El debate conceptual sobre la relación espacio-identidad en la psicología
Oswald Spengler fue un filósofo e historiador alemán de principios del siglo xx que, a través de su obra, popularizó una concepción ontológica de lo humano como una entidad con raíces: "El ser humano es una planta", decía Splenger (citado por Arcella, 2010, p. 111). Esta visión de lo humano, explica Arcella (2010), es la versión splengleriana del principio difundido por el entorno romanticista alemán del siglo xix, según el cual "sangre y tierra", "blut und boden", son los dos elementos fundamentales que definen la identidad de cualquier sujeto. En la sangre y en la tierra estarían las raíces de nuestra humanidad, que le dan sentido y fuerza vital a todo lo que hacemos y sentimos. La sangre habla de los rasgos fenotípicos, de los antepasados, de las tradiciones recibidas de ellos y, en general, del pueblo al que pertenece el sujeto; y la tierra, por su parte, es el territorio donde la comunidad constituye sus prácticas sociales y los referentes culturales más importantes. Para los romanticistas alemanes del siglo xix ambos elementos eran claves para determinar el valor de un sujeto y su lugar en el mundo, concepción que contribuyó a la posterior condena que se hizo al nómada, al sujeto que pasa de una tierra a otra, por considerarlo "destructor de toda raíz y por eso de toda civilización" (Arcella, 2010, p. 111), en contra del verdadero ser humano que es fiel a su tierra y a su gente.
En el enraizamiento quedaba implícito el concepto de correspondencia del ser humano con el paisaje por medio de su alma, y por eso con el Volk [...]. Al mismo tiempo la falta de raíces estigmatizaba al individuo como privado de sus fuerzas vitales. (Mosse, citado por Arcella, 2010, p. 112)
Este breve recuento histórico del pensamiento romanticista alemán sirve para evidenciar la antigüedad que tiene la intuitiva percepción del poderoso lazo emocional que los seres humanos establecen con el territorio donde han nacido y vivido, y la incidencia que tiene ese vínculo en el reconocimiento que socialmente obtiene alguien ante los demás. En la década de 1960, esta percepción logró encontrar asiento en las ciencias empíricas, con la emergencia oficial del proyecto académico de la psicología ambiental. El primer aspecto que fue objeto de análisis fue el de la relación que se podía establecer entre espacios, lugares o territorios, en diferentes tipos de escalas (casa, vecindario, ciudad, país, continente) con el sector de la experiencia humana representado por el afecto.
Sobre este aspecto existe una muy amplia literatura en la psicología ambiental (Castano, Yzerbyt, Paladino y Carnaghi, 2006). "Este es uno de los problemas presentes en la investigación psicoambiental desde el inicio de este ámbito de trabajo" (Corraliza, 1998, p. 59), quizás porque resulta evidente para cualquiera el fuerte vínculo emocional que los seres humanos establecen con los espacios.
Los lugares que habitamos y frecuentamos poseen los significados más profundos y son el foco de unos fuertes lazos sentimentales y emocionales, [...] hay para casi todo el mundo una profunda asociación con, y una conciencia de, los lugares donde hemos nacido y crecido, donde vivimos ahora, o en donde sobre todo hemos tenido experiencias de movimiento. Esta asociación parece constituir una fuente vital tanto de la identidad individual y cultural como de seguridad1. (Chow y Healey, 2008, p. 363)
Según lo indica Giuliani (2003), la psicología ambiental reconoce que los espacios tienen "un fuerte efecto positivo en definir nuestra identidad, en llenar nuestra vida con sentido, en enriquecernos con valores, metas y significado2" (p. 146). El autor plantea lo anterior desde los trabajos de Fried en 1963, en los que se analizaban los efectos psicológicos que originaban los traslados forzados de la población de un suburbio de Boston. En modo simple, desde sus inicios, para la psicología ambiental "el ambiente es un territorio emocional" (Ittelson, citado por Corraliza, 1998, p. 60) y, por lo tanto, es un componente del carácter del sujeto.
La abundante literatura que se encuentra al respecto muestra diversos tipos de aproximaciones para analizar la relación emocional de los sujetos con los espacios. Según lo señala Corraliza (1998), hay una aproximación que hace énfasis en el individuo -enfoque basado en la compatibilidad del ambiente con el individuo- y supedita la respuesta emocional del sujeto a la manera como el ambiente logra satisfacer sus necesidades. Un segundo enfoque enfatiza en el ambiente -el enfoque de la estética experimental-, cuyo análisis de la experiencia emocional se realiza de acuerdo con las características estéticas que tiene el ambiente (Corraliza, 1998, p. 65). Un tercer enfoque de tendencia cognitiva que enfatiza en la interacción sujeto-ambiente -aproximación informacional- que basa los contenidos afectivos hacia el ambiente en el tipo de información que logra extraer el sujeto de la escena (Corraliza, 1998, p. 68). Finalmente, podríamos hablar de un cuarto enfoque que resalta la condición mediadora que cumple la dimensión social en la interacción que se da entre el individuo y el ambiente, y su reacción emocional.
