Introducción: las raíces éticas de la justificación racional
Un modo habitual de comprender la relación entre ética y filosofía es el siguiente: mientras que estas disciplinas se hallaban indisolublemente ligadas en la antigüedad, en particular en Grecia, con el advenimiento de la modernidad la ética se convirtió en una disciplina específica y dejó de formar parte del ámbito de incumbencia de la filosofía primera, i.e. de la pregunta por la fundamentación última de lo que es. En efecto, si Platón organizó la arquitectura del mundo eidético en torno a la idea tou agathou y Aristóteles hizo de la actitud contemplativa la realización misma de la vida buena, parece a todas luces evidente que en la modernidad tal vínculo se tornó más débil, al punto que razón teórica y razón práctica se convirtieron en objetos de consideración independiente. Descartes, por ejemplo, en el prefacio a la edición francesa de los Principia, afirmó que en el árbol de la ciencia, "las raíces son la metafísica, el trono es la física y las ramas que emergen de ese tronco son las ciencias restantes, que pueden reducirse a tres, a saber, la medicina, la mecánica y la moral" (Descartes IX: 14) y que en tanto en cuestiones de moralidad no es posible la apodicticidad, la potestad de establecer los estándares morales compete al soberano y no al filósofo: "Es verdad -nos dice en una carta a Chanaut- que normalmente me niego a poner por escrito mis pensamientos sobre la moralidad, [porque] creo que solo los soberanos [...] tienen derecho a ocuparse de la regulación de la moral de otras personas" (Descartes V: 86-87). Así, la moralidad no es ámbito de incumbencia de la filosofía por cuanto esta se ocupa de proveer las bases fundamentales y apodícticamente ciertas del conocimiento; la moralidad, por su parte, no corresponde al ámbito del conocimiento claro y distinto, sino al de la legislación; de ahí que sea tarea del soberano. Kant, por su parte, quien sitúa la razón práctica en el centro de su elucidación de la razón, insiste empero en que la ética nada tiene que ver con el conocimiento; en sus palabras, "la metafísica es imposible [...] si no separamos las 'ideas de razón' de los 'conceptos del entendimiento" (Kant §41).
Otro tanto vale, podría decirse, de la fenomenología clásica y es por cierto difícil hallar consideraciones siquiera cercanas a la ética en las Investigaciones lógicas (Husser 1999) o en El ser y el tiempo (Heidegger). En este sentido, es conocida la tesis de Lévinas según la cual es necesario invertir la prioridad otorgada por la fenomenología -y por Heidegger en particular- a la ontología (cf. Lévinas 38-39), para hacer de la ética la filosofía primera: "La ética, más allá de la visión y la certeza, dibuja la estructura de la exterioridad como tal. La moral no es una rama de la filosofía, sino la filosofía primera" (Lévinas 340, traducción propia).
No obstante ello, querría aquí cuestionar esta línea de lectura tradicional y sugerir que, como mostraré ejemplarmente en el caso de Husserl, la filosofía trascendental de Kant a Heidegger ha de entenderse como una forma de rehabilitación, si bien en términos propios y peculiares, de la inextricable relación que unió ética y filosofía en sus orígenes. En particular, sostendré que la concepción fenomenológica de la experiencia y, en particular, su modo de elucidar la objetividad, depende de la vigencia de un cierto ideal de racionalidad como ideal ético que orienta nuestras acciones. Se trata de lo que Husserl, en sus artículos para la revista japonesa The Kaizo de comienzos de la década de 1920, denomina el ideal de renovación. Dicho ideal cumple una doble función, como argumentaré. Por un lado, permite dar cuenta de la tendencia normativa a la corrección sobre la que se asienta la comprensión husserliana de la objetividad; por otro, permite dar cuenta de la motivación sobre la que se asienta la adopción de una actitud peculiar, la actitud fenomenológica o trascendental, que caracteriza el quehacer filosófico. Solo en la medida en que nos guiamos por tal ideal se nos revela la racionalidad de abandonar nuestras creencias ingenuas acerca de la existencia del mundo y sus propiedades -aquellas que caracterizan lo que Husserl denomina 'actitud natural'- y asumir la forma radical de interrogación que caracteriza a la fenomenología. En otros términos, solo así la filosofía halla lo que Husserl denomina su 'motivación racional'.
