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Tabula Rasa
Print version ISSN 1794-2489
Tabula Rasa no.4 Bogotá Jan./June 2006
SOBRE ALGUNAS DE LAS POSIBILIDADES DE LA HISTORIA
(On some of history’s possibilities)
LEONARDO MONTENEGRO M.
Pontificia Universidad Javeriana1 (Colombia) l.montenegro@javeriana.edu.co
Artículo corto Recibido: Abril 18 de 2006 Aceptado: Mayo 24 de 2006
Resumen
Este texto presenta una referencia a distintos enfoques de la disciplina de la historia que se han constituido como hitos en diversos momentos de su trayectoria. El autor escoge seis de ellos para discutirlos en sus aportes y falencias respecto a temas alusivos a la cultura, la identidad y los movimientos sociales. El artículo esboza un panorama muy general que puede servir como guía para no expertos en el tema o estudiantes de historia.
Palabras clave: Historicismo alemán, cliometría, larga duración, Walter Benjamin, Josep Fontana, cultura e historia.
Abstract
This text presents a reference about several distinct approaches to the discipline of history that have been established as milestones at diverse moments of their trajectory. The author chooses six of those to discuss their contributions and failures in respect to indirectly related topics of culture, identity and social movements. The article outlines a very general panorama that could serve as a guide for non-experts of the subject matter or history students.
Key words: German historicism, cliometrics, long duration, Walter Benjamin, Josep Fontana, culture and history.
A lo largo de este escrito me voy a concentrar en el análisis de varios temas que son de vital importancia para la historiografía. Estos temas son el historicismo alemán, el economicismo (cliometría), la larga duración, el giro cultural, la propuesta de Walter Benjamin sobre la historia, y la posterior de Josep Fontana, los cuales han sido mojones claves en el desarrollo de la disciplina. Presentaré un texto de referencia que pueda servir como guía en el análisis de tales propuestas teóricas y metodológicas.
Sobre este último quiero comenzar señalando que cuando nos acercamos a la historia de la historia y al quehacer de los historiadores, podemos hacerlo a través del su magnífico texto La historia de los hombres, frente al cual se puede uno sentir abrumado por la erudición del autor, que muestra de forma impresionante su conocimiento sobre la historiografía angloeuropea. Sin embargo, cuando profundizamos en él, vemos que tras la erudición se esconde una profunda antipatía por algunas propuestas teóricas y metodológicas, lo que hace que este autor haga afirmaciones simplistas en un intento de deslegitimar tales proposiciones.
Es decir, para alguien que como yo provengo de otra disciplina diferente a la historia, el panorama que nos ofrece Fontana de la historiografía desde la antigüedad clásica hasta el siglo XIX simplemente es maravilloso, nos da un viaje por las diferentes formas de construir el conocimiento histórico y sus implicaciones permitiéndonos visualizar las rupturas y continuidades entre (por ejemplo) la antigüedad clásica y el cristianismo medieval. Sin embargo cuando nos adentramos en épocas más recientes y llegamos a propuestas teóricas y metodológicas que han impactado o han surgido en otras disciplinas y vemos la laxitud con que son tratadas, no podemos más que mirar con desconfianza el interesante panorama mostrado anteriormente. Sin embargo, no voy a entrar a repetir o a resumir aquí los presupuestos de Fontana; por el contrario me concentraré aquí en el análisis de los temas que me parecen pertinentes.
El historicismo alemán
El historicismo alemán es un primer tema fundamental, ya que esta historia «científica» va a ser durante mucho tiempo el modelo a seguir en el mundo entero. Así las propuestas posteriores de las más diversas tendencias tendrán como un primer objetivo «romper» con esta forma particular de hacer historia. Por un lado resalto que este tipo de historia surge en una Alemania que necesita unificarse políticamente y por otra parte modernizarse sin causar conflictos sociales que puedan significar «riesgos revolucionarios» (Fontana, 2001). Ahora bien, lo primero que debemos tener en cuenta es que la propuesta de la historia académica alemana del siglo XIX tiene unos claros propósitos políticos, es decir, la necesidad de construir una historia científica que legitime el Estado y a unas élites en el poder. Esto tiene unas implicaciones claras en el desarrollo de la disciplina, ya que como se puede observar en casos como el colombiano, la historia tomada de esta forma va a colaborar activamente en la consolidación de las naciones y de las formas de poder establecidas. Esto significará un rechazo, por un lado, a la Ilustración y, por otro, la construcción de una narración basada en hechos mirados individualmente. Esto se va a conocer como «historicismo», del cual su mayor representante va a ser Ranke, de quien, como nos dice Fontana, se va a tomar una frase descontextualizada que servirá de guía metodológica para el quehacer de los historiadores: «Mostrar las cosas tal y como pasaron». Ello implicó la pérdida de una mirada crítica e interpretativa en aras de un señalamiento de la «verdad», es decir, no es nuestro trabajo interpretar y tratar de ubicar regularidades generales que permitan anticipar posibles transformaciones sociales, o deconstruir lo sucedido y analizar los intereses que obligaron a tomar tal o cual decisión, sino «relatar lo sucedido, tal y como aconteció». Esto le quitó toda posibilidad a la Historia como disciplina de participar activamente y de forma crítica2 en la construcción de la sociedad, más allá de legitimar el orden establecido.