Para muchos investigadores la experiencia emocional puede ser comprendida como un fenómeno social que ocurre en un proceso de relación dentro de un determinado marco definido por diversos factores culturales, sociales, etc., ante los que las características ambientales presentes, así como el ambiente en que se ha producido el desarrollo del sujeto parece que pueden tener una gran influencia. (Jiménez y Cieza, 1986, p. 609)
Esta última aproximación resulta de particular interés para analizar el fenómeno migratorio trasnacional, dado que se mezclan diversos tipos de lecturas desarrolladas en la psicología social, psicología ambiental y en la psicología política, fundamentadas según Hopkins y Dixon (2006) en dos escuelas alemanas, el existencialismo y la fenomenología. Como se sabe, estas perspectivas filosóficas son herederas precisamente del pensamiento romanticista alemán y ofrecen una comprensión de la realidad humana, desde la cual se resaltan aspectos como el sentido de la experiencia en cuestión, la vivencia cotidiana del sujeto en sociedad, la influencia de los valores culturales en la conducta de los sujetos, el peso de las concepciones de mundo en las maneras como las personas interpretan su realidad personal y social, y las estructuras de poder presentes en el fenómeno analizado. De acuerdo con Hopkins y Dixon (2006), gracias a la fenomenología y al existencialismo se ha logrado despertar en los académicos e investigadores la imaginación geográfica3 (Hopkins y Dixon, 2006, p. 174) acerca de la relación medio ambiente-ser humano, con la que se está logrando superar lo que Stokols, citado por Hopkins y Dixon (2006), denominó la "concepción minimalista de la relación ser humano-medio ambiente"4 (p. 174). Desde esta concepción, el sentido pleno de la experiencia humana con los espacios permanecía descuidado, al interpretar de un modo extremadamente simple los contextos de acción de las personas. "A menudo interpretado en términos físicos simples, los lugares [eran] típicamente caracterizados como meros recipientes pasivos en los que la vida social pasaba a desarrollarse"5 (Hopkins y Dixon, 2006, p. 174). Ahora, en los debates académicos que tratan la relación [entre] conducta humana y espacio, se incluyen conceptos como significado del lugar (sense of place), arraigo (rootedness) o apego al lugar (place attachment"), lo que le ha dado relevancia a la contribución que la psicología pueda hacer al tema.
Está claro que la psicología es absolutamente esencial para el progreso de este proyecto. Independientemente de su origen disciplinar, todos los interesados en la significación humana del espacio y el lugar deben invocar conceptos psicológicos (por ejemplo de apego, identidad, pertenencia), y los psicólogos están en una posición única para ayudar en el desarrollo de un marco teórico adecuado6. (Hopkins y Dixon, 2006, p. 174)
Según Hopkins y Dixon, para que la contribución de la psicología al tema sea contundente, se requiere "apreciar el significado político de las representaciones psicológicas que tienen las personas del espacio"7 (2006, p. 174). Y agrega:
Esto modela la comprensión de las personas de quién pertenece a un lugar, los derechos y las libertades que las personas pueden aspirar y ejercitar, las decisiones acerca de dónde nos sentimos "en casa" y "fuera de lugar", hacia dónde nos podemos mudar, o debemos evitar, y mucho más8. (Hopkins y Dixon, 2006, p. 174)
De acuerdo con lo que nos da entender Hopkins y Dixon, esta es una línea de desarrollo investigativo y comprensión todavía pendiente en el campo general de las ciencias sociales y con la que resulta más evidente la significancia social y política que tienen los espacios, así como su impacto en los comportamientos individuales y colectivos.
La identidad espacial como una forma de identidad social
Podría argumentarse que para el abordaje de la problemática social de la migración trasnacional resulta relevante evocar una teoría que ha tenido gran impacto en los desarrollos investigativos de la psicología social contemporánea, la teoría de la identidad social; propuesta por Tajfel (2010) para analizar el impacto que tenía la percepción categorial, propia y de otros en la conducta humana. En la literatura académica se encuentra una gama amplia de análisis al respecto que resaltan diversos elementos considerados claves en la conformación de la identidad social, dada la posibilidad que tiene un individuo de articularse a un sinfín de colectivos en una estructura social. La identidad social puede estar referida a "categorías sociales tan generales como edad, sexo o nacionalidad, pero también puede referir a roles o posiciones sociales como la membresía de una profesión, una afiliación política, etc"9 (Deschamps, 1982, p. 87). Nuestra identidad social está basada, entonces, en una plétora de posibilidades, en la que destacan más algunas categorías que otras, según la jerarquía que establezca un contexto sociopolítico determinado a las cualidades sociales. En el contexto histórico de la modernidad occidental, sobresalen las categorías que deciden la inclusión social y simbólica de sujetos a grupos, a partir de su condición de género, raza y etnia. Sin duda, estas han sido las categorías sociales que en nuestro tiempo más impactan la percepción del sujeto de sí mismo y de su valores personales y son estas, precisamente, las que más han sido objeto de estudio en investigaciones de ciencias sociales sobre identidad social (Icard, 1985; Huffaker y Calvert, 2005; Ely, 1995). La clasificación y diferenciación entre individuos y colectividades, así como sujerarquización concomitante han operado eficazmente en torno a las categorías sociales mencionadas (genero, raza, etnia) durante un largo tiempo en la modernidad y se han reflejado con precisión en el orden político instituido.
