Introducción
El 16 de febrero de 1843 el Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina, comandado por el General Manuel Oribe, puso sitio a la ciudad-puerto de Montevideo, en un episodio más del conflicto internacional conocido como Guerra Grande (1838-1852).1 Hasta ese momento las tropas de Oribe, que respondían al federal Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores de la Confederación, habían realizado una violenta campaña de "pacificación" en las provincias del interior y el litoral (1840-1842), aplastando a los contingentes unitarios de Juan Lavalle y de la Coalición o Liga del Norte, así como a las fuerzas comandadas por Fructuoso Rivera, presidente del Estado Oriental del Uruguay. El sitio de Montevideo buscaba acabar con uno de los últimos reductos de oposición antirrosista de la región, mientras que Oribe trataba de reconquistar la presidencia uruguaya, de la que había sido desplazado a fines de 1838.
A partir de allí, entre febrero de 1843 y octubre de 1851, periodo que duró el asedio, en el Estado Oriental del Uruguay convivieron dos gobiernos: uno limitado a Montevideo y su línea defensiva, comúnmente llamado de la Defensa, que incluyó algunas ciudades del hinterland, y el otro, conocido como del Cerrito -por la zona en que se ubicó-, que en el correr de la década de 1840 controló los extramuros de la ciudad y la mayor parte del territorio estatal con sus propios órganos representativos y de administración, oficinas fiscales, entidades educativas y aduana.2 Pese a que la historiografía nacionalista y partidaria de la Defensa suele referirse a los defensores montevideanos como un núcleo bastante homogéneo, formado por miembros del Partido Colorado, en realidad se trataba de una coalición de varios sectores político-militares que fueron transformándose durante la contienda, mientras disputaban entre sí por el poder.
Las vicisitudes de la guerra fueron variando, pero dentro de la ciudad continuó el temor a una posible conspiración encabezada por enemigos del gobierno, que, en anuencia con Oribe o Rosas, promovieran un derrocamiento que abriera las puertas de la capital a los sitiadores. El supuesto rol de esas conspiraciones, salvo aportes aislados, no fue tratado por la historiografía uruguaya, que se concentró en los hechos de armas y los aspectos militares de carácter táctico.
En este texto analizaremos las redes opositoras dentro del recinto amurallado de la ciudad y el modo en que se fue construyendo la idea de un enemigo interno. El sitio de Montevideo constituye un observatorio relevante para analizar las prácticas políticas "subterráneas" vinculadas al espionaje, la conspiración, la deserción y la circulación de información reservada.3
El recorte del objeto "conspiradores" o "enemigos internos" es problemático, porque presupone un sesgo negativo y una naturaleza esotérica, poco visible.4 Como sugieren Van Prooijen y Douglas el conspiracionismo puede abordarse como el conjunto de "creencias explicativas de cómo múltiples actores se reúnen en un acuerdo secreto para alcanzar un objetivo oculto que es ampliamente considerado como ilegal o malévolo", es decir, una percepción que estaba ampliamente extendida a nivel político y social en el periodo que analizaremos. Más que una práctica concreta, el tópico alude a una representación política o ideológica de acciones o eventos, elaborada por diversos actores desde esferas del poder, una atribución de sentido que cobraba especial relevancia en tiempos de crisis o guerras.5 Por ello nos focalizaremos en el accionar de lo que las autoridades montevideanas designaban como conspiradores, complotados, enemigos internos o traidores, a saber, grupos de hombres y mujeres de diversas clases sociales que, trabajando en la clandestinidad, buscaban desestabilizar al gobierno de la ciudad y facilitar el triunfo del enemigo. A partir de la identificación de estos individuos y grupos, abordaremos sus prácticas y cometidos, con independencia de las intenciones que les atribuyó el gobierno. No pretendemos esclarecer el grado de veracidad que tuvieron esos supuestos complots, ni si realmente los implicados fueron culpables o falsamente acusados de un delito, sino la manera en que un cierto número de prácticas fueron interpretadas por el gobierno de Montevideo y sirvieron para construir una figura del enemigo público útil para justificar medidas de vigilancia y represión, es decir, como un dispositivo de control propio de una plaza asediada.
Queda claro en la documentación que muchas de estas redes fueron simultáneas y compartieron actores. Por razones metodológicas las analizaremos por separado, de acuerdo con sus prácticas y objetivos inmediatos. A partir del análisis de documentación oficial nos detendremos especialmente en 1843, el primer año del sitio, momento en que se dieron numerosos casos de conspiración y las autoridades construyeron el centro del andamiaje normativo e institucional para identificar y castigar al enemigo interno. La preocupación por los enemigos internos atravesó todo el periodo que duró el sitio a la ciudad, pero fue durante ese primer año cuando se notó una mayor preocupación por tratar de reprimir las supuestas conspiraciones.
