1. Introducción: un término polisémico
A diferencia de otros neologismos homólogos -como “metalenguaje” o “metafilosofía”- el término “metaescepticismo” no puede decirse que haya ganado un uso consistente en la literatura filosófica contemporánea. Algunos parecen utilizarlo para denotar un tipo de escepticismo radical o generalizado, según el cual no se dispondría de evidencia para todo un campo de creencias -por ejemplo, acerca del pasado- (Helm, 2002, p. 25). Otros, por el contrario, han atribuido al prefijo “meta” una función reflexiva, de modo que el metaescepticismo vendría a ser el escepticismo respecto a la validez de los propios argumentos escépticos (cf. Nichols, Stich & Weinberg, 2003, p. 228). Para otros, el metaescepticismo es escepticismo metafilosófico, esto es: escepticismo sobre las teorías filosóficas (Paár, 2016, p. 64); una posición que podría ponerse en relación con los planteamientos de Wittgenstein o, incluso, de Hume (cf. Williams, 2013, p. 36 y ss.).
Ninguno de estos usos del término, sin embargo, se ajusta al significado con que lo introdujo George Sotiros Pappas (1978),1 quien dejó escrito lo siguiente:
Hay muchas variedades diferentes de escepticismo epistemológico, por lo que será útil clasificarlas en algunas categorías, ciertamente toscas, pero útiles. En términos generales, podemos dividir el escepticismo epistemológico en tres grupos: escepticismo epistemológico acerca del cono- cimiento, o EEC; escepticismo epistemológico acerca de la justificación (epistémica), o EEJ; y el que denominaré escepticismo meta-epistemológico, o EME [...] El escepticismo meta-epistemológico, por su parte, es una concepción escéptica sobre la propia empresa epistemológica, o sobre una parte de esa empresa, o quizá sobre alguna forma de concebir la empresa epistemológica. Un ejemplo de EME sería la tesis, defendida por L. Nelson, de que en cierto sentido la teoría del conocimiento es imposible (p. 310; traducción de los autores).
En lo que sigue entenderemos el término “metaescepticismo” en este sentido; presentaremos, sin ningún afán de exhaustividad, distintas variedades del mismo con la pretensión de identificar algunas de sus condiciones, y terminaremos con una reflexión acerca de sus dificultades y límites.
2. Metaescepticismo neokantiano
Como acabamos de ver, Pappas pone como ejemplo de metaescéptico al filósofo alemán Leonard Nelson.2 Valdrá la pena bosquejar sus puntos de vista.
Respirando una atmósfera inequívocamente neokantiana, Nelson pensaba que la teoría del conocimiento nació con la pretensión de poner fin a las infructuosas disputas de la metafísica académica, bien haciendo los problemas filosóficos accesibles a un tratamiento riguroso, y coadyuvando de este modo a la construcción de una metafísica científica, bien mostrando de una vez por todas que tal metafísica era imposible.
Para ello la teoría del conocimiento habría buscado un “criterio de validez” que permitiera decidir si una determinada “cognición” era o no verdadera. Aquí es donde a la teoría del conocimiento se le planteaba un dilema que, desde la perspectiva de Nelson, no tenía solución. Según un cuerno del dilema, ese criterio era él mismo una cognición, en cuyo caso también él resultaba problemático y su validez debía, como el de cualquier otra cognición, resolverse con la ayuda de nuestro criterio. Según el otro, el criterio no era una cognición, en cuyo caso, para resultar aplicable, debía ser objeto de nuestro conocimiento, solo que en orden a obtener este conocimiento ya debíamos aplicar nuestro criterio. En ambos casos, concluye Nelson, nos encontramos con una contradicción (Nelson, 1978, p. 6),3 luego es imposible disponer de un criterio de validación y, por consiguiente, no puede haber una teoría del conocimiento.4
Ahora bien, Nelson no se conforma con esta conclusión metaescéptica -lo que, nótese, equivaldría a conformarse con una conclusión escéptica tout court: si el conocimiento es lo que la teoría del conocimiento supone, entonces este no puede obtenerse-5 y, de alguna manera, intenta superarla aplicando lo que él denomina un “método regresivo”, esto es: preguntándose por el presupuesto “indispensable” de la teoría del conocimiento. Este presupuesto, considera él, no es otro que la problematicidad, por principio, de la objetividad de toda cognición, objetividad que solo podría garantizarse mediante el proceso indirecto prescrito por la teoría del conocimiento de turno.
