Homo sum, nihil humani a me alienum puto;
[Hombre soy; nada humano me es ajeno]
Publio Terencio Africano Homo sum, nullum hominem a me alienum puto;
[Soy hombre, a ningún otro hombre estimo
extraño] Miguel de Unamuno
Introducción
Dos tendencias marcan, a nuestro parecer, la época actual en la cual afrontamos varios retos educativos. Por un lado, nos encontramos de frente con la crisis de la representación del lenguaje ampliamente debatida por el giro lingüístico (Rojas, 2006; Rorty, 1990); por otro, estamos inmersos en campos y redes que parecen marcar nuestra sujeción múltiple a un mundo plural (Goodman, 1990), a los otros y a nosotros mismos, en un terreno complejo donde fluyen la cultura, la sociedad y la historia.
Este parece ser un campo propicio para enmarcar el reto de la formación humanística y situarlo en lo que tiene que ver con el lenguaje en la perspectiva de Mijaíl Bajtín (1982, 1992, 1997a). En nuestra opinión, este enfoque es el que más estribos brinda para sustentarla en principios como el dialogismo, la arquitectónica, la extraposición y el cronotopo.
La arquitectónica nos permite situarnos en una configuración humana y social densamente ligada a sistemas que funcionan al unísono y se influyen mutuamente, lo que permite entender la confluencia de las dimensiones ética, estética, cognitiva y afectiva en la constitución de lo humano. La extraposición (exotopía) nos invita a considerar que conocer, actuar y -por supuesto- aprender exigen situarse por fuera del contexto particular en una relación con el otro que, en la condición de la doble alteridad1, nos provee un horizonte rico en perspectivas para acontecer y abrir posibilidades a nuestro desarrollo. Por último, el cronotopo nos induce a pensar que nada de lo que acontece al ser humano sucede al margen de unas coordenadas temporo-espaciales dentro de ese marco en que escuchamos la voz del otro, atendemos a su llamado y nos encontramos con el otro.
Dados estos elementos, es propósito de esta indagación tomar distancia de la formación humanística como ha sido considerada por la tradición y situarla en el centro del lenguaje, como fenómeno transversal de sentido que atraviesa la condición humana (Arendt, 2009).
De ahí la necesidad de valorar la naturaleza semiótica y discursiva del lenguaje en la formación humanística, cuyo declive en los últimos tiempos también puede atribuirse al predominio de prácticas que desconocen en dicha condición humana la presencia de pasiones, emociones, intenciones, acciones y pensamientos, cuya coocurrencia da lugar a valoraciones cargadas de sentido que enriquecen las interacciones. Aun cuando las humanidades parezcan haber tomado distancia de los enfoques positivistas que enaltecen el logos cautivado por las demostraciones científicas, lo cierto es que muchas veces en la aplicación de sus métodos, en el esbozo de sus teorías e incluso en la configuración de sus relaciones, se continúa viendo el lenguaje para aprender (Flórez, 2004) como una forma de representación, un vehículo del pensamiento o un medio de comunicación, con lo cual se restan posibilidades al pathos y al ethos que revestirían la formación humanística de una identidad y originalidad propias de una verdadera alternativa educativa.
Sentido y formación
El lenguaje es un fenómeno crucial en la existencia humana, por cuanto media en la acción (Echeverría, 1997), el pensamiento y la pasión humana (Fabbri, 2000). Tal parece que esta situación es insoslayable en la educación como práctica social que orienta nuestra travesía por la cultura, a la cual damos sentido como seres que expresamos lo que sentimos, actuamos y pensamos.
Por eso, nos interesa comprender el sentido que envuelve el uso discursivo del lenguaje en la medida en que beneficia con sus alcances lo que nos sucede tanto en la vida cotidiana como en la académica.2 En otras palabras, conviene examinar la condición semiótica del ser humano que discurre cuando comprende el mundo, pero también cuando interactúa con los otros o, simplemente, da pábulo a su sensibilidad e imaginación para volcar, a través del lenguaje, esa múltiple conexión que establecen sujetos y objetos, en un mundo esencialmente intersubjetivado e interobjetivado, donde nada escapa a diversas manifestaciones simbólicas.
Sobre el uso discursivo del lenguaje valga anotar que el discurso es constituido socialmente y a la vez constituye la realidad social, lo cual implica que de su uso dependen y se derivan relaciones de poder, autoridad y dominación (Van Dijk, 2009 y 2006). De ahí que la concepción discursiva otorga importancia a la condición de los interlocutores, las convenciones y rituales que acompañan las situaciones de comunicación, la relación entre los textos y sus contextos, los enunciados y su significación, el impacto socio-cultural de los discursos, la cohesión social a partir del lenguaje, las circunstancias socio-históricas de producción de un enunciado, las interacciones sociales que aportan a la configuración de los sujetos en cuanto seres con cuerpo, alma y espíritu. Dicha mirada procura entonces la transformación de los órdenes sociales inequitativos y excluyentes.
La comprensión del lenguaje como práctica social amplía, resignifica y trasciende el concepto de discurso hacia uno que reviste mayor complejidad, el de prácticas discursivas (Fairclough, 2006, 1995; Leeuwen, 2008. Desde este enfoque, se entiende que los discursos son el resultado de las dinámicas sociales y las interacciones entre sus participantes no son neutrales; por tanto, dan lugar a la reproducción de convenciones o la creación de otros órdenes discursivos que transforman la realidad de las instituciones y las sociedades. De hecho, Fairclough señala que los estudios del discurso funcionan "as a resource for people who are struggling against domination and oppression in its linguistic forms"3 (1995, p. 1).
Ahora bien, en cuanto seres que buscamos comprender y, por tanto, procuramos formular explicaciones del mundo o interpretar las condiciones en que vivimos con los demás, hemos de aceptar con prudencia que nuestra forma de pensar obedece al sentido como juego semiótico que incorpora signos, símbolos, indicios, imágenes y señales que, en la perspectiva de Bajtín (1992), configuran una intersección entre la significación y la valoración. Siguiendo esta línea de pensamiento, el sentido no es otra cosa que el sentido de la diferencia, lo que se expresa como valoración acentual e ideológica, porque las cosas con las que "tengo que ver" no son ajenas a mi ser-acontecer; ellas participan del acontecimiento y, por tanto, están teñidas de mis acentos, de mi tono emocional y volitivo siempre puestos en el horizonte del otro.
Esto parece ser claro a partir de las consideraciones que hace Bajtín en torno a uno de los nudos arquitectónicos que definen el ser:
En el acontecimiento del ser existe una mutua contradicción valorativa [que] no puede ser eliminada. Nadie puede ocupar una posición neutral respecto al yo y al otro; el punto de vista abstractamente cognitivo carece de enfoque valorativo; para obtener una orientación valorativa, es necesario ocupar el único lugar en el acontecimiento único del ser, es necesario encarnarse. Toda valoración implica ocupar una posición individual en el ser. (Bajtín, 1982, p. 116).
Esta semántica del sentido apunta a los acentos correspondientes a la carga de sentimientos de que sea capaz el ser humano y comprende los valores espirituales más importantes: cognitivos: históricos, sociales, lingüísticos, científicos en general; éticos: relativos a la búsqueda y encuentro con el ser humano y todo lo que haga posible y dignifique la vida y sus fenómenos: mismidad, alteridad, libertad, justicia, trascendencia, comunicación, etc.; estéticos: relativos al desarrollo de la sensibilidad y la imaginación como ejercicio aplicado a la realidad en su captación original o en su trascendencia. De este modo, el sentido permea el pensamiento, la acción y la pasión humanas como factores constituyentes de una arquitectónica que nos sitúa como seres conformados por cuerpo, alma y espíritu en el espacio y en el tiempo y define, de primera mano, la condición en que nos encontramos con el otro/ Otro y somos llamados por él.
