Aproveché la última semana del 2013 para hacer mi registro biométrico electoral, en ese periodo en el que Brasilia está vacía y sin filas. Me atendieron de inmediato en el puesto de inscripción y, con pocas personas presentes, pasé por dos etapas. En la primera mesa a la que me llevaron presenté los documentos exigidos: la antigua cédula electoral, el documento de identidad y el comprobante de domicilio y, a cambio, recibí una hoja impresa con los datos que estaban en el sistema, inclusive mi historial de votación en el que aparecían las dos veces que justifiqué mi falta de voto. Confirmé que la información estuviera al día, hice las respectivas correcciones e inscribí mis teléfonos y correo electrónico, según lo solicitado. Mientras tanto, el funcionario del TRE5 hacía una copia de mi licencia de conducción. Una vez hecho todo, hice mi firma en una tablet, tras recibir orientaciones de que debería ser igual a la de mi documento de identidad.
Conducida a otra mesa, verifiqué que las informaciones brindadas hacía pocos minutos ya estaban disponibles online para un segundo funcionario, incluso mi reciente firma. Con un panel detrás de mí, y un lector óptico para recolectar las huellas digitales, percibí que también había una cámara un poco lejana; fui informada por el joven que me atendía, muy diligente, por cierto, de que tomaría una fotografía y que yo “podría sonreír, si quisiera”.
Una vez más confirmé los datos ya presentados, ahora impresos en otra hoja que me entregaron, y, ante la nueva cédula, firmé de nuevo bajo la orientación de que debía hacerlo igual que en las otras firmas. Me sorprendió de inmediato que el documento antiguo y el nuevo fueran idénticos, excepto por la referencia de “identificación biométrica” en la esquina superior derecha. Sin entender, pregunté por la foto que me habían acabado de tomar. Entonces el funcionario me explicó que esta no aparecía en el documento, que quedaba almacenada en el sistema y que, cuando hubiese alguna elección, al identificarme digitalmente, la foto aparecería en el monitor para la verificación de los jurados.
Todo así de simple. Pero salí intrigada del puesto. Al fin de cuentas, después de proporcionar y confirmar un sinnúmero de información -inclusive foto, teléfono, correo electrónico- tenía en las manos un documento muy similar al anterior (y que me retuvieron). Es en ese momento que el instinto etnográfico es accionado.
Todo lo que nos sorprende, lo que nos intriga, todo lo que nos causa extrañamiento nos lleva a reflexionar y a conectarnos de manera inmediata con otras situaciones semejantes (o incluso opuestas) que conocemos o vivimos, y nos advierte sobre el hecho de que muchas veces la vida repite la teoría. Al volver a casa, percibí que el procedimiento de reinscripción combinaba dos momentos complementarios: el primero, para la confirmación o adición de informaciones (nombre, estado civil, fecha de nacimiento, número y tipo de documento de identidad, nombre de los padres, dirección, tiempo de residencia, teléfonos e historial de votaciones) y firma. El segundo momento, para la recolección de imágenes (foto y huellas digitales), después de, por medio de la misma firma, comprobar que yo era “yo” misma, es decir, la misma persona. La firma “siempre igual” era la prueba de que, en las diferentes etapas, se trataba de la misma persona. Al final una nueva firma en la cédula.
Todos los que allí estábamos seguimos las instrucciones al pie de la letra, sin ningún reclamo. Después de todo, eso era lo que íbamos a hacer, aunque, personalmente, la cantidad de información solicitada me había sorprendido - esperaba incluir solamente las huellas digitales-.
De todas formas, nuestra pasividad me dejó en alerta, porque recordé una situación hoy candente en los Estados Unidos, en relación con la exigencia de la presentación de un documento de identidad con foto para votar -aspecto que pone en entredicho la idea de los derechos humanos y la privacidad, además de que trae consigo significados políticos explícitos: los demócratas temen que sus votantes más pobres (que no tienen licencia de conducción o pasaporte, ya que no hay documento de identidad nacional) salgan perjudicados frente a los republicanos que aprobaron la ley que exige identificación con foto6. También lo comparé con el registro en curso en India, que busca identificar a más de un billón de personas con datos biométricos, especialmente por huellas dactilares, escaneo del iris y un número de doce dígitos -proyecto que cuenta con la asesoría de varios especialistas en tecnología de la información, indios y norteamericanos-. Un poco más y llegué a los historiadores que estudiaron procesos de identificación (por ejemplo, Fraenkel 1992, sobre la historia de la firma; Groebner 2007, sobre la diferencia entre identificación y reconocimiento en la Edad Media), así como a Marcel Mauss y la noción de persona, a Lévi-Strauss y las clasificaciones, y a mis propias incursiones sobre documentos de identidad7.
