Introducción
Hablar de ambiente implica contrastar formas particulares de entender la realidad, pues no existe una conceptualización única. Con el pensamiento moderno, cada disciplina interpreta el término en relación con su objeto de estudio, que corresponde a una visión fragmentada de la realidad. En el pensamiento griego antiguo, a la unidad indivisible y dinámica se le llamó naturaleza (Espinoza, 2011): origen de materia, vida, sentido y movimiento, una realidad que, produciendo, se produce y reproduce (Lasso de la Vega, 1964).
Retomar la perspectiva de unidad documentada en el pensamiento de Heráclito, uno de los primeros filósofos del siglo vi a. C., quien interpreta a la naturaleza como logos y afirma que no existe diferencia entre exterior e interior y que todas las cosas son una (Monserrat, 2009) -lo que lleva a comprender a la persona desde la totalidad porque esta la conforma a ella (Fernández Pérez, 2011)-, permite replantear el entendimiento de las relaciones entre cultura y naturaleza, para superar el reduccionismo y abrirse a la complejidad de las interpretaciones humanas sobre el ambiente.
Con el surgimiento de la ciencia moderna, la realidad se fragmentó en dos grandes órdenes y emergieron las dualidades ser/devenir y sociedad/ naturaleza como realidades distintas y en oposición (Descola y Pons, 2012). Esta separación que caracteriza la razón objetiva occidental escinde al ser humano del ambiente, por lo tanto, su conexión se explica solo a través de relaciones causales (Capra, 1998). Para las ciencias de la salud este tipo de comprensión fundamenta la explicación de la enfermedad asociada a factores ambientales. Hablar de ambiente en la literatura científica de estas disciplinas es hacer referencia a una serie de factores1 de riesgo que explican las enfermedades respiratorias, cardiovasculares, infecciosas, entre otras.
Este artículo presenta una reinterpretación de la relación salud-ambiente desde una perspectiva de salud pública que pretende abrir un debate, más que proponer un concepto. Para una visión ontológica, es decir no dualista, términos como ambiente y salud involucran relaciones vinculadas a la vida, por lo tanto, su complejidad las hace indivisibles y su dinamismo denota una constante transformación. Para su comprensión se requiere una historia más amplia que la historia humana, porque estas se tejen dentro de relaciones de parentesco entre todas las formas vivientes que comparten el planeta (Mondolfo, 1983), como totalidad común donde la especie humana recrea su cultura en interrelación con todo lo existente, al utilizar las diversas formas de conocimiento.
Explorar las relaciones entre ambiente y salud desde la unidad permite construir alternativas para transformar imaginarios, teorías y normas responsables de los múltiples fenómenos que configuran la crisis ambiental (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático-IPCC, 2014), lo cual a su vez hace posible restaurar un sentido humano del ambiente a partir del tipo de especie que somos -y demostramos ser- en las relaciones con nosotros mismos, con otras personas y con la naturaleza.
Desde la neurociencia, investigadores como Francisco Varela afirman que la mente humana tiene múltiples conexiones con el ambiente, dado que no puede existir sin estar totalmente encarnada o inscrita en el cuerpo y envuelta por el mundo que nos rodea (Varela, 2000). En un sentido similar, la hermenéutica identifica al lenguaje como la capacidad humana de transformación simbólica de la realidad (Cassirer, 2017) que estructura y expresa el pensamiento, con lo que crea una trama de relaciones que conectan nuestro interior con otros humanos y con el mundo exterior (Mena, 1984).
Con los elementos enunciados es posible hacer un planteamiento más complejo del ambiente para superar la visión de fenómeno explicable desde la física y la química o como factor causal de enfermedad, y proponerlo como el fenómeno que emerge de la relación cultura y naturaleza, en el cual la salud se configura como el tejido que mantiene esta relación indivisible y dinámica, posibilitando su comprensión.
Metodología
Este artículo es el resultado de una investigación teórica de tipo hermenéutico que busca aproximarse a la historia del pensamiento moderno occidental que subyace a la comprensión de la salud humana y la salud de los ecosistemas. Para superar la mencionada fragmentación moderna del estudio de la realidad, se adelantó una revisión documental exhaustiva de las concepciones epistemológicas dominante y alternativa, para entender la relación entre cultura y naturaleza desde diversas disciplinas, como las ciencias humanas, sociales, naturales, ambientales y sanitarias. Se empleó una estrategia de búsqueda en bases de datos y textos impresos, mediante palabras clave como salud humana, salud de ecosistemas, relaciones sociedad naturaleza, relaciones cultura naturaleza, visiones antropocéntricas, visiones ecocéntricas, visiones biocéntricas, visiones ambientales.
