Las dos expresiones aquí asumidas -reforma rural y paz- están actualmente en entredicho en la realidad colombiana. La primera evoca los fantasmas de pasados fracasos, mientras que la segunda se enfrenta a la angustia de una sociedad permanentemente rota por la violencia.
Sin embargo, ninguna de esas visiones negativas es de necesaria asunción. Ni es cierto que las reformas agrarias hayan constituido meras promesas electorales o simples reclamos propagandísticos, ni tampoco lo es que la voluntad nacional del pueblo colombiano haya llegado a quebrarse por las reiteradas rupturas de la convivencia. Ambos elementos conforman trayectorias rodeadas ciertamente de notables obstáculos: no hay que desconocerlos, pero tampoco hemos de magnificarlos hasta el extremo de llegar a la parálisis.
Tal es la premisa que presta cobertura a este trabajo: la reforma de la Colombia rural es una necesidad imperiosa cuyo desenvolvimiento precisa del orden que proporciona la paz. Los dos aspectos se funden conformando una relación de dependencia recíproca, como se advierte en los Acuerdos de 2016, cuyo primer contenido versa justamente sobre la reforma rural integral1.
La ordenación rural puede ser estudiada desde múltiples perspectivas que originan posiciones variadas y a menudo opuestas entre sí. En su configuración social, cabe enfrentar los privilegios de la oligarquía terrateniente a las situaciones de miseria del campesinado. En el plano económico, determina notables tensiones entre los intereses de las grandes multinacionales y los de las empresas familiares en los mercados de materias primas y alimentación. En la visión ambiental, manifiesta la oposición entre la productividad y la conservación, que trata de superarse en la gran síntesis del desarrollo sostenible. En la vertiente política, muestra una pluralidad de consignas que fácilmente pueden considerarse contradictorias, desde la seguridad alimentaria y el libre comercio a la lucha contra la pobreza y la defensa de la biodiversidad.
Pues bien, en la óptica jurídica de este trabajo, sin desconocer la incidencia de las anteriores visiones, hemos de centrarnos en la comprensión de los límites, las modulaciones o las correcciones que la ordenación rural puede imponer en la economía de mercado, esto es, fundamentalmente, en el derecho de propiedad y en la libertad de empresa. Empezaremos con una reflexión sobre el significado jurídico de las políticas de reforma agraria en el ideario del Estado social de derecho, para ocuparnos a continuación de la trayectoria colombiana en la materia y, específicamente, de la reforma rural integral establecida en el Acuerdo de Paz. Nuestro objetivo final es identificar esa reforma rural como manifestación de un sistema jurídico que permite conectar los ideales políticos y sociales avanzados con la experiencia histórica que desemboca en la esperanzadora vía colombiana
1. LA REFORMA AGRARIA EN EL IDEARIO EUROPEO Y LATINOAMERICANO DEL ESTADO SOCIAL DE DERECHO
Las reformas agrarias forman parte de las aspiraciones de grupos de población en muy diversos lugares y épocas. Aquí nos interesa reflexionar sobre el significado jurídico de las desenvueltas en los Estados de Derecho formados como consecuencia de las revoluciones burguesas y el movimiento constitucional en Europa y Latinoamérica. En realidad, nuestros puntos de referencia van a ser las reformas agrarias adoptadas como reacción o corrección ante el originario modelo liberal de ordenación rural.
El liberalismo, en efecto, estableció un régimen agrario basado en la libertad. En su justificación histórica se identificaba la tarea de desmontar las complejas bases de los sistemas de propiedad de origen medieval, donde pervivían privilegios de diverso origen y alcance2. En los países latinoamericanos, se añadían los condicionantes derivados del régimen colonial, que había originado peculiares mezclas de principios vertebradores y regímenes aplicables3.
Ya el movimiento ilustrado había propiciado la modificación de las características del régimen agrario en la etapa final del Antiguo Régimen, partiendo de la plena confianza en la capacidad de los intereses individuales libremente manifestados para lograr el deseado aumento de la producción agraria4.
En todo caso, la consolidación de los planteamientos liberales tuvo lugar de la mano del constitucionalismo y la codificación civil. En la Francia revolucionaria, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 puso en circulación la influyente fórmula de la propiedad como "derecho sagrado e inviolable", cuya privación se sujetaba a los requisitos de "necesidad pública, legalmente constatada" y "justa y previa indemnización"5. Unos años después, en el período napoleónico, el Código Civil de los franceses de 1804 completaría el régimen determinante de las relaciones económicas en todos los sectores, incluido el agrario, al definir la propiedad como "el derecho de gozar y disponer de las cosas de la manera más absoluta" y establecer paralelamente la libertad de contratar que, una vez ejercida, tenía "valor de ley" para las partes6.
Esos dos dispositivos jurídicos fueron ampliamente divulgados en el movimiento constitucional y codificador: de una parte, el reconocimiento de la propiedad como un derecho absoluto que comprende la omnímoda capacidad de usar, disfrutar y disponer de los bienes y, de otra parte, la configuración de la libertad de contratación como eje del funcionamiento del mercado7. Una reforma agraria de tipo social hubiera sido, por tanto, ajena a los planteamientos liberales que se plasmaron en la codificación civil8.
Por otra parte, las desamortizaciones, especialmente las que afectaron los bienes gestionados por los municipios, incrementaron los procesos de concentración de la propiedad y de marginación de la población rural. Así, el liberalismo agrario condujo a la toma de conciencia de su situación por el campesinado. En muy diversas experiencias nacionales se constatan, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX, levantamientos de pueblos enteros, huelgas revolucionarias, incendios de cosechas, ocupaciones de fincas y otras acciones de los movimientos proletario y campesino9.
