Cuando desde la investigación social nos preguntamos cómo se enfrentan colectiva e individualmente situaciones de crisis, lo hacemos sin perder de vista el contexto histórico. Para la comprensión de los cuidados comunitarios presentes en el afrontamiento de las consecuencias de la covid-19 en Chile, creemos relevante detenernos brevemente en ciertos momentos de la historia nacional, que nos permiten engarzar la crisis sociosanitaria actual -y el lugar de lo comunitario- a un marco temporal más amplio.
Si bien podríamos establecer varios puntos de partida, hemos decidido comenzar este relato por el golpe de Estado de 1973 y la dictadura cívico-militar que se instala en Chile. Dicho proceso, que está en la memoria encarnada (Del Valle 1999) de miles de chilenos y chilenas, significó la implantación de un modelo económico neoliberal, por medio de un régimen basado en la violencia estatal y la violación a los derechos humanos, frente al cual emergieron diversas acciones colectivas que fueron sentando las bases de prácticas comunitarias de carácter territorial, sobre todo a nivel barrial y vecinal. Las acciones de resistencia no solo eran políticas, sino también de subsistencia, a través de, por ejemplo, la organización de operativos de salud u ollas comunes que repartían alimento en los sectores más desprotegidos y entre familias que habitaban tomas de terreno de las zonas urbanas (Paley 2001). El experimento neoliberal que se llevó a cabo en Chile significó la instalación de un modelo de Estado subsidiario, con políticas públicas focalizadas y procesos de creciente privatización de los sistemas de previsión, salud y educación (Garretón 2016). Tales procesos de corte neoliberal se despliegan y profundizan a lo largo de la dictadura, así como durante los siguientes gobiernos democráticos, los cuales no modifican de manera significativa el modelo (Garretón 2012).
En consecuencia, como propone Orozco (2010) , entendemos los efectos del neoliberalismo y la consecuente precarización de la vida como una crisis acumulada y multidimensional. Esta precarización va tomando formas diversas a lo largo del tiempo, haciéndose visible -o más bien imposible de invisibilizar- durante el denominado estallido social del 18 de octubre de 2019, que tuvo antecedentes importantes -marchas estudiantiles de secundaria en 2006, movimiento estudiantil en 2011, tomas feministas en 2018- y fue gatillado en un comienzo por el alza de 30 CLP (0,39 USD) en el boleto del metro de la capital. El estallido inicia cuando estudiantes de educación secundaria comienzan a saltarse los torniquetes para evadir el pago de los pasajes del transporte público en alza. A esta llamada se suman los cacerolazos y bocinazos en las calles (Heiss 2019), los cuales cobran fuerza rápidamente a lo largo de todo el país. El mismo 18 de octubre de 2019 se decreta estado de emergencia en Chile para restablecer el orden público. No obstante, los días y meses siguientes se generan masivas manifestaciones que demandan superar las desigualdades de años, bajo el modelo económico neoliberal, en el que imperan una amplia clase media con bajos salarios, un alto endeudamiento familiar y un sistema de pensiones deficiente (Clunes 2020). Durante estas movilizaciones, los mismos ciudadanos se reúnen en espacios públicos y comunitarios, conformando asambleas territoriales y cabildos en los que se conversa sobre la crisis política, las medidas sociales más urgentes para reestablecer la justicia social y los contenidos que debería considerar una nueva Constitución Política (Garcés 2020), que es una de las demandas fundamentales que emana de las revueltas. De manera paralela, varias organizaciones de profesionales de la salud se despliegan en distintos puntos del territorio nacional para atender personas heridas, producto de la represión policial durante las protestas (Márquez et al. 2020), algo que ya presagia el papel de la comunidad y del Estado durante la pandemia.
Cinco meses después del 18 de octubre de 2019 -y siendo el fortalecimiento de la salud pública una de las principales demandas de las movilizaciones (Morales 2020)- se presenta el primer caso de la covid-19 en Chile y, al igual que para referirse al propio pueblo movilizado contra las desigualdades socioeconómicas, el presidente utiliza el término “enemigo poderoso” para aludir al virus del SARS-CoV-2 (Morales 2020).
Durante la pandemia surgieron además otras aseveraciones que dan cuenta de la situación sociopolítica en Chile. Por un lado, el ministro de Salud “reconoce que ‘no tenía conciencia’ de la magnitud de la pobreza y hacinamiento” en el país (“Mañalich reconoce” 2020). El alcalde de Santiago, al generarse grandes aglomeraciones por la reapertura de un centro comercial de venta de importaciones al por mayor, indicó “aquí la estupidez humana ha sido superior” (“Alessandri tras” 2020), mientras que quienes se encontraban en el centro comercial señalaban que debían comprar mercancías, cuya venta les permitía subsistir. Por otro lado, el subsecretario de Redes Asistenciales, durante una emisión en vivo sobre el balance de la pandemia, dice que una médica murió de covid-19 porque “bajó la guardia”, cuestionándola y responsabilizándola por su propia muerte (“Empatía cero” 2020). Estas frases, emitidas por las más altas autoridades del país en torno a la pandemia, no solo evidencian distanciamiento y desconocimiento de las condiciones de la población, sino que además responsabilizan y culpan a los individuos por contagiarse e incluso por morir.
Dicha responsabilización individual obedece a su vez a las políticas sociales y reformas neoliberales implementadas en las últimas décadas en el país, pues tal como señalan Arteaga y Pérez (2011) , nos encontramos frente a un contexto de desprotección y procesos de individualización en la gestión de riesgo. Existe entonces un marco vulnerable en Chile, donde el Estado ha ido perdiendo su rol protector de manera creciente, sobre la base de una subjetividad neoliberal, reforzada por discursos gubernamentales y de diferentes actores, que apuntan al esfuerzo y a las capacidades individuales como principal forma de resolución de los problemas cotidianos (Arteaga y Pérez 2011). Frente a esto, y muchas veces al margen del Estado, afloran formas comunitarias de cuidado en los distintos territorios, para afrontar el escenario de precariedad, sufrimiento y, actualmente, los embates de la pandemia de la covid-19 (Márquez et al. 2020).
