Introducción
El carácter contundente de la obra de Marvel Moreno permite que, en la actualidad, se haya convertido en un objeto de estudio de críticos y académicos, tanto del mundo de la literatura como del campo social y feminista. Su escritura se cuela entre los intersticios del siglo XXI, y posibilita iluminar y ampliar discusiones sobre aspectos sociales, políticos y culturales del Caribe colombiano y, asimismo, de Latinoamérica.
De este modo, su primera novela, En diciembre llegaban las brisas, es una oportunidad para leer el mundo desde la mirada de una mujer caribeña y, por extensión, la mujer latinoamericana; además de ser un suelo fértil para proponer las consecuencias de las construcciones sociales que han moldeado las vidas de hombres y mujeres en una sociedad que los ha reproducido a lo largo de las generaciones. Así, a través de su escritura, es posible reconocer e interpelar las múltiples capas de sentido que caracterizan la concepción de lo femenino en la sociedad colombiana, y latinoamericana.
La pluma de Marvel Moreno
Marvel Luz Moreno Abello nació el 23 de septiembre de 1939, en una familia burguesa en la ciudad de Barranquilla, en el norte de Colombia. Fue educada en medio de una dicotomía que más adelante sería el centro de su obra: entre una madre que deseaba hacer de ella una mujer digna de un matrimonio solvente, y un padre con espíritu progresista que la iniciaría en el amor por la literatura y la vida intelectual.
Más adelante, después de haber contraído matrimonio, Marvel se radicó de manera definitiva en París. Allí fue donde inició la producción literaria al publicar su primer libro de cuentos Algo tan feo en la vida de una señora bien (1980), obra que posteriormente denominó Orianne, tía Orianne. Después publicó su primera novela En diciembre llegaban las brisas (1987), reeditada en 2005 y 2014 por Alfaguara, y que obtuvo el premio literario internacional Grinzane-Cavour, en 1989.
Tras este reconocimiento, tres años después lanzó su segundo libro de cuentos, El encuentro y otros relatos, mientras que su último trabajo de cuentos, Las fiebres de Miramar, fue incluido en el compilado Cuentos completos, publicado por Alfaguara en 2017. Por último, en 2020 se publicó su segunda y última novela El tiempo de las amazonas, escrita en 1994, un año antes de su muerte, en París1. Esta novela simboliza una lucha por las controversias que rodearon su publicación y que impidieron que saliera a la luz por más de veinte años. Allí, ya es posible reconocer una escritura mucho más madura, reflexiva y vigente, que representa, por demás, sus últimos meses de vida.
Disidente y audaz: un vistazo a la escritura de Marvel Moreno
La importancia que ha tomado la obra de Marvel Moreno con el pasar de los años, pese a no ser demasiado extensa, se debe a los desafíos que genera en dos ámbitos de la vida social: ser mujer y escritora; además, del reto de escribir en las décadas del setenta y ochenta, cuando imperaban los valores sociales conservadores. Es decir, la novelista emplea la narrativa como una válvula de escape que relata, desde adentro, la vida íntima de la élite burguesa de su época para ponerla en tensión, especialmente temas como el matrimonio y la sexualidad. A propósito, Abdala (2009), en su artículo sobre la vida y obra de Marvel, refiere un comentario del crítico literario francés Jaques Gilard en donde este:
Habla sobre las dificultades de ser mujer y escritora en un país de tradición conservadora y eclesiástica, cuya intelectualidad practicaba un humanismo patriarcal y religioso que impidió el desarrollo de una tradición de escritoras. Gilard plantea que la única posibilidad real para una literatura femenina surge a través de la ruptura con ese medio. Es así como analiza los vínculos que algunas escritoras mantienen con la ideología dominante y las rupturas de otras. (p. 95)
A partir de esa ruptura, Gilard (1982, citado por Abdala, 2009) ubica la obra de Moreno, ya que esta expresa con “seriedad y compromiso ético” un alejamiento a las comodidades propias de su situación social y económica para escribir; de suerte que, por medio de la ficción, la autora relata una realidad que atraviesa la existencia de las personas de la época.
De este modo, Algo tan feo en la vida de una señora bien (1980) o En diciembre llegaban las brisas (1987) no representan solamente las experiencias contextuales del Caribe colombiano o latinoamericano, sino que también problematizan la existencia de lo femenino desde una mirada de provincia y al margen de los privilegios intelectuales que rodean lo masculino. Asimismo, desde la construcción ficcional de las costumbres y conductas de una élite criolla, estas obras despliegan críticas a los dogmas religiosos, las posturas políticas promulgadas desde las posiciones privilegiadas de los protagonistas y las relaciones de poder que sostienen la sociedad.
