INTRODUCCIÓN
El reconocimiento del carácter pluriétnico y multicultural de la nación colombiana corresponde a uno de los cambios más significativos introducidos por la Constitución de 1991, desde los planos societal y político (García & Uprimny, 2004; Gros, 1991, 2000; Laurent, 1997, 2005, 2018; Pineda, 1997; Uprimny, 2011)1. A partir de entonces, los pueblos indígenas “llegaron para quedarse”; de hecho, la participación de tres de sus delegados en las deliberaciones que llevaron a la adopción de la nueva Magna Carta, en julio de ese mismo año, marcó el inicio de una ininterrumpida proyección del movimiento indígena2 en el debate público y en el escenario electoral del país.
Al cabo de tres décadas, el “multiculturalismo a la colombiana” inaugurado con la nueva propuesta constitucional pasa por la prueba de la experiencia3. Por un lado, refleja mutaciones desde el relato nacional, en tono de halago a la diversidad (Laurent, 2005, 2016; Sarrazin, 2019; Ulloa, 2004). Marca, a la vez, una institucionalización progresiva del discurso a favor del respeto de la(s) diferencia(s) y una inserción de organizaciones y líderes indígenas en las corporaciones públicas -en ese sentido, también, en el aparato estatal- (Basset, 2011; Chilito, 2018; Escandón, 2011; Laurent, 2005).
Por otro lado, las nuevas modalidades de acción del movimiento indígena de Colombia han suscitado dudas, formuladas en paralelo por sus protagonistas y desde la academia, y que resaltan efectos matizados. No han parado las denuncias relativas a una insuficiente aplicación de los principios constitucionales referidos a los derechos de los pueblos indígenas o, incluso, controversias enfocadas en algunos impactos considerados negativos de la trasposición de la multiculturalidad en el contenido de políticas públicas (Baronnet & Mazars, 2010; Bocarejo & Restrepo 2011; Chaves, 2011; Chaves & Hoyos, 2021; Duarte, 2015; Laurent, 2005, 2010, 2018; Sarrazin, 2019). Frente a semejantes limitaciones, se han mantenido desde los pueblos indígenas acciones reivindicadas como de resistencia -por ejemplo, las llamadas mingas4- realizadas para defender proyectos de vida alternativos, acordes con la defensa de su autonomía territorial y política relativas -oficialmente plasmadas, pero también, llevadas a cabo en asocio a una amplia gama de organizaciones y actores sociales- (Archila, 2008; Caviedes, 2009; Laurent, 2005, 2010, 2019, 2020).
En la intersección entre la antropología, los estudios culturales, la historia, la geografía, el derecho, la ciencia política y la sociología, las reflexiones encaminadas a examinar el marco multiculturalista resaltan algunos avances que aseguran el ámbito de la movilización legal, pero también, varios de sus límites (Ariza, 2009; Baquero & Rodríguez, 2020; Bocarejo & Restrepo, 2011; Chaves, 2011; Echeverri et al., 2015; García & Uprimny, 2004; Jackson, 2019; Jaramillo, 2011; Laurent, 2005, 2018; Lemaitre, 2009; Rappaport, 2008; Rueda, 2017; Sandoval, 2013). También se orientan al resultado de la inserción “indígena”5 en la competencia electoral, su articulación con la movilización social y, de manera más amplia, con la democracia y la política (Archila, 2008, 2009; Laurent, 1997, 2005, 2010, 2011, 2012, 2015, 2016; Peñaranda, 1999, 2009; Ramírez, 2015; Troyan 2015).
Varios estudios convergen sobre los efectos -perversos- del multiculturalismo en detrimento de la redistribución y la igualdad (Bocarejo & Restrepo, 2011; Chaves, 2011; Chaves & Hoyos, 2021; Dest, 2021; Laurent 2010, 2018; Sarrazin, 2019); también, sobre el modo como el diseño institucional y la ingeniería electoral impactan la movilización electoral (Basset, 2011; Chilito, 2018; Giraldo, 2011; Laurent, 2011, 2012, 2015; Van Cott, 2003, 2005); sobre la (dis)función de los distritos electorales especiales, y sobre el tema de la representación -o la falta de ella- a través de líderes que acceden a los escaños reservados (Basset, 2011; Laurent, 2005, 2012; Escandón, 2011; Morales, 2016).
A partir de esas miradas cruzadas, las páginas a continuación se centran en el balance que, desde una mirada panorámica, se destaca de la posición de los pueblos indígenas en el ámbito político-social nacional, con base en las garantías ofrecidas por la Constitución de 1991, así como desde las limitaciones y los retos que sobresalen al cabo de 30 años de ejercicio. La primera parte vuelve sobre la referencia explícita de la Carta Política a dichas poblaciones, identificadas en tanto culturalmente diferenciadas; también, sobre cómo dicha referencia puede leerse desde peticiones formuladas por organizaciones surgidas en el país 20 años antes, fundadas en la exigencia del respeto de los derechos de los pueblos indígenas. La segunda parte vuelve sobre la influencia del texto constitucional en una “reconfiguración nacional” planteada simultáneamente desde la institucionalidad y desde las organizaciones indígenas. La tercera parte hace énfasis en la manera como, a partir de una serie de obstáculos que surgen de tales escenarios de interacciones entre Estado y movimiento indígena, se impulsan acciones en pro de una redefinición de las relaciones de poder y del proyecto nacional de sociedad. Como reflexión final, se sugiere que no puede considerarse culminado a este último, con base en el giro del país hacia el multiculturalismo. Muy por el contrario, aún se mantiene en construcción, con base en un entendimiento de la política -y lo político- como “conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado” (Lechner, 1984).
