Introducción
El 22 de mayo de 1917, la barbadense Rebecca Williams se presentó ante el corregidor del barrio de Calidonia a denunciar a su vecina Louisa Thompson. Según Rebecca, Luisa se emborrachó, fue a su casa, y la insultó, diciendo que “la chucha me hiede a pescado podrido y a mierda de gato viejo”1. Rebecca insistió al corregidor en que la rivalidad entre las dos mujeres, ambas vendedoras ambulantes de dulces, comenzó porque “como yo tengo mejor cleintela [sic], la Thompson me ha tomado mortal odio”2. La pelea entre ellas no fue solo un intercambio de insultos: Louisa amenazó con desalojar a Rebecca de la casa de inquilinato que compartían, indisponiéndola “con el dueño de la casa y con toda la vecindad”3. Rebecca no se tomó esta amenaza a la ligera y presentó un caso de ultraje al corregidor de Calidonia contra Louisa.
Casos como este no eran nada inusuales en las corregidurías de barrios como Calidonia, un área central de la Ciudad de Panamá que limitaba con la Zona del Canal, el territorio de casi 1.500 km2 bajo soberanía estadounidense donde se construyó el canal de Panamá entre 1904 y 1914. Estos barrios adyacentes a la Zona albergaban a los inmigrantes antillanos que trabajaban en la construcción, como también a los más de 100,000 inmigrantes antillanos que no estaban contratados y viajaron por su propia cuenta para aprovechar las oportunidades que brindaba el proyecto4. Este grupo de inmigrantes incluía mujeres antillanas que, aunque no laboraban directamente para la construcción del canal, proveían trabajo doméstico y sustento esencial para los trabajadores y residentes de la Zona. Los inmigrantes antillanos, excluidos de vivir en la Zona del Canal por discriminación racial, se empezaron a establecer en territorio panameño, especialmente en los años posteriores a la construcción, cuando la administración del Canal expulsó a la mayoría de los antillanos ahí residentes5.
El proceso de despoblación arrojó a los antillanos a una doble exclusión: tanto de la Zona del Canal como de los beneficios sustantivos de la ciudadanía panameña. Este desplazamiento forzó a las mujeres antillanas a enfrentar desafíos únicos, ya que tenían que lidiar con los discursos del honor femenino en Panamá que excluían a las mujeres negras, migrantes, y de clase trabajadora. El honor en Panamá dependía tanto de una definición legal, como de un entendimiento cotidiano basado en comportamiento, clase, género, y raza. En esta definición, una mujer honorable debía mantener una segregación entre la esfera pública y sus asuntos íntimos. No exponía su vida privada al público y se mantenía bajo la autoridad de un poder patriarcal, como la de su padre o esposo. No trabajaba fuera del hogar, no participaba en la esfera política y escondía cualquier posible “deshonra” privada. Estos discursos de honor marcaban jerarquías de género, clase y raza, con la suposición que los hombres de la élite, blancos, propietarios e “ilustrados” encabezaban esta pirámide de honor.
Las expectativas de honor promulgadas por el Estado chocaban a menudo con las prácticas cotidianas y expresiones vernáculas de reputación de las mujeres antillanas, cuyos ámbitos de trabajo y vivienda las alejaban del comportamiento “honorable”. Vivían en casas de inquilinato, donde compartían espacio comunal, y trabajaban en mercados y calles, expuestas al público. Frente a estos retos, las mujeres antillanas, que ocupaban los espacios más marginales de esta sociedad, defendieron su reputación y sus pocos privilegios a través de la oficina del corregidor. Este artículo analiza los casos de la Corregiduría de Calidonia en los años inmediatamente posteriores a la construcción del canal (1914-1917) para entender cómo las inmigrantes antillanas negociaron su integración al cuerpo político de Panamá. En dicho periodo, estas superaron a cualquier otra categoría de demandantes en llevar casos a los tribunales municipales de Panamá. Los procesos judiciales varían, pero más de la mitad fueron demandas de injurias presentadas por unas mujeres antillanas contra otras. Todos estos casos, nombrados a veces también como provocaciones, ultrajes o calumnias, significaban esencialmente lo mismo: un insulto verbal al honor de otra. En su mayoría, estas mujeres dependían de una red social de vecinos, que funcionaban como intermediarios, testigos y apoyo. En el contexto de la desigualdad social y la exclusión política de los inmigrantes antillanos en Panamá, las mujeres afirmaron su reputación y pertenencia en la oficina del corregidor, obligando estas instituciones locales a lidiar con sus quejas. A través de estos casos dichas mujeres rechazaron los “guiones normativos de ciudadanía sexual” que las marcaban como deshonrosas, defendieron sus reputaciones y protegieron sus trabajos y vecindarios durante un período de pertenencia liminal en territorio panameño6.
Como en otras regiones de América Latina, la categoría de honor en Panamá estuvo informada por códigos coloniales, de raíz patriarcal e hispánica, que regían la clase o determinaban la posición pública, y normas de comportamiento sexual femenino7. Víctor Uribe-Urán explica que, en el periodo colonial, el honor era “una función tanto de condición social (nacimiento legítimo, sangre blanca, rango social distinguido y antecedentes católicos) como de comportamiento honorable”8. La sociedad exigía de las mujeres castidad y virtud sexual, valores que requerían su aislamiento, virginidad y decoroso comportamiento público9. En la época republicana, las élites nutrieron con esta comprensión del honor su proyecto de modernizar la nación, mientras mantenían las jerarquías sociales. Como han demostrado las historiadoras Caulfield, Chambers y Putnam, los proyectos liberales de la nación en Latinoamérica mantuvieron su preocupación por el comportamiento moral de los ciudadanos, usando el patrón de honor como forma de control social10. Otros historiadores han demostrado que estos códigos de honor no eran hiperdeterminantes, sino que las actitudes de la clase trabajadora en esas sociedades a menudo entraban en conflicto con ellos11. Mientras que las autoridades jurídicas nacionales modernizaban los códigos de honor, la clase trabajadora negociaba estos discursos para establecer vínculos legales con las autoridades oficiales, crear espacios de ciudadanía y proteger a sus familias. Estos patrones también existieron en Panamá a principios del siglo xx, pero se distinguían por las condiciones específicas del periodo posterior a la construcción del Canal, principalmente, la despoblación de la Zona del Canal y el subsecuente crecimiento demográfico de la Ciudad de Panamá, el poder de las autoridades estadounidenses y la discriminación racial y de género en contra de las mujeres antillanas.
