Introducción
Messkirch, una pequeña comunidad de la Selva Negra, puede, con justicia, estar ampliamente orgullosa de su contribución al pensamiento contemporáneo. Allí nació uno de los filósofos más destacados de la historia de Occidente. Estoy hablando, claro está, de Martin Heidegger. Allí también el día 31 de marzo de 1906, casi 13 años después del nacimiento del autor de Ser y Tiempo, en el seno de una familia amiga de la de Heidegger, vino al mundo uno de los filósofos de la religión, sin lugar a dudas, más importantes del siglo pasado. Me refiero a Bernhard Welte. A pesar de la importancia objetiva de su obra1 y a pesar también del vínculo subjetivo que une a América Latina con su figura a través del Stipendienwerk -institución surgida de su iniciativa personal2 y que aún hoy sigue promoviendo la formación de numerosos becarios latinoamericanos en Alemania- su pensamiento, en el contexto de nuestro medio académico, sigue siendo poco conocido y, en mi modesta opinión, no suficientemente valorado. El presente estudio quiere contribuir, aunque más no fuere mínimamente, a difundir y revalorizar el pensamiento weltiano en el ámbito hispanoparlante. En este sentido, las reflexiones que ahora comienzan retomarán la comprensión de Welte de la consumación de la temporalización existencial en el «instante» y su delimitación formal de la noción de «salvación», a los efectos de poner a la luz la función esencial que dichos fenómenos juegan en la constitución y configuración de una comunidad auténtica.
Dentro de este ámbito temático, este artículo persigue tres objetivos concatenados. En primer lugar, poner de manifiesto los vínculos intrínsecos entre instante, salvación y comunidad, en la medida en que tales vínculos son presupuestos, pero no siempre explicitados por el análisis que el filósofo hace de estos conceptos. En segundo, mostrar en qué medida una comunidad constituida sobre la salvación como su consumación trascendente y del instante como su temporalización germinal constituye una «comunidad-hogar», que se distingue esencialmente de la «comunidad-sociedad» o de la «comunidad-asociación». Finalmente, me propongo describir, a partir del modo mismo en que una comunidad auténtica surge y se constituye, una serie de características esenciales suyas que la demarcan, como así también explicitar su significación religiosa última, no necesariamente de carácter confesional.
Para precisar en qué medida nuestro análisis reclama para sí la calificación de fenomenológico y pre-confesional se me permitirá una breve reflexión acerca del método de Welte, cuyos aspectos esenciales magníficamente resumió su discípulo Klaus Hemmerle,3 y la relación que este método mantiene con su fe existencialmente vivida. El pensamiento weltiano puede caracterizarse como surgido de una actitud fenomenológica fundamental, en cuanto de lo que se trata en él es de dejar que las cosas se muestren por sí mismas en el cómo de su modo de darse, y, paralelamente, de describir aquel horizonte que permite que ellas se den en ese cómo. Dicha actitud fenomenológica se expresa a través de una afirmación o un «sí» a la cosa misma, que es, concomitantemente, un «sí» al ver. Se trata, en esencia, de un dejar que la vista se dirija a lo que se da tal cual se da y desde el darse de lo que se da, de manera que el ver sea una respuesta al mostrarse de la cosa. ¿En qué medida esta posición fenomenológica fundamental de Welte puede vincularse con su fe católica y, sin embargo, no constituir un abordaje confesional de los temas que nos ocupan? Ciertamente, el ver debe ver lo que se muestra y nada más, pero no puede mirar lo que se muestra desde ninguna parte. Todo ver ve desde una posición y en una perspectiva. Welte es un hombre de fe y, por ello mismo, su pensamiento es una fenomenología practicada desde la fe (Phänomenologie vom Glauben her). Sin embargo, el método fenomenológico es incompatible con todo intento de dejar que el ver sea determinado por posiciones dogmáticas previas. También, por ello mismo no debe de ningún modo entenderse la «fenomenología desde la fe» como un pensamiento instrumental destinado a fundamentar la necesidad de creer en ciertos dogmas o convicciones presupuestas (lo cual, además, haría superflua la propia noción de fe), sino como un intento de comprender, a partir del mostrarse mismo de lo que se da, la legitimidad (o no) de la posibilidad de la fe existencialmente vivida. En este sentido se trata de una fenomenología que, a pesar de practicarse desde la fe, puede ser caracterizada como pre-confesional. Sin embargo, en tanto y en cuanto los fenómenos explicitados se dan de una manera centrífuga, es decir, no se cierran en sí mismos, sino que remiten a una dimensión absoluta que permanece en el misterio, la fenomenología weltiana puede ser caracterizada al mismo tiempo como una fenomenología en dirección a la fe (Phänomenologie auf den Glauben hin). Como bien señala Klaus Hemmerle, la fenomenología en dirección a la fe y la fenomenología desde la fe se pertenecen una a otra. «En este sentido la fenomenología en dirección a la fe puede convertirse en el camino para dar de modo responsable y transparente aquellos pasos a través de los cuales la fe descubre su propia luz y se expone y refiere a la luz que la razón humana lleva en su seno»4.
