Introducción
El presente estudio desarrolla el concepto del libre desarrollo de la personalidad, en el cual se verifica si responde a un tratamiento de principio objetivo o, más bien, de derecho subjetivo; a partir de nuestra posición, en cuanto a su naturaleza jurídica, se intenta resolver si sus alcances son o no limitados en su desarrollo y concreción, en tanto derechos humanos. Al admitir que esos derechos presentan un núcleo ético-estimativo, que los convierte en referentes inexorables en el Estado constitucional de derecho, es menester plantearse si, en la reciente proliferación desmedida y trivial que, en no pocas ocasiones, soslaya su subsuelo axiológico, se propicia una banalización de las libertades públicas, lo que discrepa de la consideración paradigmática de los derechos humanos.
El segundo tema se emprende en el apartado tercero. Como exigencia metodológica, se dilucida el paradigma científico y, en consecuencia, se desarrolla el concepto de paradigma en el espacio jurídico. Lo anterior permite identificar la crisis valorativa por la que franquean, lo que produce, a su vez, un proceso de desnaturalización, es decir, su desconstitucionalización.
En la parte ulterior de la indagación, nos planteamos si es compatible o admisible, desde el punto de vista formal, la creación de nuevos derechos humanos, ya que, al no cuadrar con su concepción material, no acogerían fidedignas solicitaciones sociales, sino reivindicaciones afrentosas o despóticas, lo que es contrario a su carga estimativa y humanista, que los anima e identifica. Tal situación ha configurado una visión o manera de entender el mundo, consustancial a la democracia constitucional euroatlántica. En definitiva, se plantea desarrollar la concatenación metódica de la trilogía conceptual aquí expuesta, lo que converge en la afirmación del constructo axiológico-epistémico de los derechos humanos, el cual permite identificarlos en su unidad, su naturaleza e, indivisibilidad. De esta manera, se esencializa su inmanencia y se enfatiza en su carácter indisoluble.
Consideraciones axiológicas del principio-derecho "libre desarrollo de la personalidad"
Como exigencia metodológica para vincular los contenidos que conforman el epígrafe de nuestro estudio es menester enderezar nuestros iniciales argumentos para edificar un concepto de la locución "libre desarrollo de la personalidad".
Como premisa inicial debemos afirmar que cualquier disposición política que se adjetive constitucional encuentra, como enemigo principal, a la violencia. Toda manifestación de violencia es contraria al orden constitucional. Cualquier sociedad política que se precie de ser constitucional debe contar con paz y tranquilidad, como derivación de un fidedigno Estado de derecho, que no es otra cuestión que el Estado constitucional por antonomasia. Cuando la serenidad del orden público se quebranta resulta una tarea imposible el mejoramiento social. Sin justicia, no puede haber paz y, sin esta, no hay adelanto ni desarrollo del Estado, lo que constituiría un despropósito político y, por consiguiente, la claudicación de cualquier sociedad política.
Aristóteles comienza su obra Política señalando: "Toda ciudad se ofrece a nuestros ojos como una comunidad y toda comunidad se constituye a su vez en vista de algún bien (ya que todos hacen cuanto hacen en vista de lo que estiman ser un bien)"1. Esa teleología aristotélica conviene que el mayor bien, entre cualesquiera, es el que corresponde a la comunidad suprema, es decir, la comunidad política, a la que llama polis. De esta forma, el estagirita concibió a la polis (ahora, Estado) como el espacio de lo púbico (politeia: régimen político o Constitución) y como un orden natural, como una congregación que apunta a un propósito.
La polis se revela por naturaleza, puesto que "la naturaleza es fin"2. Al ser la polis (ciudad) una entidad que florece naturalmente, el estagirita concluyó, de forma concomitante, que "el hombre es por naturaleza un animal político"3. En la escala zoológica de la creación distinguió egregiamente al hombre, puesto que, de todo el reino animal, es el único que "tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y la participación común en estas percepciones es lo que constituye la familia y la ciudad"4.
Resulta paradójico que cualquier Estado que se precie de organizarse constitucionalmente viva bajo constante amenaza de la barbarie y atentados contra la armonía, la tranquilidad y la sana convivencia social. Este fustigo es lo opuesto a la argumentación axiológica de nuestro reclamado filósofo griego, cuando recuerda que "la ciudad existe no solo por la simple vida, sino sobre todo por la vida mejor"5.
La lectura de esta situación es evidente para todos: se tiene una Constitución, pero no se está en ella, lo que imposibilita una normal y justa convivencia. En este sentido, Lucas Verdú señalaba que "el tener y estar en Constitución requieren fundamentalmente valores éticos que la justifican"6.
Afirmado lo anterior y en virtud de que el hombre es un ser gregario por excelencia, ahora estamos en posibilidad de referir, dentro de la colectividad de individuos que conforman el elemento sociológico del Estado (uti socius), el principio-derecho que posibilita a las personas -esto es, a los individuos (uti singuli)- el adoptar o determinar los planes de vida que estimen convenientes, para ejercer libremente su desarrollo individual, en un contexto comunitario, en el espacio de lo público. En principio, las libertades jurídicas se recogen primero en los textos constitucionales y, segundo, en los preceptos secundarios; sin embargo, aquellas no pueden ser agotadas, al menos formalmente, en estos. Las libertades públicas tienen un vasto ámbito exegético, pues su protección constitucional puede resultar muy extensa. De esta forma, el libre desarrollo de la personalidad conformaría un conjunto abierto de libertades. Son liberaciones innominadas que el Estado debe reconocer y preservar, siempre y cuando su despliegue sea lícito y no afecte a los demás. Se puede afirmar que la locución "libre desarrollo de la personalidad" representa un principio objetivo más que un derecho subjetivo típico, esto es, una prescripción fundamental recogida en la Ley Mayor; empero, se normativiza, con mayor incidencia, a partir de una regla hermenéutica, cuya confección está sujeta a la compatibilidad de la intervención del poder público, con el concepto de orden constitucional7.
