte de las mujeres en el mundo, las que marcan un inicio bajo el clásico interrogante de ser, hacernos, o dejarnos hacer por la cultura; hombres, mujeres, queer o trans asisten a una época en la que las sociedades construyen y reconstruyen discursos en torno al género, los cuales se usan para instituir verdades. Los estudios de género, primero en clave de femenino y de diversidad sexual, han posibilitado interpelar a lo masculino desde donde emergieron precisamente los estudios de masculinidad.
En este contexto histórico, han sido las organizaciones de personas, principalmente mujeres, las que se han movilizado en torno a temas que evidencian desigualdad que las deja en una posición rezagada socialmente por su género (Bock y Garrayo, 1991). Fue a partir de la exploración de estas realidades femeninas de relegación y violencia que surgieron los estudios de mujeres (o de género), los cuales reforzaron desde el campo teórico lo que las movilizaciones sociales ya afirmaban a partir de conceptualizaciones y análisis de datos que le dieron nombres y cifras concretas a los gritos y a las marchas de protesta contra esa violencia y condición de inferioridad a la que eran sometidas (Fernández, 1992).
Los diferentes aportes teóricos realizados acerca de la situación de las mujeres en sectores como, por ejemplo, el hogar o el mercado laboral, sumados a las movilizaciones sociales que se incrementaron a finales del siglo XVIII en medio de la Revolución francesa, cuando las acciones individuales y aisladas pasaron a ser construcciones grupales, pusieron sobre la mesa de las agendas políticas el tema del feminismo y la necesidad del acceso de las mujeres a la educación y a la ciudadanía, y así se pasó a hablar por primera vez de igualdad de derechos para hombres y mujeres (Gamba, 2008).
Aparecieron entonces obras como, por ejemplo, La declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana1 en 1791, o Vindicación de los derechos de la mujer2 en 1792, las cuales sirvieron en su momento como elementos motivadores para posteriores movilizaciones sociales y políticas que influyeron durante el siglo XIX en la aparición de nuevas voces de protesta, así como nuevos aportes desde la academia. Todo este proceso repercutió para que, a mediados del siglo XX, los temas relacionados con los derechos de las mujeres tomaran fuerza tanto en las agendas académicas como en las políticas de varios países, de modo que estos se comprometieron a trabajar en el tema desde la recién nacida Organización de las Naciones Unidas (ONU). Así, lograron que los estudios de género tomaran importancia más allá de la búsqueda de vindicación de derechos de las mujeres y se empezara a dirigir la atención a aspectos relacionados con la construcción del género, lo que derivó en la inclusión de lo masculino (Barrancos, 2005).
Los década de los ochenta vio nacer los primeros estudios de género relacionados espetíficamente con hombres que, a partir de las propuestas hechas por las mujeres en cuanto a la construcción cultural del género, motivaron el cuestionamiento de los rasgos de masculinidad que hasta ese momento se consideraban inherentes al sexo que se tuviera al nacer, lo que produjo nuevas miradas de lo masculino. En palabras de Kimmel (1997, p. 49):
La virilidad no es estática ni atemporal, es histórica; no es la manifestación de una esencia interior, es construida socialmente; no sube a la conciencia desde nuestros componentes biológicos; es creada en la cultura. La virilidad significa cosas diferentes en diferentes épocas para diferentes personas.
El estudio del género centrado en la masculinidad -el cual no ha contado con la misma fuerza ni dinámica que los movimientos sociales de derechos humanos le han dado al feminismo-, así como las estructuras masculinas hegemónicas que gobiernan la forma en que se mueve el sistema sociocultural, no han ayudado a la visibilización de los estudios de hombres en los escenarios académicos, sociales y políticos. Así las cosas, crecen de manera lenta y escasa, aunque no poco importante.
La discusión acerca de las masculinidades en las políticas públicas, particularmente en América Latina, es reciente; se apoya, entre otras organizaciones, en agencias internacionales como la entidad de la Organización de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de la mujer-ONU Mujer, y en el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA). En este sentido, se han multiplicado y promovido las construcciones realizadas en las conferencias de las Naciones Unidas del Cairo en 1994 y Beijing en 1995, a la vez que se han adelantado acciones para vincular a los hombres en temas relacionados con la salud y la no violencia, entre otros (Aguayo y Nascimento, 2016).
