Introducción
Indagar sobre las relaciones entre ciudad, territorio, estéticas y población, implementando la herramienta metodológica de la biopolítica, pone de manifiesto las dinámicas permanentes entre las políticas administrativas socio-espaciales y las resistencias de la población a partir de las apropiaciones del espacio reflejadas en la cultura material del habitar urbano. Así, Medellín, dice Santiago Castro-Gómez (2009, p. 15 ), se convirtió a principios del siglo XX en un campo privilegiado de aplicación de la biopolítica, pues, gracias al boom de la economía cafetera, la ciudad puso en obra la cinesis de los modos de vida a partir del despliegue de medios de transporte, el desarrollo urbano y la celeridad vinculada a la producción industrial. Gustos, hábitos y deseos se cruzan con procesos industriales y desarrollos de entramados urbanos en la ciudad «industrial, comercial y financiera» de Colombia.
La introducción del concepto de biopolítica se atribuye al geólogo y politólogo sueco Rudolf Kjellén (1864-1922), quien, a principios del siglo XX, sostenía que los Estados son seres sensibles y razonables como los seres humanos. Pero será Michel Foucault quien retome el concepto para resemantizarlo y ver en él la definición de la política moderna, es decir, el gobierno de la vida biológica de la población. Esta problemática estará en el centro de las preocupaciones de Foucault entre 1974 y 1979 en sus cursos del College de France, expresado en los libros El nacimiento de la biopolítica (2007) y Seguridad, territorio y población (2006). Esta problemática marcará un horizonte discursivo de análisis y una herramienta metodológica para comprender las dinámicas del capitalismo en cuanto a la relación constituyente entre vida, trabajo, circulación y mercancía en la producción de subjetividad capitalista. Según Foucault,
una sociedad no es un cuerpo unitario en el que se ejerza un poder y solamente uno, sino que en realidad es una yuxtaposición, un enlace, una coordinación y también una jerarquía de diferentes poderes. Marx insiste en el carácter a la vez específico y relativamente autónomo del poder de hecho que el patrón ejerce en el taller, con relación al poder de tipo jurídico que existe en el resto de la sociedad. Así pues, la sociedad es un archipiélago de poderes diferentes. (Foucault, 1999, p. 239)
La industrialización de Colombia en las dos primeras décadas del siglo XX demandó una nueva relación de las personas con el movimiento, y con ello la emergencia de subjetividades cinéticas capaces de hacer realidad el orden social imaginado, mas no realizado, de las élites liberales del siglo XIX (progreso, civilización e industria). Para ingresar en la órbita industrial del capitalismo, los cuerpos debían acceder a una nueva velocidad.
De esta forma, se plantea una relación problemática entre movilidad, la industria y la ciudad capitalista a partir de autores como Paul Virilio (1999) y Michel Foucault (2006). Virilio afirma que la revolución en los transportes que se experimentó desde el siglo XIX transformó la oposición campo/ciudad en beneficio de ésta última, ya que la industrialización provocó que las personas buscaran la circulación y las alternativas que ofrecía la ciudad moderna. Desde la perspectiva de Foucault, las ciudades se convirtieron a partir del siglo XVIII en campos de experimentación del biopoder, donde se produjo una esfera artificialmente creada (viviendas con condiciones higiénicas, calles pavimentadas, servicio de transporte urbano, acueducto y alcantarillado, zonas de recreación, entre otras), con el fin de garantizar la circulación y el control de la población. Asegurar la potencia de los cuerpos productivos a partir de la protección de la población de enfermedades, favorecer la rápida circulación de las mercancías y controlar la aglomeración de «sujetos flotantes» (vagos, mendigos, delincuentes, prostitutas), son funciones que operan en el régimen de seguridad en la ciudad en el contexto de la economía capitalista.
Así, hablar de biopolítica1 (administración de la vida en el contexto capitalista), capitalismo y territorio (lugar de memoria que despliega lo vivido, lo percibido y lo habitado como manifestaciones herotópicas del acontecimiento ciudad), deja ver una constante tensión entre orden y desorden (Cardona-Rodas & Cardona Arboleda, 2016). La racionalidad económica quiere reducir todo al orden, al mundo de lo seguro, según la lógica de mercantilización de la vida, oponiéndose con ello al mundo del desorden, donde se afirma la vida de los sujetos libres. Por tanto, pensar que es posible reducir al hombre al aspecto ordenado y racional, es negar su complejidad como animal público. El ser humano, en su complejidad dialéctica, es una entidad libre, que se opone a una regulación total de la vida. La ciudad, pensada como el espacio para el orden, no escapa a esa lógica, es más, parece ser que encarna, con mayor fuerza, la tensión entre la fuerza que se impone desde el orden y la resistencia creativa que el desorden realiza. Allí aparece lo estético como elemento constitutivo del ser humano.