La categoría de honor no jugó un papel central en las sociedades afrocaribeñas, como lo hizo históricamente en América Latina. Teóricos como Peter Wilson y Carolyn Cooper, entre otros, han identificado sistemas de valores morales caribeños estructurados en torno a la reputación y la respetabilidad, en vez del honor12. En el Caribe, la respetabilidad es, según Wilson, el sistema de valores morales promulgados por instituciones y tradiciones coloniales europeas como la iglesia, los colegios, y el matrimonio formal13. La respetabilidad tiene su homólogo en el concepto mediterráneo de honor y busca mantener la jerarquía social y el control laboral. Pero la respetabilidad, como explican estos teóricos, no es el discurso dominante en las sociedades afrocaribeñas. En respuesta a la imposición colonial, los afrocaribeños desarrollaron un contradiscurso de reputación: una práctica desafiante y vulgar que determinó la posición social en torno a vecinos y compañeros con base en las expresiones callejeras, las aventuras sexuales, el intercambio de insultos, la resistencia a los valores coloniales, la flexibilidad laboral y el acceso al terreno familiar14. La reputación es un valor individual e igualitario en contra de la jerarquía social y las instituciones coloniales. Si el honor mediterráneo se basa en la virtud sexual, el rango social y el origen racial; la reputación rechaza el esquema racial y sexual colonial y, en vez, valora la expresión pública vulgar, la afinidad social igualitaria y la creatividad15.
En el contexto de la construcción del Canal, la extensión de la influencia de Estados Unidos en los asuntos panameños y su amenaza al poder de las élites panameñas modelaron e influyeron en estos discursos. Aunque varios administradores se beneficiaron de la incursión norteamericana, muchos también la entendieron como un ataque a su soberanía nacional. El historiador Michael Conniff explica que los panameños “se sintieron traicionados” por el rumbo que tomó la soberanía estadounidense sobre la Zona del Canal16. En Panamá, las autoridades estadounidenses y panameñas definieron conjuntamente los límites morales de la inclusión de los ciudadanos al cuerpo político. Una combinación de presiones estadounidenses e intereses de la élite panameña marcó a las personas y vecindarios antillanos como amenazas a la moralidad. Las intervenciones de la administración estadounidense y los proyectos de desarrollo urbano panameños colocaron a los residentes antillanos en viviendas precarias y diseminaron discursos y leyes que criminalizaban las prácticas de las mujeres antillanas17. Esto las marcaba como sujetos menos honorables por sus relaciones íntimas y su asociación con la vida pública de las trabajadoras sexuales. Las riñas entre mujeres antillanas frente al corregidor eran una lucha pública por su reputación individual dentro de un entorno en el cual ellas eran sospechosas de realizar trabajos deshonrosos y de tener poco honor. La insuficiencia de honor de las inmigrantes afroantillanas en Panamá estructuró sus reclamos públicos.
Estas mujeres no utilizaban conscientemente el lenguaje de la ciudadanía. De hecho, la mayoría de las mujeres antillanas que residían en Panamá no eran elegibles o no habían solicitado la ciudadanía, que requería diez años de residencia continua. Sin embargo, al llevar sus casos ante el corregidor, estas mujeres reclamaban un espacio público y obtenían disculpas de sus rivales para reafirmar su reputación y negociar cierto nivel de autonomía dentro de sus vecindarios. Obligaban a las nacientes instituciones legales panameñas a lidiar con sus disputas y, al menos en el nivel local, a tratarlas como lo harían con un ciudadano panameño. Consideradas marginales al cuerpo político, las mujeres antillanas buscaron la intercesión del Estado panameño para reclamar su reputación. En sus vulgares peleas cotidianas, estas mujeres afirmaban una posición social entre sus vecinos. Esta serie de casos muestra tres hechos históricos importantes: primero, enseña las contradicciones del proyecto de consolidación del Estado panameño en su primera década después de la independencia, cuando enfrentaba simultáneamente la colonización de parte de su territorio por los Estados Unidos y el crecimiento demográfico por la migración de antillanos asociados con la construcción18. Para lidiar con estos cambios sociales, el Estado prometía igualdad legal a la vez que promovía leyes y prácticas discriminatorias. Segundo, los casos demuestran como las mujeres antillanas apelaban a las instituciones legales de Panamá para proteger lo poco que tenían. Y, por último, este artículo usa los casos del corregidor para demostrar los valores culturales que organizaban el entorno social de las inmigrantes antillanas en esta época: el valor de la reputación y de fuertes vínculos sociales entre vecinos. Esta tensión entre el Estado panameño y los inmigrantes antillanos se solidificaría eventualmente con la creación de leyes anti-inmigrantes en 1927 y 1941, que prohibirían explícitamente la nacionalización de los antillanos en Panamá19. Justamente este artículo contribuye a mostrar que las raíces de esos conflictos y la resistencia cultural de los antillanos subyace al período de la construcción del Canal.
1. El honor como categoría legal en Panamá
A lo largo de la década de la construcción del Canal, los códigos legales de Panamá fueron adaptados de los códigos colombianos, que habían permanecido vigentes tras la independencia de Panamá como provincia de Colombia en 1903. Dieciocho días después de la proclamación de aquella como república independiente, el gobierno provisional anunció en el Decreto Legislativo 19 del 21 de noviembre de 1903, que mantendría la misma organización judicial y legislativa que había gobernado el departamento de Panamá en décadas anteriores20.
A principios del siglo xx, los códigos legales de Panamá describían varios delitos que causaban deshonra, como insultos y provocaciones, así como otras transgresiones, mitigadas por la reputación del participante. Estos crímenes se definían por la intrusión de asuntos privados a la esfera pública. El código penal también consideraba la reputación pública del participante al imponer un castigo y prestaba atención especial al comportamiento sexual de las mujeres. Así, especificaba que los acusados de homicidio no eran culpables en crímenes contra esposas desleales y describía penas reducidas para el aborto, si las mujeres confesaban haber cometido estos delitos para ocultar su estado y preservar su honor21. Esta articulación del honor como una clara distinción entre lo público y lo privado colocaba a las mujeres antillanas, cuyas vidas y labores desafiaban esa separación, en desacuerdo con las expectativas de feminidad en Panamá.
El código penal de Panamá (es decir, el Código Penal colombiano de 1890) contenía un capítulo dedicado a “Riñas y Peleas”, definidas como “un combate singular entre dos ó más personas, bien sea que entren en él por mutuo consentimiento ó á virtud de provocación de alguna de ellas, ó por cualquier accidente fortuito”22. La provocación incluía específicamente aquello que causaba “afrenta, deshonra ó vilipendio”. El crimen de injurias comprendía cuatro ocurrencias:
“La ofensa hecha con palabras al honor, al crédito, á la dignidad y á cuanto constituye la propiedad moral de un individuo;
La difamación ó divulgación de vicios puramente privados ó domésticos,
La contumelia, ó sean las palabras que envuelven oprobio ó vilipendio, dichas á una persona en su cara;
El omitir ó rehusar hacer la honra ó dar la señal de respeto, que según la ley se deba a una persona”23.