Ese conjunto de conflictos, rebeliones y revoluciones plasmó casi simultáneamente, a principios del siglo XX, en las muy diferentes tradiciones políticas que se identifican en las versiones comunista y reformista. Ambas se enfrentan a problemas parecidos, pero propugnan métodos de actuación opuestos. El modelo iniciado en la Revolución rusa de 1917 condujo a la colectivización de las explotaciones agrarias dentro de un sistema de economía dirigida cuyas bases y desarrollos dejamos al margen de nuestro discurso10. Aquí nos interesa centrarnos en el modelo de las reformas agrarias asumido en los sistemas democrático-liberales, que paulatinamente han ido incorporando valores sustantivos de las reivindicaciones sociales. Valores en cuyo origen, eso sí, puede percibirse el influjo de las fórmulas soviéticas, que se identificaron como objetivo difuso de las políticas reformistas, aunque generalmente, en los Estados de Derecho, se descartara el empleo de medios confiscatorios para tal fin.
Así, el ideario del Estado Social de Derecho establecido en los grandes textos constitucionales de principios del siglo XX incluyó importantes correcciones en el modelo agrario liberal. En la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos aprobada en Querétaro en 1917, la propiedad privada se concibió ya como un derecho esencialmente limitado por el interés público, que exigía dictar las medidas necesarias "para el fraccionamiento de los latifundios, para el desarrollo de la pequeña propiedad, para la creación de nuevos centros de población agrícola", entre otros objetivos11. En la Constitución republicana del Reich alemán aprobada en Weimar en 1919, se partía de la significativa declaración de que "la propiedad obliga", previéndose expropiar tierras para fines de colonización interior, roturaciones o desarrollo de la agricultura, y asimismo configurando el cultivo y explotación de la tierra como "un deber de su propietario para con la comunidad"12.
Desde las tempranas fórmulas mexicana y alemana, el ideal de la redistribución de la propiedad rural y de la mejora de las condiciones de vida del campesinado fue extendiéndose a otros países europeos y latinoamericanos. No se trata de aspiraciones uniformes ni de un movimiento simultáneo, antes bien, los objetivos de las reformas agrarias son plurales y van siempre ligados a los diferentes contextos nacionales. No obstante, en el constitucionalismo comparado se advierte una continuidad en la atención prestada a las cuestiones agrarias en función del grado de tensión que las mismas suscitan en las correspondientes sociedades. Vamos a comprobarlo brevemente en diversos textos fundamentales aprobados en Europa y Latinoamérica.
En Europa, durante el período de entreguerras, cabe referir la Constitución de la II República española de 1931, en la que se subordinaba la riqueza del país, pública y privada, "a los intereses de la economía nacional", admitiéndose la expropiación "de toda clase de bienes", incluso sin indemnización, es decir, con carácter confiscatorio13.
Tras la Segunda Guerra Mundial encontramos destacados compromisos en materia agraria en la Constitución italiana de 1947, en la que la propiedad se vincula a su función social asumiéndose los objetivos de "hacerla accesible a todos" y también de "conseguir el aprovechamiento racional del suelo y establecer relaciones sociales equitativas"14. Asimismo, en la Ley Fundamental de Bonn de 1949 sigue asumiéndose que "la propiedad obliga", de manera que "su uso deberá servir, al mismo tiempo, el bien común", previéndose la transferencia de la tierra, los recursos naturales y los medios de producción a la propiedad pública o colectiva "con fines de socialización"15.
Posteriormente, en algunos procesos de transición hacia la democracia se incluyeron también significativas referencias a la cuestión agraria. En la Constitución portuguesa de 1976 se previó un completo programa en la materia al establecer la lista de objetivos de la política agrícola e imponer la eliminación de los latifundios en beneficio preferente de explotaciones familiares y cooperativas, junto a otras medidas16. En la Constitución española de 1978 se reiteró la fórmula de 1931, subordinándose toda la riqueza del país al interés general, aunque la atención específica a la problemática agraria quedó difuminada en el compromiso de los poderes públicos de atender "a la modernización y desarrollo de todos los sectores económicos y, en particular, de la agricultura"17.
En América Latina encontramos similares compromisos constitucionales de reforma agraria sostenidos a lo largo del tiempo18. Tras el ya citado precedente mexicano, la Constitución cubana de 1940 fue, en este ámbito geográfico, la primera que, dentro de los postulados liberales, adoptó medidas vinculando la protección de la propiedad privada a su función social, prohibiendo el latifundio y protegiendo la propiedad familiar19. En Argentina, la Constitución peronista de 1949 consagró también la función social de la propiedad, atribuyendo al Estado la misión de fiscalizar su distribución y utilización en el sector agrario20.
