Introducción
Este artículo propone una reflexión sobre los cambios que han acontecido en torno a las distintas tipologías de valores patrimoniales consideradas por los expertos a lo largo del siglo XX. Estas transformaciones, que hemos analizado en trabajos de distinta índole académica, se abordan desde un punto de vista crítico, en relación con el ámbito de la gestión del patrimonio y la evolución conceptual de este hacia un proceso cultural (Smith 2006). Uno de los objetivos de este trabajo es identificar la profundidad histórica de los valores patrimoniales actuales y comprender el rol que desempeñan en la actualidad como herramientas para conservar las transformaciones culturales. Las estrategias de gestión, mantenimiento y conservación de bienes culturales basadas en los valores patrimoniales, a pesar de sus ambigüedades y controversias, han sido utilizadas tanto en el ámbito profesional como en el académico.
A medida que se han ido democratizando las prácticas patrimoniales en las últimas décadas, estos bienes tangibles y estáticos (que poseen valor intrínseco asociado a su mera existencia) han desarrollado unas características multitemporales dinámicas en las que los significados han adquirido una dimensión poliédrica que permite que un mismo lugar u objeto pueda encerrar múltiples significados para distintos individuos (Tamm y Olivier 2019). Los académicos hacen hincapié en las diferencias existentes entre valorar (apreciar un valor que existe) y valorizar (añadir valor), y hacen referencia al hecho de que “etiquetar algo como patrimonio es hacer un juicio de valor”, y que este juicio está motivado y/o tamizado por una serie de factores económicos, políticos, culturales, espirituales o estéticos según una serie de ideales éticos o epistemológicos (Avrami, Mason y De la Torre 2000, 8).
En este sentido, nos parece relevante indagar en cómo los investigadores han ido acompañando esta (r)evolución epistémica del concepto de patrimonio cultural como proceso social, especialmente los vinculados a corrientes de estudios críticos y contextos diversos. Dos preguntas que hoy en día se plantea la comunidad experta son: cómo valorar un patrimonio que no existe como tal, sino que se percibe cada vez más como un proceso cultural, y cómo preservar estos lazos dinámicos de transmisión cultural sin ejercer discursos autoritarios (Harrison 2015; Pastor Pérez y Ruiz Martínez 2020; Smith 2006). Para responder a ello, se ha intentado sintetizar una investigación documental que disecciona cartas y documentos internacionales junto con informes y artículos académicos provenientes principalmente del ámbito de la antropología, la arqueología y los estudios urbanos (siendo conscientes de la abundante literatura sobre la materia).
Valores en transformación
Conocer y analizar la evolución y la diversidad de los valores del patrimonio ha interesado a distintos grupos de agentes y estudiosos en disciplinas diversas: arquitectura, antropología, arquitectura, urbanismo, conservación, sociología o gestión del patrimonio, durante más de cuarenta años (Avrami et al. 2019; Burtenshaw 2013; Carver 2003; Clark 2019; Fredheim y Khalaf 2016; Ives y Kendal 2014; Lipe 1984; Parga-Dans y Alonso González 2019). El principal debate en torno a estos estudios se ha centrado en comprender qué valores han entrado en juego para entender por qué algunos lugares, tradiciones intangibles u objetos se han conservado y otros se han visto comprometidos o deteriorados. Todo ello tamizado por un escenario global donde existe una serie de desigualdades geoculturales (García Canclini 2010) y una percepción del valor, así como una búsqueda de este, que autoras como Lacarrieu y Laborde (2018) analizan desde el colonialismo del poder, enmarcado en un saber hegemónico. Por otro lado, Harald Fredheim y Manal Khalaf (2016, 479) realizaron una revisión exhaustiva de propuestas publicadas en los últimos años y concluyeron que se han ido imponiendo tipologías de valor que no estaban alineadas con las prácticas concurrentes de conservación, especialmente en cuanto a comunicación entre las partes interesadas.
La transformación social de los valores patrimoniales es clave en un escenario decolonial, menos centrado en Occidente, preocupado por cuestiones como la justicia social o el cambio climático, y en el que académicos y profesionales mantienen una postura crítica mientras ejercen un papel cada vez más relevante como “facilitadores”, dejando parcialmente de lado su rol como expertos (Díaz-Andreu 2017; Díaz-Andreu, Pastor Pérez y Ruiz Martínez 2016; Jones 2017; Gao y Jones 2020; Prats 2012). Lo que perseguimos en este trabajo exploratorio es abordar una pequeña parte de estas transformaciones que han acontecido en los discursos de valoración del patrimonio cultural en los últimos años, siguiendo un hilo conceptual en torno a la evolución del patrimonio como proceso cultural que deberá ser complementado por cada contexto situado.
A modo de resumen introductorio, incluimos bajo estas líneas una tabla cronológica que incluye algunos de los valores-categorías e inspirada por Marta de la Torre (2013) (tabla 1). Estos valores se han elegido por su relevancia, a manera de síntesis; la última propuesta considerada es la reciente publicación del equipo del proyecto “La red de los valores del patrimonio”1 (Fouseki et al. 2020). Esta se basa en los resultados codificados de una encuesta reciente en la que se pidió a los expertos que aportaran su propia definición de valores patrimoniales; los conceptos más utilizados fueron significado, criterios y proceso, lo que denota una progresión hacia tipologías que se pueden definir como más dinámicas y que analizaremos más adelante en este trabajo.
