Introducción
La relación entre culturas olfativas y prácticas antropofágicas ha sido poco tematizada en la historiografía americana1. La literatura europea describió e imaginó numerosos casos de prácticas antropofágicas en las que destacan recetas de cómo preparar bebés tiernos, aderezar corazones, hornear niños, beber sangre o devorar gargantas. En Occidente, desde los cuentos infantiles como “Hansel y Gretel”; el ensayo de Jonathan Swift, “Una modesta proposición”, o las novelas francesas en las que la imaginación caníbal refiere al deleite del corazón amado -Verité Habanc y la “Histoire tragique”, Barbey d’Aurevilly con “La vengeance d’une femme”, León Bloy en “La Fève”, entre otros2-, la seducción de la carne humana, por más perversa y vengativa que se nos presente, reinventa la sofisticada cultura de la cocina europea. Si las imaginaciones literarias deleitaron al lector aderezando con descripciones y adjetivos las prácticas caníbales, las ofrendas y los ritos religiosos de los nahuas descritos por los peninsulares poco tuvieron de románticos y deleitantes. Mientras que la literatura europea embelleció las prácticas antropofágicas, las descripciones caníbales americanas configuraron la imagen de subhombres bestiales, anormales y capaces de los más sanguinarios actos en contra de la civilidad. La comparación de las recetas literarias y los efluvios aromáticos que expiden los platillos ejemplifica el deleite con el que hasta el más atroz acto puede ser marca de la civilidad y la distinción europea. En la leyenda medieval “El corazón comido”, el relato destaca la singularidad de la culinaria antropofágica occidental:
Rogart lo hizo picar y amasar por su cocinero junto con otra carne y de este modo se lo hizo comer a Cristèle sin que ella lo supiera. Es verdad que, como el corazón había sido embalsamado, Cristèle decía al comerlo que la carne era aromática, y el celoso anciano se reía. […] Le recordó el hartazgo que se había dado unos días antes con aquel paté aromático, mientras lleno de indignación, se burlaba de ella y de su simpleza.3
Contrario a esta imagen que vincula hedor y belleza, las exposiciones de la sangre, los sacrificios y los dioses americanos vistos como “ídolos” se acompañaron de descripciones olfativas asociadas al hedor. Aquellos fenómenos odorantes construyeron un imaginario olfativo en el que se configuraban escenas monstruosas que representaban un culto pagano que debía exterminarse. De manera que la experiencia olfativa fue una forma de instaurar el discurso monstruoso o teratológico del americano que se extendió por el continente europeo. ¿En qué medida la experiencia olfativa peninsular robusteció el imaginario antropófago del hombre americano? Si los monstruos geográficos plasmados en algunos de los mapamundis del siglo xvi proponen escenas caníbales de los habitantes americanos4, análogamente el debate sobre el origen de los indios del Nuevo Mundo remitía a dilucidar si podían considerarse como parte del género humano a partir de formas sensibles, con independencia de si los americanos tenían o no alma5. Aunque los mapas, cuyo objetivo fue la circunnavegación y el registro gráfico de las expediciones a nuevas regiones, fueron una manera de evidenciar la supuesta “monstruosidad indiana”, pues, tal como mencionó Rodríguez, “los mapas eran creados en función de la fe católica […] incluían el cielo, el infierno y el paraíso terrenal”6, los aromas quedaban al margen de la argumentación, únicamente como parte de la narratio de la retórica teratológica.
Por tal motivo, el objetivo del artículo es problematizar de qué manera las descripciones del olor en las crónicas representan al indígena americano, sus prácticas rituales y formas de organización comunitarias. La hipótesis es que la experiencia olfativa peninsular instauró un imaginario teratológico del indígena como un caníbal, un bárbaro y un adorador del demonio con base en los olores que expedían algunas de sus prácticas rituales. Por esta razón, el artículo analiza de qué manera las crónicas americanas narraron y describieron los olores que expedían los sacrificios indígenas. Como se mostrará, la sensibilidad olfativa con la que fueron descritos los sacrificios humanos y las prácticas heréticas evidencia la relación de poder y sometimiento corporal a partir de la gestión de los sentidos, especialmente el del olfato. De esta manera, el ordenamiento de lo sensible como modo de oler -los buenos y los malos olores- plantea conexiones entre la percepción y el poder imperial hispánico sobre el mundo indígena.