Esta noción, que responde más bien a un principio, tiene como punto de partida el reconocimiento estatal de una genérica libertad de hacer, de conformidad con la voluntad del titular, vislumbrado en lo que se considera como "libre desarrollo de la personalidad"8.
El constructo licencia articular una norma constitucional de permisión, como principio objetivo, a partir de la cual estaría reconocida la realización de acciones y conductas conforme a la voluntad del titular individual, siempre y cuando no intervenga un linde, no trasgreda unos confines, "cuyos límites son la libertad de los demás y el contenido normativo del ordenamiento jurídico existente"9, determinados en la norma constitucional. Este principio está intrínsecamente relacionado con los derechos y la dignidad humanos, como puede observarse en diversos tratados y declaraciones internacionales, que señalan que la garantía de los derechos fundamentales debe facilitar que el individuo pueda desarrollar libremente su personalidad10.
En los inicios del constitucionalismo contemporáneo podemos rastrear el umbral genérico del derecho de libertad y, de manera concomitante, la concepción del libre desarrollo de la personalidad. La Declaración francesa de los derechos del hombre y del Ciudadano, de 1789, prescribe:
La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a los demás. Por ello, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre tan solo tiene como límites los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Tales límites tan solo pueden ser determinados por la Ley11.
Como se observa, la libertad no fue concebida en términos absolutos, sino con la premisa de unos límites, de unos linderos.
Más adelante, el libre desarrollo de la personalidad fue recogido en las leyes fundamentales de la segunda posguerra. Hay que referirse a las Constituciones alemana, del 23 de mayo de 1949, y la española, del 6 de diciembre de 1978, que incluyen en su articulado aquel concepto concreto y prescriben determinadas restricciones. La disposición fundamental de Bonn, en el artículo 2.1, dispone unos limitantes normativo-axiológicos, que cuadran con lo esgrimido líneas arriba. El Código político alemán establece unos extremos a su ejercicio, es decir, una sujeción axiológica-normativa, a saber: no infringir los derechos de otro ni contravenir al orden constitucional o la ley moral. A nuestro juicio, lo anterior prescribe un telos estimativo-social, lo que permite asegurar "los derechos y libertades cívicas y sociales que protegen y aplican el desarrollo de las personas humanas en la convivencia pacífica inspirándose en principios éticos recogidos en la Declaración universal de los derechos humanos"12. Se advierte visiblemente que la Ley Mayor de Bonn concatena esta trilogía: tener, estar y contar con una Constitución.
Por su parte, el Tribunal Constitucional (TC) español concibe que el principio de libre desarrollo de la personalidad supone un principio general de libertad, consagrado en los artículos 1.1 y 10.1, de la Constitución, que autoriza a los ciudadanos a realizar todas aquellas actividades que la ley no prohíba o cuyo ejercicio no subordine a requisitos o condiciones determinadas13. Dicho principio constitucional sostiene que su concepción de libertad general se construye a partir de una ausencia de contenido directo, es decir, se trata de una libertad que no ofrece alguna medida material para poder juzgar la admisión de límites a su contenido, con lo que carece de supuestos de hecho, dado que no existe una ley que no limite o afecte la libertad de acción en general.
El contenido esencial de los derechos fundamentales constituye el límite a la facultad reguladora del Estado, pero la falta de claridad de límites específicos supone una carga adicional para el Estado en el momento de regular el derecho14.
Por ejemplo, el Tribunal Constitucional español ha afirmado que el principio de libre desarrollo de la personalidad no puede conllevar el condicionamiento de los requisitos fijados por el Estado para la concesión de una prestación económica ni para la suspensión, exigencia o eliminación de aquellos15.
Consideramos que las conductas que no se ajusten a las limitaciones prescritas en la Constitución, como lo establece la Ley Fundamental de Bonn, no pueden materializarse como derechos fundamentales generados del principio que venimos desarrollando, lo que corresponde dotar de significado valorativo al aludido vocablo, en un fidedigno ejercicio hermenêutico. Si convenimos que el libre desarrollo de la personalidad es un principio fundamental, se colige que toda actividad del Estado aparato debe quedar supeditada a aquel, en tanto que moldea la libertad como valoración suprema. Al configurarse en la propia Constitución española como principio primordial, "deberá ser tenido en cuenta en el desarrollo normativo de los derechos, deberes y libertades proclamados en el Título 1 C. E."16.
Tampoco se pueden reprochar las limitaciones constitucionales o los valladares axiológicos como una regresión reaccionaria, ni mucho menos calificarse como tendencias conservadoras o retrógradas. En atención a las restricciones constitucionales de este principio-derecho, resulta inadmisible fijar o cristalizar en derechos fundamentales, fórmulas que, a todas luces, responden a aserciones despóticas, comportamientos autoritarios o diligencias libertinas o inmorales.
Consecuentes con el hilo conductor de nuestra propuesta, ahora nos corresponde dilucidar la naturaleza terminológica de la expresión aquí abordada. La consideración que mantenemos de este constructo como principio-derecho revela que el principio presupone el inicio, origen o basamento de las normas del ordenamiento jurídico, esto es, su soporte preferente. No son discernimientos estimativos, aunque se sustenten en estos. El principio, en el orden jurídico, responde a la primacía de las fuentes del derecho, lo que conduce a su asimilación como representación primordial -es decir, nuclear- del conjunto normativo-institucional. Su condición de principio revela el fundamento de las normas primarias o su asiento embrionario. Es el comienzo, en tanto categoría conceptual, que refiere primacía de los cimientos de todo el conjunto preceptivo y anuncia la idea de principalidad. Son reglas de carácter superior. Ahora bien, también los mandamientos en los que se concreta el referido enunciado participan de una realidad normativa, técnico-jurídica, esto es, son derecho, no simples criterios morales, aunque se hinquen en ellos. Como corolario de las ulteriores afirmaciones podemos convenir que el enunciado "libre desarrollo de la personalidad" corresponde a un principio-derecho.
