En este trabajo nos proponemos analizar la doble función que cumple el relativismo: por un lado, constituye una crítica a la visión fundacionista que caracterizó a una parte importante de la filosofía de la ciencia contemporánea, específicamente el Positivismo Lógico2y algunos de sus herederos. Por otra parte, ofrece una interpretación sobre los aspectos sincrónicos y diacrónicos de la ciencia, que se presenta como una alternativa a las principales caracterizaciones que se hicieron de la ciencia contemporánea, particularmente de su evolución, en el ámbito de la filosofía. Esta concepción relativista de la ciencia tiene una de sus más importantes expresiones en la obra de Thomas Kuhn y adquiere una perspectiva más radical en las obras de Paul Feyerabend y de los miembros del Programa fuerte de la sociología de la ciencia, autores como Barry Barnes, David Bloor, Steven Shapin, Bruno Latour, Karin Knorr Cetina, Andrew Pickering, etc. (Pickering, 1992, p. 474). Sin embargo, por la extensión de este trabajo, sólo nos ocuparemos de algunos aspectos relacionados con los componentes relativistas de la imagen de la ciencia que ofrece Thomas S. Kuhn.
I. Caracterización del relativismo
Debido a que el relativismo se expresa de formas muy diversas, es difícil proponer un rasgo que las identifique a todas. Sin embargo, podemos señalar algunas características que sean pertinentes para los objetivos de este trabajo. Como señalamos en el párrafo anterior, uno de los propósitos centrales del relativismo es atacar, de manera sistemática, al fundacionismo, lo que significa desafiar las pretensiones de universalidad y objetividad (en el sentido que definiremos más adelante) de prácticas, hábitos, creencias o representaciones, ya sean epistémicas, éticas, o estéticas. Esto supone la existencia de un componente escéptico utilizado por el relativista contra las pretensiones del fundacionista y que es el resultado de reducir la validez de las prácticas, hábitos, creencias o representaciones a ámbitos extremadamente concretos como: determinada cultura, sociedad, comunidad científica, etc.
El relativista sostiene que una mirada a la historia de las ideas demuestra que no existe ningún tipo de universales acerca de cómo es el mundo, la moral o la estética. Al contrario, lo que se puede constatar es una gran diversidad de puntos de vista acerca de tales concepciones. Particularmente, para el caso de las ciencias, consideradas desde una perspectiva diacrónica, lo que encontramos es una pluralidad de teorías que explican fenómenos, pero que se definen desde un período histórico y una comunidad científica, en particular. Al apreciar de esta manera el desarrollo de las ideas, el relativista asume una posición escéptica en la que no existe ninguna concepción privilegiada, ninguna descripción verdadera y ningún criterio de valor válido, en un sentido trans-histórico. Como señala Feyerabend:
[…] Vimos entonces que clasificar las tradiciones en verdaderas y falsas (… etc. …) supone proyectar sobre ellas el punto de vista de otras tradiciones. Las tradiciones no son ni buenas ni malas; sencillamente son. Sólo tienen propiedades deseables o indeseables para aquél que participa de otra tradición y proyecta sobre el mundo los valores de ésta. Las proyecciones parecen “objetivas” (es decir, independientes de toda tradición) y los enunciados que expresan sus juicios suenan a “objetivos” porque en ellos no aparecen ni el sujeto ni la tradición a los que representan. Son “subjetivos” porque el hecho de que no aparezcan se debe a una omisión. Esa omisión se hace presente cuando el individuo adopta una tradición: sus juicios de valor cambian (1998, p. 93).
Este escepticismo no sólo desafía a las concepciones fundacionistas -que pretenden la existencia de certezas universales o fundamentos últimos del conocimiento-, sino que también es el resultado, como ya señalamos, de un enfoque sobre la historia en el que las reglas y principios que le permiten a cualquier sujeto aceptar una creencia, sólo pueden comprenderse en un contexto determinado. Esto significa que la validez o falsedad de una proposición sólo adquiere sentido en una sociedad, cultura o período histórico, concreto.
En este sentido es importante distinguir entre un relativismo filosófico, como el que se describe en los párrafos anteriores, en el cual el conocimiento se relativiza con relación a una cultura, sociedad o comunidad científica en particular; y el reconocimiento de la relatividad cultural, que sostiene que la ideas que los seres humanos desarrollan son diferentes entre sí y relativas a la cultura o sociedad particular de la que hacen parte (Vega, 1997, p. 30). Este último sentido de relativismo, se considera trivial e inocuo, pues cualquier persona bien informada lo aceptaría como cierto. Por el contrario, el relativismo filosófico afirma la relatividad del contexto, lo que plantea el problema sobre las maneras en las que se puede entender dicho entorno. Por ejemplo, el relativismo epistémico, en el que se centra este trabajo, plantea la relativización de la verdad con referencia a distintas categorías relativizadoras, entre las que se pueden señalar: individuos, especies, comunidades humanas, comunidades científicas, etc. (Vega, 1997, p. 31).
También resulta conveniente ofrecer una serie de criterios que permitan clasificar las diversas formas en las que se expresa el relativismo, que a pesar de no ser exhaustivos, al menos resulten pertinentes para los objetivos de este trabajo. Estos criterios son los siguientes ( Arenas, Muñoz & Perona,1997):
El ámbito de aplicación, es decir, la clase de temas a los que hace referencia el relativismo, que pueden ser muy variados: los entes del mundo; las reglas de razonamiento; los términos epistémicos como verdad, corrección, racionalidad, justificación; tesis éticas o estéticas; etc.
El grado de radicalidad con el que se defienden las tesis relativistas. Existen relativistas radicales que sostienen que, por ejemplo, ciertos términos epistémicos como justificación no pueden universalizarse de ninguna forma. Por el contrario, un relativista moderado puede afirmar que un término epistémico, como el del ejemplo señalado, es absolutamente verdadero, pero dentro del ámbito en que queda confinada la validez de cierto discurso.
