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Revista Gerencia y Políticas de Salud
Print version ISSN 1657-7027
Rev. Gerenc. Polit. Salud vol.10 no.21 Bogotá July/Dec. 2011
Editorial
Raquel Abrantes Pego*
* Coordinadora académica del Centro Interamericano de Estudios de Seguridad Social, México, D.F.
México viene pasando por un proceso de cambio que empieza a ser tejido en 1968 con los trágicos acontecimientos de Tlatelolco, cuando hubo centenares de muertos y heridos, gana impulsos con la crisis del petróleo y con el inicio de las políticas de reajuste económico en los ochenta, que provocó en la llamada "familia revolucionaria" rupturas políticas, resueltas temporalmente con la "caída del sistema" que ocasionó la controvertida "victoria" del candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) sobre Cuauhtémoc Cárdenas, candidato del Frente Democrático. El priismo recuperaba su fuerza con Salinas de Gortari, minada por la política de reajuste, un nuevo zapatismo desde los Altos de Chiapas, armado de fusiles de madera, que con un subcomandante filósofo se levantaba contra la apertura del mercado, desnudando así la situación de descontento y pobreza existente en el país.
A la inestabilidad política se suma la inestabilidad económica y social, y el PRI, después de setenta años en el poder, sustentado en una fuerte alianza entre el capital y el trabajo intermediado por el Estado, pierde elección para el Partido de la Acción Nacional (PAN), conservador, que dentro de poco gobernará, acoplado a las estructuras de poder del priismo, al tiempo que reducirá el carácter laico del Estado y lo militarizará, sin lograr la renovación y el cambio o hacer frente a la histórica dependencia económica del país del norte y/o desencadenar procesos democratizadores. La soñada transición democrática se encuentra bloqueada y secuestrada por los partidarios de la mercantilización de la sociedad y por los poderes paralelos al poder del Estado, que lo capturan y lo privatizan, como también a la sociedad.
Es en ese escenario de crisis social y político-ideológica, entrecruzado con la crisis internacional, que cobrarán vida las propuestas de reforma del Estado en la década de los ochenta, y como parte de ellas, la reforma del sector salud. Ésta reclamará por un nuevo equilibrio en las relaciones Estado, familia y mercado, distinto del pactado por el Estado postrevolucionario. El desarrollo de estas dinámicas no es unilateral y no se agota en un sexenio. Dichas dinámicas se alinean en el campo de la política social, en un contexto caracterizado por la persistencia de la desigualdad económica, la expansión de la pobreza y la extrema pobreza y el aumento del trabajo informal, inclusive en los cortos períodos de recuperación económica. Los resultados no siempre apuntarán en la dirección de acuerdos que favorezcan a las comunidades, en particular a los sectores más vulnerables y pobres, como podrá observar el lector en los artículos sobre México que encontrará en este número.
Por el contrario, aún se trata de una reforma que busca en gran medida responder a la crisis económica y proteger a los grupos más vulnerables de las consecuencias de la propia crisis, y también hacer frente a cuestiones que estaban planteadas desde los años setenta en relación con el desempeño del sector: baja eficacia del modelo asistencial, mala asignación de los recursos, inequidades en el acceso y tendencia a un creciente aumento de los costos. De esta manera, la reforma se inscribió y fue conducida en el marco ideológico del "Consenso de Washington", y fue negociada entre actores institucionales que son parte de las estructuras de poder sectorial. Actores con poder de veto y que en el proceso de confrontación encausado por la reforma trataron muchas veces de defender sus intereses corporativos clientelares, en lo relacionado con la distribución de recursos y bienes, refrendando así algunos de los compromisos adquiridos con anterioridad.
En ese sentido, los circuitos del intercambio de apoyo político por atención al bienestar -constituidos por partidos (en este caso el PRI), sindicatos y burocracias públicas, entre otros- que realizan una discriminación sistemática a favor de los intereses de las organizaciones dotadas de poder organizativo y reivindicativo, y en menor medida, de las organizaciones con menos capacidad de organización, en desmedro de la mayoría de los ciudadanos que carecen de recursos organizativos y reivindicativos, fueron los que decidieron, en cierta medida, los rumbos de la reforma. Son actores cuyas acciones apuntan en dirección a garantizar el statu quo. La inflexión que la reforma pudiera significar en términos de una mayor expansión del espacio público y contribuir a la redefinición de las relaciones de poder estructurales, tuvo sus límites en sus propios aliados: todos adscriptos a las estructuras de poder.
Así mismo, algunos de los grupos de poder ubicados en el ámbito técnico-científico, interesados en promover la reforma, buscaron instrumentalizarla bajo una visión racional-instrumental muy pobre, aparentemente aséptica, y como parte de esa visión, definieron a la reforma como una operación esencialmente técnica, que respondía a la evolución natural del sector, neutral, al alcance de cualquier fuerza política e independiente de la institucionalidad existente en el sector. Al abrazar la utopía técnica, que suprimía a los actores, los cuales son parte de la realidad que se quería cambiar por un discurso normativo del "debe ser", se ocultó la política tras la máscara de la ciencia, para encerrar la complejidad de la sociedad mexicana, desigual y heterogénea, que abriga intereses contradictorios y desiguales.