Para las personas que comparten el territorio, los cuidados comunitarios, entendidos como las acciones y prácticas para sostener aquello que nos permite existir en el mundo, organizados de maneras colectivas y con un sentido político (Vega y Gutiérrez 2014; Vega, Martínez y Paredes 2018), comienzan a ser centrales en la cotidianeidad de esta crisis. Por un lado, porque los cuidados son un marco para entender la acción en la crisis, al abarcar todas las prácticas heterogéneas que constituyen el mantenimiento y la reparación de algo. Como dirá Sanchís, “con variantes diversas, el término cuidado alude a los elementos físicos o simbólicos que permiten a las personas sobrevivir en sociedad. Estos elementos involucran dimensiones materiales (como alimentos o medicinas), emocionales y de gestión cuando se trata de planificar su obtención” (2020, 10). Y por otro, porque estos cuidados no están en el aire, sino que tienen asidero en entramados específicos. Retomando a Vega, Martínez y Paredes, nos preguntamos “¿Qué pasa cuando lo que llamamos cuidados se da en entornos más colectivos? ¿Qué ocurre cuando el cuidado es un común y se hace en común?” (2018, 13).
Como veremos en el presente artículo, dichos cuidados se despliegan en y mediante un hacer común “que, en su devenir, genera sentido, simbolismo, valores, pensamiento, afectos, deliberación, reglas, institucionalidad compartida y, consecuentemente, alguna forma de comunidad que lo resguarda del lucro individual y se sitúa por fuera del régimen privado de propiedad” (Vega 2019, 1). Como indica Fournier (2020) , la pandemia de la covid-19 reveló al menos tres cosas: que somos interdependientes; que el trabajo de cuidado es, sin dudas, el más importante para la reproducción de la vida humana, y que la solidaridad y cooperación son modalidades relacionales eficaces para la preservación de la vida. Es así como las acciones colectivas que afloran visibilizan la centralidad de los cuidados comunitarios, como propuesta contraria a las acciones gubernamentales actuales, en tanto implican prácticas, materialidades y afectos dirigidos hacia una subsistencia conjunta y organizada por el bien común. El cuidado, como aquella red que sostiene la vida, lo pensamos aquí desde sus lógicas comunitarias (Vega, Martínez y Paredes 2018), esenciales para transitar la pandemia en un país como Chile.
El término afrontamiento lo incluimos para tematizar las acciones desplegadas durante la pandemia, cuyo eje descansa en la capacidad agencial individual y colectiva frente a situaciones susceptibles de daño estructural (Arteaga y Pérez 2011, Rojas-Páez y Sandoval-Díaz 2020). Dicha capacidad agencial estaría propiciada por una dimensión mediadora, que sería una red de significados construida sobre la base de la experiencia simbólica, relacional, material y situada (Arteaga y Pérez 2011). En este sentido, la trama comunitaria de cuidado y el sostenimiento de la vida posibilitan una configuración de capacidades para el afrontamiento de situaciones de crisis.
El cuidado es siempre situado y esta no es la excepción. Mostrando un ejemplo concreto de cómo las comunidades se cuidan mutuamente, nos enfocaremos en el caso de Independencia, una comuna de Santiago de Chile, para caracterizar las acciones comunitarias de cuidados como formas de afrontamiento territorial de las consecuencias de la pandemia, algo que contradice el mensaje emitido por las autoridades. Nos referiremos a la mirada de vecinos y vecinas sobre el territorio, a las consecuencias sociales que deja la pandemia según su percepción, al relato de las diferentes acciones comunitarias realizadas por las personas en este contexto y a la valoración que se otorga a dichas acciones.
Situando la metodología
El presente artículo aborda parte de los resultados de un estudio de caso cualitativo, en el que se trabajó con vecinas y vecinos pertenecientes a organizaciones comunitarias, miembros de los equipos de salud y autoridades locales de San Joaquín e Independencia, dos comunas de la ciudad de Santiago de Chile. Dicho estudio es, a su vez, parte del proyecto “Impacto del COVID-19 en Chile. Una evaluación transdisciplinaria de la respuesta a la pandemia y sus consecuencias” (Comunicaciones Escuela de Salud Pública 2020).
Ubicada en la zona norte de Santiago de Chile, Independencia es una comuna que posee 100 281 habitantes (Censo 2017). Heredera de lo que se conoce desde el período colonial como barrio La Chimba -que significa “la otra banda” en lengua quechua-, este sector de la capital constituye desde entonces un territorio donde se ha ubicado todo aquello que no se quiere en el centro de la ciudad: cementerios, hospitales, mercados, recoletas, población indígena, vagabundos e inmigrantes empobrecidos (Márquez 2012). Actualmente, y con la instalación masiva del comercio de importación desde la década de los ochenta, el territorio se densifica y combina las funciones residencial y comercial. El comercio y los servicios constituyen el sector económico más importante de Independencia, donde destacan la industria textil y de insumos para la confección, la comercialización de flores, los talleres, las bodegas y las empresas del sector metalmecánico (Gobierno Regional Metropolitano de Santiago 2016; Márquez 2012; Plan de Desarrollo Comunal de Independencia 2020).
Independencia es además la tercera comuna con más envejecimiento demográfico de la capital. En cuanto a la pobreza comunal, un 0,3 % de la población se encuentra en condición de indigencia y un 7,8 % son pobres no indigentes; es decir, un 8,1 % de la población de Independencia se encontraría en condición de pobreza (Plan de Desarrollo Comunal de Independencia 2020). Además, existe población, especialmente migrante, que vive en situaciones de habitabilidad bastante precarias y en alto grado de hacinamiento. Este punto es relevante, en tanto es la tercera comuna en el país con más concentración de población migrante (Instituto Nacional de Estadísticas y Departamento de Extranjería y Migración 2020), proveniente principalmente de Perú (49 %), Colombia (18 %), Venezuela (15 %) y Haití (7 %) (Instituto Nacional de Estadísticas 2017, citado en Inzulza et al. 2019). En este sentido, la comuna se presenta como un escenario urbano en proceso de transformación, “con calles que muestran no solo un aumento de la población migrante en términos cuantitativos, sino además la utilización de los espacios públicos con actividades de ocio y comercio informal, entre las más importantes” (Inzulza et al. 2019, 65).
