Introducción
Elizabeth Jelin (2002) coincide con Huyssen (2002) al señalar que en este nuevo siglo hay una especie de explosión, o boom, de la memoria y que esta presencia del pasado se hace tangible en el espacio público mediante archivos, placas recordatorias, monumentos y conmemoraciones, entre otros registros. Pero este culto al pasado, advierten, corre el riesgo de volverse, como casi todo en la vida contemporánea, objeto de mercantilización y consumo. De esta manera, un conjunto amplio de expresiones sociales operaría como una cultura de la memoria que reúne 'entretenimiento y trauma', y comprende, desde la restauración de centros urbanos, la protección al patrimonio y el acervo cultural, hasta la moda retro y el auge de la escritura de memorias, autobiografías, novelas historiográficas, entre otros (cfr.Huyssen, 2002, pp. 18-19).
Inicialmente, nos interesa destacar dos aspectos de la denominada cultura de la memoria de la que nos hablan los dos autores. Por una parte, su carácter no solo explosivo sino también globalizador, por lo menos en Occidente. Para Huyssen, este fenómeno de la globalización de la memoria estaría anclado a varios hechos, entre ellos, la gestación de movimientos sociales que a partir de la década de 1960 condujeron o forzaron las revisiones historiográficas; la intensificación del discurso reivindicativo de la memoria provocada por los debates en torno al Holocausto en Europa y Estados Unidos (prominentes en los años ochenta); la continuidad de políticas genocidas en la década de 1990 (por ejemplo, en Ruanda, Bosnia y Kosovo) y las crisis humanitarias de fin de siglo con la destrucción de poblaciones, invasiones, refugiados, etc., y las del presente (cfr.Huyssen, 2002, pp. 14-16).
Por otra parte, si bien dicha cultura de la memoria se antepone, de acuerdo con Jelin, a los cambios vertiginosos de la época y a una vida sin aparentes anclajes o referentes, es también un mecanismo contra el olvido, agenciado justamente por aquellos grupos que han sido silenciados, marginados u oprimidos. La memoria, como mecanismo cultural, se sitúa así en relación abierta con pasados dolorosos y conflictivos, en casos específicos de situaciones límite como las que se producen a partir de épocas de represión y de violencia sociopolítica (Jelin, 2018). Para esta autora, los debates acerca de la memoria se hacen urgentes y necesarios, puesto que están de frente a las cuentas con el pasado y con un discurso reivindicativo de los derechos humanos, tanto en el ámbito social como en el jurídico (cfr.Jelin, 2002, 2018).
Ahora bien, más allá de estos acontecimientos e, incluso, como devenir de estos, la misma Jelin sostiene que hoy más que antes "las personas, los grupos familiares, las comunidades y las naciones narran sus pasados, para sí mismos y para otros y otras, que parecen estar dispuestas(os) a visitar esos pasados, a escuchar y mirar sus iconos y rastros, a preguntar e indagar" (Jelin, 2002, p. 9). Pero ¿puede aplicarse esta tesis de manera general a todas las personas, los grupos familiares, las comunidades y las sociedades nacionales? ¿Realmente estamos dispuestos a revisitar el pasado y encontrarnos con un rostro de dolor o abrir una herida que no teníamos o que ya había sanado? ¿Qué implicación tiene para una sociedad 'recordar'? Exploraremos estas preguntas a propósito de la memoria del prologando conflicto armado por el que ha atravesado Colombia.
El "deber de memoria" en torno al conflicto armado colombiano
En el caso de nuestro país, en el que se ha vivido un conflicto tan complejo y con una situación de violencia social y política sostenida en el tiempo -que María Teresa Uribe identificaba hace dos décadas como situación de guerra prolongada (1998)-, la idea de que estamos dispuestos a revisitar el pasado tiene varios matices. Por un lado, los acontecimientos violentos han acaecido en el país como eslabones que se unen a una cadena que pareciera atemporal. Cada suceso borra el anterior o se acumula de manera informe y no es plenamente identificable un antes y un después de cada hecho, lo que hace muy difíciles las condiciones para construir memoria. Se trata aún de esa especie de presentismo, como lo denominó Daniel Pécaut (2004), en el que el fenómeno violento desde los años 1950 hasta sus fases más recientes no da lugar "a un relato histórico ampliamente reconocido que pueda servir de soporte al trabajo de la memoria" (p. 99).1
Al respecto, Gonzalo Sánchez (2004) llamaba también la atención en el sentido de que en Colombia pareciera que el pasado no pasa, y por ello esta apelación a la memoria es mucho más ambigua que en otros escenarios marcados por guerras o pasados violentos, pero que se pueden leer como historias consumadas, como en el caso de las sociedades posdictatoriales del Cono Sur o posbélicas de Centroamérica, para aludir a países próximos en América Latina. Tampoco es posible asociarla a la conmemoración/exaltación como en algunos países europeos, pues aquí "la memoria está más asociada a la fractura, a la división, a los desgarramientos de la sociedad" (p. 158). En el país, sostiene Sánchez, realmente "no se hace memoria del fin de la violencia [...] sino ritualmente memoria de su iniciación", eso sí, teniendo como referente simbólico de la división contemporánea el 9 de abril de 1948 (cfr.Sánchez, 2004, p. 160).2
Esta problemática de la memoria se visibiliza aún más en el escenario de posacuerdo, luego de que el gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) firmara los Acuerdos de Paz el 24 de noviembre de 2016 con el grupo insurgente FARC.3 Estos diálogos fueron posibles, entre otros factores, por el reconocimiento que otrora no tuviera lugar (en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez 2002-2010), de que en el país, en efecto, existía un conflicto armado con profundas inflexiones sociales y políticas,4 pero, además, con efectos devastadores sobre una parte importante de la sociedad civil colombiana, ubicada en zonas rurales o socialmente excluidas, no solo por la geografía nacional, sino también por sus precarias condiciones económicas, sociales y culturales.