Un ejemplo de relativismo radical, es el que sostiene el Programa fuerte en sociología de la ciencia que se basa en el rechazo de la tesis según la cual las categorías lógicas y cognitivas, estrictamente intelectuales, no son suficientes ni se bastan a sí mismas para ofrecer una imagen completa del desarrollo de la ciencia. Si se considerara desde el punto de vista del debate internalismo-externalismo, el Programa fuerte sería una expresión radical del externalismo al considerar el desarrollo de la ciencia, casi exclusivamente, bajo la influencia de las variables sociológicas o culturales. Se considera a la ciencia como un hecho social que, por lo tanto, debe ser explicada en términos de categorías sociológicas. Las proposiciones de la ciencia se convierten en creencias socialmente aceptadas apropiadas y funcionales a los intereses del grupo social que constituyen los hombres de ciencia. Desde esta perspectiva, las “teorías” que produce la ciencia se convierten en creencias con las cuales los hombres de ciencia, de cualquier disciplina, validan sus intereses de grupo y ejercen poder y autoridad. En términos generales, el Programa fuerte sostiene que los contenidos de todas las teorías científicas siempre están determinados socialmente.
-El contexto en el que se inscribe la validez de los enunciados que son objeto de análisis por parte del relativista. Por contexto se pueden entender varias cosas: la comunidad lingüística a la que pertenece un sujeto; el conjunto de creencias, prácticas y criterios de justificación pertenecientes a una cultura (relativismo cultural); también el conjunto de creencias, prácticas y procedimientos de justificación aceptados por una determinada comunidad científica. Por ejemplo, en 1964, Peter Winch (1994) publicó un libro titulado Comprender una sociedad primitiva, en el que se ocupaba de ciertos temas relacionados con la antropología social, más específicamente, las dificultades que supone comprender los valores, concepciones y costumbres de una sociedad esencialmente distinta a la occidental, y que constituyen el objeto de un análisis relativista por parte de Winch. Para ofrecerle un referente a su problema, Winch escoge el trabajo clásico del antropólogo británico Edward Evan Evans-Pritchard, publicado en 1937, titulado Brujería, oráculos y magia en los Azande. Winch se concentra en las tensiones a las que se ve enfrentado el antropólogo cuando tiene que hacer inteligibles, para él y sus lectores, las prácticas y creencias de una cultura a la cual no pertenece, desde la perspectiva de la cultura occidental en la que la racionalidad se halla determinada por los logros de la ciencia moderna; en la que, por ejemplo, la creencia en la magia o la práctica de consultar oráculos se considera como algo irracional. Esta situación hace que el antropólogo considere tales prácticas y creencias como algo erróneo, por no cumplir con la clase de relaciones causales que postula la ciencia. Por estas razones, el trabajo del antropólogo queda limitado a mostrar cómo funciona, en esa cultura particular, los Azande, un sistema de creencias y prácticas que, desde el punto de vista occidental, se consideran erróneas e ineficaces.
Winch llama la atención sobre el carácter problemático que tiene la caracterización que hace Evans-Pritchard de lo “científico”, cuando dicho antropólogo señala que se trata de aquello que está de “acuerdo a la realidad”, a lo que Winch objeta diciendo: “[…] No es la realidad la que dota de sentido al lenguaje. Lo real y lo irreal se muestran en el sentido que el lenguaje tiene. Más aún, tanto la distinción entre lo real y lo irreal como el concepto de correspondencia con la realidad pertenecen a nuestro lenguaje. […]” (Winch, 1994, pp. 32, 37). Esta afirmación tiene como consecuencia que culturas como las de los Azande y la occidental se consideren como inconmensurables entre sí. Se trata de mundos distintos en los que se carece de una posición privilegiada que permita una valoración mutua.
Hablando del contexto es pertinente referirnos al concepto de marco conceptual. Entre los autores que han utilizado este concepto se destacan: Whewell, Ludwik Fleck, Stephen Toulmin, R. G. Collingwood, T. S. Kuhn y Alasdair McIntyre. La idea de marcos conceptuales supone que la comprensión, formulación y justificación de las teorías científicas depende de las circunstancias históricas o culturales en las que se originan. Ludwik Fleck (1986), en su libro Génesis y desarrollo de un hecho científico, publicado en 1934, fue el primero en llamar la atención sobre el hecho de que los diversos estilos de pensamiento (como denomina a los marcos conceptuales) muestran una discontinuidad si se les considera desde la perspectiva de su desarrollo histórico. Los estilos de pensamientos son característicos de comunidades científicas y expresan la manera de pensar del grupo de científicos que hacen parte de ellos. Esto significa que el sujeto epistémico no está constituido por individuos aislados, sino por comunidades. Los estilos de pensamiento determinan la manera cómo el científico interroga al mundo, la práctica experimental de investigación, la ontología del mundo y un lenguaje para referirse a él. Estas ideas de Fleck fueron precursoras del concepto de paradigma de Kuhn (Kuhn, 2004, p. 12).
Con el desarrollo del programa fuerte en sociología de la ciencia, el concepto de marco conceptual -en su versión de estilos de pensamientos o paradigmas- se radicalizó al adoptar un enfoque holístico-sociológico en el que la producción de teorías está determinada por condiciones sociales, políticas y culturales; y no por factores de tipo epistemológico como todavía ocurría, en parte, en el caso de Fleck y Kuhn. Para los sociólogos de la ciencia, la verdad depende de la legitimidad obtenida en la interacción compleja que se produce entre factores sociales, políticos y económicos; y no es el producto de los métodos por los cuales se contrastan las teorías con el mundo real.
II. Caracterización del programa fundacionista
Como hemos venido afirmando, el relativismo constituye una crítica al programa fundacionista en epistemología y, particularmente, en el ámbito del conocimiento científico, por lo que resulta indispensable ofrecer una caracterización de las principales ideas de este programa, las cuales se podrían expresar, parafraseando a Rescher (1981, pp. 67-68), de la siguiente manera:
Como se puede apreciar el fundacionismo juega con la distinción entre verdades derivadas que necesitan el apoyo de otras creencias, y verdades inmediatas que sirven de apoyo a otras creencias sin necesitar ellas mismas ningún tipo de fundamentación. Esta última clase de verdades constituyen los fundamentos epistemológicos, mientras las verdades derivadas constituyen la superestructura construida sobre esos fundamentos. Como señala Nicholas Rescher:
Existen dos tipos de verdades: inmediatas y derivadas.
Existen procesos epistémicos privilegiados que se caracterizan por ser trans-históricos y trans-culturales (por ejemplo, la percepción cataléptica de los antiguos estoicos o las intuiciones de la mente claras y distintas, de Descartes), que permiten acceder a verdades de inmediata evidencia, que se caracterizan por ser invariantes, enteramente no discursivas y fijas; por no estar sujetas a evaluación o revisión. Estas verdades inmediatas sirven de fundamento a cualquier juicio moral, estético o epistémico.