Fuente: elaboración propia a partir de De la Torre (2013). Para versiones anteriores de esta tabla, ver Pastor Pérez (2019).
Como se aprecia en esta tabla, hay un salto cronológico considerable tras el nacimiento de la Unesco en 1945 y la redacción de la Carta de Burra en 1979 que introdujo el concepto de significado cultural. En la tabla hemos ordenado las categorías por afinidad, lo que nos permite observar una tendencia a generar valores más específicos que incluyan una conexión con la sociedad, como el espiritual, el documental o el narrativo. Desde nuestro punto de vista, estos vínculos con lo social se incrementan en los resultados de la encuesta llevada a cabo por Kalliopi et al. (2020), en la que los valores asociados a la conmemoración y el legado (estáticos) pasan a asociarse a la nostalgia y las memorias (consideradas dinámicas); a su vez, los de prestigio se asociarían más a las narrativas, lo que refuerza esa idea poliédrica y cinética del patrimonio. Por su parte, las visiones más arcaicas que consideran que el patrimonio en sí mismo, por su mera existencia, posee un carácter educacional o pedagógico también se van diluyendo hacia posturas que promueven la construcción de significados múltiples, en las que las acciones de difusión se enraízan en procesos participativos o de consulta (Pastor Pérez y Díaz-Andreu 2021). Desde nuestro punto de vista, lo que predomina en la academia es generar discursos patrimoniales que se basen en construcciones espaciales y temporales horizontales e incluyentes, donde no haya unas historias o discursos que tengan más peso sobre otros (Gieseking et al. 2014; Harrison 2013).
A principios del siglo XXI, Marta de la Torre mencionaba que las personas más interesadas en el desarrollo de los valores sociales solían ser aquellas que tradicionalmente no habían participado en trabajos con investigadores y cuyas opiniones no se habían tenido en cuenta; para salvar esa brecha habría que recurrir a disciplinas que permitan incorporar todos los grupos a los debates (2002, 3). Es decir, los valores han ido configurándose de tal forma que contribuyen a “desautorizar” los discursos tradicionales existentes (Smith 2006). Su dimensión materialista, empleada para describir solemnes representaciones del pasado o valores estéticos (y estáticos), ha ido perdiendo peso a la vez que “lo social” ha ganado terreno. Ello ha puesto de relieve las funciones “menos patrimoniales” y el posible reúso y la resignificación de estos espacios, teniendo en cuenta que los valores son subjetivos y situacionales y siempre existirán tensiones (Avrami y Mason 2019, 2).
Esta remodelación de los valores patrimoniales podría considerarse el resultado de un proceso de resignificación en el que prima una perspectiva inclusiva, participativa y social para la gestión del patrimonio. En esta misma línea, Kalliopi Fouseki y Niki Sakka describen los valores del patrimonio como un concepto polifacético y dinámico que debe entenderse “como la combinación de las cualidades que se valoran y las fuerzas motrices que las conforman […] cualidades como la monumentalidad, la antigüedad o la rareza de un monumento deben evaluarse junto con las fuerzas motrices que llevan a los individuos y/o grupos de personas a valorar los bienes mencionados” (2013, 3).
Abrirse a esta socialización implica investigar la dimensión no lineal del legado patrimonial y crear estrategias para analizar la multitemporalidad y el dinamismo de su propia existencia como fuente documental (Barreiro Martínez y Criado Boado 2015). En nuestra opinión, es fundamental conectar los planteamientos de los valores patrimoniales por parte de académicos con los discursos y narrativas que genera la sociedad cuando construye sus espacios, aunque esto, en ocasiones, no sucede de forma espontánea. Esta falta de diálogo proyectivo podría mejorarse si se creasen espacios de interconexión entre distintos agentes, donde se trabaje desde una óptica multidisciplinar aplicada; que conjuguen distintas técnicas y métodos etnográficos o sociológicos, entre otros (Pastor Pérez y Ruiz Martínez 2018).
La comunidad experta parece haber encontrado un oxímoron, a modo de tensa calma, en la creación de procesos participativos y en la implementación de la noción de soberanía compartida para las agendas y políticas culturales (Sánchez-Carretero et al. 2019), que cada vez son más frecuentes, y en algunos casos obligatorias, para desarrollar proyectos. Supuestamente estos procesos resaltan los valores sociales del patrimonio, a modo de narrativas y significados compartidos, ya que la toma de decisiones en sí misma supone priorizar unos intereses o valores sobre otros. En contrapartida, estos procesos pueden en muchos casos politizarse o dirigirse, de modo que sirvan para refrendar decisiones administrativas unilaterales sobre qué debe conservarse y qué debe perecer por parte de las autoridades (Pastor Pérez 2019). Como mencionamos, este trabajo busca analizar en clave reflexiva cómo las categorías de valor más estáticas o tradicionales han ido mutando hacia posiciones más dinámicas y sociales, más comprometidas con una visión del patrimonio cultural que contribuya a generar bienestar social.