Este reconocimiento reciente del conflicto tuvo como antecedente una importante Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448) apoyada por el gobierno de Juan Manuel Santos y aprobada en 2011 -y que está a punto de expirar-, en la que se reivindicaron los derechos de todas las víctimas, sin distinción de quienes fueran sus victimarios (guerrilleros, paramilitares, fuerzas del Estado) o su adscripción ideológica y política, y entre esos derechos se les reconoció el de ser reparadas simbólicamente, mediante acciones concretas en materia de memoria histórica.
A partir de esta normativa, se gestaron diversas políticas de la memoria, dentro de las que cabe destacar la creación del Centro Nacional de Memoria Histórica5 (CNMH) y la promulgación de otras disposiciones que se enfocaron, entre otras direcciones, al campo educativo y cultural, a través del desarrollo de programas, medidas educativas y proyectos a cargo de los ministerios de Educación Nacional y de Cultura, que incluyeron a la población infantil y juvenil afectada,6 y en general, a los estudiantes de todos los ciclos y niveles educativos del país. Dentro de estas medidas se encuentran la institucionalización del Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas,7 estipulado para el 9 de abril mediante el artículo 142 (Ley 1448) y la promulgación de una Cátedra de Paz (Ley 1732 de 2014).
Hemos de destacar que el reconocimiento de las víctimas en el marco de la legislación política colombiana es un hecho sin precedentes en el país, así como la asunción del deber de memoria, claramente vinculado con la vulneración de los derechos humanos que ha tenido lugar en el marco del conflicto:
Artículo 143. Del deber de memoria del Estado. El deber de Memoria del Estado se traduce en propiciar las garantías y condiciones necesarias para que la sociedad, a través de sus diferentes expresiones, tales como víctimas, academia, centros de pensamiento, organizaciones sociales, organizaciones de víctimas y de derechos humanos, así como los organismos del Estado que cuenten con competencia, autonomía y recursos, puedan avanzar en ejercicios de reconstrucción de memoria como aporte a la realización del derecho a la verdad del que son titulares las víctimas y la sociedad en su conjunto.
Parágrafo. En ningún caso las instituciones del Estado podrán impulsar o promover ejercicios orientados a la construcción de una historia o verdad oficial que niegue, vulnere o restrinja los principios constitucionales de pluralidad, participación y solidaridad y los derechos de libertad de expresión y pensamiento. Se respetará también la prohibición de censura consagrada en la Carta Política. (Ley 1448 de 2011).
Respecto de este deber de memoria y de las medidas del Estado para garantizarlo, es necesario advertir que, si bien es su carácter universal y de obligatorio cumplimiento lo que conmina a los representantes oficiales de un Estado a acoger la normatividad vigente y a emprender acciones de reparación simbólica y económica de las víctimas, los alcances de la memorialización, como los denomina Jeffrey Blustein (2012),8 sí están determinados por las políticas que emprenden los gobiernos en cada caso. Para este autor, si bien los proyectos de memorialización agenciados por políticas estatales no pueden reparar las pérdidas o restaurar el estado de las víctimas anterior a la violación de sus derechos y, literalmente, no las pueden compensar por lo que han sufrido, sí logran vindicarlas, y en eso consiste la restauración simbólica de su posición moral y de su estatus político dentro de la sociedad, pues por lo general, en casos de violencia sociopolítica, las víctimas suelen ser o bien demonizadas o bien tratadas como merecedoras de lo que sea que hayan recibido (cfr.Blustein, 2012, p. 21).
Además de que estas iniciativas estatales de memoria y su carácter público e institucional son un paso fundamental en la reparación psicológica, social y moral de las víctimas, lo más importante, de acuerdo con Blustein, es que se invisten ante los ciudadanos de un tipo de poder simbólico que las acciones de otros actores no tienen en la misma medida. Se trata no solo de la legitimidad de este imperativo moral, sino también de la preservación de la identidad de todos los miembros de la nación, tanto de los que han sido vulnerados como de aquellos que no (cfr.Blustein, 2012, p. 23).