En específico, el artículo parte del enfoque de la historia cultural del olfato planteada, primeramente, por Alain Corbin en El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social siglos xviii-xix (1987) para describir de qué manera los olores configuran las políticas estatales en unión con el higienismo; y, posteriormente, por Constance Classen en Aroma. The Cultural History of Smell (1994), investigación que analiza el papel cultural del olor en los diferentes periodos de la historia para evidenciar su relación con el poder y la sociedad. La historia cultural del aroma permite explicar la percepción político-social del hedor como parte de la narración del cuerpo y de los rituales religiosos indígenas en la Conquista. El enfoque posibilita, por lo tanto, el planteamiento deuna estética olfativa americana que examina conceptos históricos como la ideología peninsular7, la percepción odorante y las relaciones de poder entre peninsulares e indígenas. La conquista americana, además de ser una conquista espiritual8, fue también sensorial. El uso de este enfoque devela que los códigos olfativos pueden servir para construir discursos teratológicos que justifiquen la segregación racial o la opresión a otros pueblos que, en el caso americano, fueron configurando narraciones de otredad como experiencias olfativas negativas.
El artículo está dividido en dos partes. La primera destaca algunas de las importantes contribuciones que varios trabajos han hecho al campo. El propósito de ese ejercicio es poner en contexto los aportes de los textos que han rastreado los vínculos entre los aromas del mundo indígena y las percepciones olfativas de los peninsulares, y contrastar ambas culturas olfativas. La segunda parte rastrea la percepción odorante de los españoles en cuatro fuentes: las Cartas de relación de Hernán Cortés (1519); la Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista (1959), compilación de Miguel León-Portilla, a partir de las traducciones de Ángel María Garibay, la Historia general de las cosas de Nueva España (1540-1585) de Bernardino de Sahagún y el Proceso criminal (1539) contra Ometochtzin, nieto de Netzahualcóyotl. La relevancia de las crónicas elegidas es que las primeras tres pertenecen a un periodo inicial del siglo xvi, en el que el acercamiento de los peninsulares a la cultura mesoamericana, específicamente a México, produjo un imaginario olfativo que se extendió por el continente europeo. La cuarta crónica, el Proceso criminal, refiere a un asunto judicial que tiene como base un imaginario olfativo asociado al hedor. Por consiguiente, el análisis olfativo de estas fuentes permite determinar de qué manera la representación de la percepción del olfato construye un imaginario del indígena como un ser bestial que debe ser instruido y sometido corporalmente: la configuración del hedor como justificación sensorial de la conquista. Conviene añadir que estas crónicas no constituyen “verdades” o hechos comprobables, sino que son construcciones narrativas e históricas.
Así, esta investigación busca arrojar luz sobre cómo la retórica olfativa9 de los colonizadores construyó al indígena americano como una bestia pestilente. Esta retórica, cuya descripción de los olores opera como uno de los soportes de la colonización española, permitió elaborar estrategias políticas destinadas a los reyes, a los creyentes y a la población indígena en proceso de evangelización. La visión de la sangre como un elemento pestilente en las crónicas americanas del siglo xvi se convierte así en un objeto político. Las estrategias políticas de la retórica olfativa contribuyeron al supuesto de que la fe católica, expresada en los aromas de la belleza y el buen olor, se orienta a la verdad de un único dios investido de poder sensorial.
La clasificación cultural de los aromas en el Nuevo Mundo
Según Miguel León-Portilla, el Códice florentino10 expresa la relación entre el sometimiento y los aromas: “también mucho espanto le causó el oír cómo estalla el cañón. […] Va lloviendo fuego, va destilando chispas, y el humo que de él sale, es muy pestilente, huele a lodo podrido”11. Al tlatoani (gran gobernante o emperador) mexica Moctezuma, el olor del cañón se le describió como símbolo del terror que impusieron los recién llegados a sus hombres. Según detalla la crónica de León Portilla, esta descripción dejó estupefacto al tlatoani, quien se llenó de angustia e hizo todo lo posible para evitar el encuentro con los peninsulares12. En el relato, los sentidos de los mensajeros de Moctezuma se exacerban hasta el punto de que pierden el conocimiento. El contraste sensorial, especialmente el olfativo, entre ambos mundos se hace presente en el relato a partir de las armas y sus olores. Precisamente, el aroma del cañón corporeiza el encuentro entre ambos mundos, así como el temor de los indígenas por los objetos traídos, por la otredad. En ese sentido, resultan importantes los acercamientos bibliográficos al tema de los sentidos para comprender de qué manera codificaron valores, percepciones e, incluso, cómo se registraron en las crónicas.