En la Revolución cubana de 1959 se puso en marcha una reforma agraria basada en explotaciones colectivas que ejercería fuerte influjo en el continente americano21. Así, en la década siguiente diversos textos fundamentales incluyeron un conjunto de previsiones encaminadas a establecer los grandes objetivos y las principales medidas de la reforma agraria, que en varios casos comprendían la progresiva eliminación del latifundio improductivo. En la Constitución de Bolivia de 1961 se identificaba al trabajo como la fuente de la propiedad agraria y se rechazaban los latifundios, además de incluirse detallados contenidos sobre el régimen agrario y campesino22. En la Constitución de Honduras de 1965 simplemente se impulsaba la colonización agraria23, pero en la Constitución de Ecuador de 1967 ya se ordenaron planes de reforma agraria para lograr la justa distribución de la tierra, la más eficaz utilización del suelo y la mejora del nivel de vida del campesino, estableciéndose la obligación del propietario de explotar directa y racionalmente los predios agrarios, además de preverse la determinación de la extensión máxima y mínima de la propiedad agraria24. La serie parece terminar con la Constitución de Panamá de 1972, en la que se impuso el deber de cultivo, se enumeraron los variados fines de la política agraria, estableciéndose la protección de los patrimonios de las comunidades indígenas y una especial jurisdicción agraria25.
Más tarde, con el auge de los planteamientos neoliberales en diversas experiencias latinoamericanas, disminuyeron las referencias constitucionales en esta materia26. Así, entre los textos de finales del siglo XX, y dejando ahora al margen el caso colombiano, apenas encontramos, en la Constitución paraguaya de 1992, el compromiso de una reforma agraria a fin de lograr "la incorporación efectiva de la población campesina al desarrollo económico y social de la nación"27.
Habrá que esperar al "nuevo constitucionalismo" vinculado a la recuperación de los valores indígenas para encontrar referencias más profundas en la materia28. En la moderna Constitución de Ecuador de 2008 figuran, así, compromisos encaminados a lograr la "soberanía alimentaria" que garantice "la autosuficiencia de alimentos sanos", determinándose el acceso equitativo a la tierra de acuerdo con su "función social y ambiental", lo que se traduce en la prohibición del latifundio29. Los planteamientos continúan en la vigente Constitución de Bolivia de 2009, en la que la función social de la propiedad permite proteger el patrimonio familiar y la propiedad comunitaria o colectiva, mientras que el latifundio queda prohibido30.
Pese a la heterogeneidad de los datos que estamos manejando, la toma de conciencia sobre la cuestión rural es perfectamente identificable en el constitucionalismo del Estado Social de Derecho. Ciertamente, en algunos casos los objetivos asumidos en los textos fundamentales pueden considerarse imprecisos, dado que admiten una pluralidad de aplicaciones. La efectividad de las reformas requiere políticas activas con la colaboración del legislador y del aparato gubernamental. En algunas experiencias incluso cabe constatar la puesta en marcha de reformas agrarias que incluyeron procesos de redistribución de la propiedad agraria sin particulares implicaciones constitucionales, como sucedió en Venezuela, Chile y Perú31.
Ahora bien, aun con el limitado alcance que deriva de la necesidad de desarrollo y aplicación de las constituciones, no es irrelevante la protección dispensada al sector agrario en el máximo nivel normativo. El principal efecto jurídico derivado de esos compromisos es permitir que los principios liberales de la Constitución económica experimenten mayores restricciones en el ámbito rural, según podemos comprobar en relación con los dos elementos definitorios de ese marco general: de una parte, el derecho de propiedad resulta necesariamente vinculado a una función social, lo que conlleva la posibilidad de establecer un estatuto especial para el suelo agrario, que puede traducirse en la exclusión del latifundio, la imposición del deber de cultivo o la redistribución de la propiedad agraria; de otra parte, la libertad de empresa permite también modulaciones en el ámbito agrario, justificando el favorecimiento de las explotaciones familiares, de las cooperativas o de las fórmulas comunitarias indígenas e incluso la intervención en el mercado de algunos productos. Junto a las actuaciones de los poderes públicos encaminadas a la redistribución de la propiedad y a la mejora del mercado, las reformas rurales atienden también objetivos estructurales, como pueden ser las intervenciones en materia de regadío, suelos, sanidad, educación, comunicaciones y otras.
En consecuencia, las políticas de reforma agraria pueden asumir una gran variedad de objetivos políticos, sociales, económicos, territoriales y ambientales: abolición de las fórmulas y estructuras de dominación de los campesinos, promoción y modernización de explotaciones familiares de tipo medio, protección de fórmulas comunitarias, consolidación de cooperativas del campo, incremento de la productividad buscando la seguridad alimentaria, tutela de los recursos naturales, entre otros. También se constata el empleo de una pluralidad de medios vinculados a las diferentes experiencias nacionales: desde las ocupaciones revolucionarias y las confiscaciones hasta la remisión al libre mercado de tierras; desde el combate contra el latifundio señorial y colonial hasta la promoción de las grandes explotaciones de las empresas multinacionales de la alimentación; desde los cambios profundos del sistema de producción hasta el maquillaje encaminado a mantener el estado de cosas. No hay soluciones uniformes32.
Tampoco hay resultados unívocos. Se debate, ciertamente, sobre el grado de éxito de las concretas reformas agrarias, apreciándose un amplio sentimiento de frustración como explicación del auge de los planteamientos neoliberales33. No obstante, los fracasos no impiden constatar la necesidad de continuar las políticas de reordenación de la propiedad agraria34. Como autorizadamente se ha puesto de relieve, la lucha contra la pobreza es el principal objetivo de las pequeñas explotaciones promovidas en las reformas rurales, que por ello han de estimarse socialmente deseables, sin perjuicio de que su naturaleza y alcance dependa del grado de desigualdad existente en los diferentes países35. Esa es probablemente una esencial explicación de la permanencia y actualidad de las reformas agrarias en el ideario constitucional del Estado Social de Derecho.
