1. Introducción
Los siglos XVII y XVIII fueron importantes en la consolidación de las festividades y ceremonias religiosas y laicas de la época colonial, que se repetían año tras año para dibujar, en el paisaje limeño, peculiaridades visuales, auditivas, olfativas y sensitivas que particularizaron a la capital del virreinato del Perú. Este estudio busca demostrar que la representación solemne de rituales políticos y religiosos, así como de las festividades lúdicas en la Plaza Mayor de la Lima colonial, era una estrategia necesaria para proyectar el honor de ser capital del virreinato del Perú, centro indiano del poder español. Algunas de estas fiestas han sido más estudiadas que otras, como las barrocas1.
Entre estas celebraciones, destacaban las procesiones religiosas y recibimiento de virreyes2. Sin embargo, ya en el siglo XVII, las autoridades empezaron a poner freno a las manifestaciones luctuosas fúnebres que eran consideradas exageradas3. Lima colonial celebraba en la Plaza Mayor actos conmemorativos, fiestas religiosas o laicas de importancia, el nacimiento de un infante, el matrimonio de un príncipe heredero, la coronación del rey, el recibimiento del virrey, de los embajadores, arzobispos, la llegada del sello real, el día del santo del virrey de turno (como San Andrés o San Francisco) y procesiones religiosas por la calles de la ciudad. Al respecto, García-Abásolo señala: «Es interesante constatar el hecho de que la ciudad gastara a veces más en fiestas que en obras públicas municipales permanentes, sobre todo, cuando se mostraba públicamente la lealtad al poder como el nacimiento de un príncipe o los funerales de reyes y reinas»4. De esta manera, cabe preguntarse por qué el cabildo gastaba tanto en estas actividades lúdicas que en las obras públicas a tal grado de endeudarse. La respuesta sería que Lima era la sede de uno de los virreinatos más importantes de la monarquía hispánica y debía de representarla con todo honor ante sus súbditos y ante el mundo.
En este sentido, los estudios de fiestas coloniales están centrados, principalmente, en los años finales de siglo XVIII, quizá porque existe más información documental o por ser más accesible paleográficamente5. Este trabajo de investigación se ha realizado utilizando información documental del Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima, Perú (AHLM). La metodología utilizada pasó por un proceso de búsqueda heurística en el repositorio mencionado donde se consultó la documentación primaria, resguardada principalmente en los libros de cabildos y libros cedularios y provisiones reales de los siglos estudiados. Estas fuentes documentales recopiladas fueron ordenadas, procesadas, comparadas, contrastando la información primaria y secundaria que se correlacionó e interpretó hermenéuticamente.
El advenimiento del siglo XVII trajo consigo una nueva festividad que tuvo aceptación popular: la fiesta a la Limpia y Pura Concepción de la Madre de Dios. Esta advocación nueva había empezado en Sevilla, en 1613, pero rápidamente Lima y Cartagena de Indias la habían adoptado6. Así entonces, en 1618, el cabildo limeño gastó mil pesos por concepto de dicha celebración. Los vecinos pusieron luminarias en sus techos y ventanas, 'candeladas' (fogatas u hogueras en las puertas). En vísperas se hicieron danzas y por la plaza desfiló la 'tarasca' (criaturas mitológicas y monstruosas) y los gigantes. Para ello, se limpió la Plaza Mayor y se adornaron las calles y plazas con muchos arcos, adornos colgantes de la misma manera que se hacía para el día del Corpus Christi. Además, hubo concurso de baile de indios, cofradías de negros, toros cañas, etc7. Los fieles ejecutores hacían limpiar las calles por donde habían de pasar las procesiones del Jueves Santo y Viernes Santo. El trabajo consistía en barrer, regar y quitar los muladares y demás estorbos que en ellas hubiera, así como arreglar las acequias y establecer multas para los infractores. Asimismo, una limpieza general era realizada en la ciudad para recibir a los nuevos virreyes. Por ejemplo, el 15 de mayo de 1615, el cabildo ordenó la limpieza y ornato de las calles por la llegada del virrey Príncipe de Esquilache, y una comisión de regidores, formada para el caso, recibió el encargo de empedrar algunas calles y construir un arco alegórico por el que hiciese su entrada el nuevo virrey.
2. Recibimiento de virreyes
Los virreyes representantes del rey en las Indias eran recibidos con grandes boatos y los gastos eran asumidos por el cabildo. Infraestructuras temporales y arcos triunfales eran construidos no solo para los recibimientos de virreyes, sino, también, para conmemorar los nacimientos reales, matrimonios y coronaciones, así como victorias de batalles europeas8. Acto seguido, una procesión de autoridades, cada una en el sitio que, según protocolo, le correspondiera, acompañaba al nuevo virrey9.
Fiestas de varios días, con corridas de toros incluidas para el divertimento del público, eran programadas con refrescos y dulces repartidos entre las autoridades. En los libros de actas capitulares de la municipalidad limeña, constan los recibimientos a las autoridades, algunos más descritos que otros.
El gasto permitido para el recibimiento del virrey en la ciudad de los Reyes era de doce mil pesos a comienzos del siglo XVII10. El dinero provenía del fondo monetario del cabildo, gastando en fiestas y regocijos que costaban una alta suma de dinero que incrementaba las deudas. Ante los crecidos gastos, en 1617, una cédula del rey, desde la Metrópoli, ordenó no recibir con palios a los virreyes11. Sin embargo, las autoridades indianas trasgredieron esta orden, y recibieron con doseles no solo en las ciudades de Lima y México, sino en otros distritos por donde los virreyes pasaban. Entre las consecuencias de estos recibimientos, se pueden señalar los altos gastos en aquellas ciudades, donde los regidores y demás oficiales de los consejos vestían con ropas costosas, pues llevaban las varas del palio que cubría al virrey. Otra vez, el 28 de diciembre de 1619, el Consejo Real de las Indias determinó no permitir semejantes excesos, al reiterar la prohibición de recibir a los virreyes con colgadura en ninguna parte de Lima ni fuera de él, en el que además incluyó anular los recibimientos por los caminos hacia la capital del virreinato peruano12. Esta orden como otras era acatada, pero no cumplida.