Los valores estéticos, históricos y estáticos
Comenzaremos esta reflexión abordando los valores históricos y estéticos, que fueron los primeros en ser apreciados en Europa a inicios del siglo XX (Riegl 1903), y que se centraban en un reconocimiento del objeto o monumento por haber sobrevivido al paso del tiempo o por representar una serie de cualidades técnicas que reflejan la evolución de las habilidades humanas de fabricación o artesanía. Antiguamente, en Europa, la conservación de monumentos recaía principalmente en miembros de la monarquía, la aristocracia y las clases dirigentes, que, junto con la Iglesia, aportaban, entre otras cosas, la financiación para ello, como lo demuestran los varios edictos de los siglos XVII y XVIII realizados en Italia (Baldwin Brown [1905] 2011, 130).
La apreciación de las cualidades históricas y estéticas de los monumentos seguía siendo un factor clave a principios del siglo XX, como podemos ver en dos obras escritas por historiadores del arte, The Care of Ancient Monuments de Gerard Baldwin Brown (1849-1932) ([1905] 2011) y Der moderne Denkmalkultus de Aloïs Riegl (1858-1905) (Riegl 1903). Ambos autores utilizan de forma explícita los términos valía (worth en inglés) y valor (o wert, su equivalente en alemán), y de estos dos valores -el estético y el histórico- dan prioridad al último, ya que argumentan que las obras de arte tienen valor por ser históricas (Riegl 1903, 3). Curiosamente, su forma de utilizar el término valor (wert) no implica un carácter económico, lo que en sí mismo será revolucionario, ya que supone un alejamiento del campo semántico más utilizado hasta esos momentos. Ambos valores continúan vigentes hoy en día. En cuanto al estético o artístico, su importancia queda implícita en la firma de la Convención de la Unesco sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural en 1972, lo que lleva a que las primeras inscripciones muestren un claro sesgo hacia la monumentalidad y, en particular, hacia los sitios “grandiosos” y “estéticos” del mundo occidental (Cleere 2001; Smith y Akagawa 2009; Akagawa y Smith 2018).
Algunos años antes de la firma de la Convención de Patrimonio Mundial, en 1964, el International Council on Monuments and Sites (Icomos) había lanzado la Carta Internacional para la Conservación y Restauración de Monumentos y Sitios (Carta de Venecia). El mensaje central de este documento remarcaba la relevancia de preservar los monumentos en beneficio de las generaciones futuras debido a su relevancia cultural (art. 1). Este mensaje conceptual, junto con el nuevo paradigma de significado cultural, se desarrollarían en la posterior Carta de Burra de 1979 (Icomos Australia [1979] 2013) redactada en Australia, que marcaría el punto de partida de un cambio. A partir de ese momento, los monumentos comenzaron a definirse no únicamente a través de sus valores históricos o estéticos, sino también sociales y culturales, lo que marcó la transición de un discurso más tradicional, aislado y estático hacia otro más contextual y dinámico. Por así decir, se pasó de un reconocimiento derivado de una construcción monumental a la inclusión de “obras modestas que han adquirido un significado cultural a lo largo del tiempo” (Icomos 1964, 1). La Carta de Burra de 1979, a pesar de que en un principio estaba limitada a Australia, revolucionó, a la postre, a nivel mundial la forma de abordar los procesos de valoración. A pesar de ello y como hemos adelantado anteriormente, nos parece relevante apuntar aquí que en la actualidad los términos histórico o estético siguen teniendo un peso importante en la definición de significado cultural.
Para seguir una ruta institucional diacrónica, el Documento de Autenticidad de Nara de Icomos de 1994 insiste en esta visión aperturista lanzada por la Carta de Burra, que pone el foco en conceptos como el de diversidad cultural, cuya variedad de opciones o criterios es motor para la valorización del patrimonio cultural, e indica que la cultura incide en los valores atribuidos y, “por lo tanto, no es posible realizar juicios de valor o autenticidad con un criterio fijo”, ya que, “por el contrario, el respeto debido a todas las culturas requiere que el patrimonio cultural sea considerado y juzgado dentro del contexto cultural al cual pertenecen” (Icomos 1994, 2, art. 11).
En consonancia con estas afirmaciones, se argumenta que la comunidad académica ha de tener en cuenta que los lugares patrimoniales pueden haber sufrido importantes cambios a lo largo del tiempo, tanto físicos como interpretativos, y que estos tienen profundas implicaciones en la forma en que el bien patrimonial se utiliza, conserva, interpreta y aprecia (Taylor 2015, 75). El conservador y experto en patrimonio Joel Taylor señala que parte del mensaje que nos transmiten estas transformaciones, entendidas en sí mismas como patrimoniales, se transfiere a través de lo que se ha conservado contextualmente, y que hay que prestar menos atención a los valores históricos o estéticos (2015, 76). Los debates se centran ahora en definir cómo los estudios de las peculiaridades de los distintos contextos han permitido que dejemos atrás narrativas estáticas, impermeables, crionizadas y configuradas en torno a valores intrínsecos, materiales, otorgados al patrimonio por el mero hecho de su existencia.
