Introducción
En este artículo presentaremos los elementos clave del diseño teórico-metodológico del proyecto “Religión y sociedad en México: recomposiciones desde la experiencia y el sentido practicado” (2019-2020), así como algunos de los resultados que este diseño hizo posibles. Se trata de un estudio cualitativo que da cuenta de las diferentes maneras de vivir la religiosidad en el México contemporáneo, en donde esta se ha tornado diversa, se encuentra en una recomposición dinámica, a la vez que representa marcas de diferenciación cultural. La religiosidad, atendida desde la experiencia, es menos normativa y dogmática que las posturas institucionales; muestra dinámicas apropiaciones que a su vez generan combinaciones que contraen o extienden las propias fronteras identitarias de las categorías de pertenencia religiosa.
Las recomposiciones religiosas abarcan más que la conversión o el abandono de la anterior pertenencia religiosa. Estas no se pueden estudiar con encuestas, sino que es necesario acceder a lo que hacen cotidianamente los sujetos con los recursos religiosos (creencias, prácticas, valores, explicaciones del mundo) disponibles, tanto de las iglesias como de otras fuentes productoras de lo sagrado y discursos de trascendencia seculares. La investigación de campo instrumentó la metodología de la religiosidad vivida (lived religion) propuesta por Nancy Ammerman (2020) que nos permitió descubrir distintas modalidades de la religiosidad bisagra (que definiremos más adelante) con diferentes grados de autonomía y de individuación.
Puntos de partida del proyecto
Los resultados del Censo Nacional de Población y Vivienda de 2020 indican que la reconfiguración del campo religioso en México se experimenta con un ritmo lento pero sostenido de declive de la población afiliada al catolicismo. A inicios del siglo XX, 99% de los mexicanos eran católicos, pero para 2020 descendieron a 78%. A su vez ha aumentado la población de cristianos (que incluye diferentes denominaciones: protestantes, evangélicas y pentecostales), que alcanza 11,2%, a la par que los no afiliados o sin religión (conformada por creyentes sin iglesia, agnósticos, sin religión y, minoritariamente, por ateos) que representan 10,6% (Inegi 2020).
Como diferentes encuestas ya habían demostrado, la reconfiguración religiosa se hace patente también en la recomposición subjetiva e informal dentro de las denominaciones. Un importante antecedente es la Encuesta Nacional de Creencias y Prácticas Religiosas (Encreer) 2016 que demostró que dentro de las adscripciones confesionales operan identificaciones creyentes que enmarcan diversidades internas, grados en las maneras de comprometerse con la religión, e incluso la adopción de creencias y prácticas de otras tradiciones religiosas que son transversales a su marco de adscripción (De la Torre y Gutiérrez Zúñiga 2020). Además, la encuesta reveló un desfase entre creencias, prácticas y pertenencias que da cuenta del robustecimiento de la individuación y de procesos colectivos, pero no institucionales, en el ámbito de lo trascendente (ver De la Torre y Gutiérrez 2020). Derivado de estos resultados previos, el presente proyecto nos acercó cualitativamente a las reconfiguraciones subjetivas que tienen lugar en la vida cotidiana de los mexicanos para apreciar las maneras y los grados con los cuales se identifican los sujetos comunes y corrientes (no jerarquías) con las religiones, así como para detectar los márgenes de autonomía individual que experimentan en su vida diaria.
La apuesta metodológica
Un antecedente importante de este trabajo fueron los resultados de la encuesta Encreer (2016) que nos aportaron las principales tendencias estadísticas para seleccionar casos de estudio que brindaran un espectro amplio de la diversidad de identidades religiosas, así como el reconocimiento de los principales ejes mediante los cuales ocurre la recomposición del campo religioso en México. En la realización del proyecto “Religión y sociedad en México: recomposiciones desde la experiencia y el sentido practicado” se privilegió la metodología cualitativa basada en entrevistas semiabiertas que incorporaron narrativas de trayectorias religiosas, experiencias cotidianas de lo sagrado, y con atención a los regímenes estéticos y los soportes materiales de la experiencia religiosa en el ámbito doméstico1.
a) La muestra
Nuestra investigación se basa en la selección de casos tipo con base en dos criterios: 1) ahondar sobre las tendencias generales que arrojó la encuesta Encreer (2016); y 2) complementar los puntos ciegos de Encreer al incluir una variedad de sujetos que representan las formas minoritarias de creer, presentes tanto en personas desafiliadas de las instituciones como en religiones que, por su carácter minoritario, no pudieron ser atendidas en la encuesta.