La inducción y la deducción, como procesos epistémicos discursivos, requieren, como condición inicial, la existencia de verdades como entrada, para que la salida consista en verdades. (Ésta es la razón por la que Aristóteles propone una ruta no discursiva de justificación, como veremos).
El punto de partida de verdades básicas está exenta de cualquier evaluación posterior producida por la aparición de nueva información o descubrimientos. Esto significa que las verdades básicas son universales y objetivas. En el primer caso, nos referimos a que son verdaderas en todos los contextos, en todos los tiempos y para todas las personas. En el segundo caso, que son sostenidas con independencia del punto de vista, cuerpo de creencias o esquema conceptual sostenido o empleado por cualquier persona o sociedad en particular.
[…] Este enfoque fundamentalista de la justificación cognoscitiva concibe ciertas tesis como autoevidentes -o inmediatamente autoevidentes- y luego las mantiene disponibles para proporcionar una base a la justificación derivativa de otras creencias (que, desde luego, pueden servir para justificar en su momento a otras). El propósito es buscar un basamento último de “datos” capaz de proporcionar un apoyo fundamental sobre el cual pueda erigirse el resto de la estructura cognoscitiva (Rescher, 1981, pp. 66-67).
El programa fundacionista se origina en el análisis clásico sobre la naturaleza del conocimiento, formulado en el diálogo platónico Teeteto, según el cual conocimiento es creencia verdadera y justificada. Según Aristóteles, el primer fundacionista, para que una creencia pueda ser justificada, sin caer en un regreso al infinito, se requiere de un conjunto de verdades que no necesiten ellas mismas justificación. Por lo tanto, sólo puede haber conocimiento, en sentido estricto, si existe un conjunto de verdades indemostrables que hagan el papel de fundamento del resto de verdades, las cuales vendrían a ser verdades derivadas de este conjunto de verdades indemostrables. Profundicemos un poco en algunos detalles de este análisis sobre la naturaleza del conocimiento.
La pregunta: ¿qué es el conocimiento?, fue formulada por Platón, quien la convirtió en el tema central de su diálogo titulado Teeteto (146a), cuyos protagonistas principales son: Teeteto, un joven perteneciente a la academia de Platón; Teodoro de Cirene, un distinguido matemático; y Sócrates. Una de las tres respuestas que se ofrecen en este diálogo a la pregunta mencionada, constituye lo que se ha denominado la concepción clásica del conocimiento. Dicha definición se introduce de la siguiente forma:
TEETETO.- Estoy pensando ahora, Sócrates, en algo que le oí decir a una persona y que se me había olvidado. Afirmado que la opinión verdadera acompañada de una explicación es conocimiento y que la opinión que carece de explicación queda fuera del conocimiento (201d).
Según lo propone Teeteto, conocimiento es creencia (opinión) verdadera acompañada de una justificación. La propuesta de Teeteto es el resultado de una discusión en la se han descartado dos posibles definiciones del conocimiento: conocimiento como percepción y conocimiento como opinión verdadera3.
La definición de conocimiento propuesta por Teeteto se convirtió en la versión clásica y punto de referencia para la discusión por parte de la mayoría de los autores clásicos -como Aristóteles, Descartes, Hume y Kant- y contemporáneos. Esta definición de conocimiento está constituida por tres condiciones:
La primera condición está relacionada con la creencia, que se entiende como tener algo por verdadero, pero sin estar seguro de ello, ni contar con pruebas suficientes. Equivale a “suponer”, “presumir” o “conjeturar”. Por lo tanto, la creencia no puede ser conocimiento. Sin embargo, el conocimiento implica, necesariamente, creencia. Si afirmo que sé que “la tierra es redonda”, sería contradictorio afirmar, a renglón seguido, que no creo en esta afirmación. Por otra parte, afirmar lo contrario no es contradictorio, es decir, que alguien creyera que “la tierra es redonda”, pero afirmara que no sabe esta afirmación. Podemos creer en algo sin asegurar que lo sabemos o conocemos. Por lo tanto, podemos decir que una primera condición para afirmar que un sujeto conozca p es que ese sujeto crea que p.
La segunda condición para que una proposición sea conocimiento es la verdad, sólo creencias que consideramos verdaderas las llamamos conocimiento.
Una creencia es verdadera sólo si la expresión en que se expresa lo es. Si, de acuerdo con las convenciones usuales, designamos con la letra p al hecho o situación objetiva al que se refiere una proposición y con la misma letra entre comillas (“p”), a la proposición misma, podemos decir que una segunda condición para que un sujeto s sepa (conozca) p es que “p” sea verdadera (Villoro, 1982, p. 16).
Y, finalmente, la tercera condición es que la opinión verdadera esté justificada. A este respecto Platón sostiene en Teeteto que una persona que crea en algo sin ningún fundamento, es decir, sin razones que justifiquen su creencia, o que crea por razones equivocadas, no tiene conocimiento (Platón, Teeteto, 201a-d). Platón ofrece el ejemplo de un juicio en el que unos jueces se dejan conmover por la retórica del defensor y absuelven al acusado, sin haber sopesado las pruebas o haber escuchado a los testigos. Pero sucede que el acusado era, de hecho, inocente. Aunque en este ejemplo se cumplen las dos primeras condiciones señaladas para el conocimiento: los jueces creen en la inocencia del acusado y es verdad que el acusado es inocente, no podemos decir que los jueces sabían que el reo era inocente, porque su acierto fue casual; en realidad no tenían razones suficientes para justificar su fallo.
Como ya señalamos, el primer gran fundacionista en epistemología fue Aristóteles, el discípulo de Platón. En los Segundos Analíticos (APo, 71b9-24), Aristóteles propone al fundacionismo como solución al problema de la regresión al infinito que supone la justificación. Este problema consiste en lo siguiente: algunas de nuestras creencias están justificadas por su relación con otras creencias. Normalmente se cree que esta relación es inferencial: inferimos una creencia a partir de otra. Pero pensemos en lo que significa este planteamiento: cuando justificamos la creencia A, apelando a la creencia B y C, todavía no hemos demostrado que A está justificada. Sólo hemos mostrado que A está justificada si los están B y C. Esto significa que la justificación por inferencia sólo es condicional: la justificación de A está condicionada a la justificación de B y C. Por lo tanto, no hay nada justificado de un modo no condicional. Siendo esto así, nos encontramos ante un regreso al infinito. Lo que Aristóteles señala como problema es que si toda justificación fuera condicional no habría conocimiento, pues estaríamos sujetos al regreso al infinito señalado. Entonces, propone la existencia de justificaciones no inferenciales, cuya naturaleza consiste en verdades absolutas que no necesitan de demostración.
