La inspección en la historia de las bibliotecas argentinas
Manuel Borton, Inspector General. Así firmó sus informes el empleado más activo y calificado para la tarea de supervisión que la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares de la Argentina tuvo entre 1914 y 1922. Por el momento no tenemos más acceso a su biografía que los breves textos que dejó durante los años que trabajó en esta agencia estatal, en los que se desempenó como los ojos del Estado en el territorio. El vocabulario de sus escritos, la sintaxis empleada, los escasos errores de ortografia, el trazo de su caligrafia -clara y bien legible- y los juicios que elaboró evidencian una formación bastante sólida, probablemente la misma que un hombre o una mujer podía adquirir luego de finalizar el bachillerato o haber pasado por una escuela normal. No conocemos su edad, sus costumbres, su origen familiar o las amistades que frecuentó. Los testimonios que están disponibles en la actualidad no alcan-zan para reconstruir su vida, pero son lo suficientemente densos como para permitir producir una interpretación acerca de cómo realizó sus tareas, de qué modo entendió el trabajo de inspección y de qué forma esta actividad encajó en el contexto social, político y cultural durante las décadas de 1910 y 1920. Este punto de vista humano de la inspección no resigna el producto que dejó la tarea de Borton, es decir, las constataciones más elementales sobre el estado de las bibliotecas durante dicho periodo. Pero, como sucede que en estos años el saber técnico sobre las bibliotecas era escasamente sofisticado y poco autónomo respecto de otros asuntos y campos, como el político, se extiende la necesidad de comprender de qué manera se inspeccionaron estas instituciones para entender mejor aquello que fue objeto de inspección.
Cien años pasaron desde que Borton escribió sus informes hasta que una investigación reciente puso en evidencia la trama de significaciones en que estuvo involucrado este personaje y, más allá de él, el punto de contacto que la inspección representó para las bibliotecas populares de la Argentina y para la propia Comisión Protectora. Su autora, Ayelén Fiebelkorn,1 pudo constar el modo despectivo con el que Borton trató a los dirigentes y a los lectores de la biblioteca platense Vicente de Tomaso, al incluir en sus informes frases como: "No me explico el interés por los libros de esta pobre gente". No era la primera vez que el inspector apelaba a ese vocabulario para describir una asociación de trabajadores. El carácter obrero de las bibliotecas, especialmente si estaban ligadas a la militancia de izquierda, le producía urticaria. Pero en esto, en rigor, no hay ninguna sorpresa: el sistema de instrucción pública de las primeras décadas del siglo XX profesaba un rechazo por las organizaciones culturales de las izquierdas, porque las consideraba una amenaza al orden y al sentimiento de argentinidad. El mensaje que acompanó la sanción del decreto reglamentario de la ley de bibliotecas populares en 1908 es explícito en este sentido: ayudar a las bibliotecas populares contra la proliferación de las bibliotecas obreras. El presidente de la Comisión Protectora, Miguel Rodríguez, se expresó públicamente en más de una oportunidad en estos términos, y también lo hizo de forma privada ante sus colegas en las reuniones de comisión. Pero allí donde parece que todo es un robusto engranaje, Fiebelkorn observó que el propio Rodríguez le reprochó a Borton su actitud y lo obligó a volver a la Vicente de Tomaso, "para que se informe si la biblioteca funciona en conformidad a las disposiciones legales, pues eso es lo que importa". La actitud es llamativa. Para la autora, las razones hay que buscarlas en el proceso de tecnificación de la inspección que se proponía llevar adelante el organismo, dentro del cual se procuró restar importancia al componente ideológico.
Fiebelkorn creó un problema donde no lo había. La inspección bibliotecaria no era tema en la agenda de investigación en la historia de las bibliotecas populares. La relación entre la sociedad civil y el Estado, que es constitutiva de estas instituciones, fue bastante estudiada desde el punto de vista de la sociabilidad, debido al interés que la historia social puso en estas entidades como constitutivas de las identidades populares.2 Menos explorado fue el dispositivo estatal puesto en movimiento para monitorear el crecimiento de dichas instituciones y atender sus demandas. No obstante, en los últimos años creció el interés académico por comprender el modo en que el Estado se relacionó con las asociaciones.3 Las conclusiones que pueden extraerse de esta tendencia son preliminares: en general, se sabe que el vínculo entre ambas partes alternó tensiones de diferentes grados de intensidad con ins-tancias armónicas y prolíficas. Muchas veces el encuadre ideológico de los dirigentes de las bibliotecas y de los funcionarios condicionó estas relaciones. Pero hubo, en cambio, aspectos más ordinarios que hicieron crecer conflictos entre ambas partes, como las transacciones administrativas que exigían las subvenciones. Y en este punto, la inspección era la única herramienta que tuvo el Estado para constatar el funcionamiento de las bibliotecas y generar un conocimiento sobre ellas y el uso de los fondos públicos.
El expediente trabajado por Fiebelkorn es un punto de partida invaluable, pero la historia de Borton y de la inspección de las bibliotecas empieza antes y abarca más lugares y asociaciones. Hoy, gracias a los procesos de digitalización que inició la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, que se han vuelto más relevantes desde que la crisis sanitaria mundial desatada por el covid-19 restringió la visita material a los archivos, se tiene acceso a dos tipos de vestigios en los que se pueden apreciar los trabajos del inspector. El primero y más importante son sus productos, es decir, los informes de inspección. En la actualidad se pueden consultar unos 68 escritos, aunque se tiene la certeza de que hubo varios más -hay expedientes que se encuentran en tratamiento archivístico-. En promedio, Borton usó cerca de quinientas palabras para detallar sus impresiones, aunque hay algunos textos que apenas tienen menos de la mitad de esa cifra y otros la doblan. Allí se cruza información objetiva, como la cantidad de socios o el número de préstamos a domicilio, con las opiniones del inspector sobre la situación de la biblioteca o el medio sociocultural en el que se inscribía. También se cuentan unas planillas estandarizadas, que debió llenar con más datos que observaciones. Los demás documentos tienen características diferentes, pero sirven de complemento, se trata de: 1) las leyes y los reglamentos que le dieron una estructura general a la actividad de Borton; 2) las actas de las reuniones de los miembros de la Comisión Protectora en las que se asentaron preocupaciones e incidentes sobre el modo en que se realizaba la inspección; y, finalmente, 3) varias notas burocráticas que muestran al inspector desempenándose en otras actividades dentro del organismo.
