1. Introducción
En el periodo virreinal, ciudades y villas fueron fundadas en los territorios descubiertos y conquistados. Durante el siglo XVI, los vecinos de estas, de matriz hispánica, desarrollaron una serie de elementos que les dotaron de identidad, como celebraciones religiosas, configuración de escudos, construcción de imponentes edificios, redacción de historias, etc. La ampliación de las fronteras dio pie a nuevos establecimientos y a la replicación de dichos procesos; empero, las nuevas fundaciones, como las del Bajío novohispano, carecían de pasados gloriosos y se encontraban bajo la sombra de las grandes urbes cabeceras de provincia y episcopales, por lo que su proceso de construcción de símbolos identitarios se vio retrasado e incluso frenado por los grandes núcleos de poder. Por tanto, es necesario conocer las estrategias que implementaron los actores sociales de los asentamientos intermedios en su afán de destacar y diferenciarse de sus capitales, tal como se suscitó en la ciudad de Querétaro durante la aclamación de Felipe V y del príncipe Luis de Borbón en 1710.
En el presente estudio se analizará la instrumentalización por parte de los miembros del cabildo de la ciudad de Querétaro de la aclamación y celebración en honor a los monarcas a comienzos del siglo XVIII, para demostrar sus prerrogativas y derechos sobre el título de ciudad y hacer alarde del poder e identidad local. En este tenor, los objetivos de la investigación serán conocer la función y el sentido de las fiestas en honor al monarca; indagar los motivos políticos y sociales para el desarrollo y certificación de la festividad a los reyes; estudiar los sentidos profundos de la función, es decir, las pretensiones individuales y corporativas; por último, reflexionar sobre la conformación de la identidad e historia urbana local.
2. La fiesta y la aclamación al monarca en el orbe hispánico
Según las leyes de Castilla, las fiestas se podían dividir en tres tipos: las que mandaba la Iglesia para honra de Dios y de los santos, las que ordenaban los reyes y las que llamaban ferias1. En la monarquía hispánica, las festividades ordenadas por los soberanos y las religiosas estaban estrechamente vinculadas porque los reyes tenían una conciencia e inspiración religiosa, «la que al fusionarse con la vocación imperial va a posibilitar la formulación de una nueva concepción teológica-religiosa del Estado, plasmada en la idea de Estado-misión»2.
Las ceremonias en honor de la monarquía iban acompañadas de una serie de festejos, religiosos y profanos, que se prolongaban por varios días, semanas o meses. Las autoridades reales y el clero eran conscientes de la necesidad de utilizar las funciones para legitimar la presencia política y religiosa de los españoles en el Nuevo Mundo3.
La fiesta se constituyó como una fórmula de sociabilidad que conjugó un aparato de ceremonia de diferentes procedencias y donde el poder se manifestaba a la comunidad4. En este tenor, la historiografía de la segunda mitad del siglo XX interpreta la dinámica festiva como una poderosa red simbólica. En este mismo sentido, la fiesta, religiosa como civil, fungió a manera de elemento integrador de las sociedades más alejadas del imperio a la tradición hispánica, mediante las celebraciones, eran incorporados al sistema de signos y prácticas del conjunto de la sociedad5. La fiesta religiosa fue un vehículo de la reproducción e integración social, pues con la celebración los protagonistas de la fiesta aseguraban su éxito y publicidad6.
Antonio Rubial considera que la fiesta también se puede interpretar como un escenario político, pues en ella se representaba el ideal comunitario de que existía una armónica convivencia entre los poderes públicos y las corporaciones7. Por lo tanto, al alzar la voz o proponer cambios en el proceso festivo, se provocaban conflictos y enfrentamientos entre los cuerpos sociales. En palabras del autor, «las fiestas religiosas se podían convertir en espacios importantes para consolidar ascensos burocráticos o para mostrar animadversión, simpatías y sujeciones...»8.
Además de escenario para el conflicto político, el momento festivo daba oportunidad para el rompimiento e infracción de la norma9, dado que, en las diversas funciones, los actores sociales participaban en dinámicas de parodia, donde el tiempo cotidiano se fracturaba y algunos sectores de la población podían disolver ciertos tabús. No obstante, la transgresión no era vista como algo nuevo, sino como una situación necesaria y conocida por los asistentes: «La ruptura de la cotidianidad no entrañaba, en modo alguno, un relajamiento de la disciplina; lo festivo, lo solemne y lo espectacular pertenecían a un orden paralelo que servía de contrapunto y complemento»10. Este quiebre del ritmo social era utilizado por los asistentes como una válvula de escape a la cotidianeidad «marcada por la extenuación y la penuria»11.
A partir de la fiesta, los espacios y las sociedades se integraban a la monarquía, se representaba el poder soberano, las corporaciones manifestaban sus signos de identidad, privilegios, superioridad y preeminencia. En el caso de la fiesta religiosa, sacralizaban y se apropiaban del espacio, además, se mostraban como parte del cuerpo de la iglesia universal. Como se puede percibir, las líneas de investigación son amplias e invitan a interpretar el fenómeno festivo como una parte importante de la dinámica social, política y cultural del mundo hispánico.
Las celebraciones en honor a los reyes eran cíclicas y estaban relacionadas con el devenir de la familia real, como eran las nupcias, nacimientos, bautizos y muertes; asimismo, con las victorias militares y entradas triunfales. Dichos eventos eran exaltados en ambos lados del Atlántico, especialmente en las capitales virreinales, como México y Lima, en las sedes de audiencia y obispado o urbes con gran importancia como Puebla de los Ángeles o Guadalajara, a estas se tienen que añadir las realizadas en ciudades de menor tamaño, pero con gran potencial económico, como Querétaro, el puerto de Veracruz o San Miguel el Grande.