A finales de marzo de 2020, Independencia fue una de las primeras siete comunas de Santiago en cuarentena total, al concentrar la mayor cantidad de casos confirmados de covid-19 por kilómetro en la capital de Chile (Ministerio de Salud 2020a). Esta primera medida de cuarentena fue revocada el 2 de abril del mismo año, no obstante, a finales de ese mes, Independencia se convierte en la primera comuna que vuelve a cuarentena tras triplicar los casos. Fue en ese contexto que se evidenció una rápida organización comunitaria destinada a afrontar las consecuencias que estaba acarreando la pandemia. Aquí jugaron un rol central las organizaciones sociales y territoriales con las cuales trabajamos en esta investigación.
Para este artículo se tomaron los resultados de doce entrevistas realizadas, bajo consentimiento informado, a personas entre los 27 y 59 años de edad, pertenecientes a organizaciones sociales movilizadas en la comuna de Independencia durante la pandemia, entre los meses de septiembre de 2020 y enero de 2021. A través de las entrevistas se abordaron la caracterización territorial de la comuna; las acciones y prácticas para el afrontamiento de la pandemia, y la articulación, legitimidad y percepción de justicia, entre otras temáticas que emergieron de los relatos. Los encuentros tuvieron una duración aproximada de una hora y, debido a la contingencia, se realizaron de manera virtual por medio de la plataforma Zoom. El contacto con las y los informantes se realizó principalmente a partir de la técnica de bola de nieve. Las investigadoras y autoras de este texto, vinculadas a la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile -también ubicada en la comuna de Independencia-, establecieron comunicación con académicas de esta institución, quienes venían trabajando con organizaciones sociales de la comuna y entregaron un paneo general de la organización comunitaria del sector, además de los primeros contactos. Luego fueron las mismas personas participantes quienes comentaron sobre otras organizaciones movilizadas para ser contactadas. Participaron dos personas de juntas de vecinos, tres de ollas comunes, tres de asambleas territoriales, una de una coordinadora de mujeres, una de una organización ciclista, una de una agrupación textil y una de una organización del área de la salud, para un total de diez mujeres y dos hombres.
El guion de preguntas fue enviado a las personas participantes de manera previa al encuentro, a fin de que pudieran incluir o restar preguntas. Del total de personas entrevistadas, diez se desempeñan como profesionales y dos son dueñas de casa participantes de ollas comunes. La mayoría de las y los miembros entrevistados de asambleas territoriales tienen menos de treinta años, mientras en las otras organizaciones suelen tener más de cuarenta años. Pese a la alta concentración migrante de la comuna, todas las personas eran chilenas y tres de ellas señalaron pertenencia o identidad indígena mapuche.
Se realizaron además dos visitas a terreno, la primera para hacer un paneo general de la organización social de Independencia, y la segunda para observar y hacer parte de una olla común. Durante ambas visitas las investigadoras participaron en las actividades realizadas por las organizaciones, lo que permitió contar con registros de diarios de campo y la posterior escritura de relatos etnográficos. Se realizó un análisis de contenido para ordenar la información y se crearon categorías dependiendo de las actividades realizadas y los apartados de cada capítulo. Esto con el objetivo de generar un primer acercamiento al cuidado comunitario en la comuna de Independencia.
Independencia estallada y pandémica
Cuando hablamos de cuidados comunitarios es importante recalcar que nos estamos refiriendo a cuidados situados que se dan en un contexto sociohistórico y territorial particular y concreto. Al respecto, es importante señalar que las personas entrevistadas definen a Independencia como una comuna demográficamente envejecida, económicamente pobre, pero con gran riqueza social e histórica. Es un territorio con una identidad arraigada a esa historia y a esas formas organizacionales que, en el presente, conviven con otras formas culturales estrechamente relacionadas con los procesos migratorios que han tenido lugar en los últimos años: “En un principio fueron la comunidad peruana, […] después colombianos, venezolanos, haitianos. Y así se fue mezclando el barrio […]. Pero llegan a vivir, no hay integración” (Juan, 34 años, integrante de una asamblea territorial, entrevista con las autoras, noviembre de 2020).
La integración al territorio se entiende de una forma mucho más compleja que simplemente el hecho de habitarlo. Esta distinción adquiere relevancia si observamos en detalle el afrontamiento de la crisis sociosanitaria, por parte de la comunidad, donde desde la perspectiva de las vecinas y vecinos la población migrante se beneficia, pero no se integra; más bien produce y reproduce sus propias estrategias de afrontamiento y cuidado. Esto último es coherente con la lógica identitaria de sus acciones, pero también responde a las lógicas a las que somete el Chile neoliberal. Así, en pocos años, el paisaje del territorio también ha cambiado principalmente como producto de la creciente expansión inmobiliaria:
La ciudad cambia en el sentido de que se sobreurbaniza, […] entonces de pronto yo veo una imagen de ciudad que ya no es la misma, sino que está invadida de edificaciones gigantescas, se caen los espacios públicos que eran espacios de juegos, de encuentro familiar, de encuentro comunitario, todo eso empieza a desaparecer, entonces la imagen de ciudad es muy distinta. (Sandra, 48 años, integrante de una organización de salud, entrevista con las autoras, diciembre de 2020)
Si bien, esta historicidad marca un contínuum en las dinámicas sociales y de cuidados en la comuna, el estallido social -junto a las reuniones públicas y comunitarias que suscita, para poder debatir sobre los aspectos sociales más urgentes que el país debe resolver- marca para sus habitantes un hito importante:
A raíz del estallido, efectivamente las organizaciones sociales nuevas, emergentes -y me imagino que también habrá antiguas, como algunas juntas de vecinos, clubes deportivos- renacieron. Entonces hoy día tienes una comunidad bastante organizada o mucho mejor organizada que antes del estallido. O sea, la revuelta efectivamente favoreció. (Patricia, 40 años, miembro de una organización ciclista, entrevista con las autoras, diciembre de 2020)
El pasado y el presente se cruzan en la acción organizacional para afrontar las consecuencias de la pandemia en el territorio. Como afirma una de las entrevistadas: “[…] esta comuna ha sido superrica en asambleas, en organización, en popularidad también, […] es así, en el barrio. Se vive, se siente así en el barrio” (Patricia, 40 años, miembro de una organización ciclista, entrevista con las autoras, diciembre de 2020).