Los puntos de partida senalados constituyen el objeto de estudio de este artículo, que pretende aportar una primera aproximación al conocimiento de la actividad de inspección bibliotecaria en Argentina durante su fase inicial (1914-1924) desde una perspectiva antropológica.4 El análisis que sigue se estructura en tres segmentos. En el inicio se procura reconstruir los problemas de la organización burocrática de la inspección, así como las dificultades que planteaba para esta labor la ausencia de una escuela de bibliotecarios que proveyera saberes legítimos, por un lado, y, por otro, la presencia dominante en el campo de un discurso de la lectura de corte nacionalista y moralizante que, sin duda, permeó las observaciones del inspector. Los dos apartados siguientes toman como referencia la extensa gira que Borton emprendió durante 1921 para analizar, primero, las constataciones cuantitativas que dejó a su paso, y a partir de las cuales se elaboran indicadores de referencia; después, las descripciones cualitativas, constituidas por esos fragmentos en los que el inspector puso a jugar su interpretación de la realidad social y política de las bibliotecas. Por último, en las conclusiones, se procura recapitular las principales constataciones y brindar unos principios de análisis para comprender la inspección bibliotecaria y a quiénes la ejercieron, como es el caso de Borton.
Borton, la burocracia, el oficio y el saber
La inspección fue un tema delicado para el sistema de instrucción pública. La vasta bibliografía que se produjo sobre la cuestión brinda una idea del papel central de esta actividad en la historia de la educación,5 pero poco se sabe aún de esta función en el campo de las bibliotecas. Al menos en Argentina, donde las bibliotecas públicas nunca existieron como un sistema estatal de instituciones, sino que se expandieron como parte de las iniciativas de la sociedad civil, la inspección debió consolidarse a partir de la anuencia de las asociaciones, que aceptaban este control como parte del contrato establecido legalmente para la obtención de subvenciones. En el lejano 1872, cuando se creó este sistema bibliotecario, que es simultáneo a la construcción del Estado nación, la precariedad burocrática, la extensión inabordable del territorio, la vida mayoritariamente rural de sus habitantes y, por fin, la novedad que significaba la biblioteca como institución social, dejó muy lejos el cumplimiento efectivo de un método de fiscalización de los recursos invertidos en el área.6 Pero en el amanecer del nuevo siglo el panorama era otro, no solo social, política y culturalmente, sino que el Estado tenía para entonces otra envergadura. Si bien la Comisión Protectora fue reestablecida en 1908, sus engranajes comenzaron a funcionar correctamente a partir de 1911,7 cuando se determina el presupuesto de la oficina y su burocracia. Ese mismo ano, su presidente, Juan Antonio Bibiloni, les manifestó a los vocales de comisión que la inspección había tropezado con varios inconvenientes y que por ello no podía entregar un panorama exacto de la situación en la que se encontraban las bibliotecas.8 Era el 18 de julio de 1911. Apenas una semana más tarde se develaron algunos de esos tropiezos. Carlos Gutiérrez Larreta, uno de los inspectores, solicitó el cobro de viáticos por tareas y traslados que no realizó. A pesar de haber sido sancionado en esa oportunidad, en 1917 reincidió. Este mismo ano Manuel Borton quedó al borde del despido por incumplimiento de sus obligaciones y por el uso indebido de los fondos públicos, al pasar gastos de viajes a lugares a los que no asistió.
Los problemas ordinarios de la burocracia fueron incómodos y entorpecieron el andar del organismo, pero no hay que exagerar sus consecuencias. Ni Gutiérrez Larreta ni Borton fueron despedidos. Las sanciones apenas pasaron de las suspensiones o la retención de una parte del salario, pero el malestar que dejaron estos episodios se sumó a un problema de fondo: ¿cómo estructurar la inspección? Al recorrer el libro de actas de la Comisión Protectora del periodo 1908-1921 se observa que muchos de los controles se hicieron a demanda, es decir, toda vez que una biblioteca solicitaba una subvención según los términos de la ley 419. Para cumplir con este paso y, en general, para suplir las distancias, encomendaron la tarea de inspección a los directivos de los colegios, a los jefes de correo y a otras autoridades nacionales en el ámbito local. Lo que debían certificar, según los acuerdos legales establecidos, era muy sencillo: la biblioteca tenía que contar con un local, garantizar el acceso gratuito a todas las personas y abrir regularmente al público. Esta información no dejaba muy lejos a los directivos de la Comisión Protectora. En 1912 sobrevino un cambio de gestión y el tema volvió a estar en agenda. Para ese entonces, Borton se desempenaba como Inspector General. A él se le encargó, en agosto de ese ano, confeccionar un mapa de las bibliotecas existentes en Argentina, independientemente de si se encontraban o no subvencionadas.9 La idea era generar un conocimiento elemental de la situación -quizá mediante un sistema de referencia y fichas- y producir al mismo tiempo una herramienta visual que no solo pudiera senalar la locación de cada institución, sino que además permitiera identificar mediante colores su condición de pública, popular, escolar o privada. No tenemos noticias de cómo prosiguió ese trabajo ni documento que lo testimonie. Se puede imaginar a Borton poniendo marcas de diferentes tonos sobre un mapa en la pared o desplegado en una mesa, a la manera en que los aficionados al popular t.e.g. disponen sus ejércitos para jugar. La imagen es sugerente, pero es pura ficción. Lo que realmente interesa es el conocimiento estructural que el inspector debió comenzar a manejar: geografía, demografía, sistemas de gobierno y autoridades, tipología de bibliotecas. Y esto no fue lo único que tuvo que aprender en esos anos. En la misma sesión de comisión referida, Miguel Rodríguez, flamante presidente, informó que las partidas del presupuesto no contemplaban los empleados necesarios para asumir la responsabilidad en la oficina de compras, de manera que Borton y otros los otros dos inspectores asumirían esas tareas mientras no cumplieran su función primaria.
Al procesar los pedidos de las bibliotecas Borton aprendió de libros: títulos, autores, precios, tendencias presentes en las solicitudes. Este mecanismo mediante el cual produjo un saber en la práctica es el que constituyó su oficio. El inspector Borton se hizo en el andar, entre el papeleo de oficina, la diagramación de su tarea, los viajes, la inspección in situ, el examen de expedientes y, también, los llamados de atención de sus superiores que le indicaron el camino debido. Nada, en definitiva, como un saber formal y certificado. Esta fue la diferencia radical entre un inspector de biblioteca y un inspector de escuela. Estos últimos contaban con instrucciones precisas respecto de qué cosas debían informar sobre infraestructura, burocracia o pedagogía. Se sabe que muchos inspectores no fueron muy apegados a los términos oficiales, pero las reglas estaban allí. Y en buena medida esto no solo correspondía a la disciplina del Consejo Nacional de Educación, sino también a la extensión de un saber especializado y consolidado como el normalismo. En cambio, en materia de bibliotecas todo era incierto. Una institución como la Comisión Protectora no lograba generar un conocimiento adecuado del campo. Bibiloni ya había mostrado su fastidio, pero en su corta estadía como presidente no logró cambiar las cosas. Durante los primeros años de la administración de Rodríguez la tarea de inspección se intensificó. En 1915 los vocales del organismo comenzaron a involucrarse con las visitas a las bibliotecas. Con anterioridad, su presencia en el territorio fue esporádica. Vega Belgrano, uno de los miembros más activos, emprendió algunas giras de importancia que lo llevaron por las provincias cuyanas, por el centro, norte y sur del país, además de asistir en varias oportunidades a las bibliotecas de la Capital Federal y a las de los partidos bonaerenses aledanos. Con menos frecuencia Rodríguez también viajó, pero las distancias que recorrió fueron menores. Lamentablemente no hay testimonios escritos de estos informes, a excepción de los apuntes que tomó el secretario de actas en las sesiones de comisión. Y estas notas, por lo general, dejan menos tela para cortar: "[se] observa que [la biblioteca] funciona muy bien, que presta excelentes servicios, que tiene una comisión 'verdaderamente popular' y que cuenta con edificio propio".10 Desde luego, lo más probable es que las conversaciones sobre estos asuntos hayan requerido extensas explicaciones. Un itinerario completo podía tomar más de un mes e implicaba familiarizarse con las personas que organizaban las bibliotecas y sus problemas, tomar contacto con las autoridades locales y provinciales, entrevistarse con directivos y docentes de los colegios y, de seguro, con los vecinos considerados notables.