Las funciones convertían a las ciudades en escenario público en el que se representaba «el fascinante espectáculo del poder mayestático»12. A consideración de Alejandra Osorio, «Las exequias reales y la proclamación del rey fueron dos de las celebraciones más majestuosas y costosas»13, pues en ellas, las ciudades podían desplegar todo su poderío, opulencia, magnificencia, 'dolor' y 'alegría'. Por su parte, la proclamación era la ceremonia de jura al nuevo monarca, siempre posterior a un periodo de duelo por la muerte del rey; asimismo, era un festejo de carácter legal heredado de los reinos hispano-visigodos, «que simbolizaba el acuerdo de respeto del poder y las libertades entre el rey y los súbditos principales del reino como un contrato de mutua correspondencia y fidelidad»14. Es decir, en este ritual se realizaba un compromiso político y de lealtad entre ambas partes.
A pesar de que las manifestaciones de fidelidad a los nuevos monarcas se realizaron de forma común, las representaciones hispanoamericanas se diferenciaron de las europeas, pues en estas nunca estuvo presente el rey, es decir, se exaltaba a 'un rey ausente' que se manifestaba a través del retrato que presidía el evento15. Como comenta Osorio, en la ciudad de Lima, era necesario e imperioso mostrar al monarca, especialmente en un contexto de gran lejanía con la metrópoli, por tanto, se desarrollaban celebraciones donde aquel simulacro regio poseía un aura que hacía que el rey, verdaderamente, estuviera en suelo americano16. Asimismo, la jura era la siguiente:
[...] el rito que muestra por primera vez a los súbditos americanos el rostro del nuevo monarca. Cuando entre el tronar de la fusilería, el disparo de los cañones y el tañido de las campanas, la cortina de tela es descorrida y el gran retrato del rey se muestra bajo un dosel de terciopelo ante la multitud, ya se ha creado previamente el clima oportuno para que se produzca la catarsis colectiva17.
Por otra parte, en las celebraciones de las exequias y proclamaciones se desplegaba gran lujo y opulencia, donde las ciudades y vasallos «pudieron acumular un capital simbólico que podían luego ejercer como preeminencia sobre ciudades menores, lo cual, a cambio podía generar beneficios materiales adicionales en la forma de privilegios y favores otorgados por el nuevo monarca»18. Posteriormente, las celebraciones eran descritas y generaban, de esta manera, una historia urbana que otorgaba preeminencia, pues daba cuenta del buen gobierno y superioridad. En nuestro caso, la redacción de la fiesta buscaba generar ese patrimonio simbólico que demostrara esa larga historia de crecimiento y que justificaba la continuidad del título de ciudad.
La acumulación les permitía a las urbes, corporaciones e individuos, solicitar beneficios a la corona, como se suscitó durante las exequias de Luis I, realizadas en Santa Fe de Bogotá, pues mediante ellas demostraban que estaban a la altura de una capital virreinal «y que la creación de un virreinato no había sido un error»19. Cabe mencionar que la redacción de tales exequias se realizó al año siguiente de la disolución del virreinato de la Nueva Granada. Otros casos fueron las juras realizadas en San Miguel El Grande, a Carlos IV, y de San Bartolomé de Honda, a Fernando VII, pues las festividades se financiaron con miras a obtener beneficios políticos: en San Miguel, el principal indígena, Felipe Bartolomé Ramírez, pretendía obtener un escudo de armas y sitios realengos20; en la villa neogranadina, el alcalde, José Diago, pretendía obtener el puesto de alférez real21.
En las últimas décadas, el tema de las ceremonias se ha incrementado. Diversos estudios han analizado estas manifestaciones de fidelidad, tanto de las descripciones que fueron publicadas en su tiempo, como los manuscritos localizados en los diversos repositorios documentales y bibliotecas. En estas investigaciones, también se han abordado los «sentidos profundos»22, más allá de la cuestión de la lealtad, dado que era el momento adecuado para exaltar el poder de las ciudades, la élite local, los gobernantes indígenas y, en general, de las corporaciones políticas, religiosas y económicas; elementos que se muestran en los trabajos de Thomas Calvo, para el caso de Guadalajara, Escobar Olmedo, para Pátzcuaro23, Alejandra Osorio, para la ciudad de Lima, y Gonzalo Tlacxani, para el gremio de plateros de la ciudad de México24.
En nuestro caso, la investigación retoma la certificación manuscrita de la jura a Felipe V y al heredero Luis de Borbón que realizaron las autoridades de la ciudad de Querétaro en 1710, en la Nueva España y que se localizó en el Archivo General de Indias25. Este folio es parte de un corpus documental más grande titulado «Testimonio del Real Título de Ciudad Despachado por el Excelentísimo Señor Duque de Alburquerque Virrey de esta Nueva España, el año de 1656 y Nueva Rogación de Cinco Años para Impetrar la Confirmación de la Real Persona De su Majestad que Dios Guarde Para la Muy Noble y Leal Ciudad de Santiago de Querétaro en Esta Nueva España»26. Este consta de diversos traslados y certificaciones de los diversos beneficios que realizó la urbe queretana a la Corona; entre ellos, la muestra de lealtad al monarca y heredero. Esta última también fue recuperada por Luis Peláez en su texto «Querétaro engalanado: Identidad, pompa e indumentaria en la aclamación del monarca Felipe V y el príncipe Luis de Borbón»27. Si bien Gordo Peláez abordó gran parte del documento, las motivaciones profundas de la festividad no fueron resaltadas, como era el proceso de certificación del título. Dicha intención, aunque de índole local, es crucial para comprender el festejo monárquico que se suscitó.
Atender estas motivaciones subyacentes y reflexionar sobre el festejo ayuda a comprender la gran variedad de estrategias que instrumentalizó la élite queretana para demostrar su valía e identidad. Asimismo, se puede considerar como parte de las maniobras para exaltar el poder e identidad del vecindario español a los enfrentamientos que sostuvo la élite contra los administradores espirituales franciscanos entre 1630 y 1660; el financiamiento del título de ciudad; su participación en la inauguración de la congregación; el propio festejo de 1710; las celebraciones por la construcción del acueducto; el financiamiento del ayuntamiento del culto mariano del Pueblito; la construcción de cenobios y, a finales de la centuria, la súplica al monarca para erigir un obispado en Querétaro. Exaltaciones que respondían a las carencias políticas de la ciudad, puesto que no era sede episcopal ni de audiencia.