1. Instante y salvación
Más concentrada y profundamente que en otras obras suyas, Welte explicita en Meditation über die Zeit la densidad significativa contenida en el fenómeno del instante. Luego de describir los éxtasis o dimensiones de pasado, presente y futuro que configuran la temporalidad existencialmente vivida, Welte hace hincapié en el concepto de instante a través de la elucidación de sus distintas figuras. La primera de ellas es la que podríamos llamar el instante del suceso. Hay un momento en el que el curso de lo cotidiano es interrumpido por un evento inusual que de pronto nos sobreviene. Cuando lo hace, el suceso no solo quiebra la continuidad de las horas, sino que reconfigura por entero el modo en que nos proyectamos al futuro. Puede ser el momento de la llegada de una felicidad desbordante como, por ejemplo, el encuentro de aquel amor largamente esperado. Puede ser también la hora de una terrible desdicha, como la que representa la muerte de un ser entrañable. Es el instante en que un golpe del destino me pone ante una chance decisiva o una situación determinante. Entonces decimos «hoy es el día», «ahora todo está en juego», «ahora todo debe decidirse». ¿Qué es lo que caracteriza a esta figura del instante? En primer lugar, que en él experimentamos no la mera continuidad de los momentos homogéneos que mide el reloj, sino el puro «ahora». ¿Y cómo lo experimentamos? «Como lleno de arribo (Ankunft) y, por tanto, de futuro (Zukunft)»5. Lo propio, pues, del instante del suceso es que en él acaece o arriba aquello que me abre a mi propio futuro. Sin embargo, ello no implica que este ahora en el que se produce el arribo decisivo para el futuro no tenga pasado. Por el contrario, lo que arriba solo puede llegar y concernirme por ser yo quien ya soy, porque todo lo que he sido me ha hecho susceptible de com-pro-meter-me decisivamente con lo que ahora arriba, trayendo consigo el futuro. El instante del suceso concentra, pues, en el ahora del arribo el conjunto del tiempo. Una segunda figura es la que podríamos llamar el instante de la consumación. Es el momento, por ejemplo, en que llega a su conclusión una obra de arte; en el que se completa la obra esencial de una vida, o en el que cumple su ciclo una relación que ha sido decisiva. Entonces decimos: «ahora hemos acabado», «todo está aquí», «todo se ha transformado». Si el primero era el instante del puro ahora del arribo, este es, nos dice Welte, «el instante del haberse consumado por completo lo que ha sido»6, es el instante de la presencia completa de todo aquello que ha llenado mis días; «Es presencia, pero su dinámico hacerse presente es el entero hacerse presente de lo enteramente sido»7. Si en la primera figura del instante el ahora concentraba las dimensiones del tiempo desde el arribo del suceso preñado de futuro, en esta las concentra desde la consumación de lo sido. Y las concentra a todas, pues ciertamente ella no carece de futuro; antes bien, ella implica la culminación de todo un pasado que es vivenciada como «liberación, como nueva apertura para un día nuevo y transformado»8. Ciertamente, estos instantes -el del suceso y el de la consumación- son tarde o temprano nivelados e incluidos en la continuidad y cotidianidad de la existencia. Sin embargo, a partir de estos instantes la existencia ya no es una mera prosecución mecánica de lo que era, sino que encuentra en ese ahora del instante el sentido de su entero pasado y la apertura desde él del futuro que le es propio. En este sentido el instante por antonomasia es el de la muerte. En él se congregan las dos figuras antes descriptas. Por un lado, la muerte -el tiempo en que todos los tiempos del hombre pasan a ser uno- representa el ahora de la consumación del conjunto de nuestra existencia sida. Pero con la muerte arriba también un acontecimiento que toma en sus manos toda esa existencia y la abre hacia un nuevo futuro ignoto -quizás la nada, quizás la eternidad- que desde la llegada del suceso pasa a ser su propio futuro. El instante es, así, como el ahora de la muerte paradigmáticamente lo señala, aquel acaecimiento en que se concentran en toda su densidad y significatividad la totalidad de nuestras dimensiones temporales. En tanto tal, él es aquello que nos revela y, de ese modo, nos coloca de cara a la cuestión del sentido fundamental de la temporalización de la existencia en su conjunto. Welte lo expresa en los siguientes términos: «El instante (...) es, entonces, aquello que nosotros experimentamos de modo eminente como nuestra vida: el completo haber sido como el libre presente de un nuevo futuro»9. En consecuencia, en la medida en que el instante nos refiere al conjunto de las dimensiones temporales que nuestra existencia esencialmente es, él -como bien observa D. Nebel- nos insta a decidirnos a nosotros mismos y asumir de un modo u otro la cuestión del sentido integral de nuestra temporalidad10. Efectivamente, podemos nivelar el instante en la cotidianidad, apartar de él la vista y huir del desafío que implica, pero eso no es sino un modo negativo de decidirse, a saber, aquel que hunde en la impersonalidad e insignificatividad la entera historia de la propia existencia. Es entonces esta característica esencial del instante, a saber, revelarnos el conjunto concentrado de las distintas dimensiones temporales que configuran nuestra historia personal y, consecuentemente, colocarnos ante la cuestión del sentido o significatividad de nuestra existencia en totalidad, la que jugará un rol decisivo para la comprensión de la temporalización de aquello que, de modo primeramente formal y no confesional, Welte llama salvación.