A mediados del siglo XVII, una cédula real hacía recordar a las autoridades que los gastos de recibimiento de los virreyes no podían exceder de los doce mil pesos13. Y, fácilmente, sobrepasaban esa cantidad, por lo que una cédula real fue permitida en casos puntuales para que fueran agregados algunos pesos más14. Después del acto protocolar de recibimiento, eran ofrecidos a las autoridades refrigerios, llamados 'colaciones', en los que brillaba la aloja enfriada en nieve; además, solían haber corridas de toros: el espectáculo más esperado por los vecinos. Por ejemplo, en 1655, el cabildo asumió los gastos de la compra de veinticuatro toros, utilizados en la fiesta de bienvenida del virrey conde de Alba de Aliste.
3. Un ejemplo: el recibimiento del virrey Montesclaros en la Ciudad de los Reyes
El siguiente ejemplo es una muestra de un recibimiento protocolar a un virrey. El martes 11 de diciembre de 1607, el virrey Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, arribó en el galeón 'Jesús y María' a Callao. Al día siguiente, desembarcó permaneciendo en el mencionado puerto por casi una semana, específicamente hasta el siguiente martes, para dirigirse a la casa de Juan de Avalos que estaba camino a la ciudad. El jueves 20 de diciembre por la mañana, se pregonó el recibimiento al virrey en la plaza de la Ciudad de los Reyes. Ese día por la tarde, entró la señora marquesa, a quien los alcaldes ordinarios, regidores, caballeros y gente principal de la ciudad recibieron, acompañaron y dejaron en la casa real. Las autoridades le dieron un caballo blanco con sillón chapeado de plata y bordado con su telliz o caparazón de terciopelo negro. Al día siguiente, en la tarde del viernes 21 de diciembre, día de San Tomás Apóstol, el virrey entró en la ciudad y las autoridades lo recibieron y acompañaron.
Más adelante, salió de la chacra de don Juan de Avalos en una carroza hasta un tambillo donde subió a un caballo blanco, siendo escoltado por una compañía de gentileshombres lanceros arcabuces de la guardia del reino. El primero en acercarse fue el capitán don Lorenzo de Zarate con su compañía de arcabuces y, habiéndose detenido ante el virrey, le hicieron el acatamiento respectivo, luego dieron vuelta a la ciudad para ponerse en su delantera. Después, llegó el capitán don Lope de Ulloa con la compañía de los gentiles hombres lanceros, quienes hicieron el mismo acatamiento al virrey y se colocaron a la retaguardia. Más tarde, el virrey encontró el puesto donde estaría en escuadrón el capitán don Juan de Vargas con la compañía de infantería española de la ciudad. Además, estaba el batallón de soldados y, en medio de dos compañías, el capitán teniente de la guarda del virrey con sus soldados vestidos de librea. Los soldados españoles salieron de sus puestos y pasaron en orden cerca del virrey con una gran faena de arcabucería, después marcharon a la ciudad seguidos por los soldados indios.
Muchos caballeros y soldados de la guarda recibieron al virrey antes de llegar a la ciudad y todos se unieron al cortejo de entrada. Las autoridades capitulares, universitarias y el colegio real estaban en la Plaza Mayor; juntos, debajo de los portales del cabildo, salieron a recibir al virrey acompañando a los señores de la Real Audiencia. La procesión partió de la Plaza Mayor en forma ordenada: primero, iban los representantes de la Real Universidad con sus bedeles, seguidos de los porteros de la ciudad con sus mazas y, luego, los alcaldes y regidores. Las autoridades de la Real Audiencia y todo su acompañamiento llegaron al arco y la pasaron, pero los regidores quedaron en el sitio designado del arco.
Parte de la comitiva que salió de la Plaza Mayor alcanzó al virrey a la entrada de la ciudad y juntos, acompañando al virrey, volvieron a entrar de forma ordenada: la compañía de los soldados indios, el capitán don Juan de Vargas Venegas con su compañía de soldados españoles, el capitán don Lorenzo de Zárate con el batallón de los gentiles hombres arcabuces, el colegio real, la clerecía y el deán, algunas autoridades eclesiásticas, toda la caballería de la ciudad y la universidad con sus bedeles.
Habiendo pasado todo el acompañamiento, cerraron las puertas del arco de entrada. Los presidentes oidores y alcaldes de corte llegaron al arco donde se apearon de sus caballos y lo propio hizo el virrey, quien subió al lugar que le estaba dedicado para la solemnidad del juramento. El cabildo envió al tesorero don Juan Manuel de Anaya, el más antiguo del cabildo, y a Alonso de Carrión, para recibir al virrey y llevar a cabo el juramento, quedando todo el cabildo dentro de la ciudad. Después de subir el teatro, se hincaron de rodillas junto a un bufete en el que estaba un misal y crucifico, y recibieron al virrey que también se arrodilló y juró, poniendo las manos sobre dichos elementos religiosos, que guardaría todas las «franquezas libertades preminencias y mercedes que su majestad le ha hecho a la ciudad de los Reyes y sus virreyes en su nombre y las que de nuevo le hicieren y otorgaren»15. Los representantes del cabildo, el tesorero y el secretario dijeron que «si así vuestra excelencia lo hiciere, Dios Nuestro Señor le ayude». De esta manera, la ceremonia acabó, las puertas del arco fueron abiertas y tras él aguardaban los alcaldes y regidores con un palio de tela rica para recibir debajo de él al virrey, cuyas varas tenían los dichos regidores.