Mientras en Independencia se comienza a renovar y reactivar el tejido social, inicia la crisis sanitaria. En este sentido, para hablar sobre las acciones de cuidado y afrontamiento comunitario, debemos primero caracterizar algunas de las consecuencias que tuvo la covid-19 en la comuna. Precisamente, durante las entrevistas nos mencionan que las principales consecuencias fueron (figura 1):
Muertes de familiares, cercanos y conocidos. | Cesantía, cambio de rubro o emprendimientos, disminución de sueldos, aumento de vendedores ambulantes. |
Hambre y falta de recursos para la vida cotidiana. | Aumento de violencia intrafamiliar, tensiones y roces en el confinamiento. |
Aumento de la carga laboral, agotamiento por trabajo virtual y mayor carga de cuidados. | Encierro en hogares hacinados. |
Deserción escolar por falta de Internet (migrantes principalmente). | Agotamiento, estrés, miedo, estado de alerta, confusión e incertidumbre, soledad, malestar emocional y salud mental empeorada. |
Cambios de casa o retorno a casas de familiares por dificultades económicas. | Falta de acceso a subsidios y ayudas estatales. |
Colapsos en los sistemas de salud, instituciones gubernamentales, bancos, etc. | Vergüenza ante la falta de recursos y al solicitar ayuda. |
Pérdida de autonomía, movilidad y abandono de personas mayores. | Oportunismo político en la ayuda social. |
Congelamiento de fondos a las juntas de vecinos. | Imposibilidad de la protesta social por miedo al contagio. |
Fuente: elaborado por las autoras, Santiago de Chile, enero de 2021.
Ante estas consecuencias, las distintas organizaciones sociales e instituciones despliegan acciones que en este artículo entendemos como de cuidado, para enfrentar la pandemia, las cuales abordamos a continuación.
El Estado no era suficiente: afrontamiento comunitario de la pandemia
El 2 de marzo de 2020 se notifica el primer caso positivo de SARS-CoV-2 en el país (Ministerio de Salud 2021). Desde entonces, el Gobierno de Chile ha desplegado distintas acciones y políticas para enfrentar la pandemia. Al igual que en la mayoría de los países, las principales medidas preventivas promovidas giraron en torno al distanciamiento físico, al uso de cubrebocas, al lavado frecuente de manos, al confinamiento y a las cuarentenas (Ministerio de Salud 2020b). Las políticas públicas ejecutadas se desagregaron fundamentalmente en medidas como el cierre de teatros, cines, restaurantes, centros comerciales, centros nocturnos y centros deportivos; las cuarentenas parciales o con fraccionamiento geográfico; el decreto de estado de catástrofe; el toque de queda; el control de fronteras; los cordones sanitarios; el uso obligatorio de mascarillas en el transporte público; la prohibición de eventos; la prohibición de salida de los adultos mayores; la suspensión de clases para preescolares y escolares, y las multas o cárcel para quienes no cumplieran con el confinamiento (Gobierno de Chile 2020; Ramírez-Pereira, Pérez y Machuca-Contreras 2020).
Entre algunas medidas económicas encontramos planes para proteger las actividades de las empresas del país y los ingresos de las personas más vulnerables, como seguros a trabajadores independientes que experimentaron caídas en sus salarios; ingresos familiares de emergencia; creación de bonos covid-19, y la ley de protección del empleo que permite a las empresas suspender temporalmente a los trabajadores, y sus remuneraciones, y que estos hagan uso del seguro de cesantía (Gobierno de Chile 2020).
Durante marzo de 2020, en reiteradas ocasiones, el Gobierno planteó que Chile se encontraba mucho mejor preparado que Italia para enfrentar la pandemia (Cerda 2020). No obstante, tres meses después superó la cifra de contagios de dicho país. Entonces, apuntó a la compra de ventiladores mecánicos, al aumento de camas de unidades de cuidados críticos, a la capacitación del personal, y adelantó la vacunación contra la influenza “primando una mirada hospitalocéntrica” (Ramírez-Pereira, Pérez y Machuca-Contreras 2020, 7).
También el presidente anunció la entrega de cajas de alimentos no perecederos y elementos de limpieza; a lo que siguieron grandes confusiones respecto a la cifra real de beneficiarios, fallas en la logística de distribución, acusaciones de aprovechamiento político y protestas sociales en barrios vulnerables debido a las altas expectativas creadas (Atria et al. 2020).
Debemos tener en cuenta que las atribuciones del Estado de Chile son principalmente subsidiarias. Nos encontramos frente a un Gobierno favorecedor de la economía de mercado y, en esta línea, resulta coherente que el eje transversal de las medidas sea de tipo económico, privilegiando a los empresarios sobre otros actores, quienes se encuentran obligados a salir del confinamiento para generar recursos debido a la precarización del empleo (Ramírez-Pereira, Pérez y Machuca-Contreras 2020).
Pero las acciones previamente mencionadas no fueron las únicas que se realizaron para enfrentar la pandemia. Han primado las respuestas colectivas y el afrontamiento comunitario, cuyo principal propósito parece ser el de los cuidados; hemos resumido estas en la figura 2.
Catastros territoriales. | Acopio de ropa. |
Acopio de alimentos. | Colecta monetaria para trabajadores de la salud. |
Producción, repartición y complemento de cajas de alimento. | Difusión de acciones comunitarias mediante plataformas virtuales y periódicos comunales. |
Ollas comunes. | WhatsApp territorial. |
Recolección de medicamentos para personas mayores. | Talleres virtuales (sobre el uso de mascarilla, la salud mental/social y las actividades infantiles). |
Compra de insumos en almacenes de barrio. | Donaciones de almaceneros (fiar y poner en la cuenta de otro vecino o vecina). |
Confección de mascarillas. | Almuerzo para los equipos de salud de hospitales de la zona. |
Fuente: elaborado por las autoras, Santiago de Chile, enero de 2021.