El instante nos enfrenta -dijimos- a la cuestión de la significatividad de nuestra entera existencia. «La significatividad -afirma Welte- se funda en el hecho de que a la persona en todas sus relaciones le concierne algo o le importa algo. Si nada nos importara, entonces patentemente todo nos sería indiferente, neutral insignificativo»11. El concepto de significatividad, así definido, se enlaza para Welte directamente con el de salvación, pues «aquello que le concierne a la persona en tanto persona, solo puede ser caracterizado como su salvación»12. Salvación tiene aquí un sentido formal pre-confesional, análogo al del término «justificación». En efecto, la existencia de una persona encuentra su salvación cuando el conjunto de relaciones que mantiene con el mundo en el que fácticamente le resulta significativo para poder ser el sí mismo que él es y desarrollar plenamente sus potencialidades propias. Es decir, cuando cada instancia de su existencia está justificada. La salvación implica, así, la libre e intrínseca plenitud del ser personal. Dicho en términos de Welte:
En todas nuestras relaciones de ser, tanto en las que nos sobrevienen como en las que activamente emprendemos, en todas ellas se trata de y ellas se refieren a aquello que -por lo pronto en un sentido de generalidad formal- podemos llamar nuestra salvación: la plenitud de aquello que nosotros esencialmente somos y que por ello esencialmente queremos ser13.
Esta determinación formal de la salvación implica necesariamente un segundo aspecto, a saber, que mi plenitud, alcanzada a través de la plenitud de mis relaciones de ser que me vinculan con los otros y lo otro con lo cual soy, se corresponda con la plenitud del ser de todo aquello con lo que me relaciono. En efecto, si el otro no estuviera ahí en su plenitud, entonces tampoco podrían darse en su plenitud mis relaciones de ser con él a través de las cuales yo alcanzo mi propia consumación. Ahora bien, esta noción formal de salvación es una suerte de idea regulativa. Antes que una realidad, ella es un impulso que encontramos en nosotros mismos y nos mueve constantemente a buscar un sentido y una significatividad cada vez más intensos para nuestra existencia. A la salvación, así concebida, le es inherente una dialéctica propia. Por un lado, nos hallamos referidos intrínseca y pre-voluntariamente a la salvación. En efecto, constantemente empezamos algo -lo que fuese- con nosotros mismos, y lo hacemos porque suponemos que aquello hacia lo que nos proyectamos tiene sentido y nos conduce, de algún modo, a algo mejor y más pleno. Si así no fuera, nuestra existencia nos sería indiferente y ni siquiera empezaríamos con nosotros mismos. Pero, por otro lado, nada que alcancemos o realicemos, ninguna realidad que nos toque vivir nos satisface plenamente. Ningún saber nos proporciona la sabiduría anhelada. Ningún amor es sin mácula. Por ello mismo la salvación trasciende toda posible objetividad. El impulso de salvación aspira una y otra vez a una cierta plenitud absoluta, a una cierta infinitud que la realidad finita no puede colmar. Bien cabría preguntarse por qué persiste una tendencia irrealizable. ¿Qué es este impulso de infinitud que encuentro dentro de mí mismo como el núcleo íntimo que mueve a mi sí mismo y me lleva a buscar relaciones de ser que vuelvan a ese sí mismo algo cada vez mejor y más pleno, sin poder encontrar nunca la plenitud deseada? Para Welte esa tendencia, que encuentro en mí pero que no proviene de mí, muestra en mí algo numinoso: un impulso hacia lo Absoluto e Infinito, hacia un más allá que todo lo abarca, consuma y salvaguarda. En tal sentido, «la esencial salvación humana muestra un rostro divino»14. Es como si el hombre quisiese encontrar en lo Absoluto o Dios la consumación de todas las relaciones de ser que determinan su persona, y ello, independientemente de que tenga o no fe, se expresa en una divinidad salvífica. Esta infinitud no puede, por cierto, realizarse en la vida finita, pero puede vislumbrarse, y lo hace precisamente en aquellos instantes de plenitud -el gran amor, el logro de una gran obra, la conquista de una meta ardientemente deseada- que dotan de un sentido desbordante a nuestra entera temporalidad existencial. En ellos la finitud, por un instante, se cruza con lo Infinito15. Reencontramos así, en nuestro análisis formal de la salvación, la noción de instante. Él representa, justamente, un vislumbre de salvación16. Es el brillo de lo Eterno y Absoluto en lo finito. Es el lapso en el que se revela el sentido entero de nuestra existencia y en el que, correspondientemente, decidimos asumir o resignar ese sentido que nos justifica. Sin duda, es un rayo pasajero, un brillo destinado a palidecer, pero su resplandor nos acompaña a lo largo de nuestra vida, señalándonos el norte al que una y otra vez nos encaminamos. El instante es, pues, el lapso de tiempo -que puede durar más o menos desde el punto de vista cronológico- a través del cual la relación de salvación se temporaliza, pues gracias a él experimentamos una suerte de anticipo de la salvación absoluta anhelada, y desde él intentamos aproximarnos a ella, aun cuando los instantes en que creemos alcanzarla se nos esfumen como el aire entre los dedos.
