Introducción
La poesía de César Moro (1903-1956) fue por mucho tiempo considerada ajena a la tradición peruana y poseedora de una excesiva tendencia afrancesada1. Moro asumió el francés como lengua literaria en buena parte de su producción y militó activamente (al menos entre 1929-1943) en el movimiento su rrealista. Sin embargo, conviene alejarse de cualquier juicio apresurado para preguntarse de qué manera asumió el surrealismo y cuáles son sus vínculos afectivos y creativos con los territorios andinos. Como ha señalado Yolanda Westphalen, la poesía de Moro no es "un simple epígono afrancesado de las co rrientes europeas de vanguardia" (3); ella manifiesta un imaginario nutrido de la herencia mítica de las naciones precolombinas2. Puede decirse que se apropió de una manera muy personal de la propuesta surrealista para vincularse espiritualmente con las raíces rituales y visionarias del antiguo Perú. Moro entendió al surrealismo como un fenómeno de la naturaleza: "la cita de las tormentas portadoras del rayo y de la lluvia de fuego" ("Los anteojos" 188). Hay una ritualidad en su poética que buscaba la liberación mántrica del lenguaje para retomar la unidad del ser humano con las fuerzas elementales del cosmos3.
Moro tomó del surrealismo, entre otras cosas, la comprensión de lo poético como una forma de vida (más que como mera literatura) y la búsqueda de una expansión irrestricta de la imaginación. Desde su punto de vista, la imaginación no sería un mero capricho de la fantasía, sino el intento de "abrir ese ojo interior, que los surrealistas valoraban ampliamente, pues pensaban que era un sentido espiritual de per cepción" (Reyes 333)4. El surrealismo se propuso realizar una liberación perceptual para hacer caer, de una vez y para siempre, "el muro que nos impide ver el mar total, la noche total" ("Los anteojos" 186). Como en otros creadores surrealistas, la naturaleza ocupa en la poética de Moro un lugar fundamental5. En su intento de "vincular orgánicamente al ser humano con la naturaleza" (Ramos 117), los surrealistas exploraron "ciertos elementos del pensamiento romántico y precientífico que se oponían a la división cartesiana entre la humanidad y la naturaleza" (Roberts 288). La suntuosa imaginación de Moro parece incansablemente atravesada por el anhelo de volver a lo primigenio; por otro lado, como resulta impo sible comulgar con el cosmos desde la racionalidad instrumental (que domina y somete a la naturaleza), la apuesta de Moro se decantó por una poética que trascendiera los límites del positivismo.
El estupor surrealista, con su intención de ir "derribando puertas mentales" (53), le permitió ahon dar en las dinámicas primarias de la psique. Por eso mismo, en Moro se expresa la necesidad humana de alcanzar una "integridad y plenitud" mediante "la conjunción con su naturaleza y con la Naturaleza misma" (Westphalen 60). En su poética, el amor por la naturaleza coincide con un temperamento mitologizante. Es más, podría decirse que su imaginación mítica lleva implícita una aspiración a revincularse con el alma del territorio. Las imágenes arquetípicas le permitieron alcanzar "la revelación del contenido simbólico y oculto del universo mágico" (Westphalen 29). Para Moro, el cosmos no es una extensión de materia inanimada, sino un conjunto orgánico y comunicante. El fuego, el agua, el viento y la tierra aparecen una y otra vez en su poética como fuerzas vivas y conscientes. Esta concepción "animista" del cosmos no es ajena a una ética ecológica: es posible entender que, en tiempos antiguos (así como sucede hasta el día de hoy entre algunos pueblos amerindios), "el mito cosmológico impedía tratar a los elementos como simple materia disponible para cualquier transformación, a la vez que imponía un nivel de intervención limitado sobre los fenómenos naturales" (Wunenburger 362). Sin embargo, es necesario aclarar que Moro "nunca repitió o reprodujo ningún mito de la manera idéntica a como los han encon trado antropólogos, etnógrafos y mitólogos. Sus cualidades artísticas lo llevaron a la recreación de los mitos" (Reyes 345). Puede decirse que Moro desplegó un pensamiento artístico, de base mítica, pero lo hizo en medio de las antinomias de la modernidad.
El presente artículo postula que es justamente gracias a esta recreación personal, de cierto corpus precolombino de imágenes arquetípicas, que la poética de Moro oscila, con una alta cuota de desgarro, entre el efímero éxtasis que surge de la unión con la totalidad y el inevitable retorno a una orfandad desligada del tejido de la existencia. Para dar cuenta de ello, se llevará a cabo una interpretación eco-poética6 de algunos de los escritos de Moro que fueron publicados en castellano: las prosas poéticas que componen el libro Cartas y el texto "Biografía peruana"7. En estas obras aparecen dos temas recurrentes del surrealista peruano: un erotismo exacerbado y las imágenes arquetípicas del mundo precolombino. Sin embargo, como estos motivos acompañan toda la obra de César Moro, se citarán algunos pasajes de otras de sus producciones en castellano, ya sean versos de La tortuga ecuestre (escrito en México entre 1938 y 1939, al mismo tiempo que las Cartas y bajo el mismo influjo amatorio) o fragmentos de las prosas de la antología Los anteojos de azufre8. Esta lectura ecopoética prestará una particular atención a las vinculaciones entre las enseñanzas surrealistas y una resignificación de imágenes y símbolos de origen indígena, que manifiestan la heterogeneidad poética de la obra de Moro.