A través de las interpretaciones anteriores, se puede afirmar que las ceremonias de proclamación eran eventos donde las urbes exhibían su poder y, al mismo tiempo, generaban un capital simbólico que las colocaría sobre otros espacios, situación que se reproducía en las corporaciones y los actores que costeaban el acto. En ese orden de ideas, la celebración desarrollada en la ciudad de Querétaro no solo fue refrendo de vasallaje al nuevo monarca y heredero, sino que tuvo, al menos, dos intenciones bien definidas. En primer lugar, mejorar la situación de la urbe queretana durante el litigio que se desarrollaba en la metrópoli para conservar y refrendar el título de ciudad, que se había obtenido medio siglo antes; por tanto, realizar el alarde de lealtad podía mover los ánimos de los ministros de Madrid y, especialmente, de Felipe V para este objetivo. Asimismo, se buscaba exaltar y posicionar la ciudad de Querétaro como una urbe poderosa, económica y políticamente, para dar cuenta de su identidad regional. Lo anterior, en un contexto donde el asentamiento urbano tenía poco que había dejado la condición de pueblo de indios, pero que continuaba como doctrina dirigida por los franciscanos y siempre bajo la sombra de la imperial ciudad de México y de su arzobispo.
3. Los festejos urbanos en Querétaro, 1706-1710
3.1 El otorgamiento de la prórroga y los preparativos de la jura
A inicios del siglo XVIII, Querétaro era una ciudad próspera gracias a su poderosa élite, obrajes, haciendas y ranchos. Por tanto, tenía una «república populosa y de mucho lustre y vecindad de casas con muy buenos edificios y calles formadas con dos plazas y portales y abundancia de bastimentos y vecinos que se ilustran así mercaderes, como labradores y criadores de ganado mayor y menor»28. Además, contaba con diversas instituciones religiosas con «edificios de cantería y algunos con bóvedas y con música y adorno para el culto»29, estos eran los cenobios de San Francisco, San Antonio de Padua, Nuestra Señora del Carmen, el Colegio de la Compañía, el Hospital Real de San Hipólito, el convento de monjas de Santa Clara, el Colegio de Propaganda Fide de la Santa Cruz y la Congregación de Guadalupe de presbíteros seculares, establecimientos que se expresan en el siguiente mapa:
Cincuenta años antes, «el cabildo extraoficial» 30 había obtenido el título de ciudad (1655) beneficiando económicamente a la Real Hacienda; de igual manera, había forjado diversos elementos identitarios que se reflejaban en el escudo de armas, como los cultos a Santiago Apóstol y a la Cruz de Piedra, y que también se expresaban en la recién cancelada fiesta de la Invención de la Santa Cruz (1694), donde se recordaba la ocupación del territorio por el gobierno español y se exaltaba a la Cruz de Piedra, imagen que daba cuenta de la conquista espiritual y la integración del espacio a la monarquía. En dicho evento, se congregaba a los diversos grupos sociales, se hacían representaciones de moros y cristianos, corridas de toros y quema de fuegos31.
El modo de vida de la ciudad de Querétaro estaba en riesgo, a pesar de que contaba con símbolos identitarios, un título de noble y leal ciudad, un escudo de armas que daba cuenta de sus orígenes, de poseer un vecindario ennoblecido, diversos templos que eran timbres de orgullo y tener una imagen portentosa; la amenaza estribaba en que aquellos que obtuvieron el título no tramitaron su confirmación, situación que ponía en peligro las preeminencias y privilegios de la urbe y su cabildo.
Como comenta Beatriz Rojas, el título de ciudad otorgaba un lugar predominante en el concierto político y demostraba superioridad, aunque estos significados fueron mayores en la primera centuria virreinal32, durante los siglos XVII y XVIII, para diversos espacios aún era una tarea pendiente su obtención, como fue el caso de Celaya, que lo recibió en 1688; Guanajuato, en 1741; Campeche, que lo intentó en 1722 y lo logró hasta 1777; Saltillo, aún en pleno periodo insurgente, expresaba la necesidad de obtener esta condición. En este sentido, las preocupaciones queretanas para la reafirmación no eran algo superfluo, sino un motivo de peso para desarrollar diversas estrategias y, de esta manera, completar su cometido.
Los problemas concernientes al título se evidenciaron en 1706 cuando Joseph Fernández Fontecha, Damián de Olarra y Joseph de Urtiaga33, en nombre de los demás vecinos de Querétaro, se presentaron ante el Virrey Duque de Alburquerque porque hacía muchos años la ciudad carecía de capitulares y deseaban:
[...]sus partes, y otros vecinos de la propia ciudad ejercer los oficios de regidores, alguacil mayor, depositario y demás en la forma y con las condiciones prevenidas en el título, de que resultaba conocida utilidad a la Real Hacienda. Me suplicó me sirviese mandar que dichos oficios se trajesen a pregón en esta y aquella ciudad admitiéndose las pujas que se hiciesen y que, procediéndose a su remate, se despachasen títulos en forma para el uso de estos oficios34.