Ahora bien, dado que el intento de aproximarnos lo más posible a esa salvación vislumbrada rige todas las configuraciones históricas a través de las cuales realizamos nuestra existencia personal y social, ellas encuentran en el instante su temporalidad originaria o germinal. No es casual, por tanto, que Welte se refiera a dichas configuraciones históricas en las que se despliegan las relaciones de ser a las que nos mueve el impulso hacia la salvación como «instantaneidad histórica» (geschichtliche Augenblicklichkeit)17.
2. La dimensión trascendente y el desarrollo inmanente de la instantaneidad histórica
El hecho de que la infinitud de la salvación resplandezca y se temporalice en el acontecimiento único y decisivo del instante con-centra de tal modo en él la realidad efectiva que dicha realidad del instante decisivo podría caracterizarse como lo efectivamente real por antonomasia para la persona, como la completa densidad del ser real. Pero esta realidad concentrada se despliega necesariamente en dos direcciones: una dimensión de intensidad o profundidad, la cual trasciende a toda figura histórica concreta, y otra de extensión o despliegue, que resulta inmanente a la inúmera multiplicidad de los acontecimientos y estructuras históricas finitas. Detengámonos en la primera de esas dos direcciones.
La dimensión trascendente de la instantaneidad histórica se testimonia, para Welte, en el fenómeno de la responsabilidad. En efecto, aquel lazo (Band) que liga a cada existente con el llamado trascendente de salvación está dado por el hecho de que las relaciones históricas que configura a lo largo de su existencia finita constituyen una respuesta a ese llamado. «Nosotros llamamos a esa respuesta responsabilidad»18. Así vistas las cosas, la responsabilidad no lo es primariamente por una instancia determinada, sino que en todas las formas concretas de la responsabilidad -ya sea la responsabilidad por el otro hombre con quien somos, por nuestra propia existencia o por el mundo en el que vivimos- se expresa una responsabilidad originaria por lo Infinito que me reclama: por mi salvación y la salvación absoluta de todos los seres que en ella está implicada. La dimensión trascendente de la instantaneidad histórica se testimonia justamente en esta responsabilidad ilimitada por todo y por todos que surge de y me liga una y otra vez con el ím-petu de salvación y Absoluto residente en lo más profundo de mí mismo. La responsabilidad, así concebida, no lo es, pues, ante reglas, normas de derecho o sistemas legales, sino que el caso es lo contrario, hay sistemas legales y normas jurídicas porque originariamente nos experimentamos a nosotros mismos como responsables por la existencia armónica y consumada de todo y de todos: por la salvación. Con razón afirma Welte que «ningún mandamiento, ni siquiera el más alto de ellos, podría conservar el carácter de tal, si antes ontológicamente no hubiera algo así como responsabilidad, desde la cual solamente toda prescripción puede ser percibida y desplegada como tal»19. En consecuencia, en el contexto del pensamiento weltiano, la responsabilidad solo puede entenderse como la expresión de aquel lazo que grava al sí mismo con sí mismo y con todos los otros seres, en cuanto lo anuda con la infinita profundidad del impulso de salvación que le es intrínseco y que lo demanda por entero desde su propia esencia. Ahora bien, en cuanto el sentido de la salvación a la que me hallo referido se revela instantáneamente, la propia temporalización histórica de la existencia asumida puede ser vista como un despliegue y una recomposición de la densidad temporal de aquella instantaneidad, y en cuanto el modo en que asumo mi responsabilidad por la existencia es en cada caso mío y único en su género, él realiza una decisión que me define. Se puede comprender ahora más claramente la sentencia con la que Welte resume el sentido y la función de esta dimensión trascendente de la instantaneidad histórica: «la historicidad trascendente reposa en la responsabilidad como la composición decisiva del instante»20.