CONSTITUYENTE Y CONSTITUCIÓN DE 1991: FUERZA DEL LEGADO INDÍGENA NO “LLEGARON LOS INDIOS”. ALLÍ ESTABAN DESDE ANTES
El contexto sin precedente de finales de los ochenta del siglo XX que llevó a la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 se prestó para una inserción indígena -igualmente excepcional- en sus debates. Tal como subrayó alguna vez el exconstituyente Francisco Rojas Birry:
La Asamblea Nacional Constituyente divide la historia política indígena en dos: nunca, antes de 1990, nunca los pueblos indígenas [de Colombia] habían participado en política. Quizás hubo familias o pueblos indígenas, en aislamiento, que participaron en la política, pero no como pueblo, y menos con criterio y lista propios […]. Hasta ese momento, cuando logramos participar en la política de manera organizada. (Entrevista con Francisco Rojas Birry, Bogotá, 13 de mayo de 1999)
Ligado a la profunda crisis político-social que vivía el país y a la exigencia ciudadana a favor del cambio de la Magna Carta de 1886, el hecho de recurrir para ello a un cuerpo deliberativo que se reivindicaba como “amplio y democrático” sentó las bases para nuevas apuestas en materia de participación y representación. A la vez, abrió el camino a una forma inédita de concebir la nación y el lugar de los pueblos indígenas dentro de ella (Laurent, 2005).
De hecho, las elecciones del 9 de diciembre de 1990 permitieron la inclusión de un sinnúmero de actores que, hasta el momento, habían pasado a un segundo plano dentro de la esfera política: representantes de congregaciones religiosas no católicas, un líder estudiantil, mujeres, excombatientes de grupos guerrilleros desmovilizados y -de manera especialmente significativa para el caso aquí estudiado- voceros de organizaciones indígenas. Entre ellos salieron elegidos Francisco Rojas Birry, en nombre de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y Lorenzo Muelas, por el Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia (AICO). Más adelante, a partir de mayo de 1991, Alfonso Peña Chepe se convirtió, sin voto, pero con voz, en delegado del entonces recién desmovilizado Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL) (Laurent, 2005). Con ello, la etapa de la renovación constitucional contribuyó a proyectar las organizaciones y las peticiones indígenas hacia espacios de discusión que rebasan ampliamente el ámbito comunitario, y que, por lo tanto, pueden leerse como propicios para sus aportes al proceso de (re)construcción nacional. En paralelo, el asocio de líderes y demandas indígenas a dicho proyecto concurrió a conferirle legitimidad. Por primera vez en la historia, las “reglas del juego” no eran impuestas desde afuera, sino vía un “constitucionalismo indígena desde abajo” (Santamaría, 2013).
Desde dicha perspectiva, tanto desde sus discursos como a través de los procedimientos desde los cuales los compartieron, los constituyentes indígenas llamaron fuertemente la atención. Pronunciadas en su lengua materna, las primeras palabras de Lorenzo Muelas marcaron el tono de la interlocución con la sociedad nacional. Sin duda, esta reveló una relación de fuerzas -reflejada en su voluntad de hacer respetar su idioma, hablando en su idioma, por su idioma-; asimismo, se asemejó a una valiosa “lección de interculturalidad”. Hablar en una lengua vernácula invita a recordar que el español no es el único medio de comunicación en Colombia, pero también sirve para expresar la frustración que puede causar la incomprensión mutua; de ahí la importancia del diálogo. Además, el constituyente misak se negó a quitarse el sombrero mientras la asamblea escuchaba con respeto el himno nacional. Tal elemento se sumó a la vestimenta -vestimenta “ancestral”- del elegido indígena, destacada en el recinto de la Constituyente.
Asimismo, fueron repetidas las referencias a un pasado de injusticia y opresión dentro de las alocuciones de los delegados indígenas ante la asamblea. Con ellas marcaron, a la vez, su distancia frente a los partidos tradicionales -el Liberal y el Conservador- hasta entonces hegemónicos y fuertemente desacreditados; también, su cercanía a otros excluidos de la sociedad colombiana, con los que merecía proponerse una lucha común. Recordaron, además, dos constantes de la historia indígena desde la llegada española al continente: violencia y resistencia6.
En sus respectivos discursos, los tres rindieron homenaje a las víctimas de las exacciones cometidas en las tentativas de conquista, pero también a los grandes caciques, que no se dejaron dominar. “No hemos venido con memoriales de agravios ni a mendigar favores”, precisó Muelas (Fals Borda & Muelas, 1991, p. 2). Más bien, se trataría de analizar la situación del país, al lado de los no indígenas, para dar a conocer lo que se podía esperar de una nueva constitución, frente a una multitud de plagas: inseguridad; falta de trabajo, de tierras y de conocimientos; desigualdad ante la ley e impunidad ante el crimen; destrucción de la naturaleza; corrupción y clientelismo, y monopolio del poder entre unos pocos […]. Dentro de ese panorama, agregaría el constituyente misak, “estamos los indígenas que no sólo afrontamos las mismas plagas de los colombianos sino que además sufrimos la discriminación por ser distintos a los demás, porque hablamos diferente, pensamos diferente, sentimos diferente, actuamos diferente” (p. 7). Haría, por lo tanto, un fuerte llamado a favor del reconocimiento oficial de la diversidad de la nación colombiana. A su vez, el emberá Francisco Rojas Birry insistió en la aspiración de los pueblos indígenas del país a “construir una patria más justa” (1991, p. 14). La “Colombia que queremos”7, dijo, debería, entonces, ser concebida como “una patria habitada por seres humanos que respeten la diferencia” (p. 17). Con esa perspectiva, la Constituyente se prestaría como “un espacio que selle un nuevo tratado de paz entre los colombianos” (p. 17), para que la “nueva Colombia” se edifique como “una nación que se reconozca rica y variada como es” (p. 18). Por su parte, el nasa Alfonso Peña Chepe justificó su participación en el debate nacional con una doble aspiración: “no solamente defender la existencia de los pueblos indígenas sino contribuir a la formación de una sociedad más democrática, pluralista y tolerante” (1990, p. 1). Hizo énfasis en su voluntad de unirse a los esfuerzos de los otros dos constituyentes indígenas “para que se nos reconozca plenamente nuestros derechos por tanto tiempo negados, y a que todo el pueblo colombiano acepte y mire con simpatía el aporte indígena a la nación que estamos construyendo” (p. 1). Reiteró la importancia de la unidad en la diversidad y de una definición constitucional de Colombia como una nación multiétnica y pluricultural. Y abogó por “una nueva sociedad justa y solidaria que lejos de generar rechazos e imposiciones, se funda para superar de una vez por todas los estados de violencia y opresión” (p. 5).
