Introducción1
En el contexto de la conmemoración de los cincuenta años del golpe de Estado y del inicio de la dicta dura cívico-militar en Chile (1973-2023), el país oscila entre la amenaza negacionista de ciertos sectores de la sociedad actual y de sus representantes políticos, y el desafío de las vigentes generaciones de traba jar en ámbitos como los del respeto a los derechos humanos (DDHH) -aún hoy vulnerados2-, la elabo ración en torno a la memoria y la generación de garantías de verdad, justicia, reparación y no repetición.
En materia del trabajo artístico, puede afirmarse que en la primera década del 2000 las artes escéni cas iniciaron su propio derrotero al elaborar discursos, estéticas y reflexiones acerca de lo que significó el golpe de Estado y los diecisiete años de dictadura3, así como los posteriores procesos de "transición"4, "reconciliación" y postdictadura. La dramaturgia en Chile ha escrito sus escenas en constante relación y diálogo con los hechos históricos que preceden o enmarcan las obras, lo que posibilita una mirada hacia sus procedimientos, alternativas referenciales y refractarias del contexto con el que dialoga. Puede avanzarse la hipótesis observando que en el caso de las alusiones más o menos explícitas al golpe de Estado y la dictadura cívico-militar, estos recursos favorecen el desarrollo de temas como la represión, la muerte, la violencia y el exterminio de las comunidades, a través de mecanismos como el testimonio, el monólogo, el uso de estrategias metateatrales y la creación basada en documentos de archivo5.
Se ha planteado que la representación artística de la historia reciente en Chile en torno a las vio laciones a los DDHH por parte de la dictadura -muchas de ellas todavía impunes- ha sido un terreno inestable sobre una herida abierta. Las artes han buscado articular este hecho traumático del pasado cercano en la disputa de las memorias colectivas por el espacio público, como señala Nancy Nicholls. La investigadora afirma que la representación de lo imposible nos convierte en testigos, nos obliga a recordar y a mantener viva la memoria. El teatro se presenta, entonces, como lugar de reconstrucción de las experiencias, pero no pretende necesariamente hablar por los muertos, violentados u oprimidos. La representación, reflexiona Nicholls, está anclada al presente, al que pertenece el sentido del pasado:
El teatro penetra en esa zona desconocida y representa ficcionalmente aquello que no ha sido testimo niado, aquello que parece imposible de representar. Al hacerlo, se niega a cerrar la historia, a hacerse cómplice del silencio o el olvido, crea relaciones peligrosas entre las señas y los recuerdos -diría Augé- y con ello nos convierte también a nosotros, en alguna medida, en testigos (45).
En este sentido, la acción de rememorar a la que nos invita el teatro permite reconstruir una experiencia, abrir sus significados y construir un lugar para la reflexión y la memoria (Grass y Nicholls). Las estéticas guiadas por o desplegadas alrededor de los DDHH se ocupan siempre de abordar su trasgresión: he allí el motivo de la búsqueda de una verdad política y la producción de esta. Lo anterior supone un proble ma a investigar que implica complejas multiplicidades escénicas, técnicas y éticas. En este punto, cabe preguntarse de qué manera se articula una continuidad en el espacio político en relación con los DDHH en el teatro y con qué estrategias dramatúrgicas se organiza como dispositivo estético alrededor de estos temas y problemas.
Para ilustrar esta perspectiva es preciso pensar en ciertos ejes sobre la idea de lo político, los DDHH y el teatro. En primer lugar, es posible comprender las relaciones plurales del ser humano como el origen de lo político desde una perspectiva filosófica, lo que se caracteriza sobre todo por "su facultad de ac ción; [lo que] le permite unirse a sus iguales, actuar concertadamente y alcanzar objetivos" (Arendt 107) que aseguren la vía colectiva de construcción de lo común. La convivencia humana es la que da paso a comunidades organizadas políticamente, de manera que lo político tiene como único sentido la libertad en oposición a cualquier forma de totalitarismo. A partir de esa condición aparentemente intrínseca la creación artística se funda, en palabras de Jacques Rancière, en las paradojas de la relación entre arte y política, en la tensión entre el mensaje y el dispositivo: arte y política "se sostienen una a la otra como formas de disenso, operaciones de reconfiguración de la experiencia común de lo sensible" (65). A esto, el investigador francés agrega tres categorías de eficacia de la politicidad del arte: "[1] la lógica repre sentativa que pretende producir efectos por medio de representaciones, [2] la lógica estética que produce efectos por la suspensión de los fines representativos y [3] la lógica ética que pretende que las formas del arte y las de la política se identifiquen directamente las unas con las otras" (68).