La ciudad podría ser definida como un cuerpo de fluidos sociales que se despliegan en los emplazamientos maquínicos de los espacios urbanos. La aparición de la ciudad remite a una transición de lo rural a lo urbano en el contexto de la industrialización. Así, la pregunta por el significado de la categoría ciudad tendrá que ver con la definición de espacio urbano en tanto un trabajo, un intercambio generalizado e intenso de presencias, un resultado, una producción o coproducción. Según Manuel Delgado, «las ciudades pueden y deben ser planificadas. Lo urbano, no. Lo urbano es lo que no puede ser planificado en una ciudad, ni se deja. Es la máquina social por excelencia, un colosal artefacto de hacer y deshacer nudos humanos que no pueden detener su interminable labor» (Delgado, 2007, p. 18).
El entramado urbano articula las manifestaciones de la vida escenificadas en las prácticas socioculturales haciendo de la creación y la imaginación despliegues de la ciudad vivida. Creación e imaginación, dos categorías cruciales en este texto, muestran, por contraste, como se han excluido de la ciudad construida aquello que le da sentido: los seres humanos. Se piensa normalmente que la ciudad es el lugar donde debe prevalecer una lógica arquitectónica, la cual responde a los criterios de una racionalidad técnica instrumental. Bajo esta racionalidad existe la fuerza de un paradigma positivista cuya idea de progreso se ancla en la idea de orden. Esta lógica, asociada a la herencia del pragmatismo y del utilitarismo, legitima en la actualidad los intereses que ven en el progreso (pensado como maximización y acumulación) el motor de un sistema, por tanto, el fin último de la acción humana. Es así como se ve la ciudad como una representación de ese progreso. Desde esa mirada el ser humano es un simple medio para esa acumulación y la ciudad el lugar donde opera la instrumentalización del progreso, donde se pone en escena un cuerpo normal. La creación viene a decir entonces que no solo una razón logicista es la que puede existir, pues esta, manifestación de lo humano, da espacio a las resistencias. La creación sería el mundo de lo vivido, de las diversas dimensiones que componen lo humano, del desorden, de la demencia, de las estéticas y las resistencias (Vargas Zuluaga, 2016). La creación plantea lo otro, lo que aún no es normal (normalizado) y eso es el hombre, quien no es algo estático, siendo todo aquello que deviene en un plano de inmanencia donde acontece lo vivo, lo humano. La ciudad de los hombres es entonces la que se va haciendo, es creación. En la dualidad instituida e instituyente, la ciudad es el espacio donde esa tensión no se resuelve para ninguno de los polos, es instituida, en cuanto normaliza para ser habitada, pero es, también, instituyente, en cuanto se crea y se recrea constantemente. También esto se traduce en términos de creación/destrucción, otra manera de decirlo, es la tragedia de vivir muriendo y morir viviendo. «La articulación entre polis y urbes es del todo factible, siempre y cuando la primera sea consciente de su condición de mero instrumento subordinando a los procesos societarios que, sin fin, se escenifican a su alrededor, aquella sociedad pre política que constituyen los ciudadanos y de la que la urbe sería la dimensión más crítica y más creativa» (Delgado, 1999, p. 205 ).
Es atrayente observar cómo el espacio de las resistencias se mueve en el espíritu de la comunicación. En los diversos espacios de la ciudad se da esa tensión constante entre una lógica administrativa y una lógica comunicativa. Cada espacio (el individuo, la casa, la reunión, la calle, la oficina), lleva una resistencia a diversas normalizaciones. Lo público y lo privado, como formas de observar el mundo, pueden ser atravesados por la lógica de un espacio: la oficina, donde la administración, las relaciones de poder, voluntades de dominio y la información buscan insertarse en los demás espacios. En cada espacio, que compone la ciudad, se viven constantes resistencias en tanto experiencias heterotópicas del habitar urbano.