El historicismo se construyó además como una forma de ver el pasado totalmente disociado del presente, aunque políticamente estaba asociado con él, ya que el historiador participaba de la construcción de un imaginario en que Dios y la Nación se encarnan en un poder al cual deben estar sometidos los ciudadanos. Este imaginario será fundamental para la organización social requerida en la modernidad con sus características relaciones sociales y de producción. El papel de la historia ha sido así (y señalo que sigue siendo) en la búsqueda del consenso social en torno a un programa político que consolida el poder del Estado, de quien este representa y en que el conjunto de la población participa marginalmente bajo la idea que el interés general prima sobre el particular3.
Las implicaciones de lo anterior sobre el conocimiento histórico están atravesadas por las categorías de verdad, objetividad y neutralidad, tan caras a la construcción del conocimiento positivista. Por supuesto, el historicismo parte de la idea de que al relatar «los hechos tal y como sucedieron» se estaba relatando lo que aconteció verdaderamente, es decir, se mostraba «la verdad», lo que implicaba la posibilidad de crear un conocimiento objetivo, para lo cual el historiador (o el científico social) debería ser neutral. Pero podemos preguntarnos: ¿Puede existir un conocimiento objetivo?
El historicismo creó una forma particular de narración histórica, es decir, al centrarse en el Estado y la nación. También lo hizo en una concepción de la política que implicó a quienes tenían poder de decisión e los gobiernos o estaban relacionados con las élites en el poder de alguna forma. Aquello llevó a la historia a centrarse en unos grupos de individuos y dejar por fuera a otros. Es decir, mientras se hizo una historia de la nación y sus gobernantes, se invisibilizó al mismo tiempo a quienes no tenían las posibilidades de acceder al control del Estado. De esta forma, encontramos que el historicismo se va a centrar en los grandes personajes (hombres o mujeres) como Pedro El Grande, sus amantes o enemigos. Sin embargo, no fue posible pensar las crónicas nacionales desde otras perspectivas como las minorías étnicas, los grupos marginales, etc. Esto es fundamental, en la medida en que la construcción de la identidad de un pueblo se construye con elementos (entre otros) como la historia y la evidencia histórica. En este sentido, las discusiones en torno a la forma de hacer historia (una historia nacional, construida desde los sectores hegemónicos, o una historia «desde abajo» con los movimientos sociales como centro, o una historia «feminista») son discusiones políticas. La forma en que se construye y se piensa la historia es una discusión política.
Por supuesto, el historicismo va a ser rebatido desde diversos ángulos en diferentes momentos; por esto es necesario tener en cuenta que se construyen discusiones fundamentales que abarcan desde el relativismo total, en que cada grupo social puede tener su propia y «verdadera» versión de los hechos, hasta las posiciones positivistas que plantean la necesidad de una búsqueda objetiva y neutral de la verdad y que mantienen que esta es posible todavía. En este sentido, la pregunta central que podemos hacernos a partir de esta mirada sobre el historicismo alemán es sobre el papel de los/as historiadores/as, para lo cual es necesario tener una clara idea sobre los debates de la relación entre la historia y la verdad científica, lo que implica pensar también sobre las diversas posiciones teóricas que tratan de responder a esto, desde el materialismo histórico hasta el posmodernismo y las políticas de identidad cultural. Por supuesto implica un acercamiento a cómo se han construido estas ideas de ciencia, verdad, objetividad e historia. Lo que no podemos olvidar es que la historia es «una construcción mental» de los seres humanos (como lo señala Fontana).
El economicismo y la cliometría
Por supuesto hay diversas historias económicas. Podríamos catalogar de esta forma algunos trabajos de personas los de Braudel, Polanyi4 o Marx; sin embargo, me centraré aquí en la historia económica basada en la cliometría y el neoinstitucionalismo. Sobre los trabajos histórico-econométricos, podemos señalar las contribuciones de Conrad y Meyer y, sobre todo, de Fogel, quien no sólo recurría a un material cuantitativo disponible, sino que proveía una prueba contrafactual. Es decir, la construcción de un modelo hipotético se iba a añadir a los principios metodológicos que consideraban la medición, lo que derivó en el uso de modelos matemáticos, en relación con la teoría, implicando a su vez el uso de modelos econométricos. Es decir, los trabajos histórico-econométricos se han basado en la contrastación de una realidad creada a partir de datos medibles y cuantificables con un modelo creado a partir de unas hipótesis sostenidas en hechos contrafácticos. Con esto decimos que este tipo de historia recurre a lo que generalmente hacen los economistas: toman una parte de la realidad en términos numéricos y la hacen encajar con el modelo que han creado a partir de sus supuestos teóricos, elaborados a su vez a partir de los intereses económicos que representan.