El amor y el cosmos
El amor es un tema frecuente en la poesía de Moro desde los comienzos de su escritura. Su poesía en tiende "el amor como ofrenda, inmolación, sexo, violencia, éxtasis y locura, el amor como acto ritual llevado al paroxismo" (Westphalen 3). En general, en su apuesta poética se manifiesta una sensibilidad exacerbada9. Mediante la intensidad de lo sensible, el poeta logra acceder, en trance erótico, a una nueva compresión del amor y del cosmos. Nada tiene que ver el impulso romántico de Moro con la domesti cación burguesa del amor, pero tampoco con la contemplación extasiada del trovador medieval; se trata de un hundimiento crudo en el cuerpo amado hasta perder el aliento (y la cordura), para así alcanzar una ampliación cognitiva en la que el cuerpo del amado permita la comunión con todos los elementos de la existencia. Para la ecopoética erótica de César Moro, el canto al amado es "al mismo tiempo canto de amor a la naturaleza, misterioso entrecruzamiento de formas humanas y no humanas" (Kent 282). Esto se manifiesta de forma evidente en el poema "Antonio es Dios" (con el que se abren las Cartas):
ANTONIO es Dios ANTONIO es el Sol
ANTONIO puede destruir el mundo en un instante
ANTONIO hace caer la lluvia
ANTONIO puede hacer oscuro el día o iluminar la noche
ANTONIO es el origen de la Vía Láctea
ANTONIO tiene pies de constelaciones
ANTONIO tiene aliento de estrella fugaz y de noche oscura
ANTONIO es el nombre genérico de los cuerpos celestes
ANTONIO es una planta carnívora con ojos de diamante
ANTONIO puede crear continentes si escupe sobre el mar
ANTONIO hace dormir el mundo cuando cierra los ojos
ANTONIO es una montaña transparente
ANTONIO es la caída de las hojas y el nacimiento del día
ANTONIO es el nombre escrito con letras de fuego sobre todos los planetas
ANTONIO es el Diluvio
ANTONIO es la época megalítica del Mundo
ANTONIO es el fuego interno de la Tierra
ANTONIO es el corazón del mineral desconocido
ANTONIO fecunda las estrellas
ANTONIO es el Faraón, el Emperador, el Inca
ANTONIO nace de la Noche
ANTONIO es venerado por los astros
ANTONIO es más bello que los colosos de Memnon en Tebas
ANTONIO es siete veces más grande que el Coloso de Rodas
ANTONIO ocupa toda la historia del mundo
ANTONIO sobrepasa en majestad el espectáculo grandioso del mar enfurecido
ANTONIO es toda la Dinastía de los Ptolomeos
México crece alrededor de ANTONIO (73-74).
En este poema, Antonio parece llenarlo todo, inundarlo todo. No es un simple ser humano, sino que se presenta ante el delirio amoroso del poeta como una deidad: "incluso la Vía Láctea nace de tu pene" (80). No es, sin embargo, un Dios trascendente (como la deidad incognoscible de los gnósticos o del deísmo); es, más bien, un demiurgo que puede brindar la dicha tanto como el desgarro, dependiendo de sus estados de ánimo. Antonio es símbolo de un universo percibido, desde la inmersión poética, como una fuerza parturiente y antropofágica. A pesar del desborde orgiástico que se manifiesta en la poesía erótica de Moro, en sus versos aparece también una propuesta epistémica10; según Emanuele Coccia, el sexo es "la forma suprema de la sensibilidad, aquella que permite concebir al otro al mismo momento en el que el otro modifica nuestro modo de ser y nos obliga a movernos, a cambiar, a devenir otro" (100). A través del acoplamiento físico y rítmico, y del intercambio de alientos, el amante penetra en el cosmos y se deja penetrar por él. El amor expande las posibilidades perceptivas del ser humano y le permite experimentar las redes que entretejen el universo. Hay en el amor una exposición completa a dejarse transformar. Moro afirma a su amado, lleno de orgullo: "me llevas en tu sangre y en tu aliento" (77). El amante y el amado viven uno dentro del otro, de forma indeleble. Y en esta interpenetración hay una di mensión que trasciende el límite de lo humano: "el encuentro con el otro es necesariamente unión con el mundo" (Coccia 101). La sexualidad, por lo tanto, no puede ser entendida como mero gesto gimnástico; cuando el ritmo respiratorio y cardiaco se dilata en el gozo, los amantes se engarzan con el "movimiento del cosmos en su totalidad" (Coccia 107).
