I
La escena transcurre en Venecia en la década de los cincuenta del siglo pasado. Dickie ha desaparecido misteriosamente hace unos días. Su padre, el señor Herbert Greenleaf, es un próspero industrial norteamericano y un hombre bienintencionado que, sin embargo, conoce muy poco a su hijo. Greenleaf ha acudido a la romántica ciudad acompañado de un detective privado para tratar de resolver el enigma de la desaparición de Dickie. Las autoridades italianas tienen la teoría de que se ha suicidado. Pero Marge Sherwood -la prometida de Dickie- no cree en absoluto esa tesis. Ella lo conoce bien. Sabe que es mujeriego y vividor, pero sabe también que no se echaría para atrás en su compromiso matrimonial y mucho menos se suicidaría. Marge desconfía crecientemente de Tom Ripley, un supuesto amigo de Dickie. No sólo Ripley parece estar extrañamente obsesionado con él, sino que también parece involucrado en su misteriosa desaparición. Marge, de hecho, tiene una razón muy fuerte para sospechar que este hombre lo ha asesinado. Ha encontrado en la habitación de Ripley un anillo que ella le regaló a Dickie, quien le prometió que nunca se lo quitaría. Y Marge sabe que Dickie jamás rompería esa promesa. Ripley, sin embargo, es un hombre sinuoso y lleno de talento que ha logrado ganarse la confianza y el cariño del señor Greenleaf. Como resultado de esto, Marge queda marginada en sus sospechas y no es tomada en serio por el padre de su prometido. Ella, sin embargo, está en lo correcto. Ripley es el asesino de Dickie. En un momento, Greenleaf le pide a Ripley que le ayude al detective privado a “llenar los vacíos” de la disipada vida de su hijo:
Ripley: Haré lo más que pueda, señor. Obviamente, haré lo que sea para ayudar a Dickie.
Marge lo mira con desprecio.
Herbert Greenleaf: Esa teoría, la carta que te dejó, la policía piensa que es un claro indicio de que estaba planeando hacer algo… contra sí mismo.
Marge: ¡Simplemente no lo creo!
Herbert Greenleaf: No quieres creerlo, querida. Quisiera hablar a solas con Tom.
¿Qué tal esta tarde? ¿Te importaría? Marge, lo que un hombre le cuenta a su novia, y lo que admitiría ante otro hombre…
Marge: ¿Cómo? (Minghella, 2000, pp. 120-21; citado por Fricker, 2007, p. 87)
Más tarde, fuera de cámara, oímos a Marge diciéndole desesperadamente a Greenleaf “¡no sé, no sé, simplemente lo sé!”. Pero en este punto Ripley ya ha logrado provocar la impresión generalizada de que Marge es una histérica incapaz de conducir apropiadamente sus emociones. Greenleaf entonces le responde con desdén: “Marge, está la intuición femenina y luego están los hechos”.
La descripción anterior corresponde a la película El talentoso señor Ripley de Anthony Minghella y, seguramente, resultará muy familiar para los lectores de Epistemic injustice: power and the ethics of knowing (2007) de Miranda Fricker. En este importante libro, Fricker acude a algunas escenas de la película para ilustrar un caso paradigmático de injusticia testimonial (el otro caso que ella aborda en detalle está tomado de Matar a un ruiseñor, la novela de Harper Lee). La injusticia testimonial es una forma de injusticia epistémica que se presenta cuando el oyente, en virtud de un prejuicio, le otorga al hablante menos credibilidad de la que merece en su testimonio. Para Fricker, los casos más acuciantes de injusticia testimonial son aquellos que involucran un prejuicio por parte del oyente acerca de la identidad social del hablante, bien sea por su raza, género, edad, orientación sexual, clase social, etc. Estos prejuicios identitarios -como ella los llama (Fricker, 2007, pp. 27 ss.)- fácilmente pueden distorsionar nuestra apreciación del hablante y llevarnos a darle menos credibilidad de la que merece. En tal caso, habremos cometido una injusticia testimonial contra él. Esto es, justamente, lo que Greenleaf le ocasiona a Marge. Llevado por los prejuicios de género de su época -hábilmente reforzados por Ripley- sobre el carácter intuitivo y poco racional de las mujeres y su tendencia a la histeria, Greenleaf no le concede credibilidad alguna al conocimiento que Marge tiene sobre su hijo ni a sus fundadas sospechas sobre Ripley. Como resultado, Marge queda excluida de la comunidad epistémica que busca aclarar el misterio de la desaparición de Dickie y es vulnerada en su calidad de agente epistémico dador de conocimiento.
En su análisis de la injusticia testimonial Fricker se centra siempre en el oyente. Es el oyente quien, en virtud de su prejuicio, comete la injusticia testimonial contra el hablante al darle menos credibilidad de la que merece. Mi propósito en este ensayo es analizar una forma paralela de injusticia testimonial que va en la dirección contraria. En ella es el hablante quien, en virtud de un prejuicio, comete la injusticia contra el oyente. Y -como veremos- tristemente para el señor Greenleaf, él también es injusto con Marge en este sentido.
II
Fricker señala acertadamente que en la interacción comunicativa los oyentes realizan juicios, que pueden ser tácitos y espontáneos, sobre la credibilidad que deben otorgarle a los hablantes. Pero el rol de los hablantes en la comunicación no se agota, por supuesto, en su papel de transmisores de información. También los hablantes tienen una percepción de sus oyentes y, en función de ella, juzgan lo que deben decirles y el modo en que deben hacerlo. Los hablantes serán así sensibles a la identidad social de los oyentes, tanto como estos lo son a la de aquellos. Y esta sensibilidad de los hablantes frente a la identidad social de los oyentes con frecuencia será un aspecto determinante de su comportamiento verbal hacia ellos. Así, si un hablante tiene un prejuicio identitario respecto a algún aspecto de la identidad social del oyente, bien puede ocurrir que su comportamiento verbal hacia él resulte injusto tanto ética como epistémicamente. La situación se complica, además, porque los roles de hablante y oyente suelen intercambiarse continuamente en el transcurso de una interacción comunicativa. De esta forma, si como oyente una persona tiene prejuicios identitarios que la llevan a asignar menos credibilidad de la que merece a su interlocutor, es probable que como hablante esos mismos prejuicios la lleven a cometer una nueva injusticia epistémica contra él. A la injusticia testimonial que puede perpetrar como oyente se le puede sumar entonces la que puede perpetrar también como hablante.