En la misma línea de filiaciones filosóficas, César de Vicente pensaba el teatro político como un sistema de trabajo teatral que produce ideas, imágenes y representaciones sociales relativas a las estruc turas y dinámicas de poder. Su conceptualización teórica y práctica nos invita a pensar más allá de un teatro sensible a los problemas sociales contingentes, a aproximarnos a un teatro en el que las preguntas y problemas respecto a un objeto revelen una estructura mayor a los conflictos puntuales. Así, el teatro como modo de hacer comunidad, en el caso de las obras aquí revisadas, sería también una forma de manifestar una voluntad de impotencia, verdad y justicia frente al contexto y la experiencia.
De acuerdo con Paul Rae, reflexionar sobre teatro y DDHH implica no presumir la simpatía entre hacer aquel y salvaguardar estos. La relación puede ser hasta contradictoria en diferentes niveles, desde lo puramente temático a la práctica del activismo; desde la representación de la violencia en escena a la existencia de obras o performances que desafíen la integridad de quienes ejecutan o presencian. Por lo general, el esquema quién hizo qué a quién estructura las obras que tratan el tema de los DDHH, señala Rae, lo que influencia cómo serán interpretados los hechos. La representación de abusos específicos en un contexto determinado, promueve una dinámica local (que puede extrapolarse a una global) que con tribuye a procesos de entendimiento y reconciliación. En esta dirección, las estrategias documentales y testimoniales que usualmente se despliegan en estas obras nos devuelven a las observaciones de Arendt, al forzar la pregunta sobre cómo se ven los humanos, si desde lo individual o lo colectivo, y cómo esto contribuye al análisis social. El riesgo de la simplificación de los temas, así como el pensar que el quién hizo qué a quién es solo un dato o un hecho aislado, configura un territorio ambiguo y heterogéneo en el que las relaciones entre teatro y DDHH pueden ser cuestionadas. A partir del pensamiento de Arendt, Rae se pregunta en qué minuto una persona deja de ser considerada como tal, es decir, no posee los de rechos que le son inherentes, y en cómo un Estado opresor sí reconoce los derechos de quienes ejercen la violencia, y decide qué cuenta como realidad y qué no, qué vidas son significativas y cuáles no, y qué muertes importan y cuáles no.
La ambigüedad a la que aludo en el párrafo anterior tiene que ver con la problemática diversidad del teatro chileno de las últimas décadas: ha sido un espacio para reparar lo devastado, remendar la fábula y calmar la ausencia de referencias culturales; un lugar que actúa contra la insignificancia y el olvido, territorio para construir sentido y proyectar la memoria; una práctica resistente en dictadura; una exten sión del desencanto; un eriazo desde el que proliferó lo simbólico, lo oblicuo o el despojo de la escena; una proyección de la condición humana de los sujetos (Dubatti, Hurtado, Núñez), etcétera.
El problema se proyecta hasta entrada la postdictadura: la elaboración del relato dictatorial fue, ha sido y es, una empresa dificultosa que ha fragmentado los lenguajes teatrales al punto de hacer que el desencanto y la derrota se conviertan en heridas profundas que impiden el fluir de los gestos de memoria a fuerza de una torpe y dolorosa repetición. Buena parte del teatro que resistió el silencio impuesto por la dictadura6 se transformó en una particular forma de silencio en la década de 1990, bajo una falsa tranqui lidad y reconciliación. En este punto, es pertinente recordar las propuestas de Idelber Avelar, quien pes quisa la genealogía de esta derrota mientras observa un pasado sin epopeya que es solo ruina, que pone en diálogo lo simbólico totalizante y la pregunta por ese pasado. Aparentemente vacía u homogénea, esa potencia de lo anterior está a la espera de una operación sobre ella, algo que Avelar llama memoria de mercado. Las nociones de consenso y olvido son las que predominan en la postdictadura chilena, según Nelly Richard; ambas hacen referencia al control del discurso a manos de la clase política y el resguardo de una nomenclatura hegemónica que anula las subjetividades. La hipótesis que ese infiere de Richard es que las identidades violentadas se trasladan al plano artístico en la forma metafórica de un nudo de significaciones en contra de lo que podríamos denominar puro monumento. Las relaciones entre arte y memoria se materializan en el teatro en un ejercicio que pasa a través del cuerpo (Wolff) para abordar desde esta óptica los vínculos con el ser político, la capacidad de acción, la comunidad y los derechos que le son inherentes.