La idea del “método etnográfico” es compleja. ¿Qué estaba haciendo yo en el puesto electoral? ¿Solo inscribiéndome de nuevo…? ¿O haciendo etnografía? ¿O ambas cosas? De ese episodio queda claro que la investigación de campo no tiene un momento preciso para comenzar ni para terminar. Esos momentos son por definición arbitrarios y dependen, hoy que abandonamos las grandes travesías hacia islas lejanas y exóticas, de la potencialidad de extrañamiento, de lo insólito de la experiencia, de la necesidad de examinar por qué algunos eventos, vividos u observados, nos sorprenden. Y es así que nos convertimos en agentes en la etnografía, no solamente como investigadores, sino como nativos/etnógrafos.
Esta dimensión genera un cuestionamiento sobre la etnografía como un método. La pregunta central se resume de la siguiente forma: ¿dónde y cuándo aprendemos que “extrañar” es una herramienta fundamental en la investigación antropológica?8 ¿Y qué significa, en el fondo, tal extrañamiento? Hablaré, entonces, sobre algunos aspectos de la práctica en nuestra disciplina, antes de regresar, al final, a la anécdota del puesto electoral.
Etnografía y empirismo
Empiezo por un lugar común: como todos sabemos, la etnografía es la idea-madre de la antropología, es decir, no hay antropología sin investigación empírica. El empirismo -eventos, acontecimientos, palabras, textos, aromas, sabores, todo lo que afecta nuestros sentidos- es el material que analizamos y que, para nosotros, no son solamente datos recolectados, sino cuestionamientos, fuentes de renovación. No son “hechos sociales”, sino “hechos etnográficos”, como nos advirtió Evans-Pritchard en 19509. Ese empirismo que nos caracteriza, a los ojos de algunos científicos sociales puede ser una desventaja, o hasta algo inapropiado; pienso, especialmente, en los sociólogos de antaño (y quizá en los de hoy también). Para los antropólogos, sin embargo, es nuestro terreno.
Aun así, las concepciones sobre lo que es la etnografía han variado. Arte para Evans-Pritchard, fuente de comparación para Radcliffe-Brown, origen de la teoría etnográfica para Malinowski, hoy es el método generalizado de la antropología -lo que la vacía de significado o la condena por poco teórica-.
De hecho, la separación entre teoría y empirismo estuvo muy presente en el inicio de nuestras ciencias sociales. En plena reunión de la ABA10, en 1961, Florestan Fernandes, sociólogo fundador, afirmó que la investigación de campo retrasaba el camino de la antropología en dirección a un estatus científico11. Teoría e investigación empírica correspondían a momentos diferentes; la ciencia sería alcanzada por la abstracción teórica y la antropología no pasaba de iniciativa empírica. Como la excelencia era evaluada por la contribución a la teoría, la sociología era más sofisticada que la antropología12.
Los tiempos cambiaron
Pero los tiempos cambiaron, y hoy podemos dejar de lado la oposición teoría/empirismo, porque, revisando (o releyendo) a los clásicos ya distantes, y en la actualidad alejados de las cuestiones políticas de la academia de la época, percibimos que la historia de la antropología representa nuestra fuente teórica por medio de las monografías que dejaron nuestros antecesores.
Aclaro. Precisamente porque los motivaba la curiosidad de conocer otra sociedad, otro grupo desconocido, los etnógrafos de hace un siglo iban a campo con un proyecto abierto, siempre dispuestos a reconfigurar sus preguntas iniciales y a formular otras, de manera creativa y osada. Fue el momento de exploración (en el doble sentido)13. Pero aprendimos, desde aquel momento en adelante, que el “método etnográfico” implica el rechazo a una orientación definida previamente. El refinamiento de la disciplina, entonces, no ocurre en un espacio virtual, abstracto y cerrado. Al contrario, la propia teoría se fortalece con el constante enfrentamiento a nuevos datos, con las nuevas experiencias de campo, resultando un invariable bricolaje intelectual.
