INTRODUCCIÓN
Qué efectos sociales, políticos y culturales ha tenido la existencia de una economía ilegal masiva en el país, al menos desde finales de la década de 1970? Pocos han intentado contestar directamente esa pregunta. Tal vez sea así porque la intuición generalizada es que la respuesta es obvia: como el narco ha generado un deterioro moral masivo y de grandes proporciones (Henderson, 1984; Hobsbawm, 2018), lo mismo se puede decir con respecto de todos los sectores sociales, incluyendo a los campesinos cocaleros. A tal intuición se la puede articular desde distintas perspectivas teóricas, y a su objeto de análisis, ponerle diferentes marbetes, desde “capital social negativo” hasta “narcocapitalismo”. Independientemente de la forma de nombrarla, la llamaremos en adelante la hipótesis estándar.
La hipótesis estándar parte de una constatación verídica, que está en la base de cualquier comprensión de los cambios generados por la implantación de cultivos ilícitos: contrariamente a algunos de sus vecinos andinos, en Colombia los cultivos de coca, marihuana y amapola no son (salvo algunas excepciones) ancestrales, sino de mercado. De aquí se concluye que la proliferación de estas plantas ha deteriorado el tejido social de las comunidades campesinas, al reemplazar viejas y sanas tradiciones y el ethos del trabajo duro por la violencia, la búsqueda del dinero fácil y el individualismo —imposible no recordar el “individualismo desconsiderado”, de Peter Waldman (2003), como causa de la violencia endémica colombiana—. También, por definición, las matas ilegales promueven una “cultura de la ilegalidad”. Esta destrucción masiva de capital social golpea también —quizá, ante todo— a los campesinos. Tal descripción es la premisa subyacente no solo a muchos análisis del efecto de los cultivos ilícitos sobre las sociedades rurales, sino también, a las alternativas de política impuestas u ofrecidas por tomadores de decisiones nacionales e internacionales a los campesinos, desde el llamado “desarrollo alternativo” hasta la fumigación.
La premisa mayor de la hipótesis estándar se puede apoyar en muchas evidencias, como veremos líneas abajo; de hecho, también podría corroborarse por medio de analogías simples, pero con una poderosa capacidad de evocación. Por ejemplo, la penetración del narco en el sistema político tuvo un brutal efecto corruptor y desorganizador; por eso, resulta natural inferir de la naturaleza ilícita de los cultivos de coca, amapola y marihuana, y del resultante acceso a flujos masivos de dinero, una catástrofe moral y una desorganización de las sociedades rurales que se involucraron en aquellos.
Natural y verosímil, ¿pero cierto? Aquí argumentaremos que, si bien probablemente válida, la premisa mayor del silogismo subyacente a la hipótesis estándar no necesariamente —de hecho, ni siquiera legítimamente— implica su conclusión. La hipótesis estándar, ciertamente, ha servido como instrumento de estigmatización de los campesinados ilícitos (Ramírez, 1996), como lo han mostrado con claridad varios autores (Britto, 2020; Ciro, 2020; Iglesias Velasco, 2003; Ramírez, 2001; Uribe & Ferro, 2002). En este artículo planteamos que, además, los efectos morales y culturales de la coca son mucho más complejos y ambiguos que lo que se sugiere en diversas descripciones —en documentos de política, pero también, en parte de la literatura académica— de los territorios con presencia de dichos cultivos. En realidad, las economías agrarias ilícitas han transformado de muchas maneras positivas o ambiguas —en el sentido de que no permiten una valoración moral, política o cultural obvia— a las sociedades campesinas involucradas en ellas. En vez de la suerte de agujero negro moral y cultural que constituirían las sociedades agrarias cultivadoras de marihuana y coca, lo que encontramos son transformaciones a gran escala, jalonadas por un mercado global ilícito tremendamente dinámico y por una relación específica de las sociedades rurales con ese mercado y con el Estado. En particular, la coca y, posiblemente, la marihuana ilegal1 produjeron transformaciones desorganizadoras, pero también, otras asociadas al avance social de amplios sectores, a la movilidad social ascendente, a la participación ciudadana (Lund, 2016; Torres, 2011), al ahorro y, sí, al trabajo duro con base en una economía campesina de mercado viable. Un gran problema, tanto para los campesinos como para la sociedad en su conjunto, es que muchos de los bienes sociales generados por la coca están íntimamente asociados a los males que produce. Los efectos mixtos de la coca también en el nivel cultural y moral plantean complejas preguntas al diseño de políticas, pero también, a nuestra sociedad en su conjunto.
Esta conclusión puede resultar bastante antiintuitiva. Así pues, nos esforzaremos por analizar sistemáticamente los complejos cambios culturales generados o catalizados por la vinculación de un territorio a los cultivos ilícitos, así como los mecanismos subyacentes a ellos. Por otra parte, mostraremos que la descripción de la hipótesis estándar de los efectos de la coca sobre las sociedades agrarias es unilateral y, en muchos sentidos, francamente errónea. Algo similar se puede decir de las con frecuencia condescendientes propuestas de “desarrollo alternativo” basadas en dicha descripción. Una y otras exageran las diferencias entre el sector legal y el ilegal apelando, a veces, a un pasado de idílicas y bien integradas comunidades agrarias, que nunca —o rara vez— existió. Pierde de vista la multiplicidad y los efectos diferenciales de los cambios ocurridos en el sector agrario ilícito. Asume que los campesinados ilícitos viven en un mundo social congelado y estable en su desorden y su anomia, y por consiguiente no incorpora al análisis los distintos cambios, ni los procesos de aprendizaje ni la formación de sociabilidades políticas que se producen allí. Todo esto se relaciona con la ausencia de una economía política que permita entender la co-constitución entre Estado, mercados globales y campesinado (sobre la necesidad de una perspectiva de este tipo, ver Lund, 2016).
El artículo se apoya en un amplio trabajo de campo en diversos territorios afectados por los cultivos ilícitos, así como en una encuesta aplicada por el Observatorio de Tierras a usuarios del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) en Tumaco y Puerto Asís, durante 2019, en el marco del programa de investigación Drugs and Disorder (https://drugs-and-disorder.org/). También aplicamos entrevistas a líderes sociales, campesinos cultivadores, jornaleros e inscritos del PNIS en tres regiones del país: El Catatumbo, Tumaco y Puerto Asís. Aunque las citas de las entrevistas están orientadas, sobre todo, a reflexiones sobre la experiencia y la trayectoria de los entrevistados, las anonimizamos todo lo posible, dadas las condiciones de seguridad actuales en el país y en algunos territorios. Igualmente, usamos material del trabajo de archivo que hemos desarrollado a lo largo de la investigación.
La construcción del argumento principal se centra en un ejercicio de contraste entre la hipótesis estándar y aquellos otros cambios culturales que observamos en las entrevistas y en la encuesta. Para ello, utilizamos una serie de entrevistas que han sido realizadas en el trabajo de campo del proyecto Drugs and Disorder. Con base en la revisión de estas transcripciones, identificamos el valor que daban los campesinos a su experiencia con la economía cocalera. En este examen, los entrevistados indicaron aspectos tanto positivos (invertir en la educación de sus hijos, en la compra de vivienda, en su propia estabilidad económica) como negativos (violencia, pérdida del tejido social, desorden) que habían experimentado al participar de la economía ilícita. Estas perspectivas se complementan con los resultados de la encuesta. En general, la visión que capturamos a través de entrevistas y la que capturamos a través de la encuesta y de otros instrumentos (observación directa, conversaciones informales, archivo), convergen. Adicionalmente, en el artículo profundizamos nuestra argumentación con el análisis de un caso de estudio centrado en el trabajo de campo y las entrevistas realizadas a líderes afrodescendientes en Tumaco, así como los resultados de la encuesta aplicada en el mismo municipio. La elección de este caso fue motivada por dos razones: primero, porque contamos con los resultados de la encuesta para el mencionado municipio; segundo, porque la percepción de los líderes afrodescendientes —particularmente, aquellos que hacen parte de los mecanismos de gobierno de los consejos comunitarios— denota un gran rechazo hacia la entrada de los cultivos ilícitos; sin embargo, su forma de caracterizar el problema es, como se verá líneas abajo, muy diferente de la que encontramos en la hipótesis estándar.