Ahora bien, en la actualidad se vive un proceso de vaciamiento social de estas categorías identitarias del mundo moderno. Las enseñanzas que ha dejado a la humanidad eventos como las guerras mundiales; las practicas genocidas de ciertos pueblos contra otros; las luchas de movimientos sociales que han reivindicado derechos negados; y los incontables debates jurídicos, académicos y filosóficos que se han dado al respecto, han logrado que se pierda en muchos escenarios el contenido empírico sustancial que antes tenían las categorías de raza, género y clase social. Hoy la conciencia colectiva de qué es ser blanco, negro, mujer, pobre o mestizo está tan diversificada, que cualquier intento por lograr sobre el asunto lo que Clifford Geertzs (1987) llamaba el consensus gentium, fracasa (p. 45). En esta relación dialéctica entre el cambio estructural y el cambio cultural de las sociedades ha empezado adquirir importancia la identidad espacial, como uno de los anclajes identitarios más significativos para el sujeto. Al fin y al cabo, como lo señala Valera y Pol (1994),
los procesos que configuran y determinan la identidad social de los individuos y grupos parten, entre otros elementos, del entorno físico donde estos se ubican y que este constituye un marco de referencia categorial para la determinación de tal identidad social. (p. 6)
Dicho en otros términos,
la idea de que el contorno físico de un individuo está enteramente transculturado a la sociedad de la que forma parte, y que describe el mundo físico, tal como es percibido en el seno de una sociedad y como objeto de conductas de adaptación a la misma, equivale a describir la cultura de esta sociedad. (Stoetzel, citado por Valera y Pol, 1994, p. 6)
Con respecto a la identidad espacial, indiscutiblemente hay amplia literatura al respecto, sin embargo, nos dice Maria Lewicka, en un estado del arte que realizó sobre la cuestión en el 2011, "para la mayoría de las revistas, artículos que traten la relación personas-lugar representa un nuevo tema"10 (2011, p. 207). Este término, identidad espacial, refiere el vínculo que establece una persona con una comunidad a través del espacio, y que lo hace diferenciable de otros que pertenecen a otra colectividad en tanto se encuentran vinculados a un espacio distinto. La identidad espacial es un tipo de identidad social que un sujeto adopta para sí, a partir de las acciones que realiza en un espacio determinado con los objetos contenidos en él. En palabras de Proshansky, Fabian y Kaminoff (1983),
el desarrollo de la identidad propia no se limita a hacer distinciones entre uno mismo y los otros significativos, sino que se extiende con no menos importancia a los objetos y las cosas, y a los mismos espacios y lugares en los que se encuentran [...]. En efecto, el sentido subjetivo del yo es definido y expresado no simplemente por la relación de uno con otras personas, sino también por las relaciones de uno con los diversos entornos físicos que definen y estructuran la vida cotidiana. (p. 58)11
Entonces, esta identidad se estructura a partir de tres elementos: grupo o colectivo de referencia, las acciones del individuo, y el espacio, con sus contenidos, en el que tuvo, tiene o tendrá lugar la acción del individuo. Estos tres elementos permiten diferenciar el concepto de identidad espacial con el término de nacionalidad con el que inicialmente se podría confundir. La nacionalidad es el reconocimiento jurídico que recibe alguien de pertenecer a un colectivo humano ubicado en un espacio determinado, por razones de nacimiento o filiación familiar, sin que implique necesariamente la realización de alguna acción concreta del sujeto, ni siquiera el acto de nacer en ese espacio. En cambio, la identidad espacial es la membresía que asume un sujeto a un colectivo social por la realización frecuente de acciones con objetos contenidos en un espacio delimitado geográfica o simbólicamente, vinculado directamente con ese colectivo social. Esta forma de identidad social impacta el autoconcepto del individuo, a partir de los tres elementos de análisis descritos por Tajfel (2010) para cualquier forma de identidad social: en primer lugar, la consciencia de esa membresía, es decir, el conocimiento socialmente validado, no necesariamente jurídicamente sancionado, pero en cualquier caso autoasumido por el sujeto de pertenecer a un colectivo humano específico por realizar acciones en favor del grupo y sus emblemas; en segundo lugar, el valor que tiene esa membresía en la estructura social, a causa de los beneficios, privilegios y perjuicios que implica asumir esa membresía ante los demás; y finalmente, la significancia emocional que el sujeto le otorga a esa membresía, probablemente, consecuente con el valor que socialmente se le confiere.