Cada uno de estos casos consistía en lo privado hecho público, ya fueran palabras dichas “a una persona en su cara” o la divulgación de “vicios privados.” Que fuera un crimen no dar señales apropiadas de respeto en público muestra los vínculos entre el espacio urbano y la cultura del honor, así como el nivel de aceptación de los códigos que separaban a los residentes de la Ciudad de Panamá en una jerarquía definida por distinciones de clase, raza y género. La ley además especificaba las estructuras patriarcales que definían estos insultos: nunca se consideraba injuria si era cometido por los “padres […], los maestros, tutores, jefes, superiores y autoridades legítimas”24.
El honor se tomaba en serio a través del Código Penal, que estipulaba la “dignidad” y la “ilustración” del acusado y sus “obligaciones para con la sociedad” como circunstancias atenuantes para el castigo25. Por lo tanto, el honor era una categoría relacional, dependiente de la opinión de los demás y de la posición pública de los sujetos frente a la “sociedad”. El vínculo entre “dignidad” e “ilustración” nos sugiere que ser educado, lo que solo resultaba accesible a ciertas personas en Panamá, significaba ser honorable. El honor de una persona podía tener efectos graves en los resultados penales. El delito de aborto, por ejemplo, normalmente conllevaba una sentencia de uno a tres años para una mujer que hubiera cometido un aborto con éxito. Pero, agregaba el código, “si fuere mujer honrada y de buena fama anterior” el período de detención sería mucho más corto, solo de cinco a diez meses26. El código no explica cómo identificar a una mujer honorable, solo establece que dependería de la opinión de los jueces, pero los discursos que vinculaban tan fácilmente a las mujeres antillanas con la vida pública las ubicaban como sujetos menos honorables que otras mujeres en Panamá. A las antillanas rara vez se les concedía el privilegio del honor.
El primer código penal panameño oficial, separado de su antecedente colombiano, no fue elaborado sino hasta 1916 y adoptado en 1917. Este solidificó aún más las nociones de honor, al catalogar injurias y calumnias bajo el lema de “Delitos contra el Honor”27. La injuria obtuvo un nuevo ángulo moral en el código, que definía una ofensa grave como “la imputación de un vicio o falta de moralidad, cuyas consecuencias puedan perjudicar considerablemente la fama, crédito o intereses del agraviado”28. La gravedad de estos insultos dependía del “estado, dignidad y circunstancias del ofendido y del ofensor”29. Mantenía su preocupación por el carácter público de estos delitos, exacerbando las penas según el nivel de difusión de los insultos. Cabe destacar que las únicas otras menciones de honor en el Código Penal aparecían en los delitos de infanticidio y aborto, donde, como se dijo, la pena disminuía si una mujer cometía estos delitos para ocultar su “deshonra”30. Una mujer virtuosa no se involucraba en relaciones sexuales prematrimoniales o extramatrimoniales y, aún más importante, ocultaba la evidencia de cualquier comportamiento sexual del ojo público.
El sistema de justicia penal panameño, compuesto por tribunales de circuito y un Tribunal Supremo, presidía sobre la mayoría de los crímenes establecidos en el código penal. Pero los residentes de Panamá también podían presentar quejas a su corregidor local. El corregidor tenía jurisdicción sobre una serie de delitos menores tales como hurtos, fraudes, insultos y algunas agresiones. El de corregidor no era un cargo electo y tenía pocos contrapesos legislativos: respondía solo al alcalde del distrito. Además, el corregidor se desempeñaba como árbitro de delitos menores investigados por la policía local y escuchaba las denuncias presentadas por miembros de la comunidad31.
Los artículos 15, 16, 17, y 18 de la Constitución de Panamá establecían la igualdad legal de “todos los panameños y extranjeros” y el derecho de todas personas a “presentar peticiones respetuosas a las autoridades”32. Según el artículo 163 del Código Administrativo de 1916, “los bienes, derechos y acciones de los extranjeros serán protegidos por los mismos jueces, tribunales o autoridades administrativas que protegen los de los nacionales”, lo que significaba que los inmigrantes antillanos tenían acceso a las mismas instituciones legales que los ciudadanos panameños, aunque enfrentaban las barreras del idioma, el dinero y la familiaridad con las costumbres locales33. Es decir, cualquier residente dentro de los límites del corregimiento podía presentar reclamos al corregidor para una resolución rápida y sanciones reducidas. Aunque los demandantes en estos casos nunca explican por qué decidieron confiar en esta figura, el uso de dicha oficina local, especialmente por mujeres antillanas, sugiere que ellas la veían como una institución que las acogía y podía traerles justicia y retribución.
2. Honor y espacio urbano en Panamá
El Estado panameño excluía a los inmigrantes antillanos como residentes de segunda clase. Por ejemplo, no proporcionó parcelas de tierra gratuitas a los antillanos desplazados de la Zona del Canal, como lo hizo para los ciudadanos panameños e inmigrantes europeos34. Asimismo, impuso segregación racial en los vagones de ferrocarril, opuso barreras a la naturalización y rehusó los beneficios sustantivos de la ciudadanía a los antillanos que sí pudieron naturalizarse35. Los antillanos enfrentaban también la discriminación cotidiana de las instituciones y espacios sociales panameños36. En parte, ello dependía de la asociación discursiva y geográfica de los antillanos con la inmoralidad, estructurada por la cercanía de vecindarios antillanos a los distritos de luz roja (áreas donde se concentraba y toleraba la industria del sexo); una cercanía creada en el periodo, a través de la regulación municipal y la inversión inmobiliaria de la élite panameña en estos mismos distritos. Como han demostrado otros historiadores de Latinoamérica, el trabajo sexual preocupaba a varios actores a principios del siglo xx y los variados discursos morales y legales sobre este sector laboral mostraban una inquietud más generalizada sobre la relación de la familia a la nación, y de las mujeres trabajadoras a la ciudadanía37. En Cuba, México, Argentina, Colombia, y Perú, las elites buscaban modernizar la nación mediante reformas legales y de salud pública dirigidas a limitar la prostitución.38 Esta inquietud también se manifestó en Panamá, como respuesta a las ansiedades de la migración antillana y al crecimiento demográfico de la urbe panameña.
Tras la despoblación, los antillanos se trasladaron a territorio panameño, donde se concentraron en distritos urbanos adyacentes a la Zona del Canal, como Calidonia y El Chorillo. Aunque algunos de estos vecindarios habían sido habitados por antillanos desde mediados del siglo xix, la llegada de inmigrantes durante la construcción del Canal estimuló un auge inmobiliario que impulsó la rápida construcción de casas de inquilinato para albergar a los recién llegados. Estas áreas se ubicaban justo al otro lado de la frontera de la Zona del Canal. Los residentes de estos barrios podían abordar el ferrocarril para dirigirse a sus trabajos en varios puntos de la línea, proximidad que atrajo a los empleados del canal y que resultaba también un atractivo factor comercial para los propietarios panameños y estadounidenses, que aprovecharon el boom inmobiliario de la época de construcción. Estas elites construyeron casas de inquilinato en la ciudad de Panamá de una manera “rigurosamente comercial”, guiada por el criterio principal de obtener “el máximo de cuartos individuales para los obreros e inquilinos de ocasión […] sin ninguna consideración por la vida humana”39.