La exposición procede de la siguiente manera: la primera sección hace un recuento de la magnitud del problema mostrando qué tan grande y estable ha sido el sector ilegal de nuestras economías agrarias en los últimos 50 años. La segunda se concentra en el deterioro moral masivo e incontestado, percibido y desarrollado por la hipótesis estándar. La tercera analiza la evidencia a favor de esta. En la siguiente, mostramos los efectos y los mecanismos que sugieren que la hipótesis estándar es fundamentalmente errónea. En seguida analizamos la ambivalencia frente a la coca por parte de muchos de los productores. Después, examinamos todo esto poniendo la lupa sobre el caso de Tumaco. En las conclusiones recapitulamos y planteamos algunas preguntas analíticas y de política.
1. CAMPESINADOS ILÍCITOS: TRAYECTORIA Y CONDICIONES MATERIALES
En 1978, el procurador Jaime Serrano sobrevoló —junto con otros funcionarios— la Sierra Nevada de Santa Marta y La Guajira. Esto le permitió hacer un estimativo —en carta dirigida al entonces presidente, Julio César Turbay— relativamente preciso de la cantidad de hectáreas cultivadas con marihuana en la zona: 70.000. El funcionario agregaba que la situación era “alarmante” y que la cifra no solo era, “presumiblemente”, una subestimación, sino que la región tenía todas las condiciones para que esta creciera (Archivo General de la Nación, 1978). Trabajos recientes (ver, por ejemplo, Sáenz, 2021) sugieren que la presencia de cultivos ilícitos en el país es más temprana y más grande que lo que habitualmente se ha supuesto.
Como fuere, a partir de entonces Colombia se convirtió en uno de los pocos países en el mundo —quizás, el único— que combina al menos tres cultivos ilícitos significativos (coca, marihuana y amapola (Calvani, 2007)); además, ya a finales de la década de 1980 alcanzamos el estatus de principal exportador de base de coca a Estados Unidos, una posición que no hemos perdido desde entonces. Por lo tanto, la cifra de hectáreas dedicadas a cultivos ilícitos probablemente nunca ha bajado de algo así como 40.000 hectáreas2. Como la coca3 no es solo un cultivo de pequeños propietarios, sino, además, un excelente empleador —ese es uno de sus tantos parecidos con el café durante algunos periodos4—, la implicación es directa: “el campesinado ilícito” ha estado constituido por decenas de miles de familias por alrededor de cuatro décadas. El PNIS —programa de sustitución resultante del acuerdo final entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP)— provee una buena ilustración de la magnitud demográfica del sector ilegal en el campo colombiano: cuando se lanzó, se inscribieron cerca de 180.000 familias, tal y como lo reporta Rafael Pardo (2020).
Lo anterior, por supuesto, va sujeto a múltiples matizaciones. En primer lugar, el ejemplo del PNIS corresponde a una foto de un momento específico, en el que la economía cocalera estaba alcanzando máximos históricos de expansión. En segundo lugar, la presencia de cultivos ilícitos ha oscilado a lo largo de los años. La Sierra Nevada de Santa Marta y La Guajira fueron el gran epicentro de la bonanza marimbera, que después dio paso a una vigorosa economía cocalera bajo la égida de los paramilitares, pero que finalmente desapareció. Mientras, los cultivos ilícitos prosperaban en el sur del país, pero también allí hubo una alta variación, tanto espacial como longitudinal. Los distintos grupos que participaron en ella desplegaron estrategias explícitas para competir por territorios cocaleros (ver, por ejemplo, Aranguren, 2001). En tercer lugar, hubo muchos territorios que no resultaron afectados por los cultivos ilícitos. La coca ha sido un cultivo característico del bosque tropical húmedo, lo que da cuenta de una parte de su distribución espacial. Pero también inciden otros factores, que van desde las dinámicas de la guerra (Díaz & Torres, 2004) hasta la posición —que no está fija en el tiempo, sino que evoluciona— de distintos actores territoriales. Por ejemplo, Lobo et al. (2020) reportan que ha habido comunidades afro dispuestas a pagar altos costos con tal de impedir su entrada.
En cuarto lugar, y un poco en contraste con lo anterior, no hay una muralla china que separe a campesinos pertenecientes al sector legal de aquellos involucrados en el ilegal. En varias regiones, la coca estuvo lejos de ser un monocultivo, por diversas razones estratégicas —hacer más difíciles las fumigaciones, responder a reglas establecidas por el regulador armado o, simplemente, tener un ingreso de respaldo que proteja de los riesgos involucrados en el cultivo de la coca (Gutiérrez, 2021a)—. Los jornaleros agrícolas aparecen en territorios cocaleros de manera estacional cada vez que hay cosecha; eso les permite dedicar parte de su tiempo a otros cultivos o a empleos urbanos. Otros ahorran lo suficiente con la raspa como para comprar su propio pedazo de tierra, en el que a menudo siembran productos legales, intercalados o no con coca.
En síntesis, durante al menos las últimas cuatro décadas, Colombia ha abrigado a un campesinado ilícito de gran magnitud. Seguramente, su número no ha bajado nunca de 20.000, y en la actualidad supera de lejos las 100.000 personas, o se acerca, más bien, al doble de esa cifra. Ello hace de la coca una economía rural muy importante desde el punto de vista no solo financiero, sino también, desde el demográfico y el humano, algo que permite compararla con diversos sectores legales. Por ejemplo, el Ministerio de Agricultura (2021) encuentra que la “cadena de la papa” genera 75.000 empleos directos y cerca de 180.000 indirectos. El tubérculo es mucho mejor proveedor de empleo que la mayoría de alternativas que puede ofrecer el sector legal —incluyendo, por supuesto, la ganadería extensiva y las industrias extractivas—, pero, de acuerdo con estas cuentas, resulta inferior a la coca no solo en términos de la oferta de ingresos —lo que cualquiera podría intuir—, sino también, como empleador.
Estas conquistas económicas podrían, sin embargo, estar pagándose con un yermo moral y cultural en los territorios. ¿Hasta qué punto es eso cierto? Como veremos en las próximas secciones, muchos creen que lo es.
2. CULTIVOS ILÍCITOS, MORAL Y DESARROLLO
En muchos trabajos, la entrada de cultivos ilícitos a un territorio se asocia a los siguientes males sociales: patrones de consumo conspicuos y desordenados; derroche y descomposición social; proclividad a la violencia; obsesión por el dinero; falta de solidaridad, y ruptura del tejido social (Arcila et al., 2002; Cubides, 1992; Jaramillo et al., 1989). Todo esto termina configurando un “capital social negativo” (Thoumi, 2005; 2009). Otros enfoques, que examinan los procesos de acumulación capitalista del narcotráfico, proponen la imagen de un campesino que ha perdido su capacidad de agencia y ha quedado sometido a las fuerzas de este mercado ilegal (Galvés, 1989; Montoya, 2009).
Naturalmente, no toda la literatura académica citada líneas arriba acumula evidencia a favor de la hipótesis estándar, pero estos males morales y culturales —que, por supuesto, no son simplemente imaginados— constituyen las características centrales del paisaje social a partir del que esta se desarrolla.
Tal paisaje es retratado con tintas más cargadas en diversos documentos de política pública. Los cultivos ilícitos son capaces de
(…) impone(r) una nueva escala de valores sociales en algunas regiones y sectores que está en abierta contravía con el clima moral que exige el desarrollo de una sociedad sana, basada en los principios, en el reconocimiento de los méritos individuales y en el progreso como base de superaciones ciudadanas. (Samper, 1995, citado en Iglesias, 2003, p. 50)
Esa nueva escala ha barrido con las prácticas tradicionales del campesinado, y afectado a
(…) la población infantil, las mujeres, los adultos y en general en la dinámica organizativa tradicional y de reivindicación social. Por ejemplo, los moradores ya no respetan las fiestas patronales, ni los días dominicales que eran sagrados; los sistemas de producción tradicional han sido descuidados porque prima el dinero circulante de la venta de la hoja o la pasta de coca. (Archivo ANLA, 2008)
El CONPES 3669 de 2010 (Departamento Nacional de Planeación, 2010) llega, de hecho, a lamentar que en el mundo cocalero “los beneficios particulares” se pongan por encima “de los generales” (p. 37). Esto se debe contrarrestar con “la educación y la participación deliberativa, la responsabilidad individual frente al grupo” y “el sentido de bienestar colectivo” (Departamento Nacional de Planeación, 2010, p. 37). En efecto, las distorsiones morales generadas por la coca se expresan en una
(…) conciencia social (que) se narcotiza y de esta manera se afianza una inversión de valores, donde las políticas de gobierno para controlar la producción y el tráfico de cultivos ilícitos se interpretan como actos de represión, entendiéndose como víctimas la población involucrada en el fenómeno. (PLANTE, 1996, citado por Iglesias, 2003, p. 51)
Una perspectiva similar nos la ofrece un defensor del pueblo que entrevistamos en una de las salidas de campo, una persona con profundos conocimientos del territorio y una gran empatía con los campesinos, a quienes considera “víctimas de los cultivos ilícitos”. Él enfatiza que el dinero fácil daña el comportamiento de la juventud, empuja a la gente a la violencia, la saca de la educación y promueve la cultura del dinero fácil:
Ya se creó una cultura cocalera en la región entonces hoy vemos los muchachos de 14 años con una cadena de oro que no le cabe en el cuello, con un arma empretinada, con una moto, no quieren estudiar, no quieren hacer otra cosa porque ya son parte de la cultura cocalera que se implantó desde los años 80 en la región entonces los muchachos ya solo piensan en tener una mujer estando jóvenes no han cumplido los 20 y ya tienen una mujer o ya tienen hasta mujer y dos hijos y ya están pensado en dejar esa mujer y agarrar otra porque es lo que han visto que hicieron los papás, los tíos y eso parte de la cultura cocalera es parte de lo fácil de lo rápido que se gana el dinero.