Caminamos ahora hacia la configuración de estudios dinámicos, por medio de unos valores patrimoniales más sociales e inclusivos que se ajustan a la comprensión y definición del patrimonio como proceso cultural (Harvey 2001; Rosas Mantecón 2005). La historia ha pasado a ser situacional, contextual, y con ella sus atributos se han tornado históricos o estéticos. Estos valores a los que nosotras denominamos estáticos, identificados en su mayoría con un legado instrumental, es decir, asociados a usos concretos, se están transformando en valores dinámicos o cinéticos por parte de diferentes actores multidisciplinares (Armitage e Irons 2013; De la Torre 2002, 3). Podría decirse que los investigadores, atraídos por una visión participativa del patrimonio como proceso cultural, están tratando de (des)reificar y (des)elitizar el patrimonio transformando progresivamente esas categorías de valor tradicionales. A continuación, abordaremos los valores más simbólicos y espirituales, asociados mayormente al patrimonio natural.
De la dimensión natural a la rural
El aprecio por los paisajes naturales comienza más tarde que el de la historia y la estética, aunque sus raíces se remontan a la época moderna, con los jardines barrocos y el gusto por los paisajes agrestes en pintura, y luego al siglo XIX, cuando, ya en el campo patrimonial, en los Estados Unidos de América se protege el valle de Yosemite en 1864 (Shaffer 2001) y luego se crean los parques naturales (Löfgren 1999, 37-40). La valorización de la naturaleza a menudo combina sus aspectos más pintorescos con la presencia humana de la zona; así, la apreciación de estos paisajes suele ir acompañada de valores antropológicos y etnológicos (Ingold 2013; Tilley y Cameron-Daum 2017). En Europa también se considera que las comunidades agrícolas que aún utilizan técnicas preindustriales o algunos edificios tradicionales en contextos rurales deben ser protegidas e incluso transportadas a lugares donde puedan ser visitadas y se asegure su preservación, como el Museo de Skansen en Noruega creado a tal efecto (Díaz-Andreu 2020). Las topografías de estos paisajes son incluidas en estos momentos en la recopilación de datos etnográficos.
Otros aspectos de este mismo movimiento que ilustran la combinación de naturaleza y etnología/antropología/folclore son las sociedades de excursionistas, de montañeros, o de fotografía, entre otros, que surgen en Europa durante este periodo y que incluyen entre sus miembros a algunos de los más activos coleccionistas de todo lo que se considere tradicional, paisajes incluidos (Edwards 2006; Genera 2008). En América del Sur encontramos el movimiento de parques naturales ya desde época muy temprana en Argentina, Chile y Uruguay (Scarzanella 2002, 6-8) o, en el caso de Colombia, desde 1938, con las llamadas áreas protegidas que tienen el objetivo de conservar los recursos hídricos de la industria cañera en el Valle del Cauca (Palacio, Hurtado y Garavito 2003; Rojas Lenis 2014).
La combinación del patrimonio natural y cultural se internacionaliza en 1972 con la Convención de la Unesco para la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural (Convención del Patrimonio Mundial) (Unesco 1972). Esta convención tiene como objetivo proteger el patrimonio cultural y natural de valor universal excepcional que sea de importancia común para las generaciones presentes y futuras de toda la humanidad (Unesco 1998). A diferencia del resto del mundo, en Europa la gran mayoría de los sitios del patrimonio mundial elegidos como tal han sido culturales y no naturales, y su gran número en la lista llevó a que se la acusara de tener un claro sesgo eurocéntrico. El intento de superar este sesgo ha llevado a conectar el patrimonio cultural con el natural, así como con la sociedad, y este paso se ha visto reforzado por dos documentos: la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial (Unesco 2003) y la Convención Marco del Consejo de Europa sobre el Valor del Patrimonio Cultural para la Sociedad, firmada en Faro en 2005, por la que el patrimonio cultural está íntimamente relacionado con los conceptos de paisaje, patrimonio natural, biodiversidad y cuestiones medioambientales (Consejo de Europa 2005). Por lo tanto, si bien como subrayan algunos autores el peso de una ontología occidental ha obstaculizado el ámbito de la conservación del patrimonio natural y muchos países han creado políticas separadas para la conservación de dicho patrimonio y el cultural (Harmon 2007), poco a poco se ha ido avanzando, con especial énfasis en la esfera de “lo rural”.
El reciente trabajo presentado por Mallarach y Verschuuren (2019) señala que el reconocimiento de las relaciones conflictivas entre sociedades y entornos, en complementación a los estudios de valores utilitarios o económicos y los valores culturales y espirituales intangibles, es clave en materia de conservación del patrimonio natural. Su estudio se centra en las líneas desarrolladas por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) y la Unesco, así como en trabajos anteriores con valores de carácter intangible (Mallarach, Comas y De Armas 2012). Los autores destacan que las relaciones entre el ser humano y el medio ambiente necesitan nuevas conceptualizaciones, y adoptar enfoques integrados y coordinados para la conservación del patrimonio (Mallarach y Verschuuren 2019). Los paisajes están formados por múltiples elementos que, en muchos casos, entran en inevitables disputas o conflictos (sociedad-entorno), lo que contribuye al desarrollo de unos valores culturales dinámicos y contextuales que podremos evaluar de forma independiente o en conjunto (Tilley y Cameron-Daum 2017). En 2017, Icomos presentó el documento “Concerniente al paisaje rural como patrimonio” en el que indica que “todas las áreas rurales pueden ser leídas como patrimonio, tanto destacado como ordinario, tradicional y recientemente transformado por las actividades de modernización: el patrimonio puede estar presente en diferentes tipos y grados y relacionado con muchos periodos históricos, como un palimpsesto” (2017, 3).