Algunas de las organizaciones que han trabajado el tema de hombres en algunos de los países latinoamericanos se presentan en la tabla 1.
Aunque las organizaciones mencionadas en la tabla 1 no son las únicas que trabajan temas relacionados con masculinidades, en la revisión documental se encontró que han realizado un trabajo destacado y sostenido en el tiempo que las caracteriza como parte de un movimiento social -algunas veces articulado- que se ha dado desde hace algún tiempo en algunos países latinoamericanos, y trabaja en la promoción de la paternidad, la superación de las violencias basadas en género y la construcción de masculinidades alternativas a las hegemónicas que históricamente dieron identidad al común de los hombres en estos países.
Masculinidades en la política pública
Estas dinámicas sociales en las que se visibilizan las masculinidades y la necesidad de un lugar en la política pública de género han sido trabajadas por los organismos internacionales. Algunos de los antecedentes acerca de involucrar a los hombres se encuentran en la década de los noventa del siglo XX con los temas tratados tanto en la Conferencia Internacional de las Naciones Unidas sobre Población y Desarrollo de 1994 como en la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer de 1995, así como en la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (1995). Estos han sido espacios significativos en los que, de manera insistente, se solicitó a los Estados desarrollar estrategias políticas que movilizaran a los hombres para modificar las relaciones desiguales entre los géneros. Pese a estos antecedentes, las condiciones culturales y las dinámicas sociales muestran un lento avance en los cambios de los hábitos y las prácticas en las relaciones entre hombres y mujeres, tanto así que ha sido poca la articulación de lo masculino y lo femenino en los debates y demás escenarios desde los que se pretende construir la equidad de género.
No puede desconocerse que han sido claves los escenarios de debate y los documentos que sistematizan una carta de navegación, en particular para América Latina. Algunos de los materiales encontrados como resultado de una exploración documental realizada en el 2017 se presentan en la tabla 2.
Como se puede apreciar, en la síntesis que aporta la tabla 2 la discusión sobre la necesidad de replantear el papel de los hombres en la promoción y la construcción de la equidad de género y, en general, de nuevas formas en que se relacionan hombres-entornos, está dada; sin embargo, se requiere más allá que evidenciar, discutir y recomendar, profundizar a partir de una reflexión interdisciplinar acerca de cómo se viven las masculinidades y el impacto que estas tienen en la desigualdad de género. Es evidente también el papel protagónico de las políticas educativas, así como de infancia y juventud, que permitan incidir en los patrones culturales que representan aún grandes obstáculos para el cambio de prácticas y modos de vida y, de manera más estructural, en políticas frente a modelos de desarrollo que siguen profundizando brechas de género visibles e invisibles en un contexto de globalización que agudiza condiciones de precarización de la vida (Morini, 2014).
Los conflictos de género desde la bioética social
Por ser la bioética una disciplina de carácter interdisciplinar en diálogo permanente entre las ciencias de la vida, la biotecnología y las ciencias humanas y de la sociedad, su intersección con los estudios de género se justifica no solo por su relación con la promoción de los derechos humanos, sino también por el impacto que los conflictos de género pueden llegar a tener en los cuatro bioproblemas que plantea Potter (como se cita en Lorenzo 2006), asociados a la salud, el crecimiento demográfico, la alimentación y la degradación ambiental.
Si bien los antecedentes y la formalización de la bioética aparecen en Norte América en la década de los sesenta del siglo XX asociados al conocimiento de la vida humana desde la biología, la biotecnología y la medicina, en un contexto altamente mercantilista, las ciencias de la vida requirieron equilibrar la relación saber-poder, y para esto entrar en conjunción con otras disciplinas sociales y humanas, principalmente la filosofía y la sociología. Desde allí es posible hablar de una bioética social, desde la cual se reconoce una doble crisis de la humanidad frente al desarrollo científico técnico, y frente a su propia convivencia en el marco de la diversidad, dentro de un modelo incapaz de visualizar -y mucho menos de afrontar- el profundo desafío de la desigualdad de género.
Al asumir la pregunta planteada por Vidal (2004) ("¿Qué concepto de vida y salud se debe formular la definición de bioética"?, desarrollaremos la relación género-bioética y su aporte a la comprensión de los cuatro bioproblemas planteados.