Esto es precisamente lo que ocurre con Greenleaf. En la breve conversación transcrita en la sección anterior, él le pide a Marge que le permita tener una conversación a solas con Ripley. En principio, no hay nada de malo en querer hablar en privado con alguien. Pero, en este caso, la razón de la solicitud de Greenleaf es reveladora: “Lo que un hombre le cuenta a su novia -le dice-, y lo que admitiría ante otro hombre…”. La visión de Greenleaf sobre el comportamiento verbal de los hombres ante sus amadas puede ser -como afirma Fricker- “posiblemente bastante cierta” (Fricker, 2007, p. 87). Pero el caso es que estos comportamientos con frecuencia pueden estar basados en ciertos prejuicios identitarios, como “la idea de que las mujeres son inocentes de las verdades de los hombres y necesitan ser protegidas de tales verdades, la idea de que la intuición femenina es un obstáculo para el juicio racional, e incluso la idea de la susceptibilidad femenina a caer en la histeria” (Fricker, 2007, p. 90). En virtud de estos prejuicios, las mujeres quedarán excluidas de un tipo particular de comunicación abierta y sincera que sólo podrá darse entre hombres. Una charla dirigida a conocer el comportamiento real de un hombre habrá de ser entonces una charla que por fuerza debe excluir a las mujeres. Ante ellas, y para evitar hacerles daño o desencadenar reacciones poco racionales de su parte, los hombres deben mantener ciertos silencios y guardar ciertos secretos. Greenleaf está bien familiarizado con esta forma de comportamiento masculino. No le resulta descabellado pensar que Dickie -a pesar de conocerlo muy poco- haya actuado así frente a Marge. Pero Greenleaf no nota el trasfondo de prejuicios identitarios que puede subyacer a este tipo de conductas. De hecho, él mismo replica esos prejuicios al pedirle a Marge que le deje hablar con Ripley en privado. Ellos son, en última instancia, la razón de su solicitud. De este modo, Greenleaf priva a Marge de un conocimiento que ella podría haber adquirido sobre su prometido -muy poco, por cierto, dada la forma en la que transcurre la historia-. Marge sufre entonces una doble marginación epistémica por parte de Greenleaf. De un lado -como señala Fricker-, al no otorgarle la credibilidad que merece, él no la considera un agente epistémico dador de conocimiento en la situación actual. De ahí que como oyente Greenleaf sea testimonialmente injusto con ella. De otro lado, Greenleaf tampoco considera que Marge merezca obtener cierta información sobre su prometido y, en este sentido, él la vulnera en cuanto agente epistémico adquisidor de conocimiento. De ahí que como hablante Greenleaf también resulte epistémicamente injusto con ella. En ambos casos, lo que está a la base de su actitud como oyente y como hablante es precisamente el mismo trasfondo de prejuicios en torno al género.
Aunque con menos elaboración literaria, es posible encontrar en la vida cotidiana muchos casos similares. Así, por ejemplo, un médico que tenga ciertos prejuicios acerca de la identidad social de sus pacientes fácilmente puede restarle credibilidad a sus reportes sobre algunos síntomas o a sus vivencias sobre su estado de salud (cf. Kidd y Carel, 2016). En virtud de tales prejuicios, el médico también puede ser renuente a darle a sus pacientes explicaciones detalladas y comprensibles sobre su salud o sobre los tratamientos disponibles que está en el interés de ellos conocer. De forma similar, un profesor que tenga prejuicios identitarios con respecto a ciertos estudiantes fácilmente podrá otorgarles menos credibilidad de la que merecen en sus intervenciones, y, dados tales prejuicios, también podrá estar menos dispuesto a compartir con ellos ciertos conocimientos o a enseñarles de un modo que atienda a sus necesidades como sujetos de conocimiento. En ambos casos, el médico y el profesor serán epistémicamente injustos con sus interlocutores, y lo serán tanto en su rol de oyentes como en su rol de hablantes.
Hemos identificado, pues, algunos casos de una forma de injusticia epistémica paralela a la injusticia testimonial que señala Fricker. Esta forma de injusticia se caracteriza de entrada porque en lugar de ir del oyente hacia el hablante va en dirección del hablante hacia el oyente. Llamémosla, de modo poco imaginativo, injusticia testimonial de hablante. En una aproximación preliminar, puede decirse que este tipo de injusticia ocurre cuando el hablante, en virtud de un prejuicio sobre el oyente, se abstiene de darle apropiadamente cierta información por considerarlo no merecedor de ella y, de esta forma, lo vulnera en su calidad de agente adquisidor de conocimiento. Al igual que en la injusticia testimonial de oyente descrita por Fricker, aquí también los casos más insidiosos y dañinos parecen ser aquellos que -como en los ejemplos anteriores- involucran prejuicios identitarios. Nuestro paso siguiente será entonces afinar un poco más esta caracterización preliminar de la injusticia testimonial de hablante e indagar sobre su estructura interna y sobre algunas de las múltiples formas que puede tomar.
III
No siempre que un hablante juzga que un oyente no es merecedor de cierta información estamos ante un caso del tipo de injusticia testimonial que nos interesa. Si he prometido a un amigo guardar celosamente un secreto que me ha confiado y alguien impertinente insiste en que se lo revele, al negarme a hacerlo no cometeré en modo alguno una injusticia testimonial de hablante. En este caso, la persona impertinente simplemente no es merecedora de conocer tal información y, al negársela, no habrá vulneración de su calidad de agente adquisidor de conocimiento. Ser un agente de este tipo no implica, desde luego, que uno tenga un derecho irrestricto a conocer los secretos de los demás. Algo similar sucede si un hablante se niega a darle información a un asesino acerca del lugar donde se oculta su inocente víctima. Tampoco en este caso se comete una injusticia testimonial de hablante ni se vulnera epistémicamente al siniestro perseguidor. Los asesinos de inocentes simplemente no merecen información alguna sobre el paradero de sus potenciales víctimas. Más aun, ni siquiera es correcto pensar que siempre que un hablante le niega información a un oyente que sí la merece comete por ello una injusticia testimonial de hablante. Las así llamadas mentiras piadosas lo ilustran bien. En aras de proteger el bienestar de su oyente, un hablante puede verse en la incómoda situación de tener que mentirle. En tal caso, y a pesar de todas las buenas razones que haya podido tener el hablante para actuar de ese modo, habrá sin duda un agravio epistémico contra el oyente al negársele la posibilidad de conocer algo que merece saber. Pero esto por sí mismo no constituye una injusticia testimonial de hablante en el sentido que nos interesa. Para que se configure una injusticia de este tipo se requiere que la razón por la que el hablante considera que el oyente no es merecedor de cierta información sea un prejuicio -en cuyo caso ya no se trata de una buena razón en absoluto-. Y, en estrecha conexión con esto, se requiere además que la vulneración epistémica que sufre el oyente esté dirigida específicamente a menospreciar sus capacidades para adquirir ciertos conocimientos o darles un uso racional. La injusticia testimonial de hablante requiere así que la vulneración epistémica al oyente sea una afrenta motivada por un prejuicio a su calidad de sujeto racional adquisidor de conocimiento. En las mentiras piadosas no sólo los prejuicios sobre el oyente en general no son determinantes, sino que el tipo de vulneración epistémica que se le produce tampoco suele menospreciar sus capacidades como conocedor.