Procederé del siguiente modo. En la primera sección, presentaré una caracterización de la noción husserliana de experiencia en términos normativos. A partir de allí, especificaré las condiciones para el conocimiento objetivo y plantearé el problema de la motivación -es decir, el problema de la fuente de nuestro asentimiento a ciertas normas que gobiernan nuestra experiencia y fijan estándares de corrección para esta- como un problema central de toda elucidación normativa de la experiencia. En la segunda sección, analizaré los desafíos específicos que el problema de la motivación halla a partir de la constatación husserliana de la provisoriedad de toda certeza empírica y las potenciales consecuencias escépticas de dicha tesis. Finalmente, en la tercera sección, me abocaré a analizar la caracterización husserliana de la renovación (Erneuerung) como ideal, en particular en el tercer ensayo escrito para la revista The Kaizo, como una respuesta al problema de la motivación y un modo de fundar la objetividad de nuestra experiencia.1 La idea de "renovación" tiene un sentido ético específico pero, al mismo tiempo, como sugeriré, reviste un alcance mucho mayor que permite echar luz sobre el modo peculiar en que Husserl funda en un cierto ideal ético la búsqueda fenomenológica de la verdad. Es menester aclarar que no pretendo aquí indagar las particularidades de la ética husserliana, que constituye por pleno derecho un campo independiente y fecundo de investigación. Más bien, querría interrogar en qué medida la postulación husserliana de la renovación como ideal de la vida humana permite dar cuenta de la dimensión ética (o existencial, como sugiere McGuirk) de la justificación racional.
Adicionalmente, ello permitirá comprender la relación entre existencia humana y filosofía que lleva a Husserl a afirmar, en el último parágrafo de la Crisis de las ciencias europeas, que la fenomenología trascendental es la máxima realización de la razón contenida en el ideal de humanidad -una razón que no admite distinción entre razón teórica y práctica- que conduce a un tiempo a la autonomía y a la vida dichosa (cf.Husserl 2010 308).
Experiencia, evidencia y justificación racional
Como no ha dejado de señalarse (por ejemplo, cf. Sokolowski I-II), el rasgo esencial y recurrente de la fenomenología de Husserl, i.e. aquella estructura que permea toda su obra, es la de intención vacía-plenificación intuitiva (o, a la sazón, otras formas de esta como el contraste parte-todo o ausencia-presencia). Gran parte de los esfuerzos de Husserl, ya desde sus Investigaciones lógicas, apunta a brindar una elucidación adecuada del modo en que somos capaces de experimentar un contenido intencional sin que ello suponga que experimentamos realiter, en carne y hueso, todas sus determinaciones pero, a la vez, sin que ello implique que nos hallamos meramente ante un subrogado representacional del objeto mentado. Todo objeto es pues experimentado sobre un transfondo u horizonte de indeterminación constituido por aspectos no percibidos pero co-dados. Así pues, toda experiencia tiene un carácter presuntivo. Dicho de otro modo, si bien pueden especificarse condiciones de adecuación para la experiencia, esta no es nunca en sí apodíctica.
