Introducción
Por medio del estudio etnográfico de los funcionarios y las funcionarias que trabajan en la Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas (Uariv, en adelante, la Unidad) y agencias de cooperación internacional, organizaciones no gubernamentales (ONG) y otras entidades, entre los años 2014 y 2016, rastreo lo configuración, circulación y resignificación de lo “técnico” como problema y como solución en la implementación de la política de reparación y restitución de tierras1. Si bien en este contexto los servidores públicos y los operadores de las burocracias encargados de la implantación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras identificaban al menos tres necesidades para la ejecución de la política -la demanda de “línea técnica” para ponerla en marcha efectivamente (también visible horizontalmente en otras instituciones y centros de poder); la necesidad de articulación institucional entre el nivel nacional y el territorial; y el establecimiento del enfoque diferencial-, en este artículo me concentro solo en el estudio del primer problema, asociado a las paradojas ligadas a las diferentes perspectivas sobre el conocimiento técnico (línea técnica) por parte de los funcionarios y las funcionarias del sector público y de cooperación internacional, así como en las incertidumbres que conllevaba su producción, circulación y apropiación por parte de las burocracias humanitarias en Colombia.
En este contexto, entiendo por burocracias humanitarias aquellas que nacen del despliegue institucional de paradigmas de desarrollo y construcción de paz que fueron tomando forma en Colombia por lo menos desde 1982, cuando se crearon diferentes programas e instituciones asociados a la implementación del Plan Nacional de Rehabilitación (PNR), la Red de Solidaridad Social (RSS) en 1994, la Agencia Presidencial de Acción Social y Cooperación Internacional en 2002 (conocida como Acción Social) y, en 2011, el Departamento de Prosperidad Social (DPS). Con el proceso de sometimiento de algunos grupos paramilitares en 2006 y los acuerdos de paz con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) en el año 2016, proliferaron las instituciones asociadas a la verdad, la justicia y la reparación, y con ellas burocracias y experticias específicas. En Colombia, en particular, estas continuidades y discontinuidades institucionales han conllevado la formación de burocracias humanitarias que han dado forma a la política social y la agenda de desarrollo en Colombia.
Desde la perspectiva del humanitarismo, se ha enfatizado que los desastres y los conflictos armados están integrados a la lógica global de intervención, que descansa sobre dos elementos fundamentales: “la temporalidad de la emergencia que se utiliza para justificar un estado de excepción, y la fusión de los registros políticos y morales manifestados en la realización de operaciones, que son a la vez militares y humanitarios” (Fassin y Pandolfi 2010, 10). El actual conflicto armado colombiano y la estabilidad institucional contrastan con los relatos tradicionales de catastrofismo humanitario. Por el contrario, se observa una difusión creciente de los discursos y las prácticas ligados a la justicia transicional, los derechos humanos y el desarrollo, a tal punto que suelen confundirse -como los actuales planes de reparación colectiva o los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial-. En particular, la creación copiosa de políticas, agencias y programas nacionales de justicia, verdad y reparación genera confusión sobre las instituciones que deben garantizar los derechos de las personas y comunidades en todo momento y en todo lugar, frente a aquellas que se crean transitoriamente.
Esta forma particular de garantizar derechos, fundamentada en paradigmas transicionales, configura, por lo menos desde 1982, una vía específica de formación de Estado que no puede ser pensada en Colombia sin la articulación particular entre humanitarismo y desarrollo, entendidos como los dispositivos más característicos del gobierno de las poblaciones y los territorios marginados en el país. Para tal efecto, en lo que sigue se explora el lugar de los burócratas y expertos nacionales e internacionales en la producción de conocimiento experto para la implementación de las políticas públicas humanitarias. El estudio de estas burocracias requiere del análisis de las tensiones profesionales y políticas entre ellos, y de sus trayectorias personales y sociales, así como de los procesos de experimentación institucional creados para solucionar los conflictos y tensiones que surgen entre las estructuras sociales existentes y los diseños institucionales y burocráticos establecidos para el desarrollo de este tipo de políticas.
Mediante el estudio de los diferentes tipos de servidores públicos de la Subdirección de Reparación Colectiva de la Unidad -creada en 2011 por la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, con el objeto de coordinar el Sistema Nacional de Atención y Reparación Integral a las Víctimas (SNARIV)-, agencias de cooperación y ONG, en la primera sección identifico la manera como dentro de estas articulaciones burocráticas se va configurando la línea técnica en diferentes niveles institucionales y cómo esta se transforma en disputas y diferentes concepciones de lo técnico y lo político. Igualmente exploro el modo en que estas concepciones responden a configuraciones profesionales e ideológicas acerca del establecimiento de la política, por medio de la identificación de dos tipos de trayectorias burocráticas y la manera en que entran en tensión a propósito de la puesta en marcha de la reparación colectiva. En la segunda sección abordo el rol de las agencias de cooperación y los discursos sobre el fortalecimiento y la articulación institucional como un elemento constitutivo de la formación cotidiana del Estado en Colombia. En particular, me centro en el estudio de burócratas profesionales de los niveles medios institucionales y no en los burócratas callejeros (street-level bureaucracy) que han estudiado otros importantes investigadores (Buchely 2015; Gupta 2012; Gupta y Sharma 2006; Lipsky 1980; Wanderley 2009).
La descripción de la configuración de la luchas y disputas tecnopolíticas en las burocracias humanitarias de Colombia resulta útil para estudiar los mecanismos por medio de los cuales se busca legitimar la separación entre la sociedad y el Estado, en detrimento de la implementación de las medidas de reparación que depende más de los procesos de negociación política entre instituciones y organizaciones sociales. Esta paradoja configura una suerte de economía moral del humanitarismo en Colombia, caracterizada por la producción cotidiana de proyectos sociales, es decir, ideas, planes y promesas que nunca alcanzan el estatus de haberse realizado (Povinelli 2011). Este efecto de Estado (Mitchell 2006; Trouillot 2003) es una de las formas más olvidadas, aunque poderosas, de legitimación institucional y configuración del poder burocrático (Weber 1963).