La revisión de literatura fue permanente durante todo el proceso investigativo (del 2013 al 2016) y los ejes transversales que orientaron la selección de la bibliografía incluyeron: referentes históricos^ historia de la naturaleza, historia del pensamiento humano, historia de las actividades humanas, historia de la salud, historia ambiental; referentes filosóficos^ filosofía del sentido del ser, filosofía práctica, filosofía de la salud, filosofía ecológica, filosofía ambiental; y referentes técnicos^ ecología de los ecosistemas, evaluación ecológica, evaluación ambiental, salud pública y ambiente, salud ambiental, principios ambientales. El proceso investigativo se diseñó por fases e inició con la selección de textos y la lectura crítica organizada, para dar paso a una etapa de comprensión. La organización de la información se ancló sobre una matriz para recolectar, escoger y recoger los planteamientos y fundamentos teóricos.
Los resultados hicieron posible una fase constructiva orientada a la fusión de campos temáticos para facilitar la interpretación de lo que aquí se entiende por unidad. La identificación de relaciones de aproximación o distanciamiento permitió recuperar elementos conceptuales que subyacen a las teorías de la tradición occidental y a otras perspectivas, para reconocer significados olvidados o negados. La última fase de reelaboración de conceptos e identificación de significados se fundamenta en la concepción hermenéutica del ser, con lo que se sitúa la pregunta por el sentido del pensar y actuar en los ecosistemas. Cuando emerge la indivisibilidad de la relación entre ser humano y ambiente, la salud configura un lenguaje común y alternativo al lenguaje científico-técnico que solo representa una forma particular de interpretación de la realidad.
Lenguaje y pensamiento
El lenguaje como modo de existencia del pensamiento humano permite crear un sistema simbólico propio (Cassirer, 2017) que emerge dentro de las interacciones del entramado social (Imaz, 2011), y ofrece tal versatilidad que investigadores como Cassirer consideran a la especie humana "como simbólica y no solo como racional" (Cassirer, 1984, p. 27). La comprensión humana del mundo desde un punto de vista amplio integra diversas fases: desarrollo empírico del conocimiento en las civilizaciones ancestrales, construcción de sus bases racionales por los griegos, incubación del espíritu experimental en la Edad Media y el surgimiento de un pensamiento científico en la Edad Moderna (Pérez Tamayo, 2012). Para las ciencias de la cognición, el lenguaje transformó el modo de existencia de la especie humana separándola de la condición de homínido (Maturana, 1997).
Desde el pensamiento antiguo los filósofos presocráticos nos heredaron la unidad lenguaje-pensamiento como indivisible porque daba sentido a la sociedad, a la tradición, a los hábitos y ritos (Mondolfo, 1981), como una capacidad humana que contempla las diversas formas de vida cultural para imaginar el mundo, organizar la experiencia y transmitir el conocimiento (Mena y Orozco, 1982). Esta unidad entraña la complejidad del ser humano para percibir la realidad (Cassirer, 2017) con sentimientos, sentidos y razón, como origen histórico del uso comunitario del lenguaje.
Con la filosofía de la Grecia clásica surgió la preeminencia del ser (logos) sobre el devenir (physis), lo cual provocó la separación entre pensamiento y lenguaje como reflejo principalmente de la vida familiar patriarcal y de la organización del trabajo (Mayr, 1989); esta comprensión se materializó en la supremacía de la interpretación masculina de la realidad sobre la experiencia femenina de la misma (Cassirer, 1984). Esta separación continuó en la tradición posaristotélica y, con el pensamiento europeo moderno el lenguaje fue entendido como objeto de estudio, con lo cual se perdió la relación entre sonido y sentido; ruptura característica del pensamiento occidental (Cassirer, 2017).
Con la aparición del concepto moderno de ciencia emergió la separación entre objeto y sujeto, y el lenguaje lógico-matemático se impuso como forma de comprensión y conocimiento verdadero (Quintanüla, 1991), dando paso a la fragmentación del conocimiento en ciencias naturales y ciencias del espíritu (humanidades y sociales). De esa manera, se quiso ignorar que toda interpretación se da dentro del lenguaje que pretende dejar hablar al objeto y que es al mismo tiempo el lenguaje propio del intérprete.