Aunque son pocos los trabajos sobre los olores en América, existen, por lo menos, tres núcleos temáticos sobre esta cuestión. El primero es un análisis comparativo entre los aromas del Nuevo Mundo y los del Viejo Mundo. Las investigaciones más destacadas de este tipo son las de Martín F. Ríos Saloma, Federico Kukso, y la edición de Constance Classen, David Howes y Anthony Synnott13. La investigación de Ríos analiza dos culturas olfativas en contacto a partir del siglo xvi: la española -los testimonios de Hernán Cortés y los de Bernal Díaz del Castillo- y la americana -los textos recopilados por León-Portilla en el Códice florentino-. Si bien Ríos identifica y describe puntualmente los olores de la sangre y las flores en las crónicas españolas e indígenas, la valoración final entre aromas positivos - agradables y aromas negativos - desagradables no abona a la singularidad de las percepciones olfativas ni a la configuración estética entre los dos mundos. Es decir, los aromas están vinculados a contextos históricos específicos que configuran estéticamente la subjetividad. Aunque es cierto que el intercambio de dones (intercambios aromáticos utilizados en los sacrificios), que la autora explicita como aromas ricos y difíciles de obtener, representa universos culturales, simbólicos y olfativos diversos, el estudio apenas evidencia que los olores están vinculados a la cultura material y al léxico europeo, es decir, que la clasificación de los buenos y malos olores está asociada al poderío económico-social.
El estudio de Classen, Howes y Synnott postula que la tendencia a clasificar los olores en agradables o desagradables puede deberse a que no está desarrollado el léxico europeo para evidenciar el universo odorante americano. Así, nuestras referencias a “lo aromático” o “lo hediondo” remiten a la fuente de donde provienen, por ejemplo, en los sintagmas “huele a café” o “huele a tabaco”. Por consiguiente, la clasificación conduce a la asociación de lo que se considera perjudicial o benéfico para el cuerpo según la procedencia del olor14. Por su parte, el estudio de Kukso considera la clasificación moral de los olores en “buenos/agradables” y “malos/desagradables” como resultado de una cultura material (el café huele bien; el desecho huele mal) que, además de formar parte de la historicidad de los sentidos, constituye la comprensión de nuestra historia como especie sensible. El objetivo del estudio de Kukso es analizar distintas “épocas olfativas” (la Conquista, el higienismo europeo decimonónico, las pandemias del siglo xx, entre otras) para pensar una historia olfativa actual que permita comprender las concepciones del mundo odorante a lo largo del tiempo, es decir, el olfato como un sentido que se desarrolla contextualmente. Lo destacable de este trabajo es que prueba cómo la historia del olor desarticula la visión antropocéntrica y posibilita la comunicación entre otros seres, tales como los animales o las plantas: distintas formas de comunicarnos a partir de los olores. Asimismo, la investigación constata que la conceptualización de la experiencia sensorial de los aromas tiene dos funciones: una biológica y otra social. Mientras que la primera corresponde a los sentidos con los que nacemos; la segunda se desarrolla según lo que la sociedad determina como buenos o malos olores, como desechos o elementos bellos. Por tal razón, Kukso muestra que la cultura y la historia son las matrices que tipifican los olores en “buenos/agradables” y “malos/desagradables”, motivo por el cual las comunidades adscriben olores que operan como instrumentos culturales, además de biológicos. En suma, el primer grupo de estudios se centra en el contraste olfativo que surgió durante la Conquista entre dos culturas diferentes: la peninsular y la indígena. Mientras que los estudios de Classen, Howes y Synnott solo se centran en la clasificación de los aromas, la relevancia del estudio de Kukso consiste en que, además de la tipificación biológica de los aromas, plantea también una tipificación cultural que puede servir como instrumento de dominación. Esta idea resulta de gran importancia para estudiar de qué forma los aromas descritos en las crónicas responden a configuraciones biológicas, así como a configuraciones culturales.