En todo caso, esta reflexión sí suscita la pregunta por la relación entre la injusticia testimonial de hablante y ciertos tipos de mentira y engaño. Aunque no todas las mentiras y demás formas de engaño están motivadas por prejuicios ni están dirigidas a menospreciar las capacidades del oyente como adquisidor de conocimiento, es claro que algunas de ellas pueden tener fácilmente ambas características. Además, un hablante que en virtud de sus prejuicios considera que su oyente no es un agente plenamente epistémico bien puede recurrir a la mentira o el engaño para no brindarle el tipo de información que piensa que no merece. En tal situación, surge la pregunta de si su comportamiento engañador constituye un modo de la injusticia testimonial de hablante que queremos dilucidar.
Fiel a su idea de que el concepto de injusticia epistémica es un “concepto paraguas” (umbrella concept) que cubre diversas variedades y casos (cf. Fricker, 2013, p. 1318), en su ensayo “Evolving concepts of epistemic injustice” Fricker da la bienvenida a algunas variantes de injusticia epistémica propuestas por autores como Kristie Dotson (2012), Christopher Hookway (2010), José Medina (2013) o Gaile Pohlhaus Jr. (2012) que van más allá de las formas originales que ella retrató en su libro. Sin embargo, en dicho ensayo Fricker también nos invita a mantener el concepto de injusticia epistémica dentro de ciertos límites estrictos. “Creo -nos dice- que tal categoría sólo será útil si continúa siendo limitada y específica, sin relajarse hasta incluir la generalidad de las manipulaciones interpersonales injustas” (Fricker, 2017, p. 53). Para el caso específico del concepto de injusticia testimonial, Fricker sugiere que uno de los límites estrictos que debemos mantener es el hecho de que “en la injusticia testimonial, la ausencia de manipulación consciente y deliberada es definitiva” (Fricker, 2017, p. 54). Si acogemos esta restricción, entonces las formas de mentira y engaño que se basan en prejuicios sobre el oyente y están dirigidas a menospreciar sus capacidades como agente epistémico no serán, en sentido estricto, formas de injusticia testimonial de hablante. Se trataría más bien de fenómenos que, a pesar de compartir con esta forma de injusticia la dependencia de prejuicios y el mismo tipo de vulneración epistémica, tienen una naturaleza diferente. La razón de esta diferencia estaría dada, justamente, porque una característica constitutiva del engaño y la mentira en general es su carácter de manipulación deliberada y consciente. En este caso, tendríamos entonces una distinción tajante entre la injusticia epistémica de hablante y las formas de mentira y engaño que también dependen de prejuicios y producen el mismo tipo de vulneración epistémica. Esto, por supuesto, nos dejaría la tarea todavía pendiente de perfilar el tipo de conductas verbales, distintas al engaño y la mentira, con las que el hablante podría cometer una injusticia testimonial contra el oyente que respete la restricción de Fricker. Al distinguir tajantemente el ámbito del engaño y el ámbito de la injusticia testimonial de hablante, sabríamos en todo caso que se trata de un tipo de conductas que carecen de una intención manipuladora deliberada y, por ende, no se sitúan en el plano de las violaciones a la virtud de la sinceridad. Si, de modo alternativo, optamos por relajar la restricción de Fricker, entonces las mentiras y engaños que estén basadas en prejuicios sobre el oyente y estén dirigidas a menospreciar sus capacidades como agente epistémico serán por ello mismo ejemplos de injusticia testimonial de hablante que -a diferencia de lo que ella propone- involucran la manipulación deliberada y consciente del interlocutor. Tendríamos entonces un área parcial común entre el ámbito del engaño y el ámbito de este tipo de injusticia. Pero -al igual que en la opción anterior- aquí también tendríamos la tarea de perfilar el tipo de conductas verbales en las que podría configurarse una injusticia testimonial de hablante que no se base en la manipulación consciente y deliberada.
La diferencia de fondo entre ambas concepciones radica en si la injusticia testimonial de hablante puede ser o no una transgresión a la sinceridad. Sin embargo, al menos para mis propósitos actuales, zanjar esta cuestión no es filosóficamente decisivo. Me parece mucho más interesante la tarea pendiente, común a ambos enfoques, de dilucidar aquella dimensión de la conducta verbal en la que podría tener cabida la injusticia testimonial de hablante sin que haya por ello una falta de sinceridad. Los ejemplos de la sección anterior apuntan, de hecho, en esta dirección. Aunque fácilmente podríamos imaginar a Greenleaf mintiéndole a Marge sobre la base de sus prejuicios de género, el caso es que cuando la excluye de la conversación que quiere tener con Ripley no le miente ni pretende engañarla. De forma similar, pese a tratarse de ejemplos apenas esbozados, fácilmente podemos imaginar que tanto el médico como el profesor, en virtud de sus prejuicios identitarios, pueden ser deficientes en la transmisión de información a sus pacientes o estudiantes sin que ninguno de los dos tenga la intención deliberada de engañarles. Parece entonces que, cuando se trata de transmitir información a los demás, la sinceridad del hablante no es la única dimensión relevante en la que se sitúa su conducta verbal. Existe una dimensión adicional que salta particularmente a la vista cuando transitamos por un terreno pedagógico.
IV
“La confianza epistémica -nos dice Fricker- tiene dos componentes distintos: la competencia y la sinceridad” (Fricker, 2007, p. 45). Esto significa que al juzgar la credibilidad del hablante, el oyente busca determinar si este habla sinceramente y si tiene la competencia necesaria con respecto a lo que dice. Si juzga, correcta o incorrectamente, que el hablante es competente y sincero, entonces le tendrá confianza epistémica. Pero si el oyente percibe, correcta o incorrectamente, que el hablante es un engañador o que no es competente respecto a lo que afirma, entonces su juicio de credibilidad y su confianza epistémica se transformarán en consonancia. También el hablante busca determinar la actitud que pueda tener el oyente hacia su potencial testimonio. En particular, le interesa establecer si está dispuesto a recibir su testimonio de modo apropiado y si tiene la competencia necesaria para hacerlo. Por parte del hablante encontramos entonces una dimensión evaluativa hasta cierto punto paralela a la que emplea el oyente. De un lado, el hablante busca determinar si el oyente tiene una actitud honesta frente a su potencial testimonio, en el sentido de que no pretende malinterpretarlo deliberadamente ni obrar de mala fe ante él. De otro lado, el hablante también busca determinar si su oyente cuenta con la competencia necesaria para una correcta comprensión de la información que quiere transmitirle. El resultado de esta doble evaluación, por tácita y espontánea que sea en la mayoría de las ocasiones, es que el hablante ajustará lo que le dice al oyente y la manera en que lo hace. Así las cosas, en los intercambios comunicativos hablantes y oyentes suelen entrar en un juego tácito de evaluación mutua en el que el oyente busca determinar el grado de credibilidad del hablante y este, a su vez, busca determinar el grado de receptividad testimonial -por llamarla de algún modo- de aquel. Cuando todo va bien, y la evaluación de ambas partes en la comunicación es acertadamente positiva, están dadas las condiciones apropiadas para la mutua confianza epistémica.