Pero este origen ontológico del lenguaje como el ser del pensar, constituye la capacidad de acercarnos a comprensiones ancestrales y de aproximarnos al futuro para transformar o reinterpretar la realidad escindida (Gadamer, 1960), porque en la relación lenguaje-pensamiento el ser humano establece un diálogo consigo mismo y con los otros, para describir lo observado, expresar lo sentido, lo pensado y, de esta manera, acumular conocimiento a través de las palabras (Ortiz-Osés, 2003).
La hermenéutica, en cuanto interpretación ontológica, invita a reflexionar sobre la afirmación: "el lenguaje es previo a la cultura" (Mena, 1984) para plantear el cuestionamiento: ¿dispone el ser humano del lenguaje o el lenguaje dispone del ser humano? Mayr y Ortiz-Osés (1989), al responder desde la hermenéutica simbólica, identifican la primera opción como un entendimiento del lenguaje, como medio de dominio humano que es esencialmente útil como instrumento de conocimiento y planificación del futuro; mientras que en la segunda hipótesis el lenguaje es entendido como intermediario entre la tradición humana pasada y el presente (futuro), que permite configurar un horizonte retrospectivo-prospectivo en el que reside una visión unitaria de la realidad (Gadamer, 1960) porque el lenguaje nace de la necesidad de relación con los demás seres humanos.
El lenguaje cambia radicalmente la forma de ver el mundo y sirve de base para los conceptos de cada época, que pueden ser muy apartados y contrarios a los que predominan en tiempos anteriores (Mayr, 2004); el lenguaje es fundamental para la comprensión de los fenómenos humanos y su carácter ontológico permite modelar el curso del acontecer, es decir, el mundo en el que se desarrollan nuestras vidas. En el lenguaje construimos las historias sobre el universo, el mundo y nosotros mismos, por lo tanto, el lenguaje científico es solo una de las múltiples formas de conocer el mundo.
Sentido y ambiente
Como ya se ha señalado, el pensamiento moderno occidental separa al ser humano de la naturaleza e impone una razón cuantitativa y productiva frente a una razón discursiva, intelectual y creativa proveniente del pensamiento griego. Así, se da el tránsito hacia una transformación cultural que desacredita las técnicas artesanales y las formas de vida en convivencia con la naturaleza, para abrazar una idea de progreso que dio vía libre a la explotación planificada y a la devastación de los ecosistemas, prácticas que se fundamentan en una visión instrumental de la naturaleza que afecta el sentido, el sentimiento y la identidad colectiva (Mate, 2001).
Sin embargo, a pesar del progreso material logrado en la modernidad contemporánea, el ser humano sigue planteándose las mismas preguntas existenciales (Mena, 1984), ahora frente al sin sentido de los modos de vida paradójicos de un mundo completamente administrado, que se caracteriza por la búsqueda de la eficiencia absoluta y la productividad (Cassirer, 1984). Las problemáticas actuales que se manifiestan en crisis de identidad, alteraciones ecológicas y sociales, enfermedades, hambre e inmigración demandan transformaciones profundas en la cultura globalizada de producción y consumo (Leff, Valenzuela y Vieira, 2001). Frente a esta realidad se puede afirmar que el sentido es muy importante porque subyace a la concepción del mundo y de la vida. El sentido es un significado histórico, es el surgimiento de procesos inmersos en el trasfondo cultural contenido en la memoria, una experiencia de lo vivido (Mena y Orozco, 1982).
Restaurar la comprensión de la unidad entre naturaleza y cultura implica la aceptación del sentido como pluralidad de experiencias, en relación con el poder de conjugar y articular diversos modos de conocimiento; tal como debió estructurarse en las culturas antiguas a partir de la experiencia de la propia vitalidad y de la observación de los fenómenos naturales, para desplegar el sentido originario del cuidado2 (Heidegger, 2005). El cuidado de la vida implica la complejidad de englobar múltiples dimensiones orgánicas (físicas, biológicas, químicas, fisiológicas, metabólicas, energéticas e interconexiones) con diversas configuraciones culturales (entendimientos, posibilidades, creencias, conciencias, expresiones) conjugadas de manera indivisible en una persona.