Consideremos un caso muy simple de percepción, la percepción de una caja de cigarros frente a mí. Desde mi posición actual, solo puedo ver la parte superior y uno de los lados. Husserl denomina 'escorzo' (Abschatung) a cada uno de estos modos bajo los que el objeto se presenta. Pero lo que veo es sin más la caja de cigarros y no meramente un lado de ella que anuncia algo que no es visible. Husserl insiste en que ello no supone inferencia alguna: si el objeto como un todo no se diera en cada escorzo, no podríamos experimentar cada uno de ellos como es-corzos de un mismo objeto ni podríamos distinguir entre un objeto y otro.2 Es en este sentido que el objeto -lo que Husserl denomina el nóema- es la regla que gobierna el modo en que organizamos los diferentes aspectos del mundo que nos son dados.3 En términos de Husserl, la experiencia se halla articulada por una serie de nexos intencionales que configuran el espacio modal de lo experimentable (cf. Husserl § 47 55.). Así, incluso las más simples experiencias perceptivas se hallan normativamente impregnadas.4
Como ha señalado Crowell, tal normatividad establece "las condiciones para la posesión de 'contenido intencional', para estar intencionalmente dirigidos al mundo" (2012 1). El argumento de Crowell procede, muy esquemáticamente, del siguiente modo: es condición de la posesión de contenido intencional cierta 'responsibidad' (re5pon5Í-vene5s) a distinciones normativas;5 ello se funda en que la posesión de contenido intencional guarda una relación normativa con mis propias creencias, de modo que establece criterios de corrección para estas. Por ejemplo, la creencia de que hay un objeto material frente a mí, digamos, un florero verde, no es el mero resultado del impacto causal de las propiedades sensibles del objeto sobre mí, sino que involucra una serie de compromisos tales como que, si toco el objeto, este ofrecerá una cierta resistencia o que, si giro en torno a él, podré ver su otra cara. Ahora bien, tal responsibidad a distinciones normativas requiere dotar de sentido a la posibilidad de que yo mismo falle en responder a la norma -este es el modo en que puede modelarse la noción de objetividad en términos normativos-. En efecto, la posibilidad de referencia objetiva supone la posibilidad de distinguir entre lo que me parece correcto y lo que es correcto (cf. Wittgenstein § 258) o, en palabras de Haugeland (cf. 310 55.), entre el correcto funcionamiento de, por ejemplo, mi aparato perceptivo y el 'ver las cosas como son' (getting thíng5 right). Supongamos que estoy frente a un holograma extremadamente sofisticado de un florero verde. Al verlo por vez primera, la vivencia impresional es indistinguible de una experiencia visual de un florero verde real. Pero aun cuando de hecho he visto un florero verde allí delante, y cuando el funcionamiento de mi aparato ocular no presenta ninguna falla, no obstante no he visto el mundo como de hecho el mundo es. Pero la posibilidad de que falle se halla ligada a la posibilidad de poner a prueba el contenido de mi vivencia y la creencia concomitante -lo que Husserl denomina la modalidad doxástica de esta-, a la luz tanto de mi experiencia ulterior -intento tocar el florero y mi mano lo atraviesa- como a la luz de la experiencia de otros: otro que, por ejemplo, dada la perspectiva desde la que se encuentra frente al presunto florero, de hecho no ve un florero verde allí. En esos casos estaríamos dispuestos a corregirnos, a abandonar la creencia inicial y a poner en entredicho el contenido intencional de la vivencia inicial como una vivencia de un florero verde.
Pero, ¿dónde reside la motivación para tal autocorrección? ¿Por qué no persistir obstinadamente en la creencia inicial? ¿Por qué no concluir que alguien reemplazó el florero por una mera imagen de este entre el momento inicial y el momento en que intento tocarlo? ¿Por qué no cuestionar la autoridad de la experiencia del otro? Sin duda, aun cuando en contextos específicos tales alternativas puedan ser sensatas, en general creeríamos que la corrección a la luz de la experiencia ulterior y la experiencia de los otros es aquello que es racional hacer. ¿Pero en qué consiste tal racionalidad? La elucidación de la experiencia y, con ello, de la objetividad en términos normativos pone en primer plano la pregunta por la motivación a regirnos por las normas que gobiernan tal experiencia del mundo. ¿Se trata de una mera tendencia psicológica, como lo creyera Hume, una disposición instanciada en nuestros mecanismos neurobiológicos? ¿Es un principio lógico a priori?