2. LA TRAYECTORIA COLOMBIANA DESDE LA PROPIEDAD ARBITRARIA A LAS REFORMAS AGRARIAS INCUMPLIDAS
En la Colombia independiente, como sucedió generalmente en las repúblicas liberales, y particularmente en las criollas, no incidieron preocupaciones reformistas referidas al mundo agrario. En los textos constitucionales decimonónicos -el último aprobado en 1886- prevalecía la consideración individual del derecho de propiedad al establecerse el respeto a los derechos adquiridos con justo título, que eran objeto de estrictas garantías frente a posibles expropiaciones, únicamente admitidas por "graves motivos de utilidad pública"36. Con mayor claridad, en el Código Civil de 1887 la propiedad fue definida en términos que resultan impactantes, ya que, yendo más allá del goce absoluto predicado en el original modelo francés, en la versión colombiana se caracterizó como el derecho de gozar y disponer de una cosa corporal nada menos que "arbitrariamente"37.
Con arreglo a ese régimen jurídico básico, se consolidaron y ampliaron las desigualdades de la sociedad rural, que pasaron a ser endémicas en Colombia, con particular intensidad aun en el panorama comparado latinoamericano. La visión individualista del derecho de propiedad se impuso en las operaciones de desamortización y enajenación de baldíos, que favorecieron intensamente a la burguesía autóctona y a los inversores extranjeros. Los nuevos latifundios se unieron a los que provenían de la conquista, permitiendo la pervivencia de las relaciones de servidumbre personal con sus manifestaciones crueles y abusivas38.
El primer intento de hacer frente a la insostenible situación social del mundo rural tuvo lugar en el período de la República Liberal (1930-1946). Bajo el mandato del presidente López Pumarejo, dentro de la llamada "Revolución en marcha", se impulsó el acercamiento al modelo del Estado Social de Derecho39. Así, en la reforma constitucional de 1936, la propiedad privada garantizada se caracterizó ya como "una función social que implica obligaciones", previéndose la posibilidad de expropiaciones sin indemnización "por razones de equidad"40. En el mismo año se aprobó la Ley de Tierras 200/1936, que buscaba prioritariamente sanear los títulos posesorios sobre bienes baldíos de la nación y aun sobre los de propiedad privada, incentivando la prescripción adquisitiva de fundos de extensión pequeña o mediana con plazos de cinco años41.
Sobre el papel, una completa reforma agraria se situó en el período del Frente Nacional (1958-1974), particularmente en los turnos que correspondieron al Partido Liberal. Durante la presidencia de Lleras Camargo, pese a la férrea oposición conservadora, se aprobó la Ley sobre Reforma Social Agraria 135/1961, en la que se estableció un conjunto de objetivos sociales para el agro, se previeron estructuras organizativas de tipo participativo y se ordenaron medidas financieras que hubieran debido permitir la realización de las actuaciones. Se trataba de un sistema administrativo que fue aplicado a lo largo de más de treinta años con intensidades variables y diversos cambios en el arsenal de instrumentos disponibles, pues osciló entre el impulso del presidente Lleras Restrepo, que promovió la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), y el aparcamiento general de la misma reforma agraria durante el mandato del presidente Pastrana Borrero42. No obstante, con independencia de las omisiones y los defectos en su aplicación, la Ley 135/1961 estableció un amplio conjunto de elementos definidores de un nuevo derecho agrario.
La amplitud de los objetivos de la reforma agraria tenía un llamativo punto de partida en la Ley 135/1961, pues en el inicio del mismo texto legal se afirmaba la "necesidad de extender a sectores cada vez más numerosos de la población rural colombiana el ejercicio del derecho natural a la propiedad". Desde tan comprometido punto de partida, la enumeración de fines de la reforma agraria comprendía: 1°) eliminar y prevenir tanto la concentración de la propiedad de la tierra como su excesivo fraccionamiento, promoviendo las explotaciones objeto de cultivo directo y personal por su titular; 2°) fomentar la explotación de tierras incultas o deficientemente utilizadas; 3°) incrementar la producción y la productividad agrarias; 4°) mejorar el régimen aplicable a arrendatarios rústicos y aparceros, facilitando su acceso a la propiedad de la tierra; 5°) elevar el nivel de vida de la población campesina proporcionándole servicios de asistencia técnica, acceso al crédito, vivienda, mercado, salud, almacenamiento y fomento de cooperativas; y 6°) asegurar la adecuada conservación y utilización de los recursos naturales. Una notable relación de finalidades sociales, que hubiera podido abrir importantes vías de intervención pública a lo largo del dilatado período de vigencia de la norma43.
La Ley 135/1961 contenía variadas técnicas de intervención administrativa con fines de reforma agraria. Se estableció, así, el régimen de las tierras baldías de propiedad nacional, incluyendo mecanismos de puesta en cultivo, parcelación y reparto ("colonización"), especialmente mediante la formación de unidades agrícolas familiares44. En relación con los latifundios, una importante actuación hubiera debido orientarse a lograr el aprovechamiento racional de las tierras incultas en propiedades de superficie superior a 2000 hectáreas, incluidos mecanismos expropiatorios para la adquisición de tierras45. En la otra cara de la moneda, la atomización propietaria determinó la regulación de las concentraciones parcelarias46. Recibieron asimismo significativo impulso, en el plano normativo, las obras públicas, particularmente las hidráulicas y de vialidad, así como los servicios públicos de ayuda técnica, comercialización y otros conducentes a la mejora del medio rural47.