A propósito, en el prólogo a la reedición de la novela En diciembre llegaban las brisas (2014), la feminista y activista francesa Florence Thomas (2014) escribe:
Lo contado aquí por Marvel no me generó ni extrañeza ni desconcierto. Por el contrario, me ofrecía mensajes transparentes de la mutación de un sistema patriarcal que se confrontaba con una Modernidad que, en relación con la vida de las mujeres -con sus amargos, cuando no violentos, encuentros con los hombres, con la inseguridad del amor y con su sexualidad vigilada y controlada-, no lograba cambiar casi nada. (p. 10)
A partir de este panorama, se justifica conocer más a fondo el grueso de la obra de Moreno, puesto que allí se esconde la riqueza de una lectura personal y situada del mundo social de la costa Caribe colombiana y el anhelo de emancipación desde esa realidad. Ahora bien, en el caso de En diciembre llegaban las brisas, esta consta de tres partes: la primera, terminada en septiembre del 1979; la segunda, en marzo de 1982, y la tercera, en julio de 1984; estrategia de producción relacionada con la cercanía que sentía Moreno con la muerte a propósito de su enfermedad, el lupus, y del deseo de que su obra fuera leída de forma independiente, sin perder el sentido.
En cuanto a sus cualidades narrativas, la novela está protagonizada por siete mujeres: Dora, Catalina y Beatriz, las protagonistas de las tres historias que se relatan; la abuela Jimena y las tías Eloísa e Irene, quienes acompañan cada una de las historias y constituyen la memoria, la tradición y la reflexión de los sucesos narrados. Finalmente está la narradora en tercera persona del singular, la voz particular de Lina Insignares, amiga, nieta y sobrina. Así las cosas, Lina resulta ser el hilo conductor de estas tres historias y, por medio de sus elucubraciones, es posible conocer el destino de estas tres mujeres que, a su manera, personifican las múltiples realidades de las protagonistas, encarnación de mujeres colombianas y latinoamericanas de los años 1960, además de madres y abuelas de una generación de mujeres con múltiples derechos y libertades conquistadas que, sin embargo, aún se identifican con lo que se narra en la novela.
Tesis y argumentos
Disertaciones sobre lo femenino
Para entrar al terreno de lo femenino, sus complejidades y múltiples significados tal como se representan en la obra de Moreno, es importante desglosar primero la noción de género. Este se presenta como una construcción simbólica que se alimenta de variables sociales, culturales, económicas, psicológicas, eróticas, jurídicas y políticas asociadas a las características biológicas de un sujeto; por tanto, “permite comprender a cualquier sujeto social cuya construcción se apoye en la significación social de su cuerpo sexuado con la carga de deberes y prohibiciones asignadas para vivir, y en la especialización vital a través de la sexualidad” (Lagarde, 1996, p. 14).
Lo anterior da cuenta de las disímiles formas mediante las cuales los cuerpos de hombres y mujeres son significados dentro de la sociedad. De este modo, se relacionan características intrínsecas a cada sexo para configurar su actuar: esos cuerpos son moldeados y educados para tomar una posición y función determinadas dentro de una sociedad. En este sentido, comprender la condición femenina implica ahondar en esas percepciones que han sido asociadas a las mujeres desde su condición biológica; esto es, características que se consideran inherentes y esenciales a su ser, con lo cual se ratifica que “el género es el significado cultural que adquiere el cuerpo” (López Pardina, 2012, p. 101).
Para indagar acerca de las concepciones de lo femenino, es fundamental abordar las ideas de la filósofa y feminista francesa Simone de Beauvoir. En su obra El segundo sexo relaciona términos propios de la filosofía clásica como la trascendencia (mundo de las ideas, el pensamiento, el espíritu, el alma) y la inmanencia (lo físico, lo corpóreo) con las formas de aprehender el mundo desde posiciones masculinas o femeninas. En este sentido, los varones son considerados sujetos libres, plenos en el campo del pensamiento y transcendentes, además de personas con ideas “inmateriales, atemporales, eternas y absolutas”; mientras que las mujeres quedan reducidas al plano corporal o lo que es igual: cuerpos de “carne, materia corruptible y perecedera” (cfr. López Jorge, 2010, p. 140).
De manera similar, la constitución del sujeto viene ligada a la necesidad de la afirmación del Uno -en este caso el sujeto masculino- en oposición al Otro -sujeto femenino-, puesto que “todo sujeto ‘pretende afirmarse como lo esencial, constituyendo al otro en lo inesencial, en objeto’” (De Beauvoir, citada por López, 2010, p. 141). Es posible, entonces, observar cómo esta gramática social se reproduce en relaciones de injusticia social con grupos como inmigrantes, población afrodescendiente, entre otros. Sin embargo, la opresión que se da entre hombres y mujeres es distinta, puesto que existe una relación de reciprocidad dada a partir de la necesidad que tiene uno sobre el otro para reafirmar su existencia; es decir, lo masculino solo se concibe asimismo como masculino en la medida en la que niegue lo femenino.
De este modo, lo femenino se sitúa como el gran Otro en oposición al varón; todo esto, mientras que la mirada masculina se ubica a sí misma en la cima de una jerarquía que, al percibir a lo femenino como lo negativo, lo carente y lo incompleto, lo instala en una posición asimétrica, razón por la cual “la ‘Otra’ nunca se piensa en términos de igualdad, sino de sumisión” (López, 2009, p. 73).