De esta manera, gracias a la articulación entre especialistas que ofrece la Red de Investigadores del Fenómeno Religioso en México, en 2019 se conformó un equipo de investigadoras e investigadores cuyas trayectorias en áreas específicas del campo religioso en México les permitieron contactar a los sujetos más adecuados de acuerdo al criterio de maximizar la diversidad interna de nuestra muestra, y de ejemplificar las diferentes regiones y las variables sociodemográficas que inciden en que la religiosidad se viva desde perspectivas de vida diferenciales: edad, etnicidad, sexo, nivel socioeconómico y nivel de estudios2. No aspiramos a una representatividad estadística, sino a un muestreo cualitativo que refleje la diversidad de pertenencias y autoidentificaciones religiosas actuales en México, y que haga posible una exploración densa y profunda de las recomposiciones subjetivas de los distintos entrevistados.
La muestra se compuso de 27 casos agrupados en 4 submuestras que corresponden a los grupos religiosos y no creyentes más representativos de México. La submuestra católica comprendió 7 individuos pertenecientes a distintos movimientos eclesiales (Renovación Carismática, comunidades eclesiales de base y Opus Dei), o que pueden ser catalogados en las categorías de autoidentificación como no practicantes, indiferentes o a su manera, y/o a católicos sincréticos pertenecientes a distintas etnias indígenas. La submuestra de cristianos no católicos incluyó a evangélicos/pentecostales, protestantes históricos, distintos grupos pentecostales e independientes, y miembros de las iglesias Adventista del Séptimo Día, Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y Testigos de Jehová. La tercera y última submuestra incluye 6 casos de personas que se declaran “sin religión” (entre los que se encuentran 4 identificados como “espirituales sin iglesia”, un librepensador masón y una seguidora de Krishnamurti); y 5 personas pertenecientes a religiones minoritarias en México (islam, santería, devoción a la Santa Muerte y espiritualismo trinitario mariano) que por su escasez numérica, aunada a la falta de reconocimiento y legitimidad social, con excepción del judaísmo, suelen ser invisibilizadas y subrepresentadas en la escala macro del campo religioso mexicano. Se cuidó que no fueran líderes o ministros religiosos que por su condición se inclinaran a dar una visión “oficial” de su grupo o institución, en lugar de dar cuenta de su propia experiencia.
b) El guion de entrevista
Los guiones de entrevista retoman la parte de la vida cotidiana que han implementado los estudios de religiosidad vivida arriba citados (no utilizamos el recurso del diario personal porque no es una práctica habitual en México y varios de nuestros entrevistados son analfabetas). Además, consideramos que era necesario ampliar los reactivos y los registros de observación para no centrarnos solo en el individuo, ya que dicha concepción no es apropiada para el estudio de las culturas indígenas. Por ello extendimos el enfoque hacia contextos sociales, económicos y culturales donde también se sitúa la vida cotidiana e incluimos las trayectorias de movilidad religiosa. Nuestras entrevistas se hicieron en casa de los sujetos (con excepción de dos) lo que permitió describir el espacio doméstico. Diseñamos guías específicas para la observación de los espacios domésticos y su entorno urbano, como de los objetos. Esto nos brindó más información contextual para restituir lo individual en tramas de socialidad y territorialidad. Por otra parte, añadimos la materialidad y las formas sensoriales con que se experimenta la religiosidad. Al estar en sus casas, tuvimos acceso a los objetos que forman parte de su mundo vital; los más significativos fueron registrados mediante la fotografía, y extendimos las preguntas para captar sus agencias interactivas y comunicativas, así como los sentidos de sus apropiaciones rituales.
El trabajo de campo consistió en amplias entrevistas semiestructuradas en torno a la experiencia personal religiosa cotidiana. Las preguntas orientadoras fueron: ¿Qué buscan y qué encuentran en sus opciones religiosas? ¿Qué tipo de religiosidad practican? ¿Cómo, dónde y cuándo la practican? ¿Qué significados, sensaciones y valores le imprime su religiosidad a su vida diaria? ¿De qué manera contribuyen a sacralizar sus actividades cotidianas? ¿Cómo negocian las normas, valores y significados religiosos con los seculares e institucionales? ¿Cómo sus experiencias de lo sagrado responden a sus necesidades diarias? ¿Cómo se apropian de las tradiciones existentes?