Así como el oyente puede acertar o fallar en sus juicios de credibilidad con respecto al hablante, así también el hablante puede acertar o fallar en su evaluación de la receptividad testimonial del oyente. Cuando el hablante falla en este aspecto, su fallo puede darse por múltiples razones y, en ocasiones, se tratará de simple mala suerte epistémica. No obstante, es claro que, al tratarse de una evaluación que en general transcurre de modo tácito y espontáneo, el hablante también puede fallar en virtud de los prejuicios que tiene hacia el oyente o su grupo social. De esta forma, el hablante incurrirá en una injusticia testimonial cuando, arrastrado por sus prejuicios, subestime indebidamente la receptividad testimonial de su interlocutor. En tal caso, sus prejuicios lo habrán llevado a menospreciar las capacidades del oyente como receptor de su testimonio y, por ende, como agente adquisidor de conocimiento. Nótese que esto puede ocurrir sin una intervención deliberada o malintencionada por parte del hablante hacia el oyente. Basta con que su percepción del oyente esté nublada por el prejuicio para que su evaluación de la receptividad testimonial también se vea trastocada y lo lleve a cometer una injusticia testimonial de hablante.
Ahora bien, una evaluación correcta de la receptividad testimonial del oyente implica que el hablante es capaz de reconocer apropiadamente las necesidades epistémicas de quien le escucha. Aquí es donde se aprecia la dimensión pedagógica anunciada al final de la sección anterior. Básicamente, el hablante que cuenta con una sensibilidad apropiada ante las necesidades epistémicas de su oyente es alguien que logra acertar en la identificación tanto de lo que su interlocutor necesita comprender como de aquello que comprende de antemano y que le sirve de trasfondo para la recepción de la nueva información. Esta sensibilidad del hablante ante las necesidades epistémicas de su oyente permeará de múltiples formas su conducta verbal. El hablante irá ajustando su discurso en función de ellas y, a medida que avanza la interacción comunicativa, irá ponderando si debe explicar en detalle algún aspecto de la información que comparte, si cierto conocimiento es relevante para la buena comprensión de lo que dice, o si cierta visión panorámica de un asunto complejo es una simplificación instructiva o una distorsión grosera del tema tratado. El hablante también se mostrará dispuesto a colaborar con el oyente en su esfuerzo, en modo alguno fácil, por identificar las posibles lagunas en su comprensión de la información recibida. En general, puede decirse entonces que el hablante que cuenta con una sensibilidad apropiada ante las necesidades epistémicas de su interlocutor estará inmerso en la tarea genuinamente interpersonal de ayudarlo a descubrir la verdad o a que logre una comprensión adecuada de un asunto que es de su interés. Un ejemplo paradigmático de un hablante de este tipo es el buen maestro que de modo recurrente logra ajustar sus enseñanzas y estrategias pedagógicas a lo que requieren sus estudiantes.
Cuando, como resultado de sus prejuicios, el hablante menosprecia la receptividad testimonial de su oyente, también su sensibilidad ante las necesidades epistémicas de este se ve negativamente afectada. A diferencia de lo que ocurre con el buen maestro, ahora la transmisión de información por parte del hablante puede tornarse defectuosa de múltiples formas. Insensibilizado por el prejuicio ante las necesidades epistémicas de quien lo escucha, el hablante podrá darle una información incompleta, difícil de comprender, o carente de una articulación precisa. También podrá incurrir en simplificaciones que desdibujan por completo un asunto complejo o en explicaciones de un nivel tan elemental que son una muestra de irritante condescendencia. Así, el médico de nuestro ejemplo anterior, arrastrado por sus prejuicios sobre los pacientes, puede darles una información que nos les sirve en modo alguno para comprender realmente la situación en la que se encuentran ni les permite tomar las mejores decisiones frente a los posibles tratamientos a seguir. Algo similar puede ocurrirle al profesor que, a diferencia del buen maestro, moldea sus enseñanzas a partir de prejuicios sobre sus estudiantes. En tales casos, estaremos ante diversas formas de injusticia testimonial de hablante que tienen como punto común que las deficiencias en la transmisión de información están ancladas a los prejuicios de los hablantes sobre sus oyentes. Esto no significa, por supuesto, que siempre que un hablante transmita deficientemente cierta información a sus oyentes estemos ante un caso de injusticia de este tipo.
Esta reflexión pone de manifiesto un tipo de virtud que resulta crucial para la buena transmisión de la información por parte del hablante y que es distinta de la virtud de la sinceridad. En truth and truthfulness (2002), Bernard Williams distingue dos virtudes básicas que exhiben las personas cuando quieren conocer la verdad o decírsela a otras personas: la sinceridad y la precisión (accuracy). Williams caracteriza preliminarmente la sinceridad como la disposición a asegurarse de que “lo que uno dice revela lo que uno cree” y la precisión como la disposición a “hacer lo mejor que uno pueda para adquirir creencias verdaderas” (Williams, 2002, p. 11). A primera vista, parece entonces que la sinceridad es una virtud que tiene que ver con nuestro comportamiento verbal ante los demás, mientras que la precisión es una virtud que tiene que ver con nuestra conducta frente al objeto de investigación. Sin embargo, el asunto es más complejo. Aunque no es algo que Williams desarrolle en su libro, al menos en un punto él reconoce también un aspecto social en la precisión. Está virtud -nos dice- se aplica “a la adquisición de creencias correctas en primer lugar, y al traslado de ellas de modo fiable a un fondo común de información” (Williams, 2002, p. 44; cursivas mías). Así, la transmisión de información no es sólo un asunto de sinceridad, sino que también lo es, de modo importante, de precisión a nivel social. No debemos confundir ambas virtudes ni reducir la una a la otra. Una persona puede ser sincera en lo que nos dice y aun así fallar en la precisión social al transmitir la información de un modo ambiguo o poco comprensible. De modo similar, de un buen informante no sólo esperamos que sea cuidadoso en la adquisición de la información y no nos engañe, sino también que nos la transmita de modo claro y adecuado. Así como la precisión sin más se refiere a nuestros esfuerzos por obtener creencias verdaderas propias, así también la precisión en su aspecto social se refiere en general a nuestros esfuerzos para ayudar a otros a descubrir la verdad, bien sea contándosela o de algún otro modo. Cuando se trata de transmisión de información, la dimensión adicional a la sinceridad en la que se sitúa la conducta verbal del hablante es entonces la precisión social. Los diversos casos de injusticia testimonial de hablante habrán de ser así transgresiones a esta virtud en su aspecto social; y lo serán aun si quien comete la injusticia es sincero y no tiene intención de engañar a su oyente.