El virrey bajó del podio y el mayordomo de la ciudad, Gabriel Gutiérrez de la Cruz, ofreció al virrey un caballo pardo, ensillado, bien adornado, de parte del cabildo, en el que subió, y lo propio hicieron en sus caballos los oidores de la Real Audiencia y alcaldes de corte, quienes entraron en la ciudad. Los porteros del cabildo tenían las mazas de la ciudad al brazo. Además, el estoque, la lanza y el yelmo del virrey fueron ingresados a la ciudad.
El virrey se desplazó en la ciudad debajo del palio, llevando de diestra los caballos en que iban los alcaldes ordinarios; delante se encontraba el capitán teniente con los soldados y, en dos hileras, la compañía de las lanzas y arcabuces de la guarda del reino. Esta procesión entró a la ciudad hasta la esquina de la calle de los Mercaderes y dio vuelta pasando la casa del capitán Martín de Ampuero, desde donde dieron vuelta a la catedral y el virrey se apeó y entró, recibiéndole en la puerta el deán y cabildo, y toda la clerecía. Permaneció un rato en la iglesia mayor de la capital, luego salió y subió en su caballo; debajo del palio y con el acompañamiento, volvió a la plaza y pasó por ella, dirigiéndose a las casas reales con la compañía de soldados infantes en dos hileras, en la mencionada plaza que le hicieron gran saludo, y recibieron la de los indios en una de las esquinas de ella. Así terminó la ceremonia16.
4. Otros recibimientos de virreyes
La entrada de un virrey a la capital del virreinato del Perú implicaba que cada autoridad cumpliese a cabalidad el rol que, según protocolo jerárquico, le correspondiese. Una representación del orden social castellano. El rey juraba ante la Biblia, la imagen de Cristo, el representante más antiguo del cabildo limeño, las autoridades y el pueblo, en un escenario lleno de simbolismos. Después, recorría en caballo bajo palio la Plaza Mayor en compañía de las autoridades civiles, militares y religiosas. Todos estos recibimientos están descritos en los libros cabildos de Lima, algunos más detallados que otros. Por ejemplo, en la ciudad de los Reyes, el 15 de agosto de 1689, fue recibido el virrey conde de la Monclova ante el cabildo, tribunales, colegios y Real Audiencia en la calle de la iglesia del Espíritu Santo donde se hizo arco temporal. El alguacil mayor de la ciudad el capitán Joseph Merino de Heredia y el escribano de cabildo estaban en el mencionado arco, ante quienes tomó juramento al virrey: «Por Dios Nuestro Señor y Santa María, su madre, y por los santos cuatro evangelios y lo hizo puesta la mano sobre un misal que para el efecto estaba prevenido y prometió guardar todos los fueros de esta ciudad ordenanzas, leyes, provisiones, cedulas de su majestad»17.
Al terminar el juramento, se abrieron las puertas del arco y el virrey entró en la ciudad, recibiéndolo el pueblo como gobernador y capitán general de los reinos del Perú. El virrey cabalgó bajo un palio cuyas varas llevaban los regidores de la ciudad y, con el mencionado acompañamiento, cabalgaron por las calles que siempre recorrían en los recibimientos de estas altas autoridades: por la iglesia de Santo Domingo, la calle del correo mayor, dirigiéndose a la Plaza Mayor, volviendo a la calle de los Mercaderes, de vuelta a la iglesia catedral y de allí al palacio.
Los recibimientos de virreyes no eran exclusividad de Lima, el del virrey Diego Morcillo Rubio de Auñón fue en Potosí en 1718, acontecimiento pintado por Melchor Pérez de Holguín. Este recibimiento fue uno de las más famosos que quedan en la memoria, en la que utilizaron dos arcos, cuadros alegóricos y colgaduras, tablados a modo de balcones, convirtiendo el espacio de aquella villa en escenarios alegóricos memorables18. Las autoridades potosinas gastaron cien mil pesos de oro en aquel recibimiento19.
Los embajadores precedían la llegada de los virreyes a la capital, al que también recibían con similar boato. A comienzos de junio de 1745, el embajador del virrey Joseph Manso de Velasco llegó a Lima, anunciando su pronta llegada a la ciudad. La obligación del cabildo era organizar su recibimiento y costear los gastos, para lo cual contaban con doce mil pesos que, por cédulas repetidas del rey, debían gastar para el acontecimiento. El cabildo debía nombrar comisarios para el gasto de los dulces y helados a servirse durante las corridas, además, para las corridas de toros, dos dedicados al embajador y los tres restantes al virrey. El cabildo nombró a Ventura Jiménez Lobatón para que recibiese al virrey en el puerto del Callao, pues no había hecho su entrada por la villa de Chancay como sus antecesores. Por tanto, nombraron al alcalde ordinario Bernardo de la Fuente, al alguacil mayor Dr. Martín de Itubaria y a don Francisco Agüero de los Santos para que fuesen al puerto del Callao con el mencionado Ventura. Los capitulares nombraron por comisario de toros a Joaquín de los Santos y Agüero, a quien dieron cuatro mil pesos que debía distribuir en los gastos acostumbrados, ayuda de costa, toros, toreadores de a pie con sus libreas, vaqueros, pastos y todo lo demás que se ofreciere y condujere a ese fin. Y, asimismo, los comisarios de los dulces y helados recibieron una cantidad del mayordomo de los propios y rentas de esa ciudad. Los gastos serían parecidos a los realizados con el recibimiento del marqués de Villagarcía en 1736. El mayordomo de los propios y rentas Manuel de Arandía debía hacer las diligencias necesarias a fin de buscar la cantidad de diecisiete mil ochocientos pesos en las arcas del cabildo, para cumplir con el recibimiento20. Estos recibimientos eran financiados por fondos del cabildo y por algunos particulares, como los gremios.