Si bien ninguna figura histórica finita, a través de la cual realice mi existencia, corresponde suficientemente al reclamo de salvación y a la consecuente aspiración de un sentido absoluto e infinito, ello no significa que la dimensión trascendente de la instantaneidad his-tórica desemboque en una parálisis. Por el contrario, es esa misma dimensión y la responsabilidad que la testimonia las que me llevan a intentar gestar estructuras y configuraciones históricas cada vez más plenas y articuladas. Ingresamos así a la segunda de las dos direc-ciones en las que se despliega la instantaneidad histórica, a saber, la del desarrollo inmanente y extensivo. El medio en el cual lo hace es el «ser-uno-con-otro» personal, porque el hombre es ya siempre «ser-con». Welte observa que «si no tuviéramos una familiaridad originaria con el tú y con el nosotros, una por antonomasia a priori, entonces no podríamos en absoluto entablar a posteriori empíricamente rela-ciones con las personas»21. Ellas nos serían del todo indiferentes. El «ser-con» nos es, pues, esencialmente constitutivo. Por ello, el medio en que desplegamos en la inmanencia histórica el impulso hacia lo Absoluto y trascendente y, consecuentemente, nuestra responsabi-lidad originaria es lo social. Nuestro impulso o «tensión hacia» la salvación, revelada por antonomasia en la densidad del instante, se concreta -siempre de modo finito e insuficiente- históricamente en aquellos vínculos que configuran nuestras relaciones sociales con los otros con los que ya siempre somos. Dicho en otros términos: el impulso trascendente de salvación se expresa por antonomasia en la inmanencia histórica en la configuración de comunidades humanas. ¿Qué habremos, entonces, de entender por tal?
3. Comunidad de salvación
3.1. La defectibilidad de las comunidades históricas
Si seguimos el hilo del razonamiento weltiano, podemos llegar al concepto de una comunidad auténtica por vía negativa, esto es, poniendo de manifiesto en qué medida y por qué son necesariamente defectibles las comunidades históricas en las cuales desplegamos nuestra existencia. Esta defectibilidad reside, en última instancia, en la peculiar dialéctica entre dos movimientos que remiten el uno al otro, pero que nunca encuentran una síntesis definitiva: por un lado, el impulso hacia lo absoluto o infinito trascendente vislumbrado en el instante, por el otro, las configuraciones históricas finitas y falibles que nos vemos remitidos a realizar en virtud de dicho impulso. La primera dinámica nos lleva a constituir unidades y vínculos a través de los cuales es posible consumar las respectivas posibilidades vitales de todos y de todo aquello que es reunido por dichos vínculos; pero, por la segunda, nunca se componen unidades tan plenas y consumadas que nos permitan transformar en una realidad histórica perdurable aquella salvación entrevista en el instante. «Por lo tanto, el sí mismo singular nunca puede ser enteramente recogido en el nosotros (...)»22. Así surge una dialéctica entre el sí mismo singular y el nosotros social que resulta en principio insuperable. Esta dialéctica entre la profundidad trascendente y el desarrollo inmanente de la instantaneidad histórica no es sino una de las expresiones principales de un fenómeno fundamental que Welte llama «diferencia de salvación»23 (Heilsdifferenz). La diferencia de salvación radica en que «el existente nunca puede ser fácticamente como él tiene que y por ello siempre quiere ser a partir de la idea inmanente de su comprensión de la salvación»24. La diferencia de salvación se expresa, entonces, también en la dialéctica social que pone de manifiesto una tensión ineludible entre la persona y la comunidad en la que debiera consumarse: entre el sí mismo y el nosotros. De allí que la persona singular se encuentre en las comunidades a las que pertenece no solo protegido y albergado, sino también aislado y privado de posibilidades que le son esenciales. Incluso, frecuentemente, el sí mismo se ve amenazado por la comunidad. La principal figura que cobra dicha amenaza es la del totalitarismo. Este se produce cuando el sí mismo se encuentra obligado, en nombre de un supuesto y abstracto interés común, a tener que resignar su personalidad y sus justos intereses particulares -su afán de salvación y significatividad personal- a los intereses que el todo le impone o a los intereses de aquellos que asumen la representación del todo. La consecuencia de ello es que el individuo, para formar parte de esa comunidad, pierde su propia personalidad y se ve consumido por el espíritu de la masa. Pero como el existente es ya siempre un sí mismo o persona singular, la masificación nunca puede darle la plenitud anhelada. Ahora bien, así como la persona se ve amenazada por la comunidad, el otro aspecto de la tensión dialéctica es igualmente real: la comunidad se ve amenazada por el individuo. En este caso es el existente particular el que intenta imponer al todo sus intereses egoístas. Entonces, en nombre de la libertad, quiere sojuzgar y reducir a los otros. La consecuencia es que la comunidad se disgrega en la lucha entre individuos (e intereses) rivales que compiten por el poder, «de los cuales cada sí mismo quiere constituir el todo del nosotros en contra del todo precedente y en oposición a los restantes sí mismos»25. Pero como el hombre es sí mismo, pero un sí mismo que es originariamente «ser-con», incluso si uno de los individuos lograra imponerse, el triunfo de su individualismo, que suprime a los otros, no lo satisfaría. Es así que la comunidad, que surge del afán compartido de salvación y significatividad, que es, en el fondo, una comunidad de salvación, oscila entre el riesgo del totalitarismo y del individualismo. Ambos conducen a la defección de aquella comunidad que, según su origen esencial, debiera constituir una realidad más plena y abarcadora, a la cual el sí mismo se halla remitido para desarrollar en la historia su impulso salvífico. ¿Es posible encontrar una síntesis para esta dialéctica entre el yo y el nosotros?