Empezaremos por llamar la atención acerca de la violencia de género como problema de salud pública, de acuerdo con el informe del 2013 de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, según el cual la violencia contra las mujeres es un problema global de salud pública de "proporciones epidémicas". Esta ratificación nos permite reflexionar acerca de las formas en que el enfoque de salud convencional no solo ha sido lento en el desarrollo de estrategias efectivas para erradicar la violencia, sino que en sus mismas prácticas ha sido históricamente ejecutora de protocolos que violentan a la mujer. Así lo plantea Gibertí (1989) cuando investiga acerca de la violencia ginecoobstétrica, y evidencia la revictimización en la consulta a víctimas de violencia sexual.
Si bien no se ha logrado la igualdad de oportunidades en el acceso a la salud, también cabe preguntar: ¿A qué tipo de salud se puede tener acceso?, cuando se ha llegado a avances significativos en medicina y biotecnología, pero no en salud sexual y reproductiva. Otro tema que evidencia violencia puesta en el cuerpo de las mujeres es lo que Scavone (1999), desde el feminismo, reconoce como las implicaciones políticas y científicas, al ocuparse de temas como las tecnologías conceptivas (abortivas, conceptivas y anticonceptivas), las cuales implican reflexionar sobre un vasto espectro de desigualdades y excesos que perjudican la salud de las mujeres hasta considerarse un problema de salud pública, del cual poco se ocupa la ética e incide en las políticas públicas o en la promoción de los derechos sexuales y reproductivos (Lafaurie, 2009). Discusión en la que el feminismo emerge como referente conceptual para el análisis de las cuestiones de la reproducción y de la sexualidad, y permite construir una crítica contundente a la universalidad de los derechos.
Otro aspecto a tener en cuenta son las cifras de embarazo adolescente que, según informe del 2018, publicado por la Organización Panamericana de la Salud, afirma que la tasa mundial de embarazo adolescente se estima en 46 nacimientos por cada 1000 niñas, mientras que en América Latina y el Caribe son las segundas más altas en el mundo, estimadas en 66,5 nacimientos por cada 1000 niñas de entre 15 y 19 años, superadas solo por las de África subsahariana.
De este mismo reporte sorprende que al revisar las recomendaciones para reducir el embarazo adolescente, lo referente a los hombres y al ejercicio de sus masculinidades, estos no cumplen ningún rol evidente, ni se tienen en cuenta en los programas de prevención. Se perciben algunas limitaciones de la bioética que ha centrado su atención en el tema del aborto, sobre todo como lo vemos en el estudio realizado por Correa y Javier (2010). Sin duda, para la bioética ha representado una encrucijada la relación sexualidad-vida-muerte y las connotaciones culturales que estas tienen en la sociedad desde el derecho consuetudinario y jurídico, frente a lo cual Barrachina (2007) establece algunos temas que, desde el punto de vista bioético, tienen que ver con aspectos de la salud física, pero principalmente mental y psicosocial.
En este sentido, es importante considerar un enfoque holístico de la salud, ya que para que se produzcan cambios en los modelos de pensamiento con los que hemos construido relaciones de desigualdad, es necesario impactar el universo simbólico y material de creencias bajo las cuales está legitimada la violencia. Esta tarea solo se puede hacer con la participación de hombres y mujeres que, en la defensa de sus derechos, acuerden modos de convivencia para que en los ámbitos públicos y privados dignifiquen su vida y les permitan relaciones de igualdad (Vega-Robles, 2007).
Desde este mismo horizonte comprender la problemática de alimentación nos propone cifras que, al leerlas en perspectiva de género, permiten reflexionar acerca de las profundas desigualdades, ya que es en los cuerpos de mujeres y niñas en los que se manifiesta de manera más aguda la desnutrición, lo que se suma a la condición de maternidad que la puede agravar.
En este sentido, las investigaciones realizadas por Bizzarri (2007) y sus aportes para los organismos internacionales son claros en la idea de que los riesgos económicos y sociales, así como las vulnerabilidades, están condicionados por el género. Es así que no solo los hombres y las mujeres se ven afectados por los riesgos de manera diferente, sino que también pueden enfrentarse a diferentes tipos de riesgo debido a su condición de hombres o mujeres.