La “honda distorsión de los valores éticos” generada por la coca (Archivo PLANTE, n.d.) contradice los valores necesarios para promover el verdadero desarrollo; por eso, en uno de sus informes de verificación del PNIS 5, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (en inglés, UNODC, por las iniciales de United Nations Office on Drugs and Crime) (2017) plantea una secuencia que va desde la identificación de las zonas de cultivo hasta el luminoso sol del “desarrollo sostenible”, o alternativo. Si este fomenta “el retorno a los valores éticos y culturales del ciudadano, incrementa la presencia institucional del Estado y crea fuentes alternativas de ingresos” (Departamento Nacional de Planeación, 1994), entonces el objetivo de un mundo “libre de drogas” (Van Dorn, 2016) implica no solo una transformación cultural a gran escala, sino una vigorosa promoción del desarrollo —entendido, en particular, como la promoción de los objetivos del milenio (Van Dorn, 2016)—. Ello, a su vez, implica que “la lucha contra los cultivos ilícitos y su producción se basa en la moralidad, en los tratados internacionales, en las leyes nacionales y finalmente en el auto interés de los países afectados” (UNDCP, 1993, p. 14).
Es importante señalar que la sensación de que la coca está detrás de un significativo deterioro cultural ha sido expresada, con particular vigor y pathos moral, por parte de sucesivos gobiernos colombianos y la llamada comunidad internacional, pero estos no tienen el monopolio de tal retórica. Por ejemplo, las FARC-EP también veían con desasosiego muchos de los fenómenos asociados a la vida cocalera: temían que el territorio se llenara de “personajes extraños”, que minaran su control informacional, y que, como consecuencia de ello, la moral pública se deteriorase de manera radical. Como lo señala Ferro (2000), en un principio incluso las FARC-EP se opusieron al cultivo, precisamente, por estas razones morales. Constituían objeto de su preocupación no solamente los campesinos en situación de bonanza, sino los jornaleros agrarios que trabajaban en la coca (raspachines, por el nombre que se les da en varias regiones). Por ejemplo, Wilson Ramírez (2017), un excombatiente de las FARC-EP que hace un recuento crítico de su trayectoria, tiene la siguiente visión de los efectos culturales de las bonanzas cocaleras en Caquetá:
Los campesinos que vivían arrancados, llevados por la miseria que se vivía antes de la coca, ahora eran mafiositos que creían que se habían ganado el mundo entero, con buenos deslizadores, revólveres y pistolas al cinto, varios millones en un bolso, era común que les sobraran las mujeres de toda clase, se volvió normal que los campesinos que eran pobres ahora tuvieran una mujer en cada pueblo. (p. 35)
Algo análogo reporta otro excombatiente entrevistado por nosotros, que tuvo un papel significativo en la regulación del mundo cocalero desde las FARC, y quien, de manera interesante, resalta que la guerrilla —al menos, en algunas regiones— apoyó diversos programas de sustitución:
Las FARC veían (esos programas) con buenos ojos porque la cultura de la coca… es decir lo que teníamos un mínimo esclarecimiento del papel de una organización revolucionaria marxista leninista, lo que estaba pasando allí…. Estábamos administrando un cuadro de sociedad marginal lumpesca, porque allí se concentraba todo; desde pícaros que huían, aventureros, prostitutas, estafadores, negociantes, había de todo o gente que era la mayoría campesinos de esa zona que se cerraron las posibilidades de mantener una economía legal que le permitiera reproducirse mínimamente.
Esta declaración captura bastante bien los dos focos de atención de las preocupaciones de las FARC-EP con respecto de los efectos de la coca sobre la vida cultural de las regiones bajo su influencia, que estuvieron en el corazón de la propuesta de regulación del cultivo por parte de las FARC-EP en muchos territorios (Valencia, 2017). Por un lado, el flujo “descontrolado” de gente hacia y desde el territorio; por otro, el deterioro y el desorden que supuestamente causaría la bonanza.
Este es el panorama moral y cultural dibujado por la hipótesis estándar. En principio, no podría criticarse el esfuerzo por analizar los efectos morales, culturales o sobre el desarrollo de determinados cambios económicos —más aún, en el contexto de nuestra discusión—. En Colombia contamos con una vigorosa literatura que ha analizado en detalle nuestra posible fractura entre ley, moral y cultura (Mockus & Corzo, 2003) y, más generalmente, las dimensiones culturales de nuestro conflicto (García, 2021; Jaramillo, 1997); más aún, el vínculo entre moral, desarrollo y cultura fue explícitamente establecido por algunos de los gigantes del pensamiento social del siglo XX (basados, naturalmente, en una larga tradición; ver el notable trabajo del Sedlacek, 2014). Naturalmente, los conceptos de desarrollo y cultura —que son, en esencia, proteicos— varían de autor a autor, pero se concentran, en su núcleo básico, en transformaciones productivas a gran escala, crecimiento económico, cambios en la estructura de clases de un país dado y aumento de las capacidades y las libertades de la población —la perspectiva básica fue planteada por Sen (1988); dentro de la institucionalidad internacional, los Objetivos del Milenio (2000) constituyen un referente central, que recoge algunas de las intuiciones de Sen—. Dada su masividad, dichos procesos involucran también grandes cambios culturales (normas, valores, costumbres), aunque el debate sobre su lugar causal sigue tan presente como siempre (el economista coreano Ha Joon Chang, 2010, ofrece un interesante análisis sobre esto)6.
Pues bien, nadie menos que Gramsci (2018) desarrolló un argumento prohibicionista desde la perspectiva de los efectos morales del alcohol —y en general, de las sustancias excitantes— sobre los trabajadores y el mundo del trabajo. Para Gramsci, el control sobre la moralidad y la disciplina era fundamental para el mundo del trabajo, y constituía mucho más que una simple manifestación hipócrita de puritanismo: hacía parte de la constitución de una nueva fuerza social. Si el argumento en general parece y está fechado7, destaca la importancia de desarrollar una economía política de las transformaciones morales, para quien quiera aventurarse a esta clase de exploraciones, que siempre son difíciles de aprehender.
Barrington Moore (2018) es particularmente agudo sobre la necesidad de no ser demasiado rectilíneo en ellas. Moral y desarrollo tienen múltiples conexiones, pero ambos generalmente están marcados por la multiplicidad y la ambigüedad de sus efectos. Muchas de las críticas al “individualismo corrosivo” (p. 12) están marcadas por un ethos profundamente conservador (en esto, en particular, hay una confluencia entre Gramsci y Moore). Los tipos ideales de trabajo duro tienen “múltiples permutaciones” y no se encuentran fácilmente donde se predice que estén —y sí, en cambio, en los lugares más inesperados—. En la experiencia europea, el fraude y la trampa jugaron un papel fundamental en la construcción de las economías legales, y rara vez hay una yuxtaposición clara entre la moral establecida y las trayectorias de desarrollo. En muchas situaciones, “acuerdos equívocos y comportamientos moralmente ambiguos florecieron” (Moore, 2018, p. 17). Si esto es cierto, habría al menos algunas situaciones social, humana y analíticamente significativas para las cuales no es fácil calificar la valencia moral o de desarrollo de ciertas prácticas económicas o sociales.