Al parecer, el que los capitulares de la segunda mitad del siglo XVII no tramitaran la confirmación afectó la venta de los oficios reales, situación que se visibilizó al solicitar el permiso virreinal para su pregón. Por tanto, en voto consultivo del Real Acuerdo, el duque de Alburquerque estipuló conceder cinco años de término para impetrar y traer dicha confirmación y, de esta manera, proceder al remate de los oficios. La resolución de diciembre de 1706 motivó la revisión de todas las partidas que entregaron los primeros miembros del cabildo queretano, donde se comprobó que el título se había conseguido legítimamente, pero faltaba la confirmación. En mayo de 1707, el virrey certificó ante el Real Acuerdo que:
[...] en atención a haberse cesado el motivo que persuadió la determinación citada de siete de diciembre de mil setecientos y seis y haberse exhibido por el dicho Don Juan de Clabería los quinientos pesos de su depósito y enterándose en la real caja de esta corte con lo que se le reguló deber al real derecho de media anata, como constó de certificación de sus oficiales reales. Por el presente concedo a la ciudad de Santiago de Querétaro cinco años de nuevo término corriente desde hoy para impetrar, traer y presentar en mi superior gobierno confirmación del título de ciudad[...] he mandado sacar al pregón los oficios de alguacil mayor, depositario general, regidores y demás que componen cabildo para que le tenga sin controversia, ni que se le ponga embarazo por ningunas justicias y de este despacho tomará razón el señor fiscal de su Majestad35.
Por este medio, los miembros de la élite pudieron acceder a la compra de los oficios públicos y daba tranquilidad al vecindario y sus instituciones, pues, por el momento, el título y privilegios de la urbe se mantenían. La notificación de la prórroga fue presentada en Querétaro el nueve de julio de 1707. Al día siguiente, el corregidor y alcalde mayor, Enrique de Során y Vittoria, dio cuenta al cabildo que, por orden del virrey, se debía comunicar la noticia a la población, quienes «en muestra del júbilo y regocijo deben hacer demostraciones públicas, y para que esto se haga como es justo mandaba y su merced mandó se pregone y publique este auto para que llegue a noticia de todos los vecinos y moradores»36. Las muestras de regocijo debían durar tres noches y, como en otros festejos reales:
[...]pongan luminarias y candelas en las calles de esta ciudad pena de que el que así no lo hiciere, se le sacarán diez pesos de multa[...] y para que todos, sea común el regocijo como interesados en esta gracia y lustre se les de noticia a los prelados eclesiásticos, para que al tiempo que se pregone este auto, celebren con repique de campanas el júbilo de la ciudad.37
Lo que sucedió en los años posteriores dio cuenta de un deseo por obtener la confirmación, pues la urbe realizó una serie de demostraciones y certificaciones, 'capital simbólico' que ponía de manifiesto la lealtad que tenía la ciudad hacia la monarquía y, al mismo tiempo, exhibía su poder e identidad, expresiones necesarias para conmover al monarca y que resultaría en la reafirmación del título de noble y leal ciudad de Querétaro. Por tanto, el 'sentido profundo' de las celebraciones de 1707 y 1710 era obtener la ansiada ratificación.
En octubre de 1710, se comunicó al corregidor Joseph Antonio Martínez de Lexarzar y Monroy la noticia de que el 7 de abril de 1709 se había realizado en la metrópoli el acto de jura del Príncipe de las Asturias, Luis Fernando, legítimo sucesor de la Corona. Asimismo, que las celebraciones se realizarían en la ciudad de México en el mismo mes de octubre. Ante estas novedades, el alcalde mayor procedió a despachar billetes para convocar a los vecinos y republicanos con el propósito de hacerlos partícipes de las próximas celebraciones.
Esta fue la oportunidad que esperaban los miembros del cabildo para hacer alarde de la opulencia y fuerza de la urbe queretana, pues no solo realizarían la aclamación del Príncipe, sino que:
[...]querían hacer justas y debidas demostraciones de regocijo para la celebridad de dicha función y que aunque en la ciudad de México, como cabecera del Reino, se había celebrado desde el año pasado de setecientos y uno la solemnidad y jura de su Majestad [Felipe V], que Dios guarde, por no haber habido orden particular, ni haber tenido los alcaldes mayores, no se había solemnizado en esta ciudad, por cuya razón logrando en la presente con la referida noticia el colmo de sus mayores júbilos, querían a un mismo tiempo celebrar así la jura de su Majestad el señor Don Phelipo quinto como Rey de las Españas. Como la del serenísimo Príncipe Don Luis Fernando Príncipe de las Asturias y legítimo sucesor de su real Corona, celebrando uno y otro acto con las más plausibles demostraciones38.
Las complicaciones del momento dieron pie a que el cabildo y regimiento realizara una celebración doble, juraría a un monarca que llevaba casi una década en el trono y, como en otras ciudades del imperio, aclamaría al heredero. La motivación política era evidente y explícita. Aunque este acto pueda interpretarse como un medio para demostrar la fidelidad del ayuntamiento a la nueva casa reinante (los Borbón) y, de esta manera, obtener beneficios; dicha apreciación podría difuminar las pretensiones y matices corporativos y personales de los miembros de la sociedad queretana durante la aclamación.
El motivo político se vincula con la aclamación de la ciudad de Pátzcuaro de 1701, donde salió a relucir el conflicto que se tenía contra la capital episcopal, Valladolid. A esta última llegó la noticia, pues el Consejo de Indias la remitió pensando que era la cabecera de provincia, lo que despertó el antiguo pleito por el título legítimo de ciudad de Michoacán y el traslado de la capital episcopal39. Por tanto, la urbe apeló ante las autoridades y demostró que le correspondía la celebración; mientras se solucionaba el conflicto, se preparó para el acto festivo. En palabras de Escobar, «Tal vez había en ellos el ánimo de demostrar a Valladolid de lo que eran capaces. Esto fue lo que dio origen a la relación de la festividad»40.
Como en otros escenarios urbanos, los cabildos fueron de gran relevancia en la organización de los festejos, pues entre sus miembros se repartían los puestos y responsabilidades. En nuestro caso, uno de los protagonistas fue el recién electo alférez real, Joseph de Urtiaga, quien, como se vio anteriormente, fue de artífice en la obtención de la prórroga del virrey en 1706. De igual manera, tomó un papel relevante Pedro Sánchez Jordán, el mozo41, que tuvo la función de capitán de la infantería que marcharía en la celebración; así como los comisarios de la fiesta: Pedro de Solchaga y Don Francisco Gómez Carvallar42.
