La memoria sustenta a la escritura.
Escribir es escribir recuerdos (43).
Camila Sosa Villada, El viaje inútil.
¿Qué puede hacer una chica sola en el campo?
¿Qué puede hacer una chica sola en el campo?, se preguntaba Nefer, la hija de puestero de una estancia de la provincia de Buenos Aires, la protagonista de la primera novela de Sara Gallardo, titulada Enero que se publica en 1953. La pregunta no resulta ociosa ni retórica, pues surge de una certeza: la barriga está empezando a crecer y enseguida todos empezarán a preguntar. Muy pronto no habrá lugar vacío entre su cuerpo y la mesa del rancho que oficia de hogar en el campo productivo que pertenece a otros. Mientras limpia las migas de pan que pone en fila, mide esa distancia que próximamente estará ocupada por eso mismo que la asfixia y la ahoga.
Nefer, de tan solo dieciséis años y aspecto de pajarito que no se anima todavía a volar, queda embarazada tras una violación sufrida en campo abierto por un trabajador del lugar. Él alega que no supo lo que ocurría, porque estaba embotado por el calor y el alcohol; sin embargo, conoce muy bien la impunidad de la que goza: eso que le hizo a la "china" no aplica como delito en el campo privatizado.
Cuando escapa al ala de vigilancia, a Nefer se le ocurre un millón de ideas para terminar con aquello que marca el pulso de sus días: salir a cabalgar tan fuerte que el galope le expulse el "hongo"; llegar hasta donde la vieja Borges para que con técnicas caseras le arranque eso que la oprime; dejar de comer para siempre, hasta desaparecer. Muchas ideas y ninguna voz, porque aquella pregunta del principio -¿qué puede hacer una chica sola en el campo?- admite una sola respuesta: acatar la ley de quien manda.
No obstante, las cosas no hubieran terminado así si la violación le hubiera ocurrido a la niña de la estancia en lugar de a la criada, ya que el maternalismo de estancia domestica los cuerpos de sus súbditos y, así, la moral de la estancia se hace selectiva: en esta situación dispone que se evite el escándalo, de ninguna manera contempla el aborto (que se nombra con eufemismos, metáforas, anacolutos o mediante pronombres objetivos) y, además, porque "¡vaya uno a saber qué hizo la puestera!, ¡quizá alguito disfrutó!, incluso, ¡seguro que no la habrá pasado del todo mal!". Todo se resuelve en un santiamén por la madrina patrona en connivencia con una madre que no duda en golpearla, en descalificarla -toda vez que Nefer habla-, en desconfiar, según la lógica de la pollera corta, e incluso en llamarla "atorranta" ante la evidencia. Una evidencia que en primera instancia se comunica mediante la sintomatología orgánica (la serie de ascos, el sinfín de vómitos, el ensanchamiento de las caderas, la prominencia del vientre) y no por la palabra.
Esto significa que Nefer, además de estar al tanto de que carece de interlocutores, no encuentra recursos para contar el abuso que sufrió, porque o no le van a creer o no halla las palabras o expresiones que conforman eso que a alguna siempre le pasa y que ahora le toca experimentar a ella. La demora gana la partida.
Enero no es una autobiografía, ni siquiera una autoficción. Es la primera novela argentina de una escritora que narra una violación en el campo bonaerense desde el punto de vista de un personaje doblemente oprimido: por ser pobre y por ser mujer. El crítico argentino David Viñas leyó la fundación de una literatura nacional en términos violatorios, con los casos de: ElMatadero (1871) de Esteban Echeverría, Amalia (1951) de José Mármol y hasta de "Casa tomada" (Bestiario, 1951) de Julio Cortázar. A su serie podríamos agregar La casa del ángel (1954) de Beatriz Guido, que es coetánea a la novela de Gallardo, y en donde también se cuenta la violación que sufre Ana, la niña de la casa, por un político amigo de la familia, pero en un interior burgués: la propia casa.