El patrimonio rural se convierte así en una categoría adicional de patrimonio que encarna una noción de ruralidad que abarca lo natural y lo cultural, lo tangible y lo intangible (Lekakis y Dragouni 2020, 85). Stefanos Lekakis y Mina Dragouni mencionan que se deben evitar los estudios de monumentos de forma aislada, ya que pueden dar lugar a la (re)producción de juicios de valor autorizados y lo idóneo es analizar las interacciones dentro de un paisaje (2020, 91). Los autores apuntan que “los monumentos rurales no pueden considerarse de forma autónoma, pues pertenecen a una red más amplia de recursos naturales, culturales y sociales que sostienen la vida y las relaciones sociales” (2020, 88). La valorización de las prácticas humanas actuales en contextos geohistóricos, considerados a veces como entornos rurales, está dando lugar a formas de interpretación que van más allá de los restos y se centran también en los valores humanos (Aponte García et al. 2020; González-Álvarez 2020; Mallarach y Verschuuren 2019).
Al hilo de estas reflexiones, nos gustaría destacar que mientras en el pasado los avances para preservar estos espacios mixtos naturales-culturales se basaban en el conocimiento etnológico/folclórico, el debate actual se centra en el concepto de sostenibilidad (Molina Neira 2018; 2019). En este sentido, los estudios de patrimonio han ido evolucionando junto al resto de disciplinas y han desarrollado, por ejemplo, estudios de paisaje contemporáneos que conectan pasado y presente (Alonso González y González-Álvarez 2016; Dalglish 2012). Como hemos señalado brevemente, los estudios actuales sobre el patrimonio natural están apuntalando un enfoque holístico basado en los valores intangibles para la protección de los espacios. Estos estudios interdisciplinares son clave para eliminar las barreras de las redundancias institucionales y metodológicas que pueden impedir la aplicación de medidas de preservación.
Valores sociales: de lo intrínseco a lo extrínseco
Hasta la Segunda Guerra Mundial se pensaba que el patrimonio cultural tenía valores intrínsecos inmutables y universales. Sin embargo, desde entonces esa creencia se ha ido debilitando cada vez más; factores clave en este proceso han sido lo que se ha identificado como el giro cultural de los años sesenta y el giro comunicativo de los ochenta en el siglo XX. Como resultado se ha producido un desplazamiento del debate teórico desde un eje estético-histórico a otro antropológico-cultural (Pereira 2007, 15). El filósofo canadiense James O. Young analizó el valor cognitivo asociado al patrimonio; para este autor los valores pueden ser de dos tipos: intrínsecos o extrínsecos, dependiendo de si son considerados como fuente de conocimiento (intrínsecos) o si promueven pensamientos racionales (extrínsecos) (2013, 28). En nuestra opinión, y en concordancia con Avrami, Mason y De la Torre, los artefactos u objetos son principalmente el medio a través del cual se produce y reproduce la cultura y no una encarnación de esta (2000, 6-7). Los valores extrínsecos del patrimonio son el resultado de la interacción entre el propio patrimonio y sus contextos sociales, económicos e históricos (2000, 19). Esta visión reconoce que los factores de formación del valor están fuera del propio objeto, en sus contextos, y que estos son determinantes en la configuración de los procesos sociales e identitarios (Avrami, Mason y De la Torre 2002, 8).
La depreciación de los valores intrínsecos considerados en exclusividad ha dado lugar a que se haga hincapié en los aspectos más inmateriales del patrimonio cultural, así como en su sentido y significado. Esto ha derivado en un desuso paulatino de los conceptos occidentales de autenticidad e integridad, como quedó patente en el mencionado Documento de Nara sobre la Autenticidad de 1994 (Icomos 1994). Ahora se entiende que la autenticidad es situacional, lo que hace que la consideración de algo como patrimonio o no dependa en gran medida de cómo lo perciben los miembros de la comunidad interesada y de los valores que entre ellos se acuerden. Como consecuencia, recabar las opiniones de la comunidad, tenerlas en cuenta y equilibrarlas con la opinión de los expertos y expertas se convierte en un paso imprescindible.
La comunidad, un concepto polisémico (Chadha et al. 2001), no es un ente univocal, sino que debemos esperar de ella discursos multivocales y esto conduce a considerar los distintos puntos de vista de una comunidad de forma diversa; también es complejo definir qué es una comunidad (Massey 1991; Castro-Gómez y Grosfogel 2007). Además, puede haber varios grupos de interés en la comunidad o incluso varias comunidades interesadas, con opiniones diferentes y opuestas acerca de la naturaleza del objeto o el paisaje que una o varias de estas comunidades consideran patrimonio. Incluso si todas coinciden en su importancia, pueden hacerlo por razones diferentes (porque se apliquen valores distintos). El establecimiento de espacios donde se produzcan narrativas comunes multivocales, no lideradas ni dirigidas por los poderes públicos, que fomentan la creación de nuevos vínculos, podría, desde nuestro punto de vista, ser un indicador de bienestar y cohesión. Estos espacios surgen a partir de una serie de vínculos intrínsecos, e incorporan una pluralidad de significados y valores asociados al patrimonio más en consonancia con sus evocaciones, disfrute o uso.