¿Qué efecto pueden tener estas dos perspectivas —desarrollo de una economía política del cambio y análisis de las permutaciones y las ambigüedades intrínsecas a las relaciones entre moral y desarrollo— para la hipótesis estándar?
3. LA EVIDENCIA A FAVOR
Es indudable que la coca —y más generalmente, los cultivos ilícitos— revoluciona los territorios en los que entra. En esta sección presentamos una síntesis de las dinámicas subyacentes a ello.
Primero, la brusca monetización de las economías campesinas transforma, en efecto, las relaciones sociales, incluyendo las laborales: algunos de nuestros entrevistados, ciertamente, se quejan de que los campesinos “ya no se conforman”, y de que en lugar de trabajos prestados a través de diferentes formas de relacionamiento, exigen salarios en contante y sonante (“entre la llegada de la palma que fue antes de la coca y con la coca lo que más se ve es el jornal; ¿cuánto me va a pagar?” —comenta un entrevistado—). El acceso a recursos monetarios significativos también transforma los patrones de consumo. Aquí es necesario aclarar que hay mucho de hipérbole: el mundo cocalero es típicamente de muy pequeños propietarios —que gracias a la coca pueden hacer viable económicamente una parcela casi siempre mucho menor que una unidad agrícola familiar (Gutiérrez, 2021a)—, y nadie se vuelve inmensamente rico con una chacra de una o dos hectáreas de coca; sin embargo, el sector ilícito sí provee mejores excedentes para los campesinos que el legal. La existencia de ese excedente atrae inevitablemente toda clase de oferta de servicios, establecimientos y personal, pasando por prostitutas, cantinas y ventas ambulantes. La lista tiene que incluir también a jornaleros agrícolas, pues, como ya se vio, la coca es un magnífico empleador. Todo esto, necesariamente, cambia los patrones de consumo y el comportamiento del campesinado y, más generalmente, los de los habitantes del territorio.
Aunque la literatura cuantitativa no produce hasta el momento conclusiones sólidas (Rincón et al., 2013) sobre las complejas relaciones entre la entrada de los cultivos ilícitos al territorio y las distintas modalidades de violencia, es perfectamente factible que sí aliente diversas modalidades de deterioro de la vida social, por varios mecanismos relativamente fáciles de identificar. Ante todo, los cultivos ilícitos generan superganancias. Aunque tan solo las boronas les quedan a los campesinos, algunas de ellas quedan en manos de intermediarios y de actores territoriales; sin embargo, las diferencias inevitables en cualquier negocio acerca de la distribución de recursos no pueden ser llevadas a un tribunal, y por consiguiente, la probabilidad de que se diriman mediante la violencia es alta. Al principio de la bonanza marimbera, en la segunda mitad de la década de 1970, proliferaron las quejas acerca de la proclividad a los ataques letales por parte de todos los involucrados en el negocio de la marihuana. Patrones mataban a trabajadores para no pagarles, y trabajadores, a patrones, para robarles el dinero; y todos parecían dispuestos a disparar contra terceros en un ambiente saturado por ríos de dinero y por la incapacidad para calcular a largo plazo, algo que captura bien la película Pájaros de Verano, de 2018.
La intensidad de este episodio, ciertamente, no se encuentra en todas las bonanzas ilícitas, pero, en cambio, casi todas las que tuvieron lugar en medio del conflicto armado sí pusieron a los campesinos bajo la égida de la regulación guerrillera o paramilitar. Estas diversas formas de regulación fueron bastante diferentes —entre ellas, pero también hubo una fuerte variación regional entre grupos—, y en muchos casos estuvieron asociadas a formas extremas de brutalidad; casi siempre, a la pérdida de control sobre el territorio por parte de diferentes poblaciones agrarias.
El efecto de la pérdida de las “viejas costumbres” también es perfectamente tangible. El campesinado asociado a los cultivos ilícitos es muy diferente del descrito por buena parte de la literatura agraria: es mucho más móvil, mucho más globalista, que lo que ella permitiría imaginar (Gutiérrez, 2021b; Ciro, 2020; Ramírez, 2001). Su relación con el trabajo es diferente también. Por ejemplo, en algunas entrevistas muchos analistas nos han hecho notar que algunos campesinos cocaleros a duras penas saben manejar un azadón. También tiene, naturalmente, una relación distinta con las autoridades y con el comercio local. Las estructuras familiares de los campesinos cocaleros cambian, se vuelven más fluidas y, posiblemente, también más inestables.
No sobra recordar, en este contexto, que muchos de esos cambios y problemas han sido debatidos arduamente por parte de líderes sociales, campesinos y otros actores de la ruralidad, en territorios con alta presencia de los cultivos ilícitos.
4. LOS PROBLEMAS
Tendremos, por tanto, que darle la razón a la hipótesis estándar? No. Hay cuatro “permutaciones” y mecanismos que la ponen en cuestión.
Primero, la línea de base contra la que se está comparando el mundo cocalero no fue tan bonita —un mundo amable, donde campesinos bien comportados celebraban sus fiestas patronales—, como muchos documentos oficiales, pero también trabajos académicos, parecen asumir implícitamente. En un país con ocho millones de desplazados —muchos, a sangre y fuego, y buena parte de los cuales han sido campesinos— no se puede comparar al sector ilícito con el pasado eglógico de las economías legales, que a veces, simplemente, nunca tuvo lugar.
Segundo, el ingreso de la coca ha dotado a los campesinos de una base económica que también les permite transformar de manera positiva sus expectativas, sus trayectorias de vida y sus patrones de consumo; de hecho, su subsistencia en cuanto campesinado —compatible con la creciente urbanización del país— puede haber dependido de su articulación a mercados globales ilegales. Contra el supuesto de la UNODC y muchas agencias internacionales, el mundo de la coca puede haber generado condiciones para el desarrollo que, en cambio, existen solo precariamente en el sector legal, comenzando por el muy simple y fundamental factor de que en aquel (el mundo cocalero) los campesinos tienen capacidad de ahorro; más aún, algunas de las transformaciones sociales generadas por la coca no podrían ser marcadas in totto con una valoración cultural negativa, a menos de que se adopte —a menudo, de manera inconsciente e implícita— una posición de conservadurismo moral extremo.
Tercero, el mundo cocalero no es un agujero negro que bloquea cualquier forma de aprendizaje. Esto es cierto incluso en condiciones muy adversas. Por ejemplo, Bocarejo (2018) muestra cómo los campesinos adaptaron su comportamiento para manejar riesgos extremos en condiciones de ilegalidad. En la medida en que las personas van aprendiendo de experiencias pasadas, y transmitiéndolas a las generaciones subsiguientes, muchas prácticas se transforman y se van asimilando a horizontes temporales más largos. Es paradójico que muchos investigadores no hayan podido ver esos procesos de cambio que acercan a los campesinos a todo un conjunto de valores de clase media que aquellos tienen ya profundamente introyectados. Esto, en un contexto en el que, por el ahorro y los desparrames positivos de la coca sobre la economía regional (Gutiérrez, 2021a), se produce cierta densificación demográfica y mayor presencia de al menos algunos servicios prestados por el Estado, como ya lo notó, adecuadamente, Torres (2011).
Cuarto, los mundos agrarios legal e ilegal no son compartimientos estancos. Están conectados por decenas de vasos comunicantes. Comparten personal, experiencias y trayectorias. Están atravesados por aprendizajes mutuos, algunos de los cuales difícilmente pueden ser calificados como generadores de degradación o de formación de capital social negativo.
Examinemos por separado cada uno de estos factores. Primero, el proceso de poblamiento cocalero pertenece a la familia conceptual de ampliación de la frontera agrícola y de la colonización —o por lo menos, se intersecta fuertemente con ella—. Estos procesos de poblamiento rara vez son estables y pacíficos. El siglo XX colombiano se caracteriza por una ampliación de la frontera agraria constante y excepcionalmente traumática (ver Tovar, 2015, para un contraste en este sentido entre los siglos XIX y XX colombianos; Gutiérrez, 2021a, y el clásico LeGrand, 1988). Es un caso extremo, pero no único. La monetización de las economías agrarias, combinada con la precariedad de formas de regulación, transforma los patrones de consumo y crea numerosos problemas de acción colectiva, que son saldados por medio de la violencia (para el caso estadounidense, ver el fantástico trabajo de Grandin 2019; también, Li, 2014). Esto es especialmente cierto tratándose de la vinculación de diferentes regiones a grandes mercados globales, un duro proceso que ha estado en el núcleo de la construcción económica y social de nuestro continente (Topik et al., 2007); por ello, no es de extrañar que en América Latina podamos encontrar muchísimos contextos similares a los descritos por la hipótesis estándar. Hobsbawm (2018) reporta que en Guerrero, México, la gente era “tan renuente a la ley (que) la prosperidad económica se mide en revólveres nuevos, que los hombres prefieren comprar antes que una radio nueva” (p. 303).