El neobarroco es un término usado por Severo Sarduy (1974) para describir un síntoma de crisis cultural, un síntoma de crisis artístico y literario del estilo clásico y con ello del logocentrismo y sincronismo histórico; en sus críticas avizora, a través de las obras literarias de los autores cubanos como Lezama Lima y Alejo Carpentier, una red de relaciones hipertextuales propias de una América barroca. Sarduy vio en las ideas de novedad y de progreso impuestas a Latinoamérica, el mismo principio de homogenización de un sistema de conceptos culturales clásicos. Señaló en el arte y la cultura una tendencia distinta a todas luces excesiva y vital, asumiendo lo barroco como el sincretismo connatural a Latinoamérica. En palabras de Omar Calabrése (1999, p. 22), Sarduy pone en cuestión a la historiografía tradicional al desplegar la fuerza de lo excesivo que desequilibra un orden racionalmente concebido, basado en una idea de progreso que hace del barroco latinoamericano una continuidad del europeo, lo cual sería un reduccionismo propio de una historia oficial del arte según una causalidad rígida entre un antes y un después.
Según la tesis de Calabrese (1999), quien continuó desarrollando el concepto propuesto por Sarduy, el neobarroco es otra posibilidad de estilo e identidad estética, lo cual significaría que se puede pensar la historia a partir de otra lógica, no tanto desde la idea de desarrollismo económico, sino a partir de criterios de transformación y de resistencias culturales opuesta a la concepción clásica que ordena y clasifica el mundo, a partir de estilos artísticos y arquitectónicos unívocos. Ve en el neobarroco atomización y fragmentación, un signo vital que hace ruptura con el sueño europeo. Asumiendo con ello un espíritu erótico de ritmos y estilos opuesto al neoliberalismo burgués como derroche y despilfarro o como parodia a la economía burguesa.
Esto no significa, sin embargo, de ninguna manera que la hipótesis sea la de una reanudación de aquel periodo. Así como hay que rechazar la idea de un desarrollo o de un progreso de la civilización, por demasiado determinista, también la de los corsi y de recorsi histórico es inaceptable por metahistórica e idealista. (Calabrese 1999, p. 31)
No se trata de la búsqueda de una identidad univoca y ahistórica, es una identidad otra que consciente o inconscientemente no está sostenida en el ideal del progreso y el desarrollo. Es el territorio de resistencias prosaicas, modos de hacer y vivir, de comportamientos estéticos híbridos. De modo que, aunque se podría plantear afirmativamente respecto a la naturaleza barroca en el arte, esta hibridación estaría latente en los espacios interculturales del gusto y el placer asimilados como estrafalarios en Latinoamérica.
La experiencia estética de vivir la ciudad corporeizada es presentada en este texto como un reconocimiento y una apropiación subjetiva de la diferencia, las cuales producen en quien las experimenta nuevas formas de estar en el mundo. Estas formas de resistencia a lo biopolítico cumplen, por lo menos, dos principios: uno subjetivo del cuidado de sí, y uno colectivo sobre la creación de prácticas de libertad en tanto un cuidado de los otros y de lo otro, o una responsabilidad colectiva de transformar la vida en comunidad. He aquí una costumbre heredada y transmitida que se manifiesta en una política de la existencia.
Es preciso entonces pasar de una concepción meramente fisicalista de la ciudad a una manera de concebirla en términos de un organismo dinámico donde se juegan las apuestas estéticas de lo social, la cual no es simplemente planificada, sino que se desplaza en los procesos de subjetividades del habitar el espacio construido.
En este sentido, este texto pretende desplazar la mirada de lo meramente físico al despliegue de lo humano en las cadenas operatorias del orden simbólico donde se inserta, como dice Delgado, la máquina social por excelencia en el contexto del capitalismo industrial, haciendo énfasis en la ciudad de Medellín, donde se instaló una red biopolítica en las estéticas del habitar a principios del siglo XX entre la productividad, la población, la tecnología industrial y los procesos de urbanización ligados al impulso de una nueva fórmula tecnoeconómica: la sociedad industrial.
Apropiación de los espacios y estéticas urbanas en la construcción de una imagen de ciudad
La ciudad no es una invención estática, es el resultado activo, fluido y en constante movimiento de la restructuración histórica de las sociedades que en ella confluyen. Resulta importante repasar como se comprende una sociedad, con el fin de generar un diálogo que conlleve a la comprensión de los fenómenos sociales urbanos, propiciando así una reflexividad sobre el fenómeno de lo urbano que vincula biopolítica y estética aquí propuesto. Ezra Park (1999), quien, en sus análisis urbanos, a propósito del accionar intersubjetivo de una sociedad, entrevé una pregunta por las interacciones simbólicas que se relacionan con el tejido entrelazado de la ciudad:
Si la sociedad fuera un organismo en sentido biológico, como algunos individuos han llegado a concebirla; si estuviera instituida de pequeñas células ordenadas y firmemente contenidas en un tegumento externo o piel, donde todas las células estuvieran tan controladas y protegidas que ninguna tuviera la oportunidad de aventura o de nuevas experiencias, no sería necesario para los hombres en sociedad tener conciencia puesto que ellos son sociales, y no porque sean similares sino porque son diferentes. Están impelidos a actuar por objetivos individuales, pero, obrando así realizan un fin común, sus impulsos son privados pero sus acciones son públicas. (Park, 1999, p. 86 )
Es un lugar, efectivamente, pero remite a un espacio atemporal que se contextualiza con el devenir de los hechos que van marcando cambios en las mentalidades y en las experiencias de quienes le dan vida a ese territorio vivido, morado, imaginado y apropiado.