La unidad compleja y dinámica entre naturaleza y cultura configura un espacio relacional que denominamos ambiente. Su comprensión requiere un razonamiento simbólico (razón-sentido) que integre la comprensión y el cuidado de la casa común, la vida en común, la historia en común. El ambiente como totalidad indeterminada implica a la humanidad como especie y como cultura en la configuración de futuros posibles que están atados a la pluralidad de formas de interpretar y actuar en el mundo. Esta complejidad de relaciones en la que se vive y reproduce la vida orgánica es más que la vida biológica y no puede reducirse a cálculos matemáticos, aunque estos se utilicen para explicar algunas de sus dimensiones; tampoco puede limitarse a los determinantes sociales asociados con la enfermedad, porque en el espacio relacional o ambiente se realiza el conjunto de interacciones que establece el ser humano con la vida y su cultura.
La salud y el ambiente
Para las culturas antiguas la salud y su cuidado constituyeron una interpretación de la relación razón-sentido (o intersubjetividad) (Ortiz-Osés, 2005), lograda a partir de habilidades y competencias compartidas que, a través del lenguaje como saber práctico, enriquecieron, organizaron y perpetuaron la cultura en la vida cotidiana. De esta manera, la salud queda atada a la morada, a la reproducción, las costumbres, el agua, los tipos de frutas, bayas, hojas, raíces y carnes que convienen y las que no (Urteaga, 1993). El proceso de descifrar la mejor relación con los ecosistemas de esos tiempos configuró las concepciones simbólico-cultural colectiva y personal de la salud, que ha quedado inscrita en el lenguaje y ha sido heredada como conocimiento que sustenta una forma particular de relación entre humanidad y naturaleza, característica de los pueblos ancestrales.
En este sentido, la mente humana transformó la caza y la recolección en la cría de animales y el cultivo de plantas, lo que abrió una nueva forma de habitar la Tierra con la que inició la improvisación permanente en los ecosistemas (Angel Maya, 1995); además, con los asentamientos humanos se dio paso a la convivencia continua, que amplió las oportunidades de contacto y la proliferación de formas microscópicas de vida. Con estas transformaciones las sociedades antiguas encontraron otras formas de relación con el mundo (visible y no visible) impregnando de simbolismo las acciones cotidianas para dar origen a prácticas como la limpieza, en la vida espiritual y material, y configurando una complejidad cultural de la salud que perdura hasta hoy (Rillo, 2008).
¿Qué hemos entendido por salud? Desde una comprensión simbólica la salud es una forma de ser como sociedad; esta interpretación ha estado presente en el pensamiento humano, entretejiendo el sentido del cuidado de sí mismo desde el mito3 hasta la ciencia. En la antigüedad, la salud tenía un significado espiritual manifestado en las representaciones mágico-religiosas y místicas, lo cual permitió el enraizamiento de lo natural en lo cultural (Vargas, Raygoza y Elías, 2011), para invocar a la divinidad de la buena salud y su poder de dar la vida para todos y para todo (Cruz-Cruz, 1971).
El entendimiento de las dinámicas de la producción natural en los ecosistemas permite a la mente humana interpretar y trasladar a la cultura un modo de acción u operación guiado por el contacto vital, inmediato e intuitivo (Vitale, 1998). De esta manera, asegurar la subsistencia mediante prácticas diversas vincula el sentido del cuidado a la salud. Esto aporta un sentido interpretativo que permite el ordenamiento del aprendizaje y crea la coincidencia entre posibilidad y necesidad: alimentación, plantas medicinales, vestido, vivienda, templos, organización social, creencias, etc., es decir, todo el desarrollo tecnológico de los pueblos antiguos son prueba de ello, porque están fuertemente vinculados al cuidado.
Esta comprensión simbólica o relacional de la salud (humanidad-naturaleza) emerge de un entendimiento implicativo más que explicativo, y más concreto-vital que abstracto, configurando un tejido de interdependencias que contextualizan el imaginario social o las huellas de sentido (Mauss, 2009) presentes en la convivencia, la organización social y las prácticas, que se expresan como valores y elementos fundamentales de la vida material e inmaterial de una comunidad. La salud como simbolismo en los pueblos antiguos legitimó las prácticas, los mitos e ilusiones colectivas, que confirieron sentido a una forma de relación con la naturaleza.