Es claro que estos bioproblemas están en permanente articulación también con el crecimiento demográfico, ya que cuando se analiza la situación de la diversidad poblacional son una preocupación actual en las agendas políticas y sociales, en las que, desafortunadamente, todavía se disocia entre conceptos demográficos, demografía y salud, y bioética, a la hora de tomar decisiones. Roqué-Sánchez y Gonzalvo-Cirac (2015) expresan en sus estudios cómo la inmensa mayoría de países carecen de un marco ético que garantice la no instrumentalización de la persona humana. Este asunto impacta de manera negativa los objetivos de las políticas de población que terminan en contra de niños, ancianos y discapacitados. Su fundamento es más ideológico y utilitarista. Faltan entonces espacios de formación académica y sensibilización sobre el tema, afirma el autor.
Como cuarto bioproblema, leer la degradación ambiental desde el enfoque de género implica analizar de qué manera, en el nivel privado y semipúblico, las mujeres han ejercido -y siguen haciéndolo- un papel fundamental en la conservación y el cuidado de la vida. Castelo (2011) propone un debate acerca de la incorporación de la voz de las mujeres en la comprensión de una bioética ecológica, es decir, en una bioética que mira a la vida y sus relaciones, así como cuando debate y analiza problemas éticos relacionados con la vida. En este sentido, la autora plantea cómo las disputas por la igualdad de género representan una importante dimensión ecológica, en tanto que las mujeres son uno de los grupos más vulnerables a la crisis ecológica.
Es visible de qué manera el deterioro ecológico, en cuanto forma de desigualdad, emerge en contextos contemporáneos y se suma a otras (mayor pobreza, menor educación), mientras estos movimientos de reivindicación (principalmente grupos de mujeres) requieren formas eficientes de representación, participación y reconocimiento equitativos. Frente a esta situación, Castelo (2011) es clara en afirmar: "Muchas de las tareas, hábitos o conductas de las mujeres han sido devaluados social, económica y éticamente".
Todas estas cuestiones abordadas demuestran la complejidad del campo del género y la salud, y suscitan la necesidad de ampliar el debate en cuanto a la relación que existe entre las formas en que interactúan los géneros y las problemáticas expuestas desde nuevas intersecciones conceptuales interdisciplinares, competencia de la bioética como disciplina articuladora.
Retos para articular políticas públicas, sociedad y academia
Comprender los conflictos de género desde la dimensión bioética nos ha permitido, hasta el momento, reconocer que una mejor convivencia intra e intergeneracional requiere urgente la vinculación activa de los hombres como actores de las soluciones a diversas problemáticas que, como se sabe, se han originado, en parte, desde una errada concepción y ejercicio de la masculinidad y un sistema de creencias alrededor del género que ha reproducido relaciones de poder. A continuación, se referencian cuatro áreas en las que apremian las articulaciones de fuerzas sociales, académicas e institucionales, así como la vinculación de hombres.
Violencia contra las mujeres
Se reconoce sin lugar a dudas que la histórica deuda social que se ha tenido con las mujeres hace necesaria la reivindicación urgente de sus derechos y el establecimiento de los mecanismos justos en la política pública, pero también es preciso reconocer que, sin el involucramiento de los hombres, la problemática de violencia contra la mujer no tendrá ninguna transformación significativa.
Es aún vigente la errada creencia de que las luchas para la eliminación de todo tipo de violencias contra las mujeres es un asunto exclusivo de ellas. Esto se evidencia en la ejecución de las políticas de prevención y atención de violencias que convoca, sobre todo, a las mujeres, a fin de realizar procesos de capacitación, y deja de lado, casi siempre, a los hombres (que por ahora son vistos, principalmente, como los agresores de las mujeres).
Es importante comprender, como sociedad, que la violencia contra las mujeres se debe revisar desde la individualidad de cada caso, pero de manera intersectorial (educación, salud y justicia, entre otros). En este sentido, es también importante promover que los hombres tomen posiciones en defensa de los derechos humanos de las mujeres, de modo que rompan con la creencia de que por ser un hombre el agresor, entonces, todos los hombres son agresores, perpetuando así el imaginario social que vincula la violencia con lo masculino (Bordieu, 1999; González y Fernández, 2009; Kimmel, 1997).