Los antillanos residían en cuartos, dentro de una pensión hecha de madera de dos o tres pisos con techo de zinc, construida alrededor de un patio central. La planta baja a veces estaba ocupada por un negocio local, como una cantina o una tienda de abarrotes china. Cada piso tenía un amplio balcón a lo largo. Los edificios más grandes tenían un lavabo y una letrina compartidos en cada piso. La mayoría compartían una sola instalación en el patio público, donde se combinaban varias actividades, desde lavar ropa hasta preparar comida. Las viviendas compartidas hacían de la vida cotidiana un asunto público, especialmente para las mujeres que usaban estas áreas comunes como espacios de trabajo, para brindar servicio doméstico, cocinar, planchar ropa y supervisar a los niños.
Una mujer antillana se quejó al alcalde de que su habitación nada más estaba separada de la de sus vecinos por un panel de madera y de que las tres gallinas de estos vecinos la mantenían despierta toda la noche40. El periodista jamaiquino Henry de Lisser comentó sobre un barrio antillano en la ciudad de Colón: “uno se pregunta cómo los seres humanos pueden haber consentido a vivir en un entorno tan espantoso”41; describió el agua estancada, las moscas y la materia descompuesta que rodeaba estas viviendas, todas llenas hasta su máxima capacidad.
La criminalización del trabajo sexual en la Zona del Canal y su legalización en territorio panameño, el auge de la construcción que impulsó el crecimiento de vecindarios antillanos adjuntos a los distritos de luz roja, así como la preocupación continua por el honor público que estructuró la legislación panameña, moldearon profundamente la vida antillana en Panamá y contribuyeron a hacer del sexo, el honor y la respetabilidad preocupaciones centrales de los antillanos que intentaban establecerse en esta nueva tierra. El comercio sexual se concentraba en los distritos de luz roja de Ciudad de Panamá y Colón, conocidos respectivamente como El Navajo y Boca Grande. Estas áreas se encontraban adyacentes a los distritos centrales de ambas ciudades, con fácil acceso para huéspedes y visitantes de la Zona que buscaban entretenimiento a través de la frontera en Panamá. Como informó el periódico Colón Starlet, en 1906, a menudo las casas de inquilinato tenían cantinas en la planta baja que proveían la venta de licores a los inquilinos de aquellos mismos edificios42. Estos establecimientos de uso mixto a veces servían como espacios de trabajo sexual, difuminando la definición de lo que verdaderamente constituía un distrito o negocio de “luz roja.”
Los vecindarios antillanos también se convirtieron en sitios planificados de nuevos distritos de luz roja, destinados a regular la creciente demanda de trabajo sexual y entretenimiento como resultado de la construcción del Canal. El notorio “Cocoa Grove” fue fundado en 1911 por las autoridades panameñas, que lo concibieron como una periferia al núcleo urbano, donde podían desplazar la prostitución no deseada. Sin embargo, este distrito de entretenimiento no era una periferia; se encontraba en medio de El Chorrillo. Cocoa Grove era un área intersticial, donde las hostilidades y tensiones entre residentes y colonizadores burbujeaban constantemente bajo la superficie. Burdeles como La Boheme y el Tuxedo, loterías chinas y cantinas abarcaban un área de diez cuadras43. Allí, trabajadores, prostitutas, cantineros, meseras y músicos provenientes de muchos lugares, incluyendo las islas del Caribe, Panamá, Francia y los Estados Unidos, participaban en varias formas de entretenimiento “lascivo”. Los registros muestran que la mayoría de los propietarios del área eran las mismas familias panameñas que formaban parte de la élite política, muchos bajo la asociación de la “Panama Real Estate Company”44.
Las diferentes alcaldías de la ciudad supervisaban la concesión de licencias a los burdeles, el registro de las trabajadoras sexuales y los exámenes médicos obligatorios, regulando la prostitución en formas que marcaban profundamente al espacio urbano. Por ejemplo, el Decreto 18 de 1912 de la Ciudad de Panamá estipulaba que la entrada de un burdel debería tener “Contraventanas de madera resistente que tendrán cortinas fijas y serán al menos – del tamaño de la puerta”, mientras que el Decreto Municipal 48 de 1912 de Colón prohibía a las prostitutas visitar lugares públicos con vestimenta indecente, “caminar por el interior de los parques” o viajar en “coches o automóviles abiertos”45. La mayoría de estas leyes segregaba el trabajo erótico del ámbito público, hasta al punto de estipular el largo de las cortinas que cubrían las ventanas de un burdel.
Estas regulaciones municipales en Panamá no existían separadas de la influencia de los Estados Unidos. Dentro de la Zona, las mujeres antillanas sufrían persecución por sus actividades íntimas, incluyendo la criminalización del concubinato, práctica común entre los antillanos, y de las relaciones sexuales interraciales46. Además, funcionarios estadounidenses intervenían a menudo en las decisiones locales de Panamá con respecto al vicio. Por ejemplo, prohibían el alquiler de propiedades del Ferrocarril de Panamá para usos relacionados al vicio y perseguían a los sospechados de “tráfico de esclavas blancas” dentro de territorio panameño. En 1911, el gobierno de la Zona del Canal denunció tres “casas de prostitución” en la calle J de la ciudad. Estos resorts al ser “operados tan abiertamente” eran “decididamente objetables” para los residentes de Ancón, que usaban esta carretera para transitar entre la Zona y Panamá. La Secretaría de Relaciones Exteriores de Panamá aseguró a los estadounidenses que el alcalde cerraría estos establecimientos47.
A medida que las mujeres antillanas se establecieron en Panamá, encontraron ciertas condiciones que solidificaron aún más su exclusión como sujetos de segunda clase y las alejaban del comportamiento “honorable”. En territorio panameño, los inmigrantes antillanos se vieron obligados a habitar casas de inquilinato, construidas adyacentes a distritos de luz roja regulados por leyes municipales, que limitaban las demostraciones públicas del comportamiento íntimo o sexual. Aunque los intentos de controlar la prostitución y la moralidad no se dirigieron únicamente contra las mujeres antillanas, la regulación de estas áreas multirraciales contribuyó a la creación de entendimientos cotidianos de honor en los espacios públicos de Panamá, que afectaban directamente a las mujeres antillanas residentes en estos vecindarios. La vida pública de las mujeres antillanas -su trabajo en mercados callejeros y cantinas de la ciudad- las hacía sospechosas de inmoralidad ante la administración de la Zona del Canal y el gobierno panameño.