Analizaremos el modo en que los jerarcas policiales y militares establecieron una legislación punitiva y desplegaron un accionar logístico en varios frentes y lograron construir un sistema de vigilancia y control. A su vez, nos centraremos en dos tipos de episodios que fueron englobados como formas primordiales de conspiración y colaboración con el enemigo: las acciones tendientes a lograr la deserción de milicianos montevideanos y la existencia de potenciales espías o agentes radicados en Montevideo que, entre otras actividades, participaban de circuitos de correspondencia clandestina.
Más allá de ese carácter local, no podemos olvidar que estos episodios tuvieron una dimensión rioplatense: tras cada caso de conspiración se creyó ver la mano de Oribe y, a través de este, de Rosas, por lo que rápidamente adquirían el estatus de delitos políticos asociados a la "tiranía" del gobernador de Buenos Aires.
El sitio de Montevideo y la vigilancia a los enemigos pasivos. Legislación punitiva y entramados de control
Desde fines de 1830 Montevideo era un enclave comercial importante en el Río de la Plata, principalmente como punto de acopio de frutos del país y nodo de redistribución de mercancías europeas en la región. En la segunda mitad de la década de 1830 la ciudad-puerto había recibido además una importante corriente de inmigración, a la que se sumaban grupos de refugiados por motivos políticos. De acuerdo con el censo de 1843, de los poco más de 31.000 habitantes, solo 11.000 eran "orientales", mientras que el resto se componía de franceses, italianos, españoles, ingleses, argentinos y afrodescendientes.
La organización militar de la ciudad reflejó esta realidad demográfica. Las primeras medidas, tomadas en diciembre de 1842, cuando se conoció la derrota de Rivera en Arroyo Grande, incluyeron la abolición de la esclavitud y la creación de un Ejército de Reserva, puesto al mando del general cordobés José María Paz, quien se encargó además de acelerar los trabajos defensivos de la ciudad, ante el inminente sitio. Las fuerzas debieron improvisarse con rapidez y se crearon nuevos batallones de línea basados en combatientes libertos, así como milicias y guardias nacionales. En total, durante los primeros meses de 1843, la defensa montevideana pudo poner en pie de guerra a unos 6.000 efectivos, mayoritariamente milicianos.6
En febrero de 1843 quedó conformado un nuevo gabinete, que tuvo entre sus miembros al veterano político Santiago Vázquez como ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores y a Melchor Pacheco y Obes en la cartera de Guerra y Marina. Por su parte, Andrés Lamas, periodista destacado y miembro de los círculos intelectuales de la ciudad, fue designado como Jefe Político y de Policía, una función medular para la seguridad interna de la plaza. Ante la imposibilidad de convocar a nuevas elecciones, Joaquín Suárez, presidente del Senado, fue proclamado como primer mandatario de la República, cargo en el que permaneció hasta 1852. Mientras tanto, Rivera, que acababa de dejar la presidencia, continuó como la figura fuerte del gobierno, en calidad de comandante de las fuerzas en campaña.