A mi modo de ver (y al de Welte), esta dialéctica, por el carácter finito de la realidad y los individuos que la componen, es insuperable. El intento de encontrar una síntesis conduce a que el existente se resigne a identificar la idea de comunidad con aquella forma degradada suya que podríamos llamar «comunidad-asociación» o «comunidad-sociedad». Ella consiste, en el mejor de los casos, en un grupo de seres humanos que se organizan para realizar conjuntamente, de una mejor manera, un interés exógeno que comparten, sin que de ningún modo encuentren en la asociación la posibilidad de realizar su ser intrínseco o endógeno y total, y sin que tampoco les vaya decisivamente que los otros lo logren. Lo propio de estas «comunidades-asociaciones» es que sus individuos no pertenecen a ellas como sí mismos, sino de manera enajenada y reducidos a la función que cumplen y al interés que representan. Por tanto, resultan elementos sustituibles. Cualquier otro que pueda cumplir mi función para la consecución del interés perseguido puede perfectamente sustituirme sin merma en esa asociación. Dicho de otro modo: ni a la sociedad le soy yo en mi entera ipseidad irreemplazable para funcionar ni a mí me resulta necesario que cada sí mismo de la comunidad realice plenamente su ser para realizar en conjunto el 42interés compartido. Aquí no existen nexos interpersonales, sino una funcionalidad común: necesitamos que alguien -cualquiera- cumpla una función para que el conjunto pueda realizar el interés mutuo. Por otra parte, dicho interés es siempre más o menos limitado. Nunca implica ni consuma la totalidad del ser personal de los miembros de la sociedad, que procura realizarse en otros ámbitos. En conclusión, como para estas sociedades o asociaciones no importa el sí mismo peculiar e intransferible de los que las integran, sino su función en el todo, son siempre «sociedades anónimas». Y como lo que ellas realizan es solo una parte más o menos pequeña de aquello que tengo la responsabilidad de realizar para que mi vida tenga sentido, ellas perfectamente podrían caracterizarse también como «sociedades anónimas de responsabilidad limitada». La comunidad, que surge del afán compartido de salvación y significatividad, termina así convirtiéndose en una mera asociación que siempre oscila entre los polos del totalitarismo y del individualismo. En consecuencia las comunidades históricas son siempre defectibles. Las formas de equilibrio alcanzadas son lábiles y las más de las veces degradan la idea de comunidad a la de mera asociación. ¿Qué es entonces y dónde hallamos una auténtica comunidad?
3.2. El concepto de comunidad auténtica
La comunidad auténtica es aquella que se acerca al ideal trascendente de salvación vislumbrado en el instante, a saber, aquella en la que puedo ser de tal modo que todas las relaciones de ser en las que me temporalizo me sean significativas y sean también significativas para la realización de la ipseidad de cada uno de aquellos con los que me relaciono. Welte la determina formalmente en estos términos:
Es un estado de la sociedad en el cual, por un lado, la libre e ilimitada auto-posesión de cada persona y, por otro, la unidad y totalidad (...) del «ser-uno-con-otro» convergerían por completo y serían de tal modo una y la misma cosa que el «ser-uno-con-otro» nunca limitaría la persona ni se vería fracturado por causa de ella; y la persona, por su parte, alcanzaría en el «ser-uno-con-otro» la completa y libre plenitud de su entero ser sí mismo, sin ser enajenada o fracturada [por la totalidad]26.
En esta comunidad ideal el colectivo no estaría nunca en oposición a la libertad del individuo singular ni la realización de la libertad singular iría en contra del bien de la comunidad. Ahora bien, es claro que una comunidad tal es absolutamente irrealizable en la inmanencia histórica. La determinación formal que hace de ella Welte nos remite, pues, al ideal trascendente de comunidad, que la Escritura denomina «Reino de Dios». Un Reino en el que cada uno sería legítimamente Rey, sin que por ello el Reino deba disolverse en una lucha fratricida entre principales rivales, sino que, justamente gracias a ello, pueda alcanzar su máxima unidad y plenitud. Dado que esta idea de Reino de Dios es una mera idea regulativa irrealizable en la historia, ¿significa que debemos abandonar todo intento de realizar una auténtica comunidad y darnos por conformes con meras asociaciones? De ningún modo. Y ello no por una decisión voluntarista, sino por la constitución misma del existente. El hombre no puede renunciar a su ímpetu de salvación que le es esencialmente inherente y, por tanto, intentará realizar esa salvación en las comunidades en las que despliega su existencia histórica. La imagen del Reino de Dios actúa de este modo en la historia llevándonos a buscar sociedades cada vez más logradas. Esta búsqueda o «tensión hacia» lo mejor es lo que Welte ha llamado el tirón o tendencia de acrecentamiento (Zug der Steigerung)27. Sin embargo, esta búsqueda nunca llega a su fin y debe renovarse constantemente, porque -de acuerdo con el principio de diferencia de salvación- la tendencia de acrecentamiento se halla en relación dialéctica con una suerte de contra-tirón o contra-tendencia de finitud (Gegenzug der Endlichkeit)28, por el cual las figuras de comunidad alcanzadas nunca terminan de aproximarse suficientemente a la comunidad de salvación. El Reino de Dios actúa en la historia, pero no es un acto de la historia.