5. Fiestas de coronación de reyes y nacimientos de príncipes
Toda la monarquía hispánica celebraba la coronación de reyes y nacimientos de príncipes21. La imagen del rey y del príncipe heredero siempre fue fundamental como presencia simbólica de poder en la sociedad indiana. Coronaciones y nacimientos eran plenamente vividos, sobre todo, en las capitales de los virreinatos que eran engalanados y toda la población, según su jerarquía y estamento, participaba. El nacimiento del príncipe heredero, Felipe Próspero, el 27 de noviembre de 1657, fue celebrado por todo el Imperio Hispánico22. Una espera que tomó diecisiete años, pero al poco tiempo falleció. En Lima, el 17 de octubre de 1662, los alcaldes propusieron agasajar al embajador que trajo la noticia del nacimiento de un nuevo príncipe, el futuro Carlos II, con refrescos y divertimento. Noticia celebrada a pesar del reciente fallecimiento del infante Felipe Prospero, hijo del rey Felipe IV. Esta celebración fue costosa y el virrey exigió que los gremios a través del cabildo cooperaran con donativos en esta fiesta de conmemoración real23. Solamente, en la aloja enfriada en hielo, el cabildo limeño gastó ochenta pesos24.
En el siglo XVIII, con la dinastía borbónica en el poder, no disminuyeron los gastos para las celebraciones de los nacimientos reales. El 9 de mayo de 1708, el cabildo hizo una consulta al virrey Manuel de Sentmenat-Oms de Santa Pau y de Lanuza, marqués de Castelldosríus, para que permitiese el préstamo de la sisa de cuatro mil pesos para las fiestas de toros por el nacimiento del príncipe, Luis I. Al cabo de un mes, el virrey ordenó por decreto el desembolso de aquel dinero para esa festividad. Asimismo, el cabildo mandó que el mayordomo de la ciudad Ramón de Mena entregara novecientos cincuenta pesos para la adquisición de los dulces, destinados a los dos días de toros en la Plaza Mayor, animales adquiridos en subasta pública, publicitado a través de pregones25.
Los gastos de asunción de un nuevo rey eran aún mayores. Con algún tiempo de retraso, por fin en 1760, llegaron las noticias de la muerte de Luis Fernando I y la jura del rey Carlos III26. Acto seguido, los capitulares nombraron dos comisarios para la jura simbólica (el alcalde ordinario marqués de Rocafuerte y el regidor perpetuo Francisco Hurtado de Mendoza), un comisario para los toros (el alcalde marqués de salinas), un comisario de dulces y bebidas (mayordomo del cabildo ) y dos comisarios de arcos y tablados para las corridas de toros en la Plaza Mayor (marqués de Rocafuerte y don Francisco de Mendoza). En cuanto al convite para la jura protocolar al nuevo rey dependía de la voluntad del virrey27. Algunos días después, comisarios de la celebración fueron removidos de sus cargos para dinamizar la organización28. Finalmente, el 16 de junio de 1760 fue celebrado el ascenso al trono del rey Carlos III, con tres días de corridas de toros. En total, la fiesta costó catorce mil quinientos pesos29.
El 16 de octubre de 1766, debido al matrimonio de Carlos, príncipe de Asturias, y María Luisa de Parma, celebrada en 1765, el cabildo había pedido un informe sobre las festividades celebradas en Lima por los casamientos de los príncipes; sin embargo, no encontraron precedentes de tales fiestas en los archivos del cabildo. El cabildo organizó «las demostraciones de júbilo y regocijo que diesen crédito de la fidelidad al rey, con noches de fuego y otras de iluminación en la Plaza Mayor, acompañada con música en la galería, uniéndose para cada noche alguno de los gremios»30.
6. Fiestas barrocas en Lima por reconocimientos reales a virreyes
La concesión de títulos nobiliarios a virreyes durante su gestión era festejada públicamente en la capital del virreinato. Esta celebración era un homenaje de la ciudad al virrey que portaba tal honor. El 6 de febrero de 1749, el cabildo limeño decidió celebrar con una fiesta pública la merced del rey Fernando VI al virrey del Perú de un título nobiliario31. El presidente y oidores de la Real Audiencia, a través del escribano de cámara y del relator, informaron que el rey había hecho merced de título de Castilla con la denominación de conde de Superunda al virrey Joseph Manso de Velasco. Un título que recibió como reconocimiento de la labor desempeñada en la reconstrucción de la ciudad de Lima y su puerto de la gran destrucción acaecida por el terremoto de 1746. El cabildo debía realizar una demostración de júbilo por tal acontecimiento. Ante la proximidad de la cuaresma, el cabildo resolvió que, en las tres noches de carnestolendas, se dispusieran unas serenatas y conciertos de música, sirviéndose los refrescos y bebidas acostumbrados, destinándose para teatro de esta función el corredor de las salas de audiencia. El cabildo nombró a dos regidores como comisarios para organizar tal actividad y les dieron facultades para gastar en todo lo necesario para el mayor lustre y decoro de la fiesta. En total, los gastos de los obsequios de la ciudad por el título de Castilla otorgado al virrey Velasco fueron cuatro mil trescientos pesos y cuatro reales32.
Asimismo, el 7 de junio de 1773, se registraron fiesta y júbilos pagados por diversas personas particulares de la ciudad en demostración del afecto al virrey, Manuel de Amat y Junyent, por su ingreso a la orden de San Jenaro que fue concedido por el rey Carlos III. Además, el cabildo había contribuido con dos mil pesos, cuya oferta no había querido el virrey admitir en consideración con los atrasos en que se hallaban los propios y las rentas33. Sin embargo, en la sesión capitular del 17 de noviembre de aquel año, el cabildo reconoció haber gastado quinientos treinta y seis pesos en refrescos y dulces obsequiados al virrey.