La esfera militar y la policial se conjugaron y compartieron información y medidas de control, aunque a la postre cada una siguió rigiéndose por sus propias dinámicas institucionales. Desde que se conocieron las noticias sobre el avance de las tropas oribistas sobre territorio del Estado Oriental del Uruguay, la administración montevideana tomó una serie de medidas relativas al tránsito de poblaciones. Entre las resoluciones tomadas por Rivera se destaca la de desplazar hacia Montevideo a "las familias" que se encontraban fuera de la ciudad. En pocos meses la capital recibió un contingente civil de más de 3.000 "emigrados" rurales, a los que fue necesario alojar y mantener.7
Junto a estos intentos por controlar el trasiego de población se comenzaron a implementar decretos dirigidos a reprimir los intentos colaboracionistas que se suscitaran en Montevideo, donde se sabía que Oribe contaba con muchos simpatizantes. El 10 de febrero, el ministro de Guerra y Marina aprobó una medida tendiente a impedir las "maniobras de la traición" y estipuló que todos los que tuviesen relaciones con el ejército enemigo serían entregados a una comisión militar para ser penados, de acuerdo con el delito de infidencia. En el mismo decreto se señalaba "[a los que] inciten a la deserción o la favorezcan de cualquier modo, los que esparzan especies que tiendan a desalentar a los defensores de la patria, dando noticias favorables á sus enemigos, calumniando a la autoridad o provocando á desobedecerla". Por su parte, aquellos que auxiliasen materialmente al ejército de la Confederación serían pasados por las armas.8 Estas disposiciones fueron complementadas por otros dos decretos firmados por el Ministerio de Guerra y Marina el 12 de febrero, en el que se condenaba a ser fusilados "en el acto y por la espalda" a todos los orientales o vecinos de la República que fuesen tomados con las armas en la mano o empleando la divisa del ejército enemigo, así como a los desertores.9El Nacional, periódico oficialista redactado por el emigrado argentino José Rivera Indarte, mediante editoriales y cartas de ciudadanos encubiertos con seudónimos, instaba a redoblar las medidas punitivas contra conspiradores y enemigos internos. Entre otras medidas se llamaba a incluir como hechos de "alta traición" a las "hablillas y chismes" o rumores contra las autoridades, así como las "demostraciones de antipatía o menoscabo" hacia los defensores y las "denegaciones de socorro". En todos los casos, según el periódico, se debería aplicar, sin diferencias de sexo ni edad, la "pena del traidor en momentos de crisis: el destierro, la prisión, la muerte fulminante".10
Pronto los funcionarios de la Policía y del Ministerio de Guerra y Marina comprobaron que el intercambio de correspondencia y el tránsito de mujeres entre el campamento sitiador y la ciudad eran una de las principales claves de las comunicaciones con el enemigo. Ante esa situación, el 1 de marzo de 1843 un decreto del Jefe Político y de Policía expresó: "el enemigo mantiene culpables intelijencias con individuos de esta plaza, por medio de las familias de los traidores Orientales que tiene a su sueldo", los cuales "no han dejado de ser agentes de conspiración desde que el enemigo apareció delante de esta ciudad", y señalaba como sus "principales colaboradores a mujeres... a señoras".11 Por eso el mismo decreto ordenaba la expulsión de "las familias que residen en Montevideo de los individuos que hacen parte del ejército invasor" y de "las familias de los declarados prófugos y traidores por los edictos de Policía".12
Asimismo se estableció un "consejo de guerra permanente" encargado de las penas rigorosas para los que auxiliasen al enemigo.13 Según afirmaba el ingeniero Pedro Pico, la medida policial estaba fundada "en la necesidad de castigar algunas mugeres que se han pillado con comunicaciones entre el exercito invasor y ellas; y en prevenir en adelante que otras mugeres hagan lo mismo".14 Esta constatación, que descansaba en la idea de una "politización" indebida de las mujeres, algo que alteraba el orden de la comunidad, se confirma sobre todo en el editorial publicado por El Nacional, que avalaba el decreto del poder ejecutivo, al afirmar que no "ser cruel y respetar la mas bella parte de la sociedad, á veces hace peligrar la patria".15 Poco después, una carta firmada bajo seudónimo y publicada por el mismo periódico, volvía a llamar la atención sobre los "enemigos disfrazados" que permanecían en la ciudad, deteniéndose en los extranjeros y en particular en el accionar de las mujeres, catalogadas como "excelentes agentes para la rebolucion; por dos razones, son atrevidas y disimuladas".16
El campo de Marte que separaba a ambos ejércitos se convirtió así en una zona de comunicación permanente. Allí se lanzaban boletines, periódicos y pasquines, y se hacía circular falsa información y rumores para confundir al adversario. No es casual, entonces, que la Policía tuviera certeza de que quedaban en Montevideo "enemigos" que no se habían fugado o habían sido expulsados por el gobierno. En esa dirección se expresó Andrés Lamas el 11 de marzo de 1843, cuando informó al ministro de Gobierno, Santiago Vázquez, sobre el "cuadro completo de los peligros que amenazan a esta ciudad", entre los que se encontraban los "ciudadanos corroídos por su pasión criminal en formar del Partido que hoy tiene a Rosas por jefe", los cuales "no han cesado un momento, desde el principio de esta guerra, de conspirar a favor de Rosas". Sostenía Lamas que contaba con "pruebas de esta