Con lo anterior, los constituyentes indígenas no solo afirmaron que “llegaron”: más bien, volvieron a proclamar con fuerza sus reivindicaciones de tiempos atrás. Además de “500 años” de resistencia, vale resaltar al respecto lo que fue el proceso organizativo de los pueblos indígenas desde inicios de la década de 1970 -particularmente importante por abrirles progresivamente campo dentro de la sociedad nacional y frente al Estado, hasta la Constituyente-.
1971-1991: RESISTENCIAS Y PROCESOS ORGANIZATIVOS INDÍGENAS “PRE-CONSTITUYENTE”
En febrero de 1971, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) es el primero en nacer, en cuanto organización para la defensa de los derechos de los pueblos indígenas. Sus reclamos se enfocan, entonces, en hacer valer la permanencia de los resguardos y los cabildos -territorios colectivos y autoridades comunitarias que, paradójicamente, fueron impuestos como instituciones de origen español y mantenidos como medidas discriminatorias a través de la legislación republicana conservadora del siglo XIX, antes de ser reapropiados como base de las reivindicaciones a favor de la autodeterminación indígena-. En paralelo, apunta su lucha hacia el conocimiento y la -justa- aplicación de las leyes relativas a los pueblos indígenas, así como la protección de su historia, sus idiomas, sus costumbres, sus propias concepciones de la educación y la medicina (CRIC, 1990). Desde el suroccidente del país, dicha experiencia inicial viene extendiéndose, a la manera de un “modelo”, para la proliferación de asociaciones de este tipo en todo el territorio colombiano, hasta la conformación, en 1982, de la ONIC, la cual asume un papel federativo en torno a los principios de unidad, tierra, cultura y autonomía (Gros, 1991; Laurent, 2005).
Sin duda, las mencionadas demandas están íntimamente ligadas a los pueblos indígenas; sin embargo, de ninguna manera se trata de plantear “encierres comunitarios” limitados al carácter específico de sus destinos: por el contrario, a partir de ese momento también hubo un acercamiento entre las organizaciones indígenas y la población no indígena -campesinos, trabajadores, estudiantes, activistas de izquierda en general- en torno a vivencias y esfuerzos compartidos: como oprimidos y explotados frente a un sistema excluyente, comprometidos en actuar para un cambio a profundidad dentro de la sociedad. Frente a dichas propuestas cuya naturaleza se asumió como “gremial”, una disidencia del CRIC que se autodenominó “sector crítico” motivó la creación de un llamado Movimiento de los Gobernadores en Marcha, a principios de la década de 1980. Este se convirtió gradualmente en el Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente y Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia (AICO), a finales de la misma década. Desde una y otra de sus apelaciones, argumentó estar más vinculado a las autoridades indígenas tradicionales que a cualquier tipo de influencias externas, aunque también buscó trabajar al lado de un grupo de solidarios (Caviedes, 2002; Laurent, 2005).
Dos décadas más adelante, muchas de las peticiones del movimiento indígena surgido en el decenio de 1970 están incluidas en la Constitución inaugurada el 4 de julio de 1991, fruto de los debates en los que tomaron activa parte tres de sus representantes. La nueva Magna Carta hace hincapié en el carácter multiétnico y multicultural de la nación, y reconoce a los “grupos étnicos” dentro de esta (artículo 7, artículo 10).
LA CONSTITUCIÓN DE 1991: UNA CONSTITUCIÓN “PARA LOS INDIOS”
En este nuevo contexto, los pueblos indígenas aparecen desde el ámbito formal como los principales beneficiarios de medidas basadas en la acción positiva -que orientan su autonomía relativa y definen para ellos una serie de prerrogativas específicas-, al mismo tiempo que prometen su respeto como ciudadanos plenos.
Además de reconocer la validez de los idiomas de los pueblos indígenas y plasmar su derecho a la doble nacionalidad en zonas de frontera (artículo 10, artículo 96), la Constitución de 1991 pone los fundamentos para su trato adaptado a sus particularismos culturales en materia de educación (artículo 10, artículo 96), salud (artículo 49), medio ambiente (artículo 330) y justicia (artículo 246). Reitera, además, su derecho a la propiedad de territorios colectivos (artículo 63, artículo 286, artículo 321 y artículo 329) y a elegir sus propias autoridades: “los territorios indígenas estarán gobernados por consejos conformados y reglamentados según los usos y costumbres de sus comunidades” (artículo 330). Asimismo, insiste en la necesidad de que se respete la integridad cultural, social y económica de dichas comunidades y de llevar a cabo su consulta antes de proceder a proyectos de explotación de recursos naturales en sus territorios (artículo 330).
Paralelamente a estos principios, enfocados en asegurar y ampliar la autonomía relativa de los pueblos indígenas dentro de sus territorios, y reivindicada desde años atrás, la Carta Magna plasma los términos de su presencia en el Congreso de la República: a través de circunscripciones y curules reservadas para ellos tanto en el Senado (artículo 171) como en la Cámara de Representantes (artículo 176).
Otro punto central es que en adelante se asigna al Estado la responsabilidad explícita de velar por la convivencia armoniosa y por la igualdad ciudadana, más allá de toda diferencia. Como reza el artículo 7 de la Constitución de 1991, “el Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana”. Igualmente, estipula el artículo 13, “el Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas en favor de grupos discriminados o marginados”.
NUEVOS RECONOCIMIENTOS, NUEVOS ESPACIOS DE PARTICIPACIÓN COLOMBIA: UN PAÍS -YA- SIN “SALVAJES EN VÍA DE CIVILIZACIÓN”
Una de las primeras mutaciones notables que acompañan la transformación constitucional de 1991 se relaciona con un cambio en la narrativa nacional que la rodea. El discurso hacia los indígenas cambia, con una fuerte carga simbólica. En adelante, la Ley 89 de 1890 y sus planteamientos sobre “la manera como deben ser gobernados los salvajes que se reduzcan a la vida civilizada” ceden el paso al orgullo por la diversidad oficialmente registrada, el cual desde la fecha ha sido discernible desde la Carta Magna hasta los museos, las aulas, e incluso la Presidencia y los ministerios.