3. La defensa vulgar de la reputación
Aunque las presiones de las autoridades estadounidenses y panameñas moldearon el establecimiento de vecindarios antillanos en Panamá, estas comunidades también fueron resultado de los encuentros y conflictos entre sus residentes, como es el caso de Rebecca Williams y Louisa Thompson. Los archivos de la Corregiduría muestran cómo las mujeres antillanas entendían sus relaciones con sus vecinas, no necesariamente en términos de honor, sino de reputación y estatus entre sus demás vecinos antillanos. Estos casos evidencian un claro predominio de mujeres antillanas de clase trabajadora como demandantes. El de Rebecca y Louisa ilustra las problemáticas que marcaron los conflictos entre las mujeres antillanas durante este periodo, como lo fueron una preocupación por el trabajo sexual y la conducta sexual inapropiada, y el uso de la vulgaridad pública para defender la reputación personal y contrarrestar la amenaza al desalojo forzado. Para las mujeres antillanas, su estatus y su virtud no se basaban en ocultar lo privado de lo público, sino más bien en la capacidad de luchar en el “teatro callejero” contra los ataques a su reputación48.
Si bien los casos muestran los reclamos de las mujeres afroantillanas, también son testimonio de su extrema vulnerabilidad. Estas mujeres vivían en condiciones de hacinamiento, con un riesgo constante de desalojo, vulnerables a abusos físicos y sexuales, y apenas sobrevivían una economía periférica, además de sufrir la sospecha de prostitución y crimen por parte de las autoridades. Las peleas por reputación se presentaban precisamente en estos ámbitos de mayor vulnerabilidad. En sus frecuentes referencias al trabajo sexual, al abuso y al desalojo, vemos que las mujeres antillanas reconocían y negociaban su vulnerabilidad a la violencia legal, física, sexual y discursiva en Panamá. Además de sus peleas sobre reputación, los casos muestran la preocupación de estas mujeres sobre su seguridad, es decir, sobre la protección de sus cuerpos, su estatus, sus pertenencias, sus parejas y sus trabajos.
Mi análisis de estos casos se basa en el municipio de Calidonia y se centra en el año inmediatamente posterior al final de la construcción, 1914, junto con algunos casos del año 1917. Me limito a este período por dos razones. Primero, el nuevo código penal panameño entró en vigencia en 1917 y cambió el entorno legal. Y, segundo, porque mi atención se centra en la transición inicial de los antillanos a Panamá en los años posteriores a la construcción del canal. Lamentablemente, el archivo de esto casos está incompleto, lo que complica su evaluación a largo plazo. Para el año 1914, por ejemplo, el municipio de Calidonia tiene solo 45 casos (más uno duplicado), a pesar de que el último expediente existente es el Legajo # 120 (lo que implica la existencia de al menos 74 otros casos no conservados).
Sin embargo, los casos existentes muestran algunos patrones distintivos que vale la pena analizar con más atención. Entre estos 45 casos, las mujeres antillanas actuaron como demandantes en dieciséis (35%, es decir, más de un tercio), superando a cualquier otra categoría de demandantes. En comparación, los hombres antillanos y panameños iniciaron respectivamente nueve y ocho casos, mientras que las mujeres panameñas solo iniciaron dos. Las mujeres de nacionalidades distintas a la antillana rara vez presentaban querellas ante el corregidor, incluso en otros municipios de la ciudad, como Santa Ana. Los casos restantes en Calidonia muestran demandantes de otras nacionalidades, como colombianos e italianos. De las dieciséis demandas iniciadas por mujeres antillanas en 1914, la mitad (8) fueron por injuria en contra de otras mujeres antillanas. Entre los otros casos, cuatro tratan la violencia y el maltrato entre hombres y mujeres antillanos y uno es una petición a la separación de cuerpos de una mujer antillana de su esposo, por bigamia. Todos estos tratan las relaciones íntimas entre antillanos, sea entre parejas legales o entre una meretriz y su cliente. Los uso para ofrecer contexto a la vulnerabilidad física, sexual y legal que vivían las mujeres antillanas en Panamá. Aunque las mujeres no buscan defender su honor, estos casos demuestran la preocupación por su reputación y su seguridad física. Los últimos tres casos, que no trato aquí, se refieren a dos hurtos menores y una estafa. Estos patrones generales se mantuvieron en otros años. Por ejemplo, durante la segunda mitad de 1917 (mayo-diciembre, los otros meses no están incluidos en los archivos), las mujeres antillanas actuaron como demandantes en 20 de 31 casos (más del 60%). Catorce de ellos (45% de los casos totales) fueron por injurias. De los nueve casos donde los demandantes fueron hombres antillanos, cuatro fueron de injuria, y dos de esos muestran hombres defendiendo a sus esposas de los insultos de terceros. Como en otros contextos de Latinoamérica49, en los hombres antillanos en Panamá también buscaban defender el honor de sus parejas, pero en estos conflictos es claro que las mujeres eran usualmente las que se defendían a sí mismas y las que dictaban los discursos populares sobre la reputación.
Si una pelea se intensificaba, ambas participantes podrían estar sujetas a hasta doce días de prisión, pero para las riñas pequeñas usualmente se les requería a los participantes que proporcionaran una fianza de paz, una promesa legal de observar un comportamiento pacífico. Estas fianzas generalmente se fijaban en 50 pesos. Este era el resultado más común en los procesos por insultos: en casi la mitad de los casos entre mujeres antillanas, se requirió que ambas presentaran fianzas de paz, especialmente cuando las dos participantes traían testigos que respaldaban su declaración. Por lo tanto, el valor de estos casos no residía en castigar a un oponente, sino en la resolución pública de las peleas. Frente al juez y testigos, las mujeres podían contar su versión de los hechos y defenderse de cualquier acusación. Aunque el corregidor nunca obligó a los acusados a retractar sus comentarios o a disculparse, las mujeres veían al tribunal local como un lugar para aclarar los hechos y afirmar su reputación. Raramente uno de los participantes era declarado culpable y recibía una breve sentencia de prisión. En 1914, solo dos de los casos de injuria resultaron en encarcelamiento.
Que estas mujeres estaban conscientes de su exclusión legal en Panamá se evidencia en que, en varios casos, las mujeres mencionaban tanto a los artículos del Código Penal relacionados al crimen específico como también a los artículos 15, 16, 17, y 18 de la constitución panameña, cosa que no se veía en las demandas de ningún panameño o de otros extranjeros de los casos aquí evaluados. Catherine Sheffer, de Jamaica, afirmó en su declaración al corregidor que ella estaba “haciendo uso del derecho que me consagra el artículo 18 de la constitución de la república”50. Beatrice Blackett, de Barbados, también le recordó al corregidor su obligación a proteger a los inmigrantes, pidiendo que este respondiera a sus reclamos “en vista de todo lo expuesto, y que las autoridades instituidas para defender contra las vías de hechos [sic] a todas las personas residentes o transeúntes en su jurisdicción”51.