Lo muy interesante (y peligroso) de ello es que estos personajes tienen la real posibilidad de participar en la toma de decisiones dentro de los gobiernos o de organizaciones como el Banco Mundial, Consejos de Estado del gobierno norteamericano o el Banco de la República para el caso colombiano. En estos últimos casos me estoy refiriendo a la versión más elaborada de la historia económica, aquella que recurre a la economía institucional. Esta no apela únicamente al material econométrico disponible, sino que a partir de allí realiza deducciones a partir del estudio de las instituciones, los costes de transacción y los derechos de propiedad. De los máximos exponentes de esta corriente tenemos a Douglas North, ganador del premio Nobel de economía y asesor del gobierno de Clinton, Robert Bates, consejero de North y asesor del Banco Mundial, y a Salomón Kalmanovitz para el caso nuestro, miembro de la Junta Directiva del Banco de la República. Podría referirme al caso de North (e.g., 1990), o al caso de Kalmanovitz y su artículo «La cliometría y la historia económica institucional: reflejos latinoamericanos» (2004). Pero prefiero en este caso hablar de Bates, antropólogo y economista, asesor del Banco Mundial y profesor de Science of Government en Harvard University. Este profesor ha realizado sus trabajos mezclando de forma muy creativa la antropología (con trabajos de campo en Kenia, Uganda, Brasil y Colombia) con la economía, y sus resultados se han mostrado como trabajos históricos comparativos con un marco neoinstitucional. Uno de los más conocidos es Prosperity and Violence, the Political Economy of Development.
Este libro quiere implementar una explicación acerca de las causas del desarrollo y el subdesarrollo de las naciones. Para esto entra a exponer los orígenes del Estado moderno con base en una mirada sobre la historia de la civilización, es decir, la historia de Europa, contrastada con otras sociedades que no han tenido esta trayectoria. Bates evidencia que el desarrollo de las naciones y las posibilidades de modernización tienen un mismo origen: la domesticación de la violencia y su transformación en formas de colaboración.
La preocupación de Bates parte del notorio fracaso en muchos países del mundo de las políticas neoliberales, lo cual ha generado un descontento frente a la economía de mercado y el mundo capitalista en general. Esto lleva a pensar a diversos académicos, como North o Bates, sobre las causas de la pobreza y la prosperidad. Esto lleva a enfrentar las propuestas académicas que implicaban que el desarrollo económico llevaría a un mayor bienestar social, y este desarrollo se basaría en la privatización y el libre mercado.
Ahora bien, de aquí surgen los interrogantes de Bates: ¿por qué determinados países son ricos y prósperos y otros pobres y atrasados? Para este profesor, el problema radica en la violencia. Para esto analiza diversos casos en diferentes continentes y en tiempos diversos. Un punto importante que sirve como hilo conductor del libro es la noción de que la no violencia o el control de esta es fundamental para la prosperidad. Es decir, para alcanzar esta, se debe domesticar la violencia lo que se realiza gracias a la presencia de instituciones fuertes, mientras que la imposibilidad de hacerlo tiene como resultado la incapacidad de las sociedades para el desarrollo, debido a que no se puede evitar la prelación de unos sobre otros.
Para explicar esto, Bates recurre a la historia de Europa, en donde señala al Estado moderno surgiendo como un mecanismo que sirve para moderar la violencia privada entre tribus y familias, y sirve para proteger el capital lo que a su vez contribuye a incentivarlo, dando como resultado el crecimiento económico. Ahora bien, en términos de Bates, estamos hablando de domesticación y no de supresión, es decir, podemos controlar la violencia, pero no eliminarla. La producción de riqueza, no sólo se basa en el control de la violencia, sino en la relación de quienes la ostentan con quienes pueden producir riqueza. Es decir, quienes poseen el control de la violencia deben establecer alianzas con quienes pueden generar riqueza e invertir en la formación de capital. La prosperidad y el desarrollo, en este sentido, se presentarían en aquellas regiones o países en que hay una alianza entre quienes detentan el poder de la violencia y los empresarios de la riqueza.
Para explicar esto, Bates señala diversas sociedades agrarias preindustriales como los Nuer, en que se presenta un continuo intercambio ente prosperidad y violencia, es decir, en algunas regiones, diversas tribus pueden generar riqueza, lo que significa que se verán expuestas a la envidia, el saqueo y las guerras. Para lograr mantener la paz en estas sociedades se hace necesario generar un sistema de represalias en caso de agresión, que pueda disuadir a los potenciales agresores.
Lo anterior implica que esta «paz» es de carácter transitorio y muy inestable, ya que en cualquier momento por diversas circunstancias la violencia puede surgir de nuevo. Esto lleva a diversos grupos a renunciar a la posibilidad de crecer económicamente con el fin de no ser objeto de la violencia, y a otros a invertir un gran precio en garantizar su seguridad.
Otras sociedades como las europeas han logrado un control efectivo de la violencia y, una vez logrado esto, la unión entre estos detentadores de la violencia y los comerciantes permitió crear las condiciones para la acumulación de la riqueza y el incremento del capital, por lo tanto, del bienestar social. Esto implica que nos debe interesar sobre manera (según Bates) cómo es posible utilizar el poder para generar instituciones que estimulen la creación de capital y el subsecuente crecimiento económico. En este sentido, Bates sigue las propuestas de Douglas North, quien propone que crecimiento y prosperidad se logran gracias a la creación de instituciones que puedan controlar un sistema adecuado de precios que incentiven la producción, junto a un sistema de derechos que garanticen la propiedad, es decir, la limitación de la depredación (North, 1990). En el trasfondo de todo esto, encontramos la pregunta fundamental: ¿cuál es el papel de las instituciones en el crecimiento económico y la prosperidad?