Estas acciones tienen diferentes propósitos y abarcan variadas dimensiones de las consecuencias de la pandemia. Por ejemplo, los catastros se utilizaron para reconocer las problemáticas más importantes que aquejaban a vecinos y vecinas: “A fines de abril se empezaron a hacer las encuestas, para ver cómo estaban las familias, cuántas personas y cómo estaba la parte económica. Todo eso lo hizo la asamblea [territorial]. Más de ochenta fichas” (Yadira, 59 años, participante de una olla común, entrevista con las autoras, noviembre de 2020).
Gracias a estos catastros y a las instancias comunitarias se pudieron reconocer las faltas monetarias, instrumentales, emocionales y alimentarias que muchos estaban viviendo. En respuesta a esto, surgieron acopios de ropa, recolección de dinero para instituciones de salud y un constante acompañamiento, mediante plataformas y talleres, que fueron señalados como esenciales para mantener la salud mental de las personas de Independencia. La recolección de medicamentos también fue central para el sostenimiento de personas mayores que tenían la prohibición de salir y de exponerse a hospitales o centros de salud:
Los chiquillos se conectaron con la gente que podía tener alguna necesidad de que le llevaran los remedios […]. Llevarle a los adultos mayores el remedio a su casa e irlos a buscar […] para que el adulto mayor no saliera. (Mariana, 57 años, integrante de una asamblea territorial, entrevista con las autoras, enero de 2021)
Prácticas como fiar, poner en la cuenta del vecino y comprar en comercios de barrio, para incentivar el comercio local, aparecen en el mapa. Estas prácticas devienen de haber construido una confianza y (re)conocimiento de las condiciones del otro:
El mismo amigo del almacén me decía: “¿sabe qué? Me dio no sé qué, pero la señora no le alcanzó para comprar tres panes, y ella lleva siempre cinco panes, pero desde la semana pasada está comprando tres y hoy día llevó dos, porque no le alcanzaron las monedas”. Entonces desde ahí empezamos a activarnos. (Antonia, 38 años, participante de una olla común, entrevista con las autoras, noviembre de 2020)
Este tipo de acciones, que implican el reconocimiento y la interdependencia, instalan una permanente de relación y apoyo entre vecinas y vecinos, que cobra fuerza y requiere asumir trabajo conjunto entre personas, dispositivos, materialidades, afectos, etc. El tejido social se nos devela también en una de las principales acciones comunitarias (re)surgidas en pandemia: la olla común. Esta práctica para el afrontamiento de la situación, que fue utilizada en casi todas las comunas de la Región Metropolitana de Santiago, no es nueva.
Como expone Hardy (2020) , las ollas comunes son realizadas desde los años treinta, luego en los sesenta y principalmente durante la dictadura de los setenta. Son, por un lado, un mecanismo para saciar el hambre y, por otro, un símbolo de protesta social, al vivir en un país donde las vulneraciones económicas hacen que la organización comunitaria sea muchas veces el único medio de subsistencia.
Al introducirnos en esta dinámica, en noviembre de 2020 visitamos una olla común en Independencia, perteneciente a una junta vecinal compuesta por miembros de asambleas, otras juntas de vecinos y conocidos de los participantes:
Por la reja de la esquina apareció la voluntaria de la olla común con la que habíamos estado conversando. “Hola, pasen, pasen”, nos dice. Ingresamos y pudimos ver la casa de la junta vecinal. Una especie de cocina y una sala en donde 6 personas organizaban la olla común: unos ponían la comida en unas cajitas de plumavit, otras seguían cocinando, otras lavaban y otras distribuían los alimentos que sobraban. Era la última olla común que realizaban porque ya no podían seguir y no había tantas personas en necesidad como sí hubo en meses anteriores. Hasta 150 almuerzos diarios alcanzaron a realizar. Ya estaban repartiendo solo para unos 15 casos, en especial personas mayores, muchas de ellas con grandes dificultades para moverse, bajas pensiones e imposibilidad para trabajar en el contexto y a su edad. (Diario de campo de Loreto, Santiago de Chile, 12 de noviembre de 2020)
Ese día, el equipo que atendía la olla tenía el trabajo de cocinar, empaquetar y llevar algunas porciones para vecinos y vecinas mayores, quienes no podían ir a buscar comida. Asimismo, debía atender el lugar al que las personas del sector -previamente anotadas y en su mayoría inmigrantes- irían a buscar las porciones para sus familias. Por otra parte, como serían las últimas apariciones de la olla común, tenía la misión de repartir los productos que iban sobrando, entre los vecinos y vecinas que más lo necesitaban:
Por un lado, las bolsas de mercadería con legumbres, fideos, salsa, atún, jurel, arroz, harina, té y café se armaban. Por otro lado, los almuerzos. La comida sería pescado con verduras y arroz. Mientras algunas nos quedamos a ayudar, otras acompañaron la repartición de alimentos. […] caminamos con las voluntarias hasta un bonito block del barrio. “En Independencia, en esta zona, se disfraza la pobreza”, nos dicen, “[…] pareciera que está todo bien, pero viven viejos que heredaron sus casas y no se pueden sostener con sus pensiones”. […] De esta manera, la ayuda que esta olla común les da parece ser urgente, por la precariedad que ya vivían, como han comentado en las entrevistas. A las voluntarias de la olla común les apena pensar en qué harán las señoras cuando esta ayuda acabe. “[…] Esta ayuda ni siquiera debiese existir, no debiese pasar esto, comenta una de las voluntarias. […]”. Llegamos a la plaza y dejamos los canastos con bolsas de comida y mercadería. Allí se llamó por teléfono a las señoras que irían a buscar los alimentos. (Diario de campo Florencia, Santiago de Chile, 12 de noviembre de 2020)
El trabajo de campo permitió notar que varias de las ollas comunes tienden a estar vinculadas a juntas de vecinos, es decir, a organizaciones más bien formales, con redes ya creadas y establecidas a lo largo del tiempo. Estas figuras legales parecen facilitar la infraestructura, así como la relación con la administración y las autoridades comunales y otras organizaciones, aunque a veces tal articulación produce tensión y rechazo por parte de otros colectivos. Las asambleas en Independencia, originadas desde el reciente estallido social y por ende, espacios menos formales, se organizan para realizar actividades comunitarias de apoyo a las personas del territorio, por lo que su participación en las ollas comunes es central. De esta manera, si bien las juntas vecinales -u organizaciones deportivas y particulares- son las que tienen la infraestructura y recursos disponibles, las organizaciones asamblearias integran en buena medida a los voluntarios y voluntarias que articulan la olla común.