Por consiguiente, el principio-derecho del libre desarrollo de la personalidad implica, en todo caso, la introducción en la norma constitucional del precepto fundamental de la autonomía de la voluntad de la persona, lo que se traduce en el hecho de impedir que el poder público interfiera en la elección individual de sus inherentes decisiones y obstaculice el "plan de vida" de las personas. De este modo, corresponde a cada persona diseñar y ejecutar su particular proyecto vital, lo que conlleva reconocer una amplísima autonomía personal y una libertad de decisión para determinar sus relaciones, actividades laborales, preferencias y gustos, lo que revela una manifestación dilatada de la proclamación de la dignidad humana. Sin embargo, cuando esas actividades y preferencias afectan a terceras personas resulta pertinente examinar la validez de las razones que las determinan e, incluso, encuentran justificación las decisiones restrictivas que pueda adoptar el poder público, precisamente para proteger los derechos o evitar perjuicios a terceros.
No cabe duda de que el libre desarrollo de la personalidad, discernido como principio-derecho, a partir de su naturaleza como fuente jurídica es un mandato legal objetivo cuando se constitucionaliza y, por tanto, tiene un valor relevante en la normativa constitucional, aunque no consagre ninguna construcción dogmática, por su carácter genérico.
El concepto constitucional de libre desarrollo de la personalidad recogido fielmente, a nuestro parecer, en los ordenamientos constitucionales alemán y español como principio-derecho, se relaciona con una amplia libertad de acción del sujeto, es decir, de expresarse libremente en la esfera externa y de iniciar y mantener relaciones sociales exentas de intromisiones, impedimentos o censuras17. Es un principio-derecho fundamental que consiste, entonces, en poder desarrollar con plena libertad la esfera interna de lo psíquico18, intelectual, cognitivo, artístico, emocional y espiritual.
La garantía del libre desarrollo de la personalidad es fundamento del orden político y de la paz social, como apunta la Constitución española; es fundamento mismo del régimen constitucional. En su artículo 10.1 se destaca la conexión entre el principio genérico de la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad, puesto que conforman bienes jurídicos protegidos en la Constitución19. La dignidad personal es una cualidad inherente a la naturaleza humana, que no admite algún tipo de variabilidad (todos somos iguales en dignidad, moralmente equitativos). En principio, la persona no puede alcanzar el libre desarrollo de su personalidad si no tiene conocimiento de los factores que influyen en sus propias decisiones y acciones.
De cualquier forma, la declaración constitucional del libre desarrollo de la personalidad supone que el individuo, por disposición de la norma fundamental, tiene "libertad de acción", esto es, desde un punto de vista jurídico, no tendrá impedimento para ejercer ese dilatado derecho, puesto que es sujeto de la garantía general de libertad, en tanto principio-derecho. Por su parte, Norberto Bobbio considera que la libertad se compendia en la permisión de ejecutar o no determinadas diligencias sin ser obstaculizado por los restantes, por la colectividad como un todo sistémico o, más llanamente, por el Estado aparato o autoridad20.
La libertad de actuación del individuo contenida en el citado principio, guardada toda proporción analógica, consistiría en una especie de manumisión21 del ciudadano, del sujeto de derecho en los esquemas de la democracia constitucional, con la teleología de poder gestionar, operar y realizar las manifestaciones de sus quehaceres. Esa liberalidad, al materializarse, no puede ser total o absoluta, pues en el ámbito del Estado constitucional de derecho, todos debemos sujetarnos a unos límites objetivos para poder convivir en sociedad, situación que cuadra con el pensamiento de uno de los precursores del liberalismo, Montesquieu, cuando esgrime que ".. .la libertad política no consiste en hacer lo que uno quiera.. .Hay que tomar consciencia de lo que es la independencia y de lo que es la libertad" (cursivas propias)22.
En esta línea se inscribe la referida Constitución federal de Bonn, de 1949 pues la libertad de acción en el desarrollo de la personalidad tiene las limitantes referidas líneas arriba. El principio-derecho que analizamos es, en esencia, subjetivo, porque es el individuo y solo él quien decide cuál es la finalidad o el objetivo al que debe desplegar su desarrollo personal, porque es de la plenitud de dicho desarrollo personal de lo que se trata este principio, plenitud que responde a la idea de "hombre libre". Esto se matiza con las tipologías ajustadas de cada sujeto que lo singularizan y, asimismo, diversifican del resto del contingente social, al fijar sus exigencias y pretensiones.
Es la autonomía del sujeto lo que le permite tener libertad de acción y expresar su voluntad. Sin esa franquicia, la libertad estaría desnaturalizada, constreñida, restringida, y no podría hablarse de libertad de elegir, emancipadamente, para alcanzar los objetivos vitales.
Esto no significa que la libertad se tiene que asimilar sin cortapisas, sin limitantes o fronteras, pues ello "solo tendría cabida en un mundo de robinsones, solipsista, incomunicativo y sin historia, donde pudiera desarrollarse un sujeto absolutamente incondicionado"23.
La autonomía individual es la expresión concreta de la libertad del sujeto, que puede manifestar su voluntad sobre todas aquellas cuestiones que, de algún modo, pueden afectar su existencia, es decir, su propósito trascendente, sin el cual está latente la posibilidad de disgregar al ciudadano en la colectividad. Esta autonomía que hace posible el libre desarrollo de la personalidad, de todos modos, se sitúa en un ambiente condicionante, el contexto social que circunda el desarrollo vital del individuo, por lo que su "acción libre" se inserta, obligadamente, en las restricciones que impone dicho contexto, valladares que tienen sujeción primaria en el respeto irrestricto de los derechos de otro, en la moral y en el mandato constitucional y su correspondiente legislación, lo que concierta con el denominado Estado constitucional de derecho.