La elección de los actores no era fortuita, pues estos tenían objetivos personales y muy puntuales. En Querétaro, el papel de Joseph de Urtiaga como alférez real fue determinante para el crecimiento de su familia y el incremento de su influencia en la ciudad. Como terrateniente en pleno auge, necesitaban de timbres de orgullo más allá de la riqueza material, por ello, también se vinculó a la construcción del que sería el santuario más popular en el territorio queretano; es decir, el de la Virgen del Pueblito. Por tanto, la participación en el evento de Urtiaga, Felipe Bartolomé Ramírez (San Miguel el Grande) o José Diago (San Bartolomé Honda), lleva a plantear la presencia de una amplia gama de sentidos profundos en el desarrollo de las fiestas, pues cada protagonista tenía sus propios objetivos personales, políticos, sociales y económicos, a la par de los corporativos o los de la monarquía.
En la aclamación de 1747, realizada en Guadalajara en honor de Fernando VI, el comisario fue Matías de la Mota Padilla, defensor de la patria chica al colocar una impronta regionalista al evento, pues, en uno de los tablados, se construyeron una serie de estatuas que simbolizaban las poblaciones y que rodeaban un obelisco, es decir, a Guadalajara. El tiempo en que se describió la fiesta fue particular para este espacio, puesto que, se presentó una 'fiebre narcisista' (1730-1753) donde se representó el poder de la capital de la Nueva Galicia, se publicaron cuatro mapas de la ciudad, se publicó la historia de Mota Padilla (1742), se inauguró una fuente en la plaza Mayor (1745). En este sentido, Thomas Calvo se cuestiona si ¿podemos llegar a decir que el ascenso del Rey se convierte en un simple pretexto para la exaltación de la ciudad y las élites tapatías? Su respuesta es no, pero el sentido profundo de la ceremonia modificaba su alcance43.
La exaltación del orgullo por la patria chica, como en los casos de Guadalajara, Querétaro y Pátzcuaro, coincide con lo comentado por Rubial sobre que este era el periodo en que se comenzaron a consolidar las identidades locales y a suscitarse competencias, donde el objetivo era posicionarse sobre otros espacios. El corregidor Lexarzar determinó realizar la fiesta el domingo nueve de noviembre de 1710, casi un mes después de la notificación, tiempo necesario para organizar y construir los diversos escenarios y elementos que se desplegarían en la ciudad, entre ellos, el nuevo pendón, las mazas, las gramallas de los reyes de armas, estos últimos costeados por Joseph de Urtiaga, el alférez real.
Las actividades festivas iniciaron la noche previa, en la que todos los vecinos asearon, arreglaron las calles e iluminaron sus moradas. Llegado el día, en la plaza de San Francisco se podía observar un suntuoso teatro:
[...] en alto, de más de vara y media del suelo, adornado de ricas colgaduras, rodeado por los lados de barandillas forradas de saia saia de colores y cubierto en lo alto de tapicería y en lo más eminente del teatro debajo de un baldaquino y dosel de damasco encarnado estaba colocado un retrato de cuerpo entero del Rey nuestro señor Phelipo quinto y al pie un sitial con dos almohadas de terciopelo encarnado y abajo del sitial un pedestal dorado, adornado dicho teatro con muy ricos espejos con suntuoso aparato y disposición.44
En la plazoleta de Santa Clara, Urtiaga costeó un tablado con capacidad para 200 personas, que estaba levantado más de tres varas en alto, formado de tres arcos pintados sobre lienzo de colores, rodeado de barandillas y con cuatro arañas de plata. En su interior, «estaba sobre trono ricamente adornado la efigie de cuerpo entero del serenísimo Príncipe Don Luis Fernando con blandones de plata y guarnecido el lienzo de una rica banda toda bordada de oro con sitial y cojín a cuyos pies estaba un pedestal dorado para que en él se colocase el real estandarte de la techumbre del tablado»45. La ubicación de los escenarios se presenta en la imagen figura número tres.
A diferencia de los egresos festivos de las ciudades de México, Puebla o Guadalajara, la celebración en Querétaro fue modesta dado que no se desarrolló una gran arquitectura efímera, donde se hacían alusiones iconográficas a la monarquía imperial como parte del orden universal creado por Dios, referencias solares al rey, a la historia de la creación y de la salvación, en las que la sucesión de imperios y reinos culminaba con la monarquía hispana46. En este sentido, solo se levantaron dos tablados, las pinturas y el carro triunfal. Por su parte, en la ciudad de México, en la jura a Felipe V, en el tablado del palacio «se colocó un dosel, bajo el cual se situaban dos mundos coronados por una enorme corona con un águila, y con una inscripción bordada a sus pies, proclamando a Felipe V de oriente al ocaso [...] Una vez realizado el solemne juramento, los orbes y el águila se abrieron»47. En el mismo evento, el ayuntamiento costeó castillos de fuego, incluso en uno de ellos se colocó un sol que, cuando ardió, se transformó en el águila mexicana.
En Guadalajara, para la jura de Fernando VI, se erigieron cuatro teatros y en la fuente de la plaza Mayor se levantó un obelisco de 30 varas de alto que, en su cima, tenía un mundo coronado. Además, contaba con los emblemas de los gremios de la ciudad. En el tablado del palacio real, se colocaron simulacros de monarcas que tributaban sus coronas al sol hispánico, así como otras cuatro deidades que ofrecían sus frutos al rey y que representaban las cuatro estaciones del curso solar48. En Pátzcuaro, durante la jura de Felipe V, se erigieron tres tablados, en la plaza Mayor y las plazas de San Francisco y San Agustín, en la primera se alzó un castillo donde se realizaron escaramuzas entre moros y cristianos49. Aunque la fiesta queretana pueda ser catalogada como ostentosa, los egresos deben ser matizados y comparados con otras juras y eventos; sin embargo, en medio de esa pompa, los elementos simbólicos abundaron y tuvieron gran impacto.