A mediados de 1916, preocupado por el retraso en las inspecciones, Rodríguez le vuelve a encargar a Borton un proyecto para cubrir todo el territorio. Un ano después, entre abril y mayo de 1917, las giras estaban bajo la lupa. Borton y Gutiérrez Larreta, que recorrían los partidos de la provincia de Buenos Aires, fueron obligados a retornar de forma inmediata a las oficinas de la capital. Las citadas irregularidades en las solicitudes de los viáticos y las desprolijidades en la confección de los informes justificaron la medida tomada por las autoridades. La cuestión disciplinaria, que aparece tratada largamente en el acta, no le ocultó a Rodríguez el problema de fondo. En una de las sesiones en la que se trató la cuestión, el secretario apuntó:
el presidente manifiesta que las inspecciones generales no han dado el resultado que se esperaba, pues estas [deben] ser especialmente de carácter técnico, lo que no se puede conseguir con el personal actual. Entonces propone que se suspendan, efectuándose únicamente aquellas inspecciones que se juzguen necesarias, las que pueden encargarse al Inspector General.11
A Gutiérrez Larreta se le encomendaron nuevas tareas, mientras que Borton salió airoso de esos episodios. La pregunta sobre aquello que es inspeccionable toma, desde este punto, otro relieve y, con toda seguridad, otra precisión: ¿qué era eso que Rodríguez consideraba como el carácter técnico de la inspección?
Cuando el problema aparece formulado de manera objetiva, se impone la revisión de lo que hasta ese entonces se había hecho. Lo más accesible es comenzar por las variables presentes en las planillas estandarizadas de inspección. Estos formularios impresos que llevaban consigo los agentes -pero que no siempre completaron- procuraban relevar información muy sumaria, básicamente esa que se necesitaba para saber si la institución solicitante de la subvención cumplía con los requisitos exigidos legalmente. En la parte superior de la página se apuntaban los datos de identificación: nombre de la biblioteca, fecha de fundación, nombre de la asociación, personería jurídica (si la tenía) y condición del local (propio o alquilado). Luego, se consideraba el origen de los recursos financieros: los que ingresaban por la cuota social y aquellos que eventualmente se obtenían por concepto de subsidios estatales (nacional, provincial o municipal) o privados (a través de otra asociación).
En tercer orden, se tomaba en cuenta la información bibliotecológica de tipo cuantitativa: volúmenes en existencias (en algunas planillas se requería una desagregación por temas), valor estimado en pesos de la colección, condición de libre acceso a sala de lectura, préstamo a domicilio de las obras y los horarios de atención al público. Finalmente, se dejaba un espacio para las observaciones destacadas. Con el correr de los anos, y ya entrada la década de 1930, estos formularios incorporaron otras dimensiones, como la mención de los miembros de comisión directiva, el movimiento estadístico de lectores y una descripción de los muebles y los útiles.
Como quedó dicho, esa información era la misma que podía recoger sin dificultad el jefe de la oficina de correo o el director de la escuela más cercana. De manera que, si esas planillas proporcionaban un panorama muy básico sobre el estado del sistema bibliotecario, su estructura dice mucho de la ausencia de un ojo experto, que era justamente lo que un inspector debía tener.
En este plano el dilema se torna algo intrincado. En primer lugar, hay razones técnicas que considerar. En este tiempo no existía nada como una escuela de bibliotecarios, y no existiría hasta el final de la década de 1930, cuando Manuel Selva inauguró en el Museo Social Argentino los primeros cursos certificados de biblionomía. Hasta ese entonces, solo hubo un punado de proyectos frustrados: en 1905 en la Biblioteca Pública de la Universidad Nacional de La Plata; en 1908, una propuesta sin continuidad surgida del Congreso de la Nación; en 1922, la Facultad de Filosofia y Letras de la Universidad de Buenos Aires promovió el título de bibliotecario, pero transcurridos los años no hubo graduados. Por el momento, solo se tiene constancia de que Federico Birabén dictó en 1909 un curso de verano sobre el Sistema de Clasificación Universal, que incluyó nociones de catalogación. Lo anterior explica por qué el saber en bibliotecología debía buscarse en la experiencia y en los libros. Y por ello no es casual que las primeras monografías sobre bibliotecas en Argentina fueran escritas por personas con cierta trayectoria en el campo laboral. Este es el caso de Santiago Amaral, bibliotecario de la Biblioteca Pública de la Universidad Nacional de La Plata, que en 1916 publicó el Manual del Bibliotecario.12 La Comisión Protectora adquirió quinientos ejemplares en marzo de ese ano, otros trescientos en noviembre y unos doscientos más en enero de 1920. Es muy probable que Vega Belgrano haya recomendado la compra y la distribución de esta obra, pues era el director de la biblioteca en la que trabajaba el autor. Todo cuanto hay en el texto y en las intenciones de la Comisión Protectora en su difusión está en el orden de lo elemental. Escrito para las pequenas bibliotecas, el Manual es de rápida y fácil lectura. Su estructura prioriza las tareas de inventario, catalogación, clasificación, ordenamiento de los libros, préstamos y estadísticas de circulación de las obras. Las cien reglas en las que se desarrolla el contenido sugieren un plan de trabajo paso a paso. Sin embargo, aún con todos los auxilios que prestó al lector la abundante cantidad de imágenes, los modelos de fichas, las definiciones conceptuales simplificadas y los esquemas de procedimientos abreviados, la conversión de una reunión de libros en una biblioteca no era una misión sencilla. Si bien todavía se conoce poco del estado de estas instituciones durante el periodo, diagnósticos como los que realizó Selva a inicios de la década de 1940 no presentaban un panorama alentador. Para el autor, las bibliotecas carecían de una buena organización de los libros en el estante, los catálogos se confeccionaban con criterios poco claros y los sistemas de clasificación se improvisaban. Entre otras razones, explicó que esta situación era el producto de años de formación autodidacta de los bibliotecarios.13 En síntesis, el campo bibliotecario estaba muy lejos de los consensos técnicos que lo van a caracterizar con posterioridad a la década de 1950.14 La dispersión de criterios, entonces, era una dificultad para el entrenamiento de Borton y de cualquier otro inspector, pero también para quienes querían darles un orden a los libros en las bibliotecas.