conspiración incesante", entre aquellos "que aguardan resignados a la ora eventual que la fortuna enarbole el pabellón de Buenos Ayres donde hoy flamea el de la República". Por ello se requería del "establecimiento de una policía secreta pagada con proporción, que mantenga un espionaje inmoral pero necesario, que se burle y despedaze las relaciones más sagradas de la amistadas y de la familia". Desconocemos si esa vigilancia secreta se puso en práctica, ya que en el mismo documento -que se conserva incompleto- Lamas sostuvo que la jefatura no contaba con "todo el dinero que este establecimiento [de una policía secreta] requiere", "ni nuestra sociedad -sea dicho en su honor- ha llegado por fortuna, al grado de corrupción necesario para encontrar en número suficiente hombres de talento y actividad que se prostituyan a ser agentes de la policía secreta".17
En la papelería de Lamas se preservan numerosas cartas anónimas escritas por vecinos que denunciaban a personas por pertenecer al bando enemigo, esconder desertores o acopiar mercaderías. En todas ellas se destaca el tono patriótico, la idea de una causa común que hermanaba a todos los involucrados en la defensa de Montevideo, preocupados con el frente externo. "Dos patriotas decentes" denunciaron el 31 de diciembre de 1843 a Casemira Wiq por ser "Blanquilla y ase alarde de serlo", mientras se encargaba de "comunicar noticias o enbustes" desde "el campo enemigo".18 En más de un caso el gobierno se hizo eco de estas denuncias y a partir de la información obtenida pidió la intervención policial u ordenó la vigilancia.19
Los entramados de la deserción: de los negocios clandestinos al mundo de la política
Poco antes de iniciar el sitio se produjeron algunas deserciones protagonizadas por oficiales del Ejército que suscitaron alarma dentro de la ciudad. El 6 de febrero el entonces coronel del Ejército Constitucional, José Antuña, quien había sido hasta hacía pocos meses jefe de Policía, se "fugó de la ciudad y tomó asilo en la obscuridad de la noche, abordo [sic] de un buque Sardo" y fue el autor intelectual de la deserción de varios efectivos de un batallón de vascos.20 A la deserción promovida por Antuña sucedieron otros intentos por ganar a los militares a filas enemigas que, según Lamas, constituían un "doloroso testimonio de que los manejos del enemigo no son estériles"; por tanto, era probable que varios integrantes de la defensa militar de la ciudad se encontraran en connivencia con los conspiradores. El efecto no era solo táctico, pues las relaciones que mantenía el "enemigo" y la concreción de sus planes podían conducir a la desmoralización de la población y a vigorizar las intrigas.21
Con la guerra el embarque de individuos sin permiso de las autoridades podía ser rápidamente politizado, aunque en el fondo los perpetradores encargados de articular estos circuitos solo tuvieran como interés primario lucrar. Durante todo el periodo fue frecuente la detención de hombres y mujeres que buscaban "la extracción de desertores y seducción de soldados", tal como sostenía un documento de noviembre de 1843.22 Lejos de ser transacciones individuales, este tipo de prácticas daba lugar a auténticas asociaciones, un lucrativo negocio para aquellos que hacían las veces de "conductores" de esos soldados hacia los barcos o legaciones extranjeras. Algunos montaron verdaderas empresas. Tal es el caso de Isidro Osorio, quien en 1844 fue apresado por conducir a soldados de origen vasco y español hacia el campo enemigo. Marcos Santos, uno de los españoles que se había fugado, declaró que Osorio contaba con caminos que permitían salir de la capital. Sería dable pensar que esos caminos utilizados para favorecer las deserciones también podían ser utilizados por los enemigos políticos para entrar o salir de las líneas.23
Una red similar, esta vez encabezada por dos franceses, Salvador Ducassi y Domingo Curuchet, fue desarticulada por la Policía en abril de 1843. En este caso, los implicados, que tenían cómplices en la administración portuaria, buscaban trasladar a Buenos Aires súbditos vasco-franceses sin pasaporte empleando, como parte de la estrategia para salir del puerto sin ser inspeccionados, una corbeta de guerra francesa. El expediente no habría pasado de ser un caso más de defraudación de las rentas públicas si los inculpados no hubiesen sostenido en sus declaraciones que habían sido aconsejados por el cónsul francés Theodore Pichon, lo que dio a la empresa un aspecto de delito político.24
El mismo cónsul, totalmente opuesto al armamento de los franceses de Montevideo, fue señalado en varias oportunidades como instigador de la deserción y de la deposición de armas de sus súbditos. En el correr del mismo mes de abril de 1843 la Policía llegó a detener en una pulpería a un tal Dupuy, quien se ocupaba, por orden del consulado francés, en la distribución de dinero entre súbditos "que no teniendo que comer por falta de trabajo piden ser socorridos", aunque en un inicio se sospechó que el implicado podía haber estado realizando "seduccion a favor del Ejto. que asedia esta capital".25 Por más que el consulado tenía derecho a realizar este tipo de asistencia, apelando al grado de pauperización de muchos súbditos, era fácil que la práctica también fuese vista como un intento por frenar el reclutamiento de la Legión francesa. Finalmente, a raíz de las polémicas que produjo la formación de la Legión y en medio de un ríspido enfrentamiento con el gobierno montevideano, en diciembre de 1843 Pichon solicitó sus pasaportes y se retiró de la ciudad.