La reforma, tratada como un proceso inexorable que se impondría con independencia de los grupos de poder y de las prácticas institucionales, estuvo marcada por el pragmatismo, y en ese marco, donde los reformadores son partes y jueces de las instituciones que se quiere reformar, oponerse conllevaba una torpeza tanto científica como política, atrapada en el pasado populista que no se logró desmantelar.
Las principales acciones puestas en marcha entre 1982-2011 fueron: transformación de la Secretaría de Salud en rectora, al tiempo en que se buscaba disminuir su acción como prestadora de servicios; descentralización de los servicios hacia los estados; habilitación de cuotas de recuperación como parte de la estrategia de hacer a la población responsable por su salud; paquetes asistenciales hacia grupos en extrema pobreza; separación de funciones para permitir la participación del sector privado como prestador de servicios a los asegurados; reversión de cuotas; promoción de instituciones de servicios especializados en salud para articular la demanda con la oferta.
Por último, la puesta en marcha de un seguro popular de salud, no obligatorio, dirigido al sector social no cubierto por la seguridad social -en el mercado informal y expuesta a gastos catastróficos-, financiado principalmente con las aportaciones del Gobierno Federal, y en menos cantidad, de los gobiernos de los estados y de los propios beneficiados. La mayor parte de los servicios ofrecidos funcionan en el primer nivel de atención, con un reducido paquete de acciones en el segundo nivel, y son brindados en las propias instalaciones de la Secretaría de Salud. En algunos estados se han comprado servicios del sector privado.
Pasados veinte años desde el intento de reforma estructural de 1982, persisten algunos de los problemas estructurales que animaron y justificaron la reforma, así como el debate y la presión social por que se haga efectivo el derecho a la salud. La brecha social continúa existiendo y se manifiesta en los altos índices de muerte materna e infantil, ligada al aumento de la obesidad en los niños y jóvenes o a la desnutrición en la población indígena, y muchas muertes evitables, además de graves sangrías en el presupuesto familiar. En contraste, en la sociedad mexicana hoy en día existen serias controversias ideológicas en torno a la conceptualización del derecho a la salud y una marcada tensión entre dicho derecho, formalmente garantizado por la Constitución de 1917 mediante el derecho a la seguridad social, que incluye jubilación, prestaciones sociales diversas y cobertura amplia en salud, y lo garantizado por el seguro popular, que cubre solamente atención a la salud y de forma limitada.
Si antes de la reforma existía un consenso en México en cuanto a la responsabilidad y el compromiso del Estado frente a la salud y el bienestar, ahora el mercado asume un papel importante para determinados sectores, que reclaman mayor participación y responsabilidad de los individuos para con su bienestar. Con ello se redefine la visión de justicia social que venía orientando el quehacer del Estado mexicano. El individuo y no la comunidad pasa ser el eje organizador de la política de salud, vía estrategia de aseguramiento, en función de la capacidad de pago, excluyéndose una vez más la salud pública.
La fragmentación institucional y la falta de coordinación se han incrementado y algunos actores -es el caso del sector privado- han fortalecido sus intereses, lo que reduce aún más las posibilidades de un sistema unificado y con mayor control epidemiológico. El sector salud ahora está conformado por un mosaico de instituciones: las secretarías de salud de los estados, con diferentes arreglos administrativos; el seguro popular, que es un programa federal operado por los estados y que compite con los recursos y servicios de aquellos; instituciones de seguridad social; sector privado de aseguramiento; y hospitales, al lado de una instancia reguladora, la Secretaría de Salud, con poco poder de veto y control.
El modelo de atención es cada vez más curativo y asistencial, centrado en la atención a la enfermedad. La salud pública y las acciones de índole comunitaria dejaron de ocupar un espacio importante en la agenda. La eficacia continúa siendo un problema: los hipertensos y los diabéticos, por ejemplo, no están controlados, y en el país existe una epidemia de hemodiálisis. El gasto de bolsillo no se reduce con la creación del seguro popular, los problemas de acceso continúan, particularmente para la población indígena, rural y no vinculada al trabajo formal.
El sector oficial se encuentra desfinanciado y en todo el sector público hay falta de inversión y serios problemas de desabastecimiento de fármacos, falta de material de curación, de equipo y recursos humanos básicos; aun así, los costos de funcionamiento siguen siendo altos tanto en la Secretaria de Salud federal como en las instituciones de seguridad social. La descentralización no ha significado autonomía financiera para el sector salud en los estados, ni democratización en la toma de decisiones, ni ha favorecido la eliminación de la desigualdad entre los estados. Ha habido muy poca renovación en la composición de los actores que han dominado la escena política, y en los mecanismos de negociación aún es posible observar una reorganización de los intereses económicos y políticos.