Así pues, el nudo gordiano de la teoría del conocimiento lo constituye la presuposición -auténtico prejuicio, al decir de Nelson- de que todo conocimiento es mediato; o lo que para nuestro autor es lo mismo: que toda cognición es un juicio necesitado de justificación. Resulta fácil deducir cómo puede deshacerse el nudo, a saber: postulando la existencia de un conocimiento inmediato o de una cognición que no sea judicativa. Pero la existencia de tales cogniciones no judicativas, inmediatas, son, según Nelson, una evidencia psicológica que todo el mundo puede constatar en su experiencia interna: basta con considerar cualesquiera de nuestras intuiciones sensorio-perceptivas. Son justamente estas intuiciones las que verifican nuestros juicios básicos, en concordancia con el proceder de todas las ciencias especiales.
Pero el problema es que la metafísica no es una ciencia especial, y que sus juicios -el principio de causalidad, por ejemplo- no pueden ser, como Hume apuntó por vez primera, verificados mediante una particular intuición empírica.
Luego la posibilidad de un conocimiento metafísico depende, para Nelson, de la existencia de una cognición metafísica que sea ella misma inmediata, como lo es la intuición sensorial. Una cuestión de hecho, por decirlo, como el propio Nelson hace, sirviéndonos de la terminología humeana, que solo puede zanjarse apelando a la experiencia, en este caso la experiencia interna, y cuyo establecimiento compete, por consiguiente, a la ciencia de esta experiencia, al entender nelsoniano: la psicología.
Los ulteriores detalles del criticismo metafísico que Nelson suscribe como solución al problema del conocimiento no nos interesan aquí.6 Lo que nos interesa, en cambio, es subrayar que a determinar la posibilidad de este criticismo llega Nelson merced a lo que él mismo denomina un análisis lógico de las posibles soluciones a aquel problema que, ese mismo análisis lógico, mostró insoluble desde los presupuestos de la teoría del conocimiento. E igualmente que, en cualquier caso, la corroboración del mismo la hace depender ya no al análisis lógico, sino de una disciplina empírica, la psicología entendida como ciencia de la experiencia interna.
Quizás Nelson fuera el primero en hablar de la imposibilidad de la teoría del conocimiento.7 Fuera como fuere, su posición ejemplifica un tipo peculiar de metaescepticismo de raigambre kantiana, lo que no quiere decir que en el mismo no podamos descubrir rasgos sobre los que debiéramos preguntarnos si no ejemplifican condiciones necesarias de todo tipo de metaescepticismo y otros que, no siendo a buen seguro tan universales, comparte no obstante con otras versiones del mismo.
Entre los primeros podríamos enumerar su uso del método regresivo, que le permite la identificación de uno o varios de los presupuestos de la teoría del conocimiento para someterlos a crítica; así como el hecho de que esta crítica se hace desde la asunción, más o menos explícita -en el caso de Nelson, completamente explícita-, de una comprensión del conocimiento alternativa a la que se atribuye y critica -en muchos casos por tener lo que se considera como intolerables consecuencias escépticas- a la teoría del conocimiento.
En cambio, la mezcla de lógica cum psicología para superar los presupuestos de la teoría del conocimiento, o la aspiración a una filosofía científica, estarían entre aquellos aspectos más específicos del metaescepticismo neokantiano de Nelson que, no obstante, podría compartir con otras tradiciones.
3. Metaescepticismo analítico
En la misma nota en que Pappas da la referencia del artículo de Nelson al que nos hemos venido remitiendo, añade que también “Quine defiende una versión más restrictiva de EME en ‘Epistemology Naturalized’” (Pappas, 1978, p. 310 nota; traducción de los autores).8
Quine, en efecto, compartiría con el neokantiano Nelson la aspiración a una filosofía científica y, más importante aún para la cuestión que aquí venimos tratando, la remisión a la psicología de buena parte de los problemas que alguna vez fueron patrimonio de la teoría del conocimiento.9
Ahora bien, esta aspiración a la cientificidad y la remisión de la teoría del conocimiento a la psicología -y a la lógica, como el mismo Nelson hacía- no es algo privativo de Quine, sino un rasgo presente desde sus orígenes en la tradición de la filosofía analítica de la que el pensador norteamericano fue eximio representante.