El pensamiento moderno ha conceptualizado la salud desde el enfermo y el sistema de atención de la enfermedad, primordialmente (Comelles, 2003). En las últimas décadas, el estudio de las causas de la enfermedad y las expectativas de la población ante la misma, así como los cambios demográficos y el desarrollo de tecnologías sanitarias, entre otros factores, movilizan las técnicas para diagnosticar, tratar y prevenir la enfermedad (Contandriopoulos, 2006) y los mecanismos de gestión institucional y planificación estratégica para el desarrollo científico-técnico buscan garantizar un mayor nivel de eficacia (Castellanos,1990). Pero si se quiere hacer de la salud una prioridad es necesario reflexionar sobre las preguntas que guían su desarrollo conceptual y sus relaciones con el ambiente.
El ambiente constituye una red de interrelaciones en la que debería privilegiarse la salud como sentido para la acción. Entonces, resulta sorprendente que, a pesar de que en los debates sobre la crisis ambiental suele haber una inquietud subyacente por la salud, en la construcción conceptual no se la considera con un alto grado de prioridad y en la formulación de los instrumentos de planificación, la salud -como relación de las poblaciones humanas con el aire, el agua, los alimentos y la organización social- no se coloca en el sitio que le corresponde, es decir, en el centro de la controversia de la relación entre naturaleza y desarrollo (Gudynas, 2003).
La interpretación ontológica del ambiente permite superar los postulados modernos de una visión mecánica de la naturaleza que no representa una comprensión de unidad, en la que la salud da las claves para la existencia, porque su interpretación es eminentemente práctica y se orienta por el conocimiento del ambiente en el que transcurre la vida humana.
La separación de la humanidad de los fenómenos naturales deja de tener sentido con la salud, porque se pierde la interdependencia cultura-naturaleza que configura al ser humano. En efecto, la salud le da sentido a la cultura, en la medida en que esta representa el acuerdo compartido del cuidado de sí que se manifiesta en cada persona, pero que se realiza como actividad compartida, como un ser-en-común. Desde una visión fragmentada la protección del ambiente se vuelve una forma de inversión de capital (Gudynas, 2003), cuando su sentido debería estar en relación con la vida y la salud.
Lenguaje ambiental y salud
El pensamiento moderno occidental crea una relación entre naturaleza y desarrollo, configurando un lenguaje utilitarista de los ecosistemas y sus elementos, interpretados en relaciones de dominio. Con la misma perspectiva emerge el interés por el cuerpo enfermo, dejando de lado al sujeto dotado de conciencia, voluntad y lenguaje (Contandriopoulos, 2006). Esta visión mecánica del cuerpo humano y de la naturaleza se impuso articulada a lógicas de progreso, lo cual llevó a depender de tecnologías para el control de la enfermedad (Vega-Franco, 2002), desconociendo el saber heredado del cuidado a partir de una cultura de identidad con la naturaleza.
Aunque el conocimiento científico ha representado grandes avances en lo concerniente al aumento de la esperanza de vida, el tratamiento y la prevención de enfermedades infecciosas (Contandriopoulos, 2006; Vega-Franco, 2002), también ha significado el detrimento del simbolismo cultural de la salud, un fenómeno característico de las sociedades industriales, donde la organización se da por estructuras de poder y las relaciones entre humanos se basan principalmente en el interés y el cálculo de contraprestaciones (Naredo, 2015). Dicha organización social favorece el liderazgo del más fuerte, quien ostenta el poder, de manera que este puede apropiarse de una parte del sustento y de los bienes de otros, empobreciéndolos para dominarlos (Torres Martinez, 2014), tanto a nivel local, regional y global. Esta realidad vivida e interpretada en el siglo xix permitió considerar la estructura política y social como causa de enfermedad entre los sectores pobres, dando origen a la medicina social.
Sin embargo, otras sociedades en las que coexisten diversas formas de conocimiento han permitido que tradiciones ancestrales de autoorganización (premodernas o alejadas del capitalismo) continúen recreando procesos de intercambio en todas las instituciones sociales (Ostrom, 2014); estas tradiciones dejan ver una capacidad humana de generar y preservar el afecto entre personas y entre grupos, como una condición muy importante de la vida en común (Mauss, 2009). Quienes estudian este relacionamiento social identifican en las relaciones humanas de reciprocidad4 una expresión del cuidado compartido, no solo entre humanos, sino también hacia el mundo (Calvo, 2017). La actitud de reciprocidad como cooperación humana muestra la posibilidad de concretar objetivos de beneficio común (Torres, 2014), que por su intangibilidad fueron cayendo en el olvido, de modo que su estudio fue relegado por la aproximación a los hechos objetivos.