Por otra parte, la ceremonia de proclamación era un momento donde se hacían diversas representaciones pictóricas del monarca, era el tiempo en que se develaba la silueta del rey a los súbditos, quienes lo conocían por medio de su pintura; aunque, para ese momento, entre los queretanos ya era conocido el rostro del rey, situación que, posiblemente, menguó la catarsis colectiva del evento50. Si bien la fuente menciona que eran simulacros de cuerpo entero, no da cuenta del modo en que iban ataviados.
En ocasiones, había un desconocimiento de la fisionomía del nuevo rey, especialmente en los virreinatos americanos, situación que se cubría con la imaginación de los pintores, quienes hacían retratos idealizados sobre los rasgos de la familia real y adecuaciones a la edad. Asimismo, se echaba mano de las noticias de ciertos nobles que había conocido al heredero o sucesor en cuestión51. Posiblemente, lo anterior se suscitó en Querétaro, pues en el carro triunfal que labró el gremio de plateros de la ciudad, se colocó a un niño de 6 años, hijo del capitán Baltazar Rodríguez, que iba con:
[...]aseado peluquín, vestido[...]de rico fondo de terciopelo labrado negro con golilla y cabos sobre tela de color de perla cubiertos de bordados de oro y plata, y de ricos encajes de Milán[...]pendíale[sic] del cuello un cabestrillo de oro a donde se mantenía un corderito...del toisón. Con natural majestad representaba la persona del serenísimo Príncipe.52
Aunque colocar a infantes para representar al sucesor era común53, es de destacar la vestimenta que se le colocó al niño, pues los ropajes parecerían más a un heredero Habsburgo que a un Borbón, quienes seguían una moda afrancesada, con vistosos y coloridos atuendos, en lugar de la austera vestimenta española. ¿Acaso las autoridades buscaban darle mayor peso al heredero al colocarlo como un Austria?, ¿procedieron de acuerdo con los cánones estéticos que conocían? o, simplemente, alguien había heredado esos ricos ropajes y los concedió para el momento festivo.
4. El acto de jura al rey y príncipe heredero de 1710
A las tres de la tarde arribó el cabildo y regimiento al tablado principal: el corregidor, los capitanes, Don Francisco Martínez de Oxeda y Juan Andrés Ruiz, alcaldes ordinarios, Juan de Santa María, alguacil mayor, Pedro Vallesteros, escribano mayor de cabildo, y los demás ministros de justicia, autoridades que colocaron el estandarte en su pedestal dorado debajo del sitial donde estaba el retrato de Felipe V. Posteriormente, entró a la plaza de San Francisco la infantería española, compuesta de 84 hombres y comandada por Pedro Sánchez Jordán; les siguieron las autoridades indígenas, los principales de los pueblos de San Juan del Río, San Pedro Tolimán, sus gobernadores, alcaldes y regidores, como los pueblos de Tequisquiapan, San Pedro de la Cañada, San Miguel Huimilpan y pueblo de San Francisco, sujetos a este gobierno de naturales:
[...]a caballo vestidos ellos a la española, de calzón cerrado y capa con todo lucimiento de sus personas, a que seguía la república de los naturales de la congregación con diversas danzas de plumas, aiacastles [sic] y sonajas y otros instrumentos a su antigua costumbre, siguiéndoles Don Sebastián Martín Ximénez gobernador actual de esta provincia... Don Diego Martín alcalde de la república[...] Don Gregorio Antonio Sánchez alcalde ordinario [...]Don Blas González Granados alguacil mayor de la república de dichos naturales[...] Con guarnecido escuadrón de rayados chichimecos, el acompañamiento de los naturales se mostró rayados a su usanza con carcaj, arco y flechas por defensa, haciendo demostraciones tan al vivo en los brincos y saltos con que andaban que parecía que de cierto peleaban aquí54.
Posteriormente, entraron a la plaza los nobles republicanos y, por último, los comisarios de la fiesta, Don Pedro de Solchaga y Don Francisco Gómez Carvallar, quienes traían en medio al capitán Don Joseph de Urtiaga y la Parra. En el siguiente mapa se muestra la jurisdicción del corregimiento a inicios del siglo XVIII y los pueblos sujetos expresados anteriormente.
Fuente: Stangel, Werner. «Corregimiento de Querétaro. 1701». Jurisdicciones. Austria, 2021. HGIS de las Indias. https://www.hgisindias.net/dokuwiki/lib/exe/fetch.php?media=mapas_base:queretaro_jurisdiccion_nes_1701.png.
En las descripciones de estos eventos era común exaltar la vestimenta de los protagonistas, quienes llegaban con sus mejores galas y joyas, pues sus ropajes denotaban su poder e importancia en el escenario político local. Como comenta Osornio, «la ostentación fue la señal máxima de rango, poder y autoridad, y la 'apariencia' se convirtió en un valor social altamente apreciado [...] el poder se manifestaba y constituía a través de la pompa externa de estas ceremonias»55. Incluso, en el desfile militar que se realizó al concluir la aclamación, los vecinos principales continuaron marchando a pesar de la lluvia, «[...] mas sin hacer caso del agua que despedía, prosiguió la marcha y sin hacer estimación de los costos de las galas, se hacía desprecio de ellas para que no volviesen a servir en otra ocasión»56. Es decir, los republicanos demostraban su capacidad económica y poder al arruinar sus atuendos.
Aunque el grueso de los asistentes mostró sus mejores vestidos, la descripción que realizó el escribano Salvador Perea de las prendas de Joseph de Urtiaga destacó del conjunto, dado que fue la más destallada. De lo anterior, se puede interpretar que el alférez real fue el protagonista de la fiesta y de la certificación. La propuesta se reafirma por las diversas referencias a los elementos que aportó, como la manufactura del estandarte, mazas, las gramallas de los reyes de armas, la construcción del tablado de Santa Clara, el financiamiento de los fuegos, la repartición de monedas en la aclamación y el convite de refrescos a los nobles.