V
Aparte de la injusticia testimonial que comete el oyente, en Epistemic Injustice Fricker también describe una segunda forma de injusticia epistémica: la injusticia hermenéutica (cf. Fricker, 2007, cap. 7). Esta sucede cuando una cierta laguna en los recursos hermenéuticos colectivos de una sociedad deja a algunas personas en una desventaja injusta para comprender o comunicar sus experiencias sociales. A diferencia de la injusticia testimonial, la injusticia hermenéutica no es perpetrada por un agente en particular, sino que se trata de un fenómeno estructural. Cuando recae sobre grupos socialmente desfavorecidos, ella es el resultado de una marginación hermenéutica de tales grupos. Esta marginación está dada por los diversos desequilibrios de poder en una sociedad que impiden que algunos grupos sociales puedan participar activamente en la elaboración de los recursos hermenéuticos colectivos. Así, los grupos sociales desfavorecidos serán también grupos hermenéuticamente marginados que estarán expuestos a injusticias hermenéuticas a la hora de comprender o comunicar ciertas porciones de su experiencia social. Fricker ilustra una injusticia hermenéutica de este tipo con el caso de Carmita Wood, una mujer que es víctima de acoso sexual antes de que dicho concepto haya sido acuñado y que, a falta de él, se ve en grandes dificultades para comprender y comunicar adecuadamente el trato que recibe (cf. Fricker, 2007, pp. 149-152).
Algunos autores (cf. Dotson, 2012; Medina, 2013; Pohlhaus, 2012; entre otros) han señalado que los recursos hermenéuticos de una sociedad no son monolíticos ni están diseminados de modo uniforme en los diversos grupos sociales. En este sentido, los grupos marginados pueden haber desarrollado recursos conceptuales propios que les permiten comprender a cabalidad ciertos aspectos de sus experiencias sociales, sin que tales recursos sean debidamente reconocidos o aceptados por la sociedad en su conjunto. El caso del concepto de acoso sexual lo ilustra bien. Luego de ser acuñado por las feministas de la segunda ola, resta todavía un largo camino -aún en nuestros días- para que el concepto permee apropiadamente a toda la sociedad y entre a formar parte de su sensibilidad hermenéutica colectiva. En circunstancias de este tipo, donde los conceptos forjados por los grupos marginados para entender sus experiencias no están todavía en la conciencia social general, puede presentarse entonces una forma de injusticia epistémica que Kristie Dotson (2012) denomina injusticia contributiva. En ella, el oyente persiste en utilizar el acervo inadecuado de conceptos con el que la sociedad en su conjunto ha llenado ciertas lagunas hermenéuticas -por ejemplo, usar los conceptos de coquetería o flirteo para caracterizar casos de acoso sexual- para frustrar los intentos del hablante por transmitir una comprensión más adecuada de su propia experiencia. La injusticia contributiva resulta así anclada a lo que Gaile Pohlhaus Jr. (2012) llama ignorancia hermenéutica voluntaria -esto es, básicamente, una forma de ignorancia en la que los grupos dominantes se resisten a conocer y entender los recursos conceptuales con los que las personas de otros grupos articulan sus experiencias sociales-. Tanto Dotson como Pohlhaus señalan que esta forma de injusticia es a la vez agencial y estructural (cf. Dotson, 2012, p. 31; Pohlhaus, 2012, p. 724). Es agencial porque es perpetrada por un oyente hacia un hablante que intenta fallidamente hacerle comprender sus experiencias usando un acervo conceptual más apropiado. Y es estructural porque la incomprensión y el rechazo del oyente están ligados a su uso de recursos hermenéuticos comunes en su sociedad, pero inapropiados para lograr una comprensión adecuada de la experiencia del hablante.
Ahora bien, nuestra reflexión anterior sobre la injusticia testimonial de hablante nos permite identificar una forma de injusticia que -a diferencia de la injusticia contributiva de Dotson- va del hablante hacia el oyente, pero que -al igual que esta injusticia- tiene un importante componente hermenéutico asociado a la posesión y difusión de conceptos relevantes para la comprensión de ciertas experiencias sociales. Esta injusticia se presenta cuando, en virtud de ciertos prejuicios sobre el oyente o su grupo social, el hablante no le proporciona a aquel el acervo conceptual que le permitiría una mejor comprensión de algunos aspectos de su experiencia. Así, por ejemplo, un abogado con ciertos prejuicios clasistas y cierta atracción por la así llamada alta sociedad podría estar dispuesto a prestar su asesoría legal a mujeres acomodadas que hayan sido víctimas de acoso sexual, sin estar dispuesto a darles las mismas herramientas jurídicas a mujeres pobres víctimas de acoso que le consulten, de modo que no les permita comprender la dimensión jurídica de la agresión que han sufrido. Para el tipo de injusticia que estoy señalando, ni siquiera es necesario que el hablante omita el acervo conceptual que requiere el oyente para lograr una buena comprensión de cierta dimensión de su experiencia. Nuestro médico de ejemplos anteriores, en virtud de sus prejuicios sobre sus pacientes, podría hablarles sobre su condición de salud, pero hacerlo en una jerga tan especializada que les resulte incomprensible y sin tener el menor interés por traducirla a un lenguaje inteligible para el lego en medicina. En este caso, el médico empleará frente a sus pacientes un acervo conceptual que describe correctamente su estado de salud, pero, dados sus prejuicios y su consecuente insensibilidad ante las necesidades epistémicas que tienen, lo hará de un modo que en nada contribuye a que logren la comprensión que requieren. El médico hablará entonces sólo para sí mismo o, peor aún, lo hará de forma puramente burocrática. De este modo, la injusticia que nos ocupa prolonga las formas de injusticia hermenéutica que afectan a ciertas personas, al no darles el acervo conceptual que necesitan para lograr una comprensión apropiada de sus experiencias o -lo que muchas veces sucede al mismo tiempo- al dejar que sigan usando recursos hermenéuticos viciados en sus intentos por comprender tales experiencias. Pero, al ser una injusticia que el hablante hace contra el oyente, se trata de una injusticia claramente agencial.