Si la colonización cocalera en términos de inestabilidad, violencia y patrones de consumo no es tan diferente de otras modalidades de colonización, su contraste con el sector legal en Colombia es aún menos concluyente. En nuestro país, muchas economías del sector legal han exhibido niveles también extraordinarios de violencia (Gutiérrez, D., 2021), en contraste con los cuales la supuesta anomia del mundo cocalero palidece. Es fácil encontrar ejemplos extremos: no por casualidad, uno de los referentes básicos para entender la economía cauchera se refiere al “holocausto en el Amazonas” (Pineda, 2000). Pero incluso si nos concentráramos únicamente en las economías más contemporáneas, que de lejos constituyen el uso del suelo más frecuente en nuestro país hoy en día, no podemos escapar de la pregunta de qué es lo que tiene de extraordinario la coca en términos de violencia o de descomposición. Por ejemplo, la ganadería extensiva —de lejos, la economía agraria más frecuente en Colombia— ha estado asociada a muchas violencias extremas, incluyendo el despojo (Gutiérrez & Vargas, 2016). Salinas y Zarama (2012) muestran el papel de diferentes economías legales —incluyendo la bananera— en la construcción de grandes proyectos territoriales paramilitares. La comparación es aún más pertinente e indispensable si se tiene en cuenta que una porción muy sustancial de campesinos cocaleros han sido expulsados —a veces, por razones económicas, pero a veces también, a punta de pura bala— de las economías legales en las que se encontraban (Ramírez, 2001; Ciro, 2020; Gutiérrez D., 2021).
En segundo lugar, habría que considerar la manera como, efectivamente, los excedentes de la economía ilegal en realidad han permitido, no solo un incremento de los ingresos, sino un avance social considerable; al menos, a algunos sectores. En realidad, la base material del campesinado cocalero es bastante distinta de la del sector legal, lo que debería entrar en cualquier evaluación de las transformaciones generadas por la planta. El sector cocalero es mucho menos desigual. Permite el acceso de los campesinos a la tierra, y no parece haber generado grandes dinámicas de concentración —entre otras cosas, porque la inestabilidad y la informalidad permanentes de los derechos de propiedad mantienen deprimidos los precios de la tierra—; además, es excelente empleador —en contraste con lo que sucede con muchas economías rurales que ocupan buena parte de nuestro territorio— y ha promovido —a veces, por las razones equivocadas— a diversos sectores sociales cuyas oportunidades de avance en muchos sectores legales son cercanas a cero (Gutiérrez, 2019, 2021a). Por ejemplo, Parada y Marín (2019), 2021) argumentan que la economía cocalera les ha permitido a las mujeres acceso a “recursos productivos y (…) al mercado laboral en condiciones muy similares a las de los hombres y muy superiores a las de otras mujeres rurales” (Parada & Marín, 2019, p. 65). La figura 1 presenta los resultados de nuestra encuesta respecto a la pregunta: ¿Considera usted que la economía cocalera contribuyó a su independencia económica? Como se observa, de manera significativa y en un porcentaje mayor que la de los hombres, las mujeres contestaron que sí.
Esta autonomía se ha conseguido a costa de una transformación en la estructura del hogar que muchos de sus miembros pueden nombrar con absoluta claridad. Por ejemplo, según una campesina cocalera de segunda generación, su mamá trabajaba gracias al ingreso de la planta:
¿Qué hacía la mamá? Y eso no se había visto antes, cuando la mujer cocalera empieza a tener su autonomía, de su pedazo, empieza a celebrar los cumpleaños; de sus hijos, de su esposo… y de ella también porque, vuelvo y digo, que ella cumplía años va y se compra lo que ella quiere porque ya tiene con qué. Antes eso no se hacía, así estaba el dominio, nadie sabía cuándo se cumplía años, cuándo había… nada. Ni tampoco le podía dar el regalo a la mamá o al papá porque… bueno, cumplieron años o era el día del padre o el día de la madre. La mujer empieza a tener autonomía cuando empieza a sembrar su cultivo.
Una recolectora narra cómo la coca trastocó su hogar tradicional:
(…) yo buscaba mi compromiso, mi marido me mantenía y todo, pero había un conflicto en el hogar, entonces yo me dedicaba a mis cosas, lo que yo pudiera hacer porque yo no soy bachiller, no estudié, hasta sexto en la escuela. Entonces yo me dedicaba a eso, a raspar.
A veces, la autonomía se conquista por las razones equivocadas, por la propia ilegalidad y la inestabilidad de la economía:
No, yo tenía pareja, sino que a mí siempre me ha gustado trabajar, siempre me ha gustado tener mis cosas, entonces también gracias a eso, fui madre soltera, ahí quedé soltera por un tiempo porque el papá de mis hijos por estar trabajando en eso, lo agarraron preso por dos años.
Siendo una economía tan intensiva en mano de obra y con límites relativamente duros a la mecanización de ciertas actividades —otro aspecto que la hace similar al café—, la coca ha sido un importante referente para jornaleros agrícolas, cuyos salarios en la coca son comparativamente buenos (y según testimonios de varios habitantes del territorio, empujan al alza a otros salarios agrícolas); más aún, muchos campesinos han sido recolectores, y reportan frecuentes compras de tierras debido a temporadas favorables, o a la cesión de aquellas por parte de campesinos ya establecidos que han decidido migrar (debido a la violencia, a las fumigaciones o, simplemente, al deseo de ampliación de sus horizontes). Todo esto sería prácticamente impensable en el mundo legal. El hecho de que la economía cocalera sea bastante igualitaria y tenga una tenencia de la tierra razonablemente bien distribuida para el contexto colombiano —en nuestras entrevistas, cuando se habla de propiedades “grandísimas”, generalmente se están refiriendo a fundos de 10 o 20 hectáreas— significa que los campesinos desarrollan una vida social ajena a la influencia de grandes terratenientes y de conflictos con ellos. Eso, por supuesto, no significa que no haya otra clase de conflictos por la tierra.
La evolución de la relación con el mundo del trabajo tampoco es tan rectilínea como se supone. El libro clásico de Jaramillo et al. (1989), junto con muchos aportes y atisbos brillantes, parecería sugerir que los campesinos provenientes del mundo andino, más asentados en una tradición de trabajo duro, fueron más resistentes a los encantos de la coca (pp. 62-63); sin embargo, la intuición que asocia la coca al dinero fácil es —al menos, en el mundo agrario— una fantasía8, como lo sabe cualquiera que esté mínimamente familiarizado con el proceso de producción en sus distintas etapas. Tanto raspachines como campesinos reportan con frecuencia las dificultades que tuvieron al principio, porque el proceso de recolección les destruía las manos. La transformación de la hoja en base de coca —que ocurre con frecuencia en laboratorios campesinos— implica también trabajo duro y riesgos para la salud. Si se trata de “ganancias merecidas” —según el muy cristiano criterio de Moore (earned profits) (Moore, 2007; Moore & Prichard, 2017), y creemos que, implícitamente, de muchos otros— no vamos a encontrar mucho aquí que reprocharles a los cultivos ilícitos.
Todo esto nos lleva a la tercera dimensión omitida por la hipótesis estándar: el cambio social. Como observamos líneas arriba, es indudable —y fácilmente previsible— que la brusca monetización de la vida social por la vinculación a un vigoroso mercado mundial es susceptible de revolucionar las relaciones sociales. En la medida en que esto se produce en medio de un vacío regulatorio —debido a que el producto es ilegal—, esto puede ir asociado a descomposición y desmoralización masivas; sin embargo, los territorios cocaleros no están congelados —al menos, no necesariamente— en un estado de permanente anomia y desorden social. La gente aprende y adapta sus prácticas. Dicha adaptación ocurre al menos por tres vías. Ante todo, de acuerdo con el análisis de Torres (2011), aunque los cultivos ilícitos bloquean en muchos sentidos la presencia del Estado, en muchos otros la atraen y definen. Ningún pequeño cultivador se enriquece con la coca. Pero sí vive en mejores condiciones que muchos otros campesinos (Marín et al., 2020). Como, además, la coca es intensiva en mano de obra, se convierte en un imán demográfico. Los impactos positivos sobre el comercio atraen también al sector privado y, tras él, a varios servicios estatales claves. Naturalmente, todo eso tiene un techo, dado que los territorios con presencia de cultivos ilícitos sufren, junto con otros, del “apartheid institucional” al que se refieren García y Espinosa (2013).