El paradigma de los derechos humanos y su desconstitucionalización
No cabe duda de que la teoría constitucional y, por consiguiente, aquella de los derechos humanos han generado categorías jurídicas que han adquirido carta de naturaleza y suscitado "tipos referenciales", lo que nos facilita hablar del término paradigma. Este concepto presenta distintos enfoques cognoscitivos, por lo que su definición resulta una tarea compleja.
Para intentar una construcción conceptual es menester acudir a múltiples variables de las que pueden emanar heterogéneos significados. Etimológicamente, el término proviene del latín tardío paradigma y este, del griego antiguo parádeigma, "modelo". La voz está construida por el prefijo pará, (junto a, al lado de) y el sufijo deigma (ejemplo, patrón). Al parecer, la dicción fue utilizada por primera vez por Platón, en "Timeo", escrito en el año 360 a. C. El idealista, al analizar los pensamientos relativos a la instauración del cosmos, así como a los demás especímenes del mundo, describe la existencia de una inaugural causa o representación divina, que sirvió de referencia para la creación del mundo material24.
"Cuando el padre y autor del mundo vio moverse y animarse esta imagen de los dioses eternos, que Él había producido, se gozó en su obra, y lleno de satisfacción, quiso hacerla más semejante aún a su modelo" (cursivas propias)25. Como se puede observar, Platón no empleó literalmente la palabra paradigma; al menos, no consta así en la traducción de Patricio de Azcárate, que es la que citamos en este estudio. El filósofo ateniense emplea el vocablo modelo, aquí recogido, que es el que se toma como equivalente a paradigma.
En este sentido, Ferrater Mora comenta:
Platón concibe con mucha frecuencia las ideas como modelos de las cosas [...]. La doctrina platónica de las ideas constituye la base de una doctrina muy difundida al final del mundo antiguo: la doctrina según la cual las ideas son modelos existentes en el seno de Dios (cursivas propias)26.
Podemos colegir, con Ferrater Mora, que la doctrina platónica de las "impresiones" no constituye un simple modelo -a modo de patrón o muestra- de algo que está en el mundo de las ideas, inmanentes al Creador, sino mucho más que eso: la concepción de un prototipo, como referente de "modelo ejemplar", es decir, como un arquetipo que se ha de considerar digno de ser seguido e imitado, o sea, un paradigma.
Para Aristóteles, en cambio, un paradigma era una prueba que permitía inferir una regla general de casos particulares, como forma de generar conocimiento. Más adelante se llamó "razonamiento deductivo"27.
Por su parte, el físico, filósofo de la ciencia e historiador estadounidense Thomas Samuel Kuhn concibió un concepto de paradigma polisémico, lo que ciertamente no significa que el sustantivo que se intenta definir sea ambiguo y, por consiguiente, no pueda ser explicado epistemológicamente. Según su parecer, el concepto paradigma se enlaza con lo que él llama ciencia normal. Para explicar este concepto, Kuhn señala que "algunos ejemplos aceptados de práctica científica efectiva [...] suministran modelos de los que surgen tradiciones particulares y coherentes de investigación científica" (cursivas propias)28.
Para Zamudio y Castorina, un aspecto importante en el planteamiento de Kuhn es el rol de las instituciones científicas y académicas y de la formación de los científicos en el desarrollo, la evolución, la aceptación y el rechazo de los paradigmas científicos emergentes29.
La ciencia suele estar guiada, en parte, por los paradigmas, que funcionan prioritariamente, sin necesidad de reglas. No se trata de establecer aquí una dilucidación exclusiva o excluyente.
Ahora bien, si intentamos aportar una definición de paradigma en el ámbito forense, como exigencia metodológica, para su conformación conceptual debemos tener presente un conjunto de construcciones teórico-dogmáticas que se han ido decantando en la ciencia jurídica, en particular, en el derecho constitucional. Según la posición metódica de cada autor, se puede hablar de tesis jusfilósoficas, sistemas doctrinales y afirmaciones hermenéuticas, entre otros significantes.
En principio, si no erramos, un paradigma constituye un referente o arquetipo científico, creado a partir de un conjunto de razonamientos que generan un conocimiento acabado y certero de la realidad que se pretende explicar.
Como se puede apreciar, establecer una noción de lo que es un paradigma -específicamente un paradigma jurídico, esto es, del derecho- resulta una tarea científica compleja. Tendríamos que desarrollar una definición que atienda ciertas premisas esenciales para comprender este discernimiento cognitivo.
En el espacio jurídico, la idea de paradigma se nos presenta como un modelo, según la posición sistémica de los teóricos, juristas o usuarios de la fórmula dogmática-reglamentaria a la que hacen referencia; esto responde a una concepción del mundo y de la vida. De ello resulta una innegable visión social o representación general, observable en un determinado orden normativo. El modelo o arquetipo que conforma el paradigma jurídico deviene en un conjunto de estereotipos que se afirman y prevalecen en la conducta social.
La cultura jurídico-política euroatlántica, al constituir una cosmovisión, fija los patrones jurídicos o paradigmas que se despliegan como un conjunto de conocimientos y aseveraciones, que se construyen en la sociedad política y que no son otra cosa que una percepción para relacionar el sistema jurídico, mediante principios o presupuestos. Asimismo, podemos ubicar al paradigma jurídico en un marco conceptual, fundamental, para los valores y las creencias de una sociedad. Este marco le permite a la sociedad decidir cuáles son los aspectos esenciales que deben ser sus objetivos y cuáles bienes jurídicos, ya sean materiales o inmateriales, necesitan mayor protección30.