Estos dos, el encuentro y el llamado, son los cronotopos fundamentales de esa doble condición de alteridad. Tal como lo sugiere el epígrafe de Unamuno,4 parece, pues, definirse la condición ética de base de la formación humanística que, en la perspectiva de Bajtín (1997), nos induce a pensar que, puestos en la tesitura de una arquitectónica yo-para-mí, otro-para-mí, yo-para-otro (p. 23), somos sujetos formados en nuestro ya-ser dentro de la cultura (Otro), universo dentro del cual acontecemos (ser-acontecer) para abrirnos a las posibilidades del deber-ser.
Entonces, una primera consecuencia que se desprende de lo dicho con respecto a la formación humanística nos lleva a plantear que, en principio, esta no puede darse al margen de la condición ética de la doble alteridad, en la cual nos permeamos de cultura a partir del ya-ser que somos en vía de permanente transformación. Concebir la alteridad es atender al llamado del otro y situarse en el encuentro con él; en este sentido, cabría interrogar el concepto mismo de experiencia porque el otro no se puede experimentar, no se deja manipular, no se puede constituir en una objetalidad tal que, en el proceso mismo de la comunicación, se pueda ausentar, se pueda distanciar, de modo que lo que opera en el encuentro es la methexis misma, la participación.
En esta condición ambital, somos nómadas dentro de la cultura. Si bien es cierto que, a través de la educación, se nos institucionaliza, no cabe duda de que también se nos abren puertas a una itinerancia que, a la larga, es la que nos configura como personas puestas siempre en relación con nuestros semejantes y con lo que ellos han sedimentado como valor, es decir, la cultura. Dado que convivimos en una situación saturada de provocaciones, no queda otra alternativa que con-vivir con responsabilidad, de modo que la vida no pase en vano, que no vivamos la vida en balde, para que siempre nos encuentre dispuestos a responder al llamado del otro y de lo Otro.
En palabras de Lévinas (2001), podríamos decir que convivir con responsabilidad es una manera de huir a la tautología de la ipseidad (yo mismo), pues esta es una forma de egoísmo. Al respecto, vale la pena destacar lo dicho por el filósofo francés acerca del deseo del otro como un movimiento ético que nos permite entender nuestra socialidad.
La relación con el Otro me pone en cuestión, me vacía de mí mismo y no deja de vaciarme, descubriéndome en tal modo con recursos siempre nuevos [...] El otro está presente en un conjunto cultural y se ilumina por ese conjunto como un texto por su contexto [...] Ser yo significa, entonces, no poder sustraerse a la responsabilidad [.] la puesta en cuestión del Yo por obra del Otro, me hace solidario con el Otro de una manera incomparable y única [...] El Yo frente al Otro es infinitamente responsable. (pp. 58-63).
Parece, entonces, que a la luz de estas reflexiones van quedando algunos sedimentos que es necesario poner en evidencia; hay que asumir el lenguaje más allá de ciertas categorías que (como las de representación, medio, mensaje) han sido caras a los estudios disciplinares, pero poco contribuyen a precisar el campo de la formación humanística porque aprisionan el lenguaje dentro de los linderos del pensamiento abismal. Por otro lado, es preciso poner en evidencia la condición ética del ser humano en situación de doble alteridad, lo que implica considerar la educación como un proyecto ético dentro del cual los seres humanos somos protagonistas siempre en relación con el otro/Otro.
Es preciso en lo que concierne a la educación, plantear que el sentido, más que obedecer a la representación, se fundamenta en la acción y se orienta hacia el otro en la condición de doble alteridad, que involucra tanto al semejante como al mundo que incorpora culturalmente las huellas de lo humano. Se puede, entonces, afirmar que esa doble relación impulsa una carga social e intersubjetiva que es fuente de valor, emoción, afectos, sentimientos y acentos. De aquí resulta que, si bien el sentido se transcodifica en forma de textos, es prioritario orientar el interés hacia el contexto donde surge y desde ahí preguntarse por la diversidad de textos, lo cual nos remite a la intencionalidad más que a la representación, como concentración en los efectos significantes y, en consecuencia, en el poder referencializador -no puramente representativo y, por tanto, constructivo- de los aparatos discursivos (Charaudeau, 1983). Ese poder no puede obedecer a otra cosa que a la interdiscursividad social.
La densidad del sentido y su carga de simbolismos, imaginarios, indicios y señales, al no desconocer la lógica como marca absoluta de lo abstracto, se aviene con la analógica (Cárdenas, 2017 y 2007) como travesía por diversos contextos, entre los cuales aparece el papel que desempeñan el mundo natural y el cuerpo como fuentes de sentido mágico, imaginario, simbólico y estético. Se establece así una dialéctica y una analéctica (Babolín, 2005; Dussel, 1979) que, a tenor de lo dicho arriba, no excluyen una visión ideológica y dialógica del mundo que sitúa lo que decimos en el universo social, donde se confrontan los puntos de vista que provienen de posiciones que, al no ser otra cosa que posiciones intersubjetivas, están cargadas de valor.
La verdad es una forma de valoración, es una manera de tomar posición y, por tanto, hay que reconocerle ese estatus, más allá de la coherencia que se impone desde la lógica; eso, sin pasar por alto que, por igual se manifiesta como adecuación en el conocimiento científico propio de las ciencias naturales o, también, como acuerdo en el escenario social o, aun, se invoca como dogma en otros campos. De hecho, dentro de las comunidades discursivas científicas y académicas, la producción intelectual se da con arreglo a convenciones, intenciones y propósitos compartidos que constituyen lo que Foucault llamaría la voluntad de saber o voluntad de verdad (2014), a partir de la cual se generan límites o se ofrecen pautas dentro de las cuales el conocimiento se considera válido o legítimo en el campo disciplinar en el que se produce.
La advertencia planteada indica que, cuando nos lamentamos de la exclusión de las humanidades en el ámbito educativo, es porque seguimos dentro de los límites del pensamiento abismal5 tratando de reivindicar lo que ha sido excluido, sin pensar en los valores; las humanidades, como disciplinas reconstructivas del campo valorativo humano, han sido consideradas un tipo de excrecencia en la educación. Si bien esta actitud existe y es válida, no es el único camino que le queda a la formación humanística. Bien cabría pensar si, más allá de la tendencia a pensar la pedagogía desde las disciplinas y, por supuesto, a trabajar los objetos disciplinares como objetos pedagógicos, no sería preferible pensar primero en objetos pedagógicos - el lenguaje es uno de ellos - y preguntar por su ubicación dentro de una epistemología y una ética de la educación que atienda al ser humano que se forma, sin someterse exclusivamente a los dictados de la ciencia aplicada en la educación.
Considerados sumariamente, los rasgos del sentido conforman un campo de gestación de todo aquello que constituye interés humano. Fiel a esos trazos, se perfila el espacio de la comprensión donde se destila aquello que merece ser explicado y/o interpretado por cada sujeto en cuanto tiene valor. A consecuencia de esto, dada su riqueza y el sinnúmero de tensiones que despierta, ese es el marco de la comprensión como búsqueda de la contrapalabra.
Esta búsqueda, en la perspectiva de Bajtín, consiste en una réplica activa a la palabra del otro que, además de comprender sus posiciones, sitúa la palabra inicial en un contexto dialógico adecuado que reproduce el acontecimiento mismo de la palabra; la palabra situada se nutre del excedente de visión que resulta de la extraposición y, por supuesto, del devenir histórico, lo que no implica desconocer lo que de universal existe en el significado y de lo cual cualquier hablante podrá echar mano cada vez que intente poner bases para que su discurso sea inteligible. Atender a tales manifestaciones supone explicar lo explicable e interpretar lo interpretable, en el horizonte de la doble alteridad ya considerado; de este modo, la comprensión es, en lo que respecta al discurso de las humanidades, siempre la condición para abarcar lo humano. Hablar de sentido es, entonces, mencionar las posibilidades de la significación, pensar que la realidad al entrar en contacto con el sujeto encarnado en acción se transforma simbólicamente y se vierte a través de indicios, se vuelve imagen a través de la manera de percibirla, asume la naturaleza simbólica cuando cada cual valora o, sencillamente, objetiva cuando va en procura del beneficio práctico, de la utilidad que pueda proporcionar.