Un tiempo después, Euclides le dio contenido al programa fundacionista que había planteado Aristóteles, organizando la geometría bajo un modelo axiomático, en el cual los axiomas juegan el papel de verdades absolutas que no requieren de justificación, pero que sirven para justificar otras tesis, los teoremas, por medio de un camino de demostración inferencial (Rescher, 1981, pp. 55-56). El programa fundacionista, bajo su expresión de modelo axiomático, de sistematización del conocimiento, ejerció una influencia sin precedentes en el desarrollo intelectual de occidente, constituyéndose en un ideal de organización de la información que tomó forma en disciplinas como la geometría, la física, la astronomía e incluso la filosofía. Para ilustrar esta afirmación basta señalar a nombres como Papo, Arquímedes, Ptolomeo, Newton y Spinoza. Al adherir a la concepción fundacionista, los epistemólogos clásicos se trazaron como objetivo común buscar los fundamentos del conocimiento -las razones que apoyan (justifican) nuestras creencias-, aunque discreparan significativamente acerca de dónde residen estos fundamentos y cuál es su fuerza.
Por su parte, el relativismo, en cualquiera de sus manifestaciones, acepta la existencia de conocimiento o creencias verdaderas epistémicamente justificadas, sin embargo, con la salvedad de considerar la “validez” de estas creencias como limitadas al “contexto” en el que se producen. Para el relativista, la verdad es un tipo de creencia a la que se le puede denominar creencia garantizada, la cual es relativa a una multiplicidad de factores, por ejemplo, para el caso de la ciencia: evidencia disponible, nivel de desarrollo de las técnicas de investigación, limitaciones biológico-constitutivas del sujeto de conocimiento, etc. Ahora bien, estos factores, a su vez, son relativos a determinados marcos conceptuales. Por lo tanto, para el relativismo queda descartada la existencia de verdades absolutas, es decir, verdades que transciendan los diversos marcos conceptuales.
III. Orígenes de la crisis del programa fundacionista en la filosofía de la ciencia
En la filosofía de la ciencia contemporánea, Popper es el primero en rechazar el programa fundacionista, lo que queda evidenciado en la forma como aborda el problema de la base empírica o de contrastación, específicamente, al negarle el carácter de certeza que le habían atribuido los Positivistas lógicos. Otra evidencia la podemos encontrar en la Sociedad abierta y sus enemigos donde Popper deja claro su rechazo a la concepción clásica del conocimiento y su adhesión a una concepción conjetural del mismo:
Pero esta concepción del método científico significa [se refiere a su idea de que la ciencia tiene un carácter conjetural] que en la ciencia no hay “conocimiento”, en el sentido en que Platón y Aristóteles utilizaron la palabra, vale decir, en el sentido que le atribuye un alcance definitivo; en la ciencia jamás existen razones suficientes para creer que se ha alcanzado la verdad de una vez por todas. Lo que habitualmente denominamos “conocimiento científico” no es, por regla general, conocimiento en este sentido, sino más bien, la información concerniente a diversas hipótesis contradictorias y a la forma en que éstas se comportan frente a diversas pruebas; es, para emplear la palabra de Platón y Aristóteles, la información relativa a la última y mejor probada “opinión” científica. Esta concepción significa, además, que en la ciencia se carece de pruebas (exceptuando, por supuesto, la matemática pura y la lógica). En las ciencias empíricas -que son las únicas capaces de suministrarnos información acerca del mundo en que vivimos- no hay pruebas, si por “prueba” entendemos un razonamiento que establezca de una vez para siempre la verdad de determinada teoría. (Lo que sí hay, sin embargo, son refutaciones de las teorías científicas). […] (Popper, 1982b, p. 209).
Para Popper, la base de la contrastación está constituida por los falsadores potenciales de la teoría, y es allí donde se decide el carácter empírico de la misma. Debido a que las teorías están formadas por enunciados de carácter universal (leyes), que no pueden deducirse a partir de enunciados singulares,4el carácter empírico de tales teorías se decide a partir de los enunciados singulares que se deducen de la misma. Por lo tanto, la pregunta sobre el carácter empírico de las teorías se traslada al problema del carácter empírico de los enunciados singulares de la base de contrastación.
Popper discute el problema de la base contrastación en el marco de lo que llama el trilema de Fries, que consiste en el siguiente razonamiento: frente al problema de la justificación de los enunciados de la base de contrastación de la ciencia se presentan tres posibilidades: dogmatismo, se aceptan los enunciados básicos como verdades irrefutables; regresión infinita, los enunciados básicos se justifican por medio de otros enunciados, y así al infinito; psicologismo, los enunciados básicos se justifican por medio de la corriente de percepciones sensoriales del sujeto.
Como falibilista, Popper rechaza el dogmatismo y el psicologismo, para quedarse con la regresión infinita como la única opción ante el problema de la justificación de los enunciados de la base empírica. La crítica que lanza contra el dogmatismo tiene como consecuencia el abandono de una concepción que identifica conocimiento con certeza -lo que significa el abandono del fundacionismo, en el sentido de la búsqueda de verdades absolutas, como señalamos en los párrafos anteriores-, lo que desemboca en la adopción del falibilismo. Esta es la razón por la cual Popper rechaza la existencia de una base de contrastación constituida por enunciados cuya verdad ha sido probada por la “corriente de datos sensoriales”. En este sentido, la palabra “base” no es sinónimo de fundamento último. Popper expresa esta idea a través de la siguiente metáfora:
La base empírica de la ciencia objetiva, pues, no tiene nada de “absoluta”; la ciencia no está cimentada sobre roca: por el contrario, podríamos decir que la atrevida estructura de sus teorías se eleva sobre un terreno pantanoso, es como un edificio levantado sobre pilotes. Estos se introducen desde arriba de la ciénaga, pero en modo alguno sin alcanzar ningún basamento natural o “dado”. Cuando interrumpimos nuestros intentos de introducirlos hasta un estrato más profundo, ello no se debe a que hayamos topado con terreno firme: paramos porque nos basta que tengan firmeza suficiente para soportar la estructura, al menos por el momento (Popper, 1982a, p. 106).