Y es por el poder simbólico que agencia el Estado con respecto a las prácticas memoriales derivadas del deber de memoria que cada una de estas acciones ha de ser dimensionada. Para el caso colombiano, por ejemplo, se dotó, en el gobierno de Juan Manuel Santos, de presupuesto e infraestructura para conformar un centro especializado en la investigación, reconstrucción, archivo y divulgación de la memoria histórica en torno al conflicto (CNMH) y la elección de profesionales con idoneidad para su agenciamiento.9
Así mismo, se proyectó lo que será el Museo Nacional de la Memoria, lugar destinado a fortalecer los procesos educativos acerca de los hechos relacionados con la historia reciente de la violencia en Colombia.10
La conciencia pública del "daño moral"
La reciente institucionalización de estas políticas de la memoria en el ámbito nacional puede leerse a la luz de las exigencias de carácter internacional que hay al respecto, pero también como respuesta del Estado ante las múltiples y continuas demandas sociales y políticas que hicieran los movimientos sociales y las organizaciones de víctimas desde años atrás, que luchaban por el derecho a la memoria, la verdad y la justicia.11 Así, muchos antes que estos procesos normativos tuvieran lugar en el país o gracias también a estos, se puede registrar un importante acumulado de producción social de memorias en el que se conjugan esfuerzos investigativos con acciones de carácter individual o colectivo, tanto en ámbitos locales como regionales, especialmente en aquellos territorios de mayor afectación por cuenta del conflicto armado (cfr.Giraldo, Gómez, Cadavid y González, 2011). De igual manera se encuentran iniciativas de orden académico y educativo que tienen como propósito reconstruir, situar, analizar o trasmitir la(s) memoria(s) de esta violencia sociopolítica (cfr.Sánchez y Rodríguez, 2009; Jiménez, Acevedo y Cortés, 2012; Herrera, Ortega, Cristancho y Olaya, 2013; Martínez y Acosta, 2014; Ortega et al., 2015; Arias, 2018).
De esta manera, la pluralidad y la magnitud de trabajos en torno a la memoria por parte de organizaciones de víctimas, comunidades académicas, periodistas y defensores de derechos humanos, entre otros, dan cuenta de su relevancia en el país y ponen en vilo la idea de una supuesta amnesia colectiva, que no pocas veces se ha generalizado. Y hemos de señalar que todo esto ha surgido en un ambiente político proclive al señalamiento y en el marco de la excepcionalidad (en términos de duración, intensidad y complejidad) de un conflicto armado en el que, no obstante, asistimos en paralelo a procesos de memoria, junto a la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación material y simbólica del daño.12
En lo que concierne al campo institucional, en relación con la construcción de una conciencia pública de los daños morales, materiales y sociales causados por la guerra, se encuentra el primer relato general del informe ¡Basta Ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad (2013), elaborado por el Grupo de Memoria Histórica, hoy integrado al CNMH,13 que con sus más de 20 volúmenes documentó en una gran parte la violencia sufrida por muchos colombianos en medio de esta guerra prolongada y degradada -así la denomina el informe- en la que se pueden identificar diferentes etapas, así como continuidades y cambios.
En una versión simplificada del informe se alude a por lo menos cuatro ciclos de violencia: de 1958 a1982 opera el tránsito de la violencia bipartidista a la proliferación de guerrillas; de 1982 a 1992, el crecimiento y expansión de las guerrillas y la emergencia de fenómenos como el paramilitarismo y la propagación del narcotráfico; de 1996 a 2005, el recrudecimiento del conflicto y la radicalización de la opinión pública por una salida militar; y de 2005 a 2012, "se distingue por una ofensiva militar del Estado que alcanzó su máxima grado de eficiencia en la acción contrainsurgente, debilitando pero no doblegando la guerrilla, que incluso se reacomodó militarmente". Es la época de la negociación política con los grupos paramilitares, y de su posterior rearme "que viene acompañado de un violento reacomodo interno entre estructuras altamente fragmentadas, volátiles y cambiantes, fuertemente permeadas por el narcotráfico" (CNMH-GMH, 2013, p. 111).
Este informe delimita los orígenes, dinámicas y crecimiento del conflicto, destacando sus diferentes actores armados: guerrillas, paramilitares, Estado, y quién hizo qué durante la guerra. También describe la población afectada y los impactos y huellas de esta guerra discriminando daños morales, socioculturales y políticos. A partir de las voces y testimonios de familiares y sobrevivientes, se reconstruyen, asimismo, distintas memorias del conflicto: memorias del sufrimiento, memorias de la crueldad, memorias de las complicidades, memorias del abandono, memorias de la estigmatización y memorias de la dignidad (sobrevivir, resistir y reconstruir) (cfr. CNMH-GMH, 2013, cap. V, Informe General).
Además de este Informe General, se cuenta con alrededor de 80 documentos más que el CNMH elaboró para dar cuenta de diferentes casos emblemáticos en los que se identifican las acciones y los actores implicados (en secuestros, asesinatos selectivos, minas antipersona, masacres, desapariciones forzadas, desplazamiento forzado, violencia sexual de género, etc.), los lugares y espacios y, principalmente, a las víctimas. Se trata de una cartografía en la que se describen también las condiciones históricas, políticas, sociales y económicas que han hecho posible tanta barbarie, y hacen visibles los rasgos de criminalidad y crueldad de este conflicto, tan inusitados como execrables.