Antes de considerar con más detalle esta pregunta, quisiera sugerir una posible objeción al anterior planteo. Incluso si reconocemos que la objetividad involucra consideraciones normativas, ello no implica de suyo trasladar tales consideraciones a, por ejemplo, el ámbito de la percepción. En el caso anterior, aun cuando puede que mi percepción de un florero verde no haya sido la percepción de un florero real, eso no merma en absoluto el hecho de que he visto un florero verde.
Este problema puede ser abordado con mayor claridad a partir de una conocida distinción, aquella entre el contenido de una experiencia sensorial individual -mi sensación de rojo- y el contenido de la experiencia en tanto se refiere al mundo objetivo y tiene pretensiones veritativas.6
Esta distinción puede rastrearse hasta la distinción kantiana entre juicios de percepción ("Esta piedra se ve grande") y juicios de experiencia ("La piedra es grande") (cf. Kant § 18). La explicación tradicional kantiana de esta distinción sugiere que solo en el caso de estos últimos la multiplicidad sensible se subsume bajo las categorías, es decir, solo los juicios de experiencia involucran reglas objetivas que van más allá de la mera asociación sensible (cf. Longuenesse 170-180).
Ello supone que podemos tener un tipo de experiencia (la mera vivencia, digamos) sin que haya normas involucradas. En ese caso habría un tipo de síntesis que no involucra reglas y, por ende, tampoco objetividad.
La fenomenología, en cambio, cuestiona la posibilidad misma de que exista tal tipo de experiencia, precisamente en tanto no habría modo de dar cuenta de mi ver un florero verde allí si distingo entre mi experiencia subjetiva de ver verde y el ser verde del florero, una distinción que es menester superar para dar cuenta de la objetividad. Como ha argumentado Wilfrid Sellars (cf. 140-153), solo tiene sentido la idea de que algo sea verde como una propiedad que se exhibe en su verse verde para mí. Si no puedo dar cuenta de la relación entre el verse verde del objeto para mí y su ser verde y, al mismo tiempo, ser capaz de dar cuenta de la distinción entre que algo meramente me parezca verde (pero sea azul) y que sea de hecho verde, la posibilidad de que la percepción sea una percepción del mundo se torna ininteligible.
Ahora bien, que algo meramente me parezca verde puede entenderse en dos sentidos. En el primero de ellos, que algo me parezca meramente verde puede querer decir que tengo una experiencia indeterminada de verde que no puedo adscribir a ningún objeto. Sean o no posibles tales experiencias para los sujetos humanos,7 es indudable que tal experiencia sería incompleta o indeterminada (eso es lo que funda el hecho de que "meramente" me parezca verde).8 Si experimentase verde sin especificar nada que es presentado de ese modo, me encontraría perplejo y, lo que es más importante, tendría la tendencia a ver ese color o bien como la presentación de algo o bien como no presentando nada en absoluto, como un mero reflejo o espasmo.9
En un segundo sentido, es posible que algo me parezca verde pero sea en realidad azul. Puede ilustrarse este punto tomando un célebre ejemplo de Sellars. Imaginemos que voy a comprar una corbata y escojo una en particular porque su color verde va sin dudas bien con mi chaqueta gris. Pero al volver a mi casa, la corbata se ve azul. Me froto los ojos, enciendo la luz, me acerco a la ventana y la corbata sigue siendo azul. Así que concluyo que es en verdad azul y que algo extraño en la iluminación del local donde la compré hizo que la viera verde. Lo que el ejemplo revela es que la diferencia entre la corbata viéndose verde y su ser azul puede elucidarse a partir de la evaluación normativa que incluye las condiciones del acto perceptivo, mi estado corporal y ciertas normas asociadas a la percepción del color (cf.Ainbinder 2016 para un análisis pormenorizado de estas). Esta evaluación tiene lugar como parte de un proceso en que el "verdadero" color del objeto funciona como un optimum que organiza el curso de mi experiencia.10
Lo que aquí está en juego es que la percepción de algo -y en general cualquier acto intencional dirigido al mundo- involucra una pretensión de objetividad basada en normas que gobiernan la percepción: incluso en los casos perceptivos más básicos, un horizonte de posibles apariciones escorzadas del objeto, otros objetos (por ejemplo, la pared verde en la corbatería a la que puedo atribuir la ilusión de verla verde) y el decurso temporal son determinantes para la experiencia del objeto. En términos husserlianos, todos estos aspectos son articulados mediante una demanda normativa de coherencia (Einstimmigkeit) que gobierna el proceso perceptivo y que deja siempre abierta la posibilidad de ulteriores decepciones que echen por tierra las pretensiones de objetividad de mi experiencia inicial. Ahora bien, ¿qué es lo que motiva que someta mis creencias y la evaluación del contenido de mi experiencia a tales normas? ¿Por qué no permanecer más bien obstinadamente en mi certeza de que la corbata era verde y ahora es azul?