Como corolario de lo anterior, un paradigma jurídico es estable; permanece inmutable o es difícil de cambiar, pues ha incursionado en la ciencia del derecho, en la confección de principios normativo-institucionales. Por ejemplo, en materia constitucional son paradigmáticos los principios de supremacía de la Constitución, la separación de poderes, la proclamación de la intangibilidad de un sistema de gobierno (en Alemania, la forma republicana de gobierno no puede ser objeto de revisión constitucional) y, desde luego, la afirmación de los derechos humanos; esta última, en tanto parte dogmática de la Ley Fundamental.
Zúñiga considera que los elementos usuales de las Constituciones incluyen el estatuto del poder político y el catálogo de derechos y garantías fundamentales31. Cano y Llano32 coinciden al afirmar que las características principales del paradigma de los sistemas constitucionales son la garantía de los derechos humanos y la supremacía de la Constitución sobre las demás normas jurídicas. Y, para Peces Barba, estos representan los valores y los principios de la sociedad abierta, de la democracia y del Estado de derecho33.
Los derechos humanos vienen a conformar una serie de "prenotados", esto es, ejemplos, modelos o paradigmas que se dan por sentados, o sea, que tienen prioridad en tiempo y espacio y son presupuestos del sistema jurídico34.
Hay que convenir que el establecimiento del Estado constitucional representó, en sí mismo, un cambio de paradigma en la manera de organizar la estructura de la convivencia política. El propio Estado constitucional fue un salto cualitativo, un cambio perentorio en la concepción del orden jurídico-político, que superaba al absolutismo, lo que representó un nuevo prototipo estructural, es decir, normativo-institucional. La materia constitucional quedaba definida en el artículo 16 de la citada Declaración francesa de 1789, cuyo contenido refiere dos principios que son concurrentemente paradigmáticos: reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales y el principio orgánico de la separación de poderes. Lo anterior es la materia nuclear que define al Estado constitucional de derecho.
Comentemos el concepto de desconstitucionalización, utilizado también en el epígrafe de nuestra exposición. Desconstitucionalizar, como verbo activo transitivo, significa "hacer perder la inclinación y la preferencia en cualquier precepto, norma, ley o, la autoridad, establecida por la Constitución"35. Se puede concertar que el tratamiento del concepto de desconstitucionalización arranca en la doctrina francesa con Esmein, Barthelemy y Duez, entre otros, con las aportaciones teóricas de la deconstitutionnalisation par l'effet des revolutions. Esta última es una teoría según la cual algunas de las disposiciones contenidas en una Constitución abrogada por una revolución permanecen en vigor, como disposiciones legislativas ordinarias. Al no tener rango de preceptos constitucionales podían ser modificadas por el Legislativo como una ley ordinaria cualquiera. Lo único que hizo la revolución fue desconstitucionalizarlos, según Esmein36.
En este proceso de desconstitucionalización se acudía al mecanismo de degradar, de rebajar de rango, algún precepto contenido en las leyes constitucionales de 1875 y después, por simple ley ordinaria, poder derogar las disposiciones que ya no tenían fuerza constitucional.
A su vez, la desconstitucionalización se presenta como un fenómeno vinculado a la decadencia o al desplazamiento de lo normativo constitucional, o sea, un proceso de debilitamiento del contenido preceptivo-institucional, de la Ley Fundamental. Bidart Campos ha definido la desconstitucionalización como "la situación irregular del Estado que en su práctica política pone en vigencia un sistema constitucional distinto del normado en la Constitución escrita"37.
Cuando la clase política despliega hábitos o prácticas que se materializan contra la Ley Fundamental, se produce el fenómeno de la desconstitucionalización. En línea con esta idea afirma Pablo Gustavo Hirschmann: "La desconstitucionalización se produce cuando por la acción de los detentadores del poder se instaura una costumbre contra legem"38. Esta práctica también puede originarse formalmente cuando se crean normas en el sistema jurídico que contravienen los contenidos de la Constitución. Asimismo, se presenta este fenómeno cuando se reforma la Lex Superior siguiendo el procedimiento formal establecido en ella, pero quebrantando el contenido material o esencial de la propia Constitución.
Podríamos incluir otro supuesto, llamado por la doctrina "mutación constitucional", que se origina cuando se otorga un significado diferente a un precepto contenido en la Constitución; sin embargo, su letra permanece indemne y sin cambios formales. Esto puede producirse por actos oficiales (actuaciones judiciales o legislativas), por prácticas administrativas o por desuso39. Esta doctrina, desarrollada por Jellinek, ha sido objeto de interpretaciones modernas que añaden otros factores, como el aspecto sociológico. Así, la mutación constitucional representa una incongruencia entre la realidad constitucional y el texto constitucional40.
El tratamiento doctrinal de este concepto también se ha presentado como derogación sociológica de las normas constitucionales. Para Linares Quintana, la desconstitu-cionalización es un abandono de los principios político-liberales del constitucionalismo. Por su parte, Loewenstein se refiere al término como "desvalorización" de la Constitución. El profesor Néstor Sagüés recoge varios enfoques: reducción de la Constitución; derogación sociológica de las disposiciones constitucionales; desmontaje de la Constitución; desvalorización de la Constitución; falseamiento o fraude constitucional, etc.41.
El vaciamiento de los derechos humanos, considerados como una categoría conceptual, puede referirse tanto a la letra como al espíritu, a los fines, los principios y las ideologías que animen la cláusula constitucional. La aplicación de un supuesto de derecho constitucional contrario a la Constitución importa, paralelamente, la inaplicación del derecho constitucional que se le opone.
Podemos colegir que la desconstitucionalización se presenta como un acontecimiento negativo o nocivo cuando se produce un falseamiento normativo o decaimiento de ciertos valores clave. Hablaríamos del fenómeno de desconstitucionalización de los derechos humanos cuando estos pierden su esencia o subsuelo estimativo, lo que conduce a su desnaturalización.