Por medio de este ejercicio también examino algunos modos de experimentación para el “fortalecimiento” institucional llevados a cabo en múltiples niveles por profesionales, funcionarios, expertos, agentes de organizaciones internacionales y representantes comunitarios para dar sentido práctico a normas, políticas y directrices locales e internacionales. No señalo si estos procedimientos logran algún resultado -aunque claramente se identifican las tensiones, contradicciones e indeterminaciones de la política-, sino las articulaciones y disputas técnicas y políticas sobre la producción de conocimiento dentro de las burocracias humanitarias en Colombia. En otras palabras, describo el proceso a través del cual valores legales y morales se transforman en prácticas y hábitos burocráticos diferenciados para dar sentido a las aspiraciones técnicas institucionales.
Finalmente, con fundamento en la observación y participación en reuniones, talleres y en la implementación de medidas durante este periodo, se describe el efecto técnico a través del cual los principios globales de atención a las víctimas, la solidaridad o el desarrollo, constituidos en la interfaz de narrativas tecnocráticas de fortalecimiento institucional, son entregados a las víctimas en forma de conocimiento técnico por parte del Estado y la solidaridad internacional (Feldman y Ticktin 2010; Ferguson 1990). De este modo, se muestra que esta manera particular de producir el conocimiento técnico se convierte en una vía de legitimación y justificación institucional y, en consecuencia, en una forma de poder y gobierno sobre estas poblaciones. Como señala Fassin (2012), el humanitarismo suscita la fantasía de una comunidad moral global viable y la expectativa de que la solidaridad puede tener poderes redentores. Sin embargo, el humanitarismo no necesariamente constituye un principio global y/o universal para auxiliar y proteger a los pobres, al inmigrante o al desplazado, sino una forma de poder ejercido para gestionar, regular y apoyar la existencia de seres humanos (Fassin 2012, XII) incluidos, mediante su exclusión, de las diferentes formas de expansión del capitalismo tardío (Povinelli 2011).
Conocimiento experto: tensiones entre lo técnico y lo político
Los servidores públicos de la Unidad eran duros críticos de la institución y expresaban gran malestar con su trabajo. Señalaban que esta entidad carecía de conocimientos técnicos y de capacidad para desempeñar adecuadamente su papel. Algunos reconocían que estaban volviendo a victimizar a personas y poblaciones al generar expectativas que no podían cumplir2. Igualmente, se quejaban de cómo se priorizaban algunas decisiones y de la burocracia de la institución. Para ellos, esta constituía una carga a la hora de tomar decisiones y también, muy importante, al momento de cobrar sus salarios. Esta situación era más evidente con los trabajadores contratados en la modalidad de prestación de servicios (la gran mayoría), quienes, entre muchas de sus otras responsabilidades, requerían al menos dos o tres días para realizar los trámites necesarios para que sus cuentas de cobro fueran aprobadas. Sorprende que la burocracia también significara una carga de trabajo para los servidores públicos y no solo para los usuarios de la política. Igualmente, estos debían pagar el costo de sus gastos de viaje y esperar semanas, a veces meses, para recibir el reembolso, lo que resultaba crítico para servidores públicos con salarios muy bajos.
Muchos de estos funcionarios y funcionarias, sin embargo, eran servidores públicos entusiastas, apasionados y profundamente involucrados con sus tareas. Algunos de ellos y ellas me hicieron ver el otro lado de las complejidades de la implementación de políticas públicas y los consideraba bastante conocedores del ámbito institucional colombiano, así como muy involucrados con la lucha por los derechos de las víctimas; incluso en privado se reconocían víctimas del conflicto. Otros estaban muy comprometidos con las causas de las víctimas desde un punto de vista más abstracto y técnico, pues rara vez entraban en contacto con los usuarios de esta política. Se trataba, mayoritariamente, de profesionales con estudios universitarios, funcionarios, directores, subdirectores y asesores provenientes de otras instituciones y adscritos a diferentes políticas públicas, con sus respectivos entornos técnicos. También transitaban por estas burocracias expertos globales en políticas de desarrollo, derechos humanos y/o construcción de paz.
En estos entramados burocráticos, el concepto de víctima resultaba bastante intangible y generalizado, hasta el punto de que los servidores públicos hablaban de “sujetos de reparación” y “sujetos de reparación colectiva” de manera indiferenciada. Algunos usaban un lenguaje más personal para referirse a los clientes de la política como “mis víctimas”. En la investigación, las representaciones sobre las víctimas variaron conspicuamente entre funcionarios, burócratas e instituciones. Por ejemplo, en las juntas de fortalecimiento interinstitucional entre la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR) y la Unidad, se configuraba una representación paradójica acerca de las víctimas, de modo que, mientras que estas eran vistas por los servidores públicos de la Unidad como sujetos vulnerables que necesitaban atención y protección, las personas en proceso de reintegración eran consideradas como victimarias y peligrosas. Por su parte, los funcionarios de la ACR señalaban que, en el panorama general del conflicto armado colombiano, la mayor parte de las personas en proceso de reintegración también eran principalmente víctimas del conflicto. Dicha distinción por parte de funcionarios de la Unidad denotaba una noción esencialista de la victimización y una actitud paternalista que trataba de proteger a víctimas frágiles ante los victimarios. Esto impedía incluso imaginar un proceso de coordinación institucional con los así llamados victimarios y/o perpetradores. Por otra parte, la ACR apostaba más por la agencia individual, formulada por los marcos de las políticas de desarme, desmovilización y reintegración (DDR) a la vida social. En el contexto de estos tránsitos múltiples y narrativas institucionales sobre las víctimas, también se movilizaban discursos e ideas asociados a la esperanza, el futuro y la transformación.