Es en este marco que propongo observar dos obras, una escrita y puesta en escena en plena dictadu ra, y otra creada en postdictadura, desde una perspectiva que aborde su dramaturgia y las relaciones que estas establecen con los DDHH. El ejercicio de lectura que sugiero tiene relación con una experiencia del tiempo y la situación histórica que define el espacio de lo estético y lo político. A la vez, enmarca su mirada sobre los DDHH con énfasis en la producción de presencia de posibles interpretaciones sobre expectativas, debates, protestas y disputas de sentido pasadas, actuales y futuras. De un lado, analizaré la representación de quienes, en el tiempo presente de la dramaturgia, viven y sufren bajo el régimen militar, es decir, desde quienes experimentan la violencia en el tiempo de la violencia en la obra Retablo de Yumbel [1986] (2007) de Isidora Aguirre. De otro, examino la representación de sujetos que son parte de una segunda generación violentada: aquellos que han nacido en "democracia" y asumen el deber de articular un discurso a partir de una herencia conflictiva, en la obra Villa [2011] (2012) de Guillermo Calderón.
La idea de diálogo entre estas dos obras tiene como objeto esbozar una continuidad del espacio de lo político en el contexto del tratamiento escénico de la problemática de los DDHH. Retablo de Yumbel y Villa trabajan sobre los hechos históricos de la dictadura cívico-militar chilena: desde la experiencia del tiempo y las estrategias para exigir justicia en dictadura, la primera; y desde la experiencia de la postdictadura y sus procedimientos para construir la memoria, la segunda.
La obra de Aguirre nos habla del ultraje a los cuerpos asesinados, enterrados y desenterrados de diecinueve detenidos desaparecidos en dictadura en la masacre de Laja y San Rosendo7, que fueron encontrados en Yumbel, región del Biobío. El hecho hace eco del martirio de san Sebastián y de la con frontación fratricida que protagoniza. Esto se evidencia en el juego de transparencias entre la historia de dicha ciudad en dictadura y la del mártir cristiano patrono del pueblo, a través del teatro dentro del teatro como estrategia principal, lo que se plasma en la tarima y el retablo como dispositivos escénicos que propician la presentación de la historia. Por su parte, Villa es protagonizada por tres mujeres que coinciden en nombre, Alejandra8, y edad, 33 años. Las tres están encerradas en una sala, obligadas a decidir qué hacer con una casa que fue centro de detención y tortura durante la dictadura cívico-militar. La decisión se reduce a dos opciones: hacer del lugar un museo o reconstruirlo. Sometidas a la impo sición de tomar la decisión en votación o acuerdo, las Alejandras discuten, en un marco de diálogo que atraviesa lo cotidiano y lo histórico, sobre el destino de este espacio hasta ese momento ominoso, lo que puede ser leído como el debate sobre las formas que ha tenido Chile de asumir la responsabilidad con la memoria de su historia reciente.
Es importante indicar las condiciones de producción que determinan tanto la génesis como la re cepción de ambas obras, al objeto de situar los gestos de continuidad del espacio histórico y político. Retablo de Yumbel fue escrita por Aguirre a pedido de la Compañía Teatro El Rostro de la ciudad de Concepción y fue puesta en escena en 19869. La obra se estrenó, pero debió suspenderse el mismo fin de semana pues coincidió con el atentado al dictador Augusto Pinochet del 7 de septiembre del mismo año, perpetrado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR). Empero, retornó para terminar su temporada en las semanas siguientes bajo toque de queda. En el proceso de escritura, Aguirre trabajó con los antecedentes del caso que fueron facilitados por la Vicaría de la Solidaridad10 de Concepción y las informaciones oficiales que circulaban en la época. La estrategia referencial-documental de decir y presentar en escena lo ya sabido por la opinión pública fue una forma de esquivar un posible veto de las autoridades designadas por la dictadura, empleando una estrategia estética a partir de causas políticas.