En segundo término, el campo bibliotecario se definió en este periodo por la presencia de un discurso oficial sobre la lectura de carácter moralizante y nacionalista que, con toda razón, jalonó las observaciones que Borton realizó en sus recorridos habituales.15 En 1867 Sarmiento se permitía decir: "¿Cuáles serán los libros buenos? jDios mío! Los que estén impresos y a la venta".16 Pero en el entresiglos las cosas cambiaron. La masiva inmigración que llegó a la Argentina y la formación de una cultura de izquierda encendieron las alarmas de la élite dirigente: la cohesión social y la conservación del orden político y de las tradiciones aparecieron obsesivamente en el horizonte público. En este contexto, la lectura fue percibida como una herramienta contra esos males.17 La escuela fue el principal dispositivo de nacionalización, y las bibliotecas, por su parte, fueron vistas como continuadoras del legado creado en las aulas. Hasta ese abril de 1917 en el que por primera vez apareció la inspección como un problema a resolverse en términos técnicos, Borton recorrió las bibliotecas, las examinó y las calificó con un principio de jerarquización ligado a la procedencia sociocultural de los miembros que integraban la asociación. Esta estructura de la observación no es una metodología explícita, sino más bien una cultura política incorporada en Borton que condicionó de manera silenciosa su percepción y que contribuyó a determinar las descripciones de sus informes y, en algunos casos, a sugerir la suspensión de los subsidios. Así, por ejemplo, toda vez que visitó una biblioteca sostenida por docentes, habló de lectura selecta, de la impecable organización de los estantes, de la pulcritud en el registro de las estadísticas, de las condiciones inmejorables del local y de los muchos lectores que concurrían a sus salas. Al cerrar estos escritos solía apuntar: "Esta es una de esas bibliotecas que a mi juicio no puede dejarse sin recomendar a la consideración de nuestros poderes públicos, porque está dirigida por el Magisterio Nacional que sabe hacerlo".18 Para Borton, la presencia del profesorado en las bibliotecas aseguraba un futuro promisorio, del mismo modo que la participación de las clases acomodadas: "Esta asociación está compuesta por sesenta vecinos [...], gente bien, pudiente, propietarios, comerciantes, industriales y de profesiones libres, como también de miembros del profesorado y demás condiciones propias para la actuación social".19 Esto que Borton transmite en sus análisis no es una verdad incontrastable: la Comisión Protectora encontró casos problemáticos con las bibliotecas que fundó y delegó su administración en los directivos de los colegios o en los vecinos considerados notables.20
En el polo opuesto, las asociaciones constituidas por obreros fueron estudiadas con cierta distancia y poco entusiasmo. El esfuerzo proporcionalmente mayor que realizaban esos hombres y mujeres para sostener la biblioteca -porque las cuotas solidarias fueron, en término medio, similares en todas las instituciones- no le mereció ninguna frase celebratoria. Las descripciones que proporcionó crean una imagen de la fragilidad: estas bibliotecas eran pobres, de pocos volúmenes, lecturas dudosas, muebles rústicos e instalaciones deficientes. Pero, por sobre todas las cosas, siempre que recorrió las bibliotecas administradas por trabajadores no pudo dejar de hacer algún tipo de senalamiento político, a diferencia de las instituciones en las que predominaba el magisterio entre sus asociados. En una visita a la Biblioteca Popular Veladas de Estudio después del Trabajo en octubre de 1916, en la localidad de Pineyro, partido de Avellaneda, llegó a observar con cierta sorpresa que, pese a que sus miembros eran obreros, no manifestaban "color político".21 En la Capital Federal asistió a la Biblioteca Andrea Acosta, una de las tantas que fundó el Partido Socialista por aquel entonces. Allí dio cuenta de los tópicos de rutina, pero también advirtió: "[tiene] cuadros conteniendo retratos de personajes socialistas y banderas de varias clases, pero ninguna de Argentina".22 Dos años después, en octubre de 1918, el libro de actas de la Comisión Protectora testimonia el primer llamado de atención. En la sesión se trató el informe que preparó Borton sobre la Biblioteca Guido y Spano, también perteneciente al Partido Socialista de la Capital Federal. No tenemos acceso a esa hoja como para detallar sus palabras, pero en cambio podemos leer lo que apuntó el secretario de actas: "Habiéndose notado que el inspector general en su informe se extendía, principalmente, sobre la tendencia y el carácter de la institución que visita, se resuelve hacerle saber que debe abstenerse de dar opiniones personales, limitándose a informar si están organizadas".23 Borton no escarmentó. Poco después, en abril de 1919, cuando se encontraba en la biblioteca platense Vicente de Tomaso, repitió el esquema de observación. Allí sostuvo su posición y, contrariamente a la advertencia, insistió en una clave presente en sus inspecciones más antiguas: "a mi juicio" y "en mi concepto". Estas fórmulas aparecen repetidas para introducir y justificar su pensamiento. Una perspectiva que, sin embargo, no está lejos de la que el propio Rodríguez expresaba. Apenas asumido en su cargo como presidente, y a la vuelta de una gira por Rosario, les dijo a sus colegas de comisión:
Hay barrios importantes que no tienen una sola sala de lectura, y, si se tiene presente la circunstancia de que, al Rosario, concurren elementos étnicos diversos, muchos con tendencias nocivas y sectarias, es evidente que convine establecer bibliotecas que propendan a propagar ideas sanas.24
Esas tendencias nocivas y sectarias eran, claramente, las culturas de izquierda, en especial la anarquista.25 Y esta no fue la única vez que Rodríguez se expresó en esos términos. La cuestión también aparece tematizada en las publicaciones que la Comisión Protectora hizo en 1917, 1921 y 192526 -en esta última oportunidad, manifestándose contra la cultura y la política comunista-. Estas opiniones ayudan a comprender un poco mejor a Borton. Y es que el contexto bibliotecario no se prestaba para una interpretación lineal: las bibliotecas obreras que el Estado nacional se había propuesto combatir a partir de 1908, en el trascurso de la década de 1910, especialmente las vinculadas al Partido Socialista, iniciaron un proceso de trasformación interna que duró varios años y que comenzó con un esfuerzo por formalizar su funcionamiento institucional, a partir del cual estuvieron en condiciones de recibir subvenciones oficiales.27 La Comisión Protectora auxilió en muchos casos y en varias oportunidades a estas organizaciones -incluso sus funcionarios asistieron a eventos auspiciados por ellas-, pero en el plano discursivo se mantuvo renuente a tolerarlas. Con todo, los efectos algo contradictorios producidos por el cambio de época formaron una realidad difícil de procesar para el inspector, quien tuvo que tomar decisiones sobre el curso de los hechos.