En la misma perspectiva, el contexto no solo se refiere a aquello que tiene un referente y se considera existente desde el punto de vista de la presuposición, sino a lo "real" construido por la mente, desde el momento en que el individuo lo percibe y lo sitúa en la conciencia del otro como realidad conocida y valorada, acomodada a una visión de mundo, a modos y perspectivas que caracterizan las tendencias típicas del pensamiento dentro de una cultura; también, a las determinaciones de la condición humana, a la manera como el sujeto deja su impronta en todo lo que toca en circunstancias históricas definidas. A la manera de entender de Freire (1991) se trata de la lectura del mundo que precede a la lectura de la palabra, una lectura de la palabra mundo en la que lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente.
La comprensión de este asunto es más lograda si ubicamos al ser humano en el centro de esta construcción semiótica, si aceptamos la relación triádica yo/ otro/mundo, en la cual él se localiza para magnificar su humanidad y ponerla en situación o enmarcarla dentro de límites humanos, que oscilan entre la inmanencia y la trascendencia, entre el secreto y el misterio, pero, en últimas, históricos. Desde este marco, el poder de la racionalidad humana se abre en muchas direcciones, de acuerdo con intereses radicados en el conocer, en el servir o en el expresar. Es en este ámbito antropofánico donde el ser humano se constituye en centro, y donde cabe hablar de intereses intelectuales, sociales o estéticos en el marco de la cultura; buscar la comprensión y justificación de tales intereses; ejercer la libertad y las preferencias por todo aquello que contribuye al desarrollo humano; atender a los roles que los seres humanos ejercemos en el ámbito social; defender y discutir puntos de vista, enfoques y perspectivas; en fin, interactuar con los demás con determinados fines.
En atención a esto, el sujeto que se educa culturalmente es un ser de conocimiento y de acción, de acción y de pasión, activo, deseoso y reflexivo que trata siempre de asumir la experiencia del comprender su relación con el mundo, con el otro y consigo mismo. En ese campo de tensiones, se genera también el conjunto de valores en que se apoya la experiencia humana, se constituye la cultura y se diversifican los principios del vivir humano que, por dondequiera que se le mire, es vivir cultural. La vida humana se vive, entonces, en torno y a través del lenguaje que eleva a contenidos -cognitivos, éticos y estéticos- las relaciones yo/mundo, yo/otro y yo/ yo para consolidar la cultura como sobreentendido que nutre de sentido el quehacer humano.
Dadas estas consideraciones, los actos humanos, incluido el lenguaje, no son un calco del mundo. En calidad de actos, ocurren a través del misterio del símbolo, del sincretismo de la imagen, de la plástica del signo y de las múltiples mediaciones que efectúa el prisma del lenguaje. Aun cediendo a las presiones referenciales, es indispensable aceptar que los límites no existen de manera natural; no hay hechos sin categorías, lo que supone que hay alguien que ejecuta la acción de juzgar, que permite englobar hechos u objetos distintos en categorías como conceptos de la mayor extensión para abarcar el mundo. De este modo, se instaura un juego discursivo entre conceptos y categorías, símbolos e imágenes, señales e indicios que, gracias a las estructuras cognitivas y a los procedimientos de condensación (metafóricos) y desplazamiento (metonímicos) que sobre ellas operan, se tejen en una red de entidades posibles que se distiende o se contrae, cediendo a la diferencia conceptual o al sincretismo imaginario, o dando paso a las declaraciones o las preguntas, en un recorrido que atrae el espectro de la representación, abre la capacidad de mención y genera las condiciones de interpretación desde el territorio del otro, donde se concreta y se pone condición a lo que decimos, a lo que nos referimos.
Este espectro discurre a través de enunciados que, como significantes de la información proposicional, proponen que lo que se dice sea verdadero, mentiroso o falso, cierto o incierto, verosímil, probable o posible; que sea correcto, compartido o discutido por muchos o que ponga las condiciones para cumplir su papel aseverativo. El enunciado expresa subjetivamente unas relaciones que, en ocasiones, se manifiestan a través de un juicio que afirma o niega una proposición como verdadera o falsa, necesaria, probable, improbable, etc. O que, en otras, cuestiona las relaciones, deja ver la sorpresa o, sencillamente, las propone como hipótesis de sentido.
Lo anterior quiere decir que el sentido no está exento de intencionalidad. Esta, frente a la instancia del saber absoluto, nos hace conscientes de la finitud y parcialidad de nuestro conocer, por más señas anclado en su carácter pragmático, contextual y aspectual a un horizonte de visión y a unos intereses humanos. Al recoger estos elementos en dicha noción, se acentúa la impronta del sujeto en el pensar y actuar y se subraya la convergencia entre el ser-hacer histórico humano, cuya manifestación enunciativa son los géneros discursivos. Desde la distinción de diversos mundos posibles (Bruner, 2004), afloran los límites de la razón humana en su aspiración de unidad con lo real, la cual no puede darse porque el ser humano siempre acontece en la acción. La razón consiste en que su acción se revela como una serie de percepciones imprecisas que provienen del lugar que se ocupa en el mundo y que solo consagran la posibilidad de articular las dimensiones: sintáctica, semántica y pragmática del acontecer del lenguaje,6 lo cual se refleja en la forma plural como representamos a partir de la diferencia entre una doble relatividad de lo conocido y las maneras como lo conocemos.
Se reconoce, así, la calidad operativa del conocimiento y los estilos que el pensamiento utiliza para "tematizar" lo conocido, haciendo de la tematización un contenido intencional, adosado a signos diversos y en relación de adecuación y generalización con lo que se conoce, pero, de igual modo, con otras formas como la semejanza, la identidad, la indicación, la identificación, la coexistencia, la sucesión, la homología y la analogía como expresiones de intencionalidad.
Vistas así las cosas, la intencionalidad es un índice referencial que precisa el contorno de los aparatos discursivos poniendo límites al pensamiento y no algo que le corresponda al sujeto o al objeto respectivamente. Con ello, se precisa que no hay gratuidad en la acción humana; el pensamiento y la conducta siempre se orientan, tienden a un fin, responden a un para qué y a un porqué, de manera que los límites del quehacer humano son límites intencionales y referenciales, los cuales provienen de la manera como se instala la existencia humana a través del percibir y el coexistir. Este es, en nuestro sentir, el origen de las diferentes formas de la representación a las que hemos hecho referencia, las cuales no se reducen a lo que pensamos; incorporan, también, lo que sentimos, decimos, imaginamos y hacemos (modelo cuántico o emergente). Así, se recoge la organización sintáctica, semántica y pragmática del sentido, de acuerdo con la cual la referencia no porta la realidad en calidad de cosa, sino su referencia intencional, necesaria, interesada.
Frente al significado que nos instala en la unidad, la referencia intencional no opera desde un yo absoluto. Por ser manifestación de la conciencia sígnica, adopta las marcas arquitectónicas del signo para instalarnos en la diferencia, en el horizonte de visión del otro. Entonces, decir sentido es decir diferencia, diversidad no indiferente. Esto es posible porque el ser humano no tiene una conciencia neutra y tampoco actúa de manera neutra; por un lado, tematiza lo que dice y, por otro, toma posición frente a lo que dice. Tal es el caso del maestro de lenguaje que no puede situarse por fuera de la acción, ni de la representación vista en la doble instancia expuesta.