Estas dimensiones cosmogónicas del erotismo se presentan en Moro de forma explícita. En la Carta II, fechada en la medianoche del 28 de febrero de 1939, exterioriza lo siguiente: "Desearte es ver todos los árboles y el cielo, el agua y el aire en ti. Mi vida se ha hecho simple, clara, ardiente, limpia (...). Te puedo dar todos los nombres: cielo, vida, alfabeto, aire que respiro" (75). El amado es la vida misma, en su aspecto sagrado, que penetra en el amante y lo santifica: "Soy el santo de los santos. El receptáculo de tu amor. Gracias a ti, de este fuego que ha quemado toda impureza" (75). El amor quema la distancia y permite comulgar con la totalidad. Cuando esto sucede, surge la dicha completa, como se manifiesta en la Carta IV (25 de junio de 1939):
El cielo es azul, la vida es hermosa, el aire se vuelve respirable porque existes. (...) Cuando sonríes parece que todas las montañas del mundo tuvieran sol y árboles y que vinieran a tu encuentro a besar las huellas de tus pasos; parece que la noche se hubiera acabado para siempre y que ya solo la luz y el amor y una inocencia cósmica reinaran sobre el universo (78).
El encuentro amoroso provee al poeta "de espacios fugaces y brillantes", en los que "todo parece nacer y ordenarse según un nuevo orden desconocido y una alegría sin medidas" (80). Sin embargo, este estado de gracia poética se quiebra cuando llega el rechazo y el alejamiento del amado. De esta manera, en el amor de Moro se da un "problemático cruce entre la vida y la muerte (...) [que] cobra la forma de un conjuro de resurrección, que hace coincidir, entre jirones de lenguaje, las más radicales oposiciones" (Kent 283). La consagración ritual a la muerte en el amado permite a Moro acceder a la vivacidad insondable del respiro, al instante pleno de existencia, de intensidad y altura: "vida y muerte en un solo instante de incandescencia" (Paz 156). El amante del amor muere amando, pero con la confianza de que seguirá viviendo mientras ame. "¿Quién puede consolarme del trance de la muerte y darme la certeza, la única que pido, de amarte exactamente a través de todas las transformaciones post mortem?" (76). El amado es incluso percibido como un sacerdote sacrificial; el amante es la víctima que accede a la inmolación de forma consciente y voluntaria, para comulgar con la totalidad11. En la Carta III (del 18 de junio de 1939), Moro le dice a su amado: "tú eres el espacio y la noche, el aire y el agua que bebo, el silencioso veneno y el volcán en cuyo abismo caí hace tiempo, hace siglos, desde antes de nacer, para que de los cabellos me arrastres a mi muerte" (76). Antonio se presenta como un oficiante azteca que los astros han puesto en su camino para llevarlo a la extinción definitiva del yo y de los límites de la razón.
A diferencia de los antiguos iniciados (que entraban y salían a voluntad de sus trances visionarios), el poeta surrealista carece de toda agencia personal y se entrega al magma disolvente: "¿Para qué resistir a tu poder? Para qué luchar con tu fuerza de rayo, contra tus brazos de torrente; si así ha de ser, si eres el punto, el polo que imanta mi vida" (76). En el encuentro erótico, Moro pierde la seguridad de sus supuestas fronteras. "El sexo es la práctica originaria de la distención de la identidad" (Coccia 101). El poeta afirma que puede pronunciar el nombre de su amado (a manera de conjuro ritual) "hasta perder el conocimiento, hasta olvidarme de mí mismo" (77). En la disolución egóica, el ser se sabe inmerso en el flujo de la vida. En cambio, cuando el amado se ausenta, se percibe desgarrado del tejido cósmi co: "yo solo, frente al mundo, fuera del mundo, en el mundo intermedio de la nostalgia fúnebre, de las aguas maternas, del gran claustro, del paraíso perdido" (77). El resurgimiento del ego en el dolor del abandono, marca nuevamente la distancia. Sin embargo, lo experimentado en el ritual le ha donado una conciencia incluso más acuciosa sobre la condición del ser humano moderno: "Ya sé todo lo que nunca hubiera querido saber, lo que algunos hombres conocen solo unos instantes antes de la muerte" (77-78). Contempla el mundo creado por la humanidad, el Leviatán moderno, "como un extranjero enloquecido en una casa vacía" (78); es como un exiliado que solo conserva vagos recuerdos de su verdadero hogar. Por eso, Moro le pide al amado que, si no puede abrazarlo con cariño por la eternidad, desate sobre él una furia homicida: "Dispérsame en el aire, o en el fuego o en el agua" (79).