Adicionalmente, las primeras generaciones de cocaleros son capaces de enunciar su experiencia y la transmiten a las generaciones subsiguientes. Dicho proceso, en esencia rutinario, les ha permitido a las subsiguientes generaciones transformar sus patrones de consumo y sus comportamientos. Un ejemplo muy ilustrativo, pero también conceptualmente muy importante, es el de los horizontes temporales. Los cocaleros de primera generación se quejan mucho de que el dinero de la coca era “maldito”. No solo atraía toda clase de desgracias, sino que también se iba tan fácil como parecía haber venido. No son escasos los jóvenes que tienen esa misma percepción sobre las generaciones precedentes; sin embargo, esta experiencia, transmitida en incontables contextos, desde el familiar hasta el público, va cambiando las perspectivas. Además, los incentivos puros y duros del mundo capitalista castigan el consumo desordenado cuando los márgenes de acumulación son estrechos; más aún, parece haberse producido un importante cambio demográfico, con el tránsito de aventureros solteros a núcleos familiares más estables. Y la experiencia de la fumigación, marcada con fuego en la trayectoria vital campesina, les revela de manera contundente que es mejor reservar fondos para las vacas flacas. También lo demanda la experiencia permanente de la movilización social, algo a lo que volveremos en la próxima sección.
Todas estas transformaciones se expresan tanto en la capacidad de ahorro como en la inversión de la educación de los hijos, que es una suerte de obsesión de buena parte de nuestros entrevistados. Crucialmente, la coca permite un ahorro modesto a muchos campesinos e, incluso, a algunos jornaleros agrícolas. Como resultó de la primera encuesta realizada por nosotros entre campesinos cocaleros de Puerto Asís y Tumaco en 2019 (Gutiérrez, 2021a; Marín et al., 2020), el grueso de sus ahorros se invierte en educación, tierra —por ejemplo, cuando los jornaleros hacen el tránsito a propietarios, algo que no es para nada infrecuente— y activos fijos —motocicletas, equipos de televisión, etc.—, como se muestra en la figura 2.
En la obsesión por el estudio se nota muy bien la tensión entre deterioro y aporte que hace la planta a sus respectivas sociedades. Como el cultivo es tan rentable, muchos jóvenes abandonan el estudio para ir a raspar. Pero, por otra parte, sus progenitores ya están apostando fuertemente a la educación de las siguientes generaciones. Para algunos entrevistados, el contraste con el pasado es patente. Nótese cómo en la siguiente declaración se subraya la ampliación de los horizontes temporales:
Nada, esa era la ley del que más tuviera, entonces hasta los niños y los jóvenes no les importaba: “para qué voy a estudiar yo si pues yo tengo los fajos de plata, a mí qué me interesa el estudio, no me interesa nada, yo lo tengo todo”, era como mirar ahí en el momento.
Esto lo corrobora este otro recuerdo: “Anteriormente no había las posibilidades que hay hoy en día; hoy en día los padres se preocupan porque sus hijos estudien. Anteriormente los padres se preocupaban porque sus hijos trabajaran”.
Lo corrobora también, casi en sus mismas palabras, un cultivador en el norte del país: “Los hijos eran para el trabajo, ahora uno piensa en su estudio”.
En la siguiente declaración se establece un vínculo explícito entre la coca y la promoción de la educación:
Como una opción de trabajo, como una posibilidad de sacar nuestras familias adelante, de darles un estudio a nuestros hijos, porque a pesar que hemos sido unas personas de bajos recursos económicos, hemos mentalizado que el estudio es una gran oportunidad de sacar adelante nuestras familias y por lo menos como herencia, siempre hemos tenido el dejarle un grado de estudio a nuestros hijos.
Muchos entrevistados coinciden en que la coca es la que les da para darles el estudio a los hijos. Esto genera una fuerte transformación del núcleo familiar:
Nos iba bien porque yo acabé de pagar esa parcela, me tocó dar en ese tiempo como quince millones en efectivo, pagué y de ahí he sacado para lo demás, le di estudio a mis hijas, una es ya profesional, terminó la carrera de comunicación social y pues tengo la otra que está terminando el bachiller y de aquí es de donde he podido sacar para el estudio.
Véase esta otra experiencia:
Entrevistadora: Nos hablaba de que su hija estudió, que era abogada ¿fue con esos ingresos?
Líder: claro, con mi coquita, cultivaba mi coca y después me iba a construir casas en maderas por contratos, con eso le mandaba a ella.
E: y, ¿pudo estudiar?
Líder: sí, ella es abogada y ya está haciendo el N semestre de la especialización, es funcionaria X en el municipio Y, pero ya termina el contrato en marzo, todo gracias a la coquita”.
La educación “gracias a la coquita” transforma también el territorio en su conjunto:
Acá en el Putumayo ha habido gente que tiene hijos universitarios capacitados gracias a la bonanza de la coca, sólo con el trabajo del plátano no le puede dar estudio a los muchachos, hay mucha gente de acá del Putumayo bien capacitada (con la coca).
El cuarto y último factor omitido generalmente por la hipótesis estándar es que no hay una muralla china entre el sector legal y el ilegal. Los flujos de personas desde y hacia la coca son muy significativos. Miles de campesinos expulsados por el sector legal se incorporaron a la economía cocalera. Algunos regresan periódicamente al primero; más aún, aunque algunos jornaleros se especializan en raspar, otros se ocupan de diversos cultivos —entre ellos, la coca—. Dadas las características del cultivo, es relativamente habitual que campesinos cocaleros alternen el cultivo con trabajos urbanos perfectamente convencionales. Los desparrames positivos de la coca sobre la economía regional establecen muchos vínculos entre personas en distintas ocupaciones, que van mucho más allá de lo económico. Contrariamente al imaginario de un mundo violentamente individualista marcado solo por la anomia, muchos de estos lazos son estables y duraderos, y no necesariamente corresponden a una noción estrecha de autointerés en el corto plazo. La lucha por mantenerse en el territorio requiere diversas formas de acción colectiva, como se verá en la próxima sección.
Todos estos cuatro factores aparecen entremezclados e interactuando entre sí en la siguiente poderosa viñeta sobre la trayectoria de un entrevistado y su hogar:
Sí, sí, yo no soy mal agradecido de ella (la coca). Antes de casarme yo era un gran joven pintoso, salsero, rockanrolero y merenguero. Yo también tomaba. Después de que uno consigue la mujer, se ajuicia. Ya tuvimos la hija. No pensábamos tener más hijas. Yo le decía a mi esposa: ‘tengamos una hija, pero estudiada’. Gracias a Dios, sí. Es psicóloga, casada con un policía y no vive acá. Con esto (la coca) yo le di estudio a ella.
5. VALORACIONES MIXTAS Y EXIGENCIAS REGULATORIAS
Precisamente por lo analizado en las dos secciones anteriores, la experiencia de cultivadores y jornaleros con la coca está marcada por una valoración mixta, tal cual se muestra en la figura 3.
Esta valoración mixta se apoya en diferentes perspectivas. Por una parte, está la crítica a la monetización y a la laicización de la vida cotidiana con la brusca y brutal entrada de una economía monetaria articulada al mercado global. Como lo muestran los siguientes fragmentos, son pocas las personas que se mueven en el mundo cocalero que no encuentran que la ilegalidad tiene costos prohibitivos.
E: ¿y qué razones les diría a esas personas para que no vuelvan a sembrar coca?
Lideresa: Vivir en la legalidad es lo más lindo que hay. Poderse usted sentar en una esquina a comerse algo con toda la tranquilidad del mundo, que vivir uno escondido como una cucaracha, con los bolsillos llenos de plata, pero escondidos. Eso no puede ser, yo no lo comparto. Yo prefiero comerme la chinchurria allá en la esquina y no tengo ningún problema. Y lo otro debemos de darle un buen ejemplo a nuestros hijos.