Sujeto y formación
Una de las dificultades que enfrentamos al hablar de la formación humanística y sus nexos con el lenguaje consiste en que este ha sido reducido a la lengua, el signo7 (Saussure, 1970) y su poder referencial frente a las cosas. Suponemos que la lengua es, en la práctica, la única manifestación del lenguaje y que ella se orienta a la realidad objetiva para representarla, pero pasamos por alto la diversidad de signos con que lo hace y la manera como significa esa realidad en cuanto al horizonte de sus manifestaciones: relaciones y formas de percibirlas y de organizadas. Aún más: pensamos la realidad al margen de sus relaciones con el sujeto no solo como ser que conoce, sino que también exhibe comportamientos; en síntesis, olvidamos que el lenguaje es una mediación entre la conducta y el intelecto humano.
En cierta medida, estas dificultades para comprender el sentido tienen caución en una práctica que ve en el lenguaje un medio para representar la realidad; es decir, por un lado, se habla de medio y, por el otro, de representación y realidad. Es evidente que, en el lenguaje, prevalece un foco logocéntrico cuya manifestación es la equivalencia entre significado y concepto; uno y otro se entregan a la fianza que les brinda el signo; fue esto lo que fortaleció los arreos lógicos de la representación. A partir de ahí, se habla de la verdad demostrada y de la visión positiva del mundo que ejercen presión sobre las maneras de conocer y comportarse del ser humano. Fue así como el sujeto desapareció, se marchó de la vida humana recién nacido y pasó a ser pura abstracción en la mente moderna que se encargó de distanciar dramáticamente el sujeto del objeto. Este distanciamiento obedeció a que el sujeto adoptó las caras de la racionalización y la subjetivación enfrentándose a diversas fracturas: unidad y fragmentación, ley científica y sujeto humano, ciencias naturales y ciencias humanas, estructura y acción, todo por obra y gracia del pensamiento dicotómico.
Además, el asunto ha sido permeado por dicotomías cuyos efectos se viven a través de la diferencia y la exclusión (Ricoeur, 2003). Fue así como se instituyó la creencia de que el significado estaba compuesto por factores lógicos y emotivos, pero que estos no tenían ningún valor cognitivo; por tanto, debían ser excluidos de cualquier consideración. Con ese argumento, se dio prelación al sentido explícito sobre el implícito y, de esta manera, se presionaron procesos formativos tan importantes como la lectura y la escritura, que derivaron en la tendencia a considerar que todo lo que rompiera con el orden lógico y objetivo no debería ser contemplado y, por tanto, debería ser excluido, estigmatizado. De esta manera, se fracturó el sentido y se generaron parcelas que lo disolvieron en sectores irreconocibles donde prevalecían límites precisos, tajantes entre denotación y connotación, entre lo cognitivo y lo emotivo, entre lo semántico y lo extrasemántico, entre lo literal y lo figurado, entre lo explícito y lo implícito, entre lo transparente y lo opaco.
Es evidente que esta concepción dualista (Touraine, 2000) ha entrado en crisis desde el momento en que se han puesto en cuestión los conceptos de realidad y de hecho. Asimismo, es sabido que el predominio de la explicación y de la demostración ha ido cediendo frente a otras formas de la racionalidad o, valga decir, sensibilidad frente a la realidad, como la argumentación, la comprensión e interpretación y la narración, sugeridas, por ejemplo, por Bruner a través del pensamiento narrativo (2004).
En la confluencia de las dimensiones cognitiva, ética y estética de la condición humana también hallamos planteamientos como el de Nussbaum sobre las emociones como juicios de valor (2008). Al respecto, señala que las emociones tienen un carácter cognitivo, lo que las caracteriza como formas de entender el mundo. Son pensamientos y, por tanto, admiten juicios válidos que se le otorgan a un objeto externo investido de algún valor o relevancia por parte de quien vive la experiencia de la emoción. Tales juicios son eudaimonistas8 dado que se apoyan en el esquema de objetivos y proyectos importantes del "yo", a partir del cual se busca el propio bienestar. Esta perspectiva se aleja de las concepciones que vinculan las emociones con formas inconscientes, involuntarias e incluso irracionales de percibir la realidad o que las asemejan a estados de ánimo y deseos pero, además, sitúa el problema de los valores en el campo analógico del sentido donde juegan por igual los simbolismos y los sentimientos de un sujeto inconcluso, siempre abierto al diálogo y responsable de sus actos. La autora asegura que las emociones "tienen que ver con el florecimiento del sujeto que las tiene" (p. 54).
Otro tanto podemos decir de la mirada de Lechner (2002) acerca de la dimensión subjetiva de la política, dado que esta es una obra humana, no obstante "el proceso de des-subjetivización que fomentan las ciencias sociales hace tiempo" (p. 10). Por ello, se requiere reformular los códigos interpretativos acerca del sentido de las transformaciones, de manera que podamos concebir los problemas desde el ámbito público y no como un listado de temores individuales; de lo contrario no escaparemos al discurso populista que acoge y moviliza la subjetividad vulnerada de los ciudadanos (Lechner, 2002).
Por eso, hablar del sentido exige situarse en la compleja red de asuntos planteados en la primera parte. Al respecto, no podemos pasar por alto la condición semiótica y discursiva del lenguaje, ni su papel en la cognición y la interacción humanas, para centrarnos en tomar distancia del significado y sus acepciones: realidad, objetividad, concepto, orden, poder, verdad. Hacerlo es reconocer la pluralidad semiótica del signo como imagen, símbolo, indicio, señal, gesto; es asumir la naturaleza analógica y analéctica de la forma de referirse al mundo; es examinar la dialogía y polifonía del discurso; es apuntarle a las diferentes maneras como el ser humano construye el mundo. Es, en últimas, situar el sentido en el contexto de la vida, darle sentido a la vida.
En estas condiciones y frente a la impersonalización en un mundo sin actores y sin acciones (Touraine, 2000), donde no se asume la responsabilidad, el sujeto puede seguir siendo una entidad cerrada y concluida que obedezca a un ser al que se le reconoce responsable dentro de un proyecto ético abstracto y sin culpa, afincado en la confianza que, hacia el futuro, propician el progreso, el bienestar y la felicidad. En sentido contrario, la opción es comprenderlo como aquel ser que, obedeciendo a una arquitectónica, se constituye en un ya-ser que acontece en un mundo cultural, social e histórico, dentro del cual procura abrirse a las posibilidades del deber-ser para vivir, tener experiencia, crear, sentir afecto, pensar y transformarse gracias al ejercicio del pensamiento, la acción y la pasión, que lo habilitan para marchar en procura del ejercicio libre, crítico y creativo de sus fuerzas productivas.
Precisamente, el sentido no pacta con la ausencia de sujeto; es la configuración de este la que pone las condiciones que enriquecen la representación gracias a su aparición en campos donde proliferan manifestaciones de sentido que se refieren a la verdad, la certeza, la verosimilitud, la probabilidad, la validez, la legitimidad, la eficacia, la corrección, la posibilidad. Estas manifestaciones del retorno del sujeto significan atender a su ser de razón, pero, de idéntica forma, poner en la mira la acción y la pasión, para recuperar el sentido de lo humano a través del hombre como ser de palabra. Si las columnas sobre las cuales se apoya el sentido son la acción crítica, la libertad en contexto social, la creatividad dentro de la cultura y los valores como juego con el sobreentendido, contamos con el terreno abonado para consolidar la educación humanística. En consecuencia, el sentido deja de ser plenamente objetivo, lo que muestra que el ser humano no puede renunciar a la subjetividad, ni puede imponer la objetividad como algo absoluto ni mantenerse a distancia intersubjetiva frente al sentido. Aún menos, puede evitar el tránsito del sentido a través de los imaginarios, los símbolos, los saberes, las ideologías y los valores. Hay un substrato expresivo e interactivo que implícitamente lo recorre y que impide renunciar a la diversidad, como manifestación modal de lo humano.