En esta línea, las corrientes críticas en materia de patrimonio instan a dar voz a las comunidades locales en la elaboración de los discursos sobre el patrimonio y su articulación con la sociedad (Tantaleán y Gnecco 2019; Londoño 2014). Como mencionamos en la introducción, la concepción del patrimonio como proceso cultural ha llevado a replantear los valores que se le aplican para su conservación y a explorar su dimensión social en detrimento de las nociones intrínsecas. La comunidad académica se apoya a menudo en el uso de valores para perfilar el contexto de los estudios de caso, intentando establecer algún tipo de jerarquía para describir las cualidades de un sitio. Esto puede servir para trazar un patrón de intervenciones o para establecer una lista de prioridades de conservación. Desde nuestro punto de vista, ha llegado más que nunca el momento de tener en cuenta a los agentes que componen el tejido social. La gobernanza participativa y los estudiosos están promoviendo la implicación de la sociedad en la definición del valor y la autenticidad de los diferentes bienes culturales para superar la exclusividad que hasta ahora han tenido los académicos (Deacon y Smeets 2013, 141). El trabajo de Joel Taylor y May Cassar refleja la misma línea de pensamiento cuando argumentan que las cosas “se convierten” en patrimonio por diferentes razones, que tienen diversas funciones y se valoran de distintas maneras ya que los valores también cambian con el tiempo y en diferentes lugares. Aquí inciden en que, a medida que cambian los valores de la sociedad, se transforma la forma en que se percibe y representa el patrimonio (Taylor y Cassar 2008, 2).
¿Qué es lo que merece ser conservado desde una perspectiva integradora de valor social? ¿Es el valor social una externalidad positiva que nace de la interacción? Dado que preservar al mismo tiempo todos los valores atribuidos a un sitio es imposible, los expertos han tratado de crear espacios de diálogo entre agentes que ayuden a definir motivos comunes para la preservación de los sitios; intereses vinculados a esos valores que emanan de las decisiones conjuntas. Las preguntas que surgen para llegar a un consenso son: ¿qué, cómo y cuándo intervenir? y ¿cómo intervenir sobre un proceso o construcción social dinámico y no sobre un bien o lugar estático? Desde nuestro punto de vista, el foco es entender cómo la atribución de estos valores patrimoniales puede articular discursos de equidad entre los agentes. Nosotros, como investigadores, somos una pieza clave en el proceso de cambio y democratización de la cultura al descubrir cómo preservar los valores sociales intrínsecos relacionados con las narrativas de patrimonio(s) común(es), con los contextos. Quizás todos los valores se pueden considerar sociales si son consensuados, y el valor social como categoría en sí misma no existe, pues se trata simplemente de un vocablo que engloba la propia ontología del patrimonio cultural entendido como un proceso y por ello desaparece de las tipologías más recientes (ver tabla 1).
Apuntes acerca de la dimensión económica y la sostenibilidad
El patrimonio es en muchos casos un recurso a explotar a nivel económico y los valores que aporta en ese ámbito han sido estudiados por numerosos autores (entre ellos Bewley y Maeer 2014; Frey 2007; Graham 2002; Throsby 2019). Este desarrollo se asocia al concepto de capital cultural, entendido más allá de la definición del sociólogo Pierre Bourdieu (v. g. Bourdieu 1984), que señala que el patrimonio es “un bien que encarna, almacena o da lugar a un valor cultural además de cualquier valor económico que pueda poseer” (Throsby 2003, 167). También se integra en lo que los economistas denominan el capital ambiental, concepto que incorpora el conjunto de todos los bienes colectivos materiales e inmateriales que nos rodean, y se entiende como una ramificación amplia y polifacética de los bienes que contribuyen al bienestar de la sociedad. Se trata de un bien que en muchos casos se entiende como cualitativo e irreproducible; que puede ser desde un edificio hasta un momento histórico, o un pasado sociocultural común. Es por ello no se tiene en cuenta como un bien de mercado sino como un bien público (Nijkamp 2012, 77). Ello nos conduce a que exista una selección de bienes ejecutada por los poderes públicos y marcada por el mercado, como nos indica el geógrafo Gregory J. Ashworth en su artículo “Conservation as Preservation or as Heritage: Two Paradigms and Two Answers” (1997):
El foco de atención no es el objeto sino el usuario, y especialmente la naturaleza de la relación entre el usuario moderno y el pasado preservado. El resultado es la “sacralización” de un lugar u objeto a través de la interpelación, sin la cual, de otra manera, no sería notable, o incluso físicamente distinguible de los demás. El valor creado por este proceso de “consagración” se vuelve acumulativo, ya que su marcación (de valor) inicial se refuerza con el uso, y el interés del consumidor se legitima con la presencia de otros usuarios. (1997, 98, traducción de las autoras)
Ashworth menciona aquí que el impulso a la conservación de unos sitios sobre otros puede provenir de su valor de mercado, un valor que asocia a una consagración del objeto, y que este se puede transformar en acumulativo. Como indicamos, la puesta en valor del patrimonio tiene unas consecuencias en términos económicos, lo que a su vez puede dar lugar a procesos de desfavorecimiento social, gentrificaciones rurales y urbanas, y posible pérdida de identidad (Cesari y Dimova 2019). Esta puesta en valor en muchos casos está ligada con el tipo de patrimonio sobre el que se interviene y con el modo en que esto se lleva a cabo (Throsby 2006, 41). Conservar un sitio patrimonial en muchos casos dependerá de: 1) el contexto cultural, 2) las tendencias sociales y políticas, y 3) los pilares económicos. Estos valores económicos no se deben transferir a unidades económicas, a un valor de mercado concreto (De la Torre 2014).