Entonces, la autora de Enero debuta en la escena local con una novela que cuenta el abuso desde la perspectiva de la propia afectada. Las estrategias narrativas funcionan como correlato formal de lo que no se puede contar. De ahí que Gallardo construya una protagonista lúcida, llena de ideas, pero acentuando su falta de voz. Nefer demora la confesión (nunca mejor usada la palabra, dado que coincide el aquí y el ahora del abuso con la llegada de la Misión y el cura al campo) y no puede decírselo ni a su madre ni a su hermana, ni mucho menos a su madrina patrona; Nefer no tiene una red de mujeres -ni siquiera amigas- que acompañen su mal momento; ella no encuentra palabras de este mundo para explicar lo que le pasó. Por todo esto, habla consigo misma, con el perro, con la gramilla, con el cielo estrellado, con el caballo de su amigo Juan, con los ojos abatidos de un padre también abatido. Gallardo construye, como se dijo antes, un relato sustentado en operaciones narrativas en que la voz del personaje se auto refiere (mediante zonas extensas de monólogo interior) o se confunde y enmaraña con la de la narradora a través de célebres pasajes de la técnica narrativa del indirecto libre.
Si recurro a este caso literario es porque, como se adelantó, se trata de una de las primeras novelas en que la voz de la afectada pone en estado de alerta los modos de contar un abuso sexual y sus consecuencias en la imposibilidad de elegir los tiempos propios para transitar una maternidad que sea deseada. Sin dudas, no se trata de un texto que en su momento (en los albores de los años sesenta) haya sido leído en términos de denuncia. De hecho, las coartadas críticas vieron en Enero un caso de novela rural que traía la diferencia sustancial del cambio de perspectiva, es decir, no sería una novela más de la tradición del ruralismo escrito por varones donde el narrador contaba escenas de derecho de pernada del patrón sobre la china (como las novelas Sin rumbo -1884- de Eugenio Cambaceres, Los caranchos de la Florida -1938- de Benito Lynch, por tomar un caso de los siglos XIX y XX). Como mucho, se llegó a decir que la novela retrataba la situación de algunas jóvenes campesinas en las estancias argentinas de ese entonces.
Ahora bien, la emergencia de una coyuntura favorable y un cambio radical en los modos de leer asentados en perspectivas feministas permitieron recolocar a la primera novela de Gallardo (quizá incluso a pesar de la misma escritora, no lo sabemos) como un estandarte ficcional en las luchas por el derecho al aborto seguro, legal y gratuito (Laera). La aprobación y aplicación de la Ley N° 27.610 (2021) de acceso a la Interrupción voluntaria del embarazo también se demoró, pues, como analiza Ilona Aczel, tardó en llegar desde entonces más de cincuenta años.
¿Por qué volvías cada verano?
¿Por qué volvías cada verano?, es la pregunta que el abusador (y/o la familia del abusador) podría gritarle, amenazante, a la afectada de una sucesión de violencias sexuales en su infancia y primera adolescencia, y que pretende cambiar el foco de responsabilidad. Una pregunta que en el proceso estructural de culpabilidad a la víctima es acusación directa. El sistema pronominal elegido desvirtúa la causa: recordemos que Nefer usaba la tercera persona para referir el abuso sufrido en un interrogante que como vimos tenía una sola respuesta. Aquí, en cambio, el sujeto de la enunciación vira hacia una segunda persona que quizá tampoco encuentre respuesta dada la circunstancia de indefensión. ¿Por qué debería ella, la que sufre el abuso, comparecer ante él?, si es al opresor a quien se tiene que imputar con el delito de abuso sexual agravado por el vínculo y la situación de convivencia.
Me refiero a la primera novela de la escritora argentina y militante feminista Belén López Peiro, que lleva por título aquella misma interrogación, ¿Por qué volvías cada verano? (2018), y que cuenta la historia del abuso que sufre la autora desde los 13 a los 17 años por parte de su tío, quien es, además, el comisario del pueblo bonaerense de Santa Lucía. Durante los veranos era invitada a su casa a pasar allí los días de calor con su prima. Mientras tanto, su madre se quedaba trabajando en la ciudad, alimentando el ritual depresivo, entregándola como un paquete, y sin descifrar las formas de preaviso de su hija pequeña en el momento de los hechos y que se convierten en reclamo en la adulta que escribe: "Así me entregabas, cada verano, y así me recibían, como parte de pago. Era un paquete que depositabas en diciembre, después de terminar el colegio, y retirabas en marzo, toda cojida. Una virga de llegada y un desecho de salida" (28).