La figura del amado, en Moro, aparece con una cruel polivalencia. Por un lado, es fuente de vida y puede regenerar la existencia; es el vehículo que le permite acceder a "una vida otra, una vida que trasciende todas las diferenciaciones y separaciones" (Kent 284). De esta unidad amatoria brotan los instantes más lumínicos de su poesía, cuando las palabras no son "un simple capricho del intelecto", sino que "son carne, pulso y vibración. La voz es tinta que se imprime en el cuerpo, que escribe sus huellas breves en el tímpano del mundo" (Kent 287). Sin embargo, estos éxtasis son indesligables de las angustias y de la desolación del amante despechado, cuando se enciende su deseo de muerte y empieza a anhelar que el amor sea un acto antropófago: "arrancarnos los miembros beber la sangre lentamente" (64). Solo viviendo dentro del otro se podría remediar la distancia de una vez y para siempre. Pero esto es imposible. ¿A qué se debe este volver al abismo en el que la poesía de Moro inevitablemente decae una y otra vez? ¿Será parte del carácter violento, caníbal y demoniaco de su culto? Él mismo acepta la raíz luciferina de su amor, al que llama "poderoso demonio" (80); se arrodilla ante Antonio y le exclama: "te adoro" (80), como en culto satánico.
El amor desborda la cordura y hace naufragar toda brújula. Moro le canta al "grandioso crepúsculo boreal del pensamiento esquizofrénico" y a la "sublime interpretación delirante de la realidad" (54). Hay en su poética un intento de ensalzar la locura, como si se tratara de "un estado privilegiado al que no se puede renunciar porque en las múltiples caras del diamante esquizofrénico radica la riqueza vivencial del amor y la profundidad interpretativa de la poesía" (Westphalen 39). No obstante, el dolor que lo em barga es insoportable. En medio de la vorágine a la que él mismo se ha entregado, al poeta no le queda otra alternativa que clamar por clemencia: "Guárdame junto a ti, cerca de tu ombligo en que principia el aire; cerca de tus axilas en las que acaba el aire" (76). Pero Antonio lo abandona sin reparos y con bruta lidad. La poética de Moro evidencia una idolatría amatoria que deposita en un ser humano en particular una esperanza que, tal vez, solo corresponda a lo divino; y que, por eso mismo, lo priva de una comunión serena con la totalidad cósmica. Su idolatría lo lleva, incluso, a terminar despreciando la vida, la tierra y los elementos que posibilitan la existencia. "Manifiéstate a mí bajo tu apariencia humana; no tomes el aspecto del sol o de la lluvia para venir a verme" (79). La "megalomanía del amor" y el antropocentrismo de su poética devuelven a Moro a la separación moderna que detesta, pero que no sabe cómo abolir de forma definitiva. La reivindicación de la sexualidad y su revuelta contra la moral burguesa no le donó, al fin de cuentas, más que algunos vistazos de la unidad primigenia. A pesar de todos sus intentos, Moro siguió preso del desgarro propio de la modernidad; no pudo conocer una ruta sagrada que lo vinculara con la totalidad cósmica.
El Perú antiguo e imperecedero
Moro provenía de una familia limeña, criolla pero no absuelta de mestizajes, de clase media. Su posición social y en el campo letrado peruano era incierta y precaria. Desde la década de 1930, el debate intelec tual, poético y artístico en el Perú se trazó, de manera polarizada y excluyente, entre el hispanismo y el indigenismo; no había mucho espacio para posiciones intermedias o que, simplemente, no encajasen en alguno de esos términos. Para Moro (no sin cierta razón), el indigenismo, tal como era practicado por los cultores más conocidos en su época, no podía ser entendido como un verdadero arte revolucionario, ya que conservaba los cánones realistas. Por lo tanto, lo único que hacía era incorporar a la obra mo tivos indígenas, pero de manera exotizante ("indios sin relleno, indios como figurones de feria"); por eso mismo, era una estética incapaz de dar cuenta de la propia alma de las naciones amerindias. Más bien, sus cultores se encargaban de perpetuar "los estigmas con que las reblandecidas clases dominantes de Occidente gratifican a las admirables razas de color" ("Los anteojos" 175). Se trataría, por lo tanto, de un arte "fácilmente exportable" ("Los anteojos" 177) y complaciente con las fantasías exotistas del imaginario moderno.