En un caso de injurias, la jamaiquina Claris Bennett acusó a la barbadense Ambrosina Prescott de insultarla públicamente52. Claris y Ambrosina vivían en la misma casa de inquilinato. Claris declaró que el 19 de agosto de 1914, Ambrosina comenzó a insultarla con obscenidades mientras ella regresaba del trabajo. Ambrosina fue a la habitación de Claris para investigar si su marido “me había pegado la noche anterior,” pero Claris “no [deseaba] saber nada de ella” y le dijo a Ambrosina que se ocupara de sus propios asuntos53. Desde ese día, Ambrosina había difundido rumores sobre la situación matrimonial de Claris. Cuando Claris le pidió que se detuviera, Ambrosina respondió que Claris “no era más que una puta sucia, que mis partes estaban todas podridas y que debía de meterme en Coco Grove de nuevo de puta”. Otros dos testigos, ambos jamaiquinos, el trabajador Stafford Powell y la lavandera Rosa Williams corroboraron la declaración de Claris, agregando lenguaje aún más colorido a los insultos de Ambrosina. Rosa, por ejemplo, añadió que Ambrosina le preguntó a Claris “[a] cuantos hombres usaban de ella los enfermaba que tenía que ir al Hospital a curarse”, dando a entender que Claris tenía una enfermedad venérea. Dado que las mujeres vivían bajo el mismo techo, en una casa compartida con otras familias, sus peleas probablemente eran conocidas por todo el vecindario. La disputa entre Claris y Ambrosina surgió precisamente de su cercanía. Sus vidas estaban profundamente entrelazadas entre sí y con sus vecinos, todos ellos antillanos de clase trabajadora. La gran mayoría de estos casos ocurrieron en las viviendas habitadas por inmigrantes antillanos que estaban al alcance del oído de otros residentes, en las áreas de la “economía informal de las mujeres trabajadoras” y en los patios, que funcionaban como espacios de trabajo doméstico y de encuentro social54.
En su declaración, Ambrosina negó la mayor parte de la de Claris, diciendo que ella no había hecho nada el 19 de agosto. Luego culpó a Claris de calumniarla a ella, diciendo que Claris la había llamado “puta” y le había dicho que necesitaba “cojer mi baul para irme para Coco Grove”55. Este distrito de luz roja surgió como un espacio real y simbólico en el que las mujeres colocaron retóricamente la inmoralidad, la sexualidad, el comportamiento aberrante y la “suciedad”. Ambrosina y Claris invocaron a Cocoa Grove para desplazar la violencia real de su hogar hacia ese espacio simbólico de lo repudiable.
Es notable que su lucha había comenzado con el intento de Ambrosina de investigar si Claris estaba sufriendo abusos por parte de su esposo. Los insultos que siguieron entre ellas sobre el trabajo sexual y Cocoa Grove fueron el lenguaje de su pelea, pero no su objeto. Más bien, Claris llevó el caso al Corregidor para defender su reputación de las acusaciones de que su esposo la maltrataba y que ella no estaba haciendo nada en respuesta. Ambrosina había difundido estos rumores por el barrio y fue esto lo que agravó la situación. A la final, se les pidió a ambas que presentaran fianzas de paz, lo que Claris acató, mientras que Ambrosina optó por mudarse y alejarse del vecindario. El Estado castigó a ambas mujeres por esta pelea, pero Claris “ganó” el enfrentamiento entre ellas. Si la pelea no fue en última instancia por los insultos, sino por los rumores de Ambrosina, el caso puso fin a ellos con éxito. Al obligar a Ambrosina a mudarse, Claris reforzó su propia reputación entre sus vecinos. Probablemente una vecina lo pensaría dos veces antes de difundir rumores sobre otras en el futuro si eso significara tener que dejar su vivienda.
Como en el caso de Claris y Ambrosina, la conducta de los maridos de las mujeres antillanas era a menudo objeto de controversia. Así, la jamaiquina Sarah Bryan presentó una demanda contra Louisa Spencer por insultar a su esposo, quien se encontraba preso en la Zona, por robo56. O bien, la jamaiquina Irene Geddes presentó una demanda contra Delfina Todman por insultos, después de que Delfina fuera a su casa varias veces durante la noche para hablar a solas con el esposo de Irene. Irene se quejó de que Delfina “constantemente vive hablando mal de mi persona por todas partes […] diciéndome que yo era una perra vieja, una puta y que me robaba la ropa de los muertos para usarla”. Irene, además, describió su enemistad como resultado de que ella obliga a su marido a “que no vaya a la casa de [Delfina], para evitarme de tener alguna discordia con la mencionada mujer”57. Para ellas, la reputación significaba afirmar la lealtad a sus parejas, fueran esposos oficiales o concubinos, y obligar a otras mujeres a enfrentar el juicio público de sus insultos. Es decir, estas mujeres no peleaban para restaurar su honor o virtud sexual, sino para reafirmar sus relaciones, aún si estas eran relaciones de concubinato (ilegales dentro de la Zona del Canal) y no matrimonios formales. Irene trajo tres testigos -un hombre y dos mujeres antillanas- que confirmaron su relato de los eventos. Irene utilizó al corregidor para amenazar a Delfina, con el fin de impedir cualquier intromisión adicional en su matrimonio y para castigarla por sus injurias en un foro público, aún si esto requería diseminar nuevamente dichos insultos. Delfina negó incluso conocer a Irene, pero ello no la protegió de una pena de diez días de arresto conmutable. Con su reclamo, apoyado por tres testigos, Irene reafirmó su posición social en el vecindario y su relación con su marido.
Las relaciones íntimas registradas en estos casos, también demuestran la vulnerabilidad de las mujeres antillanas a la violencia sexual. Estas mujeres, que habitaban espacios marginales, a menudo eran víctima de ataques por parte de sus parejas o clientes. Los casos muestran que por lo menos algunas mujeres trataron de defenderse a través del corregidor, aunque esto no siempre redundaba en su seguridad física. Por ejemplo, la lavandera martiniquesa María Miguel demandó a Barboly Pollis por “fuerza y violencia” detallando que él entró a su casa, se acostó encima de ella y “estaba preparado en actitud de hacer uso carnal de mí, al ver mi resistencia y los gritos que tuve dando, a la fuerza me sacó las sortijas de oro que tenía en la mano izquierda y se fue corriendo”58. María mencionó varias veces sus gritos y su reacción violenta al ataque de Barboly, tratando de asegurar su inocencia. El cómplice de Barboly, Manuel Mary, negó la declaración de la mujer y dijo que “no hubo nada de lo que se me ha preguntado, sino que María Miguel es meretriz”, sugiriendo que la demanda de María era inválida por su profesión y que ella nada más quería obtener las sortijas que había perdido59. Al final, no se hallaron testigos y ella decidió irse del país pocos días después de presentar su demanda.