En el caso de Villa, esta fue escrita y puesta en escena en 2011 junto a su obra hermana Discurso11, y tiene como condición fundamental de montaje que el espacio donde se escenifique haya sido un centro de detención y tortura durante la dictadura12, de manera que se estrena en el espacio de memoria Londres 38 -una casa en pleno centro de la capital-, remontándose en otros sitios que cumplen con esa condi ción. La producción de la presencia de la historia y las continuidades políticas del texto de Guillermo Calderón se conecta con dos lugares de memoria de Santiago de Chile: el Parque por la Paz Villa Grimaldi, que antes era el cuartel Terranova, construido en 1996 y que tiene como objetivo "la promoción y defensa de los Derechos Humanos" (Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi); y el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, que fue inaugurado por la presidenta Michelle Bachelet en 2010, "un espacio destinado a dar visibilidad a las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado de Chile entre 1973 y 1990" (Museo de la Memoria y los Derechos Humanos).
En este punto, es posible sostener como hipótesis que en el espacio político que propone la drama turgia de las obras de Aguirre y Calderón se materializa la referencialidad del hecho histórico de la dicta dura cívico-militar chilena desde el discurso directo que apunta a los DDHH no solo a través de distintas estrategias de alusión, sino, además, de autorreflexividad y pensamiento utópico. Es esto lo que permite una continuidad en el reconocimiento y elaboración de lo (re)presentado y la experiencia del tiempo. Se trata, sin duda, de dos momentos de la historia del país, pero también de un necesario cuestionamiento sobre la función del arte en ambos contextos. En lo que sigue, comentaré Retablo de Yumbel y Villa bajo la modalidad de un análisis comparativo de sus estrategias dramatúrgicas en términos de referencialidad, temporalidad y particularidades sensibles. Interesa ilustrar lo recién expuesto, dar lugar a la discusión y proponer algunas conclusiones metodológicas sobre la cuestión de la continuidad política en objetos estéticos cuyas estructuras profundas, formas de disenso y afectos dialogan ostensiblemente.
Estrategias de alusión
Retablo de Yumbel comienza con una cita bíblica: la historia de la sangre que clama desde la tierra del relato de Caín y Abel. En un primer nivel, esto establece un diálogo directo con la situación histórica en la que se crea la obra, pensando la dictadura cívico-militar chilena como la violencia fratricida de un grupo minoritario de poder por encima de un grupo mayoritario sometido. Casi como un coro trágico, el colectivo de personajes identificado como Las Madres es el encargado de exclamar que lo puesto en escena "¡Es verdad y no es ficción!" y que "¡Hay abuso y no hay sanción!" (Aguirre 185). Asimismo, señalan que se presentan los hechos sin metáforas, directamente al público, en una estrategia sin artificios. Así lo vemos en la intervención de Alejandro, personaje que asume el lugar del narrador en una escena de estilo épico:
ALEJANDRO: (Como narrador) Verano de 1980. La idea fue de Marta. La de escribir una obra y repre sentarla en la plaza para la fiesta de San Sebastián. (...) Sin embargo, no hacía mucho, la tierra de Yumbel se había abierto para entregar los restos de diecinueve fusilados, personas inocentes, que figuraban -desde el golpe militar-, en la lista de detenidos-desaparecidos (Aguirre 186).
Como se observa, en la obra de Aguirre se vuelve legible un ensamblaje de referencialidades que pone en relación signos diversos. En lo fundamental, el imaginario cristiano con hechos conocidos por la opinión pública. La articulación se estructura como una puesta en abismo, un teatro dentro del teatro, que se evidencia desde el epígrafe hasta la obra que preparan los personajes. Sin embargo, en la obra marco los hechos históricos siempre se presentan como alusión directa a la realidad, con la intención explícita de no ficcionalizar los cruentos acontecimientos de la masacre de Laja y San Rosendo. Así lo vemos cuando Las Madres, que luego reconocemos como las madres de los detenidos desaparecidos, nos recuerdan al ser humano tras la cifra, para luego dar a conocer la dolorosa lista de aquellos que no son un simple número de entre los muertos, sino alguien que amó, que fue amado y al que se extraña. Este modelo permite hacer presente lo ausente a través de la palabra o el discurso:
LAS MADRES: -No queremos la venganza, pero tampoco el olvido.
-No los llamen "los diecinueve de Yumbel".
-Los catorce de Lonquén.
-Los dieciocho de Mulchén.
-No pueden ser sólo un número... una cifra.
-Detrás de la cifra no cabe más que el nombre, no hay lugar para el hombre.
-Ni para el dolor de quienes lo amaron.
-Queremos sentirlos presentes.
-Llamarlos por el nombre con que los saludábamos cada día.