Debemos tener en cuenta como lo dice Bates en sus conclusiones que el desarrollo económico se da cuando las personas invierten en capital, lo que implica hacer sacrificios presentes pensando en el futuro. Para poder hacer esto es necesario que existan instituciones que regulen le producción económica. Esto debe ir en conjunción con el desarrollo político lo que implica la domesticación de la violencia. Como ya se ha indicado antes, los dueños del capital estarán deseosos de invertir si se le pone freno a los económicamente improductivos, es decir, a los predadores, una vez se controla la violencia, quienes detentan poder sobre esta estarán deseosos de delegar poder a quienes pueden poner a producir el capital, es decir, a generar riqueza.
Para esto, Bates ha examinado la Europa feudal, la Europa moderna y no sólo las ha contrastado sino que a su vez las contrapone con Uganda, Kenya y Colombia y otras naciones del tercer mundo que sirven como caso de contraste, como es el caso de Brasil que es la excepción a la regla. He señalado los puntos fundamentales de la propuesta de Bates, que se acogen a la propuesta neoinstitucional. Ahora bien, es necesario tener en cuenta que este estudio comparativo toma diversas sociedades en épocas diferentes para contrastar; las cuales son Uganda, Kenya y Colombia en este momento, con la Europa feudal, donde se recurre a la utilización de contrafácticos del tipo «¿qué habría ocurrido si...?» para mantener su argumentación sobre el uso y restricción de la violencia y su incidencia en la pobreza o la prosperidad, lo que pareciera sostenerse con los ejemplos dados, lo que no es así, ya que son observados fuera de contexto, es decir, los saca de su tiempo y del sistema regional o mundial que impera en ese momento.
La violencia en algunos países no es producto de su problemática interna sino que ha sido generada precisamente por esos países angloeuropeos que han ejercido y ejercen el monopolio de la violencia sobre los demás para apoderarse de sus recursos o de sus mercados, es decir, la violencia interna de un país como Colombia o como Uganda, no son producto de la cultura local o de determinadas condiciones regionales únicamente sino de la nefasta incidencia imperialista de Europa, primero, y de Estados Unidos, después, junto a los intereses de unas élites locales, lo que ha generado una profunda desigualdad social que desata a su vez la violencia local. Pero el subdesarrollo no es un producto de esa violencia, sino de la que ejercen las potencias angloeuropeas sobre las otras sociedades. Esto, por supuesto, no es tocado por Bates, que ve cada país que nombra o cada región o sociedad, como algo aislado en que sus miembros ejercen o domestican la violencia, invierten o no. Bates realiza así un trabajo histórico comparativo dentro de un marco neoinstitucional totalmente descontextualizado y compara cosas que, en términos coloquiales, llamaríamos comparar peras con manzanas. ¿Es posible mirar una población nilótica como los Nuer en la actualidad y sus problemas de «subdesarrrollo» frente a una sociedad europea en el mundo medieval? Sin embargo, la fuerza de la argumentación de Bates se encuentra en ejemplos incontrovertibles, unos por ser datos meramente cuantitativos (¿cómo controvertir el evidente «desarrollo» tecnológico europeo frente a las tribus africanas?), otros por ser contrafácticos, es decir, el pensar «mundos posibles», todo aderezado por la fuerza de los argumentos de North, como el citado por Fontana: «Las creencias dominantes, esto es, las de los emprendedores políticos y económicos que están en situación de hacer políticas, conducen a lo largo del tiempo a la formación de una estructura elaborada de instituciones, tanto como reglas formales como con normas informales, que determinan conjuntamente los resultados políticos y económicos» (Fontana, 2001: 218).
La larga duración
Como sabemos, Braudel va a delinear su forma de concebir la historia principalmente en su obra magna dedicada al Mediterráneo, y es allí donde va a diferenciar claramente tres tipos de tiempos: el tiempo geográfico, el tiempo social y un tiempo individual (Braudel, 1976) señalando que la historia tradicional se ha centrado en el tiempo corto, el tiempo de los acontecimientos o como lo llamaría Paul Lacombe, historia événementielle (Boutier, 2004). Ahora bien, para entender el concepto braudeliano de la larga duración, debemos empezar por entender su opuesto, es decir, la historia de los acontecimientos, esta historia que se opone al análisis (necesario para Braudel) de las realidades sociales, «todas las formas amplias de la vida colectiva, las economías, las instituciones, las arquitecturas sociales, las propias civilizaciones, en especial estas» (citado por Fontana, 2001:207).