Este Reino no puede, pues, encontrarse nunca en aquellas formas defectibles de comunidad que hemos llamado asociación o sociedad, pero puede ser, en instantes de plenitud y felicidad, atisbado o vislumbrado en aquella otra forma de comunidad menos abarcadora desde lo extensivo, pero más profunda desde lo intensivo, que es designada por el término hogar. Por lo tanto, todo intento de constituir una comunidad auténtica y superadora de las fácticamente existentes debiera tener en cuenta los rasgos esenciales que hacen de una comunidad un verdadero hogar. Tales rasgos que, potenciados hiperbólicamente y extendidos al conjunto de lo que es, conducen hacia y convergen con la determinación formal de la comunidad trascendente o Reino, a mi modo de ver, son los cinco siguientes:
En primer lugar, el hombre se siente en su hogar cuando puede recogerse enteramente en sí mismo y, a la par, ser enteramente con los otros. Como bien observa Peter Hünermann, se trata de «un recogimiento del sí mismo en sí que a la vez posibilita su vinculación, de modo tal que desde esa vinculación pueda recibir plenificada su propia ipseidad»29. Ahora bien, tal concomitancia de recogimiento y vinculación, de ipseidad y familiaridad con el otro, no puede encontrarlo el existente en grandes estructuras sociales o institucionales, sino en grupos de pocos hombres, vinculados por la maravilla excepcional del afecto interpersonal: la familia, un grupo de auténticos amigos, la relación con la amada. De allí que tenga razón el propio Hünermann cuando afirma: «La completa apertura hacia la entera extensión de la universalidad y, a la par, la intensidad cualitativa no le es posible al hombre en espacio y tiempo»30. De allí también que la primera característica de toda comunidad-hogar radique en el hecho de que ella se funda en el amor31 interpersonal y, por tanto, se restringe a un número limitado de personas.
La segunda se deriva de la primera. No es sino una explicitación del sentido del término «amor» como fundamento de la comunidad. Concretamente mienta el hecho de que en una «comunidad-hogar» sus integrantes no pertenecen a ella porque comparten un interés exógeno, sino por ser el sí mismo que cada uno de ellos es y porque cada uno de ellos necesita que el otro sea el sí mismo, que es para ser él quien es. Dicho de otro modo: el yo necesita y se hace responsable de que cada tú con el que se relaciona sea plenamente el tú que él es, porque solo así él puede ser el yo que él es, y a la inversa el tú necesita y se hace responsable de que el yo sea el yo que es, porque solo así él puede ser el tú que él es. Cuando ello ocurre el nexo que funda la comunidad y vincula sus integrantes unos con otros ya no es exógeno, ya no radica en algo tercero (el interés compartido), sino que es estrictamente interpersonal. Ese nexo interpersonal es precisamente aquello que aquí llamamos amor.
El tercero de esos rasgos se refiere al medio en el cual el «ser-uno-con-otro» de la comunidad-hogar se despliega. Los nexos entre los hombres se generan desde y desarrollan en un mundo y en una cierta tierra; por eso mismo, el término hogar en español alude tanto a las personas que lo constituyen como la casa o la tierra en la cual esas personas viven. Un sistema abstracto o una legislación no pue-den ni fundar ni ser el espacio en el que se desarrolle una verdadera comunidad, porque tales sistemas y los intereses que representan no son ni un sitio originario «en que» el hombre junto con los otros que ama pueda desarrollar sus relaciones con la tierra, ni un lugar en la tierra en el que estar con los otros. A toda comunidad le pertenece, pues, una tierra cuyos recursos formaron y alimentaron a sus miembros y cuyo paisaje de algún modo los conmovió y templó; por ello mismo, esa tierra es propia de su ipseidad. No es posible la salvación, esto es, la plenitud de la ipseidad, sin los otros con los cuales «soy-con», pero tampoco lo es sin la tierra y la fecundidad de la tierra en la cual somos. Una auténtica comunidad se despliega en el seno de una tierra y supone una tierra en la que puedan afincarse aquellos hombres que son sus frutos y que recibieron de ella, cual don del origen, su propio hogar. Por ello mismo, Welte en la última carta que le dirigió a Heidegger, pocos días antes de la muerte de este, puede referirse a Messkirch, el hogar (Heimat) de ambos, en estos términos, a la vez bellos y solemnes:
También por ello el hogar es un don de índole particular. La claridad y dureza del aire, los hombres parcos en palabras y ricos en pensamientos, la viviente soledad de los bosques. Y el sonido de las campanas. Le escribo esto porque usted sabe de qué se trata32.