Bertrand Russell, por ejemplo, defendía que buena parte de la epistemología estaba incluida en la psicología, aunque tan pronto como se abordaba la teoría del juicio, se planteaba el problema de dar con la forma lógica apropiada a los hechos epistémicos, de modo que, concluía, “es imposible asignar a la teoría del conocimiento un campo distinto del de la lógica y la psicología” (Russell, 1984, p. 46; traducción de los autores). Esta concepción de la teoría del conocimiento, pasada por el tamiz de los puntos de vista del primer Wittgenstein,10 pronto, en manos de los positivistas lógicos, iba a generar pronunciamientos metaescépticos tales como los de Moritz Schlick11 o los de Otto Neurath.12
Vemos, pues, que Pappas podría haber aumentado fácilmente su lista de metaescépticos, incluso extrayéndolos de las filas de la misma tradición en la que Quine se inscribe. De hecho, puede entenderse el metaescepticismo quineano como un desarrollo de los puntos de vista de sus predecesores vieneses.
En efecto, el metaescepticismo de los neopositivistas identificaba una errónea teoría del significado como el presupuesto que había llevado a que la teoría del conocimiento tradicional se hubiera extraviado en cuestiones carentes de significado.13 A la vez, realizaba su crítica de la misma desde la asunción de una concepción empirista que pensaba posible la traducción de aquellas proposiciones que consideramos verdaderas acerca del mundo, a proposiciones directa y exhaustivamente verificables por nuestra experiencia sensorial.14
Pues bien, para Quine tal tarea resultaba imposible de pivotar en torno a uno de los prejuicios de la epistemología que el filósofo norteamericano consideraba insostenible: el reduccionismo15.
El metaescepticismo quineano cumple, así, las dos condiciones que igualmente vimos satisfacer al de Nelson. Por una parte, identifica un prejuicio de la teoría del conocimiento que va a someter a crítica -en este caso: el atomismo reduccionista- mientras que, por la otra, tal crítica se hace desde la asunción de una comprensión diferente del conocimiento -en este caso, una comprensión empirista y holista del mismo.
Pero la posición de Quine también nos permite comprender un rasgo adicional del metaescepticismo, a saber: que el mismo puede tener una naturaleza recursiva. Basta para ello que la comprensión del conocimiento asumida por un determinado tipo de metaescepticismo caiga bajo los presupuestos que un nuevo metaescepticismo identifica como definitorios de la teoría del conocimiento. Esta, de hecho, es la relación que el metaescepticismo quineano mantendría con el metaescepticismo de sus predecesores positivistas y también con el metaescepticismo neokantiano de Nelson. Este también parece asumir el atomismo reduccionista16 y, aquí sin lugar a duda, asume en su concepción alternativa del conocimiento un principio que Quine considera tan dogmático e insostenible como el reduccionismo atomista, a saber: la distinción entre juicios analíticos y sintéticos (Quine,1962, p. 49).17
No obstante, quizás llegados a este punto sea preciso realizar un recordatorio y una advertencia. El recordatorio es que el metaescepticismo no implica un escepticismo, llamémosle de primer orden, sobre la posibilidad del conocimiento. Vimos que Nelson lo afirmaba enfáticamente: “No afirmo la imposibilidad de la ‘teoría del conocimiento’ para concluir que el conocimiento es imposible”, y otro tanto puede decirse de Quine.18 Repitámoslo una vez más, la mayor parte de las veces se abrazan posiciones metaescépticas por considerar que los presupuestos de la teoría del conocimiento abocan al escepticismo.19
Vayamos con la advertencia. Obviamente, no basta con tomar como objeto la concepción del conocimiento asumida por otros para que nuestra crítica de la misma merezca el título de metaescepticismo. De lo contrario, cualquier ligera enmienda a la teoría del conocimiento de cualquier autor debiera contar como tal -la crítica, por ejemplo, de Berkeley y Hume a la teoría lockeana de las ideas abstractas o de la distinción entre cualidades primarias y secundarias.