-Hablar de cómo eran, qué decían.
-Hablar de sus dolores, sus alegrías.
-Sus esperanzas también... (Aguirre 216).
El método retoma el distanciamiento brechtiano y lo sitúa en un discurso acerca de la justicia y los DDHH. Lo explícito se presenta como una tentativa de hacer igualmente manifiesto el horror de los ase sinatos, sin especular sobre los datos expuestos públicamente. El dato público es una coraza que permite eludir los posibles actos de censura; se transmite en los descansos de la obra que los actores-protagonis tas de Retablo de Yumbel preparan y presentan en la plaza de la ciudad. Es, entonces, en los intersticios de la metarrepresentación donde las subjetividades violentadas encuentran espacio para elaborar el pre sente, el dolor, la historia propia, y, tal vez, la de todos y todas.
Por su parte, en Villa es constante el diálogo fático. Asistimos, así, a una estrategia dramatúrgica que busca sostener la comunicación para rodear o difuminar la incomodidad de aludir a los hechos refe ridos. Largos diálogos de palabras aisladas caracterizan la indefinición en el discurso de las Alejandras: "Francisca: La Alejandra... / Macarena: Sí. / Francisca: Sí. / Macarena: ¿Sí qué? / Francisca: No sé. / Macarena: ¿Cómo? / Francisca: No sé. Tú dijiste" (Calderón 25), por ejemplo. A nivel lingüístico, las intervenciones se caracterizan por unirse con los adverbios "así" y "como", imponiendo una actitud ambigua sobre la escena gracias a la atenuación (Montecinos), que les permite hablar sobre lo que "es un poco verdad" (Calderón 43). Asimismo, las palabras se acumulan en forma simple y descriptiva para referirse a los que sufrieron, es decir, a aquellos para/por quienes están decidiendo una manera de re constituir la historia. En el texto, "[los] traumados, los machucados, los ex presos, las sobrevivientes, los ex pateados, los iluminados, las intocables, las elegidas, las rabiosas" (Calderón 44) se yuxtaponen con la materialidad del documento y el archivo: "porque si tú lees los testimonios, ya, el Informe Valech13 y todo eso, te da algo. Te da rabia. Pero esa rabia no se parece en nada a la experiencia real" (Calderón 40). Esta variante alusiva se sirve de la dispersión temática y el desvanecimiento del diálogo para subrayar el rodeo constante de una respuesta que se les exige y que las Alejandras no encuentran. En efecto, la mayor parte del tiempo, estas dicen sin decir algo, la función fática del lenguaje solo asegura el canal y la situación, sin exhibir ni sentido ni subjetividad, excepto cuando se refieren a los hechos ocurridos en el centro de detención y tortura. En ese caso, el discurso es directo y crudo, aun cuando busque modos de atenuación.
Ambas dramaturgias presentan una manera de escenificar que señala sus contextos y pretextos, en tanto documentos o referencias históricas. De esta forma, siempre tienen presentes los cuerpos, los he chos y las ideas, en un acto en el que recordar también se emplea en su acepción de despertar. Parece que este trazado opera tanto en quien crea como en quien observa. Esto se aprecia en los matices de sus estrategias -que no dejan que las obras caigan en el maniqueísmo- y en sus gestos, que retienen el pasado, para exponer y relacionar sus hechos e ir así más allá del monumento o el museo.
La simultaneidad de protagonizar y atestiguar
Retablo de Yumbel se organiza alrededor de un grupo de actores y actrices aficionados que son a la vez familiares de detenidos-desaparecidos y sobrevivientes de detenciones ilegales, vejaciones y torturas. Este grupo insiste en consignas sobre el estatuto artístico de la puesta en escena y sobre la búsqueda de verdad y justicia. Hacia el final de la obra, el personaje colectivo de Las Madres devela, a modo de coro, el contexto histórico a partir del destino del mártir y el de sus hijos. Su tono apelativo hace patente la fusión de las dos historias, la marco y la enmarcada. El contrapunto de voces del cuadro 8 de la obra nos interpela directamente: no podemos ni debemos olvidar, pues toda estrategia de ocultamiento del crimen será en vano. Se nos pide explícitamente no olvidar a los ausentes ya que "[si] olvidamos el pasado ¡es taremos condenados a repetirlo!" (Aguirre 217)14.