La legitimación de la violencia entre hombres y la vinculación a grupos armados
A propósito de la necesidad de romper el arquetipo del "hombre violento por naturaleza", que vincula la masculinidad con el uso de la violencia como modo valido para la resolución de conflictos (Morgan, 1994), la forma en la que se da el manejo de los conflictos en el interior de algunos países se alimenta, en parte, de la vinculación de hombres a los grupos armados (Tarín, 2013), bien sean legales e ilegales, y obligan así de diversas maneras al uso de armas y de violencia como medio "socialmente legitimado" para la búsqueda de una resolución del conflicto; esto conlleva a que los hombres que ingresan en estos escenarios sean adoctrinados implícita y algunas veces explícitamente para aceptar el uso de violencias contra otros hombres, contra mujeres, niños y niñas, en el entendido de que es un estilo de vida, una carrera o incluso una forma de mostrar la virilidad y el poder, tal como lo afirma Theidon (2009, p. 12): "Las Fuerzas Armadas colombianas venden la idea del reclutamiento como una oportunidad para ascender socialmente y, como en muchos países, la vida militar se vincula al concepto de ciudadanía".
Con afectaciones tanto para los hombres vinculados como para hombres y mujeres en general, urge entonces, desde sectores como el educativo, entre otros, empezar a orientar a los niños y las niñas hacia otras formas de resolver los conflictos, de convivir, de competir y de establecer relaciones de poder hombres-entorno. Enseñar desde nuevos códigos de valores una masculinidad pacífica, capaz de convivir en la diversidad, la solidaridad, el respeto y el cuidado propio y del entorno.
Paternidades y éticas del cuidado
Las mujeres han llevado la carga culturalmente impuesta de ser las responsables de los cuidados de las niñas, los niños, las personas en condición de discapacidad y los adultos mayores (Lagarde, 2003; Marrugat, 2005). Sin embargo, se evidencia que cada vez son más las exigencias sociales que piden a los hombres participar de manera solidaria de estas actividades (D'Argemir, 2016), las cuales también generan bienestar tanto para ellos como para las demás personas involucradas.
Lograr que los hombres se vinculen efectiva y afectivamente en las tareas propias de la crianza y el cuidado de otras personas puede aportar de manera significativa a la transformación de realidades para que, entre otras ganancias, las mujeres tengan mayores oportunidades de acceder a la educación y otros usos del tiempo que aporten a su desarrollo integral. Por otra parte, al enseñar y practicar temas como la paternidad y el cuidado se puede lograr que se naturalice la presencia masculina en los entornos de cuidado y de crianza, y así complementar los aportes hechos por las mujeres en estos escenarios y humanizar aún más la masculinidad (Alberdi y Escario, 2007).
En cuanto al ejercicio de la paternidad, es fundamental que la sociedad, desde la institucionalidad y las políticas públicas, le dé a esta tarea la importancia en cuanto va más allá del reconocimiento legal y la provisión, ya que paternar3 involucra una serie de elementos afectivos que aportan positivamente al desarrollo de las personas (Albert, Escot, Fernández-Cornejo y Poza, 2008).
No basta con que tengamos hombres y mujeres más conscientes y solidarios en la crianza y el cuidado, es necesario un accionar social que establezca políticas públicas sobre paternidades que garanticen el ejercicio solidario y equitativo de la crianza; al respecto, la normatividad es aún insuficiente y en la práctica se continúa reforzando el modelo hegemónico que subvalora el trabajo que implica el cuidado y la crianza frente al trabajo en producción de bienes y servicios (Pascual, 2015).
Política y economía
El ejercicio del poder desde la política se ha considerado un escenario, sobre todo, masculino. Así lo evidencian las cifras aportadas por Guzmán y Prieto (2011), las cuales dan cuenta de los bajos porcentajes de participación de las mujeres en cargos de elección popular con respecto a los hombres. Lo anterior implica una necesidad de abrir los espacios para que las mujeres hagan sus aportes en este sector; si bien es cierto Guzmán y Prieto hacen referencia al empoderamiento y el posicionamiento social de las mujeres, esto no ha sido suficiente para ingresar a las esferas de participación en política de manera equitativa (por ejemplo, a los cargos con poder de decisión, los cuales los dominan aún en su mayoría hombres). El hecho de que la participación política de las mujeres sea inferior a la esperada con respecto al porcentaje de mujeres que existe, se convierte en causa y consecuencia de prácticas y estructuras que desconocen y, por tanto, invisibilizan y excluyen el aporte de las mujeres en escenarios tan importantes como el gubernamental.