Así, si hemos de reconocer, como señalábamos antes, que toda política de memoria responde, en gran medida, a los mecanismos normativos y jurídicos que en materia de este deber les competen a las sociedades en transición,14 también se ha de destacar que no fue menor el empeño institucional durante el gobierno Santos, en ese orden. En tal sentido, como señala Carlos Thiebaut (2007a), que la voz de las víctimas deba estar presente en la elaboración pública del daño, esto es, en el proceso de reconstrucción de la memoria, es un enunciado ético, pero "el que pueda hacerlo, el que tenga garantías de hacerlo, es un enunciado político" (p. 66).15
La reconstrucción de testimonios y su circulación pública, así como la investigación y análisis sobre los hechos ocurridos en el marco del conflicto, que recupera muchos de estos testimonios que ya existían o reconstruye otros de manera institucionalizada en aras de integrarlos a esta reciente historiografía, constituyen prácticas que son ejercidas, dadas ciertas condiciones de expresión y discusión, puesto que:
Un testimonio puede permanecer callado -acallado- y oculto durante décadas; su potencial público se demora en el tiempo (eso explicaría, también, las dilaciones de la memoria pública, que necesitan tales testimonios). Pero un argumento (un análisis que denuncia) reclama ya un posible espacio público de argumentación. De esta forma, y en ambos casos, la condición de la democracia resume y determina políticamente la elaboración pública del daño [...] la ética y la política de la memoria parecen requerirse mutuamente. (Thiebaut, 2007a, p. 66).
Siguiendo a Thiebaut, es justamente después de estos dos momentos de elaboración de la memoria (uno, la reconstrucción de la voz testimonial, y dos, el análisis historiográfico), que una sociedad, en tanto comunidad moral, se debe plantear un tercer momento en el ámbito público y es el de adquirir la conciencia del daño:16 esto es, su elaboración ética y política. Se trata de un momento de reflexión que expresa los componentes interpretativos, normativos y éticos en la configuración de la conciencia de lo ocurrido y, en ese sentido, "su carácter reflexivo no sustituye ni a la voz testimonial ni al análisis científico-social, sino que opera a su hilo e intenta extraer consecuencias normativas de ello" (Thiebaut, 2007a, p. 68).
Sin embargo, para que tenga lugar esta elaboración de la experiencia del daño moral y la reflexión ética sobre este -luego del trabajo testimonial e historiográfico- en la esfera individual y social, y el paso del ámbito privado al público, es menester sacar del reino de la naturaleza de la guerra lo acontecido y situarlo en la esfera de las acciones y decisiones humanas, esto es, en la esfera del juicio moral.
Ello implica, de acuerdo con Thiebaut, que una comunidad en su ejercicio público de moralidad y razonabilidad pueda ubicar como "objeto de rechazo irrestricto" toda acción que haya convocado un daño evitable, un dolor innecesario, un mal rechazable, y la pueda enunciar en una fórmula que condensa lo moralmente dañino para la humanidad, esto es, en un: "¡Nunca más!" (cfr.Thiebaut, 2007a, pp. 60-61). En esa perspectiva, nos preguntamos de qué escenario político, social y cultural venimos en los últimos años en Colombia, para que sea posible acordar como sociedad esta fórmula ética del "¡Nunca más!" y empezar a hacer esta elaboración colectiva del daño, pues ya es lo suficientemente significativo que nuestro primer relato institucional sobre la guerra y la violencia sociopolítica no la contenga, sino que denote más bien casi un grito desesperado: "¡Basta Ya!".17
¿De qué escenarios sociales y políticos venimos? Algunas aproximaciones
Esta es una pregunta compleja que inquieta, además, si recordamos que en el país el Acuerdo de Paz no fue refrendado por la ciudadanía, y, por el contrario, resultó siendo en gran parte un símil de dos expresiones de actitud moral bastante cuestionables, entre ellas, el fanatismo y el escepticismo. Estas actitudes, según Alexander Ruiz (2007), son propias de una situación de crisis generalizada de violencia y se propician, no a partir de unas condiciones extraordinarias o coyunturales, como ha ocurrido en otras naciones, sino como un rasgo notorio y estructural de la sociedad colombiana que detenta, además, una historia de vulneración permanente a los derechos humanos (cfr. p. 235).
El fanatismo, siguiendo a Ruiz, se expresa en "la radicalización y dogmatismo de intereses que defienden las partes" (p. 234) y tiende hacia la minimización del antagonista.18 En el caso que nos ocupa, el del Plebiscito por la Paz (octubre 2 de 2016), paradójicamente las voces de las víctimas, en su mayoría a favor del Acuerdo, fueron acalladas, y se impuso una lectura distorsionada de este Acuerdo. Además, muchas de las exigencias del movimiento del "No" operaron en contravía de aquello que se espera de una salida negociada a un conflicto armado, en la que se suele recurrir a una justicia transicional o especial que privilegia los procesos de verdad y reparación, justamente por tratarse de casos muy graves y de una magnitud incalculable en los daños causados y en las violaciones a los derechos humanos.
En el caso del escepticismo que representa, al decir de Ruiz, una opción de conciencia individual, este "se desborda en ámbitos sociales complejos, en los que nuestras decisiones directamente afectan a otros" (p. 234). Parte de ese escepticismo se puede traducir, aunque no de manera conclusiva, en la tasa más alta de abstención electoral (63 %) que hemos tenido hasta ahora, frente a una decisión que convocaba el apoyo popular para poner fin a una guerra de más de medio siglo, más de 200 000 muertos y más de 6 millones de víctimas que se calculaban hasta entonces (octubre 2 de 2016). Esta forma de indiferencia se correspondería quizás con una "visión de mundo que se cierra en sí misma dejando por fuera todas las alternativas de construcción colectiva que puedan favorecer proyectos sociales solidarios" (Ruiz, 2007, p. 235).