La consecuencia de todo esto es que el gran Otro, el “segundo sexo”, es concebido como un ser inesencial que se configura por y para la mirada que le permita reconocerse:
la asimetría se explica por las formas en que se tejen, además, las fibras de la identidad femenina, en las geografías y temporalidades más distintas, esa peculiar dualidad, dejándose mirar al tiempo que sabe que es vista, sabiéndose imagen para alguien más. (Rosales, 2021, p. 234)
Sin embargo, “todo individuo que desea justificar su existencia siente una constante necesidad de trascenderse”; es decir, convertirse en un sujeto con ideas, agencia propia y reconocimiento de sí (De Beauvoir, citada por López, 2010, p. 142); en términos de Hegel, ser-para-sí2. La emancipación de las mujeres, entonces, aunque tropieza con muchos desafíos y pasa por la “represalia social”, al no ser un movimiento completo y colectivo, resulta ser la vía para tener una existencia auténtica. A partir de esto, De Beauvoir propone una libertad situada, no universal, que reconoce los diferentes contextos y retos; por ejemplo, la situación biológica de las mujeres respecto a la reproducción y la consecuente relación que se da con la maternidad; la que, sin embargo, no les impide a las mujeres llegar a convertirse en sujetos trascendentes.
Entre arquetipos y estereotipos
Como el género abarca todo lo inherente al “sentido de la vida y los límites del sujeto” (Lagarde, 1996, p. 12), si se parte de la idea de lo femenino desde los preceptos de De Beauvoir como un ser constituido desde la inmanencia y la inesencialidad, es posible vislumbrar cómo se ha configurado social y culturalmente una idea de mujer en las sociedades. En otras palabras, sobre cómo deben ser las mujeres y cuáles serían sus actitudes y roles para desempeñarse socialmente en el marco de una lógica que condiciona los esquemas culturales del género.
Así, pues, dado el indudable peso de la herencia de Occidente en el contexto latinoamericano, existen unos modelos arquetípicos que definen cómo se concibe a las mujeres. Por esto, es necesario reconocer la carga histórica que ha configurado la construcción de arquetipos que han nutrido los comportamientos de figuras femeninas en los ámbitos mitológico y religioso, y que, circulando en discursos literarios y doctrinales, han terminado en moldes que aseguran una identidad cultural exclusiva para las mujeres. De aceptarse esto, lo más inmediato que se comprende al repasar las narrativas de la mitología griega clásica hasta el presente es que estas han instalado y naturalizado unos patrones ontológicos, psicológicos y praxeológicos que legitiman el papel subordinado de la mujer en el orbe social.
Por ejemplo, en el mito de Pandora, la mujer es representada como “la introductora del mal y la primera amante del engaño, del artificio y de la mentira” (Pozo, 2021, p. 45), puesto que tanto la indumentaria (vista como el artificio y propio de lo femenino) como su pulsión de actuar de manera irracional la llevaron a abrir la caja que poseía todos los males del mundo. En este sentido, Pandora trae consigo los rasgos distintivos que definirán las mujeres como desmedidas e incapaces “de ejercer el autocontrol, por lo que su conducta tenderá al sentimentalismo y a la pasión. Ello llevará a dibujar el arquetipo de la mujer con base en la avidez, que se expresará tanto en su vertiente económico-material como sexual” (Pozo, 2021, p. 49).
Todo esto, mientras que en la Odisea se relata el castigo que recibió la diosa Afrodita por parte de su esposo, Hefesto, debido a sus relaciones extramatrimoniales con Ares. Como se sabe, luego de ser apresada y ridiculizada frente a los dioses hombres, fue liberada a cambio de que el padre de Afrodita le devolviera a Hefesto el valor de la dote que había pagado, pues su promiscuidad la hacía impropia como esposa, tal como lo manifestó; pero: “los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada. Que esta es hermosa, pero no sabe contenerse” (Homero, 2019, p. 56). Por esto, Afrodita es sometida, maltratada y humillada, además de ser expuesta públicamente, delante de todos los dioses, a actos indignos, sin duda, y justificados en el deshonor que sentía Hefesto por el adulterio.
Asimismo, podemos ubicar en el mismo nivel de cualificación negativa la historia de Medusa, una joven bella y mortal sacerdotisa de Atenea que, al ser violada por Poseidón en el templo de la diosa, recibe por parte de ella el castigo por la deshonra de su santuario y es transformada en una monstruosidad. Medusa es víctima de la desidia de Atenea pese a ser ella quien sufre la violación y, en lugar de ser reconocida como una víctima de Poseidón, se le culpa por profanar el templo; entonces, recibe el castigo. Más adelante, su figura servirá a Perseo para lograr la fama y proclamarse como un héroe, convirtiéndose en su gorgona.
Del mismo modo, en la tradición judeocristiana se encuentra la dualidad de la María. Por un lado, está instalada la virgen María; esto es, el ideal de mujer y madre de Occidente. María, a través del sí, accede a portar en su vientre el hijo de Dios, convirtiéndose en la figura que reafirma, por medio de su discurso, todos los deseos de lo masculino, sin importar las consecuencias que eso implique para ella misma. Además, resulta ser la primera discípula de su hijo Jesús, labor en la cual María exalta sus virtudes como madre abnegada, prudente, sumisa y obediente.