La serie de problemas y contrasentidos observados en la inspección, junto a otros de índole administrativa y política que se presentaron desde que Rodríguez tomó la conducción de la Comisión Protectora, derivaron finalmente en la preparación y posterior sanción en marzo de 1919 de un nuevo decreto para la ley 419. En materia de fiscalización esta nueva legislación no aportó detalles procedimentales. Sin embargo, dos años después, en marzo de 1921, al aprobarse en el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública el reglamento interno de la Comisión Protectora, las prerrogativas de la inspección y las responsabilidades de los inspectores quedaron especificadas, aunque no exentas por ello de ambivalencias poco comprensibles. Tres de los siete artículos que regularon la actividad fueron dedicados a subsanar los inconvenientes presentados por la movilidad de los agentes y el cobro de los viáticos. Las otras cuatro cláusulas intentaron fijar el objeto de la inspección, que en rigor era sustancialmente el mismo desde 1908: comprobar que la biblioteca tuviera un local adecuado, que permaneciera abierta unas cuantas horas a la semana y que atendiera a todo aquel que quisiera aprovechar sus servicios. La novedad, en todo caso, residió en las nuevas funciones de asesoría de los inspectores, que de allí en adelante quedaron facultados para aconsejar a las bibliotecas y, cuando la situación lo ameritaba, a fomentar la fundación o la refundación de una asociación -cosa que el propio Borton hizo durante su estadía en el norte argentino-. No obstante, lo más llamativo de estas medidas está en el modo poco claro de limitar las apreciaciones ideológicas de los inspectores, a quienes, por una parte, se les obligaba a constatar el funcionamiento de las bibliotecas "sin entrar en apreciaciones sobre sus tendencias", pero, por otra, se los invitaba a informar cuando sospechaban que las instituciones contrariaban los "intereses nacionales".28 Esta inconsistencia, junto a esas nuevas atribuciones, no hizo más que aumentar los márgenes de las posibles discrecionalidades de los inspectores, en lugar de fijar unas pautas objetivas o técnicas -para emplear los términos que había usado Rodríguez-.
Las apuntaciones de Borton
Casi de forma simultánea a la aprobación de ese marco regulatorio, en 1921 Borton emprendió un extenso viaje que lo llevó a recorrer buena parte de la provincia de Buenos Aires y algunas localidades de Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy. En territorio bonaerense, visitó la ciudad de La Plata en febrero y al menos treinta y cinco pueblos entre el 10 de abril y el 14 de agosto. A finales de septiembre se encontraba en las provincias del norte, allí visitó trece pueblos y tres capitales: San Miguel de Tucumán, Salta y Santiago. El 16 de diciembre firmó el último informe desde la localidad santiaguena de Icano. El resultado, miles de kilómetros recorridos y cientos de personas entrevistadas para componer un extraordinario relevamiento de información sobre bibliotecas. Las figuras 1 y 2 que se muestran a continuación indican los puntos en los que Borton estuvo o dijo haber estado.
Fuente: elaboración propia a partir de los informes de inspección en Conabip, Buenos Aires, Archivo Histórico. En esta figura se marca la localidad de Rufino, Santa Fe, porque Borton la inspeccionó por su cercanía durante la gira, pero los resultados de esta visita no se computan.
De las treinta y seis localidades bonaerenses de la que se tiene noticia que Borton inspeccionó en 1921, en este momento se puede acceder a veinticuatro informes (otros expedientes están en tratamiento). Con excepción de una biblioteca, en todas las demás apuntó el número de volúmenes: el total asciende a 75 611, lo que deja una media nada desdenable de 3287 libros por cada institución, considerando un máximo de 13 000 en la biblioteca de San Pedro y un mínimo de 100 en la Ranchos. En cuanto al registro de asociados, en seis oportunidades el dato no fue tomado, en tres de estos casos porque las bibliotecas fueron consideradas públicas, es decir, sostenidas completamente con fondos estatales (25 de Mayo, Saladillo y San Nicolás). En las dieciocho entidades restantes, la suma de socios llega a 2205; el promedio se ubica en 123, mientras que el punto más alto alcanza los 230 socios en Azul y el más bajo 41 en la biblioteca Patricias Argentinas de Lobos. El valor de la cuota osciló entre $0,5 y $1 por mes (el equivalente aproximado al costo de uno a tres libros en rústica).
Fuente: elaboración propia a partir de los informes de inspección en Conabip, Buenos Aires, Archivo Histórico.
En las provincias del norte, Borton recorrió al menos dieciséis localidades. Los trece informes disponibles muestran que el total de volúmenes registrados para esta región alcanza los 29 269, con una media que se expresa en 2439 libros por entidad. El punto máximo toca los 9000 volúmenes y el mínimo 300, en las bibliotecas Sarmiento de Santiago del Estero (capital) y Senador Pérez de Santa Catalina (Jujuy), respectivamente. En cuanto a socios, el total llega a 578 y la media se ubica en 72. La biblioteca Nicolás Avellaneda de Concepción (Tucumán) contaba con el mayor número de adherentes (140), mientras que la de Humahuaca (Jujuy), que pasaba por momentos difíciles, apenas registraba 6 asociados. Borton apuntó aquí tres bibliotecas públicas, ubicadas en El Carmen (Jujuy), Salta (capital) y Metán (Salta). En San Miguel de Tucumán visitó la biblioteca del Círculo de Obreros Católicos que, por encontrarse en proceso de reorganización, no pudo tomar nota ni de los volúmenes existentes ni de la cantidad de asociados. En todas las bibliotecas populares de la zona norte la cuota se mantiene constante en $1 por mes.
Para ampliar el panorama estadístico precedente, las tablas que siguen muestran la información relativa al número de volúmenes y de asociados de cada biblioteca visitada por Borton, al tiempo que se relacionan estos datos con el de población.29 Tres indicadores resultan de este cruce: los dos primeros muestran cuántos habitantes había en la localidad de referencia por cada volumen y socio; el tercero marca la cantidad de libros por cada asociado.