Todo antropólogo está, por lo tanto, reinventando constantemente la antropología; cada investigador, repensando la disciplina. Y así desde siempre: Malinowski encontrando el kula entre los trobriandeses; Evans-Pritchard la brujería entre los azande; Florestan revisando la guerra tupinambá en los archivos. Los antropólogos de hoy, así como nuestros antecesores, siempre tuvimos/tenemos que concebir nuevas formas de investigar -lo que a algunos les gusta denominar “nuevos métodos etnográficos”-. Los métodos (etnográficos) pueden y serán siempre nuevos, pero su naturaleza, derivada de quién o de qué se desea examinar, es antigua. Todos somos inventores, innovadores. La antropología es el resultado de una permanente recombinación intelectual.
Los cambios en el tiempo también nos hicieron advertencias sobre los pecados y las virtudes de la antropología. Los pecados son fáciles de identificar y resumir: las relaciones de poder desiguales entre los investigadores y sus entonces nativos, el supuesto exotismo de los no occidentales, la fabricación de especialistas regionales (africanistas, americanistas, oceanistas, etc.) o la financiación direccionada políticamente14.
Ahora, las virtudes se encuentran en el reconocimiento de la diversidad de culturas -hoy un hecho banal-, en el énfasis de la comparación que da sentido a la “unidad psíquica de la humanidad”, en la combinación entre universalidad y diversidad (a través del hecho social total), en las unidades de estudio (más allá, o al interior, de los límites del Estado nacional y, por lo tanto, lejos de los peligros del “nacionalismo metodológico” que preocupa a los sociólogos), en los constantes préstamos que atraviesan otros modos de conocimiento (biología, lingüística, filosofía, psicoanálisis, etc.) y, más importante, en el resultado fundamental de la investigación de campo: el despertar de realidades/agencias desconocidas al sentido común, especialmente, al sentido común académico. Es este contraste, estas sorpresas siempre al acecho de los investigadores, esta valentía de explorar el mundo en el que vivimos, o situarnos en perspectiva, la negación de la delimitación de las fronteras intelectuales, la disposición a exponernos a lo imponderable y a vulnerar nuestra propia cosmología -esas son posturas que estuvieron siempre presentes, ayer y hoy-. Estas tanto enriquecen a la antropología como permiten visualizar un futuro siempre creativo: “mientras el modo de ser o de actuar de ciertos hombres plantean problemas a otros hombres, habrá siempre lugar para una reflexión sobre esas diferencias, reflexión que, en forma continuamente renovada, pertenecerá al dominio de la antropología”, dice Lévi-Strauss (1962, 26) en un momento feliz.
Myanmar/Burma
Contra la objeción acerca de la pertinencia histórica de los clásicos, es necesario considerar las características de la lectura teórico-etnográfica. Doy un ejemplo:
Hace un año, el diario The New York Times publicó que el gobierno de Myanmar había desplegado una ofensiva étnica contra la población del norte y noreste del país. Ese hecho movilizó varios grupos internacionales de derechos humanos, que denunciaban bombardeos, tortura y ejecución de civiles. Los sobrevivientes buscaron refugio en China. En una región rica en jade, oro y madera, esa población fue atacada por el reciente gobierno civil, que aún sufría presión por parte de los militares.
Se trata de los kachin de los Sistemas políticos de Alta Birmania (Leach 1954). El conflicto hoy en día es tan violento que una investigación de campo, como la realizada por Leach en la década de 1940, sería imposible. Pero fue el mismo Leach quien llamó la atención, 30 años después, sobre el hecho de que las colinas de Kachin habían sido convertidas en una arena militar para tropas mercenarias. Entonces, como en las buenas ficciones, Leach se preocupó en advertir que era un mero accidente “cualquier conexión entre la constitución política del libro y los hechos etnográficos observables empíricamente”.
No era necesario. Las monografías nunca fueron respetadas por ser un retrato fiel a la realidad, tema que el mismo Leach quiso enfrentar cuando insistió en que las etnografías son ficciones, que se traducen como si fueran equilibradas. Así, continuamos leyendo los Sistemas Políticos no como documento histórico, sino por su contribución teórico-etnográfica. Es decir, por:
problematizar los sistemas de equilibrio, influyentes en la antropología de entonces;
eliminar la idea de sistemas cerrados (tribu, aldea, etc.);
proponer que pueden ser considerados como rituales todos los aspectos comunicativos de las relaciones sociales;
indicar que los sistemas políticos pueden oscilar en una sola región (entre gumsa/gumlao) y, finalmente,
llamar la atención sobre el hecho de que los límites/fronteras de la sociedad no coinciden con los de la cultura -lección que aún va en contra del sentido común y es, por lo tanto, fundamental para que comprendamos el mundo de hoy, en donde los movimientos/flujos trasnacionales confrontan y paradójicamente reafirman nacionalidades.