Para estar ante una posición realmente metaescéptica el presupuesto identificado como definitorio de la teoría del conocimiento a criticar debe ser lo suficientemente general como para cubrir un amplio espectro de posiciones. Nelson y Quine pueden considerarse que cumplen tal condición. Al fin y al cabo, el prejuicio que el primero identifica como objeto de su crítica, la comprensión judicativa de toda cognición, es lo bastante general como para que esta alcance, como vimos, a lo que él denominaba el logicismo, el misticismo y el empirismo metafísicos (cf. Nelson, 1978, p. 14).
Por su parte, los dogmas que Quine identifica como definitorios de la teoría del conocimiento que él somete a crítica -el reduccionismo atomista y la distinción entre analítico y sintético- todavía tienen un alcance más general. Como acabamos de ver, incluirían a la totalidad de las teorías del conocimiento modernas e, incluso, a posiciones metaescépticas que, como las de los positivistas lógicos o las del propio Nelson, se esbozaron antes de él. Dicho sea de paso, no lleva pues razón Pappas cuando, como vimos, atribuye a Quine un metaescepticismo más restringido que el de Nelson.
4. Metaescepticismo terapéutico
Lo que pudo llevar a Pappas a sostener semejante opinión quizás fuera que mientras Nelson hablaba de “la imposibilidad de la teoría del conocimiento”, Quine siempre concibió su propuesta naturalizadora en una relación de continuidad con la epistemología que le precedía.20 Pero, más allá de esta diferente manera de expresarse, ambos compartían una convicción de fondo: que los problemas de la teoría del conocimiento eran legítimos, y que lo que ocurría era que se les había dado una respuesta errónea. Por expresarlo en términos más coloquiales: la pregunta que la teoría del conocimiento planteaba era buena, la respuesta que daba era mala (Allen, 2000, p. 234).
Dado que, como acabamos de advertir, el metaescepticismo es una cuestión de grado, siempre es una posibilidad que, por un criterio más exigente, la convicción que Nelson y Quine comparten se considere insuficientemente radical como para excluirlos de la tradición epistemológica e incluirlos en las filas metaescépticas.21 De hecho, si el mismo Quine opta por la presentación continuista de su propuesta naturalizadora de la epistemología es, al menos en parte, para distanciarse de las críticas más radicales de la teoría del conocimiento, que no se contentan ya con desmentir sus respuestas, sino que cuestionan sus preguntas.22 La teoría del conocimiento sería una mala respuesta a una mala pregunta (cf. Rorty, 2000a, p. 240).
Estamos ahora ante un tipo más radical de metaescepticismo que el que ejemplifican Nelson o Quine. En su versión más moderada, se limita a constatar la parcialidad o la falta de radicalidad de las cuestiones abordadas por la teoría del conocimiento -es el metaescepticismo que, a nuestro entender, ejemplifica Ortega.23 En su forma más extrema denunciaría el carácter ilusorio o insensato de las mismas. Cuando se mienta esta forma de metaescepticismo, que bien podríamos calificar de “terapéutico”,24 se hace inevitable pensar en Wittgenstein,25 pero desde luego no sería el único autor que cabría encasillar en esta categoría: el ya mentado Charles Taylor, o el Richard Rorty de La filosofía y el espejo de la naturaleza (Rorty, 1983), nos ofrecen buenos ejemplos, igualmente, de este tipo de metaescepticismo.
La pregunta clave respecto a este tipo de metaescepticismo es si cumple con las dos condiciones que establecimos al hilo del análisis del metaescepticismo nelsoniano. Es decir: si está igualmente necesitado de identificar uno o varios presupuestos de la teoría del conocimiento que van a ser sometidos a crítica y, especialmente, si semejante crítica se hace desde la asunción de una comprensión alternativa del conocimiento a la que se combate.
Veamos someramente el asunto en los casos que acabamos de mencionar, antes de aventurar una respuesta general a la cuestión. En el de Ortega parece que hay poco lugar para la duda. Lo que nuestro filósofo viene a reprochar a la tradición epistemológica es su cientificismo, el haber tomado a la física matemática como paradigma cognitivo y haberse limitado a preguntar por sus condiciones de posibilidad, un retrato de la misma que, como el mismo Ortega apunta, se ajusta especialmente a Kant. De este modo, la teoría del conocimiento -científico- no llegaría a ser realmente teoría del conocimiento -en general.