Sin embargo, estas críticas al indigenismo no implican que el proyecto creativo de Moro des conociera el influjo del territorio o la fuerza simbólica de los imaginarios amerindios. Aunque no conoció de cerca a las poblaciones indígenas del Perú, intuyó que ellas conservaban, "innumerables veces, una impecable belleza clásica"; sin embargo, su dignidad vital era negada y deformada por la opresión, que forzaba a los campesinos a trabajar "sin descanso bajo climas implacables" ("Los an teojos" 177). En este sentido, el indígena es "igual a todos los hombres explotados" ("Los anteojos" 177). Moro encontró resonancias entre el desajuste de su propia sensibilidad frente a la modernidad y lo sufrido desde la conquista ibérica por los pueblos amerindios bajo "las garras del conquistador, guardador de puercos, analfabeto, vorazmente hambriento de oro, goloso de revolcarse en este ex cremento ideal y con el conocido complejo de inferioridad" ("Los anteojos" 176). Moro pensaba que la élite intelectual y económica del Perú contemporáneo era descendiente espiritual de aquellos a quienes él llamaba bárbaros y codiciosos soldados, pero se mostraban aún peores y más exasperantes: "mestizos y mulatos españolizantes con títulos de Castilla que, a través de la república, amordazan el pensamiento y mantienen en riguroso inédito las más elementales conquistas de la democracia" ("Los anteojos" 176). Según Moro, el Perú, "país de luz total", empezó a opacarse con la llegada de los españoles: "desde entonces los grandes cataclismos comenzaron y la avidez se impone y rueda y, sedienta de oro y de sangre, vino a alcanzar la piedra y el oro que eran la materia del gran sueño de las civilizaciones precolombinas en el Perú" ("Biografía" 74).
A pesar de todo lo que trató de ser cancelado por la imposición conquistadora, Moro asegura una posible vía de reminiscencia. La conciencia ampliada por la poesía le permitió vislumbrar, al menos en parte, el mundo como lo percibieron los antiguos peruanos: "Mar inundado de la historia donde sobrevi ven vestigios inapreciables de todo un pasado deslumbrante que nos da todavía el gusto de vivir en esta continuidad peligrosa de la que la poesía es el eje diamantino e imantado" ("Biografía" 74). El poeta parece rescatar, bajo el auspicio de la luna, aquello que fue destruido por la prepotencia: "la panaca del maíz, la espiga de oro del trigo, temblaban bajo la lunamadre, en el frío nocturno de la villa imperial, cargadas de un sentido hoy día perdido y recobrado entre nosotros los poetas agitados al viento igual mente nocturno" ("Biografía" 75). En el trance poético es posible percibir "la piedra angular de luna de esta cultura cuya luz nos llega todavía como aquella de las estrellas apagadas" ("Biografía" 76). El poe ta, convertido en médium y descendiente de los antiguos oficiantes rituales, vuelve a conversar con las rocas, con el mar, con las estrellas, con las montañas, con los templos antiguos: "Cada tarde yo escucho bajo tu cielo el paisaje profético del ave de leyenda" ("Los anteojos" 195).
Moro recuerda que el inca Atahualpa tenía un manto hecho con "alas de murciélago". Cuando el soberano se lo ponía, salía a "las terrazas inmensas del palacio imperial absorbiendo bajo la luna todo el color incendiario de las piedras y del oro que flameaba bajo el Imperio" ("Biografía" 78). Se trataría de un "manto de hechicero sublime", gracias al cual el inca podía "recibir el más próximo mensaje noctur no y solamente imaginable en el silencio absoluto" ("Biografía" 78). Siguiendo este ejemplo, el poeta debe ceñirse el manto de la videncia para volver a atender a esas revelaciones nocturnas y cósmicas: "Tú nos perteneces, oh pasado, en el dominio de los sueños y de las famélicas nostalgias formando el alma colectiva y el mito (...) tú habitas el corazón de los poetas, tú bañas las alas de los párpados feroces de la imaginación" ("Los anteojos" 196). La imaginación se presenta como un ejercicio trascedente de la percepción que permite vislumbrar "sin esfuerzo la vida del antiguo imperio: Tahuantinsuyu" ("Bio grafía" 77); y la poesía promete volver a dar vida a la ritualidad y a los conocimientos visionarios. En este éxtasis vidente, las palabras recuperan una fuerza convocante; se trata de un "lenguaje afásico", de "perspectivas embriagadoras" (53), que convoca los saberes ancestrales. A pesar de que el mundo sagra do de los antiguos fue destruido, aún es posible percibir algo de su revelación en la videncia poética y en ciertos espacios alejados del progreso:
De toda esta gloria fulgurante el Perú no conserva sino ruinas y esta luz de la que he hablado y que no dirá nunca, sin duda, eso que ella cubría. En 1,937 hice un viaje de sueño sobre los Andes para ir a Huánuco, ciudad a 2.000 metros sobre el nivel del mar. Nosotros atravesamos el Valle de la Quinua.
¿Quién podía cantar tan fuerte en la Naturaleza? ¿Dónde habría visto yo una tal riqueza tan tierna en el vege tal, un encanto tan profundo y hechizante y tan auténticos decorados para el amor único en el ambiente ideal? El Valle de la Quinua nos conducía hacia el jardín de Huánuco rodeado de montañas de tierra azul, verde, púrpura y roja, sin paráfrasis ("Biografía" 78-79).