Dentro de esta perspectiva, se encontraban funcionarios de la Subdirección de Reparación Colectiva de la Unidad que veían a las víctimas como agentes de cambio y sujetos de movilización política. Algunos de estos servidores públicos tenían experiencia en organizaciones de derechos humanos y ONG, particularmente en Bogotá y Medellín, y en varios departamentos y municipios del país. Durante los primeros años (hasta 2016), ellos movilizaron la ley dentro de las comunidades y eran bastante críticos con el Estado. Algunos reconocían abiertamente, frente a comunidades enteras, el “abandono tradicional” del Estado y la responsabilidad de este en la comisión de atrocidades históricas. También insistían en que los representantes de la comunidad tenían el rol fundamental de supervisar la aplicación de la ley. Encarnaban así una suerte de burócratas militantes. Como escribí en mis notas de campo de julio de 2014, ellos les decían a las víctimas: “hay que organizarse y estar al tanto de lo que se les ofrece y tener mecanismos para responsabilizar al Estado”. Incluso algunos iban más allá: “sabemos que el Estado no solo los ha abandonado durante muchos años, sino que también ha cometido delitos contra las poblaciones y comunidades”, y vemos que “esta ley intenta poner fin a esto y poner remedio a estos delitos”. Tales servidores públicos insistían en el reconocimiento de las violaciones de derechos humanos por parte de los actores estatales.
Dichos funcionarios y servidores públicos poseían una larga trayectoria en los movimientos sociales y eran agentes clave en la movilización de la ley dentro de las comunidades. Sin duda, eran los más apasionados y comprometidos con la causa política de las víctimas y, al mismo tiempo, eran fuertes críticos de las acciones de la Unidad. La mayoría de ellos estuvieron involucrados en luchas por los derechos humanos durante la década de los noventa, por lo que su trabajo, como señalaban, era un asunto personal. Sin embargo, la mayoría de las veces sentían frustración y enojo por la inercia y el estancamiento institucional. También enfrentaban dilemas burocráticos y profesionales cuando se sentían desconsolados frente a la complejidad y las verdaderas posibilidades de implementación de la política.
Como señalé arriba, estudios importantes sobre la burocracia se centran en lo que varios autores (Buchely 2015; Gupta 2012; Gupta y Sharma 2006; Lipsky 1980; Wanderley 2009) denominan las burocracias callejeras. Para diferenciar la burocracia militante aquí planteada del activismo burocrático, ejemplificado por las madres comunitarias analizadas por Buchely (2015) -por ejemplo, como delegadas y representantes del Estado, aunque no se encuentren formalmente vinculadas a él mediante un contrato-, este estudio se centra en el burócrata que se encuentra en los niveles intermedios de los entramados burocráticos estatales. Este conserva el principio político fundamental de las madres comunitarias que se configuran como agentes que inciden en la ejecución y la distribución de los recursos de política pública. Sin embargo, los burócratas militantes, a diferencia de las madres comunitarias, tienen relaciones esporádicas con los clientes de las políticas públicas. Si bien esas relaciones son importantes en el proceso de producción y legitimación burocrática, no constituyen el centro de sus vínculos interpersonales cotidianos, insertos permanentemente en prácticas y articulaciones burocráticas.
Al contrario, estos funcionarios provenían de un amplio abanico de perfiles profesiones (psicología, trabajo social, sociología, ingeniería, administración, ciencia política, historia, antropología, artes, derecho, etc.) y también tenían diferentes trayectorias profesionales, pero en su práctica se transformaron en algo más. Como explicaba un servidor público: “cuando vienes aquí necesitas convertirte rápidamente en un poco de antropólogo, abogado, psicólogo y comunicador”. De este modo, la burocracia homogeneiza la práctica profesional cuando la experiencia se pone a su servicio. Correos electrónicos, reuniones, matrices, informes y procedimientos hacen que los servidores públicos se involucren en actividades uniformadas y sistemáticas, hasta el punto de que sus particularidades y conocimientos ya no son claros o distinguibles. Me enteré de los conocimientos y antecedentes específicos de los servidores públicos solo como resultado de haber realizado entrevistas. De hecho, muchos de ellos creían que podrían ser más útiles en puestos diferentes de aquellos para los que se los contrató. Era posible adivinar con más o menos precisión sus antecedentes, pero la mayoría de las veces no se necesitaba esa identidad profesional. Solo ocasionalmente podría resultar útil para mostrar autoridad (una situación muy rara).
En contraste se encontraban las y los directores, asesores y consultores, quienes tenían un papel distinto dentro de la Unidad. La Subdirección General contaba con nueve asesores en diversas áreas, la mayor parte del tiempo con funciones diferenciadas de las de otros servidores públicos que trabajaban en divisiones inferiores o subdirecciones. Las solicitudes se transmitían a través de la cadena de mando y perdían claridad. Como resultado, a menudo se olvidaban o no se cumplían. En general, los requerimientos siempre necesitaban revisiones y ajustes y, a veces, la repetición completa del proceso3. Estos asesores solían estar a cargo de los temas relacionados con participación, restitución, reparación colectiva, enfoque diferencial y otros.