A partir de esta imagen positiva de María, se refuerza la idea de la mujer/virgen. Tanto así que, mediante acciones como el sincretismo, propio de las comunidades indígenas con el fin de conservar el culto a sus verdaderos dioses, la virgen María llegó a encumbrarse como la patrona de los países hispanoamericanos. En México, por caso, designaron una gran importancia a María trasmutada en la virgen de Guadalupe, quien representa para esta cultura la posibilidad de continuar adorando a su diosa Tonantzin (García, 2016, p. 37); de suerte que, “en la religiosidad popular latinoamericana aparece como mucho más importante la figura de la virgen que las del padre, hijo y espíritu santo” (Różańska, 2011, p. 4). Así, de esta figura se desprenden los arquetipos de la madre/virgen y la esposa.
Pero existe la otra parte de esta figura, y es la que presenta la imagen de María Magdalena: una mujer prostituta, promiscua y sucia. Sin embargo, su vida se transforma cuando es redimida y considerada digna de respeto y buen trato tras el perdón de Jesús. Es, entonces, cuando su nueva vida deviene en torno al amor absoluto del profeta y, por ende, a la sumisión. De hecho, María Magdalena se aleja de todos los deseos carnales y se entrega completamente al celibato, la virtud y el servicio, ejemplificando a las mujeres de vida promiscua que se lograron encaminar a la virtud para considerarse dignas ante los ojos de los hombres. De este modo, se instalan arquetipos de la mujer como seductora, impúdica, sexual y pecadora; es decir, insumisa y pasional, pero que, si lo desea, puede rectificar su camino y convertirse en digna del perdón y la aceptación masculina.
En esa misma línea, aparece el arquetipo de la bruja como el símbolo de la soledad insurrecta, del peligro de la autonomía femenina y del conocimiento, razón por la cual la brujería termina siendo una respuesta perversa contra el angustioso orden social (Michelet, 2004). Según la Inquisición, las mujeres acusadas de brujería se caracterizaban por estar presas del mal, debido a que eran “débiles de cuerpo y de espíritu, animadas por un deseo insaciable de lujuria” (Chollet, 2019, p. 32). En este sentido, la asociación de la mujer con la prudencia, la obediencia, la abnegación y el arrepentimiento, hace que lo femenino se constituya en un sujeto que debe ser controlado, y al cual le cabe la represión y la sumisión para moldear y garantizar ciertos comportamientos.
De este modo, la mujer queda apresada en estos arquetipos, aun cuando entre ellos se den oposiciones pues representan formas disímiles de ser y de atravesar la experiencia femenina. Sin embargo, al servir de marco esencialista de su carácter, son los puntos fijos de entendimiento de su existencia, negando de manera absoluta, la complejidad y la duda sobre esas formas de reconocimiento.
Desde esta matriz de arquetipos se han venido tejiendo las narrativas que construyen un ideal femenino que, hecho una realidad en el contexto colombiano, y expuesto en la novela de Marvel Moreno, permite releer el conjunto de normativas de género a través de la experiencia de sus protagonistas quienes, al ejecutar acciones dentro del mundo de la novela, se confrontan con “la imagen de la mujer latinoamericana tradicional, imagen contradictoria de una sociedad patriarcal en la que se idealiza a la madre; pero, a la vez, se ve la pérdida de la virginidad como una degradación” (Różańska, 2011, p. 9).
Perspectiva metodológica
A partir de lo esbozado, en adelante se dará cuenta de cómo está configurado el universo femenino en En diciembre llegaban las brisas, de Marvel Moreno. Para tal fin, se tomó como base metódica el modelo hifológico de comprensión de textos, el cual sugiere, por un lado, relacionar elementos textuales con datos contextuales a partir del trabajo con el material indexical que ofrecen las obras (García Dussán, 2015); y, por otro, valorar comportamientos discursivos que asocian algunas unidades de análisis que actúan como representantes de la categoría central de este estudio ‘lo femenino’, a saber: estereotipo y arquetipo. En función de esta labor, se dividirán los resultados en tres grandes momentos, que están en armonía con las tres protagonistas de la novela en cuestión.
Dora
Dora vive y atraviesa las turbulencias del deseo desde la perspectiva de la dualidad esposa/virgen. Desde pequeña, su cuerpo encarna lo salvaje, pues manifiesta un aire innato que incita a la pasión y a la sensualidad; sin embargo, ella no es consciente de su corporalidad, ni de lo que representa para ella asumir algún tipo de gusto, deseo o instinto sexual. Su mente se encuentra atrapada en medio de los prejuicios que hereda del discurso y modelo de vida de su madre, una mujer adolorida y frustrada, que odia a los hombres, y quien se encarga de violar su espacio privado; además, de negarle la intimidad y confrontarla frecuentemente para prohibirle guardar algún secreto o tener alguna idea fuera de su control. De hecho, la madre de Dora “trató fascinada de hacerla suya, (...) la obligó a pensar en voz alta, a contarle sus secretos, a revelarle sus deseos: terminó por poseerla antes que ningún hombre, abriéndole a todo hombre el camino de su posesión” (Moreno, 2014, p. 29).