El acontecimiento va a ser aquel hecho único y tal vez irrepetible en donde la historia tradicional se ha interesado durante tanto tiempo: tal batalla, tal realización de una serie de individuos, que aunque parte importante ya que son las acciones de estos, no son la Historia, ni siquiera lo son aquellas etapas de la sociedad que han caracterizado una época, lo que no es más que una coyuntura. Braudel no aboga por el descuido de los acontecimientos, no declara que debamos ignorarlos, al contrario, pero debemos ponerlos en su justo lugar. Es decir, el importante aporte de Braudel es señalar que la historia se compone de varios tiempos, uno corto, plagado de acontecimientos, que es diferente de los momentos de ruptura (coyunturas) y, por supuesto, de la larga duración. El acontecimiento es un momento fugaz, es la construcción de la máquina de vapor en un momento coyuntural que correspondería a la Revolución Industrial, enmarcado en una historia social más grande, larga y duradera que es el establecimiento del capitalismo. Es esta la historia que en últimas nos debe interesar, pero que está plagada de acontecimientos, a los que hay que acercarse de una manera casi etnográfica y sin separarlos nunca de su contexto (Boutier, 2004:248). Ahora bien, algo que debemos tener en cuenta es la advertencia de Braudel de que los acontecimientos no son hechos «puros», no son independientes de las fuentes que los han transmitido y señala que un acontecimiento es un hecho «marcado» por quienes lo han relatado (Boutier, 2004:253). En este sentido, es de señalar que Braudel no se limita a registrar un hecho; por el contrario, realiza un seguimiento de él, tiene en cuenta cómo se propaga la información, cómo se interpreta y, por supuesto, cómo los acontecimientos se convierten en cadenas de ellos que conforman el proceso histórico.
Para esto, Braudel sigue dos pasos según Bouitier: por un lado, ampliar la escala del espacio de observación que permita ver el contexto en que se realiza el acontecimiento y, por otro, una desaceleración del flujo de los hechos para poder tener en cuenta las percepciones de los actores de los mismos. Esto implica tener marcos de análisis diferentes: de una parte, el marco local en el cual se desarrolla el acontecimiento como tal; y por otra, un marco de la decisión que es mucho más amplio y puede contener muchos acontecimientos que aparentemente podrían estar desligados entre sí, pero que al ser observados en un marco mucho más general que el local nos permite ver un proceso histórico en construcción. Ahora bien, todo lo anterior no es más que una parte del trabajo del historiador, no es más que una referencia dentro del estudio más general y complejo que implica la recurrencia al tiempo largo, es decir, la historia de larga duración.
Entre este tiempo del acontecimiento y el tiempo largo encontramos lo que Braudel llama el «recitativo» de la coyuntura (Braudel, 2002) que ya hemos señalado. Ahora bien, el tiempo largo está en relación con la estructura, es decir, la sociedad, se compone de individuos que realizan actividades que en algún momento se pueden convertir en hechos, en acontecimientos, en medio de su lucha por el poder o la sobrevivencia. Esto está enmarcado en una estructura social que asigna a cada quien unos roles establecidos por la sociedad a lo largo de su proceso de construcción, pero esta estructura construida a lo largo de generaciones de individuos, no sólo es cimentada por ellos, sino también es transformada, pero muy lentamente, es decir, solamente el estudio de diversas generaciones de individuos de una sociedad nos permitirá ver los cambios sufridos por esta estructura. Sin embargo, es este estudio de la larga duración el que nos permitirá entender la sociedad y sus procesos. Para Braudel, en este sentido, la historia es la historia de las permanencias, es decir, de la existencia de estructuras que implican de por sí una historia. De hecho la discusión sobre la historia se enfoca en si enfatizamos en la permanencia o en el cambio. Sobre esto debemos escuchar las palabras de Eric Hobsbawm al respecto: «La historia de la sociedad es historia; es decir, tiene el tiempo cronológico real como una de sus dimensiones. Nos ocupamos no sólo de estructuras y sus mecanismos de persistencia y cambio, y de las posibilidades y pautas generales de sus transformaciones, sino también de lo que realmente sucedió» (Hobsbawm, 1998:92).
El giro cultural
Como ya ha señalado Fontana, el papel de la cultura en la historia ya estaba planteado en autores del siglo XIX como Burckhardt, quien la define como «el conjunto de los desarrollos espirituales que se producen espontáneamente y que no reivindican una validez coercitiva universal» (Fontana, 2001:171). Sin embargo, es en la década de 1960 cuando el problema de la cultura se convirtió en uno de los temas álgidos de debate en la historiografía, con base en el rechazo a la cultura establecida, lo que implicó en esta disciplina una crítica a la historia académica representada en la historia económica y social reivindicando el papel de la cultura, con una clara influencia de la antropología.
Por supuesto esta mirada sobre la cultura tuvo diversos ángulos, muy diferentes entre sí como las propuestas desde una historia marxista como la de E. P. Thompson, o las desarrolladas al interior de la antropología interpretativa como en el caso de Geertz. Para el primer caso, señala Fontana que el historiador inglés «pasaría a estudiar la confrontación de clases basándose no en las condiciones materiales, sino en el terreno de la conciencia» (Fontana, 2001:286). Aquello lo podemos observar en uno de los grandes trabajos de Thompson, Costumbres en común (1995), una publicación de escritos producto de treinta años de trabajo, en donde no sólo revela aspectos importantes de su metodología, sino de su visión de la historia como historia social, que se preocupa fundamentalmente de los problemas y de la vida real de hombres y mujeres. En este trabajo, el historiador inglés evidencia los mecanismos a través de los cuales los sectores populares o plebeyos legitiman sus usos, no en torno a una ley instituida desde las élites, sino al contrario en contraposición muchas veces a esta y basada en la costumbre. Ahora bien, esto no significa que Thompson vea a la cultura plebeya como estática o conservadora; por supuesto reconoce una dinámica, una interacción cultural que produce nuevas formas culturales, nuevas costumbres, nuevos significados. Así nos muestra cómo entre la formula jurídica de un derecho o un deber y su aplicación práctica, se crea un intersticio en el que se forman las costumbres.