Igualmente, transitaban por la Unidad expertos contratados por entidades como la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) o el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Estos movilizaban otro tipo de discurso asociado a proyectos específicos de evaluación, puesta en marcha o extracción de información institucional. Se trataba de expertos, académicos y consultores que desarrollaban protocolos, sistematizaciones y evaluaciones con el fin de producir instrumentos, herramientas, lineamientos y nuevos procedimientos para ejecutar las políticas. Eran también profesionales de oficinas o fundaciones consultoras propias que desarrollaban formas de conocimiento experto como instrumento fundamental para hacer tangibles (medibles) conceptos intangibles (con la información disponible) como reconciliación, construcción de paz, enfoque diferencial, reconstrucción del tejido social, fortalecimiento institucional, fortalecimiento territorial, indicadores de políticas, entre otros. Algunos de ellos se convirtieron en servidores públicos cuando se creó la Unidad. El mismo subdirector general y otros consultores ocuparon cargos directivos orientados a promover el discurso de la necesidad de elaborar líneas técnicas (guías para desarrollar acciones y conocimiento técnico para la implementación de la política). En este contexto, el concepto de línea técnica se utilizaba constantemente al referirse a las entidades territoriales, con el fin de saber cómo “bajar” o territorializar la política de reparación. Pero también era algo que se exigía a los funcionarios para saber de qué manera abordar temas como la construcción de los planes integrales de reparación colectiva (PIRC).
Paradójicamente, para los jóvenes profesionales, muchos de los servidores públicos militantes carecían de conocimiento técnico. Según algunos de ellos, el conocimiento estaba más asociado a una especialización en la carrera profesional y a la experiencia acumulada en otras instituciones. De hecho, estos jóvenes profesionales criticaban duramente a estos burócratas y señalaban que no tenían el conocimiento suficiente para desarrollar su trabajo4. Al contrario, los servidores públicos militantes tenían más experiencia de trabajo con comunidades y organizaciones sociales que los funcionarios expertos y profesionales, y a diferencia de estos consideraban que las transformaciones políticas eran fundamentales para cumplir con los objetivos de la política pública. De hecho, y esto era esencial, la implementación de la política pública requería negociaciones complejas con líderes sociales, instituciones, agencias, organizaciones, así como reconocer los contextos y movilizar acciones con diferentes entidades e instituciones nacionales y regionales. Esto resultaba crucial para la configuración de diferentes formas de concepción de lo técnico y lo político y produciría formas emergentes de experimentalismo institucional, pero no político.
En este contexto, la “necesidad de línea técnica” era recurrente por parte de funcionarios y funcionarias, y circulaba de reunión en reunión y de café en café. La definición de esta necesidad a veces se complicaba, superponía o transformaba cuando la movilizaban los burócratas militantes al hablar de la importancia de desarrollar una “línea política” más en concordancia con el llamado enfoque de derechos o políticas de derechos humanos. Por lo general, la línea técnica estaba asociada a guías, metodologías, protocolos, enfoques y medidas. Al contrario, la línea política tenía que ver con el trabajo con las comunidades, la negociación del proceso y el reconocimiento institucional y político de las víctimas. Sin embargo, por el camino, estas dos concepciones, entre otras no oficiales o reconocidas con claridad por las instituciones o los funcionarios, quedaban rezagadas, confundidas o complicadas. Por ejemplo, en una reunión para la reparación étnica colectiva del pueblo kankuamo, la coordinadora del área de grupos étnicos les señaló a funcionarios que necesitaba desarrollar la línea técnica para empoderar a las comunidades indígenas antes del proceso de consulta previa. El pueblo kankuamo esperaba con urgencia el proceso de reparación colectiva e indemnización individual. Esta funcionaria señaló que se requería fortalecer a las autoridades indígenas y las estructuras de gobierno para movilizar el proceso de reparación, pero estas medidas debían estar construidas desde la perspectiva de las medidas de satisfacción5. Esa “guía técnica” -que, por decir lo menos, era muy general- planteaba de fondo la necesidad de una salida política al proceso, lo cual lograba captar mejor las dimensiones de los compromisos institucionales y financieros asumidos por otros servidores públicos en “territorio” con los representantes de la comunidad durante arduos procesos de negociación.
Al tratar de implementar esta línea técnica con el pueblo kankuamo, rápidamente se hizo evidente la ruptura del imaginario legal y político de los burócratas profesionales con el de los militantes y las comunidades. No solo no había protocolos listos, sino que las condiciones presupuestales que permitirían los procesos de negociación no eran claros para los funcionarios. Paradójicamente, para la llegada de los funcionarios, la comunidad ya había identificado cuáles eran sus necesidades sociopolíticas y culturales actuales, y las posibles formas de abordar algunas de estas con ayuda de la Unidad. Después de dos talleres llevados a cabo con miembros y representantes de la comunidad kankuama, se planearon acciones de educación jurídica, formación política, fortalecimiento organizacional y apropiación territorial, pero presentadas como medidas de satisfacción. Esta reunión se parecía más a una negociación política que a una reunión técnica. Discutieron la posibilidad de desarrollar y fortalecer la comunidad indígena, de la misma manera que a los grupos indígenas de la región del Cauca (sur de Colombia), por supuesto, con diferentes antecedentes políticos y organizativos. Al final, los servidores públicos de la Unidad proyectaron una matriz en Excel en una sábana que servía de pantalla y definieron cada acción en el calendario de actividades con los miembros de la comunidad. Tomó un día y una sesión extra con las autoridades kankuamas para aprobar esta versión final y las pautas a seguir. Estos encuentros con el Estado, aunque cargados de jerga burocrática, revelaban una gran cantidad de trabajo social, organización y negociación. Para alcanzar la especificidad de dichos acuerdos, los miembros de la comunidad discutían los pros y los contras y por qué estas medidas eran fundamentales para la reconstrucción de la cultura y la legitimidad kankuama, a los ojos de las autoridades y actores armados locales.