Dentro del pueblo, sin embargo, la casa familiar adonde es invitada Belén será el espacio no hospitalario por excelencia. Esa misma casa es habitada por la protagonista de una manera diferente al resto de la familia. Su ubicación en la casa, las tareas asignadas, los modos de tratamiento no son los mismos que recibe su prima. Incluso, era otra diferente al núcleo familiar pese a las sucesivas invitaciones, a los festejos de su cumpleaños con tortas de chocolate, a las comidas ricas, a los regalos, a ser socia del club. A tal punto de que ella se vuelve una cautiva, recluida en espacios, escenas y experiencias a los que no accede el resto de los moradores, lo que potencia aún más su vulnerabilidad.
Como se advierte en las notas, reseñas y entrevistas a la autora1, ¿Por qué volvías cada verano?, fue leída en términos de ficciones autobiográficas, en el marco de lo que Leonor Arfuch denominó "el espacio biográfico". Se trata de una ficción autobiográfica en la medida en que la vida que se cuenta es correferencial a la vida de quien escribe esa historia, en un tiempo demorado respecto de la temporalidad en que transcurrieron los hechos. Además, para narrar ese segmento de la biografía y la educación sexoafectiva de la protagonista del libro, la autora -ya adulta, periodista, escritora y militante feminista- encuentra una forma ficcional y construye un dispositivo polifónico para vehiculizar versiones y reversiones del acontecimiento del libro.
La proliferación de las narrativas vivenciales a cargo de plumas de escritores/as jóvenes, que ocurre con el cambio de milenio a escala local y en distintas artes, constituye un problema que dividió aguas entre la crítica. Por un lado, una recepción entusiasta y hasta contagiada por los cultores del giro autobiográfico, de la era de la intimidad, (Giordano; Catelli) que celebraban el retorno diferenciado de aquellas categorías y figuras que caracterizaron la Modernidad (el autor, el estilo, el yo) y que bajo la estela del posestructuralismo (Barthes, R.; Foucault, M.) habrían "muerto" o desaparecido o relegado su lugar protagónico. Y, por otro, una recepción desconfiada de esa política de sinceridad que funcionaría como excusa para hacer de la autoexpresión una materia de escritura y que facilitaría el "todo entra" que condiciona la tarea del crítico al ponerlo frente a situaciones de vida que reclaman empatía.
El libro de López Peiró marca en tanto archivo (una arista que se desarrolla a continuación) un paso de lo privado (el yo, la intimidad) hacia lo común y lo colectivo, y no solo por la instancia de publicación del libro sino por el impacto y los debates que trajo el caso en la arena pública, y por las estrategias tanto de producción como de comunicación que tuvo más allá del texto. Tal como afirma la escritora en una entrevista para Vogue realizada por Paloma Abad en diciembre de 20202, el abuso sexual, que es una de las formas de la violencia contra las mujeres, no puede ser contado por una voz única, es colectivo, necesita de un archivo de voces, de un entramado complejo para lograr romper el silencio del yo, que por miedo, vergüenza, culpa permanece callado. López Peiró enfatiza en el hecho de que el abuso no empieza y termina con una persona agrediendo sexualmente a otra, sino que continúa a lo largo del tiempo y es la polifonía aquello que permite no solo narrar la violencia sino interpelar a distintas personas que puedan identificarse con una u otra voz que relate una versión de lo sucedido.
Este libro resulta "de un hecho y es un hecho", como sostiene la escritora Gabriela Cabezón Cámara en la contratapa del libro de López Peiró, y en este sentido es un acontecimiento. Proponer una lectura novedosa de este libro coadyuva en el proceso de modificaciones del sensorium sociocultural y sexogenérico basado en un orden heterocispatriarcal.
Para narrar la propia experiencia, López Peiró despliega apuestas que no se ajustan del todo a las convenciones del género textual autobiográfico. De esta manera, su libro entra en serie con textos de varios escritores argentinos contemporáneos que inventan tramas de cortes autobiográfico para contar sus vidas (y no al revés), y que, como Belén, sitúan ese relato en zonas no urbanas, semi rurales y/o pueblerinas: El Molino (2007) de Mariana Docampo, Una idea genial (2010 ) de I. Acevedo, Las armas (2021) de Belén Zavallo, El viaje inútil (2018) de Camila Sosa Villada, por tomar un periplo posible donde las historias de vida (todas muy diferentes entre sí) se enmarañan con la iniciación personal en la escritura.