Según un líder social,
(…) el cultivo de uso ilícito cambia el uso del suelo, cambia la forma de pensar, cambia la economía solidaria por una economía salvaje porque el problema de la gente que es cocalera es que anda atrás de una cantidad de plata, no sueña en plata poquita. El anciano nuestro se conformaba con lo que le rendía la finca: el cacao, el plátano, la caña, el frutal. Con eso se conformaba.
Por otro lado, a la coca se la identifica como fuente de transformación social positiva. Nótese que no se trata apenas de mejores ingresos, como en la hipótesis estándar, sino de avances sociales metódicos, basados en el acceso a tierra, educación y trabajo, en el contexto de una economía campesina con una tenencia de la tierra relativamente bien distribuida para el contexto colombiano.
Contrariamente a la visión de pura anomia de la hipótesis estándar, esta clase de construcción solo se puede producir si media alguna clase de acción colectiva. Dice una lideresa social:
(…) donde lo primeros que llegaron sólo encontraron montañas y selvas, ríos, mucho paisaje, muy buen aire, pero todo lo demás por construirlo, entonces los que iban llegando, le iban dando a los otros que iban llegando, yo creo que (eso) es cultura.
En el mundo cocalero, juegan en particular dos características. Por una parte, la relativa equidad y la propia fluidez de derechos de propiedad sobre la tierra, informales y marcados por el riesgo, y que permiten transferencias y diversas formas de mutualismo en torno a la propiedad (lo cual explica que no sea raro que muchos jornaleros terminen, así sea parcialmente, como propietarios). En este contexto se desarrollan también múltiples formas de colaboración en la vida productiva. Por otra parte, la defensa del territorio contra acciones del Estado —como la erradicación forzada o la fumigación— ofrece importantes puntos focales para la acción colectiva (Estrada et al., 2019; MEROS, 2015; Ramírez, 2001). Tal parece, entonces, que no todo es destrucción del tejido social e individualismo desconsiderado: eventos de movilización social tan masivos como las marchas de 1996 o los recientes paros cocaleros en el Catatumbo (2013) y Putumayo (2014) demuestran una amplia capacidad de agencia, y sí: de solidaridad.
La defensa del territorio amenazado pasa, sin embargo, por la pérdida de control sobre él —lo que añade una capa de ambigüedad adicional a la situación—. Como el Estado no puede estar presente como regulador de una actividad ilícita, y sistemáticamente se ha opuesto a hacer inversiones sociales en predios con cultivos ilícitos (piénsese en el criterio coca-cero de los programas de desarrollo alternativo), esa regulación cae en manos de grupos no estatales. En la medida en que el cocalero es un mundo de alta movilidad espacial y social, eso plantea un problema a los reguladores, para quienes es fundamental poder controlar la información y, en ciertos casos, cerrar el territorio. Según Hobsbawm (2018),
Contrasta agudamente con la experiencia y práctica colombiana, que insiste no sólo en la importancia fundamental de mantener una organización civil, sino también en elaborar los más adecuados métodos para salvaguardar a las masas campesinas. Eso vale tanto para la inteligencia como para las operaciones. Así que resulta (de acuerdo a la experiencia colombiana) crucial identificar y filtrar a todos los ‘forasteros’ en una región, en especial a los que hayan llegado recientemente, como arrieros, comerciantes y vendedores ambulantes, almaceneros, viajantes de comercio, profesionales de salud y dentistas, maestros y otros empleados públicos, mendigos, prostitutas y otras mujeres ‘extrañas’, etc. (p. 303)
Este tipo de regulación de la economía cocalera expone a los habitantes a continuas violencias. También hace que su experiencia con el cultivo dependa fuertemente de la calidad de la oferta de regulación. En la medida en que esta sea violenta y puramente coercitiva, el balance se hace mucho peor. La demanda por un tránsito hacia una economía legal —no por la legalización del cultivo, que podría generar consecuencias destructivas (Ciro, 2020)—, basada en una regulación que preserve los bienes sociales generados por el cultivo, está en el centro de la sociabilidad política de los protagonistas del mundo cocalero (Ramírez, 2001). Aunque divergiendo de las demandas más publicitadas de las clases medias urbanas, más centradas en la legalización, estas no parecen estar expresando simple anomia o incomprensión, sino una vía específica de construcción de pactos de “reconocimiento” (Lund, 2019) para poder tener acceso a la ciudadanía y a una serie de derechos vitales.
6. PONIÉNDOLO TODO JUNTO: UN ANÁLISIS DESDE LA EXPERIENCIA DE TUMACO
Hay una gran variación territorial con respecto del impacto de la coca en diferentes grupos sociales, campesinos o étnicos; sin embargo, Tumaco, en buena medida, refleja las tensiones, las ambigüedades y las ambivalencias de las que hemos venido hablando. En los resultados de la encuesta del PNIS y en nuestras entrevistas, observamos dos percepciones directamente relacionadas con el foco de nuestro artículo: por un lado, la economía cocalera trajo toda una serie de efectos y mecanismos negativos, que se resumen en la categoría de “descomposición social”; adicionalmente, en Tumaco dichos costos son percibidos desde los líderes de las comunidades negras (representantes de consejos comunitarios, líderes religiosos y demás organizaciones afro) como una afrenta a sus formas tradicionales de producción y como una amenaza directa a su territorialidad. Por otro lado, la misma experiencia de los líderes, de campesinos y usuarios del PNIS reconoce el avance social significativo de la economía cocalera.
La coca llegó a Tumaco de manera tardía, durante la década de 2000, de la mano de las dinámicas del conflicto (Rodríguez, 2015) y de las políticas de fumigación (Observatorio de Drogas de Colombia, 2016; UNODC, 2004), lo cual generó gran desorganización social en los pueblos afro, fuertes tensiones con el regulador dominante (las FARC-EP o los paramilitares, según la zona del municipio) y conflictos entre campesinos y afros (Aponte & Benavides, 2016). Las tres críticas que líderes comunitarios y pobladores hacen al ingreso de la coca es haber “dañado” el tejido social, promover la descomposición y el uso de la violencia, y permitir el ingreso de actores armados no estatales al territorio.
“Por lo menos, yo entiendo de que alguien debe reparar algún día eso”, dice un líder de un consejo comunitario. Según otro,
Ya con la coca el adolescente ya tenía plata y ya iba a la mesa a pedir su cerveza y entonces ya también el irrespeto hacia el mayor. La coca generó un daño muy drástico en nuestro territorio (…) La coca esclavizó más a las poblaciones, porque mucha gente se iba muy en la mañana a los cultivos de coca y se iba muy en la tarde, por el afán de sembrar, entonces eso esclavizó. Y también rompió mucho esa sana convivencia del uno con el otro. Entonces la coca trajo mucho perjuicio a nuestras comunidades y es que la gente se reunía mucho a compartir, pero ya con la llegada de esta hoja de coca, ya esas reuniones casi no se hacen. (…) Como la gente tiene plata en el bolsillo esa plata la mayoría de la gente la gastaba en las cantinas. Muchos sí aprovechaban y compraban su motor y equipos para acomodar su casa. Pero la mayoría con la plata de la coca, generó más pobreza, económica y mental.
Nótese cómo en la anterior cita se identifica esclavización con trabajo asalariado y con relaciones monetarias.
Según un líder religioso,
Hubo un deterioro significativo en las mentalidades y los comportamientos, la gente se fue volviendo individualista. Ya iniciaron los desplazamientos, masacres y la prostitución que no se conocía en el territorio. Yo iba por las veredas y no había prostíbulos. Ya después que fueron viviendo con la droga (aparecieron) los primeros prostíbulos (en) muchos caseríos y esto fue rompiendo realmente todo el tejido social, la cultura, la gente no se reunía por miedo. El individualismo: antes se trabajaba en minga ahora dejaron de trabajar en minga ahora cada quien a ver como pone a producir más. Algunos han sobrevivido otros ya están bajo tierra, han muerto.
Finalmente, la coca trajo consigo a grupos armados no estatales, cuyo actuar fue muy violento —en esto, el escenario tumaqueño fue más traumático que el de otros territorios (Rodríguez Cuadros, 2015—.
De todas maneras, nosotros en la parte de la violencia no es que hayamos sido unos santos, pero no nos ha gustado derramar mucha sangre, pero cuando ya llegó la coca y esos estilos de vida diferentes se inició precisamente a cambiar la estructura mental de las personas. Con la coca pues primero (llegaron) los paramilitares después la guerrilla (…) Nunca ni la guerrilla ni los paramilitares podrán reparar ese daño que nos han hecho.