Por tanto, si situamos al sujeto en el campo de tensiones que se genera desde la intersección de lo objetivo, interobjetivo e intersubjetivo como efectos solidarios de su modo de ser, es posible poner en escena la doble alteridad y, por tanto, situar el papel del lenguaje en el espacio donde fluyen el pensamiento, la acción y la pasión, ampliamente permeadas por factores dialécticos, analécticos y dialógicos que, en la puesta en escena discursiva, precisa condiciones textuales y contextuales para diversificar la enunciación.
La enunciación como discurso situado implica al sujeto en su concepción arquitectónica, desde donde el acontecimiento del ser se abre hacia el otro, en cuanto actúa frente al otro, al lado del otro, junto con el otro, pero, por igual, se abre al mundo de la vida y la cultura. El ser acontece en la medida en que es un "ser juntos", yo y otro/Otro, en la medida en que establece relaciones con el otro/Otro. Solo a través de la mirada del otro, que me es inmediato y cotidiano, es posible tener conciencia de la totalidad que soy, puedo tener la sensación de que conformo una totalidad. "Yo soy yo por la mirada del otro", dice Bajtín.
El ser-evento es aquel que se pone siempre en situación responsiva frente al otro, que está siempre en situación de no indiferencia, que se muestra propenso e interesado, que acentúa y valora cuando actúa, que no desliga su acción de la conciencia responsable. Es aquel que no puede abstraerse de su situación en el tiempo y en el espacio, desde el lugar donde está, de las circunstancias en que vive y actúa frente al otro/Otro. Tal apreciación supone que la arquitectónica del sujeto contempla tres niveles: espacial, temporal y valorativo, los cuales contraen nexos estrechos con el cuerpo, el alma y el espíritu; esta configuración también se manifiesta a través del reflejo, la refracción y la acentuación del signo (Ponzio, 1998), amén de las distintas formas de valoración, acentos y relaciones cronotópicas entre yo/otro/Otro. El ser humano como sujeto no lo es por sí mismo sino por sus actos y las relaciones que contrae con lo otro. Más allá de las determinaciones sociales y culturales, el ser sujeto es ser sujeto de pensamiento, acción y pasión que participa del acontecimiento vivo de ser actuante. Por eso, vale la pena traer a colación las palabras de Bajtín:
Solo el acto en su totalidad es real y participa del acontecimiento unitario del ser, sólo este acto es vivo y [...] está en el proceso de generación, deviene, se realiza, siendo partícipe viviente del acontecimiento de ser: forma parte de la unidad única del proceso de ser... (Bajtín, 1997, pp. 7-8).
Estas son maneras de reinstalar el sentido, el sujeto y los valores, en lucha contra las dicotomías y las exclusiones que se engastaron en la cultura y en la sociedad a nombre de la racionalidad positiva que ha mutilado esa otra mitad, analógica, imaginaria, ideológica, narrativa y pasional que, sin desconocer la dimensión intelectual y el imperio de la razón, permea las vivencias orientadas y permite transformar el sujeto en actor de vida compartida, en un ser capaz de modificar el ambiente y la situación social, capaz de cambiar los criterios de decisión, las relaciones de dominación y las presiones culturales, dentro de un ambiente de responsabilidad y más allá de prácticas hegemónicas.
Lo dicho nos pone de frente un sujeto social que conoce desde los ángulos lógico y analógico; este sujeto situado en contextos vitales específicos de formación y de ejecución responde activamente, gracias a la arquitectura funcional del ser humano, a las condiciones y necesidades surgidas de esos contextos, dentro de los cuales adapta y transforma su conocimiento y su comportamiento. El sujeto que se forma, al actuar en el mundo y conocerlo desde determinado punto de vista, aprende a compartir y conciliar estrategias para construir la visión tridimensional mundo/yo/otro para transformarse en sujeto histórico-social de conocimiento y de discurso, pero, además, en sujeto modal, con capacidad para optar de manera libre, razonada y argumentada el mundo vivido.
La acción es el campo natural del sujeto, y este es la presencia de lo humano y no de lo universal en cualquiera de los sentidos: leyes naturales, sentido de la historia, creación divina. El sujeto es el llamado que se le hace al ser para que se encuentre con el otro y se transforme en actor, para que penetre en la vida del individuo y, en consecuencia, en la libertad y en la creación para no someterse al orden del mundo que es apenas un principio de orientación mas no es la regla general. Es, entonces, el momento en que el sujeto se convierte en el puntal de los valores en la medida en que el estribo moral de ellos es la libertad, una forma de la creatividad que es su propio fin.
Sentido, formación y valores
De aceptar que el sujeto se puede formar, ¿qué es lo que se forma en él? Para responder esta pregunta, es preciso reconocer que la formación es una forma de la acción, pero, por igual, un proceso siempre abierto, inconcluso. Por tanto, y en adición a la formación extraterritorial del ser humano, la acción formativa apunta pedagógicamente a dos cosas: se forma en el conocimiento y en el comportamiento. Estas son las dos metas fundamentales de la educación.
Al llegar aquí, cabe destacar un hecho de interés pedagógico: el lenguaje está cargado axiológicamente (Bajtín, 1992). Cuando abstraemos, generalizamos, identificamos, indicamos, mencionamos, evocamos, indexamos la realidad y sus eventos, creamos analogías, ejecutamos operaciones, realizamos acciones, adoptamos una actitud frente a otros. La interacción teje una red intensa y compleja, al punto que es imposible hablar de un reflejo isomórfico de la realidad en la mente humana. La realidad es una construcción lastrada por la experiencia del sujeto, llena de vivencias, de focos de atención específicos, preñada de puntos de vista, abordable desde numerosas perspectivas. Este hecho no puede ser mirado de soslayo por ningún maestro en las prácticas pedagógicas orientadas a la formación del otro en el Otro (cultura).
Llegados a este punto y teniendo en cuenta que la educación gira en torno al conocimiento, la formación en él apunta, por un lado, a la intencionalidad y, por otro, a que el conocimiento esté permeado por valores cognitivos, éticos y estéticos. Tales valores podrían resultar del florecimiento de capacidades en el encuentro con el otro como un alma (Nussbaum, 2010). Para la filósofa, la formación humanística potencia la imaginación, la creatividad y el pensamiento crítico pues permite que "el pensamiento se desprenda del alma y conecte a la persona con el mundo de manera delicada, rica y compleja" (Nussbaum, 2010, p. 24).
Cabe señalar que la valoración como forma constitutiva del sentido es un argumento fuerte, contrario a la visión del lenguaje como un medio de representación de la realidad. Esta conciencia valorativa no es absoluta pues opera a partir de una relación que, para lo que nos interesa, apunta en cuatro direcciones: hacia el mundo, hacia los sujetos que piensan y actúan, hacia los sucesos y acontecimientos del mundo y hacia el lenguaje en sí mismo. En este sentido, se puede afirmar que el lenguaje no solo habla de la "realidad", sino también de los que lo hablan, de lo que pasa en el mundo de los que hablan y habla de sí mismo.
Por eso, vale la pena recordar a Bajtín, para quien el conocimiento general y abstracto no puede ser absoluto ni único; más cuando este no se refiere tanto a la realidad como al mundo:
[.] el mundo como objeto del conocimiento teórico pretende pasar por el mundo en su totalidad, no sólo por el ser abstractamente unificado, sino por la existencia singular y concreta en su totalidad posible; esto es, la cognición teórica intenta construir una filosofía primera (prima philosophia) o en forma de una gnoseología, o bien (variantes biológicas, físicas y otras). Hubiera sido muy injusto pensar que ésta fuese la tendencia predominante en la historia de la filosofía: no se trata sino de la especificidad singular de la época moderna, podría decirse que sólo de los siglos xix y xx. (Bajtín, 1997, p. 15).