Según lo que se encuentra en la literatura (Lalli, 1988), existirían dos tipos de identidades espaciales, o dos líneas para abordar el concepto de spatial identity, planteado por Fried. La primera línea está definida por el concepto place identity o identidad de lugar -de Proshansky, Fabian y Kaminoff (1983)-, el cual nombra el vínculo que establece una persona con una colectividad humana, a través de un espacio concreto que es escenario de actividades específicas y que se constituye en un referente estable de orientación para las personas en entornos geográficos amplios. La segunda línea la estableció Marc Lalli en 1988 con el término de urban identity, identidad urbana, y remite a una forma de relación identitaria con los espacios que es más abstracta o simbólica, que opera mediante demarcaciones entre grupos y entornos ambientales, y a través de la creación de lazos fuertes entre colectivos humanos y espacios.
En un artículo publicado en 1988 en la revista Environmental Social Psychology, este académico alemán de la University of Darmstadt señaló que el concepto de identidad urbana era acuñado para abordar una dimensión de la identidad espacial, no derivada de la experiencia social directa, que es más abstracta y general en comparación con lo que trae el concepto de identidad de lugar.
Los trabajos sobre "la identidad del lugar", "sentido de lugar", y "lugar de dependencia" [...] emplean un muy amplio y difuso concepto de "lugar". Ellos tienden a utilizar este concepto en un sentido muy cercano a casa o apartamento, el barrio con su red social, el lugar de trabajo u otro entorno relevante. El concepto refiere a ambientes especiales esencialmente vistos como el resultado de experiencias concretas [...]. La cuestión que se aborda en este texto se refiere a la forma en que la estructura de "ciudad" puede ser incorporado a estos procesos y cuáles significados están unidos a ellos en comparación con el concepto más general de "lugar"12. (Lalli, 1988, p. 303)
"Placeidentity", "senseof place", y "place dependence"han sido conceptos que se han desarrollado a partir del análisis que realizó en 1963 Fried en los suburbios de Boston y que lo llevó a proponer el término spatial identity para nombrar el papel que tenían los espacios en la constitución de la identidad y su continuidad (Hopkins y Dixon, 2006). Lo que ahora introduce Lalli en la discusión de la identidad espacial son otros aspectos de la relación que se da entre espacio e identidad que no fueron incluidos con el concepto sugerido por Proshansky, Fabian y Kaminoff (1983). Para Lalli (1988), el término place identity registra cinco funciones que tienen los espacios para el individuo: a) función de reconocimiento (recognition function), con la cual se garantiza la percepción de estabilidad del ambiente; b) función de significado (meaning function), indica a la persona cómo actuar en el espacio; c) función expresiva (expressive-requirementfunction) manifiesta la adecuación personal del ambiente; d) función mediadora del cambio (mediating change function), determina el grado en que el ambiente puede ser apropiado; y e) función de defensa (anxiety and defense function) provee a la persona de un sentido de seguridad.
Según Lalli, el concepto de identidad urbana enfatiza en otras funciones que cumple la identidad espacial. "En contraste con su concepto de identidad del lugar, 'identidad urbana' constituye un término más general y más específico [...] [utilizado] para enfatizar una función adicional de la identidad espacial"13 (Lalli, 1988, p. 303). Estas son: a) función de simbolización de las experiencias sociales, la cual nombra los contactos sociales (amigos, familia) que establece el individuo en el espacio; y b) función de demarcación (Demarcation function), la cual permite diferenciar a un grupo de personas que habitan un espacio de otras que no lo hacen. Esta última es en la que, ante todo, enfatiza Lalli al resaltar la dimensión territorial que cumple la identidad espacial al crear unos lazos fuertes y probablemente permanentes entre unos sujetos concretos y unos espacios específicos. A partir de este lazo identitario que se constituye entre el individuo y el espacio, los habitantes de dicho espacio adquieren las cualidades que se le han atribuido a esa estructura general que representa la ciudad.
Por ejemplo, una ciudad puede ser "cosmopolitana" en contraste con otras "ciudades provinciales"; pueden ser "influyentes", "ricas en tradiciones", "de buen corazón", [...] mientras que otros pueblos se pueden considerar despectivamente como "pobres", "depravados", "fríos", etc. Por lo tanto, las ciudades poseen una "imagen" que también es reconocida en el exterior, una especie de carácter que "contagia" a los residentes, por así decirlo, y les da un cierto tipo de personalidad14. (Lalli, 1988, p. 306)
Igualmente, habría otras dos funciones de la identidad espacial que Lalli integra en su concepto de identidad urbana. "En general, puede afirmarse que 'la identidad urbana' también cumple la función de proporcionar autoevaluaciones positivas para los residentes. Además, se genera una sensación de singularidad fundamental15" (Lalli, 1988, p. 306). Las otras dos funciones de la identidad espacial son, entonces, una función de sostén de la valoración social del sujeto, de sentirse digno ante los demás por portar en su identidad los valores asociados al espacio donde nació y, por último, una función de sentido de unicidad, de exclusividad o singularidad en relación con cualquier otro sujeto que haya nacido en cualquier otro lugar, en cualquier momento histórico.