En la injusticia que interesa a Dotson y Pohlhaus, la ignorancia hermenéutica voluntaria ocupa un lugar central. Es gracias a ella que el oyente comete su agravio epistémico al hablante. En cambio, en la injusticia que nos ocupa, dicha ignorancia no figura, o al menos no lo hace directamente. Aquí el hablante cuenta con los recursos hermenéuticos adecuados para comprender ciertos aspectos de la experiencia social del oyente, y la injusticia radica en que no los comparte apropiadamente con él. En todo caso, al tratarse de una injusticia que prolonga la injusticia hermenéutica, en ella también se presenta una forma de ignorancia hermenéutica. Sólo que en esta ocasión recae sobre la víctima en vez de sobre el perpetrador y, en este sentido, se trata de una forma de ignorancia no voluntaria sino por coacción. Esto, a su vez, pone de manifiesto una doble dimensión de la marginación hermenéutica. De un lado, tenemos que -como bien señala Fricker-, por su escasa participación en la generación de los recursos hermenéuticos colectivos de una sociedad, ciertos grupos sociales pueden tener dificultades para comprender sus experiencias debido a que no están adecuadamente conceptualizadas en dichos recursos. E incluso si -como señalan otros autores, incluyendo a Dotson y Pohlhaus- tales grupos han desarrollado sus propias herramientas conceptuales para comprender sus experiencias, la marginación hermenéutica que padecen puede truncar sus esfuerzos por comunicar tales herramientas a otros sectores sociales. De otro lado, y debido a esta misma marginación, los grupos sociales afectados por ella pueden tener grandes dificultades para acceder a conceptos, disponibles en otros sectores del entramado social, que son claves para una buena comprensión de algunos aspectos de su experiencia. Estas dificultades para acceder a tales recursos hermenéuticos pueden deberse, desde luego, a injusticias distributivas derivadas de un acceso inequitativo a ciertos bienes educativos. Pero tales dificultades también pueden deberse al tipo de injusticia discriminatoria que he descrito en el que hablantes con diversos prejuicios sobre sus oyentes participan activamente.
En la sección anterior, vimos que la injusticia testimonial de hablante es una forma de transgresión a la virtud de la precisión social. Además de casos como el de la exclusión explícita de la conversación por parte de Greenleaf a Marge, notamos que dicha injusticia también está dada por las formas, con frecuencia diversas y sutiles, en que un hablante guiado por los prejuicios sobre su oyente le transmite información de modo deficiente y sin atender a sus necesidades epistémicas. Pretender realizar un inventario exhaustivo de las múltiples formas en que esto sucede puede resultar, por supuesto, ingenuo. Con todo, en esta sección hemos identificado un tipo de injusticia que quizá podamos llamar injusticia hermenéutica de hablante. Esta injusticia no es adicional a la injusticia testimonial de hablante, sino que es más bien un subconjunto de ella definido en términos del tipo específico de contenido que el hablante transmite deficientemente al oyente. Su rasgo característico es que -a diferencia de lo que sucede con otros tipos de injusticia testimonial de hablante- en este caso se trata específicamente de recursos hermenéuticos de los que carece el oyente que, sin embargo, son cruciales para que logre una comprensión adecuada de ciertos aspectos de su experiencia.
VI
Al igual que en las injusticias epistémicas retratadas por Fricker, en la injusticia testimonial de hablante -bien sea hermenéutica o no- cabe distinguir entre daño primario y daños secundarios (cf. Fricker, 2007, pp. 43ss para esta distinción). El daño primario es -como hemos visto- la vulneración de las capacidades del oyente como agente adquisidor de conocimiento. Aunque la dimensión de esta vulneración puede variar en distintos casos, se trata de un daño constitutivo de la injusticia testimonial de hablante. Los daños secundarios, por su parte, son las consecuencias, tanto prácticas como epistémicas, que eventualmente pueda tener dicha injusticia para la persona que la sufre. En todo caso, al menos en algunas ocasiones la injusticia testimonial de hablante tiene también un importante aspecto político al que debemos atender.
En su ensayo “Epistemic justice as a condition of political freedom”, Fricker sostiene que existe “una conexión interna entre el valor positivo de la justicia epistémica y un ideal liberal de libertad política” (Fricker, 2013, p. 1320). Ella argumenta que un aspecto que debe ser compartido por las diversas concepciones de libertad política es la idea de libertad como no dominación. Tener este tipo de libertad significa que las personas cuentan con el poder de impugnar cualquier interferencia arbitraria -y, por ende, injusta y dominadora- que puedan eventualmente padecer en la sociedad. Esto, a su vez, implica que la sociedad dispone de un andamiaje institucional apropiado para atender correctamente las diversas impugnaciones que realicen los ciudadanos. Y aquí es donde entra la justicia epistémica como un aspecto crucial de dicho andamiaje. De acuerdo con Fricker, para que las personas puedan realmente impugnar las interferencias arbitrarias se requiere que las instituciones encargadas de recibir tales impugnaciones les den una recepción justa y libre de prejuicios. Tales instituciones han de ser entonces epistémicamente justas, tanto a nivel testimonial como hermenéutico. Salvo que se trate de mera hipocresía, una sociedad que se precie de exaltar la libertad habrá de ser así una sociedad que cuenta con un sólido entramado institucional de justicia epistémica. Nuestra reflexión sobre la injusticia testimonial de hablante nos permite complementar el planteamiento de Fricker acerca del nexo constitutivo entre justicia epistémica y libertad política. El poder que tenga una persona de impugnar una interferencia arbitraria en su contra no sólo depende de que pueda acudir a instancias que le den una escucha libre de prejuicios a su impugnación, sino también de que la persona pueda acceder a la información adecuada tanto para saber que sufre una interferencia arbitraria como para realizar la impugnación correspondiente. Si la persona no puede disponer de esta información, entonces no contará con los recursos epistémicos necesarios para impugnar la interferencia. En tal caso, ella estará en una situación de dominación, y lo estará aun si tiene la buena fortuna de vivir en una sociedad en la que las instituciones encargadas de recibir las impugnaciones de la ciudadanía son testimonial y hermenéuticamente justas. La suya simplemente nunca les llegará. La libertad política como no dominación requiere entonces que las personas tengan un acceso adecuado a la información que necesitan para detectar e impugnar las posibles interferencias arbitrarias en su contra. Esto exige, por supuesto, justicia distributiva en el acceso de la población a ciertos bienes epistémicos. Pero también exige que el acceso de las personas a la información que requieren para ejercer su libertad no esté entorpecido por diversos prejuicios acerca de sus identidades sociales. En una palabra, cuando se trata de actividades dirigidas a garantizar los derechos ciudadanos, la justicia epistémica de hablante a nivel institucional es un elemento fundamental para el ejercicio de la libertad política. De acuerdo con esto, y a modo de complemento a la propuesta de Fricker, la justicia epistémica es condición de la libertad política no sólo en el sentido -enfatizado por ella- de que las instituciones deben ser testimonial y hermenéuticamente justas en la recepción de la información que les brindan los ciudadanos, sino también en el sentido de que deben ser epistémicamente justas y libres de prejuicios en la difusión de la información que ellos requieren y que, en ocasiones, bien puede precisar de un enfoque diferencial que atienda a sus diversas identidades sociales.