La idea del viaje funciona como eje estructurador en estas escrituras del yo en términos de travesía de iniciación. Silvina Ocampo escribe un Viaje olvidado (1937) donde la niña se empeña en relatar el momento del nacimiento según el funcionamiento fragmentario de la memoria. En la novela de Mariana Docampo la familia emprende viajes -caminatas, exploraciones de terreno, paseos, subidas y bajadas- siguiendo la voz y la guía del padre que también representan para ella el ingreso a la escritura. La escena iniciática se narra como si se tratara de uno de los tantos viajes al molino, en ambos movimientos hay obstáculos, se producen caídas y se enmiendan las heridas:
Doy un paso hacia mi computadora. Me enredo con el cable de la lámpara. Desenredo mi pierna. Doy otro paso. Llego hasta mi computadora y me siento frente a ella. Miro desde allí mi mesa de vidrio. Mis flores en el centro. La lámpara las alumbra. Vuelvo mis ojos al monitor. Leo las últimas treinta líneas. La muerte de mi tía Eugenia. Alguien tose en el departamento de al lado. Yo tacho "dos sillas". Pongo "tres sillas". Borro "calor". Escribo "frío". "Estábamos nosotras solas". Bostezo. Vuelvo a leer todo el párrafo... (Docampo 63).
La idea genial de la novela homónima de I. Acevedo, que transcurre entre el campo y la ciudad, es armar su cuarto propio y conquistar bibliotecas nuevas. Una energía propia para hacer del relato de su vida en el campo un viaje, ¿un viraje?, hacia la novela autobiográfica:
Como soy autocrítica, me desprecio y creo que no soy capaz de hacer nada. Por eso me sigue sorprendiendo el momento en que agarré la mesita, la puse en mi cuarto y armé mi escritorio. Un espacio para escribir. En esa mudanza hay mucha energía. ¿Cómo se me ocurrió? Haber agarrado la mesa, haberla transportado. Me parece una idea genial (Acevedo 68).
Zavallo escribe en Las armas (2021) un acto de violencia ejercido sobre su hija adolescente en un pueblo del litoral argentino. A este acontecimiento lo cruza y lo pone en serie con la historia de brutalidades a las que se vieron sometidas las mujeres de su familia y donde el viaje entre pueblos, del campo a la ciudad, de la ciudad al campo, es crucial para que los abusos construyan sus propias composiciones de lugar. Desde una primera persona que propone ver la vida desde la literatura, y mediante recursos autobiográficos no convencionales (las tramas son expandidas, las temporalidades están entrelazadas, el yo se mezcla entre distintas historias de vida), la autora inicia su carrera como novelista con un texto que se cuenta con demoras inevitables, que se dicta al pulso de una fe creativa o de un conjuro literario:
Mi hija ya tiene dieciocho. Pasaron tres años del abuso, de la causa, del escándalo y de la tortura pública [...] Escribo movida por una fe, como si conjurase con palabras un final necesario. Muchas veces escapé de los peligros leyendo las oraciones de las estampitas que mi mamá o mi hermana me regalaban. Las decía con tanto apuro que parecían un bloque, no tenían espacio ni respiración [...] Y repetía en loop, "mi ser" y me imaginaba el manto de la virgen que me cubría, como la capa de la invisibilidad al mago, y nadie más me veía. Pienso que la escritura también me permite recubrirme, siento que me blindan las palabras. Que pude gracias a ella enfrentar esos demonios (Zavallo 72).
Por su parte, Camila Sosa Villada plasma en clave autoficcional la narración de una trama que arranca en la infancia y deriva hacia lugares hospitalarios por inhóspitos: se suelta el yugo, se consolida en la identidad autopercibida, se deja el campo cordobés, se transita la pobreza, se ejerce el trabajo sexual, se experimenta con la escritura: "Me siento frente a la computadora y es como iniciar un viaje. A veces ese viaje no sirve más que para no escribir, nada se extrae de algunas expediciones [...] Yo le digo un viaje inútil, lo que está en la cabeza y no puede ser escrito. La vida que no se escribe" (Sosa Villada 44).
Sin embargo, el viaje de Belén tiene otra naturaleza y alcanza al menos dos dimensiones. Por un lado, cuando niña, es un viaje menos esperado que obligado, a casa de sus tíos para pasar los veranos. Como señala Van Den Abbeele, la economía del viaje presupone la existencia de un oikos (el hogar) y un punto de destino, y constituye también una zona de potencial pérdida o ganancia. ¿Pero a qué casa se quiere volver: a la de la madre siempre ocupada y el padre ausente; a la de la prima que tiene todo lo que ella no, a la de la tía que se hace la distraída, a la del tío que aprovecha cada ocasión para manosearla?