Desafortunadamente, como ocurría con la mayoría de estos procesos, después de los diferentes encuentros, talleres y reuniones no se podía dar continuidad a lo establecido. Mientras la Defensoría del Pueblo no hiciera la inscripción del pueblo kankuamo en el Registro Único de Víctimas (RUV) no era posible iniciar la implementación de lo establecido. El pueblo kankuamo había estado esperando este primer paso durante mucho tiempo y la Defensoría del Pueblo les había fallado nuevamente. Por otra parte, las autoridades tradicionales tenían muchas dudas respecto de la creación de una guardia indígena al estilo de los indígenas caucanos. Por este motivo, decidieron tener una discusión interna antes de iniciar un proceso formal con la Unidad.
Como se ve, las prácticas tecnopolíticas de reparación se configuran y movilizan de manera superpuesta y contradictoria. Los expertos ven en la demanda técnica el lugar ético-político más adecuado, mientras que los burócratas-militantes revelan la fragilidad de las estructuras de poder técnico movilizadas por abogados y profesionales a la hora de implementar políticas humanitarias y de desarrollo. Si bien la dimensión técnica es requerida para la estandarización, la sistematización, la legitimación, el seguimiento y la rendición de cuentas (dimensión a veces subestimada por los funcionarios militantes), la implementación de la política no es posible sin la movilización y la negociación política con las comunidades; y sobre todo, en este caso, con otras instituciones del Estado, como veremos en la siguiente sección, relacionada con el reto de la articulación y el fortalecimiento institucional.
Expertos, cooperación internacional y experimentalismo institucional
La Unidad no tenía ni tiene capacidad para implementar todas las acciones de reparación, pero por ley es la encargada de coordinar el sistema de reparación integral. El Ministerio de Salud Pública, el Ministerio de Educación, el Ministerio de Defensa, el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, el Departamento para la Prosperidad Social, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y 53 instituciones más forman parte del SNARIV, y tienen el mandato de implementar medidas de reparación de acuerdo con sus misiones y funciones institucionales específicas (SNARIV 2014). En este sentido, los servidores públicos de la Subdirección de Reparación Colectiva no tienen ningún poder administrativo o financiero para poner en funcionamiento las medidas, aunque definitivamente podrían presionar para que se concreten6. En sus inicios, entre 2011 y 2012, la Unidad intentó ejecutar medidas de reparación, como la recuperación de espacios públicos comunitarios y sitios emblemáticos, pero dejó de hacerlo cuando la política entró en vigencia y las responsabilidades del SNARIV se hicieron claras para los expertos y profesionales.
Todo el mundo parecía saber en este punto que dicha situación dificultaba poner en marcha las políticas públicas, tanto en el nivel nacional como en el territorial. La coordinación institucional se constituía entonces en un desafío, no solo dentro de la Unidad, sino también entre las diferentes instituciones gubernamentales. Por este motivo, las prácticas de coordinación interinstitucional no eran raras ni únicas y estaban estructuradas, con su carga de poder y significado. De hecho, la “coordinación institucional” desempeñaba y desempeña un papel clave en el proceso de formación del Estado y configura un objetivo central de la cooperación internacional en Colombia. La voluntad de coordinarse internamente y el anhelo de ser una sola entidad se nutren de un esfuerzo sistemático por unificar las acciones estatales. Además, los servidores públicos y los clientes de las políticas afirman regularmente que la falta de conexión y coherencia entre las instituciones es el principal obstáculo para la ejecución de la política de reparación, y lo mismo pasa con otras políticas públicas gubernamentales. Así, las prácticas interinstitucionales tienen una función determinante en el funcionamiento, el ajuste y la reproducción burocráticos del Estado. Paradójicamente, si la Unidad y el Decreto Reglamentario 4800 compartimentaban y distribuían el trabajo y las funciones, el fortalecimiento institucional consistía en romper dicha compartimentación y generar una implementación integral de la ley. Pero mientras que esta exige integralidad, su diseño institucional cosifica los arquetipos burocráticos de jurisdicción, infraestructura y división gubernamental (Weber 1963).
La figura del Estado fragmentado aparece más clara cuando se observa la amplia red de entramados burocráticos que cuando se la analiza desde la perspectiva abstracta o representacional unificada. Desde este punto de vista, el Estado fragmentado reproduce una variedad de burocracias endógenas e instituciones estatales discontinuas, con innumerables caras, prácticas y disputas (Das y Poole 2004; Althusser 1971; Abrams 1988; Trouillot 2003; Vera 2016). Esto revela, más que una única fuente de poder, una constelación de relaciones que luchan y prosperan en diferentes direcciones (Ferguson 1990; Foucault 1978). Paradójicamente, la representación vertical del poder prevalece en el ámbito burocrático, que consolida una visión coherente por medio de los servidores públicos, principales portadores de la ideología del centralismo legal y el Estado unificado.
En este contexto, las diferentes manifestaciones de la deseada articulación institucional fueron fundamentalmente promovidas y perseguidas por agencias de cooperación y ONG internacionales. De hecho, el “apoyo técnico” ofrecido por estas instituciones en términos de fortalecimiento institucional tenía que ver con el conocimiento técnico y la provisión de condiciones para la resolución de obstáculos identificados por estos mismos expertos para implementar la política. La presencia de agencias de cooperación y ONG era ubicua en reuniones, talleres y en el territorio. Su apoyo, sin duda, era clave en el proceso de fortalecimiento institucional. Por ejemplo, la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia - Organización de los Estados Americanos (MAPP-OEA) ha sido un agente central en el apoyo a la implementación de la Jurisdicción de Justicia y Paz, así como en la participación de las instituciones interesadas. La OIM y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid, por sus siglas en inglés) también serían actores centrales en el objetivo de fortalecer las relaciones interinstitucionales del Estado.