Si bien las reflexiones que hace Ruiz sobre estas dos actitudes responden a un análisis más amplio que no coincide con este momento particular y con el resultado del referéndum en cuestión, sí pueden ser consideradas aquí, a propósito de su tesis de que los aprendizajes morales de la indolencia, la pasividad y la conformidad, incluso
[...] frente a situaciones cotidianas en las cuales el individuo podría actuar de algún modo para paliar injusticias o para proponer salidas plausibles a conflictos concretos que caracterizan su entorno, es una manifestación clara de cómo algunas tradiciones culturales y educativas reproducen la condición de minoría de edad en el individuo. (Ruiz, 2007, p. 247).
Por supuesto, habría que añadir que detrás de estas actitudes morales hay unos juicios y unas razones que operan en la decisión de responder "No" a un Acuerdo de Paz que, en su contenido, además de plantear una reforma agraria integral, así como subsidio, créditos y más oportunidades para los campesinos como su eje central, implicaba amnistía, justicia especial y participación en política del grupo que depuso las armas.19 En este último elemento se concretó parte de la resistencia ciudadana a aceptar el nuevo estatus político del grupo insurgente, develando, entre otras cosas, la dificultad de pasar en tan poco tiempo de una narrativa oficial que calificaba a este grupo como "terrorista y narcoguerrillero" (narrativa predominante en los dos mandatos de Uribe Vélez, 2002-2010), a otra que aceptaba su carácter político y enmarcaba sus acciones violentas en la dinámica de un conflicto con causas estructurales y con una "historia".
En ese sentido, si aceptamos con Alfredo Gómez Müller (2008), la noción de memoria histórica como un campo conflictual que parte de un relato que da sentido a un determinado periodo y que se inscribe en "una multiplicidad de hechos en la cual se inserta la verdad factual, y a través de la cual se construye una inteligibilidad de lo humano y de lo inhumano" (p. 12), lo que podríamos preguntarnos hasta aquí es cuáles han sido esos relatos preponderantes, puesto que las condiciones de enunciación de los acontecimientos, su misma denominación es la que ofrece, en últimas, una imagen o representación de ese pasado, esto es, una memoria.
En ese horizonte de comprensión podemos destacar que después de los intentos fallidos de paz (entre 1998 y 2002) con las FARC en El Caguán,20 bajo el gobierno de Andrés Pastrana, y la posterior elección en 2002 de Álvaro Uribe Vélez, el referente de violencia se concentró especialmente en los crímenes de este grupo, que bajo este último gobierno fue identificado exclusivamente como terrorista y narcotraficante. Al mismo tiempo, el gobierno de Uribe Vélez gestó un proceso de acuerdo (entre 2003 y 2006) para la desmovilización y entrega de los grupos paramilitares,21 propósito para el cual se promulgó la Ley de Justicia y Paz (Ley 795 de 2005) que abrió paso al primer marco de justicia transicional y deber de memoria de carácter estatal.
En este escenario, dos situaciones se pueden relievar: en primer lugar, y lo destaca en su estudio José Antequera (2011), el deber de recordar se enmarcó aquí en la doctrina antiterrorista global impulsada por Estados Unidos, a propósito de los ataques del 11 de septiembre de 2001 y como respuesta particular a la incorporación del discurso de los derechos humanos en la versión de la política de la seguridad democrática22 del gobierno de Uribe Vélez.
En segundo lugar, en este agenciamiento oficial del recordar fue crucial el papel de los medios masivos de comunicación y la propaganda mediática a favor de esta política,23 que insistió en construir una opinión pública favorable a las acciones militares como mejora en la seguridad ciudadana y en la visibilización de las violaciones a los derechos humanos perpetradas (efectivamente en unos casos, o adjudicados falsamente, en otros) por las FARC , en contraste con los actos y atentados de los grupos paramilitares, estos sí más difusamente identificados por los medios como grupos al "margen de la ley", y sacados posteriormente de la escena mediática o reducidos a la nominación de "bandas criminales", después del proceso de desmovilización.24
Es así como en el marco de esta política y del acogimiento de los paramilitares a la Ley de Justicia y Paz, de acuerdo con Juan Pablo Aranguren (2010), operó una escucha diferencial frente a las víctimas de la violencia sociopolítica y frente a los crímenes cometidos contra ellas. Así, por ejemplo,
[...] el importante número de testimonios publicados por sobrevivientes de secuestros cometidos por la guerrilla y por su circulación y divulgación en el mercado editorial contrasta con el lugar marginal de los documentos que recopilan testimonios de las víctimas de desaparición forzada, tortura y desplazamiento forzado o de los sobrevivientes de masacres. (p. 4).
Adicional a este proceso de marginalización de las víctimas de los paramilitares y de agentes estatales, Aranguren (2010) sostiene que también por medio de esta ley el estatuto de verdad se enlazó con la palabra de los victimarios, pues fue a estos a quienes se le concedió el derecho a hablar y a testificar en las audiencias de justicia y paz, llevando así a una sobrevaloración del testimonio que, sin embargo, se ponía en duda cuando se trataba de testificar en cuanto a los apoyos que recibieron de políticos, militares y empresarios para su accionar ilegal, así:
En muchas de sus versiones los jefes paramilitares aludían a sus víctimas como guerrilleros, vendedores de drogas o prostitutas, queriendo justificar los asesinatos, las torturas, las masacres o las desapariciones forzadas. Frente a este tipo de declaraciones, salvo los familiares de las víctimas que reclaman para sus allegados dignidad y respeto, pocos cuestionamientos se efectúan sobre dicha versión. En cambio, cuando los jefes paramilitares señalan en sus declaraciones sus fuertes vínculos con políticos, militares o empresarios, se da lugar a la controversia, a la discusión y a los cuestionamientos sobre la "impunidad" que guiaría la libertad de su testimonio. (Aranguren, 2010, p. 5).