Por otro lado, la crítica al psicologismo supone el abandono de la dicotomía teórico-observacional que fue una de las tesis centrales en los planteamientos del positivismo lógico.5 En este sentido, Popper hace problemática la referencia al carácter “empírico” de la base de contrastación, al menos si se mira desde la perspectiva desarrollada por el positivismo lógico, Popper dice al respecto:
En mi opinión, esta doctrina [se refiere a la existencia de un lenguaje observacional que da cuenta de la información que nos llega a través de los sentidos] se va a pique con los problemas de la inducción y los universales: pues no es posible proponer un enunciado científico que no trascienda lo que podemos saber con certeza “basándonos en nuestra experiencia inmediata” (hecho al que nos referiremos con la expresión “la trascendencia inherente a cualquier descripción” -es decir, a cualquier enunciado descriptivo-): todo enunciado descriptivo emplea nombres (o símbolos, o ideas) universales, y tiene el carácter de una teoría, de una hipótesis. […] (Popper, 1982a, p. 106. La cursiva es nuestra).
La crítica de Popper al fundacionismo6 se lleva a cabo a dos niveles: como teoría del conocimiento en sentido amplio y como teoría del conocimiento científico, en sentido más restringido. En el primer caso, considera que tanto el racionalismo como el empirismo7son expresiones del fundacionismo. Esto lo hace en su libro Conjeturas y refutaciones, donde se refiere a lo que llama la doctrina de la verdad manifiesta, que viene acompañada por la teoría conspiracional de la ignorancia, que se puede considerar como su complemento (Popper, 1983, p. 513).
La doctrina de la verdad manifiesta es una concepción epistemológica optimista que considera que la verdad:
Cuando se la coloca desnuda frente a nosotros, es siempre reconocible como verdad. Si no se revela por sí misma, sólo es necesario develar esa verdad, o descubrirla. Una vez hecho esto, no se requiere mayor discusión. Tenemos ojos para ver la verdad, y la “luz natural” de la razón para iluminarla (Popper, 1983, pp. 27-28).
Popper considera que la doctrina de la verdad manifiesta permite pensar, desde una nueva óptica, las relaciones entre racionalismo y empirismo. Ambas tradiciones filosóficas comparten como tarea fundamental responder a la pregunta: ¿Cuáles son las fuentes de nuestro conocimiento? Y aunque la respuesta que ofrecen es distinta -la razón o la observación, respectivamente-, finalmente, su propósito es el mismo, demostrar que existe una fuente única y legítima de conocimiento. Popper señala a Bacon y Descartes como los exponentes más representativos de esta concepción. Según Popper, para estos pensadores:
[…] Nadie necesita apelar a la voluntad en lo que concierne a la verdad, porque todo hombre lleva en sí mismo las fuentes del conocimiento, sea en su facultad de percepción sensorial, que puede utilizar para la cuidadosa observación de la naturaleza, sea en su facultad de intuición intelectual, que puede utilizar para distinguir la verdad de la falsedad negándose a aceptar toda idea que no sea clara y distintamente percibida por el intelecto (Popper, 1983, p. 26).
Descartes basó su epistemología en la idea de la Veracitas Dei (la verdad de Dios), lo que vemos clara y distintamente que es verdadero debe serlo, pues si esto no fuera así Dios nos engañaría. Así, la veracidad de Dios hace manifiesta a la verdad. En Bacon encontramos la doctrina de la Veracitas naturae, la veracidad de la naturaleza. La naturaleza es un libro abierto que se debe leer con la mente pura para no equivocarse. La mente se considera purificada cuando elimina los prejuicios que le impiden acceder a la verdad.
Popper piensa que los que sostienen una doctrina como la de la verdad manifiesta se encuentran ante la necesidad de explicar cómo surge la falsedad: ¿Cómo podemos caer en el error, si la verdad es manifiesta? La respuesta consiste en señalar la existencia de prejuicios provenientes de la educación, la tradición u otro tipo de obstáculos, que impiden que la mente pueda acceder al conocimiento verdadero. Estos prejuicios constituyen lo que Popper llama la fuente de la ignorancia. Esta es la razón por la que esta clase de epistemología va acompañada de sugerencias sobre la manera de eliminar los prejuicios que impiden el acceso a la verdad. Un ejemplo de este proceder lo encontramos en Bacon, quien señala que para purificar nuestra mente debemos eliminar los “ídolos” o creencias falsas, pues ellos deforman nuestras observaciones. En Descartes el método de la duda sistemática desempeña el mismo papel.
El problema fundamental no es si existen fuentes de conocimiento. Popper reconoce la existencia de diversas fuentes de conocimiento. La dificultad consiste en que no hay criterios que nos permitan garantizar la infalibilidad de tales fuentes, ya que ninguna de ellas es segura. Popper llega a la conclusión de que la única actitud posible para que el conocimiento progrese es el ejercicio riguroso de la crítica.
Ahora bien, como habíamos señalado, todo lo anterior corresponde a la crítica que realiza Popper al fundacionismo como tesis epistemológica, es decir como una caracterización de la teoría del conocimiento en sentido amplio. Sin embargo, Popper también critica el programa fundacionista en relación al conocimiento científico. Esto lo hace usando el término de esencialismo, el cual caracteriza de la siguiente manera:
El científico aspira a hallar una teoría o descripción verdadera del mundo (y especialmente de sus regularidades o “leyes”) que sea también una explicación de los hechos observables.
El científico puede establecer, finalmente, la verdad de tales teorías más allá de toda duda razonable.
Las mejores teorías, las verdaderamente científicas, describen las “esencias” o “naturalezas esenciales” de las cosas, las realidades que están detrás de las apariencias (Popper, 1983, p. 137).
Popper sólo está de acuerdo con la primera afirmación, que señala que el científico puede “aspirar” a la verdad. Por esta razón termina formulando la verdad como un “ideal regulativo”. Las otras dos afirmaciones son claramente contrarias a su concepción falibilista del conocimiento.