Hablar de la construcción de políticas públicas para las mujeres sin que ellas estén en la justa medida en esa construcción las hace "beneficiarias" de acciones incompletas, toda vez que está ausente el aporte de ellas que garantiza la integralidad en el abordaje de la política. En palabras de Escribano (2011. p. 14):
La participación equitativa de hombres y mujeres en los asuntos políticos hace que los gobiernos sean, además de más representativos, también más responsables y transparentes, y asegura que los intereses de todos -mujeres y hombres- se tengan en cuenta en la formulación de políticas públicas.
En cuanto a los modelos económicos, también tradicionalmente territorios masculinos y patriarcales, basados en el consumo, el uso de la violencia y la acumulación excesiva, se han construido desde el uso del poder y culturalmente se han utilizado como mecanismos para reafirmar la masculinidad. De esta manera, aunque las mujeres hoy por hoy tienen mayor acceso al entorno laboral, a los hombres se les sigue viendo culturalmente como los principales proveedores; por otra parte, aunque las mujeres invierten más horas en trabajos extradomésticos, aún la carga de trabajo no remunerado sigue siendo superior al trabajo que realizan los hombres en el entorno doméstico (Kuper, 2015).
Dado lo anterior, se requieren ejercicios pedagógicos que planteen nuevas formas de entender el poder político desde la equidad, en la cual la presencia de las mujeres deje de ser un "favor para las minorías" y pase a ser un requisito para un ejercicio político integral. En el plano económico, en el ideal de unas políticas económicas equitativas con perspectiva de género, no solo cabe el cerrar las brechas salariales entre hombres y mujeres, también se requiere replantear el valor social y, por ahí, la priorización de recursos que se dan para sectores como la educación, la salud y la familia, lo que motiva la participación de los hombres en la economía del cuidado.4
En el marco de los diálogos anteriores, es evidente la necesidad de una reconfiguración del esquema gnoseológico del comportamiento que rescate la importancia de que los seres humanos avancemos hacia estadios de mayor y mejor igualdad y equidad. En este sentido, la comprensión de las masculinidades como constructo histórico y cultural es indispensable para la transformación del papel de los hombres en los entornos privados y públicos, en las relaciones intra e intergeneracionales.
Los gobiernos locales y territoriales tienen la responsabilidad de asignar recursos e implementar políticas públicas que promuevan las masculinidades y las feminidades basadas en las relaciones equitativas y respetuosas entre los géneros en todos los sectores de la sociedad.
Los medios de comunicación han jugado un papel protagónico en la reproducción de modelos estereotipados de género altamente nocivos tanto para hombres como para mujeres, de manera que han perpetuado las prácticas inequitativas y violentas (Bonavitta y Garay, 2011). Se requiere aquí el compromiso de este sector para abrir los espacios necesarios que permitan difundir contenidos relacionados con la promoción de nuevas normas orientadas hacia la transformación en las relaciones de género.
Hasta el momento, los temas que hacen referencia al género, de manera equivocada se entienden como la lucha exclusiva por los derechos humanos de las mujeres que, además, se asume como un tema de mujeres; sin embargo, lograr una equidad de género en los diferentes escenarios sociales requiere la vinculación de los hombres. Incluso las organizaciones que trabajan en la lucha contra las violencias hacia las mujeres, los niños y las niñas, necesitan vincular a los hombres en el desarrollo de sus proyectos para que se promueva la participación masculina en temas relacionados con la reivindicación de los derechos humanos de las mujeres, lo que facilite la transformación de imaginarios que culturalmente se le han asignado a los hombres que participan en este tipo de actividades.