El análisis colectivo se articuló en torno a ejes transversales entre los que destacan: la materialidad y la experiencia cotidiana de lo sagrado, las trayectorias de movilidad religiosa, las tensiones y negociaciones entre autonomía e institución, el género, la convivencia con la otredad religiosa y la articulación de la religiosidad con la “acción en el mundo”, con especial interés en el espacio público. Por razones de espacio, en el presente artículo nos centramos solamente en la articulación de la praxis cotidiana con dos aspectos: la institución religiosa y la realidad macrosocial.
De la religiosidad vivida a la religiosidad bisagra
La metodología de religiosidad vivida nos permitió un acercamiento intimista para reconocer la manera en que los sujetos redefinen lo religioso a partir de sus experiencias diarias. Se buscó descubrir qué es lo que la gente define y practica como religioso en sus vidas ordinarias sin ajustarnos a las clasificaciones y al carácter normativo de las definiciones teológicas (Orsi 2005). Este enfoque revalora la autobiografía reflexiva (Ammerman 2007 y 2014), y atiende al valor de la religiosidad tangible en la cotidianidad (Orsi 2005) y en el ámbito privado (Ammerman 2014). Se enfoca en la subjetividad y no en la institucionalidad; e incorpora la consideración de la materialidad, las sensaciones estéticas (Meyer 2019), las experiencias sensoriales (McGuire 2016) e incluso la somatización de las emociones (Csordas 1994).
Somos conscientes de que, como lo señalan Fedele y Knibbe (2020), este enfoque de la religiosidad descuida la apreciación de los impactos de lo religioso en el espacio público y, por tanto, se requiere hacer un esfuerzo analítico extra para colocar las biografías y los sentidos íntimos de lo cotidiano en el entramado de la vida social e institucional. Para ello es necesario concebir la experiencia religiosa desde una perspectiva relacional, es decir, situarla en bisagras donde se negocian las expectativas individuales con el sistema de normas y valores institucionales, pero incluyendo además la adecuación de las tradiciones a los cambios y los impactos que tiene la fe en la acción transformadora en los ámbitos seculares.
Es claro que las maneras de vivenciar lo trascendente no se agota en los templos. También lo es que la subjetividad de toda trayectoria religiosa está modelada por una diversidad de adscripciones, identificaciones y pertenencias (etnicidad, género, clase social), incluyendo novedosos comunitarismos, colectividades o linaje(s) religioso(s) y espiritual(es), o corrientes filosóficas o psicológicas que median de distintos modos en la vivencia religiosa en sus diferentes dimensiones.
Las recomposiciones religiosas ocurren entre la cohesión o la distancia con la institución y los márgenes de autonomía y libertad con los cuales se autodenominan los sujetos (Hervieu-Léger 2004; Parker 2008). Las configuraciones identitarias son resultado de intensas negociaciones que proporcionan un acomodo -más o menos estable, pero siempre abierto al cambio- de posibilidades, que involucran tanto la integración o la ruptura con la adscripción a una institución o tradición que otorga estabilidad y continuidad religiosa como los procesos de identificación con otras instancias productoras de significados trascendentes que se adoptan de forma selectiva (Piette 1993; Champion 1995). Atender estos procesos permite sortear las definiciones acabadas y las oposiciones binarias para enfocar los pliegues de las recomposiciones identitarias que ocurren en el entrecruce entre identificación subjetiva e identidad de pertenencia religiosa (Campiche 1991).
La mayoría de los nuevos conceptos oscilan en el eje de contradicción generado por la oposición sustantiva entre creer y pertenecer. De aquí se desdoblan nuevas articulaciones, como lo es pertenecer, pero adoptando creencias a su manera (Parker 2008), a la carta (Hervieu-Léger 2004) o por cuenta propia (Mallimaci 2011). O también desafiliándose, pero creyendo, como indica la categoría de espiritual sin iglesia (Davie 1990). No obstante, estas recomposiciones no agotan las posibilidades.
La religiosidad contemporánea que observamos en México tiene como característica su capacidad articuladora, su transversalidad y un intenso dinamismo que implica un reto de definición. Pero no basta con reconocer que toda religiosidad es apropiada subjetivamente; consideramos que, como lo sugieren Lemieux et al. (1993), es necesario hacer un esfuerzo por reconocer los distintos grados de adhesión o de individuación de la religiosidad vivida, y con ello destacar también los procesos de intermediación de otras fuentes de sentido trascendental y de vivencia sobrenatural como las comunidades intermedias (clubes, asociaciones, barrios, familia), y las instituciones seculares que generan valores normativos y estéticos que constantemente transversalizan y redefinen las identificaciones religiosas.