Pese a todos los obstáculos que impone su madre, Dora tiene una relación sentimental y sexual con su primer amante, Andrés Larosca, con el cual descubre el sexo y su propio placer corporal, sin que esto le despierte remordimiento alguno. En esta primera relación, Dora se siente libre, sin pensar y asumir las consecuencias que más adelante la condenarán y la entregarán sin piedad al maltrato y a la violencia. En este punto, Dora no se relaciona con su madre, razón por la cual se siente en plena libertad de entregarse al placer sin temores ni represalias.
Sin embargo, el placer para Dora, más adelante, trae el sabor amargo que surge de mezclar la culpa, la suciedad y la búsqueda de absolución. Por un lado, su amante decide abandonarla, puesto que no ve con buenos ojos el tipo de relaciones que mantiene con ella; además, no tolera que su esposa -una mujer rica y de buena sociedad- comparta espacios con la mujer que decidió entregársele sin más. Para Larosca, “Dora no era más que el pájaro apresado, la seducida quinceañera, la aventura, la emoción, el riesgo, una simple querida. Y la querida, estando asociada allí a la mujer de color, mulata-negra-sirvienta-puta” (Moreno, 2014, pp. 72-73). Por otro lado, Dora se hace una imagen negativa de sí misma, se siente perdida porque ya no es virgen; por tanto, no se considera digna de ser esposa; siente, entonces, que le falló a su madre y a la sociedad, y considera que lo único que le espera es la deshonra y el sufrimiento.
Convencida de todo esto, Dora conoce al médico Benito Suárez, quien se convertirá en su esposo. Este hombre personifica la dicotomía que rige las relaciones matrimoniales de la época, dado que desea una mujer virgen con la cual formar una familia, pero que no podrá ser el objeto de su deseo, ni desear, ni tampoco ser cómplice de sus apetitos sexuales. De hecho, para Suárez el enterarse que Dora no era virgen es motivo suficiente para justificar golpizas y señalarle, en repetidas ocasiones, el favor que le hacía al desposarla en sus condiciones no virginales: “quizá por eso se había casado con ella, porque habiéndose entregado antes a otro hombre constituía una ofensa perfecta a su dignidad, un insulto vivo, permanente, visible, que justificaba cualquier afirmación o desplante colérico” (Moreno, 2014, p. 98).
Tanto para Dora como para Catalina y Beatriz, el matrimonio representa la única oportunidad de legitimar un lugar propio en la sociedad y de tener un varón a su lado. No obstante, en el caso de Dora, el matrimonio también es visto como salvación a su ‘honra’, pues se efectuó después de sus aventuras eróticas de juventud con otro hombre. No obstante, y a pesar de que con Suárez tenía relaciones sexuales previas al matrimonio en donde ambos gozaban, el convertirse en su esposa se transformó en una negativa absoluta a su placer:
Las dificultades comenzaron cuando les nació el hijo (...) pues a partir de ese momento, y con la arbitraria tenacidad que caracteriza sus decisiones, Benito Suárez se negó a permitirle el placer a Dora alegando que su manera de provocárselo -utilizando su miembro para excitar su clítoris- era fundamentalmente perversa, aparte de que la madre de su hijo no debía regodearse en el lecho conyugal como cualquier ramera. (Moreno, 2014, p. 101)
De hecho, la relación repulsiva que caracteriza el vínculo de Benito con Dora resulta ser un calco de la represión bajo la cual él fue criado, ya que su madre era fascista y su estilo de crianza violento, prejuicios morales que este interiorizó y que imposibilitaban el goce y el disfrute sexual con Dora:
Benito Suárez se había obstinado a reducir a Dora a un cuerpo sin vida como si la excitación que ella representaba le resultase demasiado excesiva o enervante o, tal vez, por haber caído sin darse cuenta en la gran contradicción del hombre que no puede respetar a la mujer deseada, ni se atreve a desear a la mujer amada, o más precisamente, a la que pasa ante los otros por su esposa y madre de sus hijos. (Moreno, 2014, p. 98)
La mujer, propicia tanto para la vida conyugal, como para la reproducción y la vejez, debe encarnar el estereotipo de la madre asexuada y virginal; puesto que la visión que se tiene de su identidad y su dignidad está permeada por una visión judeocristiana y patriarcal que limita su sexualidad a la reproducción, y plasma en el varón la necesidad de satisfacer sus deseos carnales con mujeres que, según estos preceptos, no son aptas para la vida matrimonial. De esta suerte, el hombre es incitado a disociar lo femenino, haciendo que su deseo esté marcado por una contradictoria elección: la mujer que lo complazca sexualmente no puede ser la misma con la cual esté casado. Entonces, todo hombre tiene que