Las imágenes arquetípicas de Moro provienen de los "tesoros animistas" ("Los anteojos" 195) de las na ciones precolombinas, y ponen en evidencia que su adopción del surrealismo no fue meramente pasiva. En su poética, "el viaje introspectivo que las nuevas técnicas del psicoanálisis y el surrealismo proponen lleva a interconectar el mito personal de Moro con el dominio del sueño y prácticas rituales milenarias" (Westphalen 75). Su imaginación le permite encontrar una afinidad íntima entre su desprecio a la racio nalidad instrumental y las potencias simbólicas de los pueblos amerindios, embebidos del cosmos y de las geografías andinas.
Uno de los innegables aportes de Moro fue traer a la literatura peruana el imaginario de la riqueza indígena costeña, que, hasta entonces (y aún ahora), era poco visitado: según afirmó, para las élites in digenistas "las depuradísimas culturas de la costa no existen; no perciben la resonancia extraordinaria y no cancelada como resonancia y revelación de su arte ejemplar" ("Los anteojos" 177). En su texto "Bio grafía peruana", aunque el inca y el Cusco son nombrados con admiración, priman las menciones al orá culo costeño de Pachacamac (ubicado al sur del valle de Lima) y las extensiones oceánicas. Fascinado desde siempre por el paisaje de la costa andina, Moro imaginó los tiempos precolombinos como época de riqueza material y onírica: "Pachacamac era uno de los santuarios más ricos de la tierra" y "toda la costa, estéril actualmente, no era sino un jardín creado por la irrigación artificial" ("Biografía" 77). El mar estuvo presente como recuerdo imborrable del Perú costeño en toda la escritura de Moro, incluso en sus metáforas eróticas; es así como, por momentos, el amado parece un dueño espiritual del océano: "Tu olor de cabellera bajo el agua azul con peces negros y estrellas de mar y estrellas de cielo bajo la nieve incalculable de tu mirada. / Tu mirada de holoturia de ballena de pedernal" (52). La zambullida amorosa le provoca, como en el poema "A vista perdida", un "estupor submarino" (53). Estas imágenes, junto con otras de su fauna poética (en la que aparecen corales, lobos de mar, tortugas marinas, delfines, gaviotas) hacen pensar en la antigua iconografía de los cerámicos, murales y telares de la costa peruana, particularmente paracas, nazca, mochica y chimú12:
ENTRE el agua y el cielo el Perú despliega su figura rugosa y bárbara. Bajo la luz más punzante, más cargada de inmanencia que conozco, siempre sobre el punto y la punta de la revelación (…). Sobre el agua profunda y rica donde los delfines y los lobos de mar juegan perdidos de vista, deslizándose sobre las fosforescencias; mar rica en medusas, con largas manchas de petróleo en el puerto del Callao; mar que arrastra guijarros demoníacos, fragmentos de estelas grabadas en el tiempo inhallable en el que las culturas reverdecían, en sentido propio y figurado, desde el más próximo borde del mar hasta el extremo límite de los fríos eternos ("Biografía" 74).
Para Moro, la vida en Lima solo resultaba soportable por el océano que rodea a la ciudad: "en la no che el olor del mar ahonda los muros y las demasiado bestiales construcciones modernas que, al ritmo conocido, reemplazan las bellas casas criollas" ("Biografía" 79)13. La soberbia de las construcciones modernas, las calles agitadas y el vértigo de las avenidas, así como la "interferencia episódica de las trompetas del turismo" ("Los anteojos" 196), atentan contra lo sagrado del territorio; impiden entregarse a la maravilla, a una existencia dilatada en la que el propio corazón se sintonice con el ritmo de las olas y el pálpito del planeta. El mar mismo sufre, como en el Callao, "largas manchas de petróleo". Aunque Moro no plantea aquí una protesta ecologista contra la contaminación marina, su horror por los estragos de la modernidad industrial, su estupor ante la naturaleza y su imaginación mítica, traen consigo, de forma implícita, una denuncia contra la barbarie del progreso.