La tesis central del autor es que «…la conciencia de la costumbre y los usos consuetudinarios eran especialmente fuertes en el siglo XVIII: de hecho, algunas “costumbres” eran inventos recientes y, en realidad, constituían la reivindicación de nuevos “derechos”» (Thompson, 1995:13). Como bien lo muestra a través de su libro, muchas reivindicaciones giraban en torno a las condiciones de trabajo o a los salarios, por lo cual la costumbre es una retórica de legitimación de un derecho exigido.
En este sentido, es necesario tener en cuenta lo que el mismo autor advierte: costumbre no significa tradición y, por lo tanto, permanencia; al contrario, el campo de la costumbre es un campo de contienda permanente, es un lugar donde podemos leer los conflictos de clase, desde un punto de vista más cultural, un enfrentamiento, si se quiere, entre la cultura plebeya y la cultura patricia.
Ejemplo de esto lo podemos ver en la venta de esposas, el cual parece ser desde los ojos de Thompson una forma de divorcio plebeyo, que excusándose en la «costumbre» se opone a la ley establecida desde la iglesia y la moral dominante. Sin embargo, parece ser que a los ojos de nuevo del autor inglés, esta «costumbre» es algo aceptado tanto por los esposos que venden, los compradores y las esposas vendidas. Me extraña ver que Thompson, tan acucioso a una lectura de la historia desde los sectores oprimidos, no vea a las mujeres como los oprimidos de los oprimidos, como aquellas personas de la cultura plebeya que no tienen voz. Sin embargo, a pesar de esta crítica, podemos ver en este texto la metodología utilizada, no sólo datos de interés sobre tan terrible «costumbre», sino elementos de valor para el trabajo de la historia.
Thompson advierte una y otra vez sobre las suposiciones, sobre los estereotipos, sobre el quedarse en el dato desnudo, señalando cuál debe ser el centro de la investigación, que en este caso es el estereotipo de que las esposas eran vendidas y no el hecho de que de vez en cuando lo hicieran. Ahora bien, en este trabajo nos lleva de la mano por el camino recorrido para reconstruir la información a partir de datos fragmentarios y esquemáticos, en que el arma a utilizar es la percepción y la sensibilidad. Thompson nos muestra cómo a pesar de dedicar años a reunir datos que transforma en información cuantitativa, esta es la menos interesante de su trabajo, lo que no significa que deba dejarse de lado; son datos, pero no son los esenciales en esta historia. Ahora bien, como ya había señalado, lo importante en este caso, no es cuántos «divorcios» de este tipo se lograron recoger, sino lo que se dice sobre ellos, y lo que representan a nivel social. En ese sentido, el trabajo de Thompson se queda corto, pues opone cultura plebeya versus cultura patricia, opone ley establecida, costumbre o reacción contra la ley, pero no piensa en la oposición hombre-mujer como dominante-subalterno. La discusión sobre este texto sería interminable para los propósitos de este trabajo, que nos interesa en la medida en que el trabajo de Thompson es una variable interesante de esta «intromisión» de la cultura en el trabajo histórico, pero el análisis histórico con una perspectiva cultural cedería el paso a la crítica de los textos y el estudio de la cultura a la «construcción» cultural de la realidad (Fontana, 2001: 286).
Fontana entra a discutir con los diferentes autores que han trabajado (de nuevo desde diversos ángulos) desde esto que se ha llamado el giro cultural. Pero lo hace de forma muy desigual. A Michel Foucault, a quien califica de personaje miserable e incapaz de enfrentarse a una crítica hecha con rigor (Fontana, 2001:291), lo despacha en unas cuantas líneas, pero no se trata aquí sólo del filósofo (¿historiador?) francés, están Hayden White y Michel de Certeau, entre otros, o el historiador francés Roger Chartier, quien se plantea una serie de preguntas sobre las relaciones entre la historia, los discursos y las prácticas sociales. Frente a los argumentos del «giro lingüístico» (linguistic turn) que considera que no existen más que expresiones del lenguaje y no realidades como tal, la propuesta de Chartier toma como base la necesidad de articular la construcción discursiva con la construcción social de esos discursos, para lo que recurre a tres nociones fundamentales: discurso, práctica y representación.
El interés de Chartier es, además, el de proponer la historia como un tipo de conocimiento específico y no sólo como un proceso de fabricación de ficciones. Con base en sus reflexiones sobre las prácticas discursivas y las no discursivas, identifica una serie de elementos clave para desarrollar sus propuestas, esto es, lo relacionado con cultura popular/cultura de élite, dispositivo/apropiación, representaciones y prácticas.