Aunque Ortega no lo apunta en el texto que acabamos de citar, cualquier conocedor, por superficial que sea, de su pensamiento sabe qué es lo que haría falta para tener una tal auténtica teoría: ver cómo el conocimiento se remite a la vida y a la historia.26 En definitiva, que el metaescepticismo orteguiano sí cumple de manera clara con las dos condiciones que establecimos a partir del metaescepticismo nelsoniano. Y mutatis mutandis, otro tanto podemos decir del de Taylor.
Lo que el filósofo canadiense reprocha a la tradición epistemológica es una concepción del sujeto desvinculada, puntual y atomista, que una serie de argumentos trascendentales, semejantes a los que Kant habría empleado para desbaratar el empirismo humeano, mostrarían como ilusoria por contravenir las condiciones de la intencionalidad que se atribuyen a los estados del sujeto cognitivo (Taylor, 1997, p. 29 y ss.). Es obvio que tal crítica la hace Taylor desde una concepción alternativa del sujeto27 de evidentes resonancias hermenéuticas. Mucho más espinoso resulta el caso de Rorty.
Que Rorty cumple la primera de las condiciones que ya vimos ejemplificadas en el metaescepticismo de Nelson es indiscutible. Es el representacionalismo fundamentalista el presupuesto que él identifica como definitorio de la teoría del conocimiento.28 Lo que ya no está tan claro es que ejemplifique la segunda: que Rorty asuma una concepción alternativa del conocimiento a aquella que critica. Digamos que en este punto su autocomprensión tiende a ser wittgensteiniana29 o, mejor aún, deweyana.30
Rorty se autoconcibe como disolviendo el problema del conocimiento, más que como ofreciendo una solución alternativa del mismo. Desacreditada la imagen representacionalista de la mente y la concepción fundamentalista del conocimiento, no es que se eliminen los problemas asociados a ambas -por ejemplo, el “escándalo” filosófico que supone tener que probar la existencia del mundo externo- sino que con ellos desaparecerían todos los problemas relativos al conocimiento. Todo lo que puede decirse sobre el mismo vendrían a ser una serie de obviedades que nadie estaría dispuesto a discutir. Sencillamente, ya nadie se preocuparía del problema del conocimiento como ya nadie se preocupa de la piedra filosofal. Como la alquimia, la teoría del conocimiento sería un programa de investigación que mejor haríamos en abandonar. Simplemente, la filosofía debiera ocuparse de otras cosas.
La pregunta es si esta autocomprensión que Rorty tiene de su metaescepticismo es correcta, y a nuestro entender la respuesta es rotundamente negativa. A favor de nuestra presunción podríamos aducir la historia efectual de su obra y, especialmente, de su La filosofía y el espejo de la naturaleza.31 Para nosotros resulta evidente que Rorty asume una determinada comprensión acerca del conocimiento, que podría calificarse de diferentes modos: como conductista, hermeneuta o pragmatista, que no deja de tener consecuencias, algunas de ellas sumamente radicales y problemáticas, para cuestiones inequívocamente epistemológicas tales como la comprensión de la verdad, de la justificación, del mismo conocimiento, de su valor, el problema de su alcance o, incluso, del escepticismo, que si bien exorcizado en su concreción acerca de la existencia del mundo externo, reaparece bajo la amenaza de relativismo.
No es nuestro propósito aquí evaluar críticamente la comprensión implícita -o no tanto- del conocimiento que el metaescepticismo rortyano asume (de la misma manera en que nos abstuvimos de hacerlo en el caso de los autores que previamente consideramos). Nos basta si con lo anteriormente aducido se le hace al lector plausible que también el de Rorty satisface las dos condiciones que hemos visto satisfechas en el resto de metaescepticismos considerados. ¿Y el wittgensteiniano?
Sin duda, de todos los autores considerados -y hasta estaríamos dispuestos a añadir: de todos los autores que pudiéramos considerar- el filósofo vienés es el que esgrimió una concepción más austera de lo que debía ser la filosofía. Si a alguien pudiéramos atribuirle un metaescepticismo resoluto que destruyera los presupuestos de la teoría del conocimiento, como de cualquier teoría filosófica, mostrando el carácter espurio -de “castillos en el aire” por utilizar su expresión (Wittgenstein, 1998, § 118)- de sus problemas, ese sería él.