En esa línea, los conservadores colombianos David Cohen y Mario Fernández Reguera destacan que la principal problemática en torno a las valoraciones económicas del patrimonio de los museos llega cuando se transfieren valores culturales a un valor económico, de modo que se confunde la valoración con el “avalúo comercial” (Cohen y Fernández Reguera 2013, 12), este último definido como el posible precio de mercado de esos bienes. Según estos autores, las decisiones sobre qué y cómo invertir para conservar se deben tomar en un plano que supere el ámbito comercial y donde se tengan en cuenta los valores sociales del patrimonio, esto es, donde se analice cómo la mera existencia del sitio patrimonial podría conllevar un bienestar social al entorno. Nos gustaría remarcar que, desde nuestro punto de vista, las medidas participativas directas o indirectas que integran a los agentes sociales en la toma de decisiones con respecto a su propio patrimonio aumentarán el capital cultural de estos, tanto a nivel sociológico como en la economía de la cultura (Bennett 2015). Se trata de algo muy necesario en el contexto de la imposición del capitalismo global, por el que en la última década hemos sido testigos de constantes reducciones de la inversión estatal en el ámbito cultural, tendencia que se ha acentuado con la pandemia de la covid-19 en los años 2020-2021 (IDEA Consult et al. 2021).
Por otra parte, uno de los conceptos que ha ido ganando terreno en los últimos años en relación con el valor económico del patrimonio ha sido el de sostenibilidad cultural (Cantar, Endere y Zulaica 2021; Holden y Baltà 2012; Loach, Rowley y Griffiths 2017; Molina Neira 2019). En el ámbito del patrimonio, la sostenibilidad significa que debe haber un equilibrio entre el crecimiento económico y la explotación de los recursos patrimoniales. Sin embargo, este concepto puede suscitar algunas connotaciones negativas, ya que, si entendemos el patrimonio como un recurso finito, explotable y mercantilizado, se tendrán en cuenta para su explotación elementos de retroalimentación económica que privilegien valores no prioritarios para la comunidad, sino aquellos más estáticos, menos dinámicos y dependientes de los enfoques económicos materiales (Pereira 2007, 21). Otro factor a tener en cuenta es que en muchos casos los indicadores utilizados para medir el impacto económico del patrimonio se basan en el turismo. A través de los beneficios económicos que este genera se toman decisiones sobre qué preservar, sin tener en cuenta las posibilidades negativas del turismo de masas para los propios habitantes, y que además ocasione problemáticas de acceso a estos bienes o espacios patrimoniales (Nijkamp 2012, 78).
La tendencia hacia los enfoques impulsados por la economía puede observarse en un número creciente de organismos de desarrollo, incluido el Banco Mundial, institución que sostiene que el patrimonio puede convertirse en un motor auxiliar de crecimiento económico y desarrollo, aunque pocos serían los territorios que han sabido gestionarlo de manera adecuada (Lafrenz Samuels 2016; Silberman 2012). Al igual que sucede en otras disciplinas relacionadas con las ciencias sociales, podemos pensar que la economización del patrimonio puede llevar fácilmente a su mcdonalización, es decir, un vasto abanico de fenómenos sociales dominados por la eficacia, el cálculo o la previsibilidad derivados de su producción en cadena (Ritzer y Ryan 2002). En esta misma línea, el arqueólogo francés Laurent Olivier opina que la subordinación a la regulación económica produce una exclusión de los académicos por una parte y de los ciudadanos por otra, puesto que una nueva clase de tecnócratas está desmantelando lo que consideran oportuno transformar en producción económica (Olivier 2013, 29).
A pesar de este tipo de protestas, lo cierto es que la mercantilización no ha parado y en realidad se está incrementando. La crisis financiera iniciada en 2007 y, sobre todo, la falta de financiación de Estados Unidos, ha obligado a instituciones del patrimonio mundial como la Unesco a aceptar patrocinadores privados. También desde Icomos se están impulsando las iniciativas de “responsabilidad cultural corporativa”, el equivalente de la responsabilidad social corporativa, enfocada en el sector cultural, para atraer inversión privada. La actual pandemia traerá consigo nuevos retos económicos para el ámbito de la gestión del patrimonio y dará lugar a nuevas apreciaciones de valor. La mercantilización del patrimonio cultural ha llegado, por tanto, al núcleo de las instituciones que luchan de forma altruista por el patrimonio cultural universal.