Al respecto, Richard Sennett da algunas luces para profundizar en el análisis de esta forma de interacción de las personas con los espacios urbanos, en tanto habla del cuerpo en relación con la ciudad desde una perspectiva del reconocimiento de la diversidad:
Los espacios urbanos cobran forma en buena medida a partir de la manera en que las personas experimentan su cuerpo. Para que las personas que viven en una ciudad multicultural se interesen por los demás, creo que tenemos que cambiar la forma en que percibimos nuestros cuerpos. No experimentaremos la diferencia de los demás mientras no reconozcamos las insuficiencias corporales que existen en nosotros mismos. La compasión cívica procede de esa conciencia física de nuestras carencias, y no de la mera buena voluntad o la rectitud política. (Sennett, 1997, p. 394)
Si se admite entonces dicha relación entre cuerpo y ciudad, y además se haya comprendido el carácter mutable de la sociedad, será posible el carácter histórico de lo urbano. De modo que cualquier experiencia estética que se re-signifique a nivel social y se establezca a nivel cultural, se expresa en todo cambio en el aspecto físico y en la relación del cuerpo con su entorno (Maffesoli, 1997).
La ciudad de Medellín, constituida en un espacio que abarca lo rural y lo urbano, en cuyo interior se combinan lo central y lo periférico, no es por lo tanto un ente inmóvil e inanimado, sino que adquiere una serie de significados conforme a las estéticas que en ella coexisten y se transforma a medida que las formas culturales -que surten de significado su sociedad cosmopolita en la dimensión del cuerpo-, son experimentadas, modificando con ello sus entidades y reglas. Además, en tanto socioespacio temporal, coexisten en su corazón lugares, sitios y delimitaciones, siendo fácil comprender la relación que sus habitantes establecen entre ellos mismos, pero también con aquellos componentes físicos (construcciones, paisajes arquitectónicos) desde la apropiación y resignificación de los lugares en su uso efectivo al ser morados.
Las ciudades, en su devenir histórico, han experimentado cómo algunos lugares dejan de existir o se transforman para dar paso a nuevas manifestaciones estéticas y arquitectónicas de lo que significa la ciudad para sus habitantes, o de lo que se quiere mostrar que se es, y en este sentido de expresar una identidad grupal o un fin para el ser colectivo. Sobre este tema, Park aclara:
La comunidad, a diferencia de los individuos que la componen, tiene una duración de vida indefinida. Sabemos que las comunidades nacen, se desarrollan, alcanzan su plenitud durante un tiempo y después declinan. Esto es cierto tanto en las sociedades humanas como en las comunidades vegetales. Hasta ahora no conocemos con precisión el ritmo de estos cambios, si bien sabemos que la comunidad sobrevive a los individuos que la componen, y esta es una de las razones del conflicto, inevitable y eterno, al parecer, entre los intereses del individuo y los de la comunidad. Esta es una de las razones por las que el mantenimiento del orden resulta más costoso en una ciudad en desarrollo que en una ciudad estacionaria o que declina. (Park, 1999, p. 92 )
Y de nuevo es Richard Sennett quien, de alguna manera, caracteriza mejor dicha tendencia, cuando sugiere la necesidad de comprender que las sociedades no obedecen a reglas matemáticas y mucho menos a órdenes lógicas (Sennett, 1997, p. 395). El espíritu mutante de lo urbano se despliega en una pluralidad heterotópica acontecimental (evenemencial) del habitar la ciudad, lo cual se aprecia en las fotografías 1 y 2.