En la olla común visitada, las voluntarias y voluntarios realizaban el trabajo de manera no remunerada, movidos por la empatía con la situación que estaban viviendo sus vecinas y vecinos. Estas labores fueron y son muy valoradas para el sostenimiento de la vida comunal. El trabajo no remunerado de la mayoría de las personas se contrapone con la modalidad desarrollada por una organización ciclista de la misma comuna, la cual apoyó actividades como la repartición de comida y alimentos, pero, al vincularse con autoridades y funcionarios comunales, acordó un pago para las personas que repartían diariamente las raciones de la olla común:
Lo que nosotros hicimos con la muni[cipalidad], -porque no nos gusta que sea gratis todo con la muni-, fue decirle que tenía que haber un aporte, pensando en una economía colaborativa. Así como hay gente que está cesante, esto va a ser un servicio […] y hay que retribuirles en algo. Y se logró un acuerdo de 200 CLP por almuerzo, y los chicos se hacían veinte-treinta lucas [20 000 - 30 000 CLP], pensando como en el desgaste material. O sea, los chicos ocupan sus bicicletas, se andan arriesgando también, entonces se coordinó con tres cocinas comunitarias […] y eso fue apoyado por la muni hasta octubre. (Patricia, 40 años, miembro de una organización ciclista, entrevista con las autoras, diciembre de 2020)
Ya sea entre la misma comunidad o a través de una articulación con el Gobierno local -remunerada o no-, el trabajo autogestionado y comunitario de asambleas, juntas de vecinos y organizaciones territoriales pasa a tener gran peso en el afrontamiento de la pandemia, ante un Gobierno ausente, insuficiente e incluso, en algunos casos, obstaculizador: “Las autoridades no nos ayudaron ni con los permisos de Carabineros. Salíamos sin un permiso a cocinar a la olla común. Salíamos sin ningún implemento de seguridad más que las mascarillas que nos hacíamos nosotros mismos” (Begoña, 41 años, dirigente de una junta de vecinos, entrevista con las autoras, octubre de 2020).
Solo el pueblo ayuda al pueblo: valorización de las redes comunitarias
Tal como expusimos anteriormente, previo al estallido social “las organizaciones sociales eran muy poquitas. Sobre todo, en Independencia no existían muchas organizaciones sociales vigentes” (Ramona, 49 años, integrante de una organización de mujeres, entrevista con las autoras, noviembre de 2020). Para Independencia, entonces, se vuelve difícil imaginar el contexto pandémico sin las revueltas: “Yo creo fuertemente que esto no es peor porque hubo una revuelta […]. Nos llegó una pandemia cuando recién estábamos despertando […] y nos preparó absolutamente. O sea, sin duda nos preparó para la pandemia” (Patricia, 40 años, miembro de una organización ciclista, entrevista con las autoras, diciembre de 2020).
Mucho se dijo durante este periodo: que primero nos había tocado vivir las repercusiones del estallido social -como el decreto de estado de excepción constitucional, que tuvo como consecuencia una brutal represión de la protesta social, incendios, saqueos, destrucción de estaciones de metro y cierres de comercios, entre otros- (Heiss 2019) y que, ahora, la pandemia; como si se tratara de tragedias similares con las mismas consecuencias para muchas familias. No obstante, quienes habitan Independencia agradecen cada día que -como dice la frase emblemática- “Chile haya despertado”, pues, gracias al nivel de articulación que generó el estallido social, pudieron afrontar de mejor manera la pandemia:
No me quiero imaginar si no hubiese estado el estallido social y hubiese sido solo la pandemia. No sé qué hubiese pasado. No sé si hubiese sido tanta la red de los vecinos. No sé si se hubiesen levantado tantas ollas comunes. No sé si la gente hubiese sido tan solidaria como lo fue en ese periodo. Yo creo que el estallido social levantó la solidaridad que tenemos en términos de articularnos, de tomar de nuevo el tejido social, de conocer a los vecinos, de hablarnos, de conversar, de preocuparnos. (Ramona, 49 años, integrante de una organización de mujeres, entrevista con las autoras, noviembre de 2020)
De la misma manera que el estallido social visibiliza las desigualdades y abusos propios del modelo neoliberal implantado en Chile, la pandemia resalta la desprotección estatal. De este modo, “la autogestión era la única vía posible para salir de la pandemia o afrontar alguno de los problemas que dejó” (Sandra, 48 años, integrante de una organización de salud, entrevista con las autoras, diciembre de 2020). Así emerge en las entrevistas: “Las medidas del Estado eran nulas. Había un montón de necesidad entre las personas, y sentir que no va nadie más a venir a ayudarnos, como que hay que ayudarnos entre nosotros, entre las personas” (Jacinta, 24 años, integrante de una organización textil, entrevista con las autoras, enero 2021). “Yo creo que si nos hubiésemos quedado solamente con las directrices del Estado, del Gobierno que nos tocó vivir en este momento, hubiese muerto mucha más gente […]. Creo que las organizaciones sociales completas cumplieron un rol importantísimo”. (Ramona, 49 años, integrante de una organización de mujeres, entrevista con las autoras, noviembre 2020).
En este sentido, los cuidados comunitarios se develan en una trama de acciones, relaciones y significados que ha movilizado procesos de construcción de lo común (Vega 2019), con una creciente toma de conciencia sobre las condiciones estructurales precarias y la politización de vecinas y vecinos.