Si el mundo cambia, las buenas monografías continúan inspirándonos porque no son retratos fieles, pero sí formulaciones teórico-etnográficas. Sistemas Políticos es etnografía, etnografía que tiene integradas nuevas posturas teóricas. El hecho de que las monografías clásicas estén distantes en el tiempo, paradójicamente, nos ayuda a renunciar a una evaluación desde el presente. Por otro lado, cumplen también un papel sociológico importante: el de conformar diálogos más allá de las fronteras. Entre dos interlocutores siempre es necesaria una convención que dé estabilidad al diálogo. La historia teórica sirve para este propósito: ¿cuáles son los libros que, independientemente de su origen, los antropólogos tenemos en nuestras bibliotecas?
Uso este ejemplo conocido para resaltar una vez más el hecho fundamental de que las monografías no son simplemente el resultado de “métodos etnográficos”; son formulaciones teórico-etnográficas. Etnografía no es método; toda etnografía es también teoría. Siempre advierto a los estudiantes para que desconfíen de la afirmación de que un trabajo usó (o usará) el “método etnográfico”, porque esta afirmación solo es válida para los no iniciados. Si es una buena etnografía, será también una contribución teórica; pero si es una descripción periodística, o una curiosidad más del mundo actual, no traerá ningún aporte teórico.
El papel de las monografías
Pero, desafortunadamente, esto no es lo que hoy ofrecemos en la mayoría de los programas de posgrado en antropología. Una investigación reciente, sobre las materias obligatorias en los cursos de posgrado, demostró que cuando eran entrevistados, los profesores reflexionaban detenidamente y de manera sofisticada sobre la historia de la disciplina. Pero cuando traducían tal reflexión a la organización de las asignaturas obligatorias, estas aún mantenían el viejo esquema de presentación por “escuelas”: evolucionismo, culturalismo (sic) norteamericano, antropología social británica, estructuralismo, hermenéutica, antropología posmoderna -generalmente presentadas a través de historiadores o comentaristas-16.
La adopción de etiquetas, esencialismos, cajas cerradas y clasificaciones va en contra del hecho obvio de que las escuelas solo existen a posteriori, generalmente, con una connotación política de superación o, cuando son presentadas en el momento en que son definidas, como posición (política) de la novedad. Si queremos formar antropólogos, y no solamente enseñar antropología, necesitamos ser reflexivos: no hay una historia de la antropología. Debemos dejar espacio para que nuestros antecesores puedan hablarnos de su experiencia, puedan informarnos sobre los problemas (teóricos o existenciales) que enfrentaron, puedan, finalmente, hacernos reflexionar a partir de lo que hicieron -recordando que aprendemos por los buenos y los malos ejemplos-. El resultado es que nuestra historia será siempre en espiral, nunca evolutiva ni unidireccional17.
Leer monografías tiene beneficios que alcanzamos:
por los diálogos teóricos que ellas nos proporcionan. Cada una de las monografías conversa, responde, contrapone, reconsidera, expande otras que vinieron antes. Es decir, un autor no sigue a otro por una razón cronológica, tampoco porque haga parte de una misma “escuela”, o de otra, rival, sino porque quiere debatir (estando de acuerdo o, en la mayoría de los casos, en descuerdo total o parcial) algunas ideas a partir de datos de su propia investigación o experiencia etnográfica. Ningún autor es una isla, ya lo afirmaba el antropólogo Triloki Madan, en la India18;
la antropología es comparativa por definición. Al contrastar nuestras concepciones con otras (distantes en el Pacífico, o cercanas, como en el puesto electoral), el contraste revela dimensiones inesperadas. Sin desconocer las condiciones de exploración en el pasado (o en el presente), es la hora de ver el lado positivo, explorando la sorpresa constante, lo inesperado, la diversidad, la curiosidad y, por qué no, la humildad, que necesitamos conservar, porque las sorpresas nos aguardan en cada momento;
al leer monografías reforzamos la percepción de que la etnografía es parte del emprendimiento teórico de la antropología. No se trata de un “detalle metodológico” que anteceda a una teoría; la indagación etnográfica en sí ya tiene un carácter teórico, porque solamente (o principalmente) ella nos permite cuestionarnos sobre los presupuestos entonces vigentes por las nuevas asociaciones o nuevas preguntas que nos proporciona: como ya decía Malinowski, nuevas investigaciones llevan a la “transformación de un punto de vista teórico”;
finalmente, las monografías nos revelan nuevas teorías, porque no son totalmente “teorías de los etnógrafos”. Las monografías resultan del diálogo de los investigadores con los sujetos, las personas: la teoría del lenguaje de Malinowski no es de él; es, principalmente, de los trobriandeses, y llegó a nosotros por el talento del etnógrafo, ampliando nuestra percepción (teórica) del lenguaje. Así, la etnografía estremece nuestros estilos de vida y nuestras ideas de existencia; perturba nuestra creencia moderna en la referencialidad de los sentidos e impone una reflexión sobre la multiplicidad de los modos de vida.