Por consiguiente, urban identity es un concepto creado por Lalli para definir una parte de la identidad de sí mismo (self identity) en sujetos pertenecientes a colectivos humanos que se encuentran asentados en ciertos espacios geográficos, regidos por una misma estructura jurídico política, una ciudad o municipio, diferenciable de otras estructuras jurídico políticas equivalentes, otras ciudades o municipios, o de otros sistemas de mayor jerarquía administrativa, un reino, un Estado, una nación, una región.
Una función central de la identidad urbana es su característica diferenciadora de los residentes de una determinada ubicación de otras personas. Esta pertenencia no solo proporciona la percepción de un necesario "ser diferente", sino que también confiere atributos específicos a la persona que se asocia con la ciudad. Estas descripciones consisten en una red de atribuciones externas e internas16. (Lalli, 1988, p. 307)
El elemento central que trae este concepto es la dimensión jurídica, política y administrativa que pueden comportar los espacios, su condición de territorio. Los espacios, en tanto territorios, integran normas del poder político que rige a colectividades humanas, las cuales se traducen en valores a partir de los cuales se tramitan ciertas formas de convicciones personales, ciertas interpretaciones de la conducta propia y de los demás que traen efectos en el modo de conciencia de sí mismo o de ser ante los otros.
La identidad espacial y la migración trasnacional
Diversos tipos de enfoques se han adoptado para comprender las causas de las migraciones trasnacionales, pero en la literatura académica prevalece el enfoque socioeconómico y racional (King, 2012; Castles y Miller, 2014). Acorde con este enfoque teórico, conocido como push-pull theory (Kline, 2002; Mazzarol y Soutar, 2002; Massey et ál, 1993), las personas deciden abandonar voluntariamente el territorio en que han vivido cuando tienden a darse en él ciertas condiciones desfavorables, fundamentalmente de orden económico y social, las cuales impiden objetivamente a sus ciudadanos satisfacer adecuadamente sus necesidades básicas como seres humanos. Entonces, se genera la obligación o necesidad de buscar otros territorios donde tales condiciones negativas no existen o, por lo menos, les resulta más factible la consecución de los recursos que requieren para sobrevivir (King, 2012). Esta perspectiva se ha mostrado limitada para abarcar la complejidad del fenómeno migratorio, ante la evidencia que registran diversos estudios sobre el tema (Gustafsson y Zheng, 2006; Green y Staerkle, 2013; Martínez, Elorriaga y Arnoso, 2007; Porthe et ál., 2009; Sobral, Gómez, Luengo y Romero, 2010; Turper, Iyengar, Aarts y Van Gerven, 2015; Faist, Bilecen, Barglowksi y Sienkiewicz, 2015), que señalan que la mayoría de los migrantes no logran concretar la integración social en los países de acogida, entre otras razones porque están cada vez más expuestos a entornos hostiles que propician condiciones de calidad de vida que, en el caso de los migrantes voluntarios, pueden resultar inferiores a las de su país de origen. Sin embargo, el flujo migratorio sigue creciendo en todas sus modalidades, no solo en aquellos que huyen comprensiblemente de la violencia o de la pobreza extrema y se instalan como refugiados en otras naciones, sino también en aquellos que han logrado la integración social, laboral y económica en su país de origen, pero que de todos modos anhelan instalarse en otros territorios a cualquier precio.
En este texto, como parte de un proyecto de investigación empírico en curso con migrantes transnacionales colombianos, se propone abordar el tema de las causas de la migración trasnacional desde una perspectiva psicológica, a partir del concepto de identidad social de Tajfel (2010), considerado como una dimensión fundamental para explicar el fenómeno migratorio actual. El concepto de identidad social ligaría los proyectos migratorios trasnacionales voluntarios con la biografía del migrante, al poner de presente la representación que los sujetos hacen de las sociedades existentes en el mundo, así como el vínculo emocional que desarrollan con estas, a partir de la significación social que adquieren los territorios.
En este sentido, se cree viable afirmar la tesis de que cierto tipo de emociones inculcadas y reproducidas por un colectivo de personas son una causa determinante para que el fenómeno migratorio voluntario se constituya en una tendencia social, y se dé además desde determinadas naciones hacia otras. Estas emociones operarían colectivamente porque refieren a la forma de identidad social que Lalli llamó identidad urbana, la cual se le impone a un conjunto amplio de personas al ser portadores de la forma de identidad social que adviene por haber nacido y crecido en un determinado territorio.