Las reflexiones sobre las culturas populares y su relación con las culturas de élite son muy valiosas, ya que sus planteamientos implican que cada sistema (e.g. cultura popular) sea coherente y autónomo, pero además que es en relación con otro, es decir, la cultura popular se define en relación con la cultura dominante y viceversa.
Para entender lo anterior en toda su profundidad es necesario recurrir a conceptos centrales de la propuesta de Chartier, como lo es el de apropiación. Para este historiador, no tiene sentido pensar que la cultura popular está determinada o se puede identificar con unos modelos que le son inherentes, sino que esos modelos son objeto de apropiación por parte de las culturas populares. Esto está relacionado con las prácticas, en la medida en que estas generan experiencias que van unidas a una lógica particular que es direccionada por los discursos que las organizan, pero las formas de apropiación de esos discursos están a su vez influenciadas por las prácticas sociales. Así, la apropiación para Chartier, es una historia social de usos e interpretaciones, inscritas en prácticas específicas.
Ahora bien, como podemos ver, existe una relación profunda entre las representaciones y las prácticas, es decir, es en la práctica de los individuos donde se pone en funcionamiento la estructura social misma, y es allí donde las representaciones colectivas entran en funcionamiento. Cada individuo, tiene una representación de él mismo y de la sociedad, lo cual implica un reconocimiento de los demás y por parte de los demás, poniendo en funcionamiento el proceso de construcción de los lazos sociales, parte esencial de la constitución de la realidad social.
Sobre las posibilidades de la historia, Fontana plantea en su escrito «En busca de nuevos caminos», capítulo de su libro La historia de los hombres (2001), posibilidades diferentes de las planteadas hasta el momento y que desarrollaré a continuación como colofón de este artículo.
Walter Benjamin y Josep Fontana
No voy a repetir las tesis sobre la historia de Benjamin, sino me limitaré a anotar lo que encuentro en su propuesta que parte de transformar la experiencia cotidiana en una búsqueda de la verdad, es decir, utilizar la historia para encontrar el pasado con el fin de construir un mejor futuro. No es de extrañar la presencia del concepto de verdad en Benjamin. Al leer sus tesis, encontramos que es una vinculación de la tradición marxista con la judaica, en donde el mesianismo está presente. Aquí hay una presencia mística que busca la redención, elemento que le permite a Benjamin pensar la historia como una totalidad, lo que no implica que se deba esperar algún tipo de salvación divina, sino que, por el contrario, vincula la historia con la acción política. Otro elemento central en la propuesta de Benjamin es su crítica al concepto de progreso. De esta forma busca una especie de redención basada en el materialismo histórico, donde a través de la historia se pretende alcanzar una conciencia de la totalidad, o mejor de la totalidad histórica (Benjamin, 1973).
Para Fontana, el discurso de Benjamin es «el mensaje renovador con más trascendencia de cara al futuro» (Fontana, 2001: 254), tanto así que hace parte integral de la propuesta final del mismo Fontana. Por una parte, podemos comenzar teniendo en cuenta la crítica que hace Benjamin de la noción de progreso. De una forma bastante apocalíptica denuncia el progreso como una trampa que ha permitido engañar a los obreros, una trampa que ha permitido, escondida tras la máscara del desarrollo tecnológico, hacer creer a los oprimidos que estaban construyendo un mundo mejor. Esto se logra mediante la fetichización del tiempo en la cual la moderna temporalidad es una repetición de lo nuevo como siempre lo mismo, o como lo dijo Benjamin, el ahora-tiempo, como un presente inacabado (Benjamin, 1973; Buck Morss, 1989). Para Benjamin es un error político no cuestionar esta idea de progreso, es decir, la idea de un progreso natural automático, pues señala que mientras existe un real progreso de los medios de producción, las relaciones de producción permanecen inalteradas (Buck Morss, 1989: 96). Sin embargo, se tiende a pensar que el progreso tecnológico es una representación del progreso social y, por ende, marca el curso de la historia en su totalidad. Benjamin encuentra que esta posición equívoca obedece a la conquista de la burguesía del poder en el siglo XIX conllevando la pérdida de la crítica que ejercía la noción de progreso durante la Ilustración.
El nuevo desarrollo tecnológico fue presentado como la posibilidad de crear un nuevo mundo en donde la industria y la tecnología serían los cimientos de una paz duradera y de un bienestar social general. De esta forma, la noción de progreso tecnológico se convirtió en una noción de progreso social en donde se hacía irrelevante cualquier tipo de revolución. Habían dejado de existir los antagonismos de clase. Como señala Buck Morss, el progreso fue convertido en una religión y Benjamin en un denunciante de las falsas promesas de este nuevo fetichismo, señalando como un enemigo aquello que había deslumbrado al mismo Marx. Benjamin va a recurrir a diferentes imágenes para desafiar ese discurso que se imponía aparentemente sin contradicciones. Dos ejemplos citados por Buck Morss son, por una parte, contraponiéndose a Marx que decía que las revoluciones eran «las locomotoras de la historia mundial». Benjamin opinaba que tal vez las revoluciones eran el momento en el que la humanidad alcanzaba la palanca de emergencia (Buck Morss, 1989: 111). Por otra parte, es Benjamin contraponiendo al «ángel de la historia» que ve en el «Angelos Novus» de Klee al «Ángel de la Victoria» de Bigot y que celebraba los triunfos militares de los franceses.