Las especificaciones buscaban incrementar el prestigio de la familia Urtiaga y obtener beneficios políticos, como era mantener el puesto de alférez real, demostrar su poder y riqueza. A este ascenso político y social se sumará que, durante las dos décadas posteriores, ostentó gran influencia en el cabildo, especialmente porque su puesto tendría el privilegio de postular a los candidatos para las alcaldías ordinarias57, proceso donde conformó una red clientelar con actores externos al ayuntamiento; también se añadió el factor religioso, dado que, una década después de la jura, comenzó con la reconstrucción y ampliación de la capilla de la cofradía de la Purísima del Pueblito, así como la promoción del simulacro mariano entre sus pares, culto que se institucionalizará en la década de 1730. De igual manera, en 1722, apoyó en el antiguo culto a la Cruz de Piedra instalada en el Colegio de Propaganda Fide, a través del financiamiento del libro Cruz de Piedra, imán de devoción58.
Ya instaladas las autoridades de ambas repúblicas, se procedió a entregar el estandarte al alcalde mayor, y sobre los evangelios: «juraban obediencia, lealtad y fidelidad al Rey nuestro señor Don Phelipo quinto y al serenísimo Príncipe de las Asturias Don Luis Fernando su sucesor de su real corona en cuyo nombre se levantaba el real estandarte y que viva por muchos años y que todos los circundantes dijeron en voces altas, ¡Viva, viva, viva!»59.
A la jura del alcalde mayor, se otorgó el estandarte al alférez real, Joseph de Urtiaga, quien procedió con estas palabras:
[...] juro por mí y en nombre de toda la república y noble ciudad de Santiago de Querétaro y sus habitadores por nuestro legítimo Rey y señor natural al señor Don Phelipo quinto Rey de las Españas y al serenísimo Príncipe de las Asturias Don Luis Fernando su legítimo hijo y sucesor en su real corona, y a quien prometo obediencia, lealtad y fidelidad, derramando mi sangre en su servicio y en su real nombre quiero levantar el pendón y su real estandarte para que viva muchos años, a que todos los circundantes repitieron ¡Viva, viva, viva!60
Después de la jura del gobernador de naturales y, como era común en estas ceremonias, se comenzó la aclamación popular donde el alférez real expresó: «Castilla, Nueva España, noble ciudad de Querétaro [...] viva nuestro Rey y señor natural Don Phelipo quinto, Rey de las Españas y el serenísimo Príncipe de las Asturias Don Luis Fernando»61. A las muestras de júbilo, repicaron las campanas de todos los templos, la infantería hizo cinco salvas con carga cerrada y Urtiaga lanzó numerosas monedas a la población, momento donde se desarrollaba la 'catarsis colectiva'.
Repetidas por tercera vez las aclamaciones, las autoridades se retiraron al tablado levantado en Santa Clara, donde se replicaría el acto. En procesión se movilizaron todos los contingentes, marcha donde salió a relucir el carro triunfal costeado por el gremio de plateros y que se describió de la siguiente manera:
[...]adornado de ricas y vistosas colgaduras, se hallaba guarnecido y puesto un trono rodeado de exquisitas piezas de plata en distintas formas, sobre el trono una silla de rico terciopelo encarnado, cubierta la madera en que se formó con chapas de plata de martillo a donde el primor del arte ocupó el cincel formando un solio de una rica concha hecha de plata en perfiles dorados con primoroso esmero a los dos lados, diestro y siniestro, dos mancebos aseadamente vestidos en forma de ángeles[...]sirviendo de guardia en lo superior del juego del eje delantero iba un gallardo mancebo representando la fama ricamente adornado de diversas joyas y en la forma en que lo usaba la gentilidad con un clarín de plata en la mano, tiraban el carro seis caballos manchados de blanco y colorado.62
Más allá de describir todos los elementos que conformaron la aclamación, es de relevancia identificar aquellos momentos donde se mostraron los elementos identitarios de la urbe, como era la antigüedad del título de ciudad y sus grandezas. Una de estas manifestaciones fue cuando se describieron las gramallas de los reyes de armas, que al frente tenían las armas del rey y en el espaldar «las armas que esta nobilísima ciudad goza desde su erección que fue el año de mil seiscientos y cincuenta y seis gobernando esta Nueva España el Excelentísimo señor Duque de Alburquerque»63.
Otra manifestación para denotar la lealtad de la urbe y su derecho al título de ciudad tuvo lugar al interior del templo de San Francisco, el 10 de octubre, al día siguiente a la fiesta, cuando se destacó que la casulla que portaba el guardián del convento, fray Domingo Sedano, estaba incorrupta a pesar de que tenía 170 años de antigüedad:
[...] habiéndola traído a este reino el venerable padre fray Jacobo Daciano, príncipe de Dacia y religioso de nuestro padre San Francisco, que fue de los primeros que vinieron cuando la conquista de este reino y fundador de esta santa provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán, por cuya razón se mantiene en esta parroquia y convento capitular del señor San Francisco con particular reverencia.64
Frutos de santidad que diferenciaban a Querétaro entre las urbes del escenario regional. Por otra parte, en la función religiosa y al tiempo de cantar el evangelio, los miembros del cabildo se levantaron y entregaron el estandarte al alférez quien:
[...]lo cogió en la mano siniestra y sacando de la vaina un rico espadín que a la cinta traía, en esta forma asistieron hasta que se acabó el evangelio dando a entender en aquella singular demostración que la real corona de España, sus pendones y estandartes, los señores reyes católicos con la espada en la mano derramarían la sangre de sus venas en defensa del santo evangelio y propagación de la santa fe católica como hoy están ejecutando contra los infieles y paganos.65
Mediante estas demostraciones, la ciudad de Querétaro no solo refrendaba su integración a la monarquía mediante la jura del monarca y la defensa de la fe, sino que daba cuenta de su identidad, de matriz hispánica, y su deseo de despuntar entre las demás urbes, por ello destacó la casulla que daba cuenta de que el poblado fue evangelizado desde los primeros momentos del arribo de los europeos y que su convento de menores era el principal en la provincia franciscana de Michoacán.