Aquí se hace evidente el papel mediador del lenguaje, gracias a la manera como ejerce su papel argumentativo frente al mundo; a su papel enunciador frente a los sujetos que lo usan; a su función narrativa frente al accionar del sujeto y a los acontecimientos del mundo; en fin, gracias a su papel metalingüístico y retórico para referirse a sí mismo.9
Para Bajtín el mundo no puede verse exclusivamente desde el ángulo de una subjetividad anclada en el yo. La razón radica en que "Yo no miro al mundo con mis propios ojos y desde mi interior, sino que yo me miro a mí mismo con los ojos del mundo [... ] Desde mis ojos están mirando los ojos ajenos" (Bajtín, 1997)
Esta capacidad de identificarnos a través del otro, de mirarnos en los ojos del otro y reconocernos en la cultura no puede responder exclusivamente a principios individualistas; su universo, como lo dijimos al principio, es ético y, para el caso, vale repetirlo, producto de unas prácticas en que estamos conectados de diferentes modos con los demás y con el mundo que nos ha tocado vivir. El fundamento ético de orden constructivo es la base para ascender hacia lo estético y lo cognitivo.
En esta arquitectónica, se impone el poder del lenguaje y, por supuesto, el del sentido, porque tal como lo afirma Bajtín,
No se puede construir un enunciado sin valoración. Cada enunciado es, ante todo, una orientación axiológica. Por eso en una enunciación viva todo elemento no sólo significa sino que también valora. Solamente un elemento abstracto, tomado en el sistema de la lengua y no en la estructura del enunciado, aparece como privado de valoraciones. (Bajtín, 1992, p. 145).
El valorar propio del sentido se organiza en torno a una arquitectónica donde co-aparecen cuerpo, alma y espíritu, metáfora paulina de una arquitectónica que tiene su contraparte en la relación espacio, tiempo y valores, según lo que advierte Bajtín. De hecho su interés educativo es insoslayable; a partir del cuerpo, se construyen valores estéticos donde cuenta el poder estético de la sensibilidad que hace irreductible la estética a la belleza;10 gracias al alma como sedimento de la condición histórica del accionar humano se construyen los valores éticos; mientras tanto, el espíritu se llena de todos los valores en que se deposita la cultura.
Planteadas así las cosas, el asunto de los valores responde a la visión dialógica y analéctica de Bajtín, quien, a partir de su filosofía primera, se contrapone a la abstracción que la dialéctica hace del diálogo y explicita la posición que se puede asumir frente al conocimiento; este no puede estar exento de valores, lo que significa que debe responder a una dialéctica preñada por una dialógica y una analéctica. Por igual, responde a la concepción que el pensador de marras tiene del papel del lenguaje en la representación:
La palabra vive fuera de sí en su orientación al objeto; si nos abstraemos hasta el final de esta orientación, entonces en nuestras manos quedará solo el "cadáver desnudo" de la palabra, por el cual no podremos saber nada acerca de la situación social ni del destino vital de la palabra en cuestión. El hecho de estudiar la palabra en ella misma, ignorando su orientación fuera de sí, es tan absurdo como estudiar la vivencia psíquica fuera de esa realidad a la cual está dirigida y por la que se determina dicha vivencia. (Bajtín, 1986, pp. 119120). [Énfasis en el original].
A partir de estas consideraciones, el conocimiento se consolida como la búsqueda de la veracidad responsable; el pensar responsable es un pensar veraz que no coincide con una supuesta unidad universal, tampoco con una permanencia que desvirtúe que el pensamiento y la verdad son participativos y que la representación es axiológica (Bajtín, 1997), so pena de convertir el mundo teorético, intelectual, en un mundo incongruente.
Siguiendo esta línea de pensamiento, cabe mostrar la conformidad con la orientación de la palabra hacia la realidad y su condición lógica, apoyada en la identidad de la diferencia. No obstante, es preciso no perder de vista la arquitectónica del signo, según la cual la palabra está llena de perspectivas distintas. Las razones saltan a la vista cuando quien habla se extrapone y se ubica dentro del amplio marco del sobreentendido cultural; cuando la palabra recibe la entonación y los acentos de quien habla, para convertirse en palabra se vuelve dialógica, se carga de valoraciones y se transforma en ideológica. Cabe pensar que así se configura un campo de formación humanística permeado por las instancias: lógica-dialéctica, analógica-analéctica e ideológica-dialógica.
De ahí, la certeza de que cuando usamos el lenguaje no podemos ser neutrales. Siempre nos ubicamos en el marco de la alteridad, tomamos posición frente a los puntos de vista de los demás, acentuamos alguna perspectiva, yuxtaponemos posiciones, tomamos distancia, interrogamos, etc., en un permanente flujo de valoración social en torno a quienes hablan y aquello de lo que hablan. De manera similar, se puede afirmar que lo mismo sucede con el conocimiento científico; la verdad y la demostración, por mencionar dos asuntos que le conciernen, hacen de la ciencia un campo de formación que responde, no solo a condiciones lógicas, sino también a condiciones ideo-dialógicas y analógicas que la sitúan dentro de las prácticas humanas. No cabe duda de que la ciencia es una práctica discursiva.
Frente al problema que representa el conocimiento científico en la perspectiva de Bajtín, cabe preguntar cuál sería el papel de la escuela. La respuesta parece ser la formación de subjetividad que por doquier se reconoce. Esta subjetividad, si responde a la doble alteridad, está en condición cronotópica y saturada de valor; quiere decir que se teje como una red en que lo subjetivo se conecta con lo objetivo, pero ambos se someten recíprocamente a la red intersubjetiva e interobjetiva en que nada se forma, informa y transforma en soledad (Cárdenas, 2014); la ciencia también incorpora la ideología y es producto dialógico cuyo contexto es una práctica social específica.
Atendiendo a lo dicho, el lenguaje es condición sine qua non de la situación del hombre en el mundo y de sus nexos con los demás, a través de actos de conciencia y de conducta, soportados de forma intersemiótica e interdiscursiva. Este poder mediador que expande y potencia el sentido a través del discurso multiplica las lógicas y contribuye a que las formas de control social muestren su eficacia, se enriquezcan y dinamicen las culturas, afluyan diversas fuentes de significación, se organice la realidad en múltiples niveles, proliferen las maneras de representar, se multipliquen los saberes y, en fin, se diversifique la vida con nuevas experiencias. Es, en este plano, donde el lenguaje pone alas a la autonomía, nos libera de las ataduras del tiempo y del espacio, nos descubre lo marginal, lo no centrado, nos emboca hacia otras experiencias, nos descubre nuevos lugares, nos inventa mundos, todo por obra y gracia del sentido que, a la par que nos abre posibilidades, nos pone en contexto y requiere nuestra atención a la hora de producirlo e interpretarlo.
Siguiendo estos planteamientos, la educación no puede esquivar la función social del lenguaje como búsqueda y encuentro con el otro, como voluntad dialógica de compartir sentido, como contexto auténtico de encuentro interhumano y de ámbitos de participación y actuación donde se integran los factores típicos de la formación humana. Allí se juegan las intenciones y los marcos de conocimiento del encuentro intersubjetivo e interobjetivo en pro de la producción e interpretación del sentido, en el marco de una cultura y de unas reglas sociales que se encargan de regular la convivencia humana.
Dentro de ese marco, surge el diálogo como necesidad intersubjetiva que arraiga en la diferencia no indiferente. En primer lugar, el diálogo es el resultado de la diversidad de puntos de vista mediante los cuales responde el hombre a su situación con respecto al otro y al mundo; en segundo lugar, el diálogo concibe al sujeto como algo irreductible y siempre en situación de conflicto frente al otro.