Este no fue el único caso de un diplomático europeo vinculado a tramas de deserción. En octubre de 1843 el gobierno montevideano, mediante acuerdo, decidió suspender y expulsar de la ciudad a Leonardo de Souza Leitte Azevedo, cónsul general de Portugal, señalando de que había cometido "faltas gravísimas" y "numerosos atentados". Poco antes el diplomático había sido advertido por las autoridades de que tuviese más recaudo en la entrega de papeletas de ciudadanía portuguesa, dado que habían sido detenidos individuos que las poseían sin ser de esa nacionalidad, un recurso habitual entre los desertores o remisos al servicio de las armas, en el que con frecuencia estaban implicados funcionarios consulares y oficiales de la Marina. Asimismo, tres "tránsfugas" que intentaban embarcarse al campo enemigo, en agosto de 1843, también poseían pasaportes conferidos por el propio Leitte, lo que volvió a arrojar sombras sobre su actuación.26
Entre las principales acusaciones contenidas en el citado acuerdo del poder ejecutivo se sindicaba al diplomático portugués de espía de Rosas y colaborador directo en la deserción de algunas figuras centrales del ejército montevideano, como el general Ángel Núñez, que en marzo de 1843 se había refugiado en la goleta Joao I, desde donde "inició una conspiración" para entregar la plaza al General de Rosas. La misma goleta, siempre según el documento del gobierno, fue empleada como centro de conspiración por Ruperto Carreras, designado como agente de Rosas, para negociar con un civil apellidado Carpentier la deserción de la Legión francesa, otro caso que ameritó un abultado expediente.27 En suma, concluían las autoridades: "no hay un solo complot, un solo ataque organizado en esta Ciudad, para proveer directa o indirectamente á Rosas, en el que el Sñor. Leitte no haga papel más ó menos principal".28
La construcción ideológica que se tejió alrededor de estos casos vuelve a traer a colación la importancia del tópico del conspirador antirrepublicano como herramienta para eliminar a la oposición y respaldar medidas de fuerza. Como señalara Jorge Myers en referencia a Buenos Aires, este tipo de retórica integraba los entramados del discurso rosista en el mismo periodo y había servido, entre otros aspectos, para argumentar el otorgamiento de facultades extraordinarias al gobernador porteño, basado en la idea de una conspiración permanente y una "eleuterarquía", centrado en el accionar pernicioso de supuestas sociedades secretas.29 En la correspondencia del periodo es posible ver cómo sitiados y sitiadores se acusaron mutuamente de mostrar disposición a subvertir el orden a través de acciones ilegítimas (lo que daba a los acusadores la posibilidad de presentarse como los verdaderos garantes de la legalidad). En consecuencia, durante el primer año del gobierno de la Defensa, las autoridades montaron diversas estrategias para combatir esas supuestas redes conspirativas. Sin embargo, no en todos los eventos se trató de proyectos o tramas conspirativas que respondieran a una cadena de mando centralizada: algunos circuitos de deserción funcionaron autónomamente y de manera episódica, sin que detrás de ellos se pueda adivinar órdenes directas de un mando único. Si a veces es fácil entrever en esos complots un cometido político, en otras situaciones parece más claro que se trató de eventos que perseguían fines económicos, pero fueron politizados debido a que el estado de sitio predisponía a los jerarcas policiales y militares a encontrar traidores en todas partes.