La aclamación, las certificaciones de los pagos para la obtención del título y los donativos para la corona, al parecer, tuvieron buenos resultados, puesto que, en septiembre de 1712 se realizaron una serie de diligencias en Madrid, donde se solicitó al monarca confirmar el título de ciudad, y se destacaban los actos antes realizados; asimismo, se expusieron otros argumentos que resaltaban las particularidades de Querétaro.
Primeramente, representaron que, en sus orígenes, los primeros vecinos españoles, a costa de sus haciendas, sustentaron la guerra contra los chichimecas (1550-1600) hasta reducirlos a la paz y religión; asimismo, que fundaron presidios y poblaciones, como fueron los reales de minas de Zacatecas, Ramos, San Luis, Guanajuato y Xichú, hasta llegar a Nuevo México66. Con estas afirmaciones, se representó a Querétaro como una de los asentamientos más antiguos y leales a la Corona, pues gracias a ella se logró la conquista del septentrión y se posibilitó la fundación de los reales mineros que daban vida a la economía del imperio.
En el mismo documento, expusieron la grandeza de sus construcciones, cantidad de conventos, traza urbana, el apoyo para para la Real Hacienda, que era más de 15.000 pesos hasta 1706 y, por último, «en la aclamación de Vuestra Majestad y del Príncipe, nuestro señor, que la referida ciudad ejecutó con la mayor solemnidad, gastó muchos ducados... Suplica a Vuestra Majestad se sirva mandar despachar confirmación del título de muy noble y leal ciudad de Santiago de Querétaro»67.
La cédula real de confirmación se firmó en 1713 y no fue hasta finales de 1714 que el Real Acuerdo recibió la confirmación del título, tardanza que se puede atribuir al conflictivo contexto de la guerra de sucesión. La prolongación de este proceso, posiblemente, ayuda a comprender por qué hasta la década de 1730 se publicaron las ordenanzas de la ciudad; disposiciones donde, nuevamente, Joseph de Urtiaga tuvo gran injerencia, pues colocó como protectora de la urbe a la imagen milagrosa que promovía.
5. Conclusiones
La celebración queretana se desarrolló como en otros espacios de la monarquía y dio cuenta de los anhelos de las corporaciones por recibir el favor real, ya fuera para obtener un título de ciudad, oficio público o demostrar su injerencia en el escenario regional. Empero, al analizar detenidamente los casos locales, se pueden visualizar diversos fenómenos que cruzaban al momento de la festividad y que ayudan a comprender el devenir y funcionamiento de esas sociedades.
La realización e impresión de las aclamaciones, aunque era un fenómeno común a los territorios hispánicos, también respondía a procesos y preocupaciones locales, situaciones que complejizaban el escenario festivo y determinaban qué actores participaban y los elementos a mostrar durante las funciones, como fue en el caso sanmiguelense donde el factor indígena fue resaltado, o en San Bartolomé Honda donde el tablado más imponente se colocó en la residencia del benefactor de la fiesta; asimismo, en el caso queretano, se resaltó la antigüedad, las armas de la ciudad, la riqueza de los vecinos y, especialmente, lo aportado por Urtiaga para exaltar la lealtad de la ciudad y de su persona a la monarquía.
En nuestro caso, la celebración fue de vital importancia para la urbe, como entidad jurídica, porque gracias a ella se movieron los ánimos del monarca para confirmar su título de ciudad, y, por tanto, para continuar con sus prerrogativas y privilegios, que la diferenciaba y colocaba por encima de las demás villas y pueblos del espacio abajeño. Además, dieron cuenta de los elementos que daban identidad a su población, como era su historia, la primigenia evangelización del territorio, su imagen portentosa, la nobleza, lealtad y generosidad de sus habitantes, su poderío económico, etc. Estas características la separaban de su antigua condición de 'pueblo de indios' y la proyectaban hacia el provenir como una cristiana y poderosa ciudad de españoles
Con la aclamación, los gastos realizados y las demostraciones de riqueza, las autoridades buscaban equiparar a la urbe queretana a la par de las demás ciudades novohispanas, pues ella también tenía la capacidad de generar ese 'capital simbólico' donde se expresaba la opulencia y el poder; sin embargo, este proceso de acumulación de capital no concluyó con la celebración, sino que continuó a lo largo del siglo, de mano de nuevos actores sociales que financiaron textos sobre los venerables y las religiosas locales, así como de los festejos de su nuevo acueducto; promovieron la llegada de más órdenes religiosas y costearon la construcción de sus cenobios; impulsaron imágenes milagrosas y erigieron un santuario mariano; solicitaron una sede episcopal y apoyaron la construcción y redacción de una historia urbana que iniciaba con la aparición portentosa de Santiago y una Cruz refulgente en el cielo queretano, elementos que se mostraban en su escudo de armas.
Si bien la aclamación de 1710 no fue la primera fiesta que se organizó en la urbe, pues en 1680 hubo una gran celebración donde se hicieron referencias a la monarquía y a los gobernantes del pasado prehispánico para conmemorar la inauguración de la Congregación de Guadalupe, sí fue la primera función que financiaron las autoridades del cabildo español. Por tanto, el acto fue un parteaguas en la dinámica festiva de la ciudad y un punto de arranque, pues en las décadas siguientes se expresará la opulencia de la urbe a través de la fiesta de inauguración de su acueducto de 1738 y se demostrará la lealtad al monarca por medio de la aclamación a Fernando VI realizada en 1747, celebración de natalicios y por la llegada de las autoridades locales; manifestaciones que quedarán registradas en las actas del cabildo y en publicaciones.