La diferencia entre cultura moderna y premoderna se concreta en el lenguaje. Un lenguaje lógico-matemático orientado hacia relaciones humanas interesadas y egoístas, mediante argumentos técnicos y económicos que expresan eficiencias, control y extracción de recursos, se opone al lenguaje afectivo y emocional en las relaciones humanas, el cual reconoce la importancia de la confianza, la cooperación y reciprocidad expresadas en comportamientos solidarios para la creación de reglas que permitan resolver dilemas sociales de la vida cotidiana (Mauss, 2009); son dos lenguajes distintos.
El lenguaje tecnocientífico expresa relaciones de poder y acción sobre los seres vivos, porque refleja una concepción de control y dominio que frecuentemente representa el aprovechamiento económico de la naturaleza. Esta comprensión reducida y utilitarista de los ecosistemas y de todas las formas de vida en general (incluida la humana) debe ser superada mediante la recuperación de la visión de unidad, para reintroducir en el lenguaje intelectual la idea de la especie humana en la naturaleza, porque el ser humano es naturaleza y todo ser vivo genera y mantiene su realidad (Gama, 2017).
Un lenguaje ambiental orientará hacia el reconocimiento del cuidado como base de las relaciones humanas y de las interacciones con la naturaleza, porque es a través de estos vínculos que se construyen las demás estructuras sociales (Torres, 2014). En la cultura griega un conjunto de corrientes filosóficas dio importancia a las prácticas de cuidado y cultivo de sí, haciendo énfasis en las relaciones consigo mismo y con la naturaleza, lo cual marcó una diferencia fundamental entre los seres humanos y otros seres vivos (Vega-Franco, 2002), en efecto, la salud como sentido permite un mejor uso de la razón para configurar el marco a partir del cual se constituye el universo simbólico donde se vive.
Ahora bien, la salud como símbolo tiene la capacidad de igualarnos a todos porque no puede ser concebida como una elección individual, su estar ahí le pertenece al colectivo. Por lo tanto, un lenguaje ambiental descubre sutiles relaciones entre fragmentos e integra las formas de comprensión humana que, como lo expresa Tomás Ibáñez Gracia, se dan a través del ingenio, del entendimiento, del juicio y del gusto, porque todos estos son distintos niveles de conocimiento y se plasman en el lenguaje (Ibáñez Gracia, 1989). De esta manera, un lenguaje ambiental que emerja de una interpretación más simbólica o relacional permitirá, como en otros tiempos, la conservación del cuidado de sí como costumbre, dentro de la complejidad cultural de la salud y el cuidado de la vida.
Desde este entendimiento, se argumenta que la vida humana y su cuidado (la salud) representan un problema complejo que ha sido ignorado por otros intereses de la razón instrumental que, en la actualidad, privilegia el mundo artificial humano en oposición a la convivencia con el mundo natural. Esta comprensión técnica que se plasma en el lenguaje reproduce una civilización material y tecnológica, limitada por una perspectiva de progreso. George Canguühem (1986) en Lo normaly lo patológico señala que "la regulación social es potencialmente la salud, cuando hablar de regular socialmente significa hacer que prevalezca el espíritu de conjunto" (p. 286).
Pensar un lenguaje ambiental como una forma de autorregulación social conduce a configurar una realidad intermedia y mediadora entre lo sensible y lo inteligible, entre lo natural y lo cultural; se trata de una comprensión de la experiencia humana que media entre las personas, y entre estas y su realidad. Así, la razón y el sentido se complementan y crean una red de significados que reconocen la importancia de la salud en el cuidado del planeta para cuidar de sí mismo.
El lenguaje "como portador de toda experiencia y comprensión del mundo" (Gadamer, 1960, p. 240) convierte al ambiente en experiencia humana del conocimiento, en vez de explicarlo a través de un conjunto de leyes lógicas. Tal como lo afirma Heidegger (2005), el cuidado de la salud nos proyecta al futuro y el ser humano debe interpretarse constantemente a sí mismo, pues no se encuentra en este mundo como observador neutral, sino que está implicado en todo suceso; así, el lenguaje como forma común de vida que deposita la tradición, configura una conciencia ambiental que actualiza la cultura.