Es un privilegio continuar leyendo las monografías clásicas. En las universidades de los centros metropolitanos, generalmente privadas y no públicas, los cursos tienen valor de mercado: sería verdaderamente exótico otorgar recursos para leer etnografías escritas bajo el dominio colonial sobre sociedades africanas o melanesias. En contextos poscoloniales recientes, por otro lado, la antropología es una contradicción de términos, la historia de la disciplina hiriendo los sentimientos más básicos de autoestima y pertenencia. En estos casos, como en la India, por ejemplo, los antropólogos en el extranjero, muchas veces, en casa, se autodenominan sociólogos19.
La buena etnografía
Resta una pregunta incómoda: ¿toda etnografía es buena? Las buenas etnografías cumplen, por lo menos, tres condiciones: i) consideran la comunicación en el contexto de la situación (cf. Malinowski); ii) transforman, de manera afortunada, al lenguaje escrito lo que fue vivo e intenso en el trabajo de campo, convirtiendo experiencia en texto; y iii) detectan la eficacia social de las acciones de forma analítica.
La primera y más importante cualidad de una buena etnografía radica, entonces, en superar al sentido común en cuanto a los usos del lenguaje. Si el trabajo de campo se hace por el diálogo vivido que, después, es revelado a través de la escritura, es necesario ir más allá del sentido común occidental que cree que el lenguaje es básicamente referencial. Que apenas “dice” y “describe”, con base en la relación entre una palabra y una cosa. Al contrario, las palabras hacen cosas, traen consecuencias, realizan tareas, comunican y producen resultados. Y las palabras no son el único medio de comunicación: los silencios comunican. De la misma manera, los otros sentidos (olfato, vista, espacio, tacto) tienen implicaciones que es necesario evaluar y analizar. Dicho de otra forma, es preciso poner en el texto -en palabras secuenciales, en frases que sigan unas a las otras, en párrafos y capítulos- lo que fue una acción vivida. Este tal vez sea uno de los mayores desafíos de la etnografía -y no hay recetas preestablecidas sobre cómo hacerlo.
Los títulos ingeniosos o evocativos de las obras etnográficas del siglo pasado, tanto en los libros como en los artículos -“Virgin Birth” (Leach 1966), “Twins, Birds and Vegetables” (Firth 1966), “Some Muddles in the Models” (Schneider [1965] 2011)- tal vez revelen el deseo del etnógrafo de provocar al lector, así como de insinuar el lado sorprendente de la experiencia de la investigación. La persistencia hasta hoy del carácter poético de los títulos de los artículos (o monografías) quizás indique el deseo de llamar la atención, no hacia aquella contribución que pueda ser reconocida como científica, pero, sí, hacia la complejidad de la tarea que es comunicar un nuevo descubrimiento que reevalúa la teoría, alcanza nuevos vuelos, provoca nuevas dudas, amplía el abanico de posibilidades interpretativas y mantiene la tradición de la eterna juventud de las ciencias sociales20.
Antropología de la política
Vuelvo a la historia inicial. Mi interés por los documentos de identidad tuvo inicio cuando, en una rápida investigación en una zona rural para examinar el impacto del Programa de Desburocratización en el inicio de los años 1980, fui sorprendida por el hecho de que allí nadie consideraba necesario aquel programa, ya que todos se [re]conocían21. Sin embargo, la cédula electoral era la más buscada en la notaría de Río Paranaíba (Estado de Minas Gerais) y el documento de identidad, considerado innecesario. Esta tendencia iba en contra de mis hábitos urbanos.