Dados estos elementos y si consideramos que el conocimiento es un campo formativo de base, cabe decir que no se puede conocer sino a partir de la extraposición, del excedente de visión que se genera en mi confrontación con el otro. Este excedente de visión11 que existe con respecto a cualquier otra persona, este sobrante de conocimiento no puede darse por fuera de la acción que lo constituye como totalidad que se da desde un lugar donde cada cual es absolutamente insustituible. Sin embargo, existe la tentación de que dicho conocimiento pueda elevarse a un nivel único y universalmente válido, para lo cual se le independiza y abstrae de la situación, lo cual no quiere decir que pierda su condición relativa y pueda ser reversible.
A esta conclusión se llega si no se pierde de vista que Bajtín, consecuente con su filosofía primera, pone por encima del significado la valoración, así como pone la ética por encima de la estética y la lógica, cuando se refiere al sentido. Aparece, entonces, el comportamiento como un segundo campo formativo que, junto al conocimiento, conforma la praxis humana. Ambos coinciden en el vértice y en la intersección de las maneras de ser y de hacer que se expresan en la comunicación mediante propósitos, puntos de vista, perspectivas, modalidades y estrategias que condicionan la comprensión como proceso extrapuesto que procura la contrapalabra (Bajtín, 1992); esta se sitúa en la tesitura del diálogo como conflicto de voces, conciencias e ideologías y es producto del sinnúmero de mediaciones a las que recurrimos y que hacen del lenguaje, en su acepción semiótica y discursiva, un dispositivo cargado de referencias, valores e intenciones puestos siempre en el horizonte de una cultura, una sociedad y una historia.
Por eso, cabe decir que
El lenguaje no es un medio neutral que se convierte fácil y libremente en propiedad intencional del hablante: está poblado y superpoblado de intenciones ajenas. Su dominio, su subordinación a las intenciones y acentos propios, es un proceso difícil y complejo. (Bajtín, 1986b, p. 121).
En consecuencia, si la educación pasa por el lenguaje, no puede disimular el problema de los valores que atraviesan tanto el conocimiento como la acción humana, sobre todo en lo que tiene que ver con el discurso y las prácticas pedagógicas que alimentan el proceso formativo; tanto el discurso como las prácticas pedagógicas están cargadas de valor, de acuerdo con la propuesta de Bajtín (1992).
Por tanto, el significado referencial de la ciencia y sus cognados: realidad, objetividad, verdad, pasa necesariamente por los valores. La escuela no puede ser reticente a su reconocimiento, a pesar de su tendencia a impostar la lengua, el signo y el significado para invisibilizar el simbolismo y los imaginarios, así como las variedades del sentido que recorren los saberes y, por supuesto, los aprendizajes.
Esta es una lección que aprendemos de Bajtín, cuando plantea, en contra de una semántica puramente extensional, que:
El significado referencial se constituye mediante la valoración, porque ésta es la que determina el ingreso de un significado referencial dado al horizonte de los hablantes, tanto al del grupo más inmediato como al horizonte social de una clase social. Además, a la valoración le corresponde un papel justamente creativo en los cambios de la significación. El cambio de la significación es, en el fondo, siempre una re-valoración: la transferencia de una palabra determinada de un contexto valorativo al otro. La palabra o se eleva a un rango superior, o con frecuencia desciende al inferior. (Bajtín, 1992, pp. 145-146).
Asimismo, los lineamientos bajtinianos nos inducen a considerar que el comportamiento no puede ser simplemente un asunto del poder injuntivo de la escuela que ordena y manda actuar de determinada manera. De hecho, implica reconocer que, desde los campos lógico y analógico del sentido, desde la doble alteridad, desde la extraposición y desde el cronotopo, nuestras formas de ser y actuar se inscriben en una arquitectónica compleja que, para el caso del lenguaje, obliga a considerar el sentido como integración de significados y valores, la cual permea todo aquello que interesa a la escuela para educar y nos obliga a ser responsables.
Siguiendo este razonamiento, aparece una segunda dirección del diálogo que exige superar las fronteras de la escuela (Freire, 1997). Más allá de ellas, debemos aprender a enfrentarnos a los retos que el momento actual plantea al sistema educativo: calidad de la enseñanza, disminución del fracaso escolar, dación de sentido al ser humano y a la vida, iniciación en la ciencia y en el arte, atención a la diversidad, convivencia democrática, formación ciudadana, etc. Estos temas, de concentrarse en el diálogo, nos inducen a sospechar de certezas que hasta ahora considerábamos válidas; por eso, nos valemos del diálogo para comprender las interpretaciones de otros y buscar argumentos para refutar, afirmar o replantear la situación; no exclusivamente para dirimir el conflicto o para buscar acuerdos.
En apoyo de esta visión pedagógica en que convergen conocimiento y comportamiento, cabe traer a colación las palabras de Freire, quien fue uno de los personajes que pensó el diálogo en clave pedagógica:
La relación dialógica [...] es indispensable al conocimiento. La naturaleza social de este proceso hace de la dialogicidad una relación natural con él. En este sentido, el antidiálogo autoritario ofende a la naturaleza del ser humano, su proceso de conocer y contradice la democracia. (Freire, 1997, p. 126).
De este modo, el diálogo tiene amplia significación en la formación; es capacidad para preguntar y responder; capacidad para fundamentar argumentativamente; capacidad para extraponerse y saturar de puntos de vista; capacidad para diferenciar puntos de vista; capacidad para dar con el sentido de las relaciones, capacidad para reconocer las diferencias, para actuar interculturalmente, para reconocer que el mundo donde el ser humano vive es la cultura o que vive en mundos culturales y que actúa en el mundo de la vida; capacidad para comprender, formular explicaciones y dar interpretaciones, capacidad para tomar distancia de los parámetros y de las ideas preconcebidas.12
En síntesis, lo dicho hasta aquí nos devuelve a estas palabras de Bajtín:
La palabra es una especie de "escenario" de un cierto acontecimiento. La comprensión auténtica de un sentido global debe reproducir este acontecimiento de la relación recíproca de los hablantes, "representarlo" otra vez, y el que comprende adopta el papel del oyente. Pero para cumplir con este papel debe comprender claramente también las posiciones de otros participantes. (Bajtín, 1997, p. 123).
La formación del ser-acontecer se da en el contexto del acontecimiento ético que funda en la diferencia no indiferente y configura la discrepancia, el conflicto entre el yo y el otro, relación que más que estática es dinámica. El encuentro entre el yo y el otro supone siempre la transformación de ambos por varias razones: por un lado, ambos están situados en contextos heterogéneos y, en consecuencia, sus puntos de vista, sus perspectivas no concuerdan, por lo cual ninguno de ellos tiene jerarquía o poder sobre el otro, ninguno puede alegar prerrogativa alguna sobre el otro, ni privilegio de tomar decisiones por sí mismo.
Si formar es transformar un ser que acontece, es preciso aceptar que ese proceso se da en la medida en que la condición es "ser juntos". Esta condición es la que define la vida humana como "responsabilidad concreta", haciéndola un convivir situado en zona fronteriza entre un mundo de objetivación (cultura) y un mundo del acontecer del ser (vida).
Esta condición no puede ser desconocida por la escuela interesada en el sujeto en su condición histórica, en el hombre como sujeto imputable, finito, abierto y ambivalente, siempre en proceso e irrepetible en cada uno de sus actos frente al otro/ Otro. En esta dirección, el desarrollo de la conciencia no es un proceso progresivo, sino transitivo; no obedece al conocimiento creciente que yo tengo de mí mismo, sino a la conciencia de que yo aún no soy, que soy en función del otro y, por tanto, vivo en un futuro absoluto. El yo es yo como consecuencia del ser. Vivo mi presente proyectándome en lo que no soy, en el futuro. Con ello, se da rienda suelta a las posibilidades propias del deber-ser.