Sin embargo, y aunque no vamos a entrar en la intensa discusión hermenéutica de la metafilosofía wittgensteiniana que se ha generado en los últimos decenios,32 sí queremos apuntar que incluso Wittgenstein satisfaría, a nuestro entender, las dos condiciones de las que venimos hablando.
Respecto de la primera no creemos que quepa demasiada controversia. Las descripciones del uso que Wittgenstein hace de algunos términos de nuestro lenguaje reciben “su luz, esto es, su finalidad, de los problemas filosóficos” (Wittgenstein, 1998, § 109), y no es difícil identificar, entre los múltiples problemas que la terapia wittgensteiniana pretende disolver, algunos de los que han constituido el santo y seña de la tradición epistemológica: el acceso privilegiado a nuestros propios estados de conciencia o la relación entre conocimiento y certeza.33
Así, pues, si cabe ver a Wittgenstein como un metaescéptico será en la medida en que veamos en su filosofía un ataque a una serie de presupuestos que se consideran como propios de la tradición epistemológica. Pero ¿qué decir de la segunda condición? ¿Acaso asume Wittgenstein una compresión alternativa del conocimiento al que está presupuesto en las concepciones que ataca? ¿No se limitaría a “recordarnos” el uso ordinario de los conceptos que aquellas teorías malinterpretan hasta conseguir que los problemas que estas plantean dejaran de preocuparnos? ¿No estaríamos ante una concreción estrictamente terapéutica del metaescepticismo que podría abstenerse de cumplir la segunda de las condiciones cuya satisfacción hemos atribuido al resto de metaescepticismos aquí considerados?
La clave aquí estriba, para nosotros, en los conceptos wittgensteinianos de visión y representación sinópticas. Es a la carencia de la primera que Wittgenstein atribuye una de las fuentes principales de nuestra falta de comprensión, y al logro de la segunda, uno de los remedios para esta.34
Así, pues, si bien concedemos gustosos que Wittgenstein no quiere reemplazar una comprensión del conocimiento por otra, al menos, pensamos, sí quiere que su filosofía sirva para que comprendamos el modo como vemos las cosas, entre ellas: los estados de conciencia o el conocimiento. Una comprensión que, al mismo Wittgenstein, le hace pensar en determinadas posiciones filosóficas, particularmente: en el pragmatismo.35
5. Conclusión: ¿una categoría útil?
Si incluso un metaescepticismo tan austero como sería uno de inspiración wittgensteiniana satisfaría las dos condiciones que hemos visto cumplen el resto de los casos considerados, podríamos aventurar que cualquier variedad de metaescepticismo las cumplirá. Pero en realidad no estamos aquí planteando una hipótesis, pues nuestra convicción es que no podría, por principio, haber metaescepticismo que no las cumpliera.
Si lo que se aspira es a criticar la teoría del conocimiento resulta obviamente necesario identificar los presupuestos de esta que van a someterse a crítica. Y del mismo modo, será inevitable que esa crítica, aún cuando aspirase a ser puramente terapéutica, muestre -y utilizamos esta expresión de ascendencia wittgensteiniana con plena conciencia- un perfil alternativo del conocimiento al que se crítica. De manera análoga a como los partidarios de la teología negativa algo nos muestran de su comprensión de Dios cuando se limitan a decirnos lo que no es.
Lo que, en definitiva, todo ello significa es que no hay metaescepticismo libre de implicaciones epistémicas, y siendo ello así la pregunta es si realmente cabe el metaescepticismo. ¿No nos estaríamos limitando a atacar una determinada teoría del conocimiento en favor de otra?
La salud del metaescepticismo todavía empeora si tenemos en cuenta el carácter recursivo que, como señalamos, el mismo puede adoptar, y que hace que un mismo autor, pongamos como ejemplo a Quine, pueda tanto ser considerado como un metaescéptico, por ejemplo, por el propio Pappas o por Rorty, cuanto como alguien que se inscribe en pleno corazón de la tradición epistemológica que se critica, por ejemplo, por Taylor.
Quizás todo ello explique que, como señalábamos al principio de este artículo, la acepción que Pappas dio al término “metaescepticismo” no haya llegado a cobrar carta de naturaleza en el territorio de la literatura filosófica contemporánea. Después de todo, quienes hayan de contar como metaescépticos en este sentido no deja de resultar ambiguo, y por otra parte hay buenas razones para pensar que el metaescepticismo no puede jamás ser estricto, si por tal entendemos una crítica de la teoría del conocimiento que carezca de toda implicación epistémica. Ambiguo e inconsistente, ¿no sería mejor prescindir de él como categoría metafilosófica?