El segundo grupo de estudios sobre el aroma se concentra en la relación entre lo olfativo y lo médico en la configuración sensorial de la Nueva España. Estas investigaciones historiográficas postulan que los olores están vinculados a los ritos y a la medicina del mundo prehispánico. Entre los trabajos destacados se encuentran los de Estela Roselló Soberón15, María Luisa Vázquez de Ágredos Pascual y Vera Tiesler16, y Gerardo Rodríguez17. Por un lado, Estela Roselló recupera los manuales y recetarios médicos con remedios y consejos para el cuidado del cuerpo de las mujeres novohispanas en la vida diaria, con el objetivo de “reconstruir la dimensión olfativa de la intimidad femenina”18. Lo anterior supone que el universo aromático de las mujeres devela las prácticas que integraron la cultura corporal y olfativa de la Nueva España19. Además, la autora destaca la importancia del acto de oler como configuración, ordenamiento y reconocimiento del mundo femenino. Es decir, la configuración odorante del mal olor de la sangre menstrual o de ciertas partes del cuerpo femenino configuran las formas en las que las mujeres deben comportarse en la sociedad. Desde luego, la jerarquía de los “buenos” y “malos” olores establece el ordenamiento de las labores y la posición masculina con respecto al cuerpo femenino. Por otro lado, entre los estudios que ahondan en la relación entre el elemento olfativo y lo médico, el de María Luisa y Vera Tiesler constata el vínculo existente entre el aroma, el color y lo medicinal en los rituales funerarios indígenas. Las autoras encuentran que el uso de los ungüentos aromáticos en los enterramientos mayas es evidencia de que el perfume formó parte sustantiva tanto de la medicina de la época como de los rituales mortuorios. Asimismo, proponen que la tecnología del perfume está asociada a la complejidad de la civilización americana, por lo que demuestra que los olores estuvieron vinculados a los ritos del mundo prehispánico como una forma compleja de comprender el entorno estético. De manera similar, para Gerardo Rodríguez, las comunidades sensoriales (la tipificación de los sentidos) pueden ser entendidas como comunidades de aprendizaje en el sentido en que transmiten un conocimiento por medio de una experiencia sensorial compartida20. Dicho de otra manera, los sentidos y su tipificación entre bueno o malo permiten transmitir conocimientos del mundo: qué cosas están podridas, qué cosas pueden comerse, entre otras. Entonces, si las descripciones en las crónicas exacerban la sensorialidad, es para difundir la cultura corporal del cristianismo y lograr la evangelización desde el cuerpo21.
Por último, el tercer grupo temático indaga en las experiencias olfativas de la flora y los frutos del mundo americano, así como en su recepción en el Nuevo Mundo. Como ejemplo de esta aproximación, podemos encontrar los estudios de los cinco sentidos de las flores, frutas y otros alimentos del mundo indígena americano en la obra de Andrew Kettler22. Asimismo, el estudio de Olaya Sanfuentes Echeverría sobre las representaciones visuales de la naturaleza del Nuevo Mundo se centra en estudiar la ambición peninsular por la búsqueda de especies nativas, en relación con las experiencias sensoriales que las expediciones causaron en los primeros colonizadores23. No obstante, pocos autores realizan un análisis conceptual del contexto olfativo del habitante americano. Por lo tanto, este artículo busca subsanar este déficit y propone un análisis cultural de los hedores de los indígenas, sus ritos y los sacrificios de sangre descritos en las crónicas americanas.
El hedor de la otredad
Una de las relaciones más notables de Hernán Cortés fue la descripción de los hábitos higiénicos del tlatoani antes de las comidas, al levantarse y al oficiar algún acto sagrado24. El baño, el lavado de manos, el perfume corporal obtenido a base de inciensos y flores no eran prácticas difundidas en el continente europeo, lo que maravilló al conquistador. Si Cortés refirió en sus crónicas la limpieza de los nahuas y los aromas de las flores y los alimentos que consumían, ¿cómo fue que las prácticas higiénicas de los habitantes americanos asociadas a los rituales religiosos se describieron como hediondas?