El falibilismo que adopta Popper, es decir, la idea de que en la ciencia las teorías poseen una naturaleza conjetural y revisable, supone abandonar la existencia de afirmaciones científicas probadas, es decir, identificadas de una vez y para siempre con una verdad absoluta e inamovible, como se señalaba en la cita de La sociedad abierta y sus enemigos que transcribimos en páginas anteriores. Popper, como un buen racionalista, interpreta la falibilidad como una ventaja de la ciencia sobre otros saberes, pues constituye la expresión de la actitud crítica y de la sensibilidad al error que debería caracterizar a su método. Sin embargo, otra cosa diferente ocurre si se mira este asunto desde el punto de vista del relativismo, pues para sus exponentes la provisionalidad del conocimiento científico es una de las razones por las que la ciencia tiene que abandonar el recurso a la “prueba de los hechos”, como pretendieron los Positivistas Lógicos. En otras palabras, el recurso a la “observación” se vuelve problemático, ya que toda observación depende de un marco teórico, lo que significa que deja de ser un punto de referencia neutral a la hora, por ejemplo, de evaluar dos teorías en competencia.
Como un comentario general, en el que no profundizaremos, se puede afirmar que Popper se enfrentó ante una tarea, nada fácil, al adoptar la regresión infinita como única salida al problema de la justificación de la base empírica. En otras palabras, al intentar hacer compatible la base de contrastación con su concepción falibilista del conocimiento y la tesis según la cual, en última instancia, todos los enunciados de la ciencia tienen un carácter teórico. A su vez, estas dificultades hacen surgir varios interrogantes con respecto a su criterio de falsación: ¿Es compatible el falsacionismo con el falibilismo? Si el falsacionista concede que los enunciados de la base de contrastación son falibles, entonces, ¿dónde se apoyará para declarar falsada una teoría? ¿No debe darse por supuesto que al menos ciertos enunciados singulares -que actúan como premisas falsadoras- son seguros en el sentido de justificados por los “hechos”? Al respecto, Imre Lakatos dice lo siguiente:
Si todos los enunciados científicos son teorías falibles sólo podemos criticarlos en razón de su inconsistencia. Pero entonces, ¿en qué sentido es empírica la ciencia, si es que lo es en algún sentido? Si las teorías científicas no pueden ser probadas ni se les puede atribuir una probabilidad, ni pueden ser refutadas [Lakatos se refiere a la refutación concluyente], entonces parece ser que en último término los escépticos tienen la razón: la ciencia no es sino especulación ociosa y no existe progreso en el conocimiento científico. ¿Es posible oponerse al escepticismo? ¿Podemos salvar la crítica científica del falibilismo? En particular, si la crítica científica es falible, ¿sobre qué bases podemos eliminar una teoría? (Lakatos, 1983, pp. 31-32).
Por las razones expresadas en los párrafos anteriores, si bien no podemos considerar a Popper como un relativista, sí podemos afirmar que su filosofía de la ciencia tiene un componente escéptico muy importante, como señala L. E. Goodman (1992): “[…] El relativismo es semejante al escepticismo en su negación de un criterio de verdad. Sin embargo, en un sentido importante va más allá del escepticismo al descartar la noción de verdad objetiva: en el escepticismo el ideal de dicha verdad sobrevive como una virtualidad, aunque fuera del alcance. […]” (1992, pp. 109-110). Las afirmaciones de Popper en el sentido de que la ciencia sólo puede aspirar a obtener “aproximaciones sucesivas” a la verdad, que las observaciones están impregnadas de teoría y su rechazo del fundacionismo, permitieron que retoñaran ciertas posiciones relativistas. Como veremos más adelante, el relativismo saca ventajas de estas dificultades y sobre ellas elabora una imagen alternativa de la ciencia.
IV. La imagen relativista de la ciencia
Como señalamos al principio de este trabajo, el relativismo no sólo constituye una crítica a la concepción fundacionista en epistemología y, en particular, con respecto al conocimiento científico; también pretende ofrecer una interpretación de los aspectos sincrónicos y diacrónicos de la ciencia. Esta imagen relativista de la ciencia tiene una de sus expresiones en el libro de Thomas Kuhn La estructura de las revoluciones científicas. Sin embargo, entre algunos filósofos de la ciencia no parece haber acuerdo sobre el rasgo fundamental que la caracteriza. Unos sostienen que lo fundamental de esta concepción radica en la negación de la racionalidad y el progreso científico; otros piensan que se trata de la idea de la inconmensurablidad de las teorías (Newton-Smith, 1987, p. 159, apartado 6); hay quienes enfatizan la importancia que tiene el papel que le otorga Kuhn a la historia, lo que este autor denomina una “revolución historiográfica”.
En este apartado consideraremos tres aspectos que nos parecen centrales en la imagen relativista de la ciencia que nos ofrece Thomas Kuhn: la “revolución historiográfica” en historia de las ciencias; el holismo epistemológico (la llamada tesis Duhem-Quine); y la inconmensurabilidad de las teorías.
La “revolución historiográfica” en la historia de las ciencias. Kuhn señala que su libro La estructura de las revoluciones científicas es el resultado de una “revolución historiográfica”, cuya consecuencia es la superación de una visión acumulativa del desarrollo de la ciencia, interesada por determinar los autores de descubrimientos, leyes, teorías; y señalar los obstáculos que impedían una acumulación más eficiente de los logros científicos. La contrapartida a esa concepción es aquella que busca poner de “manifiesto la integridad histórica” de una parte de la ciencia en una determinada época.
En realidad, lo que encontramos aquí es la oposición entre dos formas extremas de enfocar la historia de la ciencia, denominadas: historia anacrónica e historia diacrónica. Según la primera, “deberíamos estudiar la ciencia del pasado a la luz de los descubrimientos que hoy día tenemos, y además teniendo presente esa evolución posterior, especialmente la manera en que llegó a convertirse en lo que es en la actualidad”. Por el contrario, la historia diacrónica busca “estudiar la ciencia del pasado a la luz de la situación y las teorías que existían realmente en el pasado, en otras palabras, despreciar todos los acontecimientos posteriores que no pudieron tener ninguna influencia sobre el período en cuestión” (Kragh, 1989, pp. 120-121).