Un ejemplo bastará para leer las dos tablas. La citada biblioteca bonaerense de San Pedro contaba con un volumen por cada habitante de la localidad, mientras que en la de Ranchos había uno 32. Por cada socio de la entidad sanpedrina existían 82 libros en las estanterías. En Ranchos la relación era más ajustada: un libro por cada miembro. En estrictos términos asociativos, esta última organización contaba con más adherentes: de cada veinticinco vecinos que vivían en el pueblo uno era miembro de la biblioteca, en tanto que en San Pedro había que contar sesenta para ubicar un socio. Dos lugares y dos bibliotecas diferentes. La de Ranchos había sido fundada recientemente por el Centro de Comercio e Industria: apenas tenía una historia. La de San Pedro hundía su origen en la década de 1870 y, según el diagnóstico de Borton, estaba en pleno crecimiento en 1921. Otro procedimiento de análisis análogo puede utilizarse para observar las citadas bibliotecas Sarmiento, de Santiago del Estero, y Senador Pérez, de Santa Catalina. O, si se prefiere, cruzar bibliotecas de diferentes zonas. Como sea, no se trata de comparar los datos recopilados por el inspector para establecer una clasificación. Lo que aquí cuenta es el panorama que las cifras pueden ofrecer para formarse una idea de la situación, para pensar también en aquello que Borton y los miembros de la Comisión Protectora observaron en ese entonces y, desde luego, para que investigaciones venideras puedan tomar referencia de estos guarismos iniciales y producir sus propias interpretaciones.
Fuente: elaboración propia a partir de los informes de inspección en Conabip, Buenos Aires, Archivo Histórico.
Fuente: elaboración propia a partir de los informes de inspección en Conabip, Buenos Aires, Archivo Histórico.
La circulación de las obras fue otro dato al que Borton prestó atención. Con rigurosidad el inspector apuntó los días y horarios de apertura: usualmente de lunes a viernes por la tarde y por las noches, entre tres y cinco horas cada día. En lo que respecta al servicio de préstamo, gran parte de las bibliotecas no dispusieron de una estadística sólida. Cuando aparece alguna referencia, hay disparidad en la toma del registro. Así, por ejemplo, no siempre se observa la distinción entre la asistencia a la sala de lectura y el préstamo a domicilio. Las cifras suministradas expresan, en unos casos, el volumen de consultas mensuales y, en otros, el flujo diario. Incluso, en algunas planillas se provee un resumen semestral. En síntesis, la estandarización era insipiente. Cuando Borton encontró lo que buscaba, dejó frases como "su estadística de lectores es prolija e interesante". Con todo, y al considerar al menos la presencia de un dato relativo a estos puntos y estimar, cuando fue posible, los faltantes sobre la base de la cantidad de días de apertura del local, el resultado fue el que se muestra en la tabla 3.
Fuente: elaboración propia a partir de los informes de inspección en Conabip, Buenos Aires, Archivo Histórico.
Fuente: elaboración propia a partir de los informes de inspección en Conabip, Buenos Aires, Archivo Histórico.
La cantidad de inspecciones que presentan información sobre la circulación de las obras es, como se deduce, bastante menor con relación al total. No obstante, el cuadro general no deja por ello de brindar una idea del servicio prestado por estas instituciones: las medias expresadas son un indicador del ir y venir de las gentes y de los libros a las bibliotecas. Las divergencias aparentes entre una asociación y otra pueden ser considerables, pero su interpretación involucra un análisis específico donde otras variantes tan diferentes como la capacidad de infraestructura de la biblioteca o las características demográficas de la población juegan su papel.
Finalmente, el último aspecto de orden cuantitativo del que Borton tomó nota: los recursos de las entidades. En este plano, hay al menos tres categorías discernibles. Las dos primeras financieras. De un lado, la recaudación generada por los socios de la biblioteca. En término medio, cada una recibía por esta vía unos $80 mensuales. Por otro, la que entregaba el Estado en concepto de subvenciones. De las 37 bibliotecas analizadas, 18 contaban con un auxilio de este tipo cuando Borton las visitó. Algunas percibían más de una subvención. El tesoro nacional contribuyó con once bibliotecas; diez municipalidades aportaban con las de su distrito; las gobernaciones provinciales venían muy atrás en este cuadro, pues el inspector solo constató este apoyo en tres entidades; por último, dos bibliotecas recibieron ayudas de otras organizaciones civiles. Independientemente de la jurisdicción estatal de la que se tratase, los subsidios oscilaban entre los $300 y $1200 anuales. La articulación entre el Estado y la sociedad civil que había dado origen a las bibliotecas populares no solo se mantenía vigente en el nuevo siglo: sus puntos de cruce se habían ampliado. El tercer elemento considerado entre los recursos fue el de infraestructura. Borton consignó el dato en más de la mitad de sus visitas. El resultado: solo seis bibliotecas contaban con su propio local; entre las demás, nueve alquilaban, cuatro funcionaban en una escuela, dos en una dependencia municipal y una en las salas de otra asociación. Este panorama explica que el inspector haya encontrado en más de una visita a los asociados en pleno proceso de mudanza. Adquirir un terreno y edificar la biblioteca era un proyecto que demandaba muchas energías por parte de las asociaciones.30 En otros casos, la idea era simplemente imposible.
Borton y la interpretación de la realidad
La información descripta de forma precedente fue recolectada por Borton bajo las circunstancias del viaje. La hoja de ruta de la inspección, probablemente confeccionada por él mismo antes de la partida, lo llevó a recorrer miles de kilómetros en tren a lo largo de un solo ano. En la provincia de Buenos Aires tuvo la oportunidad de interrumpir ligeramente sus tareas: "Nota: ayer 1 de agosto llegué a este pueblo [Rawson], y hoy sigo para Chacabuco. Como el domingo es inútil en todas partes, lo emplearé visitando a mi familia".31 Pero en el norte estaba lejos de todos los afectos. La soledad es la marca del viaje. Aquí o allá se lo puede imaginar sobre el andén en la espera del próximo destino. Y en la travesía, mirando el paisaje con la cara pegada al ojo de buey, observando a otros pasajeros o interrumpiendo los silencios con alguna conversación. Aquí también pudo escribir sus informes, o acaso en la habitación de un hotel o en un café, con los apuntes a la mano y repasando mentalmente una visita. La práctica de la escritura se reconoce en lugares de tránsito; las reglas que entranan el discurso desplegado por Borton, sin embargo, pertenecen al conjunto de sus intervenciones, a la extensión de su tarea, al cuadro general que componen los fragmentos aislados que representa cada caso, cada informe.