En primer lugar, las organizaciones sostienen que la acción generada para afrontar las consecuencias de la pandemia: “No nos corresponde. Estamos cumpliendo un rol que no nos fue asignado, pero lo estamos haciendo porque hay un vacío” (Jaime, 59 años, dirigente de una junta de vecinos, entrevista con las autoras, enero de 2021). Al mismo tiempo, se reconoce que muchos de los problemas vivenciados no son producto de la pandemia en sí, sino de la misma situación por la cual Chile estalló el 18 de octubre de 2019:
No fue una olla como de ‘ah, salió una olla en otro lado, hagamos lo mismo’ No. De verdad hay gente, y gente que lamentablemente sigue necesitando, y quizás no solo por pandemia; que es gente que siempre ha necesitado. Entonces eso igual da rabia, da impotencia, porque no debería ser así. (Nancy, 27 años, participante de una olla común, entrevista con las autoras, octubre de 2020)
Esto indica que, si bien la pandemia de la covid-19 exacerba una situación de vulnerabilidad y la hace mucho más evidente, este escenario estuvo presente antes del inicio de la pandemia en Independencia.
Al comienzo de este artículo expusimos algunas frases pronunciadas por autoridades del Gobierno nacional durante la pandemia, las cuales evidencian un gran desconocimiento de lo que estaba sucediendo en los territorios. Y es que, en reiteradas ocasiones, escuchamos a esas mismas autoridades planteando que Chile tenía tal número de contagios debido a que la gente era incapaz de cuidarse, a que eran irresponsables, inconscientes y egoístas. Dicha visión está lejos de la evaluación realizada por las personas entrevistadas, quienes ven en las acciones comunitarias desplegadas el eje central para afrontar la pandemia, estableciendo que:
Ahí uno se da cuenta que al final este lema tan mencionado últimamente de “solamente el pueblo ayuda al pueblo” es realmente cierto. Y completamente cierto. Porque la olla no seguiría parada hasta estos momentos si no fuera por la gente misma. Las asambleas que juntan dinero para comprar cosas. Los vecinos, que a veces llegaban con paquetes de tallarines, con dos salsas. (Nancy, 27 años, participante de una olla común, entrevista con las autoras, octubre de 2020)
Si bien contar con esas redes de apoyo, entre los mismos vecinos y vecinas, durante la pandemia, constituye uno de los aspectos más valorados por las personas participantes, cuando dicha solidaridad es entendida únicamente en clave de sobrevivencia resulta agridulce, tal como establece una entrevistada: “lo mejor de la pandemia fue la solidaridad de la gente. Lo más triste es depender de la solidaridad” (Begoña, 41 años, dirigente de una junta de vecinos, entrevista con las autoras, octubre 2020).
En segundo lugar, las acciones solidarias que hemos señalado como cuidados comunitarios pueden viabilizar procesos de politización, como en el caso de las ollas comunes, en torno a las cuales nos subrayan que “no es solo el concepto de entregar comida” (Jaime, 59 años, dirigente de una junta de vecinos, entrevista con las autoras, enero de 2021). Esto parece suceder también con otras acciones:
Yo diría que todas [las organizaciones] se fortalecieron; creo que hubo un aprendizaje y hubo una puesta en práctica de un mecanismo de trabajo, un mecanismo de afrontamiento, o sea, hubo distribución de tareas, hubo equipo de trabajo […]. Ahora, fue un fortalecimiento duro, o sea, a costa de mucho sufrimiento, de muchas angustias, ansiedades, de muchas tensiones para las organizaciones; pero se creó un mecanismo de afrontamiento. (Sandra, 48 años, integrante de una organización de salud, entrevista con las autoras, diciembre de 2020)
En ese sentido, lo que entendemos como cuidados comunitarios parece poseer un trasfondo más allá de la acción, pues como señala una de las personas entrevistadas:
Mi idea no es que la gente solamente pueda comer todos los días, mi idea es que la gente entienda, y este mismo discurso empiece a politizar más la cosa [...]. Hay que cambiar la división del trabajo, que la autoridad piensa y toma medidas y el pueblo abajo recibe las medidas. (Jaime, 59 años, dirigente de una junta de vecinos, entrevista con las autoras, enero de 2021)
En tercer lugar -y para problematizar la visión de las autoridades según la cual la gente no se cuida-, debemos insistir en que los cuidados son siempre situados y, por ende, la forma que toman no puede desarraigarse del contexto sociopolítico donde estos se ejercen. Como vimos, en Independencia la respuesta a la pandemia precisa de una comunidad y de un hacer común que apunte a un horizonte compartido por el grupo:
Yo creo que hay un tema de identidad. Hay una cuestión muy fuerte de fortalecer la pertenencia a un espacio comunitario […]. Siempre está alguien que integra la asamblea, que tiene una mirada sobre la historia, que está haciendo levantamiento de información; se recuerdan las muertes políticas, es muy fuerte eso ¿no? El recuerdo y la memoria es permanente, entonces creo que hay una idea de que el tejido social se construye desde ese lugar. Y creo también que hay una mirada sobre lo local. Tal vez no es transformar la sociedad chilena en su conjunto, que es una aspiración de largo alcance […], yo creo que está muy fuerte el tema de la transformación territorial, de que ese espacio ciudad-territorio sea coherente con un sentido comunitario […]. Y lo otro que es superinteresante es moverse por valores o principios. O sea, no es la lucha en sí misma, sino que es la idea de defender cuestiones que tienen que ver con la solidaridad, con el acompañar a los vecinos, con valores así superprofundos y transcendentales […]. El fin no es la lucha solamente, es sobre todo el cuidado puesto en cómo convivimos, en cómo construimos otro tipo de relaciones. (Sandra, 48 años, integrante de una organización de salud, entrevista con las autoras, diciembre de 2020)
Al momento de abordar la valorización de los cuidados comunitarios durante la pandemia, se menciona recurrentemente lo importante que fue generar nuevas relaciones con personas que quizá nunca se hubiesen conocido, de no ser por la particular circunstancia que estaban viviendo. Además, como ya se ha podido notar, la pandemia ha logrado reforzar lazos entre vecinos y vecinas que permiten afrontar de mejor forma los problemas que se vivencian:
Las diez personas que trabajamos ahí aparecimos de repente. Como que en junio nos conocimos todos ¿y sabes qué? Hay una cosa maravillosa que nace entre medio, que es la amistad. Porque finalmente tú sin conocer a una persona estás en la misma parada. Y si no hubiera sido por la pandemia, no la hubieras conocido no más. (Begoña,41 años dirigente de una junta de vecinos, entrevista con las autoras, octubre de 2020)
Es decir, no se trata solo de conocer a los vecinos y vecinas mediante las distintas acciones realizadas, sino de forjar fuertes lazos comunitarios. Ahora, ¿por qué enfatizamos tanto en ese conocerse y forjar lazos? No es solo por las implicaciones de un Estado ausente, pues si pensamos en un Chile utópico, en donde el Estado se haga cargo de proteger permanentemente y de la mejor forma posible a las personas en situaciones de crisis, el nivel de conocimiento del territorio de las organizaciones comunitarias y de quienes viven en él no podría ser jamás alcanzado. Así, los cuidados comunitarios para el afrontamiento de situaciones de crisis se vuelven relevantes desde quienes los viven, más allá de lo que podrían otorgarles las instituciones públicas:
Yo creo que lo que queda no se tiene que terminar más. Yo creo que este trabajo de la comunidad, el escucharnos, el que las autoridades también nos escuchen, a que tenemos opinión, en que nosotros somos los que sabemos lo que pasa en el territorio y que no somos un número, somos personas que valemos, nos conocemos, nos tenemos que hacer cariño, nos tenemos que preocupar, tenemos que ser solidarios entre nosotros, […] a pesar de todo lo malo, todas estas vidas que quedaron en el camino, yo creo que lo positivo es eso y va a ser muy difícil volverlo a cortar. Yo creo que vino para quedarse. (Ramona, 49 años, integrante de una organización de mujeres, entrevista con las autoras, noviembre de 2020).