7. Procesiones por terremotos y pestes
Lima está ubicada en una zona de choque de placas tectónicas dentro del 'Cinturón de Fuego del Pacifico' y, periódicamente, está expuesta a movimientos telúricos de diversa intensidad34. En la Época Colonial, una de las maneras que recurrían las autoridades para aminorar sus miedos ante terremotos y pestes era a través de las procesiones de santos a la catedral donde celebraban misas. Estas procesiones destacaban en el paisaje limeño. Después de una calamidad natural o durante una peste, el cabildo sugería al arzobispo hacer plegarias para que cesaran los estragos, pues, según la mentalidad de la época, una vez que se pusieran en orden los asuntos con la divinidad, el cabildo actuaría en la reconstrucción. Esta mentalidad estaba bastante arraigada en el Antiguo Régimen, a tal punto de que no se dejaban entrar pacientes a hospitales si antes no se les comulgaba y expiaban sus pecados, pues el reconocimiento de los mismos formaba parte del proceso de curación de enfermedades35.
Las procesiones para expiar culpas fueron muy importantes desde el inicio del virreinato. Por ejemplo, una procesión anual religiosa a la festividad de la visitación de Nuestra Santa Isabel, abogada de los temblores, era financiaba por el cabildo, como consta desde las primeras actas capitulares de cada año36. Asimismo, en 1640, una peste estaba generando mortandad en la ciudad, razón por la cual el virrey Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal, conde de Lemos, consideró necesario realizar rogativas y procesiones a San Roque, trasladándolo a la catedral, donde era realizado un novenario37. El cabildo asumió todos los gastos38.
Después del gran terremoto de 1746, que devastó la ciudad de Lima y su puerto, en la primera sesión capitular del siguiente año, los regidores decidieron ahorrar y gastar solo en lo imprescindible. Por ejemplo, se mandó que las propinas repartidas los días de toros fuesen suprimidas por el estado de emergencia. En cuanto a las cuatro fiestas de Corpus, Santa Isabel, Santa Rosa y la Concepción de Nuestra Señora, en los que se gastaban cada año 1500 pesos, se redujeran a solo 100 pesos. Asimismo, se mandó que para 'la fiesta de las lágrimas' se diesen 50 pesos de los 150 que se daban antes. En cuanto al gasto de alquileres que pagaba la ciudad para guardar el arco, gigantes y otros menesteres, que costaban anualmente 240 pesos, los elementos fueron mudados a un galpón, capaz de guardarlo todo gratuitamente. En vista de los gastos de cera para las hachas que se utilizaban en los días de Reyes y Príncipes así como en los del virrey y otras festividades, se mandó que se hiciera asiento con algún cerero y para esto se dio comisión al procurador general, quitándose del todo los candelabros de leña39.
Tres años después del gran terremoto, Lima presentó una peste que, para contrarrestarla según la mentalidad de la época, era necesaria procesiones de algunas imágenes religiosas. Así entonces, el 21 de agosto de 1749, en el cabildo se trató sobre la procesión que se hizo a Nuestra Señora del Rosario Santa Rosa y a San Roque por la peste que golpeó a la ciudad el mes pasado. Al respecto, el cabildo determinó que lo que faltase al gasto de las limosnas lo completara el mayordomo de los propios de rentas de la ciudad40. Asimismo, el 30 de diciembre de 1749, el capellán de Nuestra Señora del Milagro solicitó al cabildo un monto para su festividad y mandaron ver el estado de propios del cabildo41.
8. Precesiones religiosas y fúnebres en la ciudad de Lima
Lima colonial, que era un reflejo de cualquier ciudad hispana de la metrópoli, tenía varias hermandades, cofradías laicas y religiosas con objetivos asistenciales, gremiales y devocionales, en las que destacaban las procesiones. Asimismo, el cabildo limeño entregaba una contribución anual, participando activamente en estas actividades procesionales42. En este sentido, la primera cofradía surgida en Lima fue la Santa Veracruz, fundada por Francisco Pizarro y el primer arzobispo de la ciudad Jerónimo de Loayza, elegía como patrones, para su continuidad a lo largo de los siglos, a la municipalidad limeña y al cabildo eclesiástico. De esta manera, sus autoridades distribuían las velas a los regidores para que acompañaran en la procesión del Jueves Santo, en la cual eran sacados el estandarte y los demás implementos, acompañados de la devoción particular.
Sin embargo, a través del tiempo, había decaído esta demostración piadosa que los primeros virreyes y beneméritos fundaron y fomentaron. Así, pasado casi un siglo, el 26 de mayo de 1627, el virrey Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar (1622-1629), hizo informe de la situación en conformidad con un decreto del rey en que encargaba el cuidado de alentar y acompañar la antigua cofradía y procesión de la Santa Veracruz a los alcaldes ordinarios del cabildo. Ante esta situación, el cabildo limeño nombró comisarios para esta procesión religiosa al alcalde ordinario Luis de Mendoza y al regidor Gonzalo Prieto de Abreu. Esta comisión acordó que el estandarte lo sacara el alcalde más antiguo y saliera en procesión hasta el último capitular, según orden de ingreso a la institución, siguiendo el protocolo, para que saliera con el lucimiento y la autoridad que tuvo en tiempo de los primeros pobladores de la ciudad de los Reyes. Cada regidor llevaría dos hachas de velones encendidas, una para sí y otra para un criado, además de un bastón durante la mencionada procesión.
Del mismo modo, la fiesta religiosa de la visitación de Nuestra Señora de Santa Isabel fue financiada anualmente por el cabildo limeño durante toda la colonia, nombrando comisarios entre los regidores en la primera sesión capitular de cada año. Por ejemplo, en el año de 1646, el alcalde ordinario, capitán Luis de Carbajal, y el alcalde provincial de la santa hermandad de regidores, Joan de Aguirre, fueron nombrados comisarios de la mencionada fiesta, y el cabildo en pleno mandó que el mayordomo de la ciudad entregara doscientos cincuenta pesos, como era costumbre dar para el gasto de dicha fiesta43. Una de sus funciones era proporcionar la cera necesaria para la cofradía y organizar la celebración de la procesión de Santa Isabel44. En el caso de otras fiestas religiosas, el cabildo podía ser forzado a cooperar económicamente. El 23 de noviembre de 1646, el procurador de la ciudad pidió al virrey que el gasto generado en la Fiesta del Nombre de María lo asumiese el cabildo, el que accedió y mandó a entregar doscientos veintinueve pesos. Estos gastos fueron por las chirimías y dos clarines que tocaron dos días, por diecisiete cohetes, por las luminarias, por sesenta y cuatro cargas de leña y por la limpieza45.