En este sentido, sería imposible delimitar perfectamente un momento histórico en el cual lo barroco2 dejó de existir a nivel social, porque no contamos con instrumentos de medición exactos que nos muestren los momentos precisos en que se han dado las transformaciones sociales, y de hecho sólo logramos percibirlas tras un largo periodo de tiempo de pensar en ella y sus dinámicas, de intentar leer la historia y en fin, cuando ya ha pasado y percolado el tiempo (Serres, 1995). De modo que, aunque se podría plantear afirmativamente, respecto a la esencia barroca, que dejó de importar o empezó a importar, según la perspectiva o el análisis que se quiera implementar, o que dejó de ser o no retratada en los documentos académicos, en los proyectos políticos y en el imaginario popular; lo cierto es que pareciera que siempre ha estado allí, latente en los espacios interculturales, ese gusto, ese placer, ¿culposo?, ese llamado hacia lo extravagante y lo anómalo.
Si bien la vida no se puede concebir sin el tiempo, el modelo general del deslizarse, continuo y discontinuo, que muestran los meteoros, proliferando, bifurcando, percolando sin cesar, mezcla de aleatorio y de necesidad, mucho más flexible y pertinente, en sus multiplicidades, que el modelo lineal, continuo o discontinuo, de una tradición más consagrada a medirlo que a describirlo o explicarlo, es adecuado para la evolución de lo vivo. (Serres, 1995, p. 108)
Tanto a nivel estético como artístico, el ser humano está llamado constantemente hacia esos mundos que resultan opuestos a lo políticamente correcto, y, de alguna manera, esas estéticas emergen por medio de la comunicación entre las personas (máscaras de lo aleatorio). Así el placer del morbo subyace en casi todos los aspectos de la experiencia en la vida cotidiana (De Certeau, 1996) desde tiempos inmemorables, y, el chisme, la crítica social, el escrutinio público y los señalamientos marcan precisamente la existencia de universos barrocos que constantemente llaman nuestra atención, al menos cuando se busca demostrar que son completamente ajenos, indiferentes y que resultan, para algunos, nauseabundos.
En el plano discursivo de lo anómalo, las personas segregadas son el plato fuerte de la conversación académica, pues el diálogo científico social se ha ensañado ciertamente en señalar la exclusión de las individualidades que le resultan peligrosas, como una imagen de lo incorrecto, pero también como un resultado del orden impuesto desde lo más alto de las estructuras políticas y gubernamentales que dominan el mundo.
Omar Calabrese (1999) observa que la cultura contemporánea está viviendo fenómenos de excesos endógenos que abarcan, además del arte, los comportamientos políticos y sociales. Esta cultura del exceso, de lo hiperbólico y lo excéntrico, incide decisivamente en las formas de representación, de manera que el exceso puede estar contenido, o puede modificar la performatividad, apuntando, sobre todo, a la desmesura y a conductas (excesivas) que se salen de los límites de lo imaginado como adecuado.
Mientras el hombre está, pues, unido a la tierra y a sus lugares. Mientras la nostalgia y la morriña hagan presa de él y susciten inevitablemente el regreso a los sitios familiares y a los lugares que conoce bien, nunca realizará plenamente otras ambiciones características de la humanidad, a saber: moverse libremente y sin límites sobre la superficie de las cosas mundanas y vivir, como puro espíritu, en su conciencia y en su imaginación. (Park, 1999, p. 63)
Precisamente, en torno a lo que se acepta y lo que no, de lo que nos define o no, de lo que aceptamos como elemento identitario propio o lanzamos como categoría para adjetivar un mundo que no comprendemos, que nos asusta o nos excita de la manera más profunda; aquí cabe argumentar que lo barroco siempre ha habitado el mundo, que el mundo es barroco por excelencia, al estar plagado de un orden caótico (o anarquía) animal e instintivo, presente en el hombre, con su interés por alejarse de todo aquello que le recuerda a su bestia interior y autodenominarse superior al construir categorías que lo alejen de aquel universo, al cual reconocerá como excéntricamente individualista y, por ende, alejado del ideal cultural de lo que tiene que ser una sociedad culta, innovadora o desarrollada. Porque lo culto, en este sentido, es todo lo que se relaciona con los supuestos formales de belleza, con los juicios más positivos de valor, sobre lo correcto y humano, ya que el humano es concebido como todo lo divino y semejante al máximo ideal de lo correcto, llamado dios, estado o arte. Y, aún más interesante, si se plantea el hecho de que, al aplastar las diferencias, unificando las experiencias bajo una misma estética normalizada y normatizada, los individuos dejan de lado la valiosa experiencia de la otredad, en la cual toman el curso de la cultura al participar activamente en la formulación de identidades más allá de una percepción ordenada de los elementos urbanos, desplegados en la planicie de las diferencias.