Tan variadas finalidades y actuaciones requerían de especiales medidas organizativas, que se concretaron, en la misma Ley 135/1961, en la creación del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora)48. Este establecimiento público era de carácter representativo y paritario, pues estaba regido por una junta directiva integrada por representantes gubernamentales, parlamentarios y sociales, composición que se mantuvo durante los más de cuarenta años de funcionamiento de la entidad49. El Consejo Social Agrario, que ejercía funciones consultivas, también tenía vocación representativa, aunque los académicos y profesionales del primigenio diseño liberal desaparecieron en la reforma conservadora de 1973, que estableció una composición paritaria entre representantes gubernamentales y económico-sociales50. Fueron destacadas las previsiones financieras contenidas en la Ley 135/1961 y sus sucesivas reformas, de manera que el Incora pudo disponer de recursos para adquisiciones, obras hidráulicas, parcelaciones o adjudicación de unidades agrícolas familiares, entre otras finalidades51.
Los instrumentos y medios puestos a disposición del poder ejecutivo eran, en consecuencia, importantes. Los resultados solo parcialmente pueden considerarse significativos a través de los programas de redistribución de tierras, la formalización de derechos posesorios o el reconocimiento de los derechos históricos de comunidades indígenas y afrodescendientes52. En verdad, los datos distan de ser espectaculares, pues abundaron las oportunidades no bien aprovechadas. Sin embargo, no puede dejar de constatarse al mismo tiempo que los mecanismos previstos experimentaron procesos de aplicación, permitiendo el inicio de la formación del régimen jurídico de la reforma agraria.
Un régimen jurídico que se estaba abriendo camino en el "terrible derecho" de propiedad establecido en la codificación civil53. En efecto, como se recordará, el Código Civil colombiano de 1887 continuaba proclamando la propiedad como un derecho que permitía gozar y disponer de las cosas "arbitrariamente", lo que parecía contrastar con la función social del mismo derecho impuesta en la reforma constitucional de 1936. Ese contraste fue hecho valer mucho tiempo después en una interesante demanda ante la Corte Suprema de Justicia que, sin embargo, fue rechazada, declarándose el precepto civil exequible por no ser contrario a la Constitución54.
El anterior problema puede considerarse superado, al menos en el plano de los conceptos, como consecuencia de los principios establecidos en la vigente Constitución colombiana de 1991. En coherencia con la esencial asunción del modelo del Estado Social de Derecho, la propiedad se define allí como "una función social que implica obligaciones" y a la que es inherente "una función ecológica"55. Definición que la Corte Constitucional ha considerado ya incompatible con la caracterización arbitraria del mismo derecho de propiedad en el Código Civil56. Por añadidura, la legitimidad constitucional de la reforma agraria queda consolidada al haberse establecido explícitamente el deber del Estado de promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, así como a los servicios públicos generales y a los propios del ámbito rural57.
Conviene destacar el importante significado jurídico que ha de darse al pleno reconocimiento del derecho de propiedad como una función social en el texto fundamental de 199158. No se trata simplemente de legitimar los límites externos al mismo derecho derivados de la confluencia de otros derechos o de los intereses públicos previstos en la legalidad. Tal era el planteamiento individualista que se plasmó en la codificación civil conforme al original modelo francés y que tan profundamente penetró en la práctica jurídica colombiana, como hemos visto en el caso resuelto por la Corte Suprema de Justicia en 1988. La misma propiedad es ahora función social, y así lo reconoció la Corte Constitucional en 1999, de manera que su contenido y alcance se vinculan directamente al cumplimiento de esa finalidad esencial.
En el derecho positivo, la función social se desarrolla a través de diversos regímenes jurídicos que establecen las características de los derechos de propiedad en los diferentes sectores, determinando los regímenes estatutarios básicos de la propiedad forestal, agraria y urbana. La funcionalización conforma las características de las propiedades privadas. Cabría incluso sostener que se permite y protege el derecho en aras de lograr la utilidad general que el mismo presta. No obstante, debe recordarse que la función social del derecho de propiedad ha de hacerse compatible con la utilidad privada reconocida a su titular, según se advierte en la exigencia constitucional del respeto al contenido esencial del derecho59.
En todo caso, las primeras medidas adoptadas en este ámbito, dentro del ilusionante marco constitucional promovido en la presidencia de Gaviria, consistieron en la adopción de un nuevo marco legal para la reforma agraria en la Ley 60/199460. Un régimen caracterizado por diferentes postulados operativos con respecto al anterior, ya que, conforme a las medidas de liberalización general de la economía, se pretendía apoyar a los campesinos de escasos recursos en "los procesos de adquisición de tierras promovidos por ellos mismos, a través de crédito y subsidio directo"61. Era, pues, una apuesta por el mercado de tierras, que se trataba de potenciar a través del flamante Sistema Nacional de Reforma Agraria, concebido como medio para coordinar la actuación de variadas autoridades62.
En la Ley 160/1994, la búsqueda de la vitalidad social para la realización de la reforma agraria se advertía también en los elementos representativos. Así se apreciaba en la composición de la junta directiva del Incora, que actualizaba y ampliaba la presencia de los intereses sociales63. En el mismo sentido se orientaba el nuevo Consejo Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural Campesino, con funciones consultivas64.
Desde el punto de vista de las exigencias constitucionales, en principio no cabe realizar ningún reproche a la orientación neoliberal de la Ley 160/1994. La reforma agraria puede establecerse mediante instrumentos coactivos de redistribución de la propiedad, pero también cabe que siga fórmulas de fomento del libre mercado. Las opciones ideológicas están abiertas, lo vinculante es el objetivo de reforma agraria, no los instrumentos para su logro.