Motivación y responsabilidad
Hemos visto que la caracterización husserliana de la experiencia supone que esta -incluidas nuestras creencias y deseos, así como el modo de posicionalidad característico de nuestras vivencias- se halla siempre sujeta a revisión.
Un corolario posible y casi inmediato de tal caracterización de la experiencia es lo que Hegel llama el camino de la de5e5peracíón e5céptíca. Husserl parece próximo a esta idea cuando afirma, en el mencionado tercer artículo para la revista The Kaízo:
Cuanto más vive el hombre en lo infinito y más conscientemente contempla las posibilidades de la vida y la acción futura, más se destaca para él la abierta infinitud de posibles decepciones y sobreviene una insatisfacción que al final -en el reconocimiento de su propia libertad de elección y libertad de la razón- se convierte en una insatisfacción consigo mismo y con su obrar. (1989 32)
Es precisamente esa insatisfacción la que orienta al hombre a buscar cada vez renovada evidencia en pos de superar las potenciales decepciones y, con ello, poner en entredicho la unidad misma de su vida racional. Unas pocas páginas más adelante, Husserl propone asumir como punto de partida "la capacidad que pertenece a la esencia del hombre de la autoconciencia en el sentido pregnante de una autocon-sideración (inspectio sui) y la capacidad en ella fundada de posicionarse reflexivamente frente sí mismo y su propia vida" (Hua XXVII 23). En un tono decididamente kantiano, añade luego que esta capacidad presupone "la capacidad (por parte del hombre) de 'frenar' en su eficacia su actuar pasivo (ser movido conscientemente) y los presupuestos pasivos que lo motivan (inclinaciones, opiniones)", para recién luego, y como resultado de una deliberación, llegar a la acción (cf.Husserl 1989 24).
Pero aquí surge la pregunta acerca de las motivaciones para la adopción de tal actitud reflexiva. Al fin de cuentas, nada parece obligarnos al ejercicio de tales capacidades y, aun cuando estas nos distingan, como señala Husserl, de los animales (cf. Husserl 1989 24 infine), el mero hecho de ser humanos no puede fungir como fuente de tal motivación. En efecto, la mera posesión de la capacidad de someter a escrutinio normativo nuestra propia experiencia -que Husserl caracteriza en términos de una inspectio sui- no funda el hecho de que el ejercicio de tal capacidad sea efectivamente asumido como una norma, un valor, que orienta la vida de la conciencia en su totalidad. Más bien, la motivación de la adopción de la actitud reflexiva debe entenderse en términos de un tender (Streben) racional a comprender la propia vida en términos de razones (cf. Husserl 1989 29). Este tender asume la forma de un deseo (Wunsch und Wille) de justificación (Rechtfertigung), un deseo de "una vida cuyo sujeto sea capaz de justificarse en cada ocasión y de manera perfecta" (Husserl 1989 32, traducción propia).