Los estudios realizados desde finales del siglo pasado sobre masculinidades (Viveros, 2003) han enriquecido el concepto de género y han permitido configurar un conocimiento en torno a las masculinidades como construcción histórico-cultural, lo cual facilita, entre otros aspectos, la comprensión de fenómenos como la violencia basada en género y la elaboración de propuestas transformadoras del fenómeno en mención. Sin embargo, existe una distancia entre el quehacer de las organizaciones sociales de base (por ejemplo, las organizaciones de mujeres), la institucionalidad (que representa al Gobierno) y la academia; por una parte se encuentran las acciones de las organizaciones (principalmente de mujeres) que, de manera permanente, inciden en lo público al demandar las transformaciones en el ejercicio de la masculinidad. Así, por una vía alterna se realizan importantes investigaciones sobre el tema (Olavarría, 2000; Valdés, 1998; Viveros, 2002 ), las cuales, además del conocimiento que producen, definen nuevos puntos a investigar que permiten articular diferentes disciplinas en el abordaje del género como materia de investigación. Por otra parte, se encuentran los gobiernos, los cuales adelantan escasas acciones -algunas de ellas a ciegas y con un impacto mínimo- orientadas, principalmente, a la promoción de los derechos humanos de las mujeres. Tres sectores (social, académico y gubernamental) tratan un tema en común (la transformación positiva de las relaciones de género) pero por caminos separados.
El reto es lograr un trabajo articulado en el que la academia, las organizaciones sociales (de mujeres y hombres) y la institucionalidad realicen acciones mancomunadas apuntando a la solución efectiva de las problemáticas derivadas de las formas erróneas en que se interpretan, se adoctrinan y se viven las pautas del género. Porque no es un asunto únicamente de mujeres, pero tampoco es suficiente con que se vinculen los hombres; es un asunto de derechos humanos, pero también es una cuestión cultural, es un tema de empoderamiento, de visibilización de nuestra realidad, porque solo cuando nos conocemos podemos actuar e influir sobre ella, a fin de cambiarla, redirigirla y redimensionarla.
Conclusiones
La bioética puede hacer importantes aportes a la sociedad contemporánea en términos de problematizar y reinterpretar los temas de género; sin embargo, esto requiere de la comprensión de los grandes bioproblemas mundiales desde un enfoque diferencial. De esta manera serán posibles abordajes más incluyentes y de mayor impacto.
Es evidente que nos encontramos en una época de enormes progresos en biotecnología, pero evidente también es el alto grado de desigualdad y exclusión que afecta a las minorías y a las mujeres. Mientras los modelos mentales y los sistemas de creencias bajo los cuales nos organizamos y convivimos en relación con los roles de género en la sociedad no se alteren, es imposible garantizar mejores condiciones de calidad de vida.
Los movimientos sociales de género (mujeres, hombres y LGBTI) provocaron la aparición de los estudios de género como campo de conocimiento, lo cual permitió la comprensión, primero de las feminidades y luego de las masculinidades, lo que aportó a la distención de las relaciones de género que, al trabajar solo desde el feminismo, tal vez no se hubiera dado.
Aunque las masculinidades aparecen en los discursos políticos y académicos desde la déacada de los ochenta del siglo XX, en América Latina es más tardía la reflexión y la acción política. Todavía se habla de políticas de igualdad de género desde la necesidad de garantizar los derechos de las mujeres, pero aún no se vincula del todo a los hombres y la diversidad sexual como elementos importantes en su discusión y construcción.
Las relaciones políticas, económicas y sociales regidas por la hegemonía masculina no solo han generado subordinaciones y desventajas para las mujeres en relación con los hombres, sino también prácticas que han impedido a los propios varones desarrollarse y participar en ámbitos individuales y colectivos de trascendencia para la vida, bajo la falsa creencia según la cual no hace parte de su rol como hombres.
Las políticas públicas referentes al género se orientan como temas secundarios para tratar de "beneficiar" a algunas minorías, pero no responden a la extensión de la problemática que atraviesa los grandes ejes que constituyen una nación organizada (salud, educación, alimentación, vivienda, trabajo). La vinculación de las masculinidades en todas las acciones que buscan la transformación de las relaciones de género (en los ámbitos públicos y privados), incrementan las posibilidades de que estos temas evolucionen para ser tratados con la justa relevancia en la construcción y ejecución de políticas públicas.
En la actualidad, las políticas que buscan la equidad han empezado a considerar a los hombres como actores estratégicos, sujetos de estudio y de intervención; más allá del histórico señalamiento como sujetos generadores de violencia y desigualdad, ahora también los consideran como aliados en la reducción de las brechas de género. En este sentido, es posible hablar desde la academia de las masculinidades como un campo que permite reflexionar críticamente sobre las repercusiones que propician la desigualdad y el abuso de poder en la vida de todas las personas y generar comprensiones, y así continuar impactando la equidad de género en la política pública desde un enfoque integrador.