Al igual que en Retablo de Yumbel, en Villa el discurso de las tres Alejandras se manifiesta de forma directa con respecto a su misión y experiencia; sin metáforas ironizan sobre aquella dignidad, blanca, linda e inexistente, que nacería del gesto artístico y su pretensión de reparación o memoria. Esto se in tercala con la incorporación literal de testimonios del Informe Valech. En tanto piezas de los diálogos y argumentos para la toma de decisión de las Alejandras, el discurso va y viene del horror a lo superficial. Así ocurre cuando una de las Alejandras propone que el edificio que fue centro de detención y tortura sea reconstruido como un museo para reproducir, a modo de representación, uno de los métodos de tortura cometidos en aquel lugar:
Francisca: ¿Pero por qué un perro? Ah. Chuta. Ah. Bueno. Porque las violaban con perros. Sí. Con perros. Y eso lo dice todo. Sí. Y ahí termina. Entonces... una dice: ¿Qué me trató de decir este museo? Ah. Me dijo que nosotras no nos hacemos ilusiones. Estamos despiertos al dolor. Este es el mundo en que vivimos y no lo vamos a negar. Lo vamos a habitar. Aquí vamos a construir nuestra minoría y la vamos a construir con una dignidad blanca. Y esa dignidad va a ser linda (Calderón 31-32).
Las Alejandras asumen el conflicto de la experiencia colectiva. Más adelante en la obra sabremos que las tres son hijas de mujeres que estuvieron en ese centro de detención y tortura que fueron violadas por los oficiales del lugar. En este sentido, no solo atestiguan el pasado, sino que lo llevan inscrito en el cuerpo. La contradicción es la experiencia del tiempo y el espacio político de quienes nacieron del horror de la dictadura: para ellas y ellos el pasado es un presente constante15. Así, vemos que en estas escenas se enuncia cara a cara el dolor, a partir de una voz/cuerpo que lleva en sí misma el conflicto de la memoria. Este gesto se instala más allá del acto de reconocer el hecho ominoso para luego silenciar y olvidar, y más allá de aquella reconciliación que parece sospechosa en Villa. Tanto en esta como en Retablo de Yumbel se advierte una demanda para que las fechas, los monumentos y las conmemoraciones no sean un consenso para el olvido (Vidal), y que la cotidianeidad no haga del recuerdo una mera ornamentación urbana. Asimismo, se anhela que la justicia no siga siendo reemplazada por la aparente reconciliación sin reparación, que no suceda más el simple desplazamiento de lo legal a lo simbólico; en complemento, se nos invita a conformar una comunidad que reflexione sobre el consenso, el disenso y el silencio. En esta reflexión, todos los miembros del cuerpo social deben asumir distintos roles, dado que, en cierta medida, todos son testigos.
Si el modo de protagonizar y atestiguar estéticamente el ultraje a los DDHH es a través del cuerpo como expresión de la violencia, ¿cómo testimoniar con el cuerpo sobre aquellos que están ausentes? Las escenas se conforman alrededor de la tortura y desaparición de los sujetos; y el rito funerario negado que impide el duelo es una deuda que afecta los diálogos y las acciones del futuro. He aquí los vasos comunicantes entre el grupo de actores que pone en escena la vida y muerte de san Sebastián mientras buscan a diecinueve muertos, enterrados, desenterrados y vueltos a enterrar, en Retablo de Yumbel. Lo mismo las tres Alejandras de Villa que están obligadas a decidir qué hacer con el lugar que fue centro de detención y tortura: el color de la piel de una de ellas, anómala en su origen por declararse perteneciente al pueblo mapuche y ser descrita como blanca y rubia, es el vestigio corporal del torturador alemán que violó a su madre.
Protesta, expectativa y el arte que "embonita la experiencia"
En la obra de Aguirre, los diálogos se despliegan como la construcción del recuerdo de los seres queri dos detenidos, asesinados, junto al devenir del cuerpo y sus dolores particulares a disposición del régi men estético de quienes ofician de actores y actrices. Estos asumen la historia del santo para poder decir la propia. Los diálogos de la obra representada en Retablo de Yumbel portan los reclamos políticos, la pelea por las convicciones profundas, la lucha por las ideas y el reproche por el pasado común que se ha olvidado y traicionado, en voz de Sebastián y Dioclesiano. De esta forma, el drama de segundo grado establece los principios éticos y la consecuencia ideológica de los personajes del teatro dentro del teatro y, por extensión, los de su contexto político-social.