La metrópoli fomentaba las fiestas religiosas en sus colonias que por algún motivo habían sido relegadas, olvidadas o suprimidas localmente. Así, el 10 de mayo de 1640, el monarca, a través del Real Consejo, mandó al nuevo virrey Pedro de Toledo y Leiva, Marqués de Mancera (1639-48), continuar la celebración de las fiestas votivas con los regocijos y fiestas de toros que el virrey anterior había limitado, particularmente, a los patrones de la Limpia Concepción y Visitación de Santa Isabel. Esta medida había provocado desaliento a los habitantes de la ciudad y convenía tenerlos bien dispuestos a cumplir con sus deberes46.
Una de las fiestas más recordadas fue de la beatificación de Santa Rosa de Lima durante el gobierno de Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal en 1669. Esta fue bastante costosa para el cabildo limeño47. El 8 de agosto de 1670, el padre procurador de Santo Domingo, fray Francisco de Heredia, dijo que, como constaba por los autos en cuanto a la cantidad de dinero que se había de designar para la fiesta anual a la 'Bendita Rosa de Santa María', el virrey conde de Lemos aprobó y confirmó el voto mayoritario de los capitulares del cabildo, por ser su obligación este gasto como su patrona. El gasto asignado fue de trescientos pesos, gastados en la primera fiesta y celebridad que se hizo a la memoria de Rosa de Lima. También, el cabildo del convento de Santo Domingo asumió dar doscientos pesos, destinados a la fiesta del día 26 de agosto, pero no tenía fondos, por lo cual solicitó al virrey que otorgara licencia al cabildo limeño para que pudiese dar de sus propios el dinero para que pagara parte de los gastos que se había de hacer inmediatamente a esta fiesta. El virrey conde de Lemos permitió que el mayordomo del cabildo limeño entregara el dinero al padre procurador del convento de Santo Domingo48.
En el siglo XVIII, los gastos de las festividades eran tan altos que el cabildo difícilmente podía asumirlo, por lo que solía solicitar al virrey la ayuda de las sisas o impuestos. El 5 de diciembre de 1736, el maestro mayor Ramón de Mena indicó que, desde hacía dos años, gastos excesivos se destinaban para los arreglos de las quiebras de cañerías y fuentes de agua. En aquel entonces, el cabildo no podía cooperar por no tener en su poder dinero y era necesario realizar la fiesta de la Purísima Concepción y las demás que se seguían según calendario litúrgico. Ante esta situación, los regidores solicitaron al virrey José Antonio de Mendoza Caamaño y Sotomayor mandar que del mojonazgo o impuesto de aguardiente fueran entregados 600 pesos, como se había realizado en otras ocasiones49.
Una parte de las deudas del cabildo eran los gastos procedentes de las fiestas religiosas y se trabajaba en forma mancomunada con otras instituciones religiosas para su mayor lustre y boato. El 17 de noviembre de 1773, el procurador general del convento de mínimos, a cuyo cargo estaba la elaboración anual de los altares de Corpus y Santa Rosa, ofreció realizar la fiesta de la Visitación y Concepción con la rebaja de veinte pesos en cada uno. El cabildo le debía aún la cantidad de doscientos pesos del costo de dos altares que hizo a su petición. Días antes de las procesiones religiosas, el cabildo mandaba hacer los pregones acostumbrados para la limpieza de las calles que solían ser desde el convento de San Francisco hasta la catedral50.
A la segunda mitad del siglo XVIII, las festividades religiosas debían ser más moderadas en gastos y fastuosidades e incluso fueron prohibidas las danzas del domingo de Cuasimodo, conforme a superior decreto51. El 17 de abril de 1789, el cabildo prohibió a los mayordomos de las hermandades respectivas que por ningún pretexto, causa ni motivo permitieran la introducción en las procesiones de danzas, bajo la multa de cien pesos. Tarea difícil de cumplir por lo arraigada de aquella costumbre en los individuos del pueblo de disfrazarse y colocarse mascaras52. Otra vez esta advertencia fue dada en 1792 cuando el mayordomo de la parroquia de San Lázaro, un arrabal a extramuros de la ciudad de Lima, había mandado ensayar danzas porque tenía licencia. Las demás parroquias de la ciudad tenían prohibido presentar algún tipo de danza o vestiduras de diablos en las procesiones del domingo de Quasimodo. En caso contrario, los bailarines serían conducidos a la real cárcel de la ciudad porque las autoridades consideraban que causaban escándalos y perjuicios al público53.
Otras organizaciones laicas cooperaban en los gastos de las fiestas religiosas. Por ejemplo, el mayordomo síndico exigió el cobro de trescientos pesos para la fiesta que los hacendados hacían a la Señora de la Merced, el 4 de febrero de 180054. Sin embargo, si faltaba dinero, el cabildo lo completaba o liberaba ayuda de las diversas sisas o impuestos. De esta manera, el 21 de agosto de 1764, el cabildo se comprometió a pagar los gastos de la procesión de la imagen de la Santísima Nuestra Señora del Rosario a la catedral, en caso de que no alcanzaren las limosnas55. Además, si moría el virrey, el cabildo cooperaba en algún gasto como las luces o velas que los regidores llevaban en la procesión para el entierro y las honras fúnebres, por ejemplo, del conde de Santisteban en 167756. Igualmente, los capitulares llevaban luto por la muerte de los reyes como fue el caso de Felipe IV57. También, una cédula instaba a moderar los gastos para los lutos al rey Carlos III en 178958.