La hipótesis general que, en concreto, se plantea como alternativa explicativa de la migración trasnacional voluntaria es que la vergüenza referida a determinadas identidades espaciales, reproducida constantemente y en diversos escenarios hasta el punto de convertirla en un factor constitutivo de estigma social, origina en los habitantes portadores de dicha identidad social el anhelo de desplazarse hacia otros espacios que impliquen otro sentido emocional en la identidad espacial, significativamente mejor reconocida que la originaria. Se parte del supuesto según el cual, si un territorio cualquiera tiene dificultades para cumplir con esa función destacada por Lalli como de sostén de la valoración social del sujeto, ese espacio va a alimentar en sus habitantes el deseo de abandonarlo, para conducirlos a otros espacios signados en el imaginario social como mejores. Es decir, si los territorios son un componente fundamental de la identidad de los sujetos y son sostenes efectivos de la valoración que tiene un individuo ante otros que no pertenecen, ni viven en el mismo espacio, entonces, cuando la autoestima del sujeto se vea afectada, por quedar integrado a través del espacio a un grupo social estigmatizado o devaluado, se puede suponer que empiezan a operar los procesos de self-enhancement, de mejoramiento del self, descritos ampliamente por Henri Tajfel y John Turner desde la década de 1970, con la teoría de la identidad social (Hogg y Abrams, 2006; Tajfel, 2010). Para el caso de lo que se analiza en este documento, el proceso de self-enhancement de algunos de los sujetos nacidos en territorios muy mal valorados en el contexto mundial opera a través del cambio de espacio en que habita el sujeto, independientemente de las dinámicas sociales a las que se vaya a integrar la persona en su nuevo lugar de residencia.
Hay que subrayar que esta tesis no es común en el análisis del fenómeno migratorio, pero sí tiene algunos antecedentes investigativos a destacar. El vínculo entre la identidad social en que se inscribe el individuo, las experiencias emocionales de los sujetos con ciertos territorios y la adopción o no de ciertas conductas espaciales como la migración fue analizado en un estudio de Reicher, Hopkins y Harrison (2006), sobre el comportamiento de movilidad laboral de sujetos que vivían en la frontera de Inglaterra y Escocia. Los autores del estudio concluyeron que los sujetos con alta exaltación de su identidad nacional tenían una altísima preferencia por asentarse en lugares acordes con su sentimiento nacionalista, fundamentalmente porque el sitio elegido les brindaba la sensación de encontrarse en casa (Reicher, Hopkins y Harrison, 2006).
Con respecto al papel que tendría la vergüenza como factor motivacional de los proyectos migratorios, solo se encontraron dos estudios que ubican a esta emoción como una poderosa razón que tienen los migrantes para no asumir voluntariamente el retorno o deportación a su país de origen (Roca y Sánchez-Mazas, 2013), o para reintentar un proyecto migratorio trasnacional después de haber sido deportados (Schuster y Majidi, 2015). En este estudio, el estigma del fracaso y la apreciación negativa que se tiene de los deportados conlleva a que estos vuelvan nuevamente a migrar, como una única opción que tienen para dignificar su existencia ante la mirada de sus connacionales.
A pesar de que hay una amplia variedad de estudios que subrayan el papel de lo emocional en la migración (Baldassar, 2015; Boccagni y Baldassar, 2015; Conradson y McKay, 2007; Ho, Fu y Ng, 2004; Svasek, 2010), la cuestión de la vergüenza y su vínculo con la migración trasnacional no corresponde a una problemática ampliamente investigada en el campo de los estudios migratorios. La literatura académica que existe al respecto es realmente limitada. Más bien se encuentran estudios que relacionan, de manera general, la vergüenza como una reacción emocional asociada a la experiencia vital de vivir en otros países, entre estos cabe citar los siguientes: en primer lugar, el estudio de Sand (2010), quien señala que este es un sentimiento muy presente en los hijos descendientes de la primera generación y hasta la segunda generación de inmigrantes, que en muchas ocasiones no tienen la nacionalidad correspondiente del país en que han nacido y se han criado. Según Sand (2010), la vergüenza sería consecuencia directa de las condiciones de indignidad en que han vivido sus padres y sus familias en el país de acogida. En segundo lugar, está el estudio de Cathrin Bernhardt (2013), quien realizó en Melbourne, Australia, una investigación sobre el complejo emocional del orgullo y la vergüenza en la identidad étnica de migrantes alemanes asentados en Australia después de la Segunda Guerra Mundial. De acuerdo con Bernhardt, los participantes de su investigación manifestaron sentirse orgullosos de ciertas facetas de su origen étnico. Sin embargo, al mismo tiempo, se avergonzaban de su etnia alemana, lo cual en ocasiones los llevaba a ocultar su origen. La vergüenza se expresaba con una sensación de ser diferente o un forastero, al concientizarse en ciertas ocasiones de la diferencia cultural o por la conexión específica con la historia alemana, que los vinculaba con el nazismo y la Segunda Guerra Mundial (Bernhardt, 2013). En tercer lugar, el estudio de Bernhard, Landolt y Goldring (2008) analiza las consecuencias psicológicas que ha traído para 30 madres latinoamericanas la decisión de migrar y dejar a sus hijos en sus países de origen. El texto de Bernhard, Landolt y Goldring (2008) señala que las experiencias de las madres, desde la decisión de emigrar a través del periodo de separación y durante el proceso de reunificación, fueron marcadas abrumadoramente por la vergüenza, la culpa y la desesperanza. Parte de la razón de la vergüenza y el estigma tenía que ver con los conceptos de familia de los entrevistados y la importancia que ponían en la cercanía física y el contacto cara a cara con sus hijos. Finalmente, está el estudio de Evangeline O. Katigbak (2016) sobre el sistema de vida que tienen migrantes internos de una aldea filipina conocida como "la pequeña Italia", que está poblada por familiares de migrantes trasnacionales que trabajan en Italia, y en el que la vergüenza ocupa un lugar central en las formas de interacción que desarrollan. La autora de la publicación subraya el papel que tienen las emociones, en general, y la vergüenza, en particular, en los espacios de migración; sentimiento que se convierte en un elemento de cohesión social y de estabilización de las posiciones que tienen los individuos en la estructura social (Katigbak, 2016). En este mismo documento, Katigbak cita un estudio realizado en 1996, de un autor de apellido Aguilar, quien realizó un análisis perspicaz de la vergüenza en un artículo titulado "Dialéctica de la vergüenza transnacional y la identidad nacional". Según Katigbak (2016), Aguilar señala que la vergüenza ha sido una de las respuestas afectivas de la nación filipina -especialmente de los migrantes- ante el estereotipo que se ha formado en otras naciones de que "ser filipino" se convierte en sinónimo de ser trabajador doméstico remunerado, lo que ha dado como resultado en los migrantes filipinos una disminución de su autoestima y, por lo tanto, una sensación de "perder la cara" al ser considerado como no un igual, sino como un "otro".