Durante el periodo señalado, participé al menos en siete talleres de la MAPP-OEA donde nos reuníamos con otros servidores públicos de la Unidad para discutir, consensuar y señalar puntos de intersección y coordinación institucional. Ambas instituciones organizaban reuniones, sesiones o talleres con el objetivo de facilitar las condiciones para el trabajo coordinado en el desarrollo de diferentes acciones de la política: solicitudes de indulto público, programa de reparación colectiva, medidas de satisfacción, garantías de no repetición, planes de retorno de los desplazados, DDR y reparación de víctimas. En este caso específico, estos organismos buscaban alinear todo el aparato institucional en defensa de las víctimas y en apoyo al proceso judicial. Es decir, articular la Ley de Justicia y Paz de 2006 con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras de 2011. Así, en una sesión separada en un hotel de Bogotá, se reunieron servidores públicos de diferentes instituciones (la Unidad, la Agencia para la Reincorporación y la Normalización, el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Agencia de Renovación del Territorio, etc.) para trabajar de manera coordinada. Como era común en estos encuentros, no asistían representantes de instituciones clave como la Fiscalía General, la rama judicial, la Procuraduría, ni del sistema penitenciario.
Aun así, la Unidad tenía la responsabilidad de recopilar y construir el inventario de las solicitudes de reparación de las víctimas y de ofrecer algunas medidas de reparación articuladas. Sin embargo, para el momento en que se llevaron a cabo estos procedimientos (mayo de 2016), la Unidad no contaba con la capacidad institucional para ofrecer a las víctimas ninguna medida de reparación. Si bien, como coordinadora del sistema, la Unidad tenía la responsabilidad de movilizar el SNARIV, eran las agencias de cooperación las que realizaban la coordinación dentro y fuera de la Unidad, con el fin de sincronizar los procedimientos de Justicia y Paz. Asimismo, comúnmente los obstáculos burocráticos y financieros requerían la intervención rápida de organizaciones internacionales para garantizar de manera urgente los derechos y la dignidad de las víctimas. En este sentido, por ejemplo, el papel de estas agencias en las audiencias concentradas de Justica y Paz era fundamental.
En este escenario, uno de los funcionarios de la MAPP-OEA presentaba el contexto legal, el propósito de la sesión y la agenda. En una fase siguiente, pedía a los servidores públicos que identificaran las debilidades y sugirieran qué acciones eran necesarias para el enfoque. En ocasiones, los servidores públicos se dividían en grupos, con una composición interinstitucional mixta, y se les pedía que presentaran posibles mecanismos o soluciones para abordar las debilidades identificadas. Estas prácticas ayudaron a los servidores públicos a conocerse mejor (lo que ya era útil), a discutir y conversar sobre problemas y experiencias comunes y, eventualmente, a llegar a la creación de algún procedimiento o instrumento mediante el cual resolver problemas de comunicación, y el desarrollo de estrategias técnicas y administrativas. Generalmente, estas acciones implicarían: intercambio de información, priorización de casos, definición de acciones y estrategias a realizar, caracterización de puntos comunes de articulación y posibles reformas institucionales. Otra necesidad clave era la identificación de iniciativas nacionales y territoriales impulsadas por comunidades o instituciones regionales con el fin de recoger casos y recolectar experiencias de aprendizaje. En otras palabras, existía una gran necesidad de recopilar, movilizar y centralizar información para poder reproducir las experiencias en otros lugares. Estas actividades permitían a los participantes determinar las acciones que debían tomarse para lograr los objetivos de implementación de la política. En este sentido, desestructurar el apartado burocrático resultaba necesario para imaginar el funcionamiento adecuado de la política pública. Sin embargo, al final, era casi imposible de lograr. Si bien en estos escenarios se alcanzaban formas de sistematización más rápida y adecuada, no se lograba transformar las prácticas burocráticas existentes. Se alcanzaban acuerdos informales, pero no se hacía seguimiento ni se definían acciones concretas. Aunque en algunas ocasiones esto pudo producir resultados, al regresar a la cotidianidad arquetípica de la oficina surgían rápidamente nuevas necesidades, problemas y demandas internas que dejaban en el olvido los encuentros orientados al fortalecimiento institucional.
Paradójicamente, el trabajo interinstitucional en contextos regionales y locales era más efectivo de lo que pensaban los servidores públicos de Bogotá, pero esta información apenas se discutía en los escenarios técnicos7. En estos, sin embargo, los funcionarios de las agencias de cooperación no se presentaban como expertos. Por el contrario, eran facilitadores que esperaban que este clima contribuyera a la comprensión colectiva del contexto político y la producción de soluciones conjuntas. De hecho, como pude constatar, estos espacios permitieron que el conocimiento de los servidores públicos fuera visible y útil para encontrar soluciones, y en ellos el conocimiento prevaleció sobre otras formas y representaciones de poder. Muchos temas “técnicos”, legales y prácticos requerían discusión, pero los aburridos diseños institucionales y las rutinas de la oficina tenían a los servidores públicos abrumados con la burocracia diaria (envío de correos, mensajes de texto, reuniones, diligenciamiento de formularios y matrices de Excel). Según los funcionarios de cooperación, la realización de reuniones en hoteles permitía que los encuentros interinstitucionales fueran más “productivos”. Realmente no puedo recordar la cantidad de veces que participé en talleres en hoteles de Bogotá donde se transformaban los espacios y el cambio de prácticas y discusiones entre los servidores públicos8. Lo que sí era claro era que la discusión permitía la expresión de diferentes puntos de vista, situaciones imprevistas, caminos de acción y perspectivas de lo posible que hacían de estos encuentros laboratorios de la imaginación burocrática, pero, principalmente, de configuración de los cuasieventos que constituyen la fenomenología y la economía moral del humanitarismo (Povinelli 2011).