María Miguel no buscó defender su “honor,” sino acusar a Pollis de invadir su cuerpo, y tratar de restituir sus pertenencias valiosas. Quizás para María Miguel valía la pena defender su reputación y pertenencias aun cuando ello significara hacer públicas sus actividades íntimas. Sin embargo, es difícil saber qué beneficio le pudo traer a ella esta demanda, ya que al final el caso terminó con su salida del país. Es posible que María Miguel simplemente se fuera para buscar oportunidades en otros sitios, como también es posible que este suceso le trajera dificultades que no fueron capturadas en el archivo, o que hubiera sido víctima de otras amenazas por parte de Barboly Pollis. Lo que sí se sabe es que ella no buscó defender su honor en este caso (por lo menos no de manera explícita), sino protegerse a sí misma y recuperar su propiedad.
En el caso de “maltratamiento de obra” entre la martiniquesa Ercilia Clair y su pareja, el trabajador jamaiquino Thomas Price, Ercilia declaró al corregidor que el 12 de enero de 1914, Thomas la golpeó en la cabeza durante una pelea en su habitación, en Calidonia. Thomas y Ercilia habían vivido como marido y mujer durante siete meses, pero, según su testimonio, ella lo dejó “por un escándalo y no tener dinero con que salir”, lo que “la hizo resolverse a meterse a meretriz” en Cocoa Grove60. Áreas como Cocoa Grove “proporcionaron un escape del mundo más reglamentado, respetable y segregado de la Zona” para los soldados y empleados estadounidenses del Canal61. Ercilia no eligió visitar Cocoa Grove simplemente para entretenerse, como la mayoría de los visitantes estadounidenses, sino más bien para escapar de una relación abusiva. Y aunque allí había ganado algo de dinero, probablemente aún estaba sujeta a la inseguridad financiera y el maltrato de clientes. Cocoa Grove podía significar una extensión del abuso, la pobreza y la vigilancia policial, tanto como desentendimiento u oportunidad. Aunque este no fue un caso de injuria, se nota que Ercilia no se sintió avergonzada de declarar su profesión como meretriz ni de explicar su motivación financiera para ir a Cocoa Grove. Ella no buscó defender su honor, pues su reputación no se basaba en las expectativas que obligaban a las mujeres a separarse de la vida pública de las trabajadoras sexuales.
Las disputas entre las mujeres antillanas a menudo se manifestaban como la amenaza de obligar a las personas a dejar sus hogares. Claris, como hemos visto, le dijo a Ambrosina que se fuera a Cocoa Grove y ella eventualmente se mudó. En la breve denuncia de la jamaiquina Julia Evans contra Charles y Rosa Patterson, aquella dijo que la habían acusado de ser una prostituta y una bruja y que “no están contentos hasta que no me hagan mudar de la casa y al efecto me indisponen con el dueño”62. En el caso entre las trabajadoras domésticas barbadenses Bertha Alleyne y Beatriz Taylor, Bertha dijo que mientras “[se] estaba lavando la cara en la pluma, [Beatriz] se me acerco y me dijo que soy una puerca en lavarme la cara allí y que se lo iba a decir al dueño de la casa para que me hiciera mudar y botara de allí”63. Las amenazas estaban invariablemente ligadas a acusaciones de prácticas sexuales insalubres o aberrantes. Los demandantes de otras nacionalidades nunca las usaron y solo en los casos que involucraban a mujeres antillanas los participantes se amenazaban mutuamente con el desalojo, afirmando la relación entre el comportamiento sexual de las mujeres y las nociones de respetabilidad comunitaria. Como hemos visto, estos casos no eran solo peleas verbales sobre la reputación, sino que tenían consecuencias reales en las condiciones de vida de los vecindarios antillanos.
El caso entre Bertha Alleyne y Beatriz Taylor se extendió más allá de una disputa doméstica. Aunque aparentemente comenzó como una simple pelea, los insultos de Beatriz hacia Bertha pronto se volvieron más feroces. Frente a sus vecinos, mientras Bertha salía al mercado a la madrugada, Beatriz le gritó “que mi madre [de Bertha] siempre me mata los hijos y yo misma los llevo para el panteón y que he enterrado tantos muchachos que parezco panteón”64. Esta acusación podría significar varias cosas, pero probablemente implicaba que la madre de Bertha la había ayudado a obtener varios abortos. La ley panameña especificaba diferentes castigos para mujeres que realizaran abortos, dependiendo de su “buena fama anterior”, un elemento determinado por testigos y jueces. Estas condiciones legales establecían que las circunstancias individuales (es decir, la reputación de una mujer) prevalecieran sobre la gravedad del delito. Sin embargo, Beatriz no acusó legalmente a Bertha de aborto o infanticidio, pues la pelea fue por insultos a su reputación.
Para las mujeres antillanas, los rumores de aborto e infanticidio tenían antecedentes en tropos coloniales racistas. En el Caribe británico, la supuesta hípersexualidad de las mujeres negras y su consiguiente falta de instinto maternal habían circulado desde el siglo xvi y persistieron durante el período siguiente a la abolición de la esclavitud en 183465. Estas ideas continuaron delimitando los proyectos de salud pública y bienestar infantil en las antillas a principios del siglo xx66. Los administradores coloniales percibían el comportamiento de las mujeres antillanas pobres como el locus del problema: se decía que ellas eran inmorales e incapaces de seguir protocolos sanitarios. Los estados coloniales establecieron regulaciones que propagaban una visión de comportamiento respetable basado en reinscribir las ideologías victorianas de la maternidad hacia las mujeres negras. Estos programas impregnaron la conciencia pública en la región en cuanto a la interrelación de la maternidad, la respetabilidad, la raza, la sexualidad y el saneamiento, ideas que debieron impregnar las luchas de las mujeres antillanas en Panamá. Así, para poner en duda la virtud de Bertha, Beatriz empleó en contra de ella los discursos de la mala maternidad que habían envuelto a las mujeres negras antillanas desde el periodo de esclavitud.
El asunto del nombre de Beatriz Taylor, quien tal vez se llamaba Beatrice, pero se registró con ortografía hispánica, nos recuerda que el uso del corregidor por parte de las mujeres antillanas significaba lidiar con un sistema de funcionarios hispanohablantes. La corregiduría de Calidonia proporcionaba un intérprete para la mayoría de los casos relacionados con los antillanos británicos y franceses. En al menos dos casos, cuando el intérprete habitual no estaba presente, el corregidor capacitó a un “intérprete ad-hoc”67. Solo quedan las traducciones al español de los intérpretes, evidentes en los varios nombres anglosajones transliterados al español. No está claro qué otros asuntos podrían haber sido traducidos erróneamente o cómo los demandantes antillanos podrían haber sido perjudicados por el sistema. Sin embargo, es revelador el que las mujeres antillanas persistieran en usar esta institución a pesar de las barreras lingüísticas. Ellas vieron a la corregiduría como un lugar donde podían ejercer cierto poder sobre sus circunstancias. Las mujeres antillanas se relacionaron con las instituciones estatales panameñas desde el inicio de su asentamiento en ese territorio, reclamando ser escuchadas y respetadas, incluso desde su condición de extranjeras.