Existe, en el tiempo, en el tiempo de cada uno como en el tiempo de la historia, campos de circunstancias blancas mezcladas con series decididas, lo posible nos acompaña, sembrado en lo determinado, por todas partes denso en el tiempo. Sin esas mesetas temporales mezcladas con los valles, no habría esperanza, ningún porvenir, nunca cambio, siempre redundancia; sin esas planicies con causa nula, no habría historia, no habría nunca más que leyes, de la razón, de lo previsible, la muerte. La historia sigue bastante a menudo la ley marcial de muerte para que nosotros comprendamos hasta qué punto odiamos a Alba, cuán poco la comprendemos. (Serres, 1983, p. 35 )
De cierta manera, es necesario de nuevo aclarar que este análisis no corresponde a relaciones impuestas a la ligera, sino que ya han sido señaladas de alguna manera, como en el caso de Richard Sennett, quien plantea:
En nuestra historia, las relaciones complejas entre el cuerpo y la ciudad han llevado a los individuos más allá del principio del placer, como lo describió Freud. Han sido cuerpos turbados, cuerpos inquietos, cuerpos agitados […] Al final, esta tensión histórica entre dominio y civilización nos plantea cuestiones acerca de nosotros mismos. ¿Cómo saldremos de nuestra pasividad corporal? ¿Dónde está la fisura de nuestro sistema? ¿De dónde vendrá nuestra liberación? Se trata, insisto en ello, de una cuestión particularmente acuciante para una ciudad multicultural, aunque no esté en el discurso habitual de los agravios y los derechos de cada grupo. Porque sin una percepción alterada de nosotros mismos, ¿qué nos impulsara a la mayoría de nosotros a volvernos hacia fuera en busca de los demás, a experimentar al Otro? (Sennett, 1997, p. 399)
Revelar la presencia del cuerpo en el tejido urbano es darle espacio a lo turbado, lo inquieto y lo agitado que ese Otro personifica: aquello que se odia en la fascinación de la destrucción de lo que no se entiende (en términos de Serres, la ciudad de Alba Longa destruida por Roma en la primera mitad del siglo VII a. C.)
Ahora bien, si se parte de la idea de que el neobarroco siempre estuvo fuera de esa idea de progreso o mutación, todo aquello que hoy se reconoce como distinto, adverso y divergente de lo que se considera ordenado, no puede entenderse diferente al residuo de una época en que lo barroco dominó. Así, el estilo barroco del siglo XVIII europeo es caracterizado en la historia del arte como caprichoso, grandilocuente o cargado en exceso, además de absurdo y grotesco, pone de manifiesto la estética en su exuberante performatividad. Esta es la muestra fehaciente de que la bestia humana nunca ha dejado de existir, ya que duerme en los espacios de lo privado. Todo lo que haga recordar dicho monstruo que se supone adormecido adentro, todas las excentricidades que excitan al morbo, será entonces repudiado, al menos en el ámbito de lo público, quizá por el temor que le genera al imaginario popular la posibilidad de ser de nuevo arrojado a ese infierno de lo indecoroso, de lo feo, de lo antiestético, de lo individualista que sede fácilmente al egoísmo de la experiencia personal antepuesta al bien colectivo, una cualidad múltiple de lo mezclado que se aprecia en las fotografías 3 y 4.
Esos espacios de la alteridad urbana, son espacios que no comprendemos ni buscamos conocer; son mundos que remiten un sinfín de imaginarios sobre lo perverso, lo exagerado y lo excéntrico, pero que han existido siempre, y seguirán creciendo a medida que avancen las ciudades, pues no se trata de un individuo ni de un colectivo sino de una serie de pulsiones que se subliman con la experiencia del cuerpo que deambula vagabundo por las calles de lo absurdo y transgrede los espacios públicos apropiándose de ellos, no para un bien común sino, por el contrario, para fines individuales y egoístas, porque probablemente nunca saldrá a la luz pública una sola explicación, que abarque por completo cualquier motivación o razón de ser de quienes están allí, lo hayan decidido conscientemente o no (De Certeau, 1996).
Habría entonces que comprender el sentido de la estética desde esas visiones individualistas que nos pueden otorgar, si quieren, aquellos que habitan libremente el mundo barroco aborrecidos por el animal urbano civilizado contemporáneo; mundo que se dibuja con más fuerza en los espacios no fotografiados ni fotografiables de la sociedad, esos universos tenebrosos que habitan las bestias salvajes que se supone existen, cuando cae la noche, cuando la gente buena, políticamente correcta, estéticamente perfecta, aséptica y culta se va para la casa.