Correspondencia subterránea: espías, infidentes y "sediciosos"
La historiadora argentina Marcela Ternavasio señala que las intrigas y el espionaje como métodos para obtener información fueron estrategias frecuentemente utilizadas por Rosas desde los inicios del conflicto e incluso antes del sitio de la ciudad.30 Es difícil determinar cuándo un corresponsal que escribía al campo enemigo lo hacía de manera inocente, para comunicarse por motivos familiares, y cuándo transgredía la normativa, pasando informes de carácter militar o describiendo el estado moral de la plaza sitiada, haciendo las veces de espía. El militar Tomás de Iriarte se refirió a la circulación de "falsas noticias, rumores y especies que al fin no se confirman" promovidas por los enemigos que buscaban incidir en "el estado moral de la población, la ansiedad, el temor y la esperanza", en especial entre "la multitud, siempre más fácil de embaucar".31
La interceptación de documentos privados y su publicación en la prensa era algo frecuente, sin que sepamos hasta qué punto muchas de esas piezas eran reales o fraguadas con fines propagandísticos. Esta práctica no era nueva: en 1842 ya habían sido interceptadas comunicaciones que revelaban los nexos entre Oribe y algunas familias "notables" residentes en Montevideo. Una denuncia publicada en El Nacional acusaba a Doña María Josefa Aguirre de Olivera de participar en la distribución de "cartas sediciosas" enviadas por oribistas, "un oficio tan impropio de su sexo, como peligroso para su persona".32 Poco después, el mismo periódico daba a conocer una supuesta correspondencia de Manuel Errazquin, "notable" local que había emigrado junto a Oribe a la Confederación Argentina, con residentes de Montevideo, que daba cuenta detallada de las intenciones políticas del líder del partido blanco una vez que retornara al Estado Oriental. Según el militar antirrosista Tomás de Iriarte, la presencia de esos "elementos disolubles", como los llamó, se debía a las carencias bélicas del bando oribista, incapaz de ganar la guerra por medios tradicionales si no existía una conspiración que abriera las puertas de la ciudad. Si bien es probable que Iriarte buscara en sus memorias destacar su actuación, y enjuiciar a quienes no siguieron sus consejos, contamos con documentación para mostrar algunos de esos intentos de conspiración que, en efecto, apuntaban a derrotar a los enemigos sitiados.
Varios casos del periodo contribuyen a una aproximación somera al funcionamiento de este tipo de tramas. Quizás el más impactante, por la persona que lo protagonizó y por las medidas drásticas tomadas, fue el del comerciante Luis Baena. El entramado que lo inculpaba salió a la luz a principios de octubre de 1843, cuando el jefe de la escuadrilla montevideana, Giuseppe Garibaldi, interceptó una embarcación que se dirigía al puerto enemigo, con correspondencia de la ciudad. Entre ella fueron detectadas cartas firmadas por Baena y otras que se le adjudicaron, dirigidas a Luis Lasala, uno de los principales militares de Oribe, y a Josefa Furriol, que pertenecía a una de las familias expulsadas de la ciudad a causa de su lealtad "blanca". Además, se encontró entre la papelería incautada un documento de Andrés Lamas, firmado en mayo de 1843, en el que se sindicaba a Baena de sospechoso y se recomendaba su expulsión, aludiendo a que mantenía contactos con Leitte y realizaba brindis contra la autoridad en su domicilio.
Una vez constituido el Tribunal Militar, los calígrafos relacionaron las cartas firmadas con las anónimas y los jueces determinaron la culpabilidad de Baena, quien fue condenado a muerte el 15 de octubre, aunque la investigación dejó numerosos cabos sueltos y causó incomodidad en el medio local.33 Quizás coadyuvó a esta medida aleccionadora el contexto político en la que se produjo: poco antes habían sido encontrados muertos y presuntamente degollados en la línea defensiva cuatro individuos, entre los que figuraban dos oficiales del ejército de Montevideo, por lo que el gobierno, en un clima de efervescencia popular, había decretado el derecho de represalia. A su vez, el 2 de octubre, una nueva disposición del Ministerio de Guerra y Marina había vuelto a condenar las comunicaciones con el enemigo, estableciendo duras penas para los contraventores, en especial para quienes buscaran entablar negociaciones de paz con los sitiadores, mientras que, a los pocos días, el Jefe Político y de Policía publicó una extensa suma de todas las modalidades de traición e infidencia que estaban penadas.
En diciembre de 1843 fue desarticulado otro círculo, al parecer encabezado por una mujer de origen porteño, llamada Dominga Rivadavia, quien desde hacía unos años se encontraba radicada en Montevideo. La detención de "la Rivadavia", como la llamó la prensa, permitió conocer el funcionamiento de un grupo rosista que se encontraba oculto en Montevideo. Todo comenzó cuando Rivadavia intentó salir de la ciudad en la goleta sarda Luisa, anclada en el puerto de Montevideo, y se encontraron en su poder tres papeles "roturados para el traidor declarado" Juan José Ruiz" de autoría del "traidor José Brito del Pino".34 La detención de Rivadavia permitió dar con varias personas a las que se consideró como sus cómplices quienes, al parecer, habían mantenido relaciones epistolares con el bando enemigo y Buenos Aires y, al mismo tiempo, conspirado para derrocar al gobierno de La Defensa.