4. Los vínculos sociales de la reputación
Las demandantes excepcionalmente recurrían a los servicios de un abogado, ya que los casos a menudo se resolvían con decisiones rápidas del corregidor. En la disputa entre Beatriz Taylor y Bertha Alleyne, ambas contrataron abogados locales. Bertha, la demandante, contrató al notorio abogado panameño Pedro de Ycaza, mientras que Beatriz recurrió a Howard Guinier (abogado panameño de clase media, nacido en Jamaica, pero naturalizado). Ycaza y Guinier debatieron el caso con base en errores administrativos, pero a la final ambas mujeres recibieron quince días de arresto conmutable y una advertencia verbal.
Pero no eran los abogados, sino los testigos los que proporcionaban el componente crucial de estas demandas. En la mayoría de los casos, las declaraciones de los testigos proveían la única prueba de los hechos, y una declaración contradictoria o ausente podía hacer que el corregidor decidiera a favor de uno u otro participante. Por ejemplo, en el altercado entre Bertha Alleyne y Beatriz Taylor, el testimonio de la lavandera jamaiquina Annie Brown llevó al juez a concluir que ambas eran culpables68. En el caso de Irene Geddes contra Delfina Todman, los testimonios de tres antillanos determinaron que Delfina obtuviera diez días de arresto69. En el caso de la martiniquesa María Miguel por fuerza y violencia contra Barboly Pollis, la falta de testigos presenciales condujo a que no hubiera resolución70.
Las mujeres antillanas recurrieron al poder de sus estrechas relaciones sociales entre vecinos para dar testimonio de sus acusaciones. Estos testigos eran, en la mayoría de los casos, otras mujeres antillanas de clase trabajadora, que compartían espacios de vida o de trabajo con las demandantes. En los casos entre las mujeres antillanas, los testigos casi siempre eran también antillanos, de diversas islas, excepto por la ocasional lavandera o sirvienta panameña, que probablemente trabajaba junto a las mujeres involucradas. Los demandantes de otras nacionalidades usaban una variedad de testigos (el italiano Atillio Peccorini, por ejemplo, llamó a un mozo jamaiquino, dos trabajadores italianos, un sirviente colombiano y otro italiano, y un mecánico colombiano), pero los antillanos confiaban solo en otros testigos antillanos.
Por ejemplo, a principios de febrero de 1914, Henrietta Martin se quejó de los insultos de Virginia Bridges, acusándola de decir “que yo era una puta sucia y una sinvergüenza, el cual envuelve provocaciones que pudiera causar una riña y tal vez mayor consecuencia si no es porque yo quiero hacerme prudente”71. Henrietta amenazó con que la situación podría empeorar si no es porque ella tuvo la prudencia de acudir a la “autoridad legítimamente constituida” del corregidor. Virginia trató de defenderse de la acusación presentando cuatro testigos: tres eran mujeres jamaiquinas, y la última era una planchadora panameña del Estado de David (por lo tanto, ella misma era una inmigrante a la ciudad de Panamá desde una provincia lejana)72. Henrietta también trajo testigos -una lavandera jamaiquina y un marinero de St. Vincent- que apoyaron su relato. El legajo no incluye la resolución del caso, pero igual sugiere que los vínculos entre vecinos antillanos eran de gran importancia para establecer la reputación y la confiabilidad de estas mujeres: no era una pelea sobre honor, sino sobre quién podía reunir una red social de apoyo para afirmar su reputación dentro de su comunidad.
Los testigos son evidencia de la cercanía de la vida en un vecindario antillano y de la forma en que las mujeres antillanas también se apoyaban unas a otras. En el caso de la barbadense Rebecca Jordan contra Adolphus Spencer, ella nombró a otras dos mujeres de Barbados como testigos73. Una de estas mujeres vivía en el cuarto de al lado y, después de escuchar a Rebecca gritar en su casa, corrió a ayudarla y encontró a Rebecca sangrando en el suelo y Adolphus amenazándola con una pistola. La otra mujer conocía a Rebecca y Adolphus, y había ido a la casa de Rebecca para cuidar a sus dos hijos el día que presenció el asalto. Ambas mujeres tenían una relación cercana con Rebecca y apoyaron su declaración. Por lo tanto, los casos revelan no solo la discordia entre las vecinas antillanas, sino también una comunidad unida por la obligación y la afinidad.
Conclusiones
La prevalencia de mujeres antillanas como demandantes en los casos municipales de Calidonia muestra cómo sus preocupaciones formaron parte de la vida urbana de la Ciudad de Panamá. Estas mujeres usaban las demandas legales al corregidor como estrategias de supervivencia para enfrentar la exclusión legal, la sospecha de inmoralidad y la vulnerabilidad de vivienda que sufrían en Panamá. En sus casos, las mujeres antillanas no se preocupaban por su “honor” -no defendían su virtud, no escondían sus actividades íntimas, no buscaban cercanía ni aprobación de la élite blanca- sino que ventilaban asuntos que tocaban la reputación individual, repletos de insultos, vulgaridades y acusaciones sexuales. Las mujeres enfatizaban su creatividad expresiva a través de estos insultos y defendían sus hogares y labores, como también resistían los valores que criminalizaban sus relaciones informales de concubinato y su asociación con el trabajo sexual. En esos primeros años de asentamiento, las mujeres antillanas no podían, ni querían, estar atadas por los polos binarios de público/privado y honor/deshonor, que las colocaban al fondo de la jerarquía social. En cambio, afirmaron su propia definición de la reputación: lo que importaba era su posición entre sus vecinos, que valía la pena defender de manera pública y bulliciosa. Las mujeres antillanas pelearon ante al corregidor para proteger los valores que les importaban a ellas; no el honor sexual, sino la posición social entre vecinos, el poder de dictar quién vivía en sus comunidades, la lealtad entre parejas sin matrimonio legal y el control sobre un sector de comercio (como el de la venta de dulces, referido en la introducción). Las mujeres antillanas se establecieron en Panamá sin protección de la ciudadanía, obligadas a lidiar con discursos de honor que las excluían y ante opciones limitadas de vivienda, que las colocaban junto a los distritos de luz roja. Frente estas exclusiones, estas mujeres obligaron a las instituciones locales a escuchar sus quejas e inquietudes y así negociaron una forma de pertenencia ante el nuevo Estado panameño. Este artículo muestra la discriminación que encontraron las mujeres antillanas en el contexto de la construcción del Canal de Panamá, como también que, en la dialéctica entre el discurso de honor dominante, legal e institucionalizado y las defensas individuales de reputación en las calles de la Ciudad de Panamá, las mujeres antillanas formularon una intervención al Estado panameño, que a su vez las marginalizaba.