Desarrollo versus banalización de los derechos humanos. Tensión entre exigencias colectivas y pretensiones incoherentes
Se puede afirmar sin titubeos que los derechos humanos tienen un precedente y un fundamento ético-filosófico que excede lo exclusivamente jurídico42. Desde luego, no debemos olvidar que el Estado tiene una función cardinal, que es formalizar los derechos humanos y positivizarlos en la Constitución y en el resto del ordenamiento jurídico. Los derechos fundamentales, sobre todo a partir de la segunda posguerra y en el último cuarto de siglo, han logrado un copioso despliegue en el contexto internacional, pues el tratamiento técnico-jurídico de las libertades públicas ha sido muy importante. Nos referimos a lo que una parte de la doctrina denomina la multiplicación generacional de derechos.
Con la irradiación de las libertades constitucionales se puede hablar de generaciones de derechos. En esta línea, la profesora María Eugenia Rodríguez Palop asienta que "el prisma histórico permite mantener una visión dinámica de los derechos, con la que no podrían excluirse las pretensiones y las necesidades de los seres humanos en su específica condición social y en su contexto concreto"43.
En la decantación de las generaciones de los derechos, en la historia reciente apreciamos reconocimientos de libertades que responden a pretensiones razonablemente dignas que merecen la conformación de un derecho humano y su correspondiente garantía. También advertimos que algunas otras solicitaciones no pueden tener análogo tratamiento, debido a que, por una parte, pueden ser satisfechas por otras vías más adaptadas y, por otra, porque no se corresponden con el fundamento axiológico y los elementos epistemológicos que identifican a todos los derechos humanos en su contenido esencial y es lo que, a nuestro juicio, en una consistente línea valorativa-epistemológica a lo largo de nuestra exposición en este estudio, los adjetiva de paradigmáticos.
Se habla de tres generaciones de derechos humanos, aunque hay quien señala hasta siete generaciones; no obstante, el correr del tiempo no debe condicionar la creación de derechos, puesto que pueden producirse en respuesta a súbitas necesidades sociales. No vamos a detenernos en el análisis de las causas que dieron origen a los derechos humanos, porque eso daría para otra investigación. Hay que convenir que la materialización de auténticos derechos fundamentales ha respondido a diversas reivindicaciones sociales en los ámbitos económico, político, social y cultural. Tampoco soslayamos la dinámica que propicia su propagación. En todo caso consideramos que la progresividad debe ajustarse a una línea axiológica; si no se tiene presente esto, el discernimiento de la dignidad humana quedaría restringido a la simple voluntad individual, cuya consecuencia evidente sería su desnaturalización y se producirían variados falseamientos de la propia naturaleza humana.
Estas manifestaciones no pueden verse como liberaciones y mucho menos podríamos hablar de progreso social. Lo que interesa destacar en la concepción de los derechos humanos es establecer, con meridiana claridad, si las reivindicaciones o necesidades sociales que los produjeron han respondido a una concepción racionalista y estimativa que se traduzca en la interpretación de la realidad social, a la luz de principios y criterios éticos, discernimiento que permite determinar su fundamento, su subsuelo axiológico y, por consiguiente, su condición paradigmática.
Ahora bien, una buena parte de la creación de nuevos derechos no toma en cuenta la realidad óntica del ser humano, lo que soslaya una concepción objetiva y veraz de la dignidad humana, y responde a una concepción esencial e intrínseca de la persona.44 Al no considerarse estas condiciones sustanciales han proliferado derechos fundamentales que instrumentalizan caprichos, emociones, ocurrencias y arbitrariedades, cuya única fuente es la voluntad individual y se pierde de vista la conciencia de pertenecer al mismo género humano y, asimismo, se renuncia a las ideas de objetividad y obligatoriedad, en tanto cualidades inherentes a su propiedad, a su naturaleza.
Ese individualismo exento de límites objetivos, de una base mínima axiológica, de racionalidad misma, que pueda permitir el conocimiento verdadero de las cosas y de la propia dignidad humana, resulta peligroso y hasta perverso, pues empuja a la prevalencia de la ley del más fuerte, donde todo cabe y se relativiza en un nihilismo que pasa a ocupar cualquier "bien" humano, con pretensiones de universalidad. Resulta alarmante y desesperanzadora la tendencia de distintas ideologías que se han apoderado de los órganos legislativos y parlamentos que, al amparo de la legitimidad democrática mayoritaria y en detrimento de las minorías, formalizan noveles derechos humanos que, en su confección, desconocen y hasta desprecian la realidad óntica -esto es, inherente al ser humano-, el pluralismo abierto a la verdad de las cosas, una misma finalidad compartida, unos valores comunes y una ética correspondida, entre otras cuestiones. Establecido lo anterior, podemos hablar de una concepción holística de los derechos fundamentales, es decir, se corresponde con una noción integral, inmanente e indisoluble de dichos derechos. Todas estas ulteriores premisas conforman unos prenotados, unos presupuestos intercambiables y válidos en toda organización jurídico-constitucional ecuménica45.
No cabe duda de que se pueden discutir académicamente las motivaciones, ideologías, exigencias, los caprichos y, en algunos casos, hasta los atropellos, para determinar la existencia de nuevos derechos humanos. Sin embargo, creemos oportuno insistir en nuestra tesis central, misma que reconoce que, para referirse a los derechos fundamentales -que sin duda alguna han sido considerados como presupuestos inexorables del Estado constitucional, constituyendo todo un paradigma-,cuaja inexcusablemente en su confección la delimitación de principios y valores vinculados a la dignidad humana, los cuales resultan categóricos para la fundamentación e identificación de dichos derechos, lo que permite establecer su núcleo y, desde luego, su contenido esencial. Lo anterior, con base en exigencias justificadas, conforme a unas virtudes. Este es el meollo cardinal que, a nuestro juicio, permite caracterizar y distinguir los derechos humanos del resto de los derechos.