Probablemente esta conclusión recuerde a la tradicional crítica a la que se somete al pirronismo por incoherente, pero nosotros no vamos a perseguir este paralelismo razonable. Nos vamos a limitar a apuntar un significado que, a nuestro entender, puede darse al metaescepticismo, y que lo convierte en un término útil para abarcar un conjunto de posiciones acerca de un asunto que desborda, como vamos a ver, los límites de la epistemología. Para ello creemos que basta con generalizar el análisis que hace Michael Williams del metaescepticismo rortyano (Williams, 2000).
Al analizar las tesis de Rorty en La filosofía y el espejo de la naturaleza, Williams llega a la conclusión de que a lo que se opone este no es tanto a la epistemología cuanto a la comprensión de la misma como filosofía primera que emergió con la modernidad, una emergencia que tiene mucho que ver, como el mismo Rorty concede, con una serie de eventos aconteciendo fuera de la filosofía (cf. Rorty, 2000b, p. 214). Situada contra este trasfondo cultural, es fácil entender que la crítica de la teoría del conocimiento, el metaescepticismo, significa algo de mucho mayor calado que la crítica de la concepción representacional de la mente o del fundamentalismo epistémico. Charles Taylor lo expuso explícitamente:
La razón por la que algunos pensadores prefieren centrarse en esta interpretación y no meramente en las ambiciones fundacionalistas que, en último término (como Quine ha mostrado) son separables de la epistemología, es que esta se halla conectada a nociones muy influyentes y a menudo incompletamente formuladas sobre la ciencia y sobre la naturaleza de la capacidad de acción humana. Y, a través de ellas, conecta con ciertas ideas morales y espirituales centrales en la edad moderna. Y si la aspiración es desafiar la primacía de la epistemología, desafiar también estas ideas, entones hay que indagar en este enfoque más amplio -o más profundo- y no simplemente mostrar lo vano de la empresa fundacionalista (Taylor, 1997, p. 21).
El propio Rorty, con su sui generis vindicación de la hermenéutica en la última parte de La filosofía y el espejo de la naturaleza, vendría a corroborarlo. Al fin y al cabo, esa reivindicación no viene sino a expresar la esperanza de que ciertas áreas de nuestra cultura se sustraigan al dominio de un modelo de racionalidad coercitiva a cuya expansión la concepción de la epistemología como filosofía primera, que emergió en la modernidad, habría contribuido.36
Entendido en este sentido amplio el metaescepticismo, como una crítica de la comprensión constrictiva y reduccionista de la racionalidad que la moderna teoría del conocimiento coadyuvó a expandir, que inevitablemente tenga implicaciones epistémicas no se convierte en una objeción al mismo.
Del mismo modo, aunque quizás no sea siempre claro a quién le conviene o no el rótulo, pero eso probablemente ocurra con la mayor parte de categorías filosóficas, disponemos de bastantes razones para justificar nuestra aplicación del mismo. Por ejemplo, nos parece evidente que Taylor llevaría razón cuando no excluye a Quine de la tradición epistemológica, y que lo mismo cabría hacer con Nelson. En este sentido amplio que aquí venimos reivindicando para el término, habría que decir, en cambio, que el rótulo de metaescépticos sí convendría, con diferentes grados de rigor, al resto de autores que hemos considerado: Ortega, Taylor, Rorty, Adorno y, por supuesto, a Wittgenstein.
Para oponerse a este metaescepticismo no bastará con acusarlo de incoherencia por sus implícitos o explícitos compromisos epistémicos, ni siquiera bastaría con defender los presupuestos de la teoría del conocimiento sobre los que pivota su crítica de la misma; lo que se requeriría es reivindicar los valores a los que la epistemología moderna sirvió,37 aun cuando ello pudiera pasar por reconocer a los metaescépticos que su crítica de los presupuestos de esta puede tener mucho de acertado. Situando la disputa en este terreno, la única incoherencia de la que cabría acusar a los metaescépticos es de que su concepción de la racionalidad es más afín a la asumida por la tradición epistemológica de lo que ellos mismos se piensan.38