Ahora bien, no se encontró ningún estudio que le conceda algún papel relevante a la vergüenza por identidad social como un factor motivacional de los proyectos migratorios, a excepción del estudio ya mencionado de Schuster y Majidi (2015) que, como se indicó, se encuentra referido únicamente al caso de los migrantes que han sido deportados a su país de origen, y que experimentan vergüenza, no por el vínculo identitario que tienen con la sociedad en que nacieron, sino por el fracaso de su proyecto de vida individual.
Este es, entonces, un marco de comprensión distinto para los estudios migratorios, cuyos limitados desarrollos investigativos se deben a los presupuestos que han reinado sobre el vínculo que establece un sujeto con el territorio y grupo social al cual pertenece desde su nacimiento. Las investigaciones anteriormente citadas, otras relacionadas con la teoría del place attachment (Chow y Healey, 2008; Morgan, 2010; Scannell y Gifford, 2010; Hernández, Hidalgo, Salazar y Medler, 2007; Bogac, 2009; Lewicka, 2011) y otras asociadas (Knaps y Herrmann), revelan un sesgo que han tenido los estudios de experiencias emocionales hacia el espacio y su relación con la identidad social. En efecto, estos suponen que las personas desarrollan fuertes lazos emocionales de preferencia y amor hacia los elementos físicos y simbólicos que representan su identidad social. Por ejemplo, dice Chow y Healey (2008):
Para la mayoría de la gente la casa juega un papel central en la vida cotidiana y posee un rico sentido social, cultural e histórico y tiene numerosos significados psicológicos, que son de gran importancia para las personas en la formación de sus identidades. Estos significados están asociados con el carácter simbólico de la casa como espacio privado, [...] contiene recuerdos y evoca sentimientos de calidez y seguridad. (p. 362)
Este es un supuesto que también subyace en la teoría de la identidad social según lo menciona Brown y capozza (2006).
La teoría de la identidad social fue concebida para dar cuenta de la diferenciación entre los grupos. De acuerdo con esta teoría, las personas discriminan a favor del grupo interno, claman por su prevalencia en dimensiones cargadas de valor y, en ocasiones, establecen exclusiones con el grupo externo con el fin de mejorar el valor de su propia pertenencia e identidad social. (p. 3)
Aunque la cuestión de la preferencia y discriminación en favor del propio grupo pueda ser válido en múltiples circunstancias -aspecto ratificado en los estudios citados (Chow y Healey, 2008; Morgan, 2010; Scannell y Gifford, 2010; Hernández, Hidalgo, Salazar y Medler, 2007; Bogac, 2009; Lewicka, 2011-, lo que se está proponiendo aquí es que en los migrantes voluntarios se puede encontrar una situación contraria a la esperada, situación que puede haberse producido por los mismos factores considerados básicos en la teoría de la identidad social.
La teoría de la identidad social [...] incluye dos conceptos básicos. Uno se refiere a la necesidad de autoestima: los individuos desean evaluarse a sí mismos y ser evaluados positivamente. Esta necesidad se refiere tanto al yo personal como social. [...] El otro concepto es que el valor de uno mismo y el valor del grupo interno se define a través de la comparación: a saber, [...] el grupo interno es evaluado positivamente si se percibe como superior a grupos externos pertinentes en dimensiones de comparación sobresalientes. (Brown y Capozza, 2006, p. 3)
Curiosamente, la necesidad de autoestima y de establecer el valor que tenemos a través de la comparación con otros grupos, puede motivar a que se deje de buscar una diferenciación a partir del propio grupo. Por diversos tipos de razones, se podría llegar a la conclusión de que el grupo en el que está inscrito el sujeto menoscaba su valor personal y social, por lo que implementa los mecanismos de protección de su autoestima en contra del grupo al que inicialmente pertenece el sujeto. De este modo, discriminar al propio grupo no es el único mecanismo que tienen las personas "para mejorar la identidad social y satisfacer la necesidad de autoestima" (Brown y Capozza, 2006, p. 3), especialmente cuando un sujeto da por sentado la imposibilidad de poder percibir su grupo como superior en algún aspecto relevante. Otro mecanismo posible para mantener lo que el filósofo moral Avishai Margalit llama el honor social (citado por Fernández, 2008, p. 32), la dignidad del sujeto ante otros, puede resultar del esfuerzo del sujeto por romper con los lazos simbólicos, sociales, jurídicos y materiales que lo atan a una identidad social determinada.