La transacción por alguna forma de ganancia frente a las sucesivas pérdidas podríamos pautarla en el momento en que el viaje se convierte en un retorno elegido, en una vuelta que pretende, así, dar la vuelta. Esto es, cuando la mujer adulta regresa a la zona de litigio justamente para iniciar un proceso de reparación interna con el enjuiciamiento del opresor. Belén no quiere hacer uso del conocimiento público del delito como castigo ejemplar al tío, lejos se encuentra de andares propagandísticos. Ella interviene con la vara de la justicia (hasta es ella misma -la escritora- quien escribe las denuncias para presentar en la fiscalía) con la voluntad de que le crean, de que se juzgue al culpable y de que estas historias no queden impunes nunca más.
"Y, decime, ¿qué se siente ser abusada?
Ahora bien, ¿cómo se cuenta una vida?, más aún, ¿cómo se cuenta la propia vida?, además, ¿cómo, cuándo, dónde y a quién se le "confiesa" un abuso dentro del orden familiar que es el orden heterocispatriarcal y el orden productivo de la familia, del pueblo, de la nación?
Aquí sabemos que la adulta es quien reconstruye, con todo lo que tiene a disposición, a la niña y adolescente Belén en situación de desamparo. Claramente, se trata de un tiempo demorado, de un tiempo propio, diferente al de la producción, al de la familia, al del moral sexual imperante, al de los días cotidianos que hacen que la farsa siga en pie. Este tiempo propio se construye con sobresaltos, ausencias, silencios, olvidos, imágenes que vienen y van. Se trata de un pasado que irrumpe sin avisar, sin protección.
Las narraciones del abuso se basan en configuraciones sociales con las que Betina Kaplan describe la puesta en voz de las violaciones: elusiones e imposibilidad de narrarla; el uso de eufemismos (las fantasías sexuales preadolescentes y la iniciación sexual de la niña en vez de violación), armado de episodios confusos que mezclan violencia, seducción y deseo; y la falta o dificultad de culpabilidad y de juicios.
Cuando Rita Segato investigó los femicidios en Ciudad Juárez, México, encontró un patrón común en el proceso de selección de las mujeres asesinadas: los secuestros estaban dirigidos a una categoría (el ser mujer) y no a un sujeto, la generización (pertenecer a un mismo grupo) le ganaba a la personalización, a la individuación. El interés de estos crímenes corporativos estaba depositado en la mujer genérica, con un tipo más o menos definido (jóvenes, preferentemente pobres, obreras, estudiantes). Salvando las distancias y diferencias, los casos de abuso intrafamiliar también están dirigidos a un tipo de víctima, niñas o niños cuyos padres desatienden por los motivos que fueren la vigilancia sobre sus cuerpos y la atención de sus necesidades. Situaciones como estas, más expresiones palmarias de poder del miembro de la familia que comete el delito (en este caso, un comisario con una familia tipo que acoge a los demás integrantes de la familia en condiciones de precariedad) hacen posible que el abuso tenga lugar y se repita al punto de normalizarse como práctica y dinámica familiar.
La progresión del libro de López Peiró no es cronológica, sino que sigue el hilo desordenado y abrupto de los recuerdos, de lo que se quiso olvidar o de lo que nunca se pudo nombrar, por desconocimiento de lo que realmente estaba sucediendo, por miedo a la autoridad familiar que representaba el tío policía, o todo eso junto. Primero, suceden las vivencias en un tiempo real, luego se acumulan las escenas recreadas de esa experiencia, capa sobre capa sobre una matriz heterocrónica que conjuga lo que pasó con lo que pasará y lo que no debe pasar con lo que pasaría si todo saliera a la luz. Después, avanza la instancia del poder contar, primero a sí misma, quizá enseguida a ese primer novio que no entiende la reticencia sexual que ella le expresa en cada contacto corporal, y solo cuando no se da más y explota a su madre, una madre que se presenta culposa y a la que se tuvo y se tiene que cuidar como a una hija. Una vez esto, llega el tiempo de la convicción: la mujer decide reivindicar a la niña y abrir un procedimiento judicial contra su agresor.