Ahora bien, no se trata solamente de que, en las situaciones relevantes, exista un nexo causal entre el hecho de que alguien reciba información de un modo epistémicamente justo y el hecho de que impugne cierta interferencia arbitraria en su contra o, alternativamente, entre el hecho de que no realice la impugnación y el hecho de que sea víctima de injusticia epistémica en su recepción de la información. Se trata, además, de que en ciertos contextos la injusticia testimonial de hablante es en sí misma una instancia de dominación. Cuando el abogado con prejuicios clasistas de nuestro ejemplo no les brinda apropiadamente la información jurídica a sus clientas pobres, su injusticia epistémica de hablante probablemente llevará a que ellas, al no disponer adecuadamente de dicha información, no denuncien ante las instancias pertinentes las injusticias que sufren. En tal caso, dicha injusticia epistémica no sólo obstaculizará la realización de la denuncia, sino que, al obstaculizarla y por estar basada en prejuicios, será ella misma una interferencia arbitraria por parte del abogado en la libertad de sus clientas. Algo similar sucede con el médico que por sus prejuicios no les da información adecuada a sus pacientes y, de este modo, interfiere arbitrariamente en su capacidad de tomar decisiones y ejercer su legítimo derecho a la salud. En ambos casos, la injusticia epistémica de hablante perpetrada por el abogado y el médico será en sí misma una instancia de dominación. Y en ambos casos dicha injusticia resultará difícil de detectar para sus víctimas, al privarlas precisamente de los recursos epistémicos que les permitirían notar que sufren una interferencia arbitraria. La injusticia epistémica de hablante puede ser así una forma de dominación silenciosa. Cuando este tipo de injusticia constituye en sí mismo una instancia de dominación, podemos decir que el daño primario de la vulneración al oyente en su calidad de agente adquisidor de conocimiento es, también de modo primario, una afrenta a su libertad. Si -situándonos ahora en el plano institucional- una institución por cierta cultura prejuiciosa en su interior no transmite adecuadamente información relevante para ciertos grupos sociales, o si no cuenta con los mecanismos para prevenir que sus integrantes incurran en injusticias epistémicas al difundir dicha información, entonces tal institución tendrá, aun si no lo hace deliberadamente, una política de dominación frente a tales grupos de población.
Para nadie es un secreto que en ciertas circunstancias la mentira y otras formas de engaño son claros modos de dominación política. Si nuestra reflexión actual es correcta, la transgresión a la virtud de la precisión social, al menos cuando toma la forma de la injusticia epistémica de hablante, también puede serlo. Esto no sólo pone de manifiesto la relevancia política de dicha virtud, sino que también plantea la cuestión acerca del tipo de actitudes epistémicas que deben inculcarse en la ciudadanía y en las instituciones de una sociedad que aspire a la libertad. No bastará con que el rechazo a la mentira y el engaño esté bien arraigado en la conciencia social. Se requiere además que personas e instituciones tengan compromisos firmes con la precisión social y estén dispuestas a identificar y combatir las insidiosas formas de injusticia epistémica que puedan circular por las fibras del tejido social. A la inversa, una buena forma de medir -por supuesto, no la única- el grado de opresión que existe en una sociedad es examinar la conducta ciudadana, y, especialmente, la de los grupos asentados en el poder, respecto a las virtudes de la verdad.
VII
En The epistemology of resistance (2013), José Medina critica el tratamiento de Fricker a la injusticia testimonial por considerar que no es lo suficientemente holista. Medina piensa que, al enfocarse principalmente en la interacción comunicativa particular en la que el oyente comete la injusticia testimonial y en los daños que se derivan de allí, Fricker descuida varios aspectos sociohistóricos que son claves para la comprensión de dicha injusticia. “Puesto que las injusticias epistémicas son un asunto holístico -nos dice-, su análisis también debe ser holístico” (Medina, 2013, p. 60). En un espíritu afín, cabe preguntarse si mi tratamiento de la injusticia testimonial de hablante adolece de una limitación similar a la que Medina encuentra en la propuesta de Fricker. Al fin y al cabo, mi reflexión ha seguido la de ella casi como en un espejo y yo también me he enfocado principalmente en la interacción comunicativa particular en la que se comete la injusticia testimonial, esta vez por parte del hablante. En esta sección final exploraremos brevemente la dimensión holista sobre la que Medina llama la atención. De acuerdo con Medina, una de las consecuencias de no contar con un enfoque holista es que Fricker pierde de vista la manera en que la atribución deficitaria de credibilidad a personas de ciertos grupos sociales está ligada a la atribución excesiva de credibilidad a personas de otros grupos. “La credibilidad -sostiene- tiene una naturaleza interactiva; y su atribución propia o impropia refleja ese aspecto interactivo esencial al ser comparativa o contrastiva” (Medina, 2013, p. 61). Medina ilustra esta idea con un meticuloso análisis del modo en que se entrelazan las diversas asignaciones de credibilidad en Matar a un ruiseñor. Pero este carácter interactivo de la atribución de credibilidad también se aprecia en el caso de Greenleaf. La poca credibilidad que él le da al conocimiento que tiene Marge sobre su hijo y a sus crecientes sospechas sobre Ripley está fuertemente vinculada con el exceso de credibilidad que le otorga a este opaco personaje para aclarar el misterio de la desaparición de Dickie. Sin embargo, aunque con frecuencia la asignación de credibilidad sigue este patrón de exceso y defecto, no considero -como parece ser la postura de Medina- que este rasgo sea esencial o esté siempre presente en nuestros juicios de credibilidad. Uno podría imaginar casos de oyentes testimonialmente injustos con hablantes de cierto grupo social que, sin embargo, no les dan una credibilidad excesiva a hablantes de otros grupos, sino que los juzgan con la vara apropiada. Obviamente, en tales casos el oyente dará más credibilidad a unos hablantes y menos a otros, pero el punto clave es que esto no significa que los beneficiados reciban más credibilidad de la que realmente se merecen. Así, el hecho de que la asignación de credibilidad pueda ser comparativa o contrastiva no implica necesariamente que siga un patrón de exceso y defecto.