En parte, la nueva retórica se alimenta de una visión romántica de los pueblos indígenas, que es proyectada y acogida en usos ecológicos, medicinales y de creencias, entre otros, por parte de la élite del país, y hasta en el campo de la política (Laurent, 2016). Al respecto, puede recalcarse, por ejemplo, el peso adquirido por la referencia al “nativo ecológico” como modelo de relación armoniosa con la naturaleza, dentro del marco de contextos (trans)nacionales, influenciados, a la vez, por el peso creciente de los “megaproyectos” y la protección del medio ambiente (Ulloa, 2004). Asimismo, las representaciones de las “culturas indígenas” han tendido a ser revalorizadas, como puede ilustrarse en la forma como han sido escenificadas en dos famosos museos de la capital colombiana (el Museo Nacional y el Museo del Oro); o, aún, a través de la manera como encarnan nuevas espiritualidades entre jóvenes de las élites de Bogotá (Sarrazin, 2010). Por último, la validación de lo indígena se reflejó dentro de las altas instancias del poder, con fuerza a partir del campo legal y judicial, también desde negociaciones gobierno/organizaciones indígenas y hasta en el escenario político (sub)nacional (Laurent, 2005, 2011).
HACIA UN ARSENAL LEGAL PARA LA DIVERSIDAD
A raíz de la redefinición nacional planteada por la Constitución de 1991, varias leyes han sido votadas desde principios de los noventa para acoger los nuevos principios de respeto de la diversidad8. Así las cosas, desde la Ley 24 de 1992 y la Ley 201 de 1995, se ha asignado, entre las funciones respectivas del Defensor del Pueblo y del Procurador General de la Nación, las de “velar por el respeto de las minorías étnicas” y encargarse de los “asuntos étnicos”. La Ley 43 de 1993 consagró el derecho a la nacionalidad colombiana para los pueblos indígenas en zonas fronterizas; la Ley 48 de 1993 les exime del servicio militar si “residen en su territorio y conservan su integridad cultural, social y económica”.
Además, la Ley 60 de 1993 -luego convertida en Ley 715 de 2001- ordenó la transferencia de un porcentaje de los recursos nacionales a los resguardos. Aparece entonces como un elemento significativo a favor de la autonomía de los pueblos indígenas en la medida en la que alía tres componentes centrales de esta, reclamados por las organizaciones indígenas desde su creación: territorios, autoridades y recursos económicos propios. En el mismo orden de ideas, se afirma una especificidad indígena dentro de marcos de índole nacional, para los campos de la salud y la educación. De hecho, la Ley 100 de 1993 -enfocada en la creación de un sistema nacional de seguridad social integral- plasmó la posibilidad de crear entidades promotoras de salud (EPS) e instituciones prestadoras de servicios de salud (IPS) indígenas. Asimismo, la Ley 115 de 1993 -o Ley general de educación- ha validado la posibilidad, para las comunidades indígenas, de asegurar sus propios sistemas educativos. A su vez, la Ley 270 de 1996 reconoce la validez de la justicia indígena.
Aún es de resaltar, más adelante, la Ley 685 -conocida como “Código de Minas”-del año 2001 planteó una serie de disposiciones relacionadas con el carácter específico de los territorios étnicos, con su referencia explícita a “zonas de minería restringida” -entre las cuales se encuentran las indígenas (artículo 35)- y, en el mismo orden de ideas, la preocupación que expresa por velar por la “integridad cultural” (artículo 121); también vale destacar el derecho de prelación que prevé para los grupos indígenas, para que la autoridad minera les otorgue concesión sobre los yacimientos y depósitos mineros ubicados en una zona minera indígena (artículo 124).
En un marco institucional más amplio, estas leyes -entre otras- dan la pauta de una nueva marcha a seguir, en relación con los pueblos indígenas, dentro de la nación en construcción, a raíz de la Constitución de 1991.
HERRAMIENTAS JURÍDICAS Y “ENFOQUE DIFERENCIAL”
Además de llevar a un replanteamiento del marco legal, la Carta de 1991 contribuyó a ampliar los canales destinados a asegurar su respeto y, por tanto, los principios en pro de la diversidad nacional que implica; de hecho, la introducción de una serie de herramientas jurídicas -tales como la acción de tutela, la acción de constitucionalidad y la consulta previa- han contribuido a un mayor control de los ciudadanos en los asuntos públicos y para el respeto de sus derechos fundamentales. En efecto, estos mecanismos han sido rápidamente apropiados, a título individual o colectivo, entre otros, desde las comunidades y las organizaciones indígenas, para hacer valer a su favor el contenido constitucional. A menudo han sido la base de decisiones legales dirigidas a entidades públicas -entre las cuales, varios ministerios y otras instituciones estatales- para exigir el cumplimiento de las normas defensoras de la multiculturalidad. Sobre este punto, cabe destacar el papel jugado por la Corte Constitucional, también creada con la Constitución de 1991. Conocida por su activismo judicial progresista, frecuentemente ha mostrado posiciones favorables la protección de los derechos indígenas (García & Uprimny, 2004).
Además de varias sentencias benévolas con prácticas consideradas particularismos culturales, el alto tribunal declaró inconstitucionales leyes votadas sin la consulta previa de los pueblos indígenas y ordenó su cancelación9. Por último, con base en la gravedad de la situación de los pueblos indígenas y los riesgos asociados a su extinción, la corte llegó a exigir del Estado compromisos concretos frente a su responsabilidad en actuar contra la marginación de los grupos étnicos y promover un “enfoque diferencial” para abordar los problemas asociados a ella. Este enfoque se define en adelante, desde el Ministerio del Interior, como el “conjunto de medidas y acciones que al dar un trato desigual o diferenciado a algunos grupos poblacionales, garantizan la igualdad en el acceso a las oportunidades sociales”10.