Esta hipótesis se puede pensar de un modo muy general, por lo que podría no solo ser aplicable para explicar el caso de la migración trasnacional, sino también para analizar otros fenómenos migratorios, como el desplazamiento masivo e ininterrumpido de sujetos pertenecientes a determinadas regiones hacia otras (migración interna de cada país) o de ciertas zonas a otras (del campo a la ciudad), o de una parte de una ciudad a otra (desplazamiento urbano interno de ciertos barrios hacia otros). El elemento común a todas estas formas de migración, al parecer sin ningún aspecto que las vincule, es el diferencial significativo que puede tener un espacio específico en comparación con otro, esto es lo que Bourdieu (2011) denominó capital simbólico. Este diferencial de capital simbólico no se debería a la memoria de eventos negativos que se dan en un espacio, en contraste con otro -por ejemplo, que en determinada zona, región o país ocurran con frecuencia crímenes, asesinatos, robos, u otros eventos sociales negativos y en el otro quizás no ocurran con la misma frecuencia-, sino al prestigio que adquiere un espacio por concentrar dinámicas de poder social, político y cultural. En otros términos, las migraciones mencionadas son el reflejo material de fuerzas políticas centrípetas que atraen hacia los centros de poder a comunidades enteras. Esto es lo que explicaría, como lo señaló en algún momento Karl Marx, que los campesinos y sus hijos hayan buscado en esta época histórica asentarse en las ciudades y no lo contrario, que los citadinos hayan buscado asentarse en los campos (Marx, Citado por Corraliza, 1998).
Si como lo había planteado Henry Lefebvre en su célebre texto La producción del espacio, la historia moderna se hace en las luchas capitalistas por los espacios -lo cual convierte toda contradicción capitalista en una contradicción de los espacios (Lefebvre, 1991)- y, precisamente, uno de los modos en que se pueden estar expresando esas luchas es en la jerarquía de prestigio que adquieren los espacios, y la condición de desprestigio que adoptan los espacios que son jerarquizados en lugares secundarios. Como lo dijo Lalli (1988), los espacios cumplen una función central en la autoestima del sujeto, por lo que la segregación identitaria se podría estar expresando en el mundo actual como segregación espacial (Iglesias, 2007; Fernández, 2008). Así, vergüenza-orgullo en la identidad social de los sujetos son pares antinómicos de una realidad que opera para los espacios, como parte de esa lucha que origina las desigualdades sociales. Cabe decir, por último, que estos son supuestos que demandan respaldos de orden empírico en proyectos de investigación y que por lo pronto apenas comienzan a darse en su desarrollo investigativo.
A modo de conclusión
Diferentes tipos de razones, especialmente de orden teórico, permiten sostener que el concepto de identidad social puede ayudar a explicar las preferencias de muchos de los migrantes transnacionales hacia determinados territorios. En el texto se retomaron variados desarrollos en la psicología social que muestran que los espacios ayudan a definir la membresía de un sujeto a un grupo social, por lo que las conductas de migración podrían estar marcadas por la apreciación emocional que tiene la persona del espacio y el colectivo con el que es vinculado ese espacio. En el centro de tal cuestión, posiblemente subyace el fenómeno social de la dignificación del sujeto ante los demás, dado que el vínculo identitario que tiene un sujeto con un territorio signado como "Tercer Mundo", por ejemplo, lo podría poner en una condición disminuida en comparación con otros sujetos que viven en el llamado "Primer Mundo".
Este marco de comprensión sobre la migración trasnacional voluntaria define una serie de supuestos que están siendo evaluados a través de varios estudios en curso con colombianos que han migrado a Europa y Estados Unidos. Aunque la revisión de bibliografía no encontró estudios que ofrecieran datos concretos para validar enteramente la perspectiva aquí planteada, tal revisión sí resalta las insuficiencias que tiene el modelo explicativo de la push-pull theory para dar cuenta del fenómeno migratorio en sus diversas formas, especialmente del que corresponde a la migración transnacional voluntaria, por lo que se hace necesario el desarrollo de nuevas perspectivas para comprender los mecanismos psicosociales (ideales, dinámicas de relación entre colectivos, valores políticos y culturales contemporáneos, pertenencia grupal, etc.) que puedan subyacer en el fenómeno migratorio.