El expediente judicial sobre el caso no se conserva, pero una parte de los interrogatorios fue difundida por El Nacional en forma simultánea al proceso. Según el sumario, iniciado por el jefe político Andrés Lamas, se contaba con indicios del rol de Rivadavia como agente de Rosas.35 Del expediente se desprende que Bernardino Rivadavia, primo de Dominga, buscó captar adeptos a la causa rosista a partir de diálogos con "algunos oficiales subalternos, de poca capacidad y relajada moral". Todo parece indicar que las personas que aceptaron pasar al bando enemigo lo hicieron a cambio de dinero, aunque la cantidad de oficiales implicados parece poco significativa.
Otra actividad del grupo desbaratado era "fabricar pasquines", tarea asignada a Joaquina del Castillo, Manuela M. de Brid, Juan José Brid, Paulino Suárez, Juan Manuel Brid y Petrona Rosende. Otras pistas, surgidas del expediente reproducido en la prensa, resultan interesantes, como la que da cuenta de múltiples agentes diseminados por el rosismo en Montevideo, los cuales "no tenían un centro directivo; sino que cada uno de ellos obraba con independencia, y estaba en relación directa con Buenos Aires". Esto nos podría llevar a pensar que la red de Rivadavia era una de varias que en forma paralela actuaron en la ciudad sitiada. Este aspecto se podría reafirmar, si tenemos en cuenta los informes policiales sobre cartas interceptadas a hombres y mujeres que se encontraban tras la línea sitiadora y que en más de una oportunidad fueron apresados e incluso expulsados. La aparición de una carta proveniente del bando enemigo o en esa dirección provocó con frecuencia la detención del portador y del destinatario (cuando su nombre figuraba), pero a veces también funcionaba como una suerte de desencadenante que propiciaba varias detenciones simultáneas o allanamientos a viviendas, solo porque la persona aparecía mencionada en ese texto.
Ahora bien, cabe preguntarse por la deriva de este dispositivo de control y punición luego de 1843. Además que ello ameritaría un trabajo más extenso, es posible suponer, a partir de algunos episodios, que la legislación dirigida a castigar a traidores y conspiradores solo gozó de cierta unanimidad en los primeros dos años del sitio, un periodo de crisis y temor, cuando la caída de la ciudad en manos del enemigo parecía inminente. Fuera de esa coyuntura, Montevideo nunca dejó de ser una ciudad dividida en su comunidad política, con múltiples partidos, asociaciones y círculos, a menudo duramente enfrentados entre sí, rasgo que quizás la diferencian de la dinámica política de Buenos Aires en el mismo periodo. El ejército de línea y las legiones extranjeras también operaron como una arena autónoma donde surgieron opiniones y liderazgos diversos, a veces expresados en motines y asonadas, mientras las cámaras de senadores y diputados, y a partir de 1846 la Asamblea de Notables, no dejaron de ser espacios de intensos debates donde era posible ubicar, de manera más o menos articulada, frentes opositores al gobierno. Lo mismo puede decirse de la prensa. Pese a las censuras episódicas, a mediados de la década de 1840 surgieron diarios contrarios a los ministerios de turno, como El Conciliador (1847). Por ello, apenas la guerra perdió intensidad y entró en una fase rutinaria, alejándose el potencial peligro de una toma por parte del ejército de la Confederación Argentina, la defensa de Montevideo dejó entrever una serie de pugnas internas, con unos bandos que pretendían arribar a la paz con Oribe y otras agrupaciones intransigentes, o con partidarios y enemigos de la intervención militar europea, por citar algunas de las líneas de ruptura que separaron a la opinión pública dentro de la ciudad.