HACIA UNA “POLÍTICA PÚBLICA PARA PUEBLOS INDÍGENAS”
Junto con estas medidas, ha ido convirtiéndose a lo largo de las tres últimas décadas lo que antes podía abordarse, de manera relativamente específica, como “asuntos indígenas” tratados desde el Ministerio del Interior en una “Política Pública para los Pueblos Indígenas”, en construcción a partir de la concertación entre los actores que involucra. Por cierto, desde la década de 1980, y en paralelo al surgimiento de las organizaciones indígenas en el país, venían planteándose políticas orientadas al manejo de las relaciones entre pueblos indígenas y Estado (Gros, 1991).
Desde una perspectiva similar, pero ya en un contexto posterior a la adopción de la Constitución de 1991, se ratificaron nuevos órganos de negociación -esta vez, precisamente, orientados a asegurar las garantías brindadas por la Magna Carta-. Entre estos, la Mesa Permanente de Concertación (MPC) merece especial atención. Agenciada desde el Ministerio del Interior, con el apoyo del Departamento Nacional de Planeación (DNP), se ha vuelto emblemática de un diálogo llevado a cabo con los pueblos indígenas dentro de la institucionalidad estatal, en torno a cuestiones significativas para sus destinos: territorio; identidad; autonomía; autogobierno y participación; consulta previa; temas socioeconómicos y otros derechos11.
Sin duda, este espacio de diálogo se ha revelado como una herramienta importante de y para las negociaciones de los pueblos indígenas dentro del marco institucional; no obstante, también ha dejado percibir una serie de altibajos, a la vez, según el perfil de los equipos de gobierno. Al respecto, fueron especialmente ilustrativos los últimos mandatos presidenciales. El gobierno de Juan Manuel Santos (2010-1018) demostró una postura más “amable” con los pueblos indígenas que la de su antecesor Álvaro Uribe (2002-2010) y su sucesor, Iván Duque (presidente en funciones desde su elección en 2018). Al respecto pueden recordarse la ceremonia de posesión y el cierre del segundo mandato de Juan Manuel Santos, al lado de autoridades kogui, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Aunque los temas discutidos siempre han sido objeto de múltiples desencuentros, los delegados del presidente Santos parecieron obedecer el mandato de “tratar bien al adversario”; en todo caso, siempre en tono respetuoso.
Por el contrario, las relaciones de Uribe y Duque con las organizaciones sociales, incluidas las indígenas, fueron particularmente tensas, y estas últimas fueron frecuentemente acusadas de tener vínculos con la guerrilla, por parte de representantes del ejecutivo (Laurent, 2010, 2016). No obstante, incluso desde los gobiernos de estos presidentes se revelaron escenografías y/o alocuciones destinadas a “demostrar” una proximidad con los pueblos indígenas. Entre otras posibles ilustraciones, vale mencionar, al respecto, la relación privilegiada entre Álvaro Uribe y la llamada opic12; una foto en la cual, desde el portal de la presidencia de la República, se observa a Iván Duque intercambiando con autoridades indígenas de la Amazonía en nombre de “un gobierno comprometido con las comunidades indígenas”13; así como varias de las exposiciones llevadas desde los altos mandos nacionales ante Naciones Unidas14. De la misma manera, es importante anotar que, independientemente de cualquier postura ideológica o personal, la referencia a los pueblos indígenas, así como la necesidad de un “enfoque diferencial” para abordar sus vivencias, se han vuelto explícitas y permanentes en los planes de desarrollo de dichos mandatarios de las últimas décadas15.
DECLINAR LA PAZ EN CONTEXTO DE MULTICULTURALISMO
Junto con esta priorización del enfoque diferencial de los pueblos indígenas en materia de políticas públicas en general, la apertura de diálogos entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), y su culminación en el Teatro Colón, igualmente contribuyeron a (re)ubicar a los pueblos indígenas dentro de este otro proyecto de envergadura nacional: esta vez, desde la dimensión de su inclusión como colaboradores activos a favor de la paz. Al respecto, vale recordar que dicha posición fue regularmente el centro de peticiones del movimiento indígena, desde la expresión de su voluntad de no participar en la guerra, pero sí participar en la paz (Laurent, 2005; Organización Nacional Indígena de Colombia, 2015; Organización Nacional Indígena de Colombia-Consejo Nacional de Paz, 2002).
Dentro del marco general del “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, en 2016, cabe subrayar, como aspecto central en relación con el tema, la referencia explícita que se hace, desde el preámbulo y a lo largo del documento, a un enfoque étnico, así como a una serie de llamados “grupos sociales vulnerables”; entre ellos, los pueblos indígenas. A la vez, se incorpora un capítulo étnico, fruto del trabajo de una Comisión Étnica de Paz, integrada por representantes de los pueblos indígenas en La Habana, y orientado a asegurar, de manera transversal, los derechos previamente adquiridos; en especial, a través de la Constitución de 1991.