dividir su canalización. A las que se entrega su lujuria clasifican para él dentro de una categoría hecha para eso. Con la que se casa, en un intento de aplacamiento, tiene un destello “virginal”, una cualidad de inexperiencia, como si el sexo allí, con esa mujer, esposa correcta, fuera solo para las procreaciones que afianzarán la domesticidad como recurso de control personal, buscando que no esté atravesada por fervorosos espasmos de deseo, porque las esposas no son para eso. (Rosales, 2021, p. 64)
Así, al asumirse como esposa, Dora es despojada de su cuerpo, sensualidad, erotismo y sexualidad, y su deseo es negado por las prescripciones de su rol también como madre. De hecho, el impacto de la imagen negativa que Dora tiene de sí misma es lo que la impulsa a aceptar todo lo que Suárez le ofrece; así se evidencia en
su docilidad, por una suerte de agradecimiento pueril hacia el hombre que la había desposado dándole una casa, un hijo, un apellido, a pesar de haberla encontrado deshonrada. En realidad, su deshonra no se refería al desprecio que la sociedad podía sentir por ella, sino al desprecio que ella sentía por sí misma. Sí, al cabo del tiempo, Dora había repudiado su juventud, ese impulso de vida que le había permitido abrir su cuerpo al deseo y entregar su sensualidad sin recompensa, u obteniendo solamente a cambio el placer que al dar ella sentía, para acoquinarse en una vergüenza cerril. (Moreno, 2014, pp. 121-122)
Beatriz
Beatriz es una mujer criada bajo los valores de la religión hispanocatólica. Adoctrinada desde pequeña por su tía, ve en la obediencia, la prudencia, la abnegación y la pulcritud las bases de un comportamiento moralmente correcto. Para ella, la familia es lo primordial y hará lo que esté a su alcance para conservarla. No obstante, Beatriz manifiesta unos conflictos internos que permean su relación con el sexo opuesto, causados por las conductas de su propio padre con el que creó lazos identitarios e ideales de la masculinidad al ser su más importante modelo. En efecto, se sabe que este engañó a su madre y, con sus actos irresponsables, rompió el lazo familiar que para ella era inviolable; de modo que su relación a nivel sexual y afectivo con los hombres se ve atravesada por este acto, puesto que, como lo afirma Beatriz, “solo podía amar a hombres innobles” (Moreno, 2014, p. 440). Esto es lo que justifica la relación con Javier Freisen, su esposo.
De hecho, el matrimonio de Beatriz y su forma de experimentar el sexo son representadas desde la violencia y la posesión. Su esposo, un hombre agresivo por naturaleza, descubre en sus acercamientos con Beatriz que la única forma de hacerla gozar es en contra de su voluntad; es decir, Beatriz solamente encuentra placer cuando su cuerpo es tomado agresivamente y poseído; de manera que el goce es permitido si es en función de complacer al otro y en pugna con su propio deseo: “Javier no perdía ninguna ocasión de hacerla gozar contra su voluntad y en las circunstancias más comprometedoras. Cuando se cansó de tanto perseguirla, (...) resolvió ponerle las cosas en claro poseyéndola de una vez por todas” (Moreno, 2014, p. 423). De esta suerte, en un inicio, el sadomasoquismo permea sus relaciones con Javier y, finalmente, tras ser violada por este, la condenan a un matrimonio por obligación. La única defensa de esta mujer fue pensar que la victoria del violador “consistía, no en violarla, sino en obligarla a compartir en placer” (Moreno, 2014, p. 425).
De este modo, para ella el matrimonio se convierte en un castigo por haber sido violada, hecho enterrado al silencio, al tiempo que el fin mismo del placer que, en algún momento, obtuvo de estos encuentros. Poco a poco, Beatriz se vio sumida en un ensimismamiento cuya única compañía eran los celos de su marido que la obligaron a encerrarse en una fuerte depresión; “saberse embarazada, le había dicho por esos días a Lina, y obligada a casarse contra su voluntad, había bloqueado en ella toda capacidad de deseo y hasta el deseo mismo de vivir” (Moreno, 2014, p. 433). Sin embargo, su infelicidad y la negación de su placer no la inhiben de sus deberes como esposa, pues Beatriz siguió cumpliendo su rol, como bien refiere:
Intentó conformarse con su suerte y organizar toda una estrategia para escapar a la depresión que le provocaba su vida conyugal; así, recurrió a la vaselina y a ciertos ejercicios de contracción aconsejados por su ginecólogo, apaciguando al fin los celos de Javier. (Moreno, 2014, p. 450)
Beatriz apostó por ofrendarse como objeto de placer ante Javier, en la medida en que anuló la búsqueda de su propio placer. En este sentido sus exigencias juveniles son acalladas de modo que, por su propia voluntad, transforma su placer corporal en sufrimiento y, finalmente, en la decisión de suicidarse. Y, de todo este destino, queda la reflexión de Beatriz a Lina Insignares:
El placer del orgasmo, le diría a Lina, no compensaba las humillaciones a las cuales debía someterse para obtenerlo: era demasiado breve, venía precedido de la angustia y la abandonaba en plena culpabilidad; odiaba en el erotismo lo que justamente Dora y luego Catalina habían descubierto un día fascinadas: una manera de afirmarse a través de la transgresión, un momentáneo silencio de la voluntad para encontrar el fulgurante silencio de lo absoluto. (Moreno, 2014, p. 450)
Catalina
Por otra parte, la figura de Catalina exhibe una amplia gama de características que contrariaban a la sociedad de la época. Los habitantes del barrio El Prado la veían como la imagen de Divina Arriaga, su madre, quien, en el pasado, y a fuerza de su inteligencia, sensualidad y fortuna, había llevado a la sociedad a confrontarse con sus propias sombras, sus deseos más ocultos y frustrados. Divina Arriaga deja relucir “aquel desparpajo con el cual expresaba sus ideas que reventaban como totes en el puritanismo de la ciudad” (Moreno, 2014, p. 183). Y, sobre todo, expone notablemente las complejidades y múltiples formas de encarnar lo femenino, pues ella era
A quien la maledicencia había transformado en fantasma de lujuria sugiriéndoles a ellos, con sus esposas domesticadas y sus prostitutas banales, siempre previsibles, la imagen de la sensualidad absoluta, presentida alguna vez en la infancia, inútilmente buscada a lo largo de la vida, deseo irreconocible, desarticulado y mortal clamando su frustración en los trasmundos del inconsciente. (Moreno, 2014, p. 212)
De hecho, uno de los mayores insultos al referirse a Divina Arriaga era su reducción esencial a ser una prostituta; o lo que es igual, de mujer impura, libertina y pecadora. Por otra parte, su hija, Catalina, era repudiada por toda la sociedad, y su belleza se convirtió en la huella viva de los atrevimientos de su madre. Por tal motivo, el matrimonio para Catalina constituía una forma de limpiar la mancha de un pasado que cargaba a cuestas y que le permitía integrarse a una sociedad que solo la aceptaría en su rol de esposa; es decir, como sujeto domesticado o subyugado a un hombre.
En su vida aparece Álvaro Espinoza, un adinerado psiquiatra con marcadas tendencias homosexuales, y quien resulta ser la tabla de salvación en la incertidumbre de su devenir. Espinoza comprende que puede manipularla y ser su esposo acudiendo a sus debilidades; esto es, mostrarse como el único hombre capaz de tomarla de la mano y enfrentar una sociedad por hacerlo. Así, Catalina debe despersonalizarse para amoldarse a la imagen de la mujer que debe representar si quiere ser aceptada y tener éxito en la sociedad:
No bastaba ser bonita, tener dinero, saber vestirse; había que transformarse mentalmente sometiéndose a una especie de autocensura a partir de la cual, como las cremas que aterciopelaban la piel, toda impureza quedaba oculta, todo pensamiento susceptible de deformar la imagen de muñeca programada para responder con exquisita tontería a las personas que de su tontería no dudaban un minuto, anulando en sí misma el más ínfimo signo de personalidad, la mirada, la palabra o el gesto capaz de delatar una conciencia y así romper el hechizo de quienes solo como objeto podían y querían adorarla. (Moreno, 2014, p. 216)
Dentro de la vida conyugal, Catalina tiene que soportar los múltiples ataques verbales de su esposo y la negación de experiencias sexuales más allá de un encuentro furtivo en sus días de ovulación; pues Álvaro Espinosa la obligaba a asumir las relaciones sexuales como un protocolo necesario para la reproducción, reduciéndola a un objeto destinado a ampliar su linaje y suprimiéndole todo deseo erótico propio. Sin embargo, todas estas actitudes -incluida su mezquindad con el dinero-, no logran socavar la personalidad y la fuerza de Catalina. Muy al contrario, la imagen del matrimonio para ella semejaba
al laberinto erizado de púas en el cual apenas si podía moverse porque todo gesto, palabra o silencio suyo provocaba de inmediato la crítica hiriente de aquel marido empeñado en convencerla de que le era inferior y estaba obligada a someterse incondicionalmente a su criterio. (Moreno, 2014, p. 250)
Debido a esto, dejó de ser el centro de sus preocupaciones. Decidió, entonces, reclamar su deseo, por lo que leyó sobre sexualidad y encontró en otros amantes el verdadero placer, que reclamó sin pudor, negándose a rechazar y condenar su feminidad. Asimismo, se propuso aprehender el lenguaje y hacerlo suyo a través del análisis de las estrategias discursivas que su esposo empleaba para destruir su autoestima, siendo su reacción el uso estratégico del silencio.