No es el lugar para desarrollar suficientes consideraciones sobre los valores, las cuestiones éticas y morales, y los principios que conforman todo un corpus axiológico y filosófico, el cual resultaría necesario para desarrollar un conjunto de reflexiones relativo a la cimentación y justificación de los derechos humanos, aunque brevemente podemos referir a Prieto Salas, quien ha señalado una relación directa entre la moral de una sociedad y el sistema jurídico que se origina de esta46.
Permítannos enunciar aquí la anotación de Pablo Lucas Verdú sobre la dicotomía relatada por el filósofo francés Henri Bergson, entre sociedad cerrada y sociedad abierta. El autor señala que las normas morales cuentan con dos fuentes: la presión social y el impulso amoroso. La moral cerrada, originada por la presión social, inquiere garantizar la vida de la sociedad, fundada en la costumbre de obtener costumbres. Al no ser la presión social exclusiva fuente de la moralidad tampoco puede explicar por completo la del hombre. Si, por un lado, se produce en los usos consuetudinarios, la moral que la sociedad impone y considera obligatoria para sus integrantes, por otro lado es menester admitir la existencia de la moral absoluta, misma que cuadra con la sociedad abierta y cuyos umbrales arrancan desde antiguo, con los sabios filósofos de Grecia, el cristianismo y los profetas de Israel. La moral de la sociedad cerrada es estacionada, indistinta y doblegada; la moral de la sociedad abierta reclama originalidad y cala hondamente en la persona47.
Hablamos entonces de una justificación ética y una motivación política, de conformidad con unos principios atemporales, o sea, que cuadren con un universo y un pluriverso axiológicos, propios del código de valores, ínsito en la cultura jurídico-política euroatlántica. En este trazo se pronuncia la profesora Rodríguez Palop:
La obligación moral de satisfacer una necesidad básica, que constituye el fundamento de un derecho, no puede verse condicionada por la contingencia de que existan o no posibilidades reales para satisfacerla, pues lo importante no es si un derecho puede o no ser disfrutado, sino si su disfrute está o no justificado48.
Cuando no existe una apología ética de los derechos humanos, la creación de estos queda expuesta a situaciones excesivas o hasta imperiosas. Y esta situación puede materializarse inclusive cuando la producción de los derechos se proyecta a partir de cauces democráticos dentro de los parámetros de un gobierno o poder político que, aun legitimado, el órgano legislativo, en su función legifaciente, incorpora derechos fundamentales exponencialmente. Cuando esto es llevado al extremo, pudiera producir un efecto contrario o peligroso, hasta una ruptura y una desintegración en la convivencia política del ser humano, de la civilización. Se correría el grave riesgo de disolver la convivencia político-social. Si no se justifica su instauración, "los derechos humanos acabarían identificándose con los contenidos empíricos del derecho positivo o con los dictámenes del poder político (democrático o no, o democrático en mayor o menor medida), que es quien, en última instancia, interpreta la escasez"49.
Ya el citado Montesquieu trazó unas magistrales líneas sobre la corrupción del principio de la democracia, situación que también puede quebrar la armonía social, cuando habla de la "corrupción de los principios de los tres gobiernos":
El principio de la democracia se corrompe, no solo porque se pierde el sentido de la igualdad, sino también cuando se adquiere el sentido de igualdad extremada, y cuando cada uno quiere ser igual que aquellos a quienes escogió para gobernar50.
Al no tenerse consideraciones sobre la autoridad jurídica que representa al pueblo, lo que viene es un escollo oficial y político perentorio, una crisis de valores y, por consiguiente, unas tribulaciones de gobernabilidad y de convivencia política.
Y si no se respeta a los ancianos, tampoco se respetará a los padres, no se tendrá diferencia para con los maridos, ni sumisión para con los amos. A todos les gustará esta licencia: el peso del mando fatigará, como el de la obediencia. Las mujeres y los niños no tendrán sumisión ante nadie. Y las buenas costumbres, el amor al orden y la virtud, desaparecerán51.
Más adelante, el pensador francés comenta la desventura a la que se puede llegar en el ejercicio de las libertades excesivas y desmesuradas, y señala: "El pueblo, cuanto más obtiene en apariencia de su libertad, más próximo está el momento en que debe perderse"52.
Esta parte del pensamiento de Montesquieu sigue vigente en las sociedades políticas contemporáneas. Si no se fijan unos límites y unos equilibrios entre las libertades reconocidas como derechos humanos, la ciudadanía estará próxima a extraviarse y a envilecerse. Entonces, ¿cómo debe entenderse la libertad en una democracia constitucional? En particular, cuando reconocemos la democracia en sí como un derecho fundamental, se entiende como un sistema integral que incluye aspectos procedimentales y administrativos, pero que no se agota en estos, sino que consagra como elemento esencial la protección de los derechos humanos53.
Desde luego, no se puede dar una solución con pretensiones excepcionales o privilegiadas, pero resulta un imperativo académico discutir este concepto filosófico-epistémico en el foro científico. Ante el interrogante aquí planteado conviene recordar la réplica que el propio teórico de la moderación tributa:
Es cierto que en las democracias parece que el pueblo hace lo que quiere, pero la libertad política no consiste en hacer lo que uno quiera [...]. La democracia y la aristocracia no son estados libres por su naturaleza. La libertad política no se encuentra más que en los Estados moderados; ahora bien, no siempre aparece en ellos, sino solo cuando no se abusa del poder. Pero es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites. ¡Quién lo diría! La misma virtud necesita límites54.