Así las cosas, por ejemplo, desde el punto 1 del Acuerdo, enfocado en la necesidad de una reforma rural integral, se destaca la mención a condiciones de “bienestar y buen vivir para la población rural” que no dejan de recordar las nociones andinas de Sumak Kawsay y Sumak Qamaña -a grandes rasgos, alusivas a relaciones armoniosas entre seres humanos y naturales, y aplicadas a los cambios constitucionales introducidos en las últimas décadas en Ecuador y en Bolivia en 2008 y 2009, respectivamente-. Asimismo, se propone incluir dentro de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial, “formas propias de producción de las comunidades indígenas [énfasis añadido]”. El punto 2, sobre Participación Política y Apertura Democrática para construir la Paz, establece que “se garantizará la participación plena y efectiva de los representantes de las autoridades étnicas y sus organizaciones representativas en las diferentes instancias que se creen en el marco de la implementación del Acuerdo Final”. Desde el punto 3, sobre Fin del Conflicto, se proyecta
la construcción de un Pacto Político Nacional, desde las regiones y los partidos políticos, los gremios, los medios de comunicación, la academia, las organizaciones de mujeres, las iglesias, los pueblos étnicos y demás organizaciones sociales, para buscar el efectivo compromiso para que nunca más se utilicen las armas en la política, ni se promuevan organizaciones violentas como el paramilitarismo. [énfasis añadido]
En el punto 4, destinado a la búsqueda de Solución al Problema de las Drogas Ilícitas, se estipula que “la política debe mantener el reconocimiento de los usos ancestrales y tradicionales de la hoja de coca, como parte de la identidad cultural de la comunidad indígena” [énfasis añadido]. El punto 5, centrado en las Víctimas del Conflicto y en un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, insiste en la responsabilidad, para el Estado, de “consultar con los pueblos indígenas la forma y la oportunidad en que las decisiones adoptadas o por adoptar por sus respectivas jurisdicciones, respecto de conductas objeto del presente componente de Justicia, pasarán a ser competencia del mismo” [énfasis añadido]. Igualmente, pide la necesaria “adopción de medidas de acción afirmativa, para garantizar de manera plena los derechos de quienes han sido más afectados por el conflicto” [énfasis añadido]. A la vez, presenta la paz como “derecho fundamental de todos los ciudadanos” y “condición necesaria para el ejercicio y disfrute de todos los demás derechos” [énfasis añadido]. Por último, desde el punto 6, sobre Implementación, Verificación y Refrendación, se aclara que “se creará una Instancia Especial de Alto Nivel con Pueblos Étnicos para el seguimiento de la implementación de los acuerdos, que se acordará entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP y las organizaciones representativas de los pueblos Étnicos” [énfasis añadido].
PUEBLOS INDÍGENAS Y CONQUISTAS ELECTORALES
Otro impacto central de los cambios introducidos por la Constitución de 1991 se relaciona con la afirmación de lo indígena también desde el escenario electoral. Del carácter excepcional de una participación indígena a la Constituyente se pasó a una generalización del fenómeno, para todos tipos de elecciones, y a escala a la vez nacional, departamental y municipal. Al respecto, vale subrayar no solo un interés creciente por las circunscripciones especiales creadas en pro de una representación indígena en el Congreso, sino también, para acceder a las demás corporaciones públicas -entre otros aspectos, con el incentivo que jugó en dicho proceso la implementación de políticas de descentralización, así como la elección de los alcaldes y los gobernadores departamentales, instigadas desde finales de los años ochenta del siglo xx, y ratificadas por la Carta Magna de 1991-.
Por cierto, el balance de dicha movilización electoral queda matizado (Laurent, 2005). Desde sus inicios, ha tendido a revelar numerosas divisiones entre -y dentro de- las organizaciones indígenas. A la vez, ha sobresalido la falta de preparación de quienes llegan a asumir las funciones de representación; también, muchas veces, poca conexión entre estos y sus bases electorales y comunitarias. Finalmente, las márgenes de acción a menudo se restringen, por una posición muchas veces minoritaria, cuando se logra acceder a las corporaciones públicas. Como señaló al respecto Anatolio Quirá, elegido en 1991 en nombre de la ONIC entre los primeros congresistas indígenas, “en el Senado también nos han discriminado” (citado en ONIC, 1992, p. 6); no obstante, la conquista de espacios políticos dentro del ámbito (sub)nacional significó, igualmente, la de un nuevo estatus para las organizaciones indígenas y sus elegidos, y a través de ellos, para los pueblos indígenas en general (Laurent, 2016). Como lo expresó de manera sugestiva Lorenzo Muelas, igualmente elegido senador en 1994, tras su papel como constituyente por AICO: “Ya me dicen ‘honorable’ […]. Hace unos treinta años, uno se sentía más bajo que la suela del zapato y ¡ahora le dicen ‘honorable’!” (Entrevista con Lorenzo Muelas, Silvia (Cauca), 2 de mayo de 1999).
Así las cosas, desde sus inicios, la presencia indígena en el paisaje político (sub)nacional ha sido dotada de una fuerte carga simbólica, con la llegada de elegidos de las organizaciones indígenas a cargos a los cuales anteriormente no tenían chance de acceder, para en lo sucesivo ejercer responsabilidades de fiscalización frente a los equipos gubernamentales, juntarse a bancadas partidarias, en algunas ocasiones asociarse a votaciones decisivas y, sobre todo, asumir oficialmente un papel de vocería de los pueblos indígenas en el órgano legislativo nacional. Paralelamente, en los ámbitos local y regional, algunas victorias electorales han podido ser más directamente efectivas; en especial, cuando han coincidido con espacios en pro de la autonomía indígena: por ejemplo, en varios municipios de Cauca, donde, desde 1994, alcaldes y concejales han sido electos mayoritariamente en representación de organizaciones indígenas, y donde la gestión municipal se ha inspirado en proyectos comunitarios implementados previamente. O cuando, en algunas circunstancias, amplias alianzas entre diversos sectores populares permitieron enfrentar a los denominados “partidos tradicionales”, tal como sucedió, en 2000, con la coalición de asociaciones locales/regionales, rurales y urbanas, campesinas, sindicales y de poblaciones negras, además de algunos “liberales independientes”, y junto a organizaciones indígenas, dentro del marco de un Bloque Social Alternativo (Laurent, 2005).
Más allá de cualquier resultado, es importante recordar que, como sugirió uno de sus representantes electos, “el proyecto indígena no se reduce a la participación electoral” (Entrevista con Manuel Santos Poto (diputado ASI, 1994-1997), Caloto, [Cauca], 12 de octubre de 1996). En todo el país, las autoridades comunales, reivindicadas y reconocidas como “tradicionales”, siguen gobernando y permaneciendo como figuras de referencia entre los pueblos indígenas. Asimismo, las organizaciones indígenas no han abandonado modos de movilización más radicales que los que pasan por los espacios institucionalizados desde el Estado, pero siguen centrales para hacer valer los avances de la Constitución de 1991, no siempre respetados a cabalidad desde las prácticas.