Una reflexión similar vale para la receptividad testimonial que el hablante le atribuye al oyente. También aquí el caso de Greenleaf ilustra un patrón de exceso y defecto. Sus prejuicios en torno al género no sólo lo llevan a considerar que Marge, por su condición de mujer, carece de la compostura necesaria para obtener conocimientos dolorosos sobre Dickie, sino que también lo llevan a pensar que él, por su condición de hombre, tiene el aplomo necesario para lograr tales conocimientos. La poca receptividad testimonial que Greenleaf le otorga a Marge está así ligada a la muy extraviada sobrevaloración que él hace de sus propias destrezas epistémicas para descifrar la vida de un hijo a quien poco conoce. Pero aquí tampoco podemos asumir que la asignación de receptividad testimonial por parte del hablante siempre siga un patrón interactivo de este tipo. De nuevo se pueden imaginar casos de hablantes que son testimonialmente injustos con las personas de ciertos grupos sociales, sin que eso los lleve automáticamente a sobrevalorar la receptividad testimonial de personas de otros grupos.
Esto no significa, por supuesto, que Medina no tenga razón al insistir en que debemos prestar atención a las estructuras interactivas y los factores sociohistóricos que operan en las diversas instancias de injusticia testimonial, ya sean de hablante o de oyente. Sólo implica que tales estructuras interactivas no siempre toman la forma de un patrón de exceso y defecto en la asignación de credibilidad o receptividad testimonial. Dichas estructuras interactivas también pueden presentar otras formas en múltiples niveles. De hecho, casi desde el comienzo de este ensayo notamos que los prejuicios que, en el transcurso de una interacción comunicativa, pueden llevar a alguien a cometer una injusticia testimonial de oyente fácilmente lo pueden llevar a cometer también una de hablante. Si -como lo ilustra el infortunado caso de Greenleaf y Marge- se menosprecia a una persona en su calidad de agente epistémico dador de conocimiento, es probable que también se le menosprecie como agente adquisidor de conocimiento, y a la inversa. Las injusticias testimoniales de hablante y oyente resultan así estrechamente entrelazadas. Más aun, incluso si nos enfocamos solamente en las interacciones comunicativas particulares, podemos detectar allí una conexión interna entre nuestras valoraciones del interlocutor como agente dador o adquisidor de conocimiento y nuestro propio comportamiento epistémico frente a él como dadores o adquisidores de conocimiento. Así, en el caso de la injusticia testimonial de oyente, nuestro menosprecio por el hablante como dador de conocimiento afectará también nuestra actitud como adquisidores de conocimiento. Al otorgarle al hablante menos credibilidad de la que merece, el conocimiento que nos brinda puede perderse o verse debilitado epistémicamente para nosotros. De modo paralelo, en el caso de la injusticia testimonial de hablante, nuestro menosprecio por el oyente como adquisidor de conocimiento afectará también nuestro comportamiento ante él como dadores de conocimiento. Al atribuirle al oyente menos receptividad testimonial de la que tiene, nuestra propia transmisión de información se verá mermada en su calidad de distintas maneras. En este sentido, no deja de haber cierta ironía en el hecho de que nuestro injusto menosprecio por el interlocutor en su doble rol de agente adquisidor y dador de conocimiento rebaje nuestra propia agencia epistémica precisamente como adquisidores y dadores de conocimiento. Las injusticias testimoniales que cometemos en nuestro papel de hablantes y oyentes tienen así como uno de sus resultados nuestro propio decaimiento epistémico. Esto, por supuesto, no compensa las injusticias cometidas, pero sí ilustra lo cerca que está el perpetrador de ser él mismo, y a causa de sus propios prejuicios, ese agente epistémicamente disminuido que cree ver en su víctima. También pone de manifiesto que mientras la víctima probablemente será consciente de la injusticia testimonial que padece, al perpetrador fácilmente le puede pasar desapercibido su propio rebajamiento epistémico al cometerla.
La conexión interna entre nuestras valoraciones de los demás como dadores y adquisidores de conocimiento y nuestras propias conductas epistémicas frente a ellos no se restringe a los casos en los que juzgamos deficitariamente a nuestros interlocutores. También cuando les otorgamos más credibilidad o receptividad testimonial de la que se merecen se presenta un nexo similar. Una atribución en exceso de credibilidad al hablante debilita nuestro papel como adquisidores de conocimiento al llevarnos fácilmente a una actitud de credulidad ante lo que nos dice. De modo similar, una atribución excesiva de receptividad testimonial al oyente afecta nuestra labor como dadores de conocimiento y puede llevarnos a darle información de un modo que no logre asimilar del todo. En este punto cabe entonces la pregunta de si la atribución excesiva de receptividad testimonial al oyente da lugar -como la atribución deficitaria- a una injusticia testimonial de hablante. Fricker aborda una cuestión similar con respecto a la atribución en exceso de credibilidad por parte del oyente y concluye que, si bien ella puede afectar el carácter epistémico del hablante cuando sucede de modo recurrente, no se trata de una injusticia testimonial (cf. Fricker, 2007, pp. 19-21). Yo me inclino a una posición similar para el caso de la atribución excesiva de receptividad testimonial a un oyente, siempre y cuando ella no venga aparejada con una atribución deficitaria de receptividad a otro. Una atribución excesiva de receptividad testimonial puede imponer sobre el oyente pesadas cargas epistémicas que pueden generarle incluso daños personales. Con todo, a pesar del daño que pueda causarse, no diría que se trata de una injusticia testimonial que el hablante comete contra la persona sobre quien recae la atribución excesiva. La razón es que -a diferencia de lo que ocurre con la atribución deficitaria de receptividad testimonial- la atribución en exceso no menosprecia al oyente en su calidad de agente epistémico ni constituye una afrenta a su racionalidad. En síntesis, en el caso de la injusticia testimonial de hablante la dimensión holista que señala Medina no se encuentra necesariamente en el patrón de exceso y defecto que, con frecuencia pero no siempre, tienen nuestras atribuciones de receptividad testimonial a oyentes de distintos grupos sociales. Además de los complejos factores sociohistóricos que permean las diversas formas de injusticia epistémica, existe un profundo nexo, presente tanto en la injusticia testimonial de hablante como en la de oyente, entre nuestras valoraciones de los demás como dadores y adquisidores de conocimiento y nuestras propias conductas epistémicas ante ellos en estos respectos. En el entramado holístico en el que se sitúan las injusticias epistémicas se dan además vínculos variados entre ellas y otros vicios epistémicos. Esto es algo que reconoce Fricker y en lo que insiste Medina en su libro (cf. Medina, 2013, caps. 1 y 2), y nosotros nos hemos topado de pasada con algunos de estos nexos a lo largo de este ensayo. De entrada, la injusticia testimonial, sea de hablante o de oyente, está ligada a sesgos y prejuicios en distintos niveles. En este sentido, ella también puede estar vinculada a diversas formas de dogmatismo, irreflexión, ignorancia voluntaria, arrogancia epistémica, pereza intelectual o falta de curiosidad. Tenemos entonces un complejo territorio donde la reflexión sobre la injusticia epistémica se entrelaza con la reflexión sobre los vicios y virtudes que pueden estar presentes en nuestra vida epistémica, ya sea a nivel social o personal.1