Desde otra perspectiva, el diálogo del grupo de actores configura una nostalgia inundada de dolor, emocionalidad específica que no deja de ser una manera de hacer presente al ausente a través de sus ideales, sus ansias y acciones:
MARTA: Entonces estamos igual tú y yo. Amamos a un ser que apenas existe.
ALEJANDRO: ¿Mi hermano? Federico existe muchísimo más que yo.
MARTA: (Nostálgica) Decía: "el que da su vida por una idea, nada más se ausenta" (Aguirre 191).
Aquel sacrificio coincide con los principios estético-políticos expresados en los diálogos de las obras. Dicha convicción disputa el sentido de las expectativas en torno al arte y la realidad en la búsqueda de justicia o reparación en la obra de Aguirre.
La estrategia fundamental de la incredulidad ante el relato de reparación en Villa es el de la contra dicción en la forma de ver, presentar o resolver la conservación de la memoria. No es posible solucionar la discusión que motiva la acción de la obra y las mujeres optan por no hacer nada, porque "aquí no hay salvación ni nada" (Calderón 39), cerrando las posibilidades de las expectativas con respecto a la violación de los DDHH y su reparación. Pareciera que no hay algo más allá del museo o de la obra de arte, e incluso de la misma obra de teatro que presenta el problema, a modo de metarreflexión. Ante la insistencia del recuerdo, "[lo] humano es olvidarse" (Calderón 62).
El papel del arte en relación con la historia y la memoria configura su actividad crítica a través de la contradicción. Esto se evidencia en la dramaturgia de un acontecimiento de martirio y fe que actúa como equivalente de la violencia y la ideología en un tiempo y espacio específicos en Retablo de Yum bel; o bien, desde la ironía constante que evidencia lo ridículo del "arte artístico que es lo que al final le da sentido a la cosa" (Calderón 34), o el arte que "embonita la experiencia y no llega nunca al nivel" (Calderón 38) en Villa. De esta manera, se establece la discusión sobre el arte, presentación y represen tación, y sobre el "embonitar" no solo la memoria, sino también la experiencia actual que desalienta a las protagonistas. Así, finalmente, según ellas, en vez de hacer algo falso es mejor no hacer:
Carla: No, pues. No puedes poner a alguien en la parrilla falsa porque no se puede, porque es tan tan te rrible que no se puede, porque siempre va a quedar falso. No va a quedar ni parecido a lo que realmente era estar en la parrilla. Entonces si tú lo haces y no queda tan terrible como fue, entonces eso embonita la experiencia y no llega nunca al nivel de la cosa.
Francisca: Bueno, entonces mejor no hacemos nada.
Macarena: Exacto (Calderón 38).
Ambas obras ponen en duda la supuesta función reparadora del arte y sus símbolos, y cuestionan las estrategias del recuerdo y la memoria. Es dable plantear que se ponen en duda a sí mismas como produc tos estéticos, como prácticas artísticas ante un contexto de violencia política, como dispositivos que se relacionan directamente con violaciones a los DDHH a través de estos hechos en forma de palabra que recuerda. Aunque el resultado sea "embonitar" la experiencia o jugar desde lo falso de la reproducción, se reconoce la imposibilidad del arte de llegar al nivel del dolor aludido. La producción de ambas obras es, entonces, un gesto necesario, aunque ineficaz, y por lo mismo en ellas se expresa el dolor de tener que referir los hechos históricos desde una emoción proveniente de la injusticia. Ante lo irrepresentable, solo queda el silencio y la no acción teñida de desesperanza en Villa, o la puesta en escena como reproducción de información públicamente conocida en Retablo de Yumbel, como un eco insistente que resiste el olvido.
Una de las formas de resolver estas disputas, mas no necesariamente de disolver la contradicción, es la figuración del amor como remedio para las crisis y búsqueda de una experiencia necesaria16. El amor se presenta como encuentro y punto de partida para la construcción de una experiencia de verdad. Así se ve en los diálogos que cierran las obras, en el canto que sintetiza el estado actual en Retablo de Yumbel: "TODOS: ¡Entre la tierra y el cielo / Es la injusticia un flagelo / Y su remedio el amor!" (Aguirre 219), y en las resoluciones sin conclusión que hacen un guiño a la historia reciente de Chile en Villa:
Macarena: Es que todos reaccionamos distinto.
Francisca: Sí, por eso deberíamos hacer la cancha de pasto.
Carla: Sí.
Macarena: Quizás.