Lo rutinario en el trabajo de Borton fue acompanar las observaciones cuantificables con descripciones de la espacialidad: las salas de lectura, el mobiliario, las estanterías. No había demasiados detalles que apreciar. Las bibliotecas eran austeras. Pero en la sencillez persiste un encanto que el inspector recogió y manifestó con expresiones que repite en cada visita: "su instalación es linda" o "está seriamente instalada". De tanto en tanto la monotonía se rompía: "es perfecta, espléndida y de verdadero valor en su mobiliario, y con estética tan adecuada, que parece que se hubiera construido el edificio [...] para sus muebles".32 Claro que a veces el tono monocorde de la sobriedad se quebró por el lado contrario, como hizo constar en su examen de la biblioteca del Centro de Obreros Católicos de Tucumán: "Alquilan una casa por poco dinero, que está por venirse abajo, y esperan recibir la subvención para hacerla componer, y es por esta misma razón, dicen, que la biblioteca no tiene por ahora lectores".33
Pocas veces, llamativamente, se detuvo a caracterizar al público que ocupó esos espacios bibliotecarios y a la lectura que estaba en los estantes. Mejor dicho: al contrario de las especificaciones poco amables que brindó sobre los lectores y los libros cuando le tocó recorrer la biblioteca de una barriada obrera, donde apeló a frases como: "[tiene] gran cantidad de folletos y novelitas semanales" o "[su público es] gente más afecta al descanso que a concurrir a una biblioteca";34 en las instituciones que le tocó visitar en la gira de 1921, no destacó otra cosa que la presencia de estudiantes y, en una sola ocasión, se detuvo a evaluar el contenido de una colección:
Cuenta con 1500 volúmenes entre los que hay un diccionario enciclopédico de 28 tomos; La Historia Universal de Cantú, 11 tomos; B. de Obras Famosas con 25 tomos; Historia de Espana con 25 tomos; Historia Argentina de Vicente López con 10 tomos, y muchas otras valiosas como estas, que las menciono para demostrar el aprecio que esta región tan apartada de nuestra patria, tiene aún habitantes que saben apreciar la importancia de lo que se debe leer.35
Borton se encontraba en ese momento en El Carmen, Jujuy. El subrayado no era casual: la condición de periferia que fue atribuida a estos territorios y el tema de la buena lectura formaban parte de los tópicos que obsesionaron a la Comisión Protectora durante estos anos, cuya raíz era el temor que manifestaron sus dirigentes ante el inminente riesgo que creyeron ver en la progresión de las izquierdas en lugares apartados. De manera tal que esa descripción extraordinaria que realizó el inspector no solo formaba parte de un esquema interpretativo de la realidad sociocultural sostenido por él y por el organismo en el que se desempenaba, sino que, además, contribuía a constar los éxitos de la política bibliotecaria oficial.
En la gira por el interior de la provincia de Buenos Aires y las localidades del norte argentino Borton no se topó con bibliotecas cuyos asociados estuvieran vinculados a las izquierdas, o al menos no lo manifestó. En cambio, dentro del rubro que comprende las observaciones sociológicas, reflexionó con preocupación sobre uno de los temas que estaban en el aire de los debates públicos: la pregunta por el ser nacional. Al promediar el recorrido por el territorio bonaerense, luego de visitar la biblioteca de Necochea, sintió que era necesario hacer un alto en sus descripciones habituales para testimoniar lo que percibió en más de una de sus inspecciones y, a la vez, brindar un principio de solución a los males que advirtió:
He podido observar en esta gira, el poco ambiente que domina en estos pueblos de población agrícola y ganadera hacia las bibliotecas públicas, siendo muy posible también, sea esta la razón para que languidezcan sus existencias por falta de recursos, y me ha hecho recordar el propósito del Sr. Presidente del Consejo Escolar 9° de esa capital, Dr. Montes de Oca, de darle el carácter de infantil a la popular de ese consejo. No puede haber dudas de que se propone formar lectores, con afecto desde la ninez, a los establecimientos de este género. Si esa capital donde existe tanto motivo de distracción culto, de teatros, museos, paseos, jardines y demás fuentes de distracciones, se ve la necesidad de formar concurrencia para la Biblioteca, creo que, en los centros de población de esta Provincia, es más necesario formar el hábito de concurrir a las bibliotecas, formando en cada una secciones de libros infantiles.
Creo no estar equivocado, Senor Presidente, en esta mi observación. La juventud de la campana no está acostumbrada a leer, y como casi toda la que no está ocupada en el comercio es trabajadora, busca para distraerse en sus horas desocupadas [...] los bares y confiterías en primer término, y muy rara vez la biblioteca.36
Si una fracción del campo intelectual de la época había buscado en ciertas zonas del interior argentino los ámbitos no corrompidos por el cosmopolitismo y la modernidad,37 Borton pudo observar con desencanto, en cambio, la apática disposición de los hombres y las mujeres de la campana hacia ese proyecto de transformación sociocultural para el cual él trabajaba desde la Comisión Protectora. En otra oportunidad, incluso, corroboró que la ambición por el dinero formaba parte del extravío: "no hay, desgraciadamente aquí, el ambiente necesario en el público para esta clase de institución, pues este vecindario vive en la campana, y se preocupa más en el progreso material para triunfar en la vida, que buscando bienestar por medio de los libros".38 Estas amargas constataciones lo indujeron a postular la introducción de las bibliotecas infantiles, una solución tímidamente ensayada en el ámbito bibliotecario argentino.39 No obstante, la alquimia que imaginó Borton no produjo ese sentimiento filial al que se refería en la cita sin antes remediar el contrasentido que los rituales tradicionales de la biblioteca imponían sobre el uso de los libros y los espacios, esto es, el silencio en las salas, el buen trato de los volúmenes y el cumplimiento de los plazos de entrega, entre otras rutinas.40 No obstante, en la década de 1920 las colecciones en literatura infantil crecieron de forma progresiva, los ensayos reflexivos sobre el asunto se multiplicaron y, en las décadas siguientes, el tema formó parte de las políticas de la Comisión Protectora.
La desconfianza con la que Borton interpreta el carácter del lectorado nacional se junta, se mezcla y se refuerza con las frecuentes conflictividades del asociacionismo de las bibliotecas. En su trabajo de campo estas situaciones lo obligaron a desplegar recursos de indagación adicionales: moverse por la ciudad en búsqueda de testigos, hacer entrevistas, contrastar dichos, verificar datos, escrutar actas de comisiones directivas, extraer conclusiones. El informe que labró en la localidad bonaerense de Mercedes refleja este proceso:
He hecho la visita de práctica a esta biblioteca, encontrándola sin ninguna senal de propiedad material; por falta de alimento, abundancia de desidia, incapacidad, falta de buena voluntad, o algo en fin que pasa en el ánimo de los componentes de la actual Comisión Directiva, que nadie aquí sabe explicar lo que es, pero que se nota hasta en el ambiente interior de la institución [...]. He tratado de investigar la razón al aislamiento de este pueblo hacia esa institución, y se me ha comentado en el Club Social: que nadie quiere saber nada con el actual Presidente Sr. Andrea.41
Una inspección podía entonces rebasar los límites de la biblioteca en cuestión. En algunas contadas oportunidades el escenario encontrado por Borton lo obligó a tomar en sus manos el restablecimiento de la institución. Así lo hizo, por ejemplo, en Humahuaca. Al cerrar el diagnóstico, en el que describe en términos generales el estado de abandono que halló, el inspector narra con tono épico el modo en que se lanzó a la búsqueda de vecinos que quisieran participar de la nueva organización, cuenta con entusiasmo la buena recepción que tuvo su llamado y hasta transcribe como testimonio de su buena gestión un fragmento del acta inaugural de la flamante asociación en la que consta su propio nombre. Lo mismo dice haber hecho en Rosario de la Frontera. A veces su participación se limitó a encaminar las negociaciones para que una biblioteca pudiera acceder a las subvenciones provistas por las gobernaciones; sin embargo, en algunos casos estos mismos condicionantes de la política local operaron en el sentido opuesto a los intentos de mediación de Borton. En el pueblo de Alberdi, Tucumán, vinculó y explicó la sucesión de episodios poco claros en la vida asociativa de la biblioteca popular Belgrano con las idas y venidas de la coyuntura eleccionaria de la provincia. Su conclusión tiene un dejo de resignación: "Es una linda biblioteca que da lástima sea víctima de la política".42 La interpretación que brindó Borton para los miembros de la Comisión Protectora sobre la influencia de la política siempre adquiere una significación negativa, aun cuando fueron los mismos dirigentes locales quienes le facilitaron los accesos necesarios o colaboraron con su tarea. Por lo demás, en muchos de los pueblos que visitó en su gira de 1921 la estructura social de una biblioteca, como había sido frecuente durante el último cuarto de siglo XIX, estaba conformada por los miembros políticamente activos de la localidad. Por lo tanto, las coyunturas eleccionarias, los movimientos partidarios o las intervenciones nacionales hacían sentir sus efectos en la vida cotidiana de los establecimientos.