9. Festividades con toros, garrochas, gigantes, dulces, chimarías y fuegos artificiales
En la segunda mitad del siglo XVII, las fiestas celebradas con toros eran tan populares que incluso eran llevadas a cabo en el interior de conventos femeninos. El 14 de julio de 1682, el cabildo recogió anteriores experiencias de fiestas celebradas, llevando toros a las cercas y plazuelas de convento de religiosas, para correrlos, con soga o sin ella, dando ocasión, con esta licencia, a que mucha gente acudiese a ellas.
El gobierno virreinal consideró parte de su obligación preservar el respeto de estos lugares y la decencia que debían tener las religiosas, por lo que había considerado necesario prohibirlos. De esta manera, el cabildo limeño ordenó que bajo ningún pretexto se llevaran toros a los conventos59.
Desde la llegada de los borbones al poder aumentaron los gastos en festividades y, sobre todo, en toros, eventos que podían durar varios días60. Las corridas de toros eran tan populares que eran licitadas públicamente al mejor postor. Por ejemplo: «El 6 de julio de 1705, remate de la plaza para la fiesta de toros que se jugaban los días 28, 30 de julio y 3 de agosto de 1705 a la celebridad de las victorias que las armas católicas de nuestro rey Philipe V confrontó en las islas de San Gabriel contra Portugal y se remate en don Joseph Alvarado 1000 pesos»61. El 11 de julio de 1710, los comisarios de los toros asignados entre los regidores recibieron ayuda de doscientos pesos del virrey y cien restantes para los gastos de garrochas. El cabildo nombró a Sebastián Palomino como comisario para los cinco días de toros dedicados al virrey y a su embajador.
Ahora bien, los recibimientos incluían aperitivos, que llamaban 'colaciones', para refrescar. Las fiestas limeñas eran celebradas con la infaltable presencia de refrescos de aloja y barquillos el día de los toros, que eran repartidos entre las autoridades. El 12 de septiembre de 1710, el cabildo nombró comisarios de dulces para los preparativos de la ceremonia de recibimiento del nuevo virrey, Diego Ladrón de Guevara Orozco y Calderón, obispo de Quito, y por la muerte del marqués de Castelldosríus, el 24 de abril de 1710. Los regidores debían acompañar al virrey en su paseo de recibimiento en gualdrapa62. El 17 de septiembre de 1710, el maestro carpintero Juan Fajardo solicitó los quinientos pesos de ocho reales que le debía el cabildo del remate de la plaza por los cinco días de toros, para el recibimiento del embajador y del virrey63. En total, ochenta y un toros fueron utilizados en las fiestas de recibimiento del virrey obispo de Quito, los cuales fueron lidiados en la Plaza Mayor, a razón de doce pesos por cada toro64.
El uso del toro para lidia, salto de garrocha y otras actividades estaba muy extendido entre la población de Lima y de su puerto. Al punto de que, en 1711, se jugaban toros todas las semanas en el Callao65. El uso de los toros fue usual no solo para las festividades, sino por divertimento cotidiano de la población. El cabildo nombraba comisarios de toros entre los regidores ante cualquier festividad en la Plaza Mayor. Por ejemplo, el 28 de mayo de 1714, el cabildo nombró por comisarios de los toros de lidia a uno de los alcaldes y a un regidor, para recibir al arzobispo Antonio de Soloaga Gil. Para este acontecimiento, el cabildo mandó engalanar la plaza para dos días de toros, nombrando por comisarios de tablados y dulces a dos regidores a los que el mayordomo debía dar 500 pesos, solo para dulces66. Asimismo, durante el gobierno del virrey Diego Morcillo Rubio de Auñón, el 26 de noviembre de 1723, el cabildo mandó realizar unas fiestas reales con toros tablados y dulces67.
La comunidad esperaba estas celebraciones de regocijo exterior y alegría con diversos divertimentos y juegos públicos. El 8 de noviembre de 1735, el recibimiento del virrey marqués de Villa García fue celebrado con más de cinco corridas de toros. En cuanto a los dulces y helados servidos en los días de corrida, fueron encargados al comisario Martín de Mudarra. El cabildo decidió que de la cantidad obtenida en el remate de la Plaza Mayor fuesen entregados 250 pesos para que pudiese costear los cinco días con los dulces y helados para el virrey68. De esta manera, el cabildo asumía los gastos de comidas, dulces, helados, coches, caballos, y todo lo demás acostumbrado en el recibimiento de los virreyes. Los abastecedores de carne proveían toros a estas fiestas como parte de sus deberes y los arrendadores de toldos en la Plaza Mayor la acondicionaban para estas corridas. El asentista tapaba la acequia de la pila con tablones y mangles afín de lidiar los toros en las fiestas. Estos tablones podían ser reusados, como en 1737, que fueron prestados al fontanero mayor Espinola que debía devolver al cabildo o lo debía pagar69.
Los virreyes y los embajadores no eran las únicas autoridades que merecían agasajo de la ciudad, sino también altos representantes de la curia eclesiástica. Ante la llegada del arzobispo de la iglesia metropolitana, Dr. Don Joseph Antonio Gutiérrez de Zevallos en 1742, el cabildo nombró comisarios para la fiesta, las dos corridas de toros, tablados, dulces y refrescos para la celebración y obsequio en la Plaza Mayor de la ciudad. El comisario de toros fue Diego Gonzales Terrones, a quien mandaron se le diese dos mil y cien pesos para todos los gastos. El comisario de tablados fue Joaquín de los Santos y, finalmente, el comisario de dulces recayó en Ramón de Menacho, mayordomo de los propios y rentas de la ciudad, que desembolsó quinientos pesos70. El 9 de noviembre de 1758, en el cabildo se propuso que, estando para llegar a Lima, el arzobispo de la iglesia metropolitana Diego del Corro y Santiago, los regidores consideraban preciso que se hicieran tres corridas de toros en la Plaza Mayor71.