MULTICULTURALISMO EN PRÁCTICAS Y LUCHAS RECARGADAS AUTONOMÍA INDÍGENA EN ENTREDICHO
Así como las organizaciones indígenas pudieron felicitarse por los logros de la Constitución de 1991, mantuvieron la prudencia en cuanto a su aplicación desde los primeros años de su implementación; entre otros aspectos, por algunos retrocesos que se hicieron percibir rápidamente -por ejemplo, en cuanto a la idea de fortalecer una territorialidad indígena más amplia que la de los solos resguardos, a través de la creación de unas “entidades territoriales indígenas” (ETI)- (Laurent, 2005).
Con el tiempo, los cuestionamientos siguieron; de hecho, la baja aplicación o la desviación de los principios constitucionales, así como la “falta de voluntad política” de los gobernantes (sub)nacionales sucesivos, han sido la constante entre denuncias reiteradamente formuladas por las organizaciones y las autoridades indígenas. Asimismo, la autonomía indígena constitucionalmente plasmada, y ratificada más concretamente en el Decreto 1953 de 2014, no dejó de estar asociada a nuevas formas de dependencia frente al aparato estatal.
Desde la Oficina de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior, aún corresponde a esta última validar los criterios que puedan ser identificados como “indígenas” y, como tal, acceder al “trato diferenciado” previsto en la Constitución; además, el margen de maniobra de las comunidades indígenas se ha visto constantemente obstaculizado por directivas nacionales a las que deben adherirse, o porque, con pocas excepciones, tienen la obligación de acudir a las autoridades municipales o departamentales para gestionar los recursos económicos que se les asignan; también, por la manera poco efectiva en que funcionan o porque aún no se han reglamentado algunos de los cambios prometidos por la Constitución de 1991 -tales como la jurisdicción especial indígena, las ya mencionadas ETI o, incluso, la consulta previa-. Simultáneamente, las responsabilidades relacionadas con la administración de los fondos públicos, así como los de los sistemas de salud y de educación, han podido alimentar rivalidades dentro de las comunidades y las organizaciones indígenas. Además, en muchos casos, estas se enfrentan a la falta de recursos y de personal capacitado para satisfacer sus necesidades; especialmente, cuando se trata de garantizar la etnoeducación o combinar la medicina que se reivindica como “tradicional” con la conocida como “occidental” (Baronnet & Mazars, 2010).
De manera más general, el ejercicio de estas funciones en el contexto colombiano, de economía neoliberal, suscita discusiones sobre la tendencia a la privatización de los servicios públicos y la desresponsabilización del Estado al respecto. Sobre ese punto, cabe recordar que desde principios de la década de 1990 y la aprobación de la Constitución de 1991, en el caso de Colombia, ha ido revelándose la asociación entre multiculturalismo y neoliberalismo, que va acompañada de una serie de males denunciados por sus opositores; entre estos, las organizaciones indígenas: capitalismo, extractivismo, patriarcado, desigualdades y daños al medio ambiente. En paralelo, ha sido regularmente planteada la asimilación de dichas lógicas con estrategias de control ejercido hacia los ámbitos comunitarios y organizativos indígenas por parte de los entes estatales, a través del funcionamiento de “gobiernos de baja intensidad” (Gros, 1997; Hale, 2004; Roulleau-Berger, 1995).
Dentro de este contexto, también se corre el riesgo de marcar desigualdades y atizar recelos entre poblaciones -indígenas, afrodescendientes, campesinas y mestizas, entre otras posibles categorías utilizadas para su identificación- cobijadas en diferentes grados o, al contrario, desprotegidas por el marco institucional y legal, bajo al amparo de la Constitución de 1991 (Duarte, 2015). Con ello, se limitarían las demandas ciudadanas a peticiones de reconocimiento, en detrimento de políticas de redistribución -desde los términos de la discusión que plantea Fraser (2000)-.
Desde otra dimensión igualmente relacionada con la cuestión territorial, no han dejado de enfrentarse, dentro del contexto nacional, por un lado, proyectos de sociedad respaldados en lógicas en pro del llamado “desarrollo”; por otro, supervivencias comunitarias de los pueblos indígenas -y afrocolombianos- que dichos proyectos ponen en peligro. Por último, la misma autonomía indígena constitucionalmente reconocida ha sido puesta en entredicho, de manera constante, a causa tanto del conflicto armado y demás acciones ilegales, como por políticas lideradas en nombre de la seguridad y el orden público, dentro de sus territorios (Laurent, 2005 & 2010; Pineda, 2001). A la vez, las cifras de asesinatos de activistas indígenas han sido alarmantes. Según un estudio realizado dentro del marco del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (González, 2020), las víctimas de estos crímenes ascendían a 269 -de las cuales, 242 perecieron tras la firma del acuerdo de paz, y 167, durante la presidencia de Iván Duque- entre 2016 y el 8 de junio de 2020. Y desde entonces no paran.
CONSTITUCIÓN DE 1991, 30 AÑOS DESPUÉS: LA LUCHA SIGUE
Al cumplir la Constitución de 1991 sus primeros 30 años, deja para los pueblos indígenas un balance algo contradictorio, ante el entrecruce de los reconocimientos que, desde la institucionalidad, apuntan oficialmente a asociarlos al diálogo nacional y a la construcción de paz, pero también enfrentados a un sinnúmero de trabas que, desde las prácticas, siguen obrando en contra de la ejecución de dichos objetivos. Dentro de dicho panorama, vale resaltar que, aun en el contexto del multiculturalismo, ni las autoridades ni las organizaciones indígenas han renunciado a sus iniciales tácticas de movilización -a través de protestas- para exigir el respeto de sus derechos y, con ello, seguir demostrando su capacidad de resistencia.