Ahora bien, esto no es una casualidad; para Benjamin la historia es una escena de la memoria, y por esto es posible que pensar en imágenes es el núcleo del concepto de historia de Benjamin (Weigel, 1999: 42), así para Benjamin la historia aparece como trabajo con las imágenes del recuerdo equiparando memoria e historia como cuando escribe: «Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo “tal y como verdaderamente ha sido”. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro» (Benjamin, 1973).
Esta idea de Benjamin buscaba superar el determinismo y, por lo tanto, la idea de linealidad que le era congénita, es decir, el camino tomado por la senda del desarrollo económico era una posible dentro de un haz de alternativas posibles, mientras que –como dice Fontana– al renunciar a estas posibilidades hemos tomado el camino del desarrollo desigual y del imperialismo como la única posible, como el resultado «natural» de un avance continuo en la única dirección posible que podía tomar la sociedad. Sin embargo, Benjamin alude que la realidad está compuesta de fracturas, de discontinuidades que nos permiten tomar variables diferentes lo que implica abandonar la idea de «un punto fijo», «lo que ha sucedido» lo que implica «aproximarse al conocimiento desde el presente, y volverlo cabeza abajo con la irrupción de la conciencias desvelada, cuando la política se sobrepone a la historia»; entonces «los hechos se convierten en algo que nos golpea justamente en este momento, y establecerlos es cosa de la memoria» (Benjamin, citado por Fontana, 2001:359).
Aquí podemos comenzar a introducir la idea de historia de Fontana, en la medida en que retoma a Benjamin para elaborar su propuesta. Señala el autor español que esa ruptura que pide Benjamin con la linealidad, nos permitirá vislumbrar no sólo nuevos caminos, sino también otros componentes de la construcción de nuestra realidad, es decir, la aportación de otras sociedades diferentes a la europea, el aporte de las mujeres y otros grupos marginales, la importancia de las culturas de las clases subalternas.
Esto implica para el historiador –desde el punto de vista de Fontana– el retomar el papel crítico de su oficio que necesita un compromiso con su tiempo y su sociedad. Para esto es necesario avanzar en la construcción de una historia crítica y total, que parte de librarse de los modelos y las explicaciones preconcebidas que nos permitan superar la historiografía centrada en el estatismo. El reto para Fontana está en construir una historia capaz de crear relatos polifónicos que incluyan esos diferentes aportes desde los más disímiles grupos a la construcción de la sociedad. Esto es, para el historiador, un llamado a involucrarse en los problemas de su tiempo, con el fin de aportar a la construcción de un mundo mejor, con el fin de que lo vivido no se reproduzca en el futuro.
Esta historia total deberá encargarse de escuchar lo que nos tienen que decir todos los hombres y mujeres de los diversos grupos que componen la sociedad. He aquí el reto de construir un relato polifónico que implica la destrucción de la idea de progreso como necesaria y única posible así como la de prescindir del eurocentrismo. Ahora bien, aclara Fontana, que su posición no es una defensa del relativismo, sino de la pluralidad de voces que es diferente. La propuesta en definitiva es por realizar una historia no sólo polifónica, sino crítica, total y dialéctica que permita no sólo que el historiador se involucre con los problemas de su tiempo, sino que contribuya a la construcción de un mundo mejor, lo que se hace a través de un rescate de la memoria, o mejor, de las memorias, ya que, como dice Benjamin, el historiador debe tener en cuenta que «tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y el enemigo no ha cesado de vencer» (Benjamin, 1973).
1 Antropólogo, Candidato a Doctorado en Historia, Universidad Nacional de Colombia. Integrante de los grupos de investigación «Filosofía Política y Moral» e «Identidades y Prácticas de Poder». Pontificia Universidad Javeriana. Programa Nacional de Ciencia y Tecnología (Ciencias Sociales y Humanas) –COLCIENCIAS-.
2 Cuando hablo de crítica, me refiero a la necesidad de revisar las ideas y planteamientos de autores o como fueron construidos determinados hechos, es decir, a la confrontación, en el sentido de rebatir, las ideas y las concepciones sobre las cuales se construye una imagen de la realidad.
3 Ver en el texto de Fontana el capítulo titulado «Las guerras de la historia».
4 Fontana indica que la obra de Polanyi ha tenido una limitada influencia, centrada en el campo de la antropología; sin embargo parece ser que sí tuvo alguna influencia en los historiadores de la economía. Por otra parte es necesario señalar que la antropología (con Polanyi, Godelier, o más recientemente, Escobar) ha brindado elementos interesantes de análisis no sólo sobre sociedades marginales sino para el mismo estudio de la economía de las sociedades industrializadas y ha abierto vetas interesantes de trabajo sobre el desarrollo y otros temas fundamentales ligados a la economía capitalista.
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