En cuarto lugar, una comunidad, para constituir verdaderamente un hogar, debe permitir a cada uno y armónicamente la realización de las potencialidades que los definen y que les pertenecen esencialmente: debe permitir que cada hombre cumpla su destino. Solo cuando una comunidad se configura como un verdadero hogar, en el que se integran tanto los otros que amo por su intrínseca ipseidad cuanto la tierra (ya fuere toda una comarca o una pequeña casa) que me sustenta, ella deviene aquel lugar originario que todo hombre esencialmente necesita para que pueda llevarse a cabo la obra de sus manos. Precisamente en este sentido y refiriéndose otra vez a la vivencia del hogar que tenía su paisano, Martin Heidegger, escribe Welte: «Él sabía que la esencia del hombre necesita su lugar de pertenencia, que le ha sido concedido y desde el cual se le concede todo lo que a él le pertenece»33. Una comunidad no es tal, no es hogar ninguno, si no dispone sus recursos para que a cada hombre se le conceda aquello que a él pertenece.
Pero Welte, como Heidegger, sabía que en estos tiempos, globalizados e impersonales, «la esencia del hogar está en peligro, si no ha sido ya destruida»34. Es difícil, si no imposible, vivamos en la comunidad en que vivamos, encontrar en ella constantemente un hogar. El hogar en el que podamos ser plenamente nosotros mismos o, al menos, nos sintamos cobijados para llegar a serlo, pareciera no estar en ninguna parte. Lo hallamos, a veces, en grupos muy específicos -la familia, los amigos- pero pareciera imposible extenderlo al conjunto de las asociaciones que mantenemos con los demás hombres y a los ámbitos en que ellas se desarrollan. Pero si somos sinceros hemos de confesar que, incluso con aquellos que nos son más cercanos y en los lugares a los que pertenecemos, no nos sentimos siempre en nuestro hogar, sino tan solo por instantes, ya sean cronológicamente más o menos extensos. He aquí el quinto y último rasgo que define una comunidad auténtica: su temporalidad es el instante. La comunidad consumada, el hogar en su plenitud ideal, con todo lo que ello implica y que los rasgos precedentes intentaron desplegar, brilla solo por momentos. Ello es así porque el verdadero hogar es también una comunidad de salvación, y el fulgor de la salvación solo puede ser entrevisto en el instante. De allí que la constitución duradera de toda comunidad y de todo hogar fácticos exija, como Welte bien lo ha advertido, paciencia y esperanza. En efecto, la vida en comunidad «exige de nosotros, ante todo y en primer lugar, la virtud de la paciencia»35. Debemos tolerar que aún no vivimos en la comunidad plena a la que aspiramos, pero que, a pesar de ello, tiene sentido intentar plenificar una y otra vez las comunidades en que vivimos. Pero si podemos tener paciencia, si podemos soportar las formas imperfectas de comunidades que nos han tocado en suerte y si, así y todo, como fácticamente ocurre, una y otra vez intentamos configurar otras más íntegras y vitales, ello es porque la paciencia solo es posible en el horizonte de la esperanza. «La otra cara de la paciencia es siempre la esperanza»36. La esperanza en que tiene sentido la salvación entrevista y el Absoluto anhelado, aun cuando no sepamos ni qué propiamente es ese Absoluto ni si la salvación puede ser más que un destello. Se trata, pues, de una esperanza que se vive en la realidad finita y que nos impulsa a superar, siempre insuficientemente, las figuras finitas de esa realidad, pero que en última instancia se dirige a una plenitud que va más allá de todo lo finito y de todo lo que podamos experimentar concretamente.
Es en el principio y en el final donde la existencia en comunidad testimonia un sentido religioso intrínseco que no supone (ni se opone a) una fe confesional explícita: en el principio, porque el renovado intento de constituir comunidades en las que realizarnos plenamente en tanto «ser-con-otros» es ya siempre una respuesta que nos re-liga con el originario impulso de salvación, de plenitud y de Absoluto -con aquel «rostro divino» referido por Welte- que mora en nosotros y que atisbamos en el instante, y en el final, porque no podríamos continuar buscando realizar comunidades cada vez más logradas -porque no podríamos, a pesar de todos los tropiezos y caídas, mantenernos en camino hacia el Reino- si no tuviéramos esperanza en la vida y en la plenitud redentora de la vida. ¿Quién no ha experimentado alguna vez esa esperanza? ¿Quién no ha sentido internamente, una y otra vez, que la vida está llena de sentido y que tiene sentido compartir esa plenitud con otros? ¿No hemos acaso, a pesar de todas las decepciones, una y otra vez salido a recorrer la tierra, a respirar el aire y saludado con alegría y amistosamente a los otros caminantes que comparten con nosotros el sendero?