En efecto, yo no puedo verme con mis propios ojos y, por tanto, debo percibirme con los ojos de otros que me ven como acontecer en el mundo. Al refractarme en la mirada de otros, doy sentido a todo lo que me confronta a través de valores que son refracciones desde las posiciones que puedo ocupar en contextos definidos. Ocurre quizá en este escenario lo que Honnet (1992) denomina la lucha por el reconocimiento, un reconocimiento intersubjetivo que da cuenta de nuestro progreso moral, a través del cual se garantiza la dignidad humana, por cuanto se protege al ser humano de los modos de ofensa y humillación. "El individuo puede conseguir una identidad práctica conforme es capaz de cerciorarse del reconocimiento de sí mismo a través de un círculo creciente de interlocutores" (Honnet, 1992).
Es esta una de las razones por la cual el ser humano es un proyecto ético inconcluso que
No [.] puede vivir, ni tampoco actuar con la conciencia de su ser concluida y con la concepción acabada del acontecer; para vivir hay que ser inconcluso, abierto para sí mismo; en todo caso, hay que vivir así en todos los momentos esenciales de la vida; es necesario ir valorativamente delante de sí mismo, no coincidir totalmente con lo que uno es. (Bajtín, 1992, citado por Bubnova, 1996, p. 19).
De ser esto así, el aprendizaje debe responder a una actitud productiva que requiere de una "intensa extraposición" frente a los objetos de conocimiento y los momentos que lo constituyen, lo que significa que debe ponerse a sí mismo afuera de los valores y del sentido, espacial y temporalmente hablando, para crear la imagen de fondo sobre la cual se representa y darle orientación hacia el futuro, no como fin sino como acontecer no conclusivo (Bajtín, 1982). Esto nos lleva a suponer que el alumno para aprender debe autoeliminarse mediante la comprensión realista, cognoscitiva e imparcial de su acontecer vital. Para lograr tales efectos, el alumno debe adoptar una conducta transgresiva de su conciencia individual; autoeliminarse a través de una lucha mortal, matar la conciencia absoluta para acceder a la metáfora de la muerte. Ya no se trata de matar al padre sino de no-ser (Bajtín, 1982).
De este modo, la escuela formadora debe llevar al estudiante a establecer ciertas rupturas dentro de lo que se ha denominado la "diferencia no indiferente" o emprender la lucha contra la identidad. Por ejemplo, transgredir la conciencia individual para romper con los esquemas dentro de los cuales se aloja la conciencia y permitir que esta sea permeada por el torrente de la diversidad ideológica de los signos, por la heteroglosia social. Autoeliminarse es no creerse el iniciador de la vida y los valores, sino un continuador de la serie de actos vitales y de las valoraciones dentro de las cuales se inscribe mi vida (Bajtín, 1982).
Con base en la noción de extraposición, se establece que el sujeto no es una entidad sino una configuración de posturas, de situaciones, de actitudes o puntos de vista desde los cuales da sentido al mundo siempre en el horizonte de una cultura. El sujeto está condicionado por el mundo, por los demás y por sí mismo. Por esa razón, la subjetividad no es un concepto unitario. Hay formas de subjetividad de acuerdo con las diferentes posiciones sociales que puede ocupar el sujeto; por eso, el sujeto no es garantía de nada dada su escisión, su variación y su finitud, todas ellas formas de la comprensión histórica del ser humano.
Conclusiones
De lo dicho y considerando que la pedagogía es un asunto de formación (Vargas et al., 2007) en valores, podemos sacar algunas conclusiones de interés a partir de la concepción de lenguaje desglosada de algunos planteamientos de Bajtín. La escuela debe convertirse en un campo de juego de las tensiones del sentido -lógico, analógico, ideológico y dialógico- (Cárdenas y Ardila, 2009); para ello, debe dejar entrar allí la vida a través de diferentes prácticas y saberes, de imaginarios y simbolismos, de valores e ideologías que, en torno al conocimiento, la acción y la pasión, permitan reconocer la mediación semiótica del lenguaje. El propósito es tomar distancia de la representación -no necesariamente eliminarla- para darle cabida a la formación de los sentimientos como base de los valores y hacer visible la crítica y la creatividad a partir del cambio de perspectiva basado en el enriquecimiento de los signos.
El lenguaje, como mediación de la conciencia y la ideología, zona fronteriza donde confluyen las miradas del yo y del otro, nos permite dar por descontado el contacto extrasemiótico con la realidad. Gracias a este encuentro fronterizo, se produce la formación y la comprensión del mundo, alimentadas por el ser-hacer del hombre. De este modo, es precisamente la diferencia, la base de la alteridad como presencia de lo otro/Otro, lo que induce a tomar distancia del significado y sus cognados: realidad, verdad, objetividad, mensaje13 como factores anclados al uso del lenguaje en la comunicación.
Con base en la reflexión anterior, podríamos plantear que el problema de la comprensión del mundo es uno de los fines de la formación y esta no puede darse al margen del sentido y su papel en la construcción del conocimiento y en el ejercicio de la acción y la pasión desde una arquitectónica vital que considere los valores que surgen de las relaciones que el ser humano contrae consigo mismo, con el mundo y con los demás.
Si aceptamos que nada de lo humano, como precisaría Unamuno, puede ser indiferente a la escuela y que el sujeto en calidad de tal encarna sus vivencias y experiencias, cabe decir que la formación humanística no es un asunto de enseñanza de ciencias humanas. De por sí, este planteamiento parece basarse en la existencia de límites entre las ciencias y en la exclusión en que unas han sido estigmatizadas por otras. Más bien, creemos que el asunto exige adoptar una postura frente a seres humanos encarnados que no están definidos de antemano y en los cuales convergen factores cognitivos y gnoseológicos, maneras de pensar analíticas y formales, condiciones volitivas, éticas y axiológicas, sentimientos, emociones y afectos que se canalizan de diferente manera a través del lenguaje.
Esta condición requiere situarse en los procesos pedagógicos del lenguaje (Cárdenas y Medina, 2015), para consolidar el sentido desde varias visiones: dialéctica, analéctica, dialógica e ideológica en lo que concierne a las dimensiones cognitiva, ética y estética del ser humano (Cárdenas, 2017). Tal propuesta obedece a la necesidad de integrar formas de racionalidad y campos del sentido, aparatos y poderes discursivos, funciones del lenguaje que promuevan una educación fundada en valores que surgen de la doble alteridad, se nutren de las visiones dialéctica y analéctica y se anclan en el profundo sobreentendido de la cultura (Bajtín, 1997).
Por lo tanto, la formación como tendencia del sujeto hacia el deber-ser es inseparable de este programa humanístico. La posibilidad formativa la da el poder simbólico y constituyente del lenguaje del estar con otros en el mundo (Otro), en cuanto a capacidad humana de producir históricamente el sentido dentro de la cultura y la sociedad. Cuando el hombre se encarga del otro/Otro, se abre dicha posibilidad de construcción que subyace al conocimiento y la reflexión, a la acción y la conducta (Ricoeur, 2001).
Desde la perspectiva planteada, una pedagogía del lenguaje es, en esencia, una pedagogía del sentido. El sentido nos pone en evidencia los campos imaginario, cognitivo, ideológico y valorativo de la educación; una cultura que es construcción institucional e industrial (técnica, científica, artística) del ser humano; y un sujeto encarnado al que le compete situarse frente al mundo, en su diversidad y pluralismo, sin indiferencia y con plena responsabilidad.
Si, en la perspectiva de la acción, la palabra es una mediación (Wertsch, 1985), entre quien la profiere y aquel hacia quien va dirigida con respecto al mundo, uno de los papeles de la escuela está en inyectarle vida a la palabra, no escamotearle la vida, permitir que la vida entre a la escuela y procurar que no se convierta exclusivamente en una abstracción. Si la pedagogía es una práctica humanística, siguiendo la palabra de Bajtín, no puede basarse en la identificación sino en la diferencia no indiferente. La forma de operar de la pedagogía será contribuir a la diferencia incluyente y no estigmatizante, con miras a motivar la acción humana en torno a intereses humanos