Una cultura ambiental
Dar sentido ambiental a la cultura es esencialmente reconocer el tejido de relaciones que reflejan lo que algo quiere decir para nosotros y nuestra vida (Mena, 2003). Por lo tanto, el sentido no se expresa en conceptos o signos, sino en símbolos, arquetipos o concepciones como espacios de unidad (Ortiz-Osés, 1986). El sentido se define como recreación de lo vivido (afectivo-emocional), en tanto que responde a algo, simboliza, afecta y tiene implicaciones para una comunidad en un contexto valorativo (Mena, 2003).
La salud como símbolo configura su significado en la existencia, vinculando formas de ser, hacer y estar en sociedad (valores, actitudes y creencias), como relación totalizadora del ambiente se extiende al cuidado y la protección de las formas vivas para quedar inscrita en la relación entre naturaleza y cultura como indivisible. Tim Ingold (2014) explora una comprensión de las relaciones a partir de la cual el ser humano como vida es una unidad, la vida social de las personas es un aspecto de la vida orgánica en general, y la conciencia de la existencia es el punto de partida para la vida cultural.
En la cultura -tejido de formas de pensar, sentir y actuar (Harris, 1990)-, debe expresarse un compromiso con la existencia, porque ni cuerpo ni mundo son mecanismos controlables para superar la fragilidad y la transformación, por lo tanto, la salud que no se reduce al valor fisiológico constituye una unidad entre organismo y significados que hacen posible la diversidad y realización compartida (Mena, 1984). De esta forma, la salud aparece como cualidad humana que integra la interpretación y la práctica para hacer de la actividad humana un sentir del mundo común.
La vida en común se recrea en el imaginario colectivo que organiza las prácticas, los saberes y las emociones compartidas que deben entenderse como bienes comunes heredables, desde comprensiones ancestrales que son senderos de acceso a una interpretación humana que se entienda dentro del mundo, a la vez que entiende el mundo (Ortiz-Osés, 2009).
Comentarios finales
Las culturas antiguas mezclaron valores positivos compartidos, tanto afectivos y emotivos como racionales, lo que permitió una convivencia mediada por relaciones de hermandad, reciprocidad y solidaridad con la naturaleza y con los otros (De Castro, 2000). Los valores compartidos reúnen las mejores cualidades que la sociedad privilegia, por lo tanto orientan la selección del modo particular de ser y actuar que se quiere.
Frente a una realidad compleja en la que hay problemas ambientales derivados de la aplicación tecnocientífica del conocimiento que ha incidido en las transformaciones de los ecosistemas, la atmósfera y la organización social, la salud emerge como una dimensión oculta de la existencia. La tecnología y la economía no solo son factores que tienen una influencia decisiva sobre el ambiente, además afectan al organismo humano y sus procesos cognitivos, al incorporar valores que proveen un lenguaje y sentido con interés instrumental. Esta realidad impuesta por el dominio de la razón mengua la vida en vez de protegerla y potenciarla.
Necesitamos un lenguaje ambiental con la capacidad de involucrar a la salud como alternativa al discurso técnico-instrumental que define los ecosistemas como un conjunto de recursos para explotar y depredar, y como un espacio para depositar residuos contaminantes que provocan grandes y profundas alteraciones que es urgente revisar y transformar.
Para la salud pública, el lenguaje ambiental es un camino transdisciplinario para la configuración de formas más elevadas de comportamiento humano que se adquieren en el complejo entramado de la cultura; este lenguaje abre el diálogo para la participación de una diversidad de disciplinas y saberes en la que una identidad comunitaria explore el conocimiento que nos rodea, y sea posible recuperar el simbolismo cultural de la salud.
Un lenguaje ambiental emerge de las vivencias que promueven el propio cuidado y mejoramiento de la salud. Por lo tanto, hablar de salud es comprometerse con una cierta forma de vida en la que el sentido (cosmovisión) se enhebra en el lenguaje como un modo de entender y vivir, una forma de ser y estar en los ecosistemas para configurar las culturas ambientales del futuro, al retomar del pasado las relaciones humanidad-naturaleza y salud-ambiente como comprensiones apropiadas para generaciones futuras.