En Lima, las personas gustaban de las fiestas con toros por lo que eran habituales, sobre todo, en la Plaza Mayor, pero pronto se hizo habitual en la otra orilla del río Rímac, en Acho. A mediados del siglo XVIII, el 10 de noviembre de 1762, en el cabildo, los regidores examinaron un memorial que Miguel de Adrianzen presentó al virrey Manuel de Amat y Junyent, en el que ofrecía realizar anualmente tres corridas de toros en el paraje, denominado el Acho, por tiempo de ocho años. Se comprometía a construir en el paraje mencionado un coro y plataforma cercada con puertas a semejanza de las existentes en la corte de Madrid y otras ciudades de los reinos de España. El virrey mandó que lo mantuviese informado el alguacil mayor y el juez de aguas, Agustín Joseph de Ugarte, y también al cabildo. En 1762, dos mil pesos fueron gastados por corridas de toros72.
El remate de toldos y asientos perteneciente a los propios y rentas de la ciudad era arrendado por cinco años, para la Plaza Mayor y la de Santa Ana, llamando a licitación a través de pregones. Por ejemplo, los arrendamientos de los toldos y asientos de la plaza de Santa Ana fueron el 4 de abril de 1772 y el 13 de enero de 1778. El dinero obtenido era para beneficio de los propios del cabildo73. Si los pregones para el nuevo arrendamiento no habían tenido respuesta de ningún postor, se creaba un problema económico. En aquel entonces, existía la necesidad de que las rentas de la ciudad no se atrasaran como acaecía «con otros ramos que se hallaban perdidos como eran el de las carretas, contraste de fiel de pesas, corte de vaca de la ciudad y puerto del Callao que no rentaban en la actualidad a beneficio de los propios». Por tal razón, el arrendatario anterior solicitó continuar otros cinco años más, pagando la misma pensión o arrendamiento al mayordomo74.
El 20 de diciembre de 1793, el virrey Gil indicaba al alcalde ordinario las quejas por los desórdenes en los alrededores de plaza Acho. Un juez autorizado realizaba las rondas correspondientes en Acho en la temporada inmediata de toros que había de jugarse en aquella plaza firme. Guardias vigilaban la zona para celar y contener los desórdenes y excesos cometidos en las tiendas de venta de comidas y bebidas, asimismo, cuidaban de que estuvieran cerradas antes de retirarse y esto lo verificaban entre diez y once de noche. Estas rondas habían de hacerse además de las que ejecutaban las patrullas de tropa. En Lima colonial, el punto final de las festividades laicas y religiosas eran las corridas de toros.
En las festividades, se utilizaban gigantes que eran reusados y guardados con permiso del cabildo75. Tantas eran las festividades y ceremonias en Lima, que fue necesario una relación de fiestas en la que había que concurrir el cabildo con el virrey76. En 1792, existía en Lima una cancha de bolos y juego de pelota, pero pronto se demolió. Sin embargo, en el paisaje lúdico limeño de comienzo de 1805, permanecieron una plaza de gallos, de toros, de caballos y un coliseo de comedias77, para recreación de los vecinos.
10. Conclusiones
Esta investigación vislumbra los diversos espectáculos que representaron oportunidades de demostración de fidelidad a la Metrópoli y a la iglesia. Fiestas realizadas generalmente en la Plaza Mayor, en las que, de alguna u otra manera, el cabildo limeño financiaba. Las autoridades y los vecinos participaron activamente en las actividades no solo como observadores, ceñidos a un estricto protocolo, sino, principalmente, en el recibimiento de los virreyes. Las corridas de toros eran infaltables en cada una de las actividades e incluso existía un asentista de bancos y toldos para preparar el escenario adecuado, limpiándolo y condicionando el ambiente. La pasión por los toros era tanta que no se excluían en estos divertimentos ni los conventos femeninos, a pesar de las reiteradas llamadas de atención del cabildo para la mesura. Además, a finales del siglo XVIII, este divertimento rebasó la Plaza Mayor y se ubicó en un recinto fijo para corridas de toros, al otro lado del rio Rímac, en el arrabal de San Lázaro, cerca de la Alameda de los Descalzos, el paseo de Aguas y otros itinerarios ribereños de moda. El gasto era alto no solo afrontado por los fondos del cabildo limeño, sino también por las sisas o impuestos a algunos productos básicos que todos debían pagar.
Estas representaciones del poder político y religioso en Lima, a través de procesiones, fiestas y recibimientos de virreyes, eran bastante costosas. El cabildo terminaba endeudándose y tenía casi siempre sus arcas vacías por los gastos para proyectar una imagen de grandiosidad que debía corresponder al honor de ser capital de uno de los virreinatos más importantes de la monarquía hispánica. Todos, autoridades, vecinos e itinerantes, esperaban estas demostraciones fastuosas y de júbilo con arcos de triunfo, fuegos artificiales, chirrias y corridas de toros, que calzaran con el honor de ser vecinos de la capital. Sin embargo, también las procesiones de santos, acompañados por las autoridades y el pueblo hacia la catedral, eran consideradas fundamentales para expiar culpas y aminorar, según sus creencias, los sufrimientos que generaban las pestes y los terremotos. El cabildo llegaba al grado de descuidar otros gastos de suma importancia para la salud pública de la ciudad, como la limpieza de los muladares, basurales y acequias.
En suma, las fiestas y procesiones laicas y religiosas en el siglo XVII eran más bulliciosas, alegres, barrocas, en las cuales el pueblo danzaba con disfraces y máscaras, salían los gigantes a dar vueltas por la Plaza Mayor y divertir a la población que se entregaba a estas alegrías externas y publicas compartidas, que se diluyeron paulatinamente ante las exigencias de mesura en estas formas durante el despotismo ilustrado del siglo XVIII.