En las crónicas se consignó que, para los indígenas, la sangre fue vista como un manjar que se acompañaba de una experiencia de placer odorante. Tal como describe Federico Kukso sobre los rituales sagrados, la sangre era un alimento altamente apreciado por los dioses, al permitir preservar la armonía del cosmos:
Los sacerdotes mexicas y mayas estaban convencidos de que el manjar favorito de los dioses mesoamericanos era otro: fresca, coagulada y oscura monótona sangre. En la India, China, Japón y las islas Fiji, en el reino nubio de Kerma y en Cartago, entre otros, el sacrificio humano fue considerado una de las costumbres religiosas más arraigadas. En el caso de los pueblos mesoamericanos, eran espectáculos netamente odoríficos: rodeados por una densa atmósfera de humo de sahumerios y por el bullicio ensordecedor de la multitud, en las cimas de las pirámides los sacerdotes les abrían el pecho a las víctimas […] con un pedernal y les extraían el corazón para ofrecerlo a los dioses, especialmente al Sol. La sangre se colocaba en un tazón y luego se untaba en la boca de la estatua de una o varias deidades. No se trataba de cierta lujuria social por la muerte: los sacrificios humanos buscaban mantener la armonía del universo y preservar el ciclo solar -la alternancia del día y la noche- alimentando al astro rey en corazones palpitantes.25
En el mundo prehispánico, los sacrificios fueron importantes para los mexicas y los mayas, según lo demuestran los descubrimientos arqueológicos26; sin embargo, para Kirsten Mahlke27, las historias de los sacrificios humanos sirvieron a los hombres peninsulares de excusa para justificar la violencia de la conquista. En su estudio, la autora analiza fragmentos de las crónicas que indican que, efectivamente, la sangre desempeñó un papel significativo en la cultura de la lengua náhuatl; sin embargo, ella evidencia que se han leído literalmente las descripciones metafóricas de los sacrificios. El primer indicio de su propuesta es avalado por el informe sobre la conquista de Cortés que se escribió treinta años después -entre 1552 y 1557- y se publicó en Madrid hasta 163228. Por tal motivo, es muy probable que la imaginación peninsular permeara la mayoría de las descripciones, sobre todo las relativas a las especificaciones de los sacrificios. Uno de los muchos relatos de los sacrificios indígenas en los que operó la imaginación peninsular para construir la asociación entre indígena-salvaje adorador del demonio lo encontramos en las Cartas de relación de Hernán Cortés dirigidas a los reyes y señores. Cortés describe la sangre que corre sobre los ídolos y la quema de incienso, las entrañas y el corazón de niños y viejos:
Estas casas y mezquitas donde los tienen, son las mayores y mejores y más bien obradas y que en los pueblos hay, y tiénenlas muy ataviadas con plumajes y paños muy labrados y con toda manera de gentileza, y todos los días antes que obra alguna comienzan, queman en las dichas mezquitas incienso y algunas veces sacrifican sus mismas personas, cortándose unos la lengua, y otros las orejas, y otros acuchillándose el cuerpo con unas navajas. Toda la sangre que de ellos corre la ofrecen a aquellos ídolos, echándola por todas partes de aquellas mezquitas, y otras veces echándola hacia el cielo y haciendo muchas maneras de ceremonias […]. Y tienen otra cosa horrible y abominable y digna de ser punida, que hasta hoy no habíamos visto en ninguna parte, y es que a todas las veces que alguna cosa quieren pedirle a sus ídolos para que más aceptasen su petición, toman muchas niñas y niños y aún hombres y mujeres de mayor edad, y en presencia de aquellos ídolos los abren vivos por los pechos y les sacan el corazón y las entrañas, y queman las dichas entrañas y corazones delante de los ídolos, y ofreciéndoles en sacrificio aquel humo.29
En la descripción de Cortés existe una apropiación espacial del recinto sacrificial por medio de la percepción visual y olfativa: la belleza del recinto contrasta con las atrocidades que ahí se ofician, ya que el humo del incienso y los sacrificios sube e invade el ambiente, mientras la sangre corre por las paredes y los ídolos. En el pasaje, la impresión de Cortés se superpone a la percepción olfativa y visual del conquistador frente a los indígenas, de manera que el efecto será la invisibilización de los avances arquitectónicos y las prácticas higiénicas mexicas en favor de la construcción de la imagen de un indio salvaje que debe instruirse en la fe católica: “si por mano de vuestras altezas estas gentes fueran introducidas en nuestra muy santa fe católica y conmutada la devoción, fe y esperanza que en estos sus ídolos tienen, en la divina potencia de Dios”30.