Según nuestra encuesta, los pobladores de Tumaco tienen una percepción clara de que la coca fue un catalizador de la violencia, como lo expresa la figura 4.
Pero también están las otras caras del dado. Como se ve en la figura 5 los encuestados perciben que su situación mejoró con el arribo de la coca.
Las mejoras en la base material son significativas y fáciles de aprehender. Según un líder religioso, “es verdad que hay algunos que lograron arreglar su casita, conseguir un motor fuera de borda de mucho más cilindraje que antes pues la gente andaba era a potrillo o a canalete o con un motorcito”. Con la coca se compra tierra y, eventualmente, se la dota de una casa.
Esto marca las trayectorias vitales de muchos entrevistados. Según una excultivadora,
(…) nosotros seguimos raspando. El marido que yo tuve fue un negro muy trabajador y pues a mí también me gustaba mucho trabajar, pero pues hoy día yo ya casi no puedo trabajar. Yo mantengo muy enferma. A mí me gustó ser muy luchadora, tener lo mío y luchar por tener mis cosas. Eso fuimos nosotros aquí. Nosotros luchamos, primero que todo, por dónde meter la cabeza y ahí sí conseguimos pedacitos de tierra.
Otra excultivadora, ya enrolada en el PNIS, recuerda que “cuando lo de la coca, lo primerito, hice la plancha de la casa con un primer pago, hice la planchita… Entonces así, hice la plancha de mi casa, la mitad”.
Un líder apunta:
Inicialmente el negocio empezó a dar, así fuera espejismos pero la gente empezó a comprar sus cosas, su motor, su moto, su carro, su equipo de sonido, su buen televisor, su casa, el negocio inicialmente fue bueno, después es que ya todo, se gira la torta porque ya además de que la gente tiene lo que uno anhela tener en su casa, ya empezó a comprar la 8 o la 9 milímetros y ya era el que hacía más tiros, gritara más en la fiesta, y a cada rato los problemas y la gente se siente muy grande con arma.
Hasta el mundo de las cantinas, que tiene tanto impacto visual en las descripciones del mundo cocalero, tiene una valoración menos rectilínea que lo que podría suponerse. Una lideresa que montó su propia cantina recuerda cómo gracias a ese negocio pudo obtener su autonomía, lo que la cambió para siempre:
Los que tenían las cantinas, por ejemplo, yo vendía harta cerveza, aguardiente, esos pollos de engorde criollos los vendía, y siempre la plata estaba ahí, como que usted compraba, llegaba gente acá, al otro día vuelve y come. Yo puedo decir que, si así estuviera la economía hoy, nunca desearía tener marido porque yo sabía que todos los fines de semana vendía y tenía mi plata en el bolsillo para mis necesidades y para mi comida.
CONCLUSIONES
Naturalmente, todo lo expuesto sí genera una fuerte ruptura entre legalidad y legitimidad. “No es un crimen cultivar coca aquí en el Putumayo. Otra cosa es lo legítimo para nosotros. Para nosotros es legítimo cultivar coca” (Ramírez, 2001, p. 189; ver también Ferro et al., 1999, y Ciro, 2020).
La hipótesis estándar registra esta ruptura, pero arranca estos efectos de su contexto y de su base material, y pierde por completo de vista su ambigüedad intrínseca y su significado tanto para esas sociedades como para el país en su conjunto. Aquella ruptura se produce en muchos contextos; en parte, podría ser intrínseca, precisamente, de diversos procesos de desarrollo y cambio dinámico, y los valores culturales y morales negativos no siempre se pueden imputar a la legitimidad informal. También hay que destacar cómo cierto culturalismo, que retrata a las personas como simples títeres de sus valores, es sobremanera deshumanizante, en la medida en que separa la producción de sentido de la base material en la que ella se produce, y en que quita a sus objetos de análisis su agencia y su capacidad de autorreflexión. Por eso no debe extrañar que la idea condescendiente de salvar a esos agentes de su incapacidad para darse cuenta de sus propios intereses —y que está en el núcleo de parte de la retórica nacional, pero también internacional, del desarrollo alternativo— se preste para toda clase de estigmatizaciones.
Una reconstrucción cuidadosa de los efectos de los cambios sociales masivos producidos por la entrada de cultivos ilícitos, inevitablemente, llega a conclusiones distintas de las del simple sermón moral. En este replanteamiento, el problema del mundo cocalero no es una simple cuestión de altos ingresos contra buenos comportamientos (con el inevitable, pero deprimente, triunfo de los primeros). El ingreso de relaciones capitalistas agresivas y globalizadas al campo colombiano en un contexto de tenencia de la tierra fluida y relativamente equitativa dio al campesinado, y a distintos sectores sociales dentro de él, posibilidades reales de avance social. También los reconfiguró marcando su sociabilidad política, su relación con el Estado, su trayectoria vital y sus aspiraciones. En Colombia, aquí y ahora, el sector agrario ilegal tiene ventajas claras y distintivas sobre el legal, comenzando por la tenencia de la tierra y terminando por la capacidad de ahorro, fundamental en cualquier noción seria de desarrollo; de hecho, se podría conjeturar que grupos humanos sin grandes asimetrías y con capacidad para ahorrar y para hacer planes a futuro tienen, a la larga, incentivos más fuertes que otros sectores para orientarse hacia el trabajo duro. Y si la brusca exposición a la economía monetaria ha barrido con múltiples prácticas sociales y “con las fiestas patronales”, cabe recordar que las sociedades no son museos, sino interacciones vivas entre seres humanos y su entorno. Si desde una perspectiva conservadora se puede establecer esa comparación entre un pasado bien ordenado, donde las mujeres no salían a trabajar y los jóvenes respetaban a los mayores, el analista no debe adoptarla acríticamente: está obligado a evaluarla desde las diferentes perspectivas y los intereses de los involucrados.
Adicionalmente, no se puede partir, como ya lo planteamos, de la concepción de que la cultura es un operador que maneja a las personas como si fueran títeres. Nos encontramos a lo largo del artículo con que campesinos y raspachines tienen múltiples formas de nombrar la experiencia de la coca, y la capacidad para evaluar sus puntos fuertes y los débiles. Los efectos de la coca son objeto de reflexión y análisis por parte de las personas que viven en esa economía y, de hecho, también de una fuente continua de debates locales y regionales. Muchas de ellas entienden que la vida en la ilegalidad es una desgracia. Los territorios cocaleros no están suspendidos en un estado de permanente anomia y desorden; sus habitantes cambian, evolucionan, migran.
A la vez, esos mismos habitantes demandan un tránsito hacia la legalidad en condiciones —capacidad de ahorro, sostenibilidad, acceso a la tierra— que el sector agrario legal no ha sido capaz de proveer. Una vez se amplía la mirada y se dejan caer los supuestos implícitos, y poco plausibles, de la hipótesis estándar, quedamos frente a un panorama complejo y ambiguo. Los cultivos ilícitos han tenido efectos muy grandes, tanto negativos como positivos, y han generado realineamientos en el elenco de ganadores y de perdedores en el territorio. En este artículo hemos mostrado diferentes mecanismos subyacentes a tales transformaciones.
Dice Espinosa (2006) que la conclusión “no original”9 de su estupenda etnografía del campesinado cocalero es que “los cocaleros son campesinos y no criminales”. Algo similar nos dijo un soldado a quien entrevistamos:
No, el agricultor es uno, que es el campesino que la cultiva allá y se saca sus kilitos y eso lo vende, pero es para sobrevivir él, el campesino que cultiva eso es para sobrevivir, para su mercado, para la ropa, para los hijos, pero ese no es narco, ese es solamente un agricultor.
Por lo anterior, Espinosa podría tener razón con respecto de la originalidad. Pero su conclusión “no original” es —quizá, precisamente, por no serlo— en extremo importante. El “campesinado ilícito” tiene características distintas a las que convencionalmente se atribuye a los campesinos en distintas literaturas (Gutiérrez, 2021b), pero encarna procesos mucho más grandes y complejos de cambio social que una simple catástrofe moral. Todo esto debería interrogarnos. ¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo entender estas experiencias? ¿Qué diseños de política pública y cambios en el campo colombiano se necesitan para que pueda darse un tránsito viable desde las economías agrarias ilegales hacia alternativas viables y deseables?