Para ello, se convierte en su propia detective, así, la baqueana vuelve al pueblo para recabar pruebas, recorrer caminos, desandar otros, seguir las huellas, mirar con lupa, recurrir a instituciones que la amparen (la justicia, la medicina, la familia, la psicología, las comisarías de la mujer), hablar con los lugareños y hasta peritarse a sí misma; y sobre todo, ella debe enfrentar la moral pueblerina que es pura máquina de ocultamiento y de reproducción de imaginarios socioculturales y contratos afectivos y sexuales en los que no es fácil que se le haga eco a las demandas de la chica abusada por el comisario del lugar, ya que el mismo que abusó de ella es quien recorre las calles del pueblo con sonrisas y caricias en las cabezas, participa de la misa, es ese que consigue las cosas y hasta quien reparte de casa en casa regalos para las fiestas de Navidad y Año Nuevo.
Esa fiesta -patriarcal, abusiva, cómplice- es la que Belén con su voz y su escritura viene a aguar según la formulación que Sara Ahmed hace de la figura de la aguafiestas. Las aguafiestas son aquellas "parias afectivas" (Vida feminista 87), las voluntariosas, perversas, causantes de la infelicidad de los demás (sea por no adscribir al matrimonio, la maternidad, la crianza de los hijos). Vivir una vida feminista es aguar la fiesta patriarcal, abusiva, sustentada en el pacto entre machos, en la marcación de los cuerpos feminizados, en el avance de crímenes corporativos y en el silencio cómplice. Sin embargo, también tiene consecuencia, en tanto acarrea un desgaste, dice Ahmed, con el que las mismas aguafiestas coexisten a diario: la injuria, la culpabilización, el señalamiento, la inclusión en el terreno de la excepción por "rara", "chillona", "escandalosa", "manchada": "¿Cómo vas a ventilar tu intimidad por ahí? Sabiendo todo el quilombo que esto genera en tu familia y en el pueblo. Ni que hablar de los hombres, querida... Abriste la boca y todo se terminó" (La promesa 68).
¿Qué fiesta se armaría entre las descentradas, entre las que tiran la piedra profanada sobre el charco límpido y quieto? Quizá se trate de una fiesta solitaria, la que comparte con quien se pone de su lado, le cree y se solidariza pese a la presión social y política. Tal vez sea la del tiempo último que es el de la escritura, cuando ella construye el relato de esa experiencia y la hace además literatura. No por casualidad, Belén confiesa cuánto más reparadora fue la escritura y publicación del libro que el inicio de la causa que aún sigue abierta.
No hay forma de que encontremos en el libro una sucesión de los hechos, ni tampoco que el rompecabezas, de esa historia del mal, sea armado rápidamente. Es más, ¿Por qué volvías cada verano?, se funda sobre un principio de heterogeneidad de voces y combinación de formatos al punto de funcionar como remedo formal de la lógica del recuerdo apesadumbrado, de la oralidad, del proceso dilatado que lleva el atar cabos. El tejido caprichoso que articula memoria y escritura se manifiesta en una estructura de preposiciones: se escribe "con" todo lo que está disponible; se escribe "contra" la familia, la sociedad e incluso ella misma; se escribe "ante" el juez; "sin" desatender la denuncia (a expensas de su condición material y corporal), pero también "sin" desoír a la escritora, la curadora de prácticas discursivas diversas.
Es así que este libro de tenor autobiográfico es ficción y no porque la autobiógrafa mienta o invente -no al menos de manera deliberada- sino porque selecciona, desecha, relaciona del archivo de su vida para armar justamente el relato de su vida. Como sostiene Gusdorf la clave autobiográfica permite establecer la correspondencia entre la vida y la obra, solo que esa correspondencia no es tan simple, no hay imagen acabada sino que quien escribe se hace de un continuo, de memorias, de recuerdos, de olvidos que terminan por modificar la vida futura.
El libro de López Peiró es un montaje de fragmentos narrativos donde el espacio autobiográfico se escabulle en una miríada de otros yoes (la tía, el tío, la prima, la madre, el hermano, la médica, la propia Belén), en transcripciones de la oralidad (llamadas telefónicas y conversaciones como entre la prima y Belén o la madre y su expareja), en la voz de la doxa y en la reproducción de documentos jurídicos que además se muestran con otra tipografía (informes judiciales, pericias, presentaciones de la fiscalía, denuncias redactadas por la misma afectada, declaratorias de testigos).