En cuanto a las experiencias sensoriales, existen dos elementos a destacar: la mirada del conquistador y la percepción a partir de la mirada. Por un lado, al Cortés privilegiar en sus cartas la descripción del uso del recinto sacrificial, se produce la apropiación como efecto de la mirada del conquistador. Una mirada que pretende abarcar la totalidad de los fenómenos acontecidos en el Nuevo Mundo y plantear la imagen de una raza inferior que debe domesticarse. Por otro lado, la sangre vertida sobre los ídolos es, al mismo tiempo, percepción e impresión. En la experiencia olfativa de la sangre se codifican no solo posiciones dispares entre el mundo indígena y el mundo europeo (la percepción), sino experiencias que resultan del contacto con la otredad. La sangre, por tanto, condensa asimilaciones como lo salvaje, la barbarie, la violencia.
La experiencia visual de la sangre en los recintos sacrificiales que refiere Cortés se traduce, posteriormente, en la descripción del hedor de la sangre, como si lo que se observa tuviera que adquirir, necesariamente, un olor para condensar la experiencia vivida. Quizá una de las descripciones que más aporta a la percepción del hedor de los españoles en la sangre americana se encuentra en la Visión de los vencidos que retrata el asco que suscitó en los conquistadores recibir los alimentos manchados de sangre. En el texto se menciona que los indígenas se cuestionaban si la sangre hedía, tal y como los peninsulares mostraban con sus gestos:
Ellos tenían que tener a su cargo todo lo que les fuera menester de cosas de comer: gallinas de la tierra, huevos de éstas, tortillas blancas. Y todo lo que aquéllos [los españoles] pidieran, o con que su corazón quedara satisfecho. Que los vieran bien.
Envió cautivos con que les hicieran sacrificio: quién sabe si quisieran beber su sangre. Y así lo hicieron los enviados.
Pero cuando ellos [los españoles] vieron aquello [las víctimas] sintieron mucho asco, escupieron, se restregaban las pestañas; cerraban los ojos, movían la cabeza. Y la comida que estaba manchada de sangre, la desecharon con náusea; ensangrentada hedía fuertemente, causaba asco, como si fuera una sangre podrida.31
La experiencia olfativa del hedor de la sangre plantea una división entre el sujeto y el monstruo, la cultura europea y la naturaleza del indígena, la racionalidad española y la bestialidad del habitante americano. La dicotomía entre el hedor y la fragancia en la compilación de León-Portilla, entre el “olor” para los mexicas o el “hedor” para los conquistadores, indica que se constituyen como sentidos físicos -entran por la nariz y se decodifican en el cerebro-, y como sentidos histórico-sociales que producen relaciones entre los seres humanos, el mundo y sus formas de sentir. Mientras que el olor es historia, la sangre es lenguaje y mundo.
A través de la percepción olfativa, se urde una serie de referencias sociales que formaron el conocimiento del europeo sobre el Nuevo Mundo. Las descripciones odoríferas de los peninsulares configuran un conjunto de indicios que se traducen en olores animales asociados al indígena y a sus rituales. Las categorías odorantes producen un orden establecido a partir de las relaciones de poder y garantizan el predominio civilizatorio español. Un ejemplo de lo anterior se encuentra en la descripción de fray Bernardino de Sahagún en Historia general de las cosas de Nueva España, en la que el hedor de los indígenas que portan los pellejos de los sacrificados en el mes tozoztontli en la fiesta a Tláloc es comparado con el hedor de los perros muertos:
En el primer[o] día de este mes hacían fiesta al dios llamado Tláloc, es el dios de las pluvias. En esta fiesta mataban muchos niños sobre los montes; ofrecíanlos en sacrificio a este dios y a sus compañeros para que los diesen agua. […] También en este mes se desnudaban los que traían vestidos los pellejos de los muertos, que habían desollado el mes pasado, e íbanlos a echar en una cueva, en el cu que llamaban Iopico; iban a hacer esto con procesión y con muchas ceremonias; iban hediendo como perros muertos, y después que los habían dejado se lavaban con muchas ceremonias.32
La descripción odorante de Sahagún expresa de qué manera dos tipos de olor convergen en un mismo ritual: la fetidez y la fragancia. El valor negativo atribuido al olor de los indígenas vestidos con pellejos se relaciona con la fetidez y se explicita en el rechazo al culto del indígena. Este menosprecio olfativo es en el fondo una política religiosa de los sentidos para los sacerdotes en la Nueva España: una especie de cristianismo sensorial a partir de aromas sacros y aromas profanos33. Para el cristianismo, el olor de la piel humana es un aroma profano que destaca la corruptibilidad de la carne. Por consiguiente, el “hedor” que perciben los españoles es un “aroma ritual” para el pueblo indígena asociado a la formación de la comunidad y a los dioses vinculados directamente con la guerra, las cosechas, la abundancia. En este sentido, el proceso de exclusión olfativa de los españoles hacia los indígenas se configura a partir de particularidades como el olor, la raza, el color de la piel, lo que evidencia la diferencia social, la desigualdad y el evidente rechazo a su cultura. Tal como identificó Françoise Duvignaud (1987) en El cuerpo del horror, ya que la muerte para los mexicas fue considerada como el más alto de los ritos, como el sacrificio supremo, la contemplación del horror produce un imaginario que se une a ella para traducir su fuerza fascinante34. En este caso específico, el imaginario de los ritos tiene un trasfondo olfativo.