En este clima de enfrentamientos, determinar quién era traidor o enemigo interno no era una tarea sencilla ni poseía un respaldo amplio. En efecto, cuando en abril de 1848 los intentos del poder ejecutivo para reactivar una legislación punitiva contra potenciales conspiradores se activaron nuevamente, en el marco de nuevas negociaciones con los enviados europeos, surgieron numerosas discusiones en el seno de la Asamblea de Notables, y algunos integrantes del cuerpo, como el general Enrique Martínez, rechazaron con énfasis un proyecto destinado a suspender las garantías individuales basado en la figura del enemigo interno.36 El asesinato del redactor del Comercio del Plata, Florencio Varela,37 en marzo de 1848, también es un claro indicador de este faccionalismo que impedía una acción unidireccional del gobierno en materia de delitos políticos. Las investigaciones para determinar la responsabilidad última del atentado y sus implicados no condujeron a nada sólido, y si bien era lógico que el hecho se atribuyera a agentes de Oribe y, por esta vía, a Rosas, muy pronto trascendieron rumores sobre una posible trama conspirativa interna, fruto de intereses de partidos montevideanos que afloraban en el momento en que dos nuevos enviados de Francia e Inglaterra con propuestas de paz llegaban al Río de la Plata.38
A modo de conclusiones
Tal como ha subrayado la literatura sobre el tema, la conspiración, y todas las figuras a ella asociadas, como el enemigo interno, el espía o el traidor, constituye un hecho político-cultural que se suele construir desde la óptica del poder imperante, quien determina en cada contexto la legalidad o ilicitud de las prácticas y da sentido en sus discursos a los malos y buenos comportamientos de un ciudadano patriota. Las coyunturas de crisis política o guerra, y los asedios en particular, son favorables a la proliferación de acusaciones de conspiración, sobre todo por la cercanía amenazante de las tropas enemigas. En esa dirección, y como evidencian los estudios de caso que hemos tomado, las medidas contra las conspiraciones jugaron un rol central en el manejo de la esfera pública, como excusa para neutralizar a grupos o individuos que se juzgaba peligrosos o indeseables, aun cuando no necesariamente se les pudiese probar un delito de traición o espionaje. El uso político de los episodios estudiados puede verse como un persistente intento de la autoridad local por generar lealtad y exigir una constante fe política, mediante el señalamiento del traidor en las sombras, del mal ciudadano, del anarquista, falto de orden o antipatriota.
Al mismo tiempo, teniendo en cuenta la abundancia de sumarios, medidas de expulsión y hasta de fusilamientos, es necesario inscribir el accionar de los conspiradores como rasgo central de la política del periodo y no como meros fantasmas imaginados por el poder constituido. Los comentarios, murmuraciones y rumores son manifestaciones frecuentes en el sitio de una ciudad que, por un lado, dan cuenta de los temores entre la población recluida en una zona y, por otro, expresan la existencia de distintas redes de información política utilizadas por el enemigo para alcanzar algunos de sus objetivos. Esto no era un simple juego retórico dirigido a convencer a los ciudadanos de un peligro inexistente. Prueba de ello es la variada documentación interna y de carácter reservado que el Jefe Político y de Policía, Andrés Lamas, dirigió al ministro de Gobierno, en la que se refleja hasta qué punto las propias autoridades estaban convencidas de la existencia de numerosos opositores dentro de la ciudad, a los que había que identificar y neutralizar.
Más allá de estas consideraciones, metodológicamente es necesario estar alerta ante los discursos oficiales que refieren el hecho conspirativo como un bloque. Lo que las autoridades hicieron, conscientemente o no, fue elaborar un andamiaje ideológico que hiló y conectó episodios de diversa envergadura como partes de una continua y única conspiración de Rosas y de su lugarteniente Oribe para derrocar a la defensa de Montevideo. Sin embargo, a nivel operativo, varios de los circuitos, fuesen espías o seductores de combatientes, eran descentrados y, desde el punto de vista ideológico-político, verticalmente fragmentados. En efecto, aunque normalmente la Policía presentaba a los conspiradores como una línea férrea que iba desde Rosas u Oribe hasta el último ejecutor material, pasando por agentes intermediario, a menudo los implicados tomaron decisiones de modo autónomo, sin atender indicaciones específicas de superiores ni pertenecer a una gran trama secreta, con independencia de que también tuviesen lealtades partidistas claras. Esto último es visible en los negocios que encaminaron los civiles y militares dedicados a embarcar clandestinamente a milicianos que deseaban retirarse de Montevideo, unos emprendimientos redituables que adquirieron visos de auténticas empresas. En varios de ellos no queda del todo claro que el cometido inicial de los implicados, hombres y mujeres, fuese desestabilizar el gobierno alimentando la deserción, sino obtener una ganancia, aunque los funcionarios policiales y militares los juzgaron como delitos políticos. Ello se explica por la composición vertical de estas redes, integradas por individuos de muy diverso estatus socioeconómico y oficios o con pertenencias institucionales también diferentes.