Por lo tanto, se puede afirmar que la “revolución historiográfica”, de la que habla Kuhn, consiste en el paso de una concepción anacrónica a una concepción diacrónica. Kuhn expresa esta idea de la siguiente manera:
[…] En lugar de buscar las contribuciones permanentes de una ciencia más antigua a nuestro caudal de conocimientos, [los historiadores] tratan de poner de manifiesto la integridad histórica de esa ciencia en su propia época. Por ejemplo, no se hacen preguntas respecto a la relación de las opiniones de Galileo con las de la ciencia moderna, sino, más bien, sobre la relación existente entre sus opiniones y las de su grupo, o sea: sus ancestros, contemporáneos y sucesores inmediatos en las ciencias. Además, insisten en estudiar las opiniones de ese grupo y otros similares, desde el punto de vista -a menudo muy diferente del de la ciencia moderna- que concede a esas opiniones la máxima coherencia interna y el ajuste más estrecho posible con la naturaleza. […] (Kuhn, 2004, pp. 26-27).
Fueron los historiadores de la ciencia, como Alexandré Koyré, a quien atribuye Kuhn ese cambio de dirección de la investigación en la historia de la ciencia, quienes propusieron una imagen de esta actividad muy diferente de la que se había acuñado desde la concepción positivista; una nueva imagen donde se mostraba que muchas de las ideas sobre el mundo, aceptadas como verdaderas, surgieron de la relación establecida con ideas extra-científicas, de carácter metafísico y religioso imperantes en una determinada época, en la que la observación como criterio orientador y garante de la indagación de los fenómenos estaba orientada por dichos marcos interpretativos.
En un artículo publicado después de La estructura de las revoluciones científicas, Kuhn toma distancia crítica con respecto a la concepción positivista de la historia, particularmente con referencia al artículo de Carl Hempel (1996) “La función general de las leyes en la historia”, publicado en 1942. Kuhn manifiesta su desacuerdo con la propuesta hempeliana según la cual la historia emplea el mismo modelo de explicación que caracteriza a las ciencias naturales, es decir, el modelo nomológico-deductivo de explicación, lo que supone el uso de leyes en la historia. Precisamente, la crítica de Kuhn se centra en el tipo de leyes que algunos filósofos, defensores del modelo, les atribuyen a los historiadores.
Es evidente que el modelo de ley encubierta se ha extraído de una teoría de la explicación que corresponde a las ciencias naturales y aplicado a la historia. Opino que, cualquiera que sea su mérito en los campos para los cuales se ideó, en esta aplicación realmente no encaja. […] Ya señalé que los filósofos encuentran en los escritos de los científicos sociales las leyes que les atribuyen a los historiadores. Agregaré ahora que, cuando extraen ejemplos de los escritos históricos, las leyes que infieren son tan obvias como dudosas; por ejemplo, “el hambre tiende a provocar tumultos. […]
La plausibilidad de una narración histórica, no depende, naturalmente, del poder de unas cuantas leyes, tan dudosas como éstas. Si así fuera, entonces la historia no explicaría prácticamente nada. […] Lo que trato de decir es que, aunque muchas leyes puedan agregar sustancia a una narración histórica, no son esenciales para su capacidad explicativa. La cual produce en primer término los hechos que el historiador presenta y la manera como los yuxtapone (Kuhn, 1982, pp. 39-41).
Lo que Kuhn está señalando, al referirse a una “revolución historiográfica”, es que la nueva imagen de la ciencia debe pensar lo discontinuo, lo que implica buscar lo propio y definitorio de cada época pasada. Como señalábamos en párrafos anteriores, cuando sugerimos algunos criterios para clasificar ciertas formas en las que se presenta el relativismo, los marcos conceptuales, que definen una época y que Kuhn llama paradigmas, muestran cierta discontinuidad si se les considera desde la perspectiva de su desarrollo histórico. Sin embargo, estudiar la historia supone reconocer el sentido de paradigmas que fueron vigentes en una determinada época y que son inconmensurables con los paradigmas actuales. Esta es una de las razones por las cuales Kuhn acepta la posibilidad de intertraducción entre paradigmas rivales, como veremos más adelante, pues de otra manera sería imposible hacer historia. Esto no significa que abandone la idea de inconmensurabilidad, sólo que esta idea se ve mitigada al admitir la posibilidad de comunicación entre los miembros que hacen parte de dos paradigmas. En este sentido, Kuhn sostiene la existencia de un lenguaje intragrupal, usado dentro de un mismo paradigma, y un lenguaje extragrupal, en el que se pueden usar los mismos conceptos para entenderse entre paradigmas. Desde esta perspectiva se podría sostener que Kuhn mantiene un relativismo moderado con respecto a la historia.
El holismo epistemológico (la llamada “tesis Duhem-Quine”), sostiene que: a) cuando se lleva a cabo la contrastación empírica de una hipótesis, ésta no se enfrenta de forma aislada a los “hechos”, sino que lo hace en el contexto del conjunto de los conocimientos y creencias en el que está inserta; 2) cuando un sistema de hipótesis supera una contrastación, no se puede determinar, de manera precisa, en cuales hipótesis podemos confiar; 3) cuando un sistema de hipótesis falla como resultado de un proceso de contrastación, no podemos determinar en dónde se encuentra el error; y 4) si un sistema de hipótesis ha sido refutado no es posible determinar qué elementos podemos incorporar a una versión revisada del sistema al cual podamos considerar como empíricamente adecuado (Laudan, 1993, p. 88).
El holismo epistemológico tiene profundas implicaciones negativas para cualquier criterio de contrastación que pretenda que las hipótesis o teorías individuales pueden ser contrastadas de manera aislada. Por ejemplo, en el criterio de falsación propuesto por Popper, según el holismo, la refutación de una hipótesis involucra a la totalidad del saber implicado (en principio, toda la ciencia), y no sólo a la hipótesis aislada. Se trata de un cuestionamiento a la eficacia de la falsación de las teorías, ya que una contrastación negativa no constituiría una prueba de la ineficacia de una teoría, pues para que funcione la metodología popperiana es necesario que se asuma dogmáticamente otras teorías conjeturales. Todo esto tiene como consecuencia que ninguna regla metodológica se sigue del criterio de falsación, o de cualquier otro criterio similar.