El hecho es que el cambio de ocupación, el logro personal o el fracaso -en definitiva, cambios de posición social o económica- tienden a traducirse en cambios de localización. A largo plazo, la organización física o ecológica de una comunidad responde y es una réplica de la organización de empleos y de la organización cultural. La selección social y la segregación que crean los grupos naturales, determinan así, al mismo tiempo, las áreas naturales de la ciudad. (Park, 1999, p. 93 )
Sería arriesgado pero no por ello impropio incluso atreverse a decir que de hecho, todas las sensaciones que suscita la existencia de esos seres, está subjetivada por discursos políticos que, en su afán de hacer más visitables las ciudades y los espacios urbanos, han inventado para evitar que las personas de «bien» se dejen llevar por el impulso universal y natural de querer ser un individuo, de asumir una conciencia particularmente egoísta que se opone, de manera tajante a la existencia de una comunidad que sostenga un estado político, un sentido nacionalista y delimitado entre frontera y frontera.
La urbe, es, concluyendo, una de las más recientes acepciones de lo que ha de ser una ciudad, esto es, de la estructura física ideal que puede ser denominada ciudad. El proceso de urbanismo, consecuentemente, no sólo implica por lo tanto el crear estructuras en concreto, ni una pavimentación de los espacios que ya existían sino también de generar una serie de comportamientos que vayan en el mismo sentido al transformarse los espacios. Así, la existencia de la urbe contemporánea está pues mediada por la reacción que los ciudadanos (en su experiencia corpórea, lo cual es palpable en las fotografías 5 y 6) tomen frente a éstos espacios, e incluso de si ellos mismos han tomado o no conciencia sobre lo que significa ser llamado a la ciudadanía, en tanto identidad colectiva que implica un orden político en relación con la categorización jerárquica de la sociedad en el despliegue de los imaginarios urbanos3.
Emergencias neobarrocas de la urbe
Usar el término neobarroco es útil para dar cuenta de una época o de una cultura tendiente a experimentar los excesos. Los estados de exceso indican el quiebre de los límites y rupturas en torno a la estabilidad de determinado sistema. Tanto a nivel estético como artístico, estamos llamados hacia esos mundos opuestos a lo políticamente correcto, y, de alguna manera, esos sentires emergen por medio de la comunicación entre las personas. Así el placer del morbo subyace en casi todos los aspectos de la vida cotidiana desde tiempos inmemorables4, y el chisme, la crítica social, el escrutinio público y los señalamientos, marcan precisamente la existencia de universos barrocos que constantemente llaman nuestra atención, al menos cuando intentamos demostrar que no nos son completamente ajenos, indiferentes o nauseabundos. Este dispositivo estético de la comunicación tiene su aparición en las fotografías 7 y 8 y donde una cartografía del deseo que circula en el espacio urbano se proyecta en colores, iridiscencias, formas y simulacros de lo que puede la mirada expectante del transeúnte en el centro de la ciudad de Medellín.
En el plano discursivo de lo anómalo5, las personas segregadas6 son temas recurrentes de la conversación académica, pues se nos ha enseñado a ver en la exclusión de las individualidades peligrosas a partir de la imagen de lo incorrecto, además como un resultado del orden impuesto desde lo más alto de las estructuras políticas y gubernamentales que administran la vida en las ciudades.
El neobarroco es un movimiento de categorizaciones, muy amplio y puntual al mismo tiempo. En palabras de Calabrese, es una actitud de época, es una codificación que excita el orden del sistema con fluctuaciones y turbulencias. Así, Calabrese señala el poder del neobarroco como algo que no se adecua a las definiciones dicotómicas de lo clásico en contraposición de lo barroco, rechazando la idea de un desarrollo o de un progreso pensando la historia como un corsi y un ricorsi en tensión permanente. Por ello, el neobarroco siempre ha estado al margen de una continuidad de la racionalidad o de una mutación sin soporte sociohistórico, formando ciclos que se repiten en el péndulo entre lo que avanza y retrocede 9.
Una de las escenas de lo urbano donde puede apreciarse la tensión entre el cuerpo social y el cuerpo de la ciudad lo constituye la apropiación de los vendedores ambulantes del espacio público, especialmente en el centro de la ciudad (el material fotográfico en este artículo lo pone de manifiesto). Según Vergara (2009), estos actantes sociales que generan procesos de apropiación del espacio urbano son una muestra de las dinámicas del mundo de la vida en conflicto entre la administración del espacio y los usos sociales del espacio, verdaderos ritornelos7. Los vendedores al apropiarse del espacio público se ven perseguidos por los agentes de la administración pública, quienes los consideran como delincuentes y sujetos peligrosos a la moral-higiénica espacial imperante. El argumento de la administración se soporta en la idea de un espacio público como un bien colectivo y no particular, lo que desemboca en una contradicción pues el espacio se convierte en un asunto privado ligado a la vigilancia (Deleuze, 1991) que intenta disciplinar las apropiaciones. Así, el problema gravita entre el «uso adecuado» del espacio público y la criminalización del sujeto transgresor, en este caso los vendedores ambulantes, implementando la alternativa de «confinarlos» en espacios cerrados llamados bazares populares para evitar su circulación.