Leonor Arfuch, refiriendo a Derrida, propone a la autobiografía como (mal de) archivo y al autobiógrafo cercano a las figuras del detective y el archivista que construyen el carácter narrativo del archivo de manera performática en el trabajo mismo de la narración (y la escritura). Allí, se expone cómo el archivo es espacio de acumulación y actualización que se encuentra atravesado por distintas temporalidades: su presente siempre es tentativo y desde el pasado se proyecta hacia un porvenir que cambia esos tiempos previos. En este sentido, el libro de López Peiró funciona como un archivo expandido que involucra una narrativa vivencial, pero, además, la historia de un pueblo y la vida pasada, presente y futura de un comisario. Además, forman ese archivo las sensaciones encontradas de la protagonista, ya sean aquellas que se le despiertan al no terminar de reconocer y poder dar nombre al delito sexual al que es sometida, ya sea cuando por miedo, culpa, vergüenza niega sus declaraciones:
Negué todo y corté. Lo negué como me lo había negado a mí misma desde hacía años. Recordándolo cada noche pero haciendo fuerza para creer que todo era un invento mío, que sólo se trataba de imágenes imprecisas, que no había evidencia. Pero era la primera vez que se lo negaba a alguien, y se lo había negado a ella. ¿Cómo podía hacerle eso? ¿Cómo podía cagar a su familia? (20).
Ese archivo también abarca la historia de los pasos obturados de un proceso judicial sobre un caso de abuso intrafamiliar que se cuenta con dilaciones involuntarias, según la acumulación heteróclita que se produce cuando la memoria propia o ajena sigue el curso de una economía despareja entre ausencias y presencias, olvidos y recordatorios.
La ceguera de Santa Lucía
En una ciudad que homenajea en su nombre a la luz, abunda la ceguera. Nadie oyó ni vio nada, pero pasó de todo. Una tía cómplice, una prima negadora, una madre distraída, un padre ausente, una pediatra burócrata y protocolar, un abogado desalmado. Un pueblo entero haciendo la vista gorda, incluso después de iniciado el procedimiento judicial y que salieran a la luz nuevos casos. Y ella misma, Belén, perturbada, en medio de una nube de dudas: recibía regalos, comidas preferidas, vestidos de moda, festejos de cumpleaños, consejos y hasta le decían que era "como" una hija, pero ¿antes o después de todo eso?:
Te toca por la noche y a la mañana te sonríe. Te trata como si fueses una reina. Te halaga delante de sus amigos, elogia tu elongación y tus curvas en el baño se hace la paja de su vida. Te llama sobrina, dice quererte como a una hija, pero te desea y te quiere coger tan duro como su cuerpo obeso se lo permite y sin forro como a su esposa. Te ve pasar en pijama y su pija se pone dura como el bastón que usa para quemarles el lomo a los pibes de la garita [...] Porque él te quiere y te cuida. Pero no te olvides: primero te coje y te caga (López 93).
Sumada al silencio de un pueblo por el que corren los rumores y a la connivencia del pacto entre machos, aparece también la imagen de la niña que no entiende del todo, o no se anima, o se consuela un rato con las conductas de su tío cada mañana después de penetrar su vagina con los dedos y dejar sus rastros en las sábanas o en sus espaldas.
En la entrada sobre "violación" y demás delitos sexuales, que incluye el abuso, del Nuevo Diccionario de Estudios de Género y feminismos (2021), se puntualiza que más que las formas propias de la violencia sexual lo que importa es el objetivo y los efectos de esos delitos, que no son otros que obligar a las mujeres a adoptar determinados comportamientos, a domesticar su sensibilidad, a administrar sus sensaciones corporales y regular las consecuencias que sigan al acto de violencia. Es más, en casos de abuso intrafamiliar la "recompensa" vendría a intentar borrar en las subjetividades vulneradas y vulnerables la atrocidad a través de una escena compensatoria: una bandeja en la cama con chocolatada y tostadas untadas por esas mismas manos que la noche anterior le "rebanaban" la concha como premio al cuerpo usado; unos masajes de regalo para la nena que se porta bien porque acata la voz del tío, que antes de bajarse los pantalones se saca el arma reglamentaria y la apoya con ruido sobre la repisa como luego apoyará el pene en su culo.