No obstante, la opción por el mercado tampoco era absoluta en la Ley 160/1994, puesto que se facultaba al Incora para ejercer una suerte de tutela o supervisión administrativa en los procesos de negociación voluntaria entre campesinos y propietarios65. Los mismos títulos de propiedad constituidos con subsidios públicos eran condicionados durante un plazo de doce años al efectivo logro de la finalidad redistributiva de la propiedad de las tierras66. Además, seguían previéndose las adquisiciones públicas de tierras, incluso por expropiación forzosa67.
Por otra parte, la Ley 160/1994 introdujo la figura de las zonas de reserva campesina, que permitían establecer niveles y tipos de explotación adecuados a las características frágiles de las tierras de la frontera agrícola68. El sistema general de adjudicación de los baldíos nacionales dejó de favorecer las grandes ocupaciones al vincularse a la promoción de las unidades agrarias familiares69.
Posteriormente, la trayectoria general de las reformas agrarias colombianas nos sitúa ya en la presidencia de Uribe, que nos ofrece un intento finalmente fallido de establecer un régimen jurídico alternativo de la reforma agraria dominado por las técnicas del desarrollo rural. En una primera fase, el Incora fue sustituido por el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) y, en la Ley 812/2003, se ampliaron los objetivos de la reforma agraria para incentivar proyectos productivos, no necesariamente vinculados a los campesinos70. En una segunda etapa se trató de sustituir el entero sistema de 1994 con el Estatuto de Desarrollo Rural aprobado por Ley 1152/2007, operación que, sin embargo, quedó frustrada por la Corte Constitucional, que declaró inexequible el entero cuerpo legal al no haberse seguido el procedimiento de consulta previa a comunidades indígenas y afrocolombianas71.
El mismo Incoder tuvo una vida efímera, pues en el mandato del presidente Santos sería sustituido por la Agencia Nacional de Tierras y la Agencia de Desarrollo Rural, nuevos establecimientos públicos entre los que se distribuyeron las funciones de la reforma rural integral que estaba diseñándose en el proceso de paz72. Se aprobó también entonces el nuevo Plan Nacional de Desarrollo 2010-2014, cuyos contenidos liberalizadores sobre el problema fundamental del reparto y enajenación de baldíos fueron declarados inexequibles por la Corte Constitucional, al considerarlos regresivos con respecto a los derechos de acceso a la propiedad rural y demás reconocidos a los campesinos en la Constitución73. No obstante, las medidas de favorecimiento de la agroindustria habían de continuar con la figura de las Zidres74.
El recorrido por las diferentes regulaciones de la reforma agraria colombiana permite afirmar que los textos normativos sucesivamente aplicables no parecen especialmente problemáticos bajo puntos de vista conceptuales y sistemáticos. Se ha dispuesto de regímenes jurídicos plausibles con independencia de las orientaciones metodológicas: inicialmente de tipo intervencionista (1961), después vinculada al mercado (1994) y últimamente orientada al desarrollo rural (2003). Sin embargo, la trayectoria no puede considerarse exclusivamente como la evolución de un discurso lógico. El fracaso de los intentos de resolver los problemas que suscita la injusta distribución de la tierra es una constatación presente en los análisis de resultados, que generalmente determinan propuestas alternativas o de mejora de la intervención pública75. En todo caso, la principal causa de la falta de éxito de las reformas agrarias ensayadas en la experiencia colombiana se vincula al constante empleo de la violencia: para imponer las reformas, para impedirlas, para establecer dominios territoriales o para recuperar la soberanía estatal76. Por eso, como dije al principio de este trabajo, reforma agraria y paz son elementos indisolublemente vinculados.
3. NATURALEZA Y ALCANCE DEL PROGRAMA PACTADO PARA LA REFORMA RURAL INTEGRAL
El Acuerdo Final de Paz de 2016 se inicia con el punto rotulado "Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral", en el que se establecen unas amplias bases para la transformación estructural del agro. Con carácter previo, antes de entrar en contenidos, interesa aclarar el alcance de ese pacto: ¿es una declaración de intenciones, un acuerdo vinculante, una norma jurídica, quizá de valor constitucional, o se trata de un tratado internacional? En definitiva, hemos de plantearnos cuál sea la naturaleza jurídica del Acuerdo de Paz, esto es, qué efectos derivan del mismo. Cuestión que no solo afecta a la reforma rural integral, sino a todos lo contenidos del Acuerdo, aunque pudiera manifestarse con distinta intensidad en función tanto de lo específicamente pactado en cada uno de los puntos como del proceso seguido y de los resultados obtenidos en el posterior proceso de aplicación.
El problema planteado cuenta con una respuesta que podemos calificar de institucional, ya que es patrocinada por las altas instancias jurisdiccionales colombianas. No es una posición cerrada, sino evolutiva, al haber tenido que generarse en un breve espacio temporal, al hilo de las adaptaciones que imponían los sucesivos acontecimientos políticos.