Esta tendencia racional no es sino la contraparte de una experiencia siempre presuntiva abierta a una infinitud de posibles decepciones. Sin embargo, el motivo escéptico no prima aquí sino que es más bien la motivación para el establecimiento de un método -que no es sino la fenomenología- en pos de un ideal de justificación fundado, precisamente, en la libertad de la razón. Así pues, el reconocimiento de la imposibilidad de una satisfacción completa del ideal de apodicticidad conlleva la asunción de la ciencia como tarea fundamental del hombre. Y ello no ocurre en pos de la ampliación del reino del saber en términos de la extensión del conocimiento entendido en términos factuales, sino en pos de la progresiva extensión de la evidencia como única fuente de legitimidad de tales saberes. La evidencia se convierte así en un motivo ético de la vida humana: la búsqueda de la evidencia como fuente de justificación de mis creencias, valores y acciones es el ideal de la vida feliz, i.e científica.
Cabe introducir una breve nota sobre la noción de evidencia. Como ha señalado Crowell (2013 82), el problema de la evidencia no es primariamente para Husserl un problema epistemológico, es decir, de justificación de un juicio, sino que se funda en la necesidad por parte del filósofo de ajustar su indagación a un ideal absoluto de responsabilidad. Así, el privilegio de la primera persona en la indagación fenomenológica no se funda en alguna pretendida inmediatez en la relación del sujeto con sus propios estados intencionales -como si hubiera un modo privilegiado de acceso a mis propios estados que garantiza su certeza-. Ello supondría la reintroducción de un hiato entre mis representaciones internas y el mundo, hiato a cuya superación se orienta precisamente el énfasis husserliano en la correlación como rasgo característico de los actos intencionales. Más bien, la primacía de la primera persona en el análisis fenomenológico se basa en el hecho de que es el sujeto mismo quien, por sí mismo, debe responder por la Rechtheit de sus creencias y deseos. Es precisamente en este sentido que ha de entenderse la controversial extensión por parte de Husserl de la noción de intuición más allá del caso perceptivo básico (intuición categorial, intuición axiológica). Aquello que 'intuición' mienta no es sino el modo en que una experiencia determinada cumple la función deplenificar, es decir, de tornar evidente, un juicio, sea este del tipo que fuere (cf. Husserl 2003, § 138; Nenon 65 ss.).
Ello explica, por otra parte, la insistencia de Husserl en la iterabilidad, el immer weiter, como rasgo esencial del método fenomenológico. Como ha señalado Mohanty "para Husserl toda constitución involucra una infinitud, la posibilidad de reiteración y la idea de 'immer weiter'" (1995 116). Como será evidente a partir de la anterior caracterización de la experiencia y su carácter presuntivo, la centralidad de la reiteración no es meramente, como en el caso del método experimental clásico, un dispositivo de prueba, sino el correlato del carácter esencialmente presuntivo y abierto de todo conocimiento para el entendimiento finito. Solo un entendimiento que es capaz de obrar poniendo siempre a prueba su propia certeza es capaz de orientarse por el ideal de la razón.
Ahora bien, este ideal de la razón no tiene un sentido meramente epistémico sino ético. Para que efectivamente este sea capaz de motivar la tendencia a la corrección racional en términos de la estructura normativa de la experiencia, es necesario que tal ideal sea asumido como un valor. Tal valor asume la forma del ideal de renovación.