Catalina logró romper el yugo de la violencia de manera definitiva con dos recursos finales: por un lado, su madre le ayudó a tener una autonomía financiera, pues Divina Arriaga reconocía que la independencia de una mujer dependía de eso; por otro lado, enfrentó a su esposo y su disimulada homosexualidad puesto que, como lo expresa Silvana Paternostro (2021) , “la combinación de virilidad, homofobia e influencia religiosa podía llevar a nuestros hombres al punto de autoconvencerse de que dos hombres podían mantener relaciones sexuales sin participar por esto en un acto homosexual” (p. 58). Así, Catalina expone a su cónyuge a sus propios fantasmas para recuperar una libertad que le fue arrebatada, y logra desinstalarse de la supremacía que le daba a Álvaro Espinosa que ella se reconociera únicamente por y para su rol de esposa y madre, pues
él había cometido la imprudencia de justificar su poder por el dominio que la sociedad le permitía ejercer sobre su esposa y a partir del cual se afirmaba en el mundo sometiendo sin contemplaciones a cuanta persona las circunstancias pusieran bajo su autoridad. (Moreno, 2014, p. 271)
De esta suerte, en estas tres mujeres se encuentra un destino común, a saber: se convirtieron en esposas y madres a fuerza de amoldarse a lo esperado para las mujeres de su época y a su posición social. Aún más, sus matrimonios, equiparan las relaciones que ellas mismas y sus madres adoptaron como norma para desenvolverse en la vida conyugal y sexual. Por un lado, Dora, y su madre, doña Eulalia del Valle, experimentaron la castración y el desprecio a sí mismas como vía para ser esposas; mientras que, por otro, Beatriz y su madre, la Nena Avendaño, constituyeron la familia como institución más importante de sus vidas y, asimismo, se sacrificaron hasta convertirse en mártires de sus hogares. Finalmente, Catalina y su madre, Divina Arriaga, fungen como las figuras femeninas turbulentas y fatales que se negaron al matrimonio como suceso único que da piso a su existencia.
Devenires femeninos, asimetrías de poder y prácticas de dominación
A partir del arquetipo de la madre, elemento transversal que relaciona la existencia de las protagonistas de la novela, se afianzan distintos estereotipos que rigen y, por ende, regulan el comportamiento de las mujeres, puesto que “el estereotipo no tardó en convertirse en una metáfora social que venía a exaltar la impresión de rasgos inmodificables devenidos del vínculo entre un registro, una imagen y las cualidades morales que le fueron atribuidas” (Vallejo y Miranda, 2021, p. 9). Entonces, cualidades determinadas como propias e inherentes para el ejercicio de la maternidad deben ser adoptadas como implícitas y naturales en su comportamiento: abnegadas, castas, pudorosas, complacientes, cuidadoras, generosas; en suma, virtuosas.
Del mismo modo, la teórica estadounidense Iris Young determina que la estereotipación de un grupo social3 (en este caso, las mujeres) forma parte de lo que ella denomina imperialismo cultural, una de las cinco caras de su teoría acerca de la opresión, y de lo cual afirma que conlleva una experiencia universal y la impronta normativa de un grupo dominante. Además, señala que “quienes están culturalmente dominados experimentan una opresión paradójica, en el sentido de que son señalados conforme a los estereotipos y al mismo tiempo se vuelven invisibles” (Young, 2000, pp. 103-104). En este sentido, para Young, las mujeres han sido un grupo oprimido históricamente y, desde la lógica del imperialismo cultural, se han tejido narrativas que configuran su ser y estar en el mundo desde la estereotipación y la negación:
Quienes viven bajo el imperialismo cultural se hallan a sí mismas definidas desde fuera, colocadas, situadas por una red de significados dominantes que experimentan como proveniente de alguna otra parte, proveniente de personas que no se identifican con ellas, y con las que tampoco ellas se identifican. (Young, 2000, p. 104)
Y, como consecuencia, las condiciona a interiorizar estos comportamientos, pues su actuar está directamente relacionado con lo que estas personas esperan de ellas; es decir, el grupo dominante dicta pautas de comportamiento y reacciona a partir de las mismas.
Conclusión
A partir del recorrido analítico, es posible dar cuenta de la estereotipación que caracteriza el universo femenino de los personajes de la novela de Marvel Moreno. Dora, Catalina y Beatriz se presentan como mujeres sin autoridad y sin estatus social individual, puesto que no tienen un sentido autónomo de sí mismas; además, se convierten en objeto de violencia física, sexual, psicológica y simbólica, todo esto en función de una misoginia que ha sido normalizada como práctica que regula el comportamiento femenino. Estas acciones y vivencias son leídas, desde Iris Young, por varias de las caras de la opresión: carencia de poder, explotación debido al género, a la violencia y, como elemento principal, al imperialismo cultural.
En este sentido, todo termina por reforzar la idea que impera en el imaginario social descrito por Moreno, y centrado en lo femenino entendido como la construcción del gran Otro: invisibilizado, negado y estereotipado; objeto inesencial que es desprovisto de su humanidad al privarlo de una expresión propia y autónoma en el mundo.
Para finalizar, Marvel Moreno brinda reflexiones audaces y lúcidas respecto a la necesidad de reivindicar el papel de la mujer como sujeto que mira, que expresa su deseo, que aprehende el lenguaje y lo hace suyo; luchas emprendidas por nuestras abuelas y madres, y que hoy han desembocado en las demandas actuales de las mujeres por reafirmar su autonomía, libertad, poder, placer; en fin, su lugar en el mundo. En sus palabras:
Detrás de la aparente ligereza de sus razonamientos y el alegre desenfado de sus conclusiones se ocultaba una voluntad de acero con la que había afrontado todos los problemas inherentes a la condición masculina hasta conquistar, curiosamente, el privilegio de asumirse como mujer. (Moreno, 2014, p. 191)