La primera ocasión de atender al problema se le planteó a la Corte Constitucional al examinar el proyecto de la Ley estatutaria reguladora del plebiscito sobre el Acuerdo de Paz77. En la Sentencia C-379/2016, frente a la pretensión del proyecto examinado de dar carácter normativo a la eventual aprobación popular, se sostuvo la doctrina de que los efectos del refrendo plebiscitario "tienen un carácter exclusivamente político", precisando que el resultado de la votación había de entenderse como "un mandato de implementación del Acuerdo Final dirigido al Presidente de la República", caracterización de la que se sigue "que el resultado del plebiscito no tenga un efecto normativo, esto es, de adición o modificación de norma jurídica alguna, entre ellas la Constitución"78.En el mismo texto, la Corte Constitucional, previsoramente quizá a la vista de los acontecimientos posteriores, prolongó su argumentación planteando, en una suerte de obiter dicta, la cuestión de los efectos que habían de darse a la no aprobación del plebiscito79. La consecuencia sería nada menos que "la imposibilidad jurídica de implementar el Acuerdo Final", según afirmaba el tribunal, aunque enseguida matizaba que "una potencial desaprobación del Acuerdo Final tiene incidencia únicamente respecto de la implementación de esa política pública", pues las competencias de los diferentes órganos del Estado se mantendrían "incólumes". En consecuencia, el presidente podría ejercer su genérica facultad de mantener el orden público (art. 189.4 de la Constitución) "incluso a través de la negociación con grupos armados ilegales, tendiente a lograr otros acuerdos de paz"80.
La siguiente oportunidad de intervenir en esta materia se presentó a la Corte Constitucional en los sucesivos pronunciamientos relativos al Acto Legislativo 1/2016, donde se preveía la introducción en la Constitución de instrumentos jurídicos de vigencia temporalmente limitada para ejecutar el Acuerdo Final una vez que hubiera obtenido el refrendo popular: tales eran el procedimiento legislativo especial para la paz o las facultades presidenciales de expedir decretos con fuerza de ley. En la Sentencia C-699/2016 se declaró exequible esa regulación, pero sin dar fuerza normativa al Acuerdo de Paz, limitándose la Corte Constitucional a confirmar la observancia de los límites aplicables al concreto Acto Legislativo 1/2016 sometido a control constitucional y dejando a salvo la observancia de las reglas de producción normativa para la efectiva modificación del ordenamiento jurídico81. Coherentemente, en la Sentencia C-332/2017 se precisó que esa doctrina había de conducir a declarar inexequibles los contenidos del mismo Acto Legislativo que limitaban la capacidad legislativa plena del Congreso82.
En definitiva, en la jurisprudencia constitucional referida a las grandes decisiones político-jurídicas anteriores al plebiscito encontramos atribuido un valor exclusivamente político al Acuerdo de Paz. La más directa utilidad derivada del mismo consistía en legitimar al presidente de la República para ejercer la iniciativa de aprobación de las normas que estimara precisas de cara a ejecutar tal Acuerdo, pero sin que ni del mismo ni de su eventual ratificación parlamentaria pudiera deducirse ningún cambio en el ordenamiento jurídico. Adicionalmente, las potestades constitucionales de mantenimiento del orden público facultaban también la acción política del presidente tendente a suscribir "otros" acuerdos de paz.
Según nos consta, esto último fue lo acaecido, de manera que, tras el resultado negativo del plebiscito, el presidente de la República siguió un proceso de negociación política con las fuerzas de la oposición y terminó firmando el nuevo Acuerdo Final de Paz con las FARC-EP83. En esas semanas de frenética actividad institucional, que incluyeron un decidido apoyo internacional al proceso y a los resultados de La Habana, el Consejo de Estado, a requerimiento gubernamental, hubo de pronunciarse sobre la posibilidad de que el Congreso refrendara el mismo Acuerdo de Paz. Así, en el Concepto 2323/2016, el órgano consultivo, asumiendo y aplicando los planteamientos hechos valer previamente por la Corte Constitucional, manifestó su criterio favorable a la refrendación del Acuerdo de Paz por el Congreso en aplicación de las genéricas competencias parlamentarias de control político y sin que ello implicara ningún efecto normativo84.
En esta rápida sucesión de acontecimientos jurídicos y políticos, acompañados siempre de amplios debates en la opinión pública, terminó afrontándose la cuestión, ya no hipotética ni dependiente de refrendo plebiscitario, del valor que había de darse al segundo y definitivo Acuerdo de Paz firmado el 24 de noviembre de 2016. Así, por Acto Legislativo 2/2017 se incorporó a la Constitución colombiana un nuevo artículo transitorio con dos previsiones: de una parte, la obligatoriedad general del texto pactado, definida como la obligación de los órganos y autoridades del Estado de "cumplir de buena fe" con "lo establecido en el Acuerdo Final"; de otra parte, adicionalmente, la especial vinculación a ciertos contenidos del mismo Acuerdo, aquellos correspondientes a "normas de Derecho internacional humanitario o derechos fundamentales definidos en la Constitución", a los que se atribuye el valor de "parámetros de interpretación y referente de desarrollo y validez"85.
La reforma rural integral del Acuerdo Final, que es nuestro objeto de atención, parece que ha de ser incluida en el cuadro de los efectos más generales establecidos en el nuevo artículo transitorio de la Constitución, esto es, los consistentes en cumplir de buena fe el texto pactado. Así lo ha aceptado la Corte Constitucional en la sentencia C-630/2017, que parece marcar, si no una nueva postura en la materia, sí una corrección o una matización significativa, ya que ahora el Acuerdo de Paz se presenta como definitorio de "una gran política pública" a la que el Estado debe dar cumplimiento "en el marco de la discrecionalidad y la autonomía de los poderes públicos". Por fin, la paz constitucional aparece como elemento esencial del debate jurídico, elemento "preponderante", afirma la Corte, en la posible tensión con otros pilares constitucionales86. En todo caso, se ha producido una cierta incorporación a la Constitución del Acuerdo de Paz, cuya ejecución de buena fe por todos los actores políticos e institucionales se impone87. Lo que parece dudoso es que la reforma rural integral prevista en dicho Acuerdo pudiera generar ni derechos ni obligaciones exigibles judicialmente88.