Esta economía moral no solo se configuraba desde arriba (el Estado y la cooperación internacional), sino por medio de la conformación de entramados burocráticos con otros actores, como fundaciones, organizaciones locales y ONG, además de observatorios con experiencia de trabajo social y comunitario. Por ejemplo, la implementación de la política estaba a cargo de la Escuela para la Democracia Galán, que “operaría” la ejecución de políticas públicas “a nivel regional”. Aquí ya no se trataba de funcionarios públicos, sino de operarios contratados por la Escuela para implementar la política. Claramente, en este nivel la precarización laboral y técnica era más evidente que la de los funcionarios de la Unidad9. Esto implicaba que cada año desarrollara la contratación de estas fundaciones -que a su vez tardaban tres o cuatro meses en vincular al personal necesario-. Por ello, cada año se atrasaba el inicio de la implementación de la política en contextos territoriales. Solo hasta el quinto mes (a finales de mayo) los funcionarios podrían viajar al encuentro con las comunidades para iniciar la ejecución de las medidas, por lo que se perdía tiempo invaluable para la etapa de reparación. Como ha señalado Buchely (2015), estos procesos de tercerización caracterizan en buena parte las formas, los mecanismos y las estrategias de la gobernanza neoliberal10. De este modo, la cooperación internacional y las organizaciones de derechos humanos y fundaciones se hacían omnipresentes en la vida cotidiana de la política social del Gobierno y configuraban la burocracia humanitaria transnacional. Esta presencia se aceptaba, al tiempo que se reconocía la legitimidad de tales instituciones para producir y diseñar conocimiento técnico humanitario. No obstante, ello sustituía el deber del Estado de proveer seguridad, justicia, dignidad y, en general, derechos fundamentales a las poblaciones.
Pero este tema no pasaba desapercibido. Al contrario, hacía parte de una discusión pública en esos momentos. En un debate de control político desarrollado por la senadora Ángela María Robledo, esta preguntó por el papel y la presencia de entidades internacionales a la directora de la Unidad, en ese momento Paula Gaviria, y a Alejandro Gaviria, entonces ministro de Salud. Durante este debate político, la senadora indagó concretamente por el estado de la implementación de la atención psicosocial a las víctimas del conflicto. Ella preguntaba por qué no había avances en este tema y por qué la OIM era la que prácticamente estaba ejecutando la política de reparación, en particular los programas de atención psicológica. “¿Desde cuándo la OIM sabe cómo brindar atención psicosocial?, ¿por qué están recibiendo todo el dinero público? Entonces, ¿cuál es el propósito de La Unidad?” (NS Noticias, Noticiero del Senado, 16 de septiembre de 2013).
Evidentemente, algunos consultores y servidores públicos consideraban a la OIM más una entidad estatal que una agencia de cooperación internacional. En cualquier caso, era el Gobierno colombiano el que la financiaba principalmente. La OIM es una organización con una larga tradición en Colombia, desde que comenzaron las dramáticas manifestaciones del desplazamiento forzado interno a finales del siglo XX. Pero la mayoría de los donantes de la OIM durante el momento de la etnografía eran instituciones públicas colombianas, secundadas por agencias de la ONU y de cooperación, como Usaid, el Gobierno de Italia, la Agencia Canadiense de Desarrollo Internacional y el sector privado. Esto indicaba otra forma de delegación del Estado (Krupa 2010; Serje 2013) a actores técnicos transnacionales para el aseguramiento del fortalecimiento institucional y de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Este enmascaramiento resulta ser un elemento fundamental para comprender la economía moral del humanitarismo, que delega la ciudadanía plena a visiones técnicas y prácticas neoliberales. Mediante este mecanismo, la política de reparación a víctimas se despolitizaba estructuralmente, desplazando la responsabilidad del Estado no solo en la reparación, sino en su función principal de gestionar su propia articulación institucional.
Comentarios finales: conocimiento experto y economía moral del humanitarismo
Como señala Boyer, cada vez más el conocimiento técnico es la principal fuerza productiva de la sociedad, a tal punto que el “conocimiento” es el lugar de interés principal de las representaciones y prácticas de producción contemporáneas (2005, 147). De hecho, en particular la producción de conocimiento experto, se considera un aspecto central del avance tecnológico, el crecimiento económico, las políticas públicas, el desarrollo corporativo, la radicalización neoliberal y la transformación de lo humano. Su importancia contrasta con el conocimiento de otras personas, otras poblaciones e incluso otros expertos, técnicos, servidores públicos y funcionarios, que aparecen como menos técnicos, más mecánicos o pasionales11. Sin embargo, estas dimensiones son centrales a la hora de estudiar la implementación de las políticas públicas. Como se observa en este artículo, para el estudio de las burocracias es vital la comprensión de las formas de circulación, resistencia y vernacularización de las tensiones técnicas y políticas, así como de las justificaciones ideológicas, políticas y morales que enmascaran las responsabilidades del Estado.
Las prácticas institucionales y las paradojas ejercidas por la producción de conocimiento técnico en las burocracias humanitarias conllevan un esfuerzo inmenso de múltiples actores para ofrecer una representación despolitizada -en el sentido asignado por Ferguson (1990) y Mitchell (2002) a la política-, a través de narrativas legales y morales sobre el desarrollo, la reparación y/o la construcción de paz, creadas en pocos, aunque costosos, laboratorios institucionales (talleres, pilotos, reuniones) que simulan la técnica y la ciencia. Por todo ello, siguiendo a Anelise Riles, concibo esas narrativas como metáforas tecnocientíficas (2005, 1001) para explicar la forma como los estudiosos, las escuelas y las tradiciones -sin conciencia de su origen doctrinal esotérico- dan por sentado el conocimiento jurídico. Es, en cierto modo, un intento de revertir la transformación de la metáfora en un objeto (1009). Se trata de lo que Riles llama el proceso de literalización, en el que muy a menudo, si no siempre, este conocimiento experto, ya sea biológico, sociológico o económico, se traduce en términos legales con el fin de hacerlo cumplir. De este modo, el conocimiento de la política se produce a través de metáforas tecnocientíficas y acciones que lo hacen prospectivo y disponible.