En este escenario urbano ligado al capitalismo industrial y de servicios, operan los mecanismos de la biopolítica donde lugares de memoria como barrios obreros, fábricas, hospitales, escuelas o cárceles ponen en juego todo un entramado urbano de medicalización de la vida a partir de dos premisas propias de la modernidad: movilidad y circulación permanente para garantizar el flujo de la codificación sígnica capitalista. Según Santiago Castro-Gómez:
el capitalismo no es solo un modo de producción de objetos y mercancías, sino que es, ante todo, una máquina semiótica que produce «mundos» en los cuales las personas se reconocen a sí mismas como sujetos trabajadores, productores, etc. Y al hablar de «mundos» en el contexto de esta investigación me refiero sobre todo al modo en que los habitantes de Bogotá8, o por lo menos un sector de ellos, empezaron a imaginarse a sí mismos como adoptando una determinada forma de transportarse, vestirse, hablar, conocer, trabajar, recorrer la ciudad, utilizar el dinero, divertirse, ser hombres o mujeres, tener un cuerpo y un rostro. (Castro-Gómez, 2009, p. 17 )
Así, «moverse significa romper con los códigos legados por la tradición, abandonar las seguridades ontológicas, dejar atrás el abrigo de las esferas primarias para salir tras la conquista de una exterioridad que siempre mueve sus límites más allá» (Castro-Gómez, 2009, p. 13). En una formación social precapitalista la movilidad permanente no es vista como un imperativo social, lo cual cambia en recorsi en el capitalismo al hacer de la inmovilidad un enemigo que se encarna en el individuo peligroso. Lo que permanece inmóvil resulta sospechoso en la lógica de una máquina de producción de subjetividad capitalista. El capitalismo, como ya lo mencionó Carlos Marx, des-solidifica todos los códigos sociales, todos los sólidos se desvanecen en el aire, para garantizar la circulación de bienes y fuerzas de trabajo en los rigores de una sociedad disciplinar de producción capitalista.
Consideraciones finales
El proyecto de una ciudad moderna en Medellín entrañó la puesta en obra de ambientes artificiales como industrias, barrios obreros, construcción de calles y circulación de prótesis tecnológicas llamadas medios de transporte, así como también supuso la presencia de subjetividades en las cinesis maquínicas de los deseos, que movilizan al sujeto moderno, productivo, consumidor y civilizado. En este sentido, es posible encontrar una infraestructura capitalista que entraña tejidos oníricos que hacen referencia a un mundo imaginado como forma-mercancía. De esta forma, el mundo capitalista moviliza una máquina semiótica que se despliega en mercancías y subjetividades libidinales.
En este sentido, la transparencia de estos escenarios funciona en el dispositivo de vigilancia y control en los sistemas masivos de transporte, espacios diseñados para el tránsito y no para el encuentro. Todo esto se refleja en los territorios urbanos y las imágenes de ciudad que hacen de esos sistemas de transporte una mercancía de consumo libidinal en la ciudad de Medellín, que se escenifica en el imaginario urbano en eso que ha sido llamado «cultura paisa», desde donde se pretende una ciudad idealizada ligada a un discurso metonímico según la tensión social y arquitectural entre lo correcto y lo incorrecto, según una política de lo útil en la mercantilización de la vida en esta ciudad colombiana. Esta dimensión se liga a la limpieza, eficacia y trabajo de apariencia feliz que ordena lo urbano. De esta forma, en las fotografías que nutren este artículo se aprecian campañas cívicas que acentúan una caricatura de valores asépticos y de limpieza inscritos en una coreografía urbana del desprecio (Vargas, 2013).
El problema que se manifiesta en estos distintos tipos de idealización de la ciudad de Medellín constituye una producción de ciudad como marca según los imperativos de la globalización capitalista, lo cual imposibilita construir una identidad de ciudad que parta del reconocimiento y valoración de las singularidades locales. Con ello, el texto deja abiertas algunas perspectivas sobre la posibilidad de analizar el marketing de ciudad, como estrategia de reconocimiento y apoyo de los atributos y poblaciones de una ciudad de forma integral en el acontecimiento del habitar y morar los espacios urbanos.