La renovación como ideal
Dentro del complejo y no siempre consistente desarrollo de la ética husserliana,11 los artículos para la revista The Kaizo, de 1922-1924, ocupan un lugar particular. Allí, Husserl hace de la renovación del hombre el tema central de toda ética:
La renovación del hombre -del hombre individual y de la humanidad comunalizada- es el tema supremo de toda ética. La vida ética es esencialmente una vida que se sitúa conscientemente bajo la idea de renovación, que se deja guiar y configurar voluntariamente por ella. (Husserl 1989 20; 24-28)
La centralidad otorgada a la idea de renovación aquí puede resultar sorprendente. Dicha idea se halla ausente de los escritos éticos tempranos de Husserl y, si bien ocupa, como es sabido, un lugar central en la Crisis, lo hace siempre en relación con el llamado a la renovación de la cultura, en particular de la cultura europea, precisamente en un contexto de crisis. Pero consideraciones contextuales como las que parecen dominar el pesimismo del Husserl de los años 20 no pueden motivar y menos aún acreditar fenomenológicamente la tesis según la cual la renovación es el ideal supremo de toda ética. Por lo demás, como ha hecho notar James McGuirk (cf. 39), el tercero de los artículos de The Kaizo es especialmente relevante en este sentido, puesto que allí y solo allí la idea de renovación es situada en el centro de la vida individual (recordemos que, precisamente, el título del artículo es "Renovación como problema ético individual").
Husserl presenta el problema de la renovación para la vida individual a partir de su articulación con la vocación que, como veremos, retoma el problema de la unidad de la vida de la consciencia a la que me he referido en la sección anterior.
La noción de vocación cumple una función crucial en el contexto de la ética husserliana. No solo porque permite, como no ha dejado de señalarse, contrabalancear el excesivo racionalismo y formalismo moral de la ética de Góttingen (cf. Drummond; Melle), sino porque satisface una función metodológica fundamental. La vocación funciona, según Husserl, como un principio ordenador de la vida como totalidad, seleccionando ciertos valores que operarán como "punto fijo" para la determinación de lo correcto y lo incorrecto. Así pues, la vocación establece una identidad práctica (ser artista, líder político, madre o clérigo) -el término es de Korsgaard (cf. 1996), quien lo define como "una descripción bajo la que valoro"-, que orienta la vida entera en pos de una armonía entre sus múltiples determinaciones. Lo que está en juego en última instancia es la unidad misma de la vida de la consciencia. En este sentido, ha de entenderse la suspensión del principio de absorción12 (cf Melle 13), que tiene lugar cuando prima el amor o la vocación como principio ético. En el conocido ejemplo de Husserl, quien se debate entre el amor a la patria y el amor a su hijo no se debate entre dos valores que puedan ser ordenados a priori y con independencia de toda identidad práctica. Pero ello no implica arbitrariedad ni relativismo moral alguno: porque desde el punto de vista de una identidad práctica cada valor es absoluto y en su mantenimiento está en juego la conservación misma del yo como tal. Y ese es el valor supremo, cifrado en la noción de Rechtheit que determina todas las identidades prácticas como tales. Una identidad práctica, una vocación, que conduzca no a la unidad sino a la disolución de la unidad de la vida de la conciencia es una con-tradictio in adjecto.13
Pero es aquí donde rebasamos el terreno de la ética considerada como un campo ligado a la acción práctica y la moralidad, debido a que la vocación se asienta sobre un principio general de unidad de la vida de la consciencia, principio cuyo alcance es mucho más general y que rige tanto la vida teórica como la vida práctica, la percepción simple y la vida espiritual. El tender a tal unidad -que Husserl caracteriza como un dar a la propia vida la forma de "una vida satisfactoria, 'dichosa' (glückselig)" (Husserl 1989 25)- no es sino, como hemos visto, el principio supremo de la vida de la conciencia. Como señala Nenon:
El tender a la corrección en cada una de nuestras tomas de posición (position-takings) surge de un deseo, inherente a la vida consciente misma, el deseo de orientar las propias creencias, valores y acciones en dirección a algo que se capaz de sostenerse y verse rubricado en el curso ulterior de la experiencia (67).
Ahora bien, hechas estas consideraciones, parece hallarse aún más lejos la posibilidad de comprender la importancia asignada por Husserl a la idea de renovación. ¿No es más bien la estabilidad, la impertérrita unidad del alma consigo misma, el ideal de vida que se desprende de las anteriores consideraciones?