La cuestión de la identificación en el mundo contemporáneo me siguió interesando. Ese interés surgió de un punto central que es el siguiente: los documentos son las formas privilegiadas de probar que somos quienes decimos ser, ya que el hecho básico del mundo moderno es que nuestra palabra no es suficiente como prueba. “Yo” solo soy Mariza Peirano si pruebo, por medio de mecanismos externos a mí, y oficialmente válidos, mi condición como tal.
Solo hay una forma de escapar a la regla: estar en un medio conocido, cuando, entonces, soy “re”conocida, sin la necesidad de identificarme. Cuando estoy con Ruben Oliven, Claudia Fonseca o Cornelia Eckert22, ellos pueden probar que soy quien digo que soy porque ya me conocen. Pero si llego al aeropuerto, necesito presentar un documento válido, es decir, de carácter oficial y con foto. O, si voy a votar, necesito firmar con mis huellas digitales.
Reconocer e identificar son, por lo tanto, dos procedimientos diferentes: uno depende del contexto, el otro, no. Si hay familiaridad, es posible el reconocimiento (como en Río Paranaíba). Si hay formalidad, se aplica la identificación impersonal. Existe una tercera forma de procedimiento: cuando percibo, aun de lejos, por algún rasgo (forma de caminar, formato del rostro o del cuerpo, edad, ropa), que un joven, por ejemplo, es probablemente un estudiante y no un profesor. Podríamos denominar a este tercer modo de profiling.
En el mundo moderno, es importante enfatizar que utilizamos siempre estos tres mecanismos - que corresponden, no por casualidad, a los modos que Charles Peirce llamó primero/first (profiling, basado en el sentido), segundo/second (reconocimiento, dependiendo del contexto) y tercero/third (identificación derivada de una convención)23. Inclusive el funcionario de migración que verifica los documentos de los pasajeros los observa con un sentido de profile, si se trata de una celebridad, el reconocimiento a veces prescinde de la identificación; ya en el puesto electoral, es necesaria la identificación formal para todos.
Esas son algunas conclusiones a las que llegué después de analizar eventos en Brasil, Estados Unidos e India, comparándolos con mi experiencia de persona socializada en Brasil. Pero en realidad, fue la primera sorpresa en Río Paranaíba en los lejanos años de 1980, relativa a la poca importancia del documento de identidad que, junto con las enseñanzas de Mauss, Durkheim, Dumont y Lévi-Strauss me hicieron volver sobre cuestiones como la noción de persona (Mauss), el papel de los amuletos (Durkheim), la ideología del individualismo (Dumont) y el fundamento de las clasificaciones (Lévi-Strauss). Consciente o inconscientemente, ellos produjeron una sorpresa.
El tema de los documentos me hizo consciente de que estaba ignorando en definitiva las divisiones clásicas de nuestra cosmología occidental: ciencia, religión, política, familia, etc. Estaba, en realidad, viendo la política en los intersticios, en las brechas entre lo que concebimos como política designada en el sentido común y en la academia (las ideas de Estado-nación, ciudadanía, público y privado, partidos políticos) y lo que son simples medidas administrativas concebidas para regular la vida cotidiana. Este ha sido mi tema principal en el proyecto Antropología de la Política24.
Concluyo
Los etnógrafos fuimos/somos ávidos por conocer el mundo en que vivimos, nunca nos conformamos con predefiniciones, estamos siempre dispuestos a exponernos a lo impredecible, a cuestionar certezas y verdades establecidas y a quedar vulnerables ante nuevas sorpresas. Repito, si aquellos que nos antecedieron privilegiaron la exploración -en el doble sentido de la palabra- de lo exótico, hoy reevaluamos y ampliamos el universo investigado con el propósito de expandir el emprendimiento teórico-etnográfico, contribuyendo a abrir nuevos caminos que nos ayuden a entender el mundo en el que vivimos.
El contexto social en el que producimos, ciertamente, establece parámetros dentro de los cuales se reconoce una mayor o menor validez, pero no la determina.
Los hombres pueden formular su conocimiento de acuerdo con lo que perciben como sus intereses inmediatos, pero también pueden formular lo que perciben como sus intereses inmediatos de acuerdo con su conocimiento. (Elias 1971, 366, traducción mía25).
El surgimiento de nuevas investigaciones, siendo una constante, debe llevarnos a una recomposición igualmente constante de la antropología, de quiénes somos y del mundo como lo entendemos. Si esa lección de la antropología fuera más difundida, tendríamos menos certezas, más dudas y, con suerte, más libertad.