Conclusiones
Hoy en día se hace cada vez más hincapié en potenciar el uso social del patrimonio cultural y mejorar el compromiso público y los vínculos con las comunidades locales. Los expertos llevan a cabo una labor interpretativa basada en evaluaciones de valores para conocer cómo el patrimonio interactúa con la sociedad (Labadi 2013, 7). En este artículo teórico se ha realizado una revisión documental de las principales categorías de valores patrimoniales. Como hemos mostrado en la explicación de cada una, la aparición de una nueva categoría de valor no ha supuesto en ningún caso la desaparición de otra, sino su transformación y quizá su pérdida de importancia relativa con respecto a otras. En Europa, los primeros valores que los estudiosos del patrimonio consideraron fueron los históricos y los estéticos, pero ya desde finales del siglo XIX se ampliaron para incluir los naturales y, a mediados de la siguiente centuria, los sociales.
Según hemos explicado, en el último tercio del siglo XX las dificultades para aplicar los conceptos patrimoniales originados en Europa a otras partes del mundo han conducido a un debate sobre la universalidad de los valores hasta entonces establecidos, y los cambios y la ampliación del tipo de valores se han visto seguidos por un giro en el enfoque de los aspectos materiales a los inmateriales o intangibles del patrimonio, así como por una deseurocentrización de los saberes o decolonialismo académico (Mignolo 2005). En los últimos años, los valores del patrimonio han cobrado una centralidad antes nunca vista en la gestión del patrimonio, entendido como un proceso social, lo que ha obligado a nuevas reflexiones sobre dichos valores. El volumen de publicaciones sobre el valor social del patrimonio es cada vez mayor, pero pese a ello los trabajos académicos siguen insistiendo en que se trata de un tema por explorar y -como muestra este trabajo- aún quedan muchas preguntas abiertas. Los debates en torno al giro ontológico de los valores patrimoniales nos revelan que los expertos han pasado de aplicar en sus discursos unos valores más positivistas-tangibles a otros más intangibles-dinámicos (Avrami et al. 2019; Fouseki y Sakka 2013). En este sentido, el público en general ha ido ganando una participación mucho mayor que la que antes permitían los profesionales, y se han llevado a cabo procesos de valoración participativa, a través de técnicas etnográficas que avalan herramientas como la cartografía social (Díaz-Andreu y Ruiz 2017). Este cambio se ha visto apoyado por una perspectiva epistemológica crítica que propicia una ruptura con los discursos autoritarios sobre el patrimonio y que prioriza el enfoque en el conocimiento mediante narrativas multivocales (Dragouni y Fouseki 2018; Mitchell y Guilfoyle 2013; Rivolta et al. 2014; Salerno y Zarankin 2015).
Como se ha mencionado a lo largo de este trabajo, en distintos estudios pareciera que los valores patrimoniales se circunscriben a espacios o lugares únicos. Aquí es interesante destacar que, en nuestra opinión, una de las transformaciones más relevantes se está produciendo en la intersección de las categorías de patrimonio tanto material como inmaterial y natural o arquitectónico con los paisajes naturales o rurales (Icomos 2017). Los estudios realizados por el Consejo de Europa sobre la conservación del paisaje resaltan la importancia de mantener y conservar los rasgos significativos de este, los cuales se justifican por un valor patrimonial configurado tanto por la actividad humana como por su activo natural (Consejo de Europa 2006, 25). Esta faceta más dinámica de los valores patrimoniales está representada por las interacciones actuales entre la naturaleza y la sociedad, y muestra que las propias actividades humanas se han convertido en un “rasgo valioso” unido a la identidad de un lugar. Todo ello converge para difuminar esas categorías de valor social, participación y patrimonio inmaterial, ya que se ven en constante trasformación en función de las prácticas sociales. Valorizar eventos inmateriales o atribuir al patrimonio material un valor que pueda depender de la identidad, la cual es dinámica y variable a lo largo del tiempo, ha provocado una sacudida paulatina en la forma de considerar y evaluar los valores del patrimonio. Esta flexibilidad hace que no exista un único método universal para elegir los valores que deben evaluarse y los criterios a utilizar para calibrarlos objetivamente, si bien se han ampliado los estudios participativos en los que los agentes se encuentran de forma equilibrada (Pastor Pérez 2019).
Las reflexiones críticas que hemos analizado en este trabajo apuntan hacia unos estudios más holísticos, de las personas y el medio ambiente, en los que los valores económicos no se desintegren de los contextuales, dinámicos y participativos -unos valores para los cuidados (Batthyány 2021)-. Analizar las interacciones de sociedad y paisaje-contexto, tanto urbanas como rurales, promueve sistemas de conservación más sostenibles e implica a las comunidades circundantes. Estos estudios han hecho posible una exploración interdisciplinaria de los valores sociales asociados a las manifestaciones intangibles. Creemos que la historia de los futuros valores patrimoniales simbólicos, intangibles, participativos y dinámicos, ya sean sobre procesos históricos o sociales, contará con las voces de las personas que habitan los espacios, ya que hacia esos empoderamientos sociales están convergiendo casi todas las posturas académicas e institucionales.