Para responder a estos interrogantes, debemos volver sobre la noción husserliana de experiencia y los constraints metodológicos que esta impone.
Como he señalado, la caracterización de la experiencia en clave normativa supone que esta se halla siempre abierta a revisión, que se caracteriza por una esencial presuntividad. Y ello vale tanto para la experiencia perceptiva simple y la unidad del objeto en el devenir horizóntico de la percepción, como para las creencias cuyo valor de verdad se halla asimismo siempre abierto a escrutinio racional; e incluso, podemos agregar ahora, para la identidad práctica del sujeto mismo concebida a la luz de una vocación, puesto que ser un (buen) padre, un (buen) docente o una (buena) científica no establece de una vez por todas un contenido determinado que determina el obrar, sino más bien un modo de evaluar, a la luz de esa norma, nuestras acciones, creencias y deseos. Si recordamos el pasaje de Husserl antes citado, según el cual se destaca para el hombre "la abierta infinitud de posibles decepciones y sobreviene una insatisfacción que al final -en el reconocimiento de su propia libertad de elección y libertad de la razón- se convierte en una insatisfacción consigo mismo y con su obrar" (Hua XXVII: 32), podemos ahora entenderla bajo una nueva luz. Lejos de conducir a la desesperación escéptica -o precisamente para no conducir a ella-, tal insatisfacción debe asumirse como la clave de bóveda misma de la propia identidad. Ahora podrá verse con mayor claridad por qué la renovación es el motivo fundamental de la ética, pues solo una vida que es capaz siempre de renovarse a sí misma es una vida capaz de conducirse a su unidad consigo misma como ideal. Se trata, pues, de la disposición a dar siempre nuevamente cuenta de sí.14
En este sentido, la noción husserliana de renovación torna operativo el mandato kantiano de la autonomía, inscribiéndolo en el carácter siempre presuntivo de nuestra experiencia y en la vivencia de tal imperfección. De lo que se trata al responder al ideal de renovación es de en cada ocasión y siempre ser capaz de asumir la carga de ser la fuente normativa del ordenamiento que descubrimos en el mundo (renovando la evidencia disponible, renovando la experiencia sobre la que el juicio se basa, incluso transformándonos a nosotros mismos con ello). Así, la unidad del sí-mismo no se contrapone a la demanda de renovación, sino que se realiza a través de ella, pues solo una vida que está siempre sujeta a renovarse y que asume ello como su principio puede ser una en medio de las variaciones de una experiencia signada por la presuntividad. Ello no se restringe, claro, a la filosofía como vocación. Toda vocación lleva en sí la demanda de un orientarse a la unidad de la propia vida, es decir, toda vocación se rige por el deseo de justificación (Rechtfertigung). Y es en este sentido que la vocación -guiada por el amor- no entra en tensión con el ideal de racionalidad -enfatizado por Husserl en su período de Góttingen- sino que lo complementa, dotando de un contenido al principio de unidad de la vida que es correlato de la demanda de justificación de sí y que constituye el contenido fundamental de toda ética.
Así, la filosofía primera se reconcilia con la ética en un sentido fundamental, no porque la ética tenga un sentido primario frente a la elucidación de la racionalidad en un sentido más amplio -epistémico, por ejemplo-, sino porque tal elucidación es en sí misma una tarea ética que supone la asunción de tal racionalidad como un valor. En este sentido, como ha señalado John Drummond, "sea cual fuere nuestra vocación, todos estamos llamados, no necesariamente a ser filósofos, pero sí a ser filosóficos" (181). Es por ello que Husserl puede, en el ya mencionado parágrafo final de la Crisis de las ciencias europeas, identificar filosofía, autonomía y felicidad, pues una vida autónoma se realiza a partir de ese impulso filosófico que es capaz de proveer la dicha de la unidad de la vida consigo misma.15