Hacia una interpretación de la tarea de inspección bibliotecaria
"Un inspector de renideros de gallos".43 Con esta frase de concisión literaria el presidente del Centro Argentino de Socorros Mutuos de Salta definió a Manuel Borton, tras una visita a la institución que resultó en escándalo. Los periódicos Nueva Época y La Provincia se hicieron eco de la indignación de los asociados. Era la noche del viernes 7 de octubre de 1921 cuando el inspector se acercó a la biblioteca en un "manifiesto estado de ebriedad", según describieron los parroquianos. Pidió, como pudo, la información que habitualmente solicitaba en todas las bibliotecas. Luego solicitó más datos, ver más cosas y las cuestionó una vez y dos veces. La conversación no tenía nada de normal. Los ánimos se caldearon y el tono de voz se elevó, hasta que por fin Borton dijo que no quería saber nada más, que la biblioteca iba a ser excluida de las subvenciones. El presidente del Centro no se dejó llevar por la amenaza y le recordó que sabía dónde denunciarlo. La respuesta empezó por un insulto a gritos y estuvo a punto de acabar a los golpes. El inspector fue expulsado de la biblioteca y los asociados presentes se pasaron el resto de la noche escribiendo el acta que cuenta el episodio.
No sabemos más. Los documentos disponibles en la actualidad llegan hasta ahí. Podemos imaginar a Borton en las horas previas al escándalo sentado en el café, tomando algún vermú o una cana. ¿Pero con qué necesidad habrá ido borracho a la biblioteca? Es difícil saberlo. Lo que por ahora parece más razonable pensar está vinculado con el hastío de Borton: con él mismo, con la extensión del viaje, con la distancia de los afectos y, en fin, con la soledad en tierras lejanas. Esta no es una idea aventurada. El extranamiento que produce esta anécdota es parte constitutiva del principio que mueve la investigación, esto es, comprender un poco mejor la tarea de inspección bibliotecaria y aquello que fue su objeto, es decir, las bibliotecas y su situación. En este sentido, al recapitular las constataciones realizadas es viable trazar unos principios de análisis a partir de los cuales estar un poco más cerca de esa comprensión ideal que se desea alcanzar.
Inicialmente, toda la actividad de Borton puede cruzarse con dos juegos de preguntas: por un lado, las que apuntan a identificar cómo realizó su tarea y qué aspectos formaron parte de su objeto de observación; de otro, aquellas que procuran interpretar cómo encajó su actividad en el contexto social, cultural y político de la época y de qué modo el propio Borton comprendió su tarea.
El primer par de interrogaciones representa uno de los principios de análisis. Su productividad es reconocer en los documentos estudiados tres aspectos fundamentales de la tarea de investigación: 1) las circunstancias del viaje; 2) la metodología desplegada en la inspección para extraer información; y 3) las variables que fueron objeto de observación. Aquí la cuestión del viaje fue menos explorada por falta de fuentes, aunque se probó que el propio Borton estuvo encargado de producir un mapa, elaborar las hojas de ruta y atender a los menesteres de la travesía. Cada vez que llegó a destino debió localizar la biblioteca y ejecutar una serie de procedimientos basados en la entrevista, la observación y el análisis de documentos para poder cumplir su tarea. En ocasiones, las circunstancias le demandaron más tiempo y ubicar un mayor número de personas con las que hablar, pero al fin de cuentas siempre repitió el mismo procedimiento. A través de estos métodos, idealmente Borton debía recabar información medible en términos de socios, volúmenes, circulación de obras, recursos, espacialidad, público lector y situación asociativa, y también recoger datos del contexto territorial en el que se radicaba la biblioteca, principalmente las características generales de la ciudad o el barrio y la presencia de las instituciones de instrucción pública.
El conocimiento de los elementos citados permite avanzar sobre el segundo par de preguntas, cuyo carácter forma el punto de análisis interpretativo. De este lado del estudio, el examen del contexto más inmediato de la tarea de Borton mostró que los dilemas de la burocracia en ciernes de la Comisión Protectora dificultaron la creación de unos criterios de inspección claros, y que al mismo tiempo pudieran recabar aspectos de mayor especificidad que aquello que cualquier jefe de correos podía observar. Este espacio demasiado abierto a la interpretación se encontró, asimismo, con un estado del saber en el campo bibliotecario todavía muy incipiente, sin escuelas oficiales de formación y con aplicaciones técnicas que dependieron en cada caso de la capacidad autodidacta de los bibliotecarios de turno. Por estas razones no hay en los informes del inspector observaciones sobre la manera en que, por ejemplo, estaba organizado el catálogo de una biblioteca. Ahora bien, este mismo campo bibliotecario que no conseguía homogenizar criterios técnicos, como lo hizo con posterioridad, encontraba en cambio un alto grado de adhesión al discurso oficial de la lectura, entre cuyos tópicos centrales se ubicaba la producción de la nacionalidad y el rechazo por las narrativas de las izquierdas. Y se puede afirmar sin temor a equívocos que Borton adhirió a esta concepción general, tanto que en algunas oportunidades las llevó al extremo en su práctica cotidiana, mucho más allá de aquello que los propios dirigentes de la Comisión Protectora juzgaban tolerable. Borton jerarquizó la realidad, le puso calificativos, enfatizó unas situaciones y dejó pasar otras, aumentó unos significados e invisibilizó otros. Sus reflexiones, aunque fugaces y poco sistemáticas, obligan a recordar que aquello que es materia de observación viene inexorablemente interpretado por el observador.
La historia de Borton podrá continuar con nuevas fuentes. Otras historias de inspección podrán anadir elementos. De ello y del debate en torno al tema se extraerán las conclusiones que, en definitiva, ayuden a formar un conocimiento integral sobre la historia de las bibliotecas.