Múltiples iniciativas así fueron llevadas a cabo a lo largo de las tres últimas décadas, orientadas hacia estas preocupaciones. Entre ellas, la ocupación pacífica de la sede de la Conferencia Episcopal en Bogotá durante más de 30 días, y protestas realizadas simultáneamente en todo el país, desde julio de 1996, culminaron entonces en la creación de la Mesa Permanente de Concertación, ya mencionada. Posteriormente, otras movilizaciones llamaron la atención; entre ellas, las múltiples mingas y, en especial, la que se inició el 12 de octubre de 2008; de hecho, esta última marcó un hito significativo, en tanto demostró la capacidad de las organizaciones indígenas para reunir a su alrededor amplios respaldos: afrocolombianos, campesinos, estudiantes y mujeres, así como muchos otros simpatizantes. A su vez, reflejó la articulación de demandas específicas de los pueblos indígenas con reclamos más amplios de cambio de la sociedad colombiana en su conjunto, y ofrecer así un espacio de discusión abierta “entre todas y todos en Colombia”. Desde entonces, la minga ha seguido convocada -entendida como un compromiso de largo alcance- a favor de la democracia y la equidad. Con fuerza, volvió a hacerse visible desde las carreteras del país en el 2019, el 2020 y el 2021, en varias de estas oportunidades en asocio con el Paro nacional (Consejo Regional Indígena de Colombia, 2021; Laurent, 2020). Asimismo, en otra fecha aniversario del controvertido “descubrimiento de América”, esta vez de 2019, la ONIC advirtió “no hay nada que celebrar”16. Muy por el contrario, quedaría “mucho por reparar y sanar, porque el genocidio de los pueblos milenarios continúa”. Con ello, se denunciaban 527 años de un genocidio que se inició con la invasión a los territorios de los pueblos indígenas, el despojo de sus riquezas y la imposición cultural sobre sus saberes y su sabiduría propia, para sostenerse hasta la actualidad.
ENTRE DISCURSOS Y PRÁCTICAS: ¿QUÉ BALANCE?
Al cabo de treinta años, las múltiples dimensiones que acompañan los cambios introducidos por la Constitución de 1991 para la posición de los pueblos indígenas dentro de la nación llevan a unos resultados moderados. Asimismo, impiden una visión unidimensional de sus efectos.
Sin lugar a duda, en términos normativos y discursivos, puede identificarse un avance. Desde el ámbito legal, son muchos los textos que, desde la postura nacional a favor de la diversidad, incluyen una referencia a los pueblos indígenas. A la vez, el proceso de movilización electoral de los pueblos indígenas, estimulado por los nuevos mecanismos institucionales a favor de la descentralización y a través de las curules especiales, ha confirmado su presencia como actores indefectibles dentro del paisaje político (sub)nacional. Paralelamente, parece haberse vuelto “políticamente incorrecto” negar el carácter pluriétnico y multicultural de la nación. Sean cualesquiera las intenciones de los dirigentes y la naturaleza de las políticas que implementan, no dejan de compartir imágenes que reflejan supuestos esfuerzos -y, ciertamente, estrategias de comunicación- que apuntan a demostrar una cercanía a los pueblos indígenas y la preocupación por sus destinos.
No obstante, más allá de dichas limitaciones, probablemente sería erróneo considerar que por lo tanto la Constitución de 1991 queda en letra muerta. Más allá de los múltiples obstáculos señalados y fuera del ámbito meramente simbólico, las autoridades y organizaciones indígenas han ganado algunas batallas desde el plano jurídico, que han tenido también una incidencia de índole política: tales como las que, libradas por medio de la Corte Constitucional, obligan a recordar que la Magna Carta -y la diversidad plasmada en esta- no -siempre- puede pasarse por alto. Muy por el contrario, en estos casos, se ha tendido a demostrar cómo, aunque sea por obligación más que por voluntad propia de los dirigentes, algunas reglas del aparato estatal llegan a ser permeadas por el respeto de la diversidad: como cuando, por ejemplo, se sobrepone el hacer valer los derechos colectivos y la integridad cultural de los pueblos indígenas frente a ambiciones en pro del “desarrollo nacional”.
Así las cosas, más allá de su carácter meramente normativo, la Constitución de 1991 merece ser entendida -probablemente aún hoy en día- como una potente herramienta pedagógica. Por cierto, no basta en sí sola para asegurar el respeto de los derechos indígenas -ni de ninguna población-. No obstante, desde los principios y mecanismos que prevé, representa un referente ineludible -que también se han apropiado los pueblos indígenas- para exigir un mejor “vivir juntos”17. Con esta y frente a las adversidades, los pueblos indígenas mantienen su fuerte capacidad de respuesta. A través de su movilización -legal, electoral, desde espacios de negociación institucionalizados y/o por las vías de hecho-, siguen exigiendo respeto, no solo desde una dimensión simbólica, sino también material.
REFLEXIONES FINALES
Hace tres décadas, fruto de un espacio de deliberación sin precedentes en el que participaron delegados indígenas, la Constitución de 1991 ponía los fundamentos de una renovación en la forma de pensar(se) la nación: pluriétnica y multicultural. Con los años, los principios que defiende han ido desarrollándose -o estancándose- desde las prácticas. Paralelos a avances y límites ligados al legado constitucional, van combinándose múltiples expresiones políticas indígenas, entre marco institucional y autonomía/resistencia. Asimismo, la acción del movimiento indígena se despliega desde modos modulares de relación con el Estado: oposición/mediación/(re)acción.
Dentro de semejante marco, reflejo de la dimensión contenciosa de la política (Tarrow & Tilly, 2008), queda como recomendación diferenciar los discursos y sus efectos simbólicos y materiales, así como las normas y sus aplicaciones; además, no se puede omitir el carácter inherentemente plural del Estado: lejos de ser un bloque homogéneo, se refleja en una multiplicidad de instituciones y agentes. Es fundamental, asimismo, tener en cuenta la heterogeneidad de los pueblos indígenas y el carácter maleable de las adscripciones identitarias; por tanto, valdrá recordar la “diversidad dentro de la diversidad”. Lejos de encontrarse establecidas de una vez por todas, “congeladas” desde el sello constitucional, las interacciones sociales y ciudadanas son continuamente dinámicas y cambiantes. Reflejan contribuciones a la construcción del “vivir juntos”18. Como se subraya desde el Cauca, en la víspera de la celebración de los 50 años del CRIC, los pueblos indígenas están, “contra viento y marea, con determinación y alegría, construyendo comunidad y país”19.