Como ha señalado Adriana Petryna (2009), 27, tratando de alejarse del concepto tradicional de experimentación, entendido como una “instancia singular y bien definida integrada en la elaboración de una teoría y realizada para corroborar o refutar ciertas hipótesis”, aquí describo las políticas humanitaria y de desarrollo en Colombia como un proceso experimental abierto que tiene por objeto construir instrumentos de intervención despolitizados, los cuales se fomentan mediante narrativas globales sobre la verdad, la justicia y la reparación. Sin embargo, estas formas de intervención son disputadas institucional y socialmente, lo que da cuenta de las dimensiones políticas e ideológicas de lo técnico, y se ven debilitadas por sus propias condiciones de posibilidad.
Cuando se trata de implementar protocolos, lineamientos, guías etc., en contextos comunitarios o con representantes y miembros de las comunidades, las dimensiones políticas se exacerban ante las representaciones institucionales de lo comunitario y sus relaciones históricas con el Estado. Mientras tanto, los clientes de políticas públicas transforman las demandas técnicas en formulaciones políticas que la burocracia no puede procesar. De este modo, el conocimiento producido por los expertos casi nunca llega a los clientes de las políticas públicas que, aunque tienen a su disposición otras herramientas e instrumentos para su interacción con el Estado, estos últimos movilizan lo técnico para gestionar expectativas políticas. Estos acontecimientos, en gestación permanente, no tienen un principio ni un final claros, pero constituyen la fenomenología de la vida cotidiana del Estado y del humanitarismo en Colombia, entendido como la producción permanente de posibilidades, potencialidades, proyectos sociales, cuasieventos, saturación de mundos potenciales que nunca alcanzan el estatus de haber ocurrido (Benjamin, Arendt y Zohn 1968; Bloch 1986; Miyazaki 2004; Povinelli 2011). Al contrario, en el marco de la producción conspicua de entramados burocráticos y conocimiento técnico, ni se realiza la reparación colectiva esperada ni se concreta el fortalecimiento institucional requerido. Esta dimensión de lo que nunca ocurre configura la economía moral del humanitarismo y revela cómo operan las políticas del sufrimiento, el dolor y las vidas precarias en el mundo contemporáneo (Fassin 2012; Povinelli 2011, 13).
En la investigación sobre las burocracias humanitarias también se hace patente la formación de diseños institucionales basados en perfiles y experiencias profesionales que reproducen variaciones y patrones socioculturales. Estos no solo se caracterizan por la superposición de diferentes trayectorias políticas, académicas y técnicas, sino por las diferentes posiciones que ocupan en las burocracias humanitarias en el marco de tensiones técnico-políticas. Tales posiciones también reflejan distintas concepciones sobre la victimización, creadas por perspectivas técnicas y políticas en tensión y por marcos normativos en disputa. Dicha caracterización también refleja las tensiones presentes en el trabajo cotidiano de las burocracias y la configuración de jerarquías técnicas y profesionales inscritas en una plétora de relaciones de poder yuxtapuestas. También da cuenta de las inseguridades de los funcionarios con respecto al conocimiento que se requiere para implementar la política, sus ansiedades y el sopesar permanente del fracaso y el éxito de sus intervenciones.
Estas relaciones visibilizan una economía moral del humanitarismo relacionada con “concepciones técnicas” sobre la intervención de la sociedad y las comunidades mediante el fortalecimiento del Estado, pero también, y fundamentalmente, revelan mecanismos transnacionales de gobernanza que buscan producir instrumentos para la gestión de las víctimas, como hecho social y jurídico. Sin embargo, el lenguaje técnico humanitario, despolitizado y filtrado por los saberes profesionales y, sobre todo, por narrativas legales, socava la imaginación política para redistribuir eficazmente los recursos (materiales, humanos y sociales) de las políticas de desarrollo y construcción de paz. En este sentido, el estudio de estas burocracias también ilustra los principales procesos de acomodación estructural de las relaciones nacionales e internacionales asociadas a la ayuda y la dependencia, con base en la producción de narrativas políticas y legales y mediante mecanismos de encubrimiento técnico.
El poder implacable de los discursos, prácticas y políticas de desarrollo sobre la profesionalización y el sentido común institucional genera la necesidad de producir conocimiento técnico y configura una economía moral determinada por la tecnificación del humanitarismo, despojada de cualquier potencial transformador y/o emancipador (Meister 2012). Lo que sí genera el humanitarismo es una tecnificación de los valores morales, en donde la paz, la justicia y la reconciliación pueden ser medibles. En este sentido, el efecto de la burocratización del humanitarismo impide ver que esas políticas humanitarias responden a derechos políticos y económicos que deberían ser garantizados por el Estado y no distribuidos precariamente por el humanitarismo transnacional y las burocracias humanitarias nacionales y globales. Este escenario tecnopolítico, si tiene algún éxito, es en la producción de conceptos, discursos y derechos emergentes que serán movilizados por burócratas y ciudadanos, hasta que aparezcan otros conceptos, discursos y derechos. Aquí, en particular, tiene lugar una forma emergente de ciudadanía humanitaria que se hace posible a través de conversiones morales y jurídicas en entramados técnicos que sirven para producir y gobernar los sentimientos morales de las víctimas.