Conforme a esta orientación, el acuerdo agrario de la paz es una declaración de valor predominantemente político, un texto de gran trascendencia para la ciudadanía, que continúa y detalla el originario compromiso constitucional con la reforma agraria. Al propio tiempo, el acuerdo obliga a un comportamiento institucional de cumplimiento de sus contenidos, tal y como se ha previsto en la reforma constitucional de 2017. No obstante, quizá convendría relajar tanto la polémica suscitada sobre esta última cuestión como el alcance de la misma, al menos en la concreta perspectiva de las previsiones sobre la reforma rural integral. En realidad, el otorgamiento de una naturaleza normativa a todas y cada una de las palabras recogidas en el Acuerdo de Paz probablemente carecería de sentido; insisto, en especial si nos referimos a la cuestión agraria. Lo pactado sobre ella se parece más a una memoria explicativa de un programa de actuaciones que a una verdadera norma jurídica, tanto por su composición como por su presentación y aun por su mismo contenido. No encontramos un texto articulado en preceptos que regulen una materia, sino, más bien, un discurso lógico que identifica las necesidades, justificando las distintas líneas de actuación. Es un programa razonado de las reformas que se consideran precisas en el ámbito rural.
En consecuencia, el efecto obligatorio del Acuerdo Final de Paz, en lo atinente a la reforma rural integral, cabría referirlo a esa programación del conjunto de normas que han de ser aprobadas y llevadas a la práctica por el Estado colombiano. El firmante del mismo, que institucionalmente es el presidente de la República y no el concreto titular del cargo, se compromete, en un texto formal que cuenta con el refrendo del Congreso, a aprobar o promover el nuevo régimen jurídico-agrario conforme a las características generales pactadas. Posteriormente, la obligación del mismo Congreso de cumplir de buena fe lo pactado ha accedido incluso a la Constitución, con una reforma que se ha declarado exequible por la Corte Constitucional. No puede negarse el alto valor político de esos pactos, máxime cuando se comprueba que, en la concreta materia rural, el texto del Acuerdo de Paz apenas experimentó correcciones entre las versiones anterior y posterior al fracasado intento de conseguir su refrendación plebiscitaria89.
En definitiva, parece concurrir un esencial consenso político sobre la necesidad de una reforma rural integral de determinadas características. En el diseño incorporado al Acuerdo Final de Paz cabe identificar tres grandes pilares que sostienen la arquitectura de dicha reforma: 1°) la democratización sostenible de la propiedad fundiaria, que se persigue con variados instrumentos como el Fondo de Tierras de distribución gratuita, la formalización masiva de la pequeña y mediana propiedad rural, la nueva jurisdicción agraria, el catastro multipropósito o el cierre de la frontera agrícola; 2°) la transformación territorial de las comunidades a través de los planes de desarrollo con enfoque territorial, que pretenden comprometer a las organizaciones étnicas y campesinas en la búsqueda de los elementos del propio bienestar; y 3°) finalmente, el compromiso contra la pobreza campesina a través de la aprobación de planes nacionales orientados a cerrar la brecha entre el campo y la ciudad en áreas variadas, que abarcan desde las infraestructuras de vialidad, riego y electrificación hasta el desarrollo social en salud, educación, vivienda y erradicación de la pobreza, todo ello junto a un amplio sistema de estímulos a la producción agropecuaria y a la economía solidaria y cooperativa.
La acogida doctrinal dispensada a este programa de actuaciones de la nueva política agraria establecido en el Acuerdo Final de Paz cuenta con visiones que cabe considerar favorables al diseño general de la reforma rural integral90. El compromiso alcanzado entre el Gobierno y las FARC, y
después refrendado por el Congreso, ha determinado, por tanto, un elevado grado de consenso en la formalización de los objetivos políticos por alcanzar, lo que implica el definitivo asentamiento como esencial cuestión de Estado de la política de reforma rural integral91.
Cabe concluir nuestro discurso sosteniendo que los ideales de justicia y solidaridad con el mundo rural, propios del Estado Social de Derecho y desconocidos en la historia colombiana, tras reflejarse en los compromisos constitucionales de 1936 y 1991, parecen haber encontrado una adecuada prolongación en el sistema jurídico de la reforma rural integral prevista en los Acuerdos de Paz. Un sistema que, entre los diversos modelos comparados y las experiencias proporcionadas por la propia trayectoria nacional, opta por una línea de trabajo múltiple. Así, como hemos visto, no se establece una fórmula única, ni siquiera predominante, de actuación, lo que casa bien con la complejidad de las necesidades implicadas. Conforme a los tres pilares identificados, hay cuestiones propietarias por resolver, pero también un desarrollo que ha de promoverse por las colectividades afectadas, enfrentándonos, en último extremo, a un problema de integración nacional. Las instituciones del Estado Social de Derecho, con sus amplias garantías y prestaciones en materia de justicia, seguridad, sanidad, educación, trabajo, transporte, vivienda y otros aspectos, han de extenderse plena y efectivamente a la Colombia rural. Receta que puede parecer sencilla, e incluso simplista, pero que es necesario afirmar, insistiré una vez más, como la gran cuestión de Estado pendiente en la Colombia constitucional.