En este contexto, podemos traer también las reflexiones de Alejandro Castillejo (2010) a propósito de procesos de transición más amplios como los de África, Oriente Medio y América Latina, en contraste con esta Ley de Justicia y Paz en Colombia, en el sentido de que las memorias pueden iluminar tanto como oscurecer, y en esos modos difusos de existencia producen distintas articulaciones con el pasado.25 En el caso colombiano se pueden destacar por lo menos dos lógicas de esta articulación en los tiempos de la "seguridad democrática": la renominación y la redefinición. Así, Castillejo (2010) señala:
El cambio repentino, profiláctico, políticamente aséptico, de la estructura semántica de acción que implica la mutación del conflicto armado como principio explicativo de la violencia en "terrorismo" -y toda una serie de conceptos asociados como "grupo ilegal organizado al margen de la ley"- refleja exactamente lo que yo llamo una pugna entre dos versiones del pasado. La segunda de ellas es una versión decretada, un acto de administración social del pasado, que no solo redefine la confrontación en sí misma en otros términos, sino que -precisamente por esto- transforma la causalidad y las profundidades históricas que explican el presente, desplazando responsabilidades específicas. (p. 31).
Siguiendo al autor, además de este esquema discursivo, en el proceso de versiones libres de los paramilitares para el esclarecimiento de la verdad, la construcción de archivo y los procesos de reparación, se ubicó en la misma escena narrativa a los agresores y a las víctimas. Tal situación, produce como efecto una suerte de naturalización y despolitización de esta violencia, al punto en que por esa vía se escapa la comprensión de las causas estructurales del conflicto. Por ello, cada narrativa oficial de la memoria no es menor, si se tiene en cuenta que leer la historia del país en clave de bandas criminales, no es lo mismo que hacerlo a la luz de un conflicto armado, social y político. Y es en este punto,
[...] donde adquiere importancia el tema del recordar, no solamente porque se discuten, como se ha hecho hasta ahora, las diferentes modalidades de articular en el lenguaje (un sistema de significados) ese pasado, sino porque esas modalidades van a definir lo que en el futuro (un presente por devenir que se explicará como solución de continuidad del pasado) se va a entender lo que sucedió en Colombia. (Castillejo, 2010, pp. 40-41).
Justamente esta comprensión, mediada por diferentes narrativas y memorias, acerca de lo que ha pasado en el país en el marco del conflicto armado, es lo que hoy en día está en juego en la esfera social, cultural y educativa. Una reubicación de memorias fuertes y memorias débiles, como las denomina Enzo Traverso (2007), dependiendo de la fuerza política y social de quienes la portan. Frente a ello, podemos anotar que aún con toda la oficialización de una narrativa que destacó unas víctimas (las de las FARC) e invisibilizó o minimizó a otras (las del Estado y los paramilitares), en el periodo de la seguridad democrática26 no se logró unificar del todo en la sociedad ese relato, ni menos aún se volvió unidimensional, como se pretendía. Por el contrario, emergieron con mayor auge las disputas por la memoria en el país.
Así, si en principio la Ley de Justicia y Paz fue más favorable para los perpetradores, paradójicamente abrió el camino para articular con mayor fuerza las demandas de reconocimiento de muchos grupos de víctimas que le exigían al Estado verdad, justicia y reparación, en casos que van desde los crímenes perpetrados por los paramilitares, la guerrilla y otros atribuidos al propio Estado, hasta los cometidos por el narcotráfico (cfr.Antequera, 2011, pp. 25-26). Justamente la promulgación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras intentaría subsanar la ausencia de una política de reconocimiento, indemnización y reparación integral a todas las víctimas del conflicto, con una fecha de reconocimiento aún discutible (a partir del 1 de enero de 1985), pero con el logro de un avance jurídico y político, aún en medio de la guerra.
El testimonio de las víctimas y la memoria colectiva
En su libro La guerra por las víctimas, Juan Fernando Cristo (2012) narra lo que considera una larga lucha que duró cuatro años (desde 2007 a 2011) para sacar adelante esta Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.27 Entre otros hechos cuenta cómo se consolidó en el Congreso la primera jornada de escucha de los testimonios de las víctimas de todas las agrupaciones al margen de la ley, incluyendo también allí las víctimas de agentes del Estado. De acuerdo con Cristo, la Ley de Justicia y Paz se había hecho para los victimarios y por eso era necesaria una ley para las víctimas, de tal manera que, en la proposición para esta jornada, que fue aprobada con dificultad en el Congreso, se escribía lo siguiente:
PROPOSICIÓN NÚMERO 346
El Senado de la República considera que en el conflicto armado colombiano, las víctimas son más importantes que los victimarios de los grupos armados ilegales de extrema izquierda, derecha y del narcotráfico.