Francisca: Sí. Porque todas las torturadas reaccionan distinto.
Macarena: Sí. Hay mujeres que no se recuperan.
Carla: Sí. Y hay mujeres que se organizan y construyen museos.
Francisca: Sí. Y hay mujeres que se convierten en presidenta de la república. (Calderón 69-70).
Finalmente, es posible reconocer dos estrategias de expectativas en las obras estudiadas: la esperanza en que el amor lo remedie todo y el deseo de que nada pase. A partir de estas ideas, Retablo de Yumbel y Villa coinciden en un anhelo: que todo desaparezca, porque "ahora nada es mejor, todo es peor" (Aguirre 215). Los y las personajes de ambas obras ansían que nada haya sucedido, que todo vuelva a ser como antes del horror. Las tres Alejandras prefieren no tener que tomar la decisión sobre el futuro del sitio que fue centro de detención y tortura, escogen que no haya punto final porque nunca debió haber punto de inicio: "Yo prefiero que no haya museo. Prefiero que no pase, que no pase, que no pase" (Calderón 43), pero bajo la conciencia de los hechos de que "Sí. Pasó. Pasó. Pasó. Y ya no hay nada qué hacer" (Calderón 65).
A modo de cierre
Las continuidades del espacio de lo político en torno a las violaciones a los DDHH en las obras de Aguirre y Calderón, articuladas en torno a las estrategias de alusión a los hechos que dan origen a las escenas, a la simultaneidad de protagonizar y atestiguar los acontecimientos referidos, y las formas de presentar las protestas, las expectativas y el papel del arte ante estos hechos, confirman aquella premisa de Paul Rae que expresa claramente quién hizo qué a quién. Con todo, no lo hacen de forma explícita en escena, sino siempre a través de la palabra que expresa el horror, que construye el museo, que habita el retablo. Nombrar el horror es la forma estética que distingue estas obras: la palabra que emana de los cuerpos en escena hace presente a los desaparecidos y ultrajados. En esa palabra reside la voz de las identidades violentadas, desde lo colectivo en Retablo de Yumbel, a lo individual en Villa.
El espacio político que constituyen estas escenas, desde el presente que exige justicia en la obra de Aguirre al pasado que se debe elaborar en la obra de Calderón, va más allá del eje víctima-victimario y observa cuestiones de lo cotidiano, de la función del arte frente a lo irrepresentable y de la responsabili dad del aparato estatal ante las vulneraciones históricas a los DDHH. De esta manera, aquel lugar de en sayo y el retablo de puesta en escena en la obra de Aguirre, así como la sala en la que están las Alejandras con la maqueta del lugar que fue centro de detención y tortura, exhiben diversas capas de complejidad. El problema de la ausencia de justicia, que va desde lo público a lo privado y a lo público nuevamente, pone en diálogo a ambas obras a pesar de sus diferencias estructurales, estéticas y de modo de produc ción. Su tránsito no es solo discursivo o estético, sino también afectivo. Con esto, ambas dramaturgias posibilitan un lugar de reflexividad sobre las violaciones a DDHH de la dictadura cívico-militar, así como los procedimientos reparatorios de la "democracia".
Ante esto, surge la pregunta ¿cómo convivir y mirar el futuro con esperanza? Ariel Dorfman señala que nos instalamos en un escenario de "dificultades morales de una transición durante la cual perdón y venganza son igualmente posibles y están igualmente justificadas" (citado en Adler 128). A partir de esta premisa, no se podría escenificar la memoria o la convivencia en paz porque no existe; pero en la dramaturgia se evoca, se necesita, se recuerda amorosamente aquella situación de sosiego. Solo enton ces, parafraseando a Rancière, el arte desplegaría sus posibilidades políticas desde una lógica ética. El deseo de que los hechos que presentan las obras no hubiesen ocurrido no significa olvidar. Estos actos de memoria establecen otro espacio de lo político, ya sea en lo apelativo de una comunidad fracturada o tardía, o en el acuerdo de la no acción colectiva y de una acción interna y diversa. Lo anterior evi dencia la imposibilidad de restaurar aquella comunidad que existía antes de los hechos ocurridos en la dictadura cívico-militar en Chile. Desde allí se pone en cuestión el estatus de derrota y dolor frente a las violaciones a los DDHH, como una herida que no cierra nunca y que no asume el arte como una salida de justicia, sino que critica metarreflexivamente su papel con respecto a su antecedente.