La calificación que los españoles daban de “ídolos hediondos” a los dioses indígenas está presente tanto en las descripciones de Sahagún como en los fragmentos del Proceso criminal del Santo Oficio de la Inquisición y del Fiscal en su nombre contra Don Carlos, Indio principal de Tezcuco (1539)35. El Proceso, precedido por el obispo Juan de Zumárraga contra el nieto de Netzahualcóyotl, Chichimecatecuhtli, texcocano, conocido como Ometochtzin por los indígenas y como Carlos por los españoles36, reseña la búsqueda de los religiosos de los “ídolos” ocultos, el sometimiento de los indígenas, la renuncia de sus dioses para evitar los castigos en caso de ser descubiertos y la hediondez de los rituales.
Los numerosos autos de fe llevados a cabo por los frailes inquisitoriales sirvieron de ejemplo para el establecimiento de una política de control social a partir de la producción del miedo en la población, también llamado “política del terror”37, y de la rápida evangelización38 de los indígenas. Víctor Jiménez refiere que la aplicación de diversos castigos a los caciques o figuras importantes de la comunidad indígena debían considerarse ejemplos para los demás: “la intención de los españoles, religiosos o no, casi siempre plenamente explícita, de hacer escarmiento a muchos mediante el castigo de unos pocos, bien seleccionados y con la presentación adecuada”39. Además, los castigos llevaban por nombre “causas de fe”40 y no “prácticas inquisitoriales”, ya que la Inquisición se estableció oficialmente en el territorio hasta 1571, “cuando ya llevaba casi un siglo de funcionar”41. Los fragmentos del Proceso hacen referencia a los cultos y ofrendas de sangre dedicados al dios Tláloc ante una sequía de la que no se tiene información:
Dos ó tres veces hallaron papeles con sangre y copal, é mantillas, é contezuelas é otras cosas de sacrificios, é no pudieron saber quién lo hacía, porque como sintieron las goardas donde solía estar el ídolo no ofrescían allí sino abaxo á las aldas, de la sierra, hacia Goaxocingo; y allí hacia Goaxocingo en una parte hallaron mucha sangre fresca, que parescía haberse sacrificado algund mochacho de poco acá, segund la sangre, y el rastro; y que los papeles y sacrificios que hallaron […] son de los de Goaxocingo, porque por los mismos sacrificios é papeles se conosce, porque cada provincia tenía su manera de sacrificar é ofrecer, é sus señales diferentes.42
Los sacrificios que describen los testigos dan cuenta de las diversas formas para oficiar los ritos. Sacrificar es una inscripción, la marca particular de cada región. Sacrificar de determinada manera es también signar un cuerpo. Por tal motivo, no puede hablarse de “sacrificio”, sino de “sacrificios”: cada cultura plasma su idiosincrasia según sus formas de inscribir sobre la carne. Y, así como se inscribe sobre el cuerpo del sacrificado, los residuos del acto ritual son escritos que relatan la idiosincrasia de los pueblos. Los residuos, como signos, están cargados de ambigüedades e indeterminaciones, experiencias estéticas o elementos de la cultura vinculadas a la experiencia olfativa, por tal razón son sujetos a interpretaciones. Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en otro fragmento del mismo Proceso donde se explicita que entre los residuos de la ofrenda se encontró un ídolo que se pudría:
Lorenzo envió á este testigo como algoacil, que á la sazón era, con ciertos indios á la sierra, á buscar cavando en muchas partes hasta que topó donde estaba el dicho ídolo, que se dice Tlaloc, que era de piedra, y por el cuerpo estaba revuelto y enbadurnado con ole, y chía, y maíz, é cyetl, é cuautle y otras semillas, y parescía ser de muchos días puesto aquel embadurnamiento porque estaba ya podrido.43