Consideramos que es necesario dar a las víctimas voz e interlocución democrática, mediante espacio de audiencia y participación. Que su proceso de sanación se inicia cuando son escuchadas por la sociedad y pueden hacer público y visible su dolor, y que esta catarsis lleva a la elaboración del duelo individual y colectivo. Por tanto nos debemos hacer corresponsables como ciudadanos de su sanación, y asumir la sociedad entera que sus muertos son nuestros muertos y, tenemos por ello, en primer lugar, un deber de memoria como colombianos que somos [...] (sigue el texto).
El evento se llevó a cabo, finalmente, el 24 de julio de 2007, y ese día se escucharon los testimonios de Mariela Barragán (esposa de Bernardo Jaramillo, candidato presidencial por la Unión Patriótica, partido de izquierda exterminado en Colombia), Lisinia Collazos (indígena paez cuyo esposo fue asesinado por los paramilitares en la masacre de El Naya), María Gladys Martínez (víctima de la bomba puesta por las FARC en el club El Nogal), María Elena Toro (Madre de la Candelaria, con cinco miembros de su familia víctimas de desaparición forzada), y muchos otros que siguieron a este día mediante audiencias públicas en otras ciudades; audiencias promovidas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en cabeza de Bruno Moro, quien impulsó la iniciativa de la ley, apoyando la participación de las víctimas como estrategia para ganar legitimidad de esta.
Dentro de estas audiencias se escuchó un día (el 15 de agosto de 2008) en Medellín el testimonio de Ana Fabricia Córdoba, quien fuera víctima de todos los grupos, de todas las guerras, pero, sobre todo, víctima de la indiferencia estatal. Ana Fabricia fue asesinada justo tres días antes de ser promulgada la Ley 1448 en el país y en el libro (CNMH, 2014), Gustavo Adolfo Hincapié escribe sobre esta líder social lo siguiente:
Tres días antes de la histórica promulgación de la ley de víctimas en Colombia, en la cual estuvo presente el Secretario General de Naciones Unidas, fue asesinada una mujer de voz alegre y furiosa, una de las tantas víctimas del conflicto armado en el país, una sobreviviente de todas las guerras, desde las de las bananeras en Urabá hasta las de las comunas en Medellín. Su nombre y su historia resonaron con fuerza por el contexto en el que ocurrió su asesinato: a la implementación de leyes de restitución de bienes y derechos se le unía el reconocimiento de las víctimas en un país que en su historia reciente había negado la existencia de un conflicto armado. Su muerte se convirtió en una alerta tardía y repetida del riesgo al que se exponen todos aquellos que se atreven a desafiar la impunidad en un país en guerra.
[...] A pesar del escándalo y los lamentos, su crimen permanece en la total impunidad y no se conocen los nombres de los autores materiales e intelectuales... Pero es su nombre el que todavía resuena con fuerza en las calles, es su rostro el que aparece dibujado en los muros, son sus palabras las que están estampadas en los corazones de muchos, y son sus reclamos los que siguen cobrando vigencia todos los días, en ese eterno viacrucis que padecen quienes siguen huyendo de una guerra que no termina.
Ana Fabricia fue fundadora en el año 2009 de Late-paz (Líderes adelante por un Tejido Humano de Paz) y de la Organización de Mujeres Aventureras, conformada por mujeres desplazadas cabezas de familia y gestoras en derechos. También hizo parte activa de la Ruta Pacífica de las Mujeres y de la Mesa Interbarrial de Desconectados, en la cual participó en la lucha por el acceso a los servicios públicos domiciliarios y a una vivienda digna para los sectores populares de la ciudad. (pp. 14-26).
Las historias de vida de cada una de estas víctimas, muchas veces cercenadas, clausuradas por esa misma violencia sociopolítica que se llevó a sus familiares, van tejiendo nuestra memoria colectiva del conflicto, y son el pliegue en la urdimbre del olvido, para decirlo con una de las tantas metáforas que nos ofrece Walter Benjamin (2018, p. 42). Y no pocas veces un testimonio constituye la única pieza de verdad de lo acontecido, por eso una gran parte de la historiografía contemporánea incorpora estas huellas que van más allá del acontecimiento y del decurso del tiempo e inscriben la singularidad de estas experiencias de sufrimiento en un contexto histórico más amplio, que intenta esclarecer las condiciones sociales, económicas y políticas que han gestado estas dinámicas de violencia, y que en el país, hemos de decir, han estado alimentadas por una excesiva dosis de impunidad e injusticia.
Los orígenes de la Ley de Víctimas están en estos testimonios y en la lucha colectiva de las organizaciones sociales, y por eso su inserción en el campo político y social nos ha abierto caminos no solo singulares -como por ejemplo, el de abrir una brecha para contribuir a los diálogos con miras a un acuerdo de paz-, sino también inusitados, pues nos puso de frente a una realidad que quizás como sociedad no habíamos podido ver por temor, por ignorancia, por vergüenza o por desconocimiento: la mayoría de víctimas del conflicto armado son civiles, personas desarmadas, poblaciones inermes, de hecho, son más del 80 % de los 262 197 que registra el Observatorio de Conflicto y Memoria desde 1958 a julio de 2018... y tras los Acuerdos, la cifra va en aumento puesto que los líderes sociales, reclamantes de tierras o agentes de luchas particulares en cada una de sus comunidades, como lo fuera Ana Fabricia Córdoba, continúan siendo uno de los sectores sociales más vulnerados en los derechos humanos, y entre ellos el más importante y definitivo: su derecho a vivir.