Sin embargo, Moro sí escribió (en una carta publicada por el diario El Comercio en 1955, titulada "Arboricidio, arquitectura y música") al menos un llamamiento abierto a la defensa ecológica. Este texto se abre asegurando que en el Perú moderno se "desencadenan periódicamente fuerzas anónimas, cretinizantes y devastadoras sobre toda parcela memorable, sobre el más misérrimo refugio [natural]" (en Estela 250). En esta carta, afirmó que el "el silencio es propicio a la meditación" y que el ser humano necesita de espacios naturales para hallar "equilibrio y nuevas fuerzas" ante la fatiga que provocan "las agudezas de la ciudad"; y luego expresó su indignación contra la proliferación de "altoparlantes" que "deshonran y manchan el paisaje", y que convierten a playas y parques "en antesalas infernales" (en Estela 250). Aseguró que era necesario reflexionar sobre las secuelas psíquicas y espirituales de la contaminación sonora; según el poeta, estas perturbaciones entran en nuestras células y tímpanos, y provocan que el ser humano "desensibilizado", "inmunizado por ese perenne baño de ruido", sea "capaz de atrocidades insospechadas y de una crueldad que demuestra una bajeza de miras" (en Estela 250). Esta creciente insensibilidad y pobreza reflexiva provocada por el atosigamiento visual y sonoro, era complementada por la indolencia ciudadana, según Moro, ante "la tala implacable de árboles" (a la que califica de "estúpido vandalismo") (en Estela 251). Moro escribió que todo humano sensible sabe que los árboles son "amigos del hombre", a los que se debe amor y respeto. Por eso mismo, cerró su carta realizando un llamamiento a comenzar "una verdadera cruzada en defensa de los fueros del silencio, del respeto a la Ciudad y a los árboles constantemente mutilados o brutalmente abatidos" (en Estela 251). Evidentemente, los posteriores giros que tomaría la violenta modernización de Lima dan cuenta de que su proclama no fue atendida.
Conclusiones
La poesía de César Moro realizó una reivindicación temprana, en medio de una sociedad (como la lime ña) impregnada de catolicismo conservador, de una "sexualidad excluida y estigmatizada históricamen te" (Westphalen 44). Moro mismo calificó su vida de "escandalosa" (66) y afirmó que no renunciaría "jamás al lujo insolente al desenfreno suntuoso" (53). Sin embargo, no se trataba, meramente, de un intento de generar escándalo ni de una revuelta individual a favor de una opción sexual condenada por la sociedad patriarcal; como otros de los creadores que se adscribieron con entusiasmo a las vanguardias históricas, Moro pretendía, mediante su proyecto estético y vital, promocionar la disolución del orden burgués, para inaugurar un mundo nuevo.
De forma consciente, su poética estableció una crítica frontal al imperio de la razón instrumental; y si bien no llevó a cabo un ecologismo militante (ya que en su tiempo tales preocupaciones no tenían un espacio prioritario) resulta innegable su desprecio por lo intentos civilizatorios de dominación de la naturaleza y de erradicación de lo sagrado. En sus versos, el territorio aparece cargado de vibración, de significado y de ánimo; para su ontología poética, todos los seres participan de un mismo ritmo y están vinculados por irrompibles vasos comunicantes. A través de una concepción orgiástica y antropófaga del amor, no exenta de sadismo y masoquismo, Moro buscó "el retorno al estado primitivo de unidad con la naturaleza" (Westphalen 47). Aunque su rito caníbal solo le permitió un acceso fugaz a la comunión cósmica, los momentos poéticos en los que el vínculo se logra transmiten al lector el goce que se pro mete a los que se consagran a vivir poéticamente.
Como ha escrito André Coyné, para Moro la poesía "no era ejercicio literario (...) sino el foco de luz y de tinieblas que irradiaba sobre todas las horas de su vida, trastocando las apariencias y revelan do un orden oculto, de pronto claro, irrebatible" (en Estela 161). En su etapa de adhesión militante al surrealismo, Moro imaginó, con entusiasmo, que la poesía sería capaz de "transformar el mundo por el hombre y para el hombre, verdadera aurora boreal, a cuyo solo resplandor empiezan a caer los muros de la bestialidad humana" ("Los anteojos" 168). Durante esos años, el poeta se embarcó en una "lucha sin cuartel" contra "las condiciones que rigen y deforman" ("Los anteojos" 167) la vida, que asfixian al amor y nos alejan de la espontaneidad de la naturaleza. Pensaba que "la fuerza operadora de la palabra" podría desatar la "destrucción que requiere el presente" y vencer a "la bestialidad que gobierna el mun do" ("Los anteojos" 173). Sin embargo, la historia se encargaría de desmentirlo.
El antiguo Perú que preñaba su imaginación no solo había sido herido de muerte por la conquista española, sino que era sepultado cada día con más fuerza por la República en su frenética carrera desarrollista: "Poco a poco el Perú entra en la gran vida estandarizada, hace siglos que esta integración se cumple para, naturalmente, no dar nada en cambio" ("Biografía" 80). La vida cronometrada de la mo dernidad, "la monstruosidad del trabajo asalariado" (Obra poética I 166) y las represiones patriarcales se le impusieron de forma inexorable; la humanidad ha edificado una civilización que esclaviza al ser "y lo hace el igual de una bestia mecánica" (Obra poética I 166). En semejantes circunstancias, la poesía parecía ser la única fuente de alivio frente a la expansión tecnócrata.