La mostración del arma y del uniforme, la disposición del uso del dinero, la regulación del tiempo libre de la sobrina y las celebraciones son las primeras fases de esa "cosmética del abuso" de la que abusa el mismo tío y con la que ejerce a la vez una mirada celebratoria como condenatoria sobre la vestimenta de su sobrina: el micro short y la pollera demasiado cortos, y los tacos muy altos la vuelven una "puta", pero el pijama de algodón con dibujitos de animales también la hacen su putita en las visitas nocturnas: "ser puta puertas adentro sí que está permitido" (López 44).
Como afirma Sylvia Molloy, la representación de los cuerpos femeninos se vio acechada ancestralmente por el fantasma de la fragmentación desde ópticas patriarcales que privilegiaron la mirada deseante del varón sobre fragmentos, retazos, partes de esas mujeres que en su completitud se les volvían inasimilables y amenazantes. El tío alude a las piernas esbeltas, el pelo largo, la cola, la espalda fresca al aire, bronceada por el sol del verano, con esa miríada de lunares que dan ganas de arrancar uno por uno con los dientes, de modo de dejar a la sobrina en el lugar de fetiche, de objeto deseado y anular su capacidad agente.
Ese mismo cuerpo cuyas señales no supo entender la madre: una vagina desgarrada y sangrante, una vulva con labios ensanchados, un cuello uterino erosionado por el paso de coágulos. ¿Y la médica? Ella sí que diagnosticó y clasificó los síntomas, pero no leyó los signos por fuera del protocolo pediátrico y nuevamente recayó todo en la afectada, a quien se la concibe portadora de una anatomía extraña en pleno período de desarrollo.
Tanto desde el interior de la familia como de la justicia, representada por ese abogado cruel, pero también por jueces que dictan sentencia, se preguntan y le preguntan a la afectada si hubo o no penetración del miembro masculino. Como si una violación o abuso con acceso carnal solo fuera falo y genitocéntrica. A esas incertidumbres que pesan fuertemente a la hora de catalogar un delito se agrega la pregunta acerca de esa vuelta al lugar de los hechos. ¿Por qué volver donde hay maltrato y abuso? Es la pregunta que desatiende todos los factores psi-cosociales y ambientales que hacen que una niña vaya de aquí para allá y que exige una trama indicial y líneas armónicas de un acontecer que se pide fechado y garantizado en términos de veracidad. Además, como si fuera poco, la otra pregunta acechante es aquella que cuestiona y pretende administrar el tiempo de la confesión: ¿por qué contarlo tantos años después? ¿Cuánta credibilidad tiene esta confesión desordenada y titubeante?
Por último, este libro funciona también como una intervención política en el tejido so-ciocultural del presente donde el relato de la propia vida pone en juego valores (éticos, cotidianos, literarios) y traspasa en su capacidad archivista de lo privado a lo público, lo común. Como se anticipó antes, este libro, en palabras de Cabezón Cámara, resulta de un hecho y es un hecho, y en este sentido es un acontecimiento. No porque sí en la última emisión presencial de la Feria del Libro de Argentina, celebrada en Buenos Aires en el año 2019, es decir un año después de publicado el libro, se realiza una performance (¿una intervención?) que juntó a actores, actrices, escritores, amistades de Belén, cada uno de los cuales tenía a cargo una zona de la novela y la "murmullaba" en movimientos lentos. Susurros superpuestos que al tiempo que evocan la chismografía de pueblo donde los decires de unos se confunden y se contradicen con los de otros, ponen en acto los años de silencio y de entonación en voz baja a la que se vio sometida Belén. Ella en esa misma intervención habló en voz alta, por sí misma, con fuerza y contundencia.
¿Por qué volvías cada verano?, de la mujer, la escritora, la pintora y la militante feminista Belén López Peiró deja una marca propia en una serie de escrituras cuyas derivas autobiográficas potencian no solo una apropiación desviada del grito (que tuvo tanto estigma histórico en la figura de la escritora: Alfonsina Storni fue la comadrita chillona), sino que construyen las versiones de las historias tal como las antes silenciadas, calladas y abusadas ahora quieren contar y además se deciden a escribir.
Escribir, entonces, para que una historia por fin se sepa y para que la idea "ridícula" (López 31) de poder terminar con la hipocresía empiece a ser una idea genial, como la de I Acevedo, como la de armar la escena de escritura. Escribir también, como se dice casi al final del libro en un segmento narrativo en segunda persona (¿acaso Belén con la misma Belén?), para empezar a contar otra historia: "La historia de tu vida, que no termina ahí, sino que recién empieza" (101).