En esta línea retomamos lo planteado por Rojas-Páez y Sandoval-Díaz (2020) , en tanto el desarrollo de las capacidades de afrontamiento requiere un equilibrio en las relaciones de poder entre comunidades afectadas y organismos reponedores. Con esto, las propias comunidades son las precursoras de sus propios procesos de reparación, los cuales deben ser acompañados por voluntad política, apoyo institucional y espacios de participación efectiva. En la búsqueda de aportar a este camino, nos valimos de las reflexiones de las personas entrevistadas, quienes mencionan siempre que, dentro de toda la dureza de lo que les ha tocado vivir, la organización comunitaria ha demostrado su protagonismo en la situación de crisis de una Independencia estallada y pandémica. En este continuo intento por revertir las consecuencias del modelo neoliberal, si de algo están seguras es de que “Chile no volverá a ser el mismo que era antes del 18 de octubre, ni antes de la primera cuarentena” (Antonia, 48 años, participante de una olla común, entrevista con las autoras, noviembre de 2020).
Reflexiones finales
Las acciones comunitarias que hemos podido revisar, así como sus valoraciones, dan cuenta del tejido social que se logró generar en la comuna de Independencia. Este tejido se consolidó gracias a un contexto político nacional que devino en el fortalecimiento de lo común y de la organización territorial.
A nivel comunal, el estallido social tuvo gran peso; así como las mismas personas independentinas aportaron densidad al estallido al renovar la forma de relacionarse, al forjar lazos en el territorio que implican el reconocimiento de vulnerabilidades y fortalezas propias y ajenas, y al entregar energía y métodos para afrontar la vida de manera más comunitaria, a diferencia de eso a lo que el Chile neoliberal les había acostumbrado.
Lejos de sustentarse en las decisiones del Gobierno de turno, la comuna de Independencia da muestras de una organización comunitaria que abarca distintas aristas del cuidado y de sostenibilidad de la vida. Así como indica Falú, “los cuidados son parte central del entramado social, ese en el cual se expresan las mayores desigualdades” (2020, 5). Es en tales condiciones de precariedad, pero también de organización, que la pandemia viene a ser afrontada.
Desde esta lógica, acciones que en primera instancia podrían asociarse a la caridad o solidaridad se nutren de un trasfondo político más complejo, si consideramos la reivindicación actual de los cuidados que se han politizado en estos territorios. Labores que en otras épocas fueron subvaloradas o invisibles hoy son consideradas relevantes dentro de la vida social. El trabajo de comprar, cocinar, alimentar, abrigar, y tratar física y emocionalmente está siendo aquí transparentado como un pilar irremplazable y, en algunos casos, se comprende como un trabajo que debería remunerarse.
De esta manera, las perspectivas relevadas por feministas contemporáneas (Falú 2020; Fournier 2020; Orozco 2010; Vega 2019), sobre la centralidad del cuidado para la sostenibilidad de la vida, las vemos cristalizadas en prácticas concretas y valoraciones positivas que no solo refieren al cuidado común como método de subsistencia, sino también como labor crecientemente visibilizada y valorada. Así es como, en la práctica, los cuidados comunitarios parecen ser parte de esta nueva manera de vivir la comuna, distinta de las formas anteriores, adaptable a diferentes actores y con intenciones de promover el cuidado entre vecinas y vecinos, en favor de un mejor -o posible- vivir, que acomoda antiguas y nuevas lógicas, territorios, materialidades y personalidades.
Además, estudios que no tienen como eje central el cuidado, desde una perspectiva feminista, relevan también el papel de la comunidad y la cohesión social en Latinoamérica como un importante factor de protección frente a las consecuencias de la pandemia (Alvarado 2021; Béhague y Ortega 2021; Martín y Venturiello 2021).
Finalmente, estudiar los cuidados comunitarios como estrategia de afrontamiento de las consecuencias de la pandemia es una decisión política. Reconociendo que existen múltiples relaciones de poder, elegir estudiar y abordar las resistencias es dar paso a la posibilidad de pensarlas en los propios espacios, en nuestras comunidades y territorios. Una antropología de los cuidados comunitarios, y de la posibilidad de renovar los tejidos y la trama de lo común, nos invita a pensar comunitariamente y a producir investigación que fomente y divulgue las posibilidades de una vida social cuidadosa, sabiendo que todos y todas habitamos mundos que requieren reparaciones.