Nos encontramos nuevamente con lo “podrido” y los valores negativos del hedor asociados a los rituales indígenas. Precisamente, la condena de Ometochtzin en el proceso inquisitorial expresa la tensión cultural e histórica entre indígenas y peninsulares, entre seguir con la religión de sus antepasados o adoptar el catolicismo. Al respecto, Élisabeth Motte-Florac44 estudia el uso de las especies vegetales aromáticas en el México prehispánico y refiere que, especialmente, el culto a Tláloc consistía en realizar ofrendas aromáticas desprendidas del copal, el tabaco y otras especies45. Por consiguiente, resulta especialmente importante que, ante una ofrenda considerada como aromática, la percepción peninsular refiriera el hedor como característica principal del acto ritual y olvidara referir la fragancia que despide el culto. El hedor que se desprende del ídolo opera como clasificación moral, ya que, al definir el olor desagradable del ritual, enmarca la situación moral del indígena, el castigo cometido y la pena que se le imputa. El mal olor desprendido del ídolo será considerado como desconocido y peligroso. El adjetivo “podrido” adquiere un carácter abyecto que refuerza la distancia entre dos dioses contrapuestos: el dios cristiano y el dios Tláloc. De esta manera, el olor del ídolo y el de los sacrificios se considerarán insalubres y se asociarán a la moral desviada. No obstante, el olor fétido posee un carácter dialéctico. A la percepción olfativa del inquisidor, que clasifica el olor de los sacrificios como actos sucios, malolientes, bestiales o heréticos, se le contrapone el sentido sagrado, religioso y divino: ante la inmundicia y la fetidez de los ídolos, la santidad y la resignificación de las raíces y los cultos indígenas luchan contra el dominio español. Por tal motivo, la muerte del indio de Tezcuco es leída como el primer movimiento independentista.
Conclusiones
El análisis cultural del aroma a partir del contraste entre la fragancia y el hedor que se representa en las crónicas de la conquista permite mostrar la oposición entre los sentidos físicos y los sentidos históricos-sociales que configuran la imagen de la corporalidad del habitante americano. En la primera parte, se definieron las categorías odorantes a partir del contraste entre peninsulares e indígenas con el objetivo de determinar que los olores están vinculados a percepciones físicas, así como a percepciones histórico-sociales. Posteriormente, a partir del análisis de las descripciones odoríferas en las crónicas, se determinó la construcción del imaginario del indígena como un ser bestial. Por consiguiente, es posible postular que la descripción de los aromas está mediada no solo por las percepciones físicas, sino por las percepciones mentales y culturales en los intercambios no verbales, los olores emanados, y los sonidos de lenguas inteligibles entre indígenas y europeos. Precisamente, la experiencia del encuentro entre ambos mundos definió la distancia entre peninsulares e indígenas. Dicho de otro modo, el hedor -como experiencia olfativa que articula una percepción física, así como una percepción histórico-social- postula una separación entre la cultura europea y la cultura indígena. En ese sentido, el hedor o la fragancia pueden leerse como dispositivos de control que legitiman la violencia de la conquista y determinan una estética corporal americana en la que el indígena, sus alimentos y sus rituales hieden. Por consiguiente, es posible sustentar que el hedor traduce la falta de tolerancia del peninsular hacia el indígena, atribuyéndole la característica de maloliente. Los códigos olfativos pueden construir discursos teratológicos que justifican la segregación racial, la opresión o, en algunos casos, el exterminio. De lo anterior se deduce que la percepción del olor es una forma singular de captar la atmósfera de una época y, así, es posible comprender de qué manera la conquista se justificó a partir de condiciones sensibles.