En el capítulo V de La estructura de las revoluciones científicas, titulado “Prioridad de los paradigmas”, Kuhn sostiene que la investigación que se lleva a cabo en el marco de la ciencia normal no está guiada por un conjunto de reglas explícitas, sino por los paradigmas. Esto significa un rechazo del importante papel que autores como Popper le atribuían al método entendido como un conjunto de reglas explícitas. Que los paradigmas guían la investigación supone, entre otras cosas, que los criterios con los que se juzgan las teorías (y que están implícitos en los paradigmas), pueden cambiar a través del tiempo. Tomando en consideración lo que señalamos al principio de este trabajo, respecto al contexto en el que se expresa el relativismo, se puede afirmar que Kuhn relativiza los criterios con los que se juzgan las teorías. Esta idea se expresa con claridad en la Tensión esencial (1982), donde Kuhn afirma lo siguiente:
[…] Cuando los científicos deben elegir entre teorías rivales, dos hombres comprometidos por entero con la misma lista de criterios de elección pueden llegar a pesar de ello a conclusiones diferentes. Quizá interpreten de modos distintos la simplicidad o tengan convicciones distintas sobre la amplitud de los campos dentro de los cuales debe ser satisfecho el criterio de coherencia. O quizá estén de acuerdo sobre estos asuntos, pero difieran en cuanto a los pesos relativos que deben asignárseles a éstos o a otros criterios, cuando varios de los mismos tratan de seguirse al mismo tiempo (Kuhn, 1982, p. 348).
[…]
[…] El punto que estoy tratando es el de que toda elección individual entre teorías rivales depende de una mezcla de factores objetivos y subjetivos o de criterios compartidos y criterios individuales. Como estos últimos no han figurado en la filosofía de la ciencia, mi insistencia en ellos ha hecho que mis críticos no vean mi creencia en los factores objetivos (Kuhn, 1982, p. 349).
La inconmensurabilidad de las teorías. En términos de la caracterización del relativismo que presentamos al inicio de este trabajo, Kuhn enfrenta problemas derivados de lo que podemos denominar la tesis de la dependencia y la tesis de la indeterminación. La primera tesis sostiene que toda afirmación en la ciencia es relativa a un determinado paradigma. La segunda tesis sostiene que, si se mira la ciencia desde el punto de vista de su evolución, ningún paradigma puede considerarse privilegiado con respecto a otros. Planteadas de esta forma, las tesis mencionadas corresponden a una concepción radical del relativismo. Precisamente, muchas de las críticas que advierten sobre el carácter relativista de las ideas expresadas por Kuhn en La estructura de las revoluciones científica, señalan que el problema que plantea la forma cómo este autor interpreta los cambios de paradigmas está relacionada con lo que hemos llamado la tesis de la indeterminación, es decir, sobre qué bases es posible aceptar un paradigma más que otro. La tesis de la indeterminación aparece en Kuhn bajo la forma de lo que él denominó la inconmensurabilidad entre paradigmas y se expresa de la siguiente manera:
[…] Sin embargo, los paradigmas difieren en otras cosas aparte de la sustancia, pues no sólo se dirigen a la naturaleza, sino que también inciden sobre la ciencia que los produce. Son la fuente de los métodos, los problemas del campo y de las normas de solución aceptadas por cualquier comunidad científica madura en cualquier momento dado. Como resultado de ello, la recepción de un nuevo paradigma exige a menudo la redefinición de la ciencia correspondiente. Algunos de los viejos problemas pueden verse relegados a otra ciencia o pueden declararse totalmente “acientíficos”. […] Y a medida que cambian los problemas, cambian también las normas que distinguen una solución científica real de una mera especulación metafísica, un juego de palabras o un pasatiempo matemático. La tradición científica normal que surge de una revolución científica no sólo es incompatible con lo anterior, sino que a menudo resulta de hecho inconmensurable (Kuhn, 2004, pp. 181-182).
La primera formulación de la tesis de la inconmensurabilidad aparece en La estructura de las revoluciones científicas, siendo la versión más radical y, como señalamos, la que generó las acusaciones de relativismo contra Kuhn. Esta versión se plantea como un problema de naturaleza lingüística, que asume el cambio de paradigmas en términos semánticos, ya que la sustitución de un paradigma por otro supone una variación radical del significado con respecto al vocabulario y la imposibilidad de intertraducción entre los lenguajes de ambos paradigmas. De estos dos supuestos se desprenden algunas de las consecuencias que señala Kuhn en la cita anterior: cambios en los compromisos ontológicos y metodológicos; la imposibilidad de comunicación entre los miembros de las comunidades científicas de los respectivos paradigmas; cambio perceptual ya que la observación depende del marco conceptual que suministra el paradigma; y lo que hemos denominado la tesis de la indeterminación.
Sin embargo, Kuhn, a lo largo de su obra, va matizando esta versión radical de la inconmensurabilidad. Ya en el Epílogo: 1969, sostiene que la inconmensurabilidad no se limita a un asunto lingüístico, sino también de valores, y propone que lo que deben hacer los investigadores que se encuentran en paradigmas distintos es convertirse en traductores, al reconocerse como miembros pertenecientes a marcos lingüísticos diferentes. En los años ochenta Kuhn desarrolla una versión taxonómica de la inconmensurabilidad que la interpreta como un fenómeno que tiene un efecto local, ya que se refiere a una clase específica de términos que Kuhn denomina las categorías taxonómicas. Desde esta nueva perspectiva el problema de la inconmensurabilidad consiste en la falta de homología entre algunas categorías taxonómicas de dos paradigmas inconmensurables. Por lo tanto, mientras en La estructura de las revoluciones científicas Kuhn se concentra en los cambios semánticos profundos, propios de las macrorevoluciones, que provocan inconmensurabilidad total; en los años ochenta se concentra en los cambios locales entre dos paradigmas, propios de las microrevoluciones, en los que se mantienen algunas subestructuras (taxonomías léxicas) que permiten efectuar comparaciones entre ellos.
Kuhn nunca se consideró un relativista radical, aunque aceptó que era un relativista con relación a la dependencia de las teorías respecto a su contexto. En este sentido, se puede afirmar que Kuhn acepta la tesis de la dependencia, pero rechaza la tesis de la indeterminación, ya que reconoce la posibilidad de comunicación entre los miembros que pertenecen a dos paradigmas distintos y la existencia de cierto conjunto de criterios, como tuvimos la oportunidad de señalar en el apartado sobre el holismo epistemológico, que permiten evaluar a dos teorías en competencia.