La versión degradada de la modernidad que se imponía en el Perú era aún peor que la de Europa; Moro se llenaba de espanto ante el "patriotismo violento" que se manifiesta "en los enfermos de vejiga" (Obra poética I 51) y el siniestro olvido de lo sagrado bajo las imposiciones de "un país sordo y ciego" signado por "el progreso grotesco y la jactancia oficial" ("Biografía" 80). Sentía un profundo despre cio por "la mayoría gris y espesa de los intelectuales del Perú" ("Los anteojos" 165), por "una clase intelectual rebajada a lamer los repugnantes fetiches espirituales de la escolástica colonial" (173) y por "el gusto chocarrero del público limeño" (172). Concebía a Lima como "un medio triste y provincial, sórdido como un tonel vacío" (166); y percibía que en el Perú "todo adquiere, más y más, un color de iglesia al crepúsculo, color particularmente horripilante" ("Los anteojos" 169). Por eso mismo, si ya no fuese posible la recuperación poética del "pasado mirífico" del Perú, "si nosotros deberemos continuar siempre volviendo la cabeza de la zarza ardiente para echarnos en pleno en la banalidad occidental" ("Biografía" 81), la vida no valdría la pena. Y solo podríamos lamentarnos: "¡Todo nuestro Oriente perdido!" ("Biografía" 81). ¡Toda la poesía confinada al sueño!
Moro quiso vivir siempre al límite de la intensidad, hasta "la pérdida total del habla del aliento" (63) Su crítica a las represiones civilizadas lo llevaron, incluso, a que soñara con ser "un animal antediluvia no". Sin embargo, supo que, a lo sumo, debido a los estragos causados en su alma por las imposiciones de la modernidad, no podía aspirar a ser nada más que "una bestia desdentada que persigue a su presa" (63). Un cazador sin dientes ni armas, "un tigre moribundo" (67) que vaga en la selva hacia el encuen tro con la muerte. En la poética de Moro se manifiesta el drama del ser moderno: por un lado, sufre el desgarro con respecto al tejido cósmico, que signa su vida como padecimiento y malestar; por otro, la carencia de rituales y de mitos poéticos, de una pedagogía iniciática y ancestral, le impide cualquier posibilidad de existir en comunión con las fuerzas cósmicas. Para suplir esta falta, el poeta moderno inventa sus propios mitos y rituales; sin embargo, al no contar con maestros iniciadores (a la manera de los sabios indígenas), sus intentos se despeñan en la locura, la desolación y la muerte. Por lo tanto, una lectura ecopoética de la obra de Moro nos lleva, a través de las contradicciones dialécticas de su alma atormentada, a dar cuenta tanto de su intensa aspiración por recobrar la unidad perdida, como a la cons tatación de que tal estado no puede ser realizado dentro de las posibilidades creativas y paradigmáticas que ofrece la propia modernidad. El surrealismo, al fin de cuentas, fue una manifestación álgida de la crítica que la modernidad lanzó contra sí misma; y, por eso mismo, no pudo ir más allá de los límites que la modernidad le impuso. El movimiento de vanguardia terminó siendo asimilado y reconocido por las academias y las instituciones artísticas gracias a la renovación estética que llevó a cabo, pero no pudo hacer mucho por la liberación poética del ser humano y de la sociedad.
Los antiguos templos peruanos y mexicanos que Moro tanto amaba, y que inspiraban sus poéticas, han quedado como "testimonios pétreos de las civilizaciones aladas"; la fuerza de su presencia aún "pesa sobre nuestra conciencia humana" ("Los anteojos" 197), ya que nos recuerda todo aquello desterrado, asesinado y olvidado por la celebración frenética del progreso. La modernidad hegemónica, mediante sus aparatos culturales y pedagógicos, se ha encargado de separar la conciencia del resto de la vida; y ha erradicado los antiguos ritos que permitían a la humanidad religarse con el flujo vital del cosmos. Sin embargo, es imposible que se extinga de forma definitiva la memoria de nuestra participación en el tejido cósmico; la reminiscencia ecopoética volverá, inevitablemente, a perturbar la conciencia social a través de los espíritus sensibles consagrados a la poesía.
Si bien Moro era un artista cosmopolita, que se pensaba a sí mismo como uno de "los mestizos que poblamos la costa" ("Los anteojos" 177), logró vincularse, mediante las técnicas de trance aprendidas entre los surrealistas, con el influjo anímico de los territorios andinos. Es posible que esto se deba a que, como dijo el poeta mapuche Elicura Chihuailaf ante el senado chileno (en 2020, cuando recibió el Premio Nacional de Poesía), todo "ser humano, sin excepción, proviene de pueblos nativos". La indigeneidad, en este sentido esencial, nace del reconocimiento de que el ser humano está indesligable-mente unido al cosmos. La posibilidad de curar el desgarro moderno, entonces, pasa por la necesidad de reencontrar los caminos antiguos de los sabios del pasado; en ese sentido, tal vez los actuales pueblos amerindios, al conservar al menos una parte de sus conocimientos ancestrales, pueden ser la clave que permita zurcir a la humanidad con el alma de los territorios.