El fundador de la academia también reflexionó sobre las libertades excesivas y afirmó que "a partir de la libertad extrema surge la mayor y más salvaje esclavitud"55. La sociedad política que lleve al extremo las libertades y las transforma en libertinaje se encuentra próxima a instituir en su régimen una acracia, que no es otra cosa que el modelo político de la anarquía, trasladado en demasía. La dinámica que caracteriza la proliferación de los derechos debe cuidar el peligro de la banalización, pues se puede producir la expansión ilimitada y acrítica del catálogo de derechos y reducirlos al relativismo jurídico, lo que se traduce en un despropósito político y social, con una consecuencia fatal: su inevitable periclitación.
El populismo también acecha a la democracia constitucional cuando subyacen conductas sociales que, bajo el disfraz de reivindicaciones, tratan de formalizar derechos humanos que no cuadran con los valores propios de la cultura jurídico-política euroatlántica. La arbitrariedad trata de convertirse en derechos fundamentales.
Por consiguiente, si convenimos que un régimen constitucional -esto es, un Estado constitucional de derecho- implica una organización jurídica restriccionista del poder político para prevenir abusos56, esa misma afirmación puede sostenerse en relación con las libertades públicas (parte dogmática). Las libertades se deben concebir y ejercer racionalmente con mesura y, sobre todo, con responsabilidad. Las libertades con excesiva licencia, así como la opresión desmedida o esclavitud, cuando llueven como tempestades en el pueblo, acarrean los más graves males públicos. Un fidedigno Estado constitucional requiere evitar los extremos: el impulso de desigualdad, lo que conduciría a conformar un régimen oligárquico y el denuedo de igualdad dilatado o acentuado, lo que conduciría ineluctablemente al despotismo, al absolutismo de la mayoría.
La moderación, como virtud ciudadana en toda organización que se precie de ser constitucional, se encuentra al lado de la libertad. Es un necesario binomio, pero, a su vez, para hacer virtuosa a la libertad y no reducirla al libertinaje, debe equidistarse tanto de la libertad excesiva como de la opresión tiránica.
Nuestra intención, preocupación y provocación epistemológica, en este ejercicio científico, ha sido poner en consideración las anteriores reflexiones y someterlas a la discusión académica. En nuestra democracia constitucional, las emergentes demandas ciudadanas que anhelan convertirse en derechos fundamentales deberán ser deliberadas detenidamente y contar con criterios para determinar si en aquellas se amparan legítimas pretensiones colectivas o solo meras reivindicaciones vejatorias o arbitrarias.
Conclusiones
Las libertades jurídicas se recogen en las Constituciones, pero no se agotan en estas. Dichas libertades revisten un amplio ámbito exegético, cuya protección constitucional es muy dilatada. El libre desarrollo de la personalidad aquí discernido como principio-derecho, a partir de su naturaleza como fuente jurídica, integra un mandato objetivo cuando se constitucionaliza y, por tanto, adquiere un valor preponderante en el ordenamiento jurídico, aunque, por su carácter genérico, no consagre ninguna construcción dogmática. Desde esta perspectiva, el libre desarrollo de la personalidad conforma un conjunto abierto de libertades.
Las Constituciones alemana y española normativizan este principio-derecho, al prescribir unos límites en el contenido de los apuntados textos fundamentales. Anuncian con ello que todo desarrollo formal o hermenéutico con relación al libre desarrollo de la personalidad no puede ser considerado un referente absoluto, pues conforman liberaciones innominadas que el Estado debe reconocer y preservar, siempre y cuando su despliegue sea lícito, no afecte los derechos de los demás o el orden constitucional ni atente contra la moral.
Por su parte, un paradigma es un referente o arquetipo científico, creado a partir de un conjunto de razonamientos que originan un conocimiento pleno y certero de la realidad que se pretende explicar, visible en un ordenamiento jurídico específico. Conforme con esta óptica, los derechos humanos configuran el paradigma en el Estado contemporáneo.
De igual modo, la desconstitucionalización se presenta como un fenómeno vinculado a la decadencia o al desplazamiento de lo normativo constitucional, es decir, un proceso de vaciamiento del contenido normativo-institucional de la Ley Fundamental. En los ordenamientos jurídicos contemporáneos, se observa una desnaturalización galopante, que pone en riesgo el núcleo esencial axiológico-valorativo de los derechos fundamentales.
La autoridad estatal que representa al pueblo, al no tener presentes las anteriores consideraciones, propicia una crisis oficial y política, que se traduce en un déficit axiológico, en unas tribulaciones de gobernabilidad y de convivencia política, que se observan en distintos Estados con una desconstitucionalización de la normatividad jurídica, específicamente de los derechos fundamentales. Es menester recuperar, entonces, de forma perentoria, un equilibrio y unas consideraciones objetivas, estimativas y humanistas entre las diversas libertades públicas.
A nuestro juicio, la creación de nuevos derechos humanos, no obstante sujetarse a los aspectos formales de la legislación constitucional y secundaria, produce una actividad o un fenómeno que hemos denominado desconstitucionalización (en el caso que nos ocupa, vaciamiento del contenido ético-estimativo), en situaciones en las que no se respeten los principios axiológicos que informan y constituyen el núcleo de los derechos fundamentales y que, por supuesto, permite adjetivarlos de paradigmáticos.
Consideramos que parte del problema de la creación de nuevos derechos reside en que prescinden de la realidad óntica del ser humano. Al no considerarse estas premisas han proliferado derechos fundamentales que formalizan caprichos, emociones, ocurrencias y hasta arbitrariedades, cuya única fuente es la voluntad individual (subjetivismo-relativismo); se pierde de vista la conciencia de pertenecer al mismo género humano y se renuncia a las ideas de objetividad y obligatoriedad, en tanto cualidades inherentes a su propiedad, con un individualismo sin una mínima base axiológica. Es desalentadora la tendencia de ideologías que coaptan los Parlamentos, los cuales, al amparo de la legitimidad democrática mayoritaria y en detrimento de las minorías, presentan noveles derechos humanos que desconocen y desprecian la realidad ontológica del ser humano y el pluralismo abierto a la verdad, los valores comunes y la ética.