En este contexto, la pregunta por cómo desarrollar en la sociedad una reflexión ética sobre el daño moral que ha causado la guerra -y que recordemos con Carlos Thiebaut, se identifica como parte de un tercer momento que escucha y articula diversas voces: la voz en primera persona, de testimonios, y la voz en tercera persona, de los análisis que argumentan con datos-, tendrá que considerar esta particular condición de continuidad de la violencia sociopolítica en el país. No obstante, las elaboraciones e intervenciones en el campo de la educación ética y política no pueden postergarse y han de vincular estas memorias del padecer y del sufrir, pero también del resistir y sobrevivir de muchas de las víctimas.
Educación, deber de memoria y reconstrucción del vínculo moral
Tras conocer y reconocer ese pasado reciente, ¿por qué hemos de considerar estas memorias del padecer y del sufrir, y del resistir y sobrevivir, como horizonte social y pedagógico del deber de memoria? Es una pregunta que enmarcamos aquí en la perentoria necesidad de promover una educación ciudadana en tanto transformación de la conciencia sobre ese pasado: que nos indigne la violencia física ejercida contra el otro, que nos avergüence la brutalidad en el trato de unos seres humanos hacia otros, que no toleremos sin más las agresiones de carácter bárbaro, vinculadas además a lugares de autoridad ilegítimos, en otras palabras, que seamos capaces de asumir la tarea urgente propuesta por Adorno como un nuevo imperativo moral: "que no se repita la barbarie".28
Para lograr esto, nos decía Theodor Adorno en ese entonces (1963), en el contexto de una filosofía moral después de Auschwitz, habría que oponer laboriosamente ilustración sobre lo ocurrido como tarea pedagógica de una educación emancipadora, esto es, una educación que contribuya a formar sujetos autónomos, capaces de liberarse de la conciencia cosificada, en la que se asimilan los seres humanos a cosas disponibles, incluso para el daño físico y moral. Una educación que haga desfavorable la desmesura y que cree las condiciones subjetivas contrarias para que la inhumanidad tenga cada vez menos futuro en el mundo (cfr.Adorno, 1998, pp. 86-87).
Acoger esta perspectiva educativa en nuestra sociedad implica asumir el sentido ético y político en la acción pedagógica, tal y como Carlos Cullen (2013) propone al traer de vuelta el pensamiento freiriano para trabajar por una educación que nos permita "tejer la esperanza con los hilos del conocimiento y la ética, siempre con una marca en la búsqueda de la verdad y del compromiso con la justicia" (p. 200).
Este propósito va de la mano con la necesaria conformación de una comunidad moral -que tenga un recuerdo compartido anclado en lo que le ha sucedido tanto a cercanos como a extraños en el marco del conflicto-, tal y como sugiere Avishai Margalit (2000), cuando nos habla de una ética de la memoria y sostiene que allí precisamente necesitamos de la moral "para superar nuestra indiferencia natural frente a los demás. Es decir, no la necesitamos tanto para actuar en contra del mal, sino más bien en contra de la indiferencia" (p. 29). Justo cuando el otro no me interesa porque no pertenece a mi círculo cercano, es donde mayormente requerimos trabajar en la reconstrucción del vínculo moral con el semejante.29
Así que atravesar estas memorias del conflicto de la mano de las víctimas, de sus testimonios y de las múltiples expresiones culturales que, a través del arte y su mediación pedagógica30 (en aulas, museos y muestras itinerantes de la memoria) permiten llegar a diferentes públicos, convoca para nosotros lo que Ruiz (2007) denomina una ética de la responsabilidad y una reconstrucción moral del vínculo. Y ello, porque la ausencia de compromiso moral nos recuerda el autor, no es necesariamente una deficiencia en la intelección o una incapacidad para comprender el punto de vista del otro, sino que se instala también en la condición heterónoma del sujeto contemporáneo; condición que, recordemos, ya identificaba Adorno (1998) en términos de culto a la eficiencia, cosificación de sí mismo y del otro, incapacidad para la identificación y excesiva vanidad. Al respecto nos dice también Ruiz (2007):
La condición heterónoma de nuestro sujeto contemporáneo es, paradójicamente, una opción consciente, una forma de vida en la que el lugar que podrían ocupar la solidaridad y una valoración especial de la dignidad humana, lo ocupan ya formas muy arraigadas de hedonismo: narcisismo, consumismo obsesivo, ansias de dominación. (2007, p. 247).
Así que a la trama de manipulación ideológica de la que es susceptible la memoria, vinculada, además, a las estructuras sociales y políticas que prevalecen en Colombia y que perpetúan el conflicto, a la ausencia de ilustración (saber) sobre el pasado, a la indolencia que prevalece, a veces, junto a otros sentimientos morales contrarios al bien común y a la justicia en nuestra sociedad, es decir, contando con un gran déficit democrático, tenemos que sumar también la condición contemporánea del sujeto.
Son estas las limitaciones y problemáticas que tiene de frente el mandato moral del deber de memoria en nuestro país, no obstante, muchos educadores populares, maestros, maestras, instituciones educativas, asociaciones de víctimas, organizaciones políticas o civiles, e, incluso, algunas agencias gubernamentales lo han asumido y lo seguirán haciendo. Porque justamente esos espacios de institucionalidad y de legitimación de la controversia sobre la memoria, son muestras de la posibilidad de llevarla más allá de los intereses inmediatos y particulares.