Después de describir y analizar las dinámicas de la recomposición religiosa, nos dimos a la tarea de buscar un término que nos permitiera transmitir esta idea y fue cuando reconocimos que en varios trabajos se había recurrido a la idea de la bisagra porque permite pensar los procesos que articulan -con distintas graduaciones- el anclaje y el dinamismo. La idea de la bisagra nos permite representar la recomposición religiosa en una imagen. Su apropiación como concepto analítico (no categorial) constituye una metáfora con capacidad heurística para atender religiosidades entremedio de distintas tradiciones, porque brinda posibilidades para sortear las oposiciones y reconocer las intersecciones y complementariedades puestas en marcha desde la praxis de la religiosidad cotidiana.
Un importante antecedente es el uso que la socióloga francesa Danièle Hervieu-Léger hace de la idea de bisagra en su obra La religión, hilo de memoria (2005, 45), en la cual aborda las estrategias de legitimación de las nuevas reconfiguraciones de la creencia en su búsqueda de continuidades con la tradición. La autora propone atender “al cristianismo en su papel bisagra -puesto que es la mediación decisiva entre uno y otro- entre el tiempo de la religión y el tiempo de la modernidad, que es el tiempo de la ciencia política”.
En 2011, Nahayeilli Juárez Huet utilizó esta idea para ejemplificar el caso de un mismo agente, a la vez curandero e iniciado en la santería, que utilizaba de forma complementaria ambos saberes en su práctica de oráculos y de plantas curativas (Juárez Huet 2011, 21). Con la idea de bisagra la autora buscaba poner el acento en los soportes sobre los cuales elementos de distintos sistemas de creencias son reapropiados y susceptibles de coexistir de forma congruente y complementaria desde la perspectiva del sujeto.
En 2013, Renée de la Torre recurrió a esta metáfora para tipificar las danzas rituales que son practicadas en una misma ceremonia y en un mismo lugar, pero con sentidos diferentes, opuestos y sobrepuestos. Las definió como cultos bisagras para dar cuenta de cómo -en el caso mexicano- los diversos elementos provenientes de nuevas creencias esotéricas y nueva era se incorporan de manera versátil y dinámica a la vivencia de una religiosidad popular y tradicional, cuya característica es y ha sido el sincretismo. Resaltaba que el uso de esta metáfora permitía “atender la complejidad de la transversalidad entre las nuevas creencias subjetivadas y los anclajes tradicionales, como procesos en constante redefinición simbólica y funcional” (De la Torre 2013, 8).
En 2015, el sociólogo Hugo José Suárez usó la metáfora para definir las creencias bisagras y caracterizar dos creencias diferentes que coinciden en que ambas “evocan dos universos simbólicos a la vez”: la Santa Muerte y los ángeles guardianes. “La primera es, por un lado, una reinvención de la religiosidad popular en sus formatos y usos y por otro lado incorpora formas nuevas del ambiente cultural actual. La segunda puede evocar tanto al mundo mágico contemporáneo y la Nueva Era como a la tradición angelical católica” (2015, 149).
En 2019, Juárez Huet utilizó de nuevo la idea de bisagra para referirse a los anclajes tradicionales que habilitan las relocalizaciones de tradiciones transnacionalizadas (como son las religiosidades de origen afro en México), y demostrar que “hay un subsuelo sociocultural fértil, anclado históricamente en un periodo colonial conformado por diversas prácticas y creencias religiosas que fungen como las bisagras de la complementariedad e innovación contemporánea” (2019, 37).
En un estudio reciente sobre los altares domésticos, De la Torre y Salas los definieron como:
bisagras que articulan el espacio privado (de la casa) en el que conviven con las imágenes religiosas presentes en las capillas y templos, para extender la práctica religiosa y la devoción al ámbito doméstico y familiar; el espacio semiprivado está colonizado por la fe personal, que al colocar su altar sacraliza los espacios destinados al trabajo (generalmente oficinas, talleres y comercios), y el espacio público, que debe ser secular por excelencia. (2020, 226)
En suma, la metáfora de las bisagras ha sido útil para nombrar procesos intersticiales que articulan distintas tradiciones religiosas y que ocurren de forma simultánea en un mismo acontecimiento. Las bisagras remiten al punto de contacto que articula distintas corrientes, distintas escalas, distintos contenidos. Las bisagras operan como anclajes donde interactúan las religiosidades emergentes con las tradiciones, y de esta interacción resultan productos sincréticos e híbridos derivados de intercambios entre bienes y significados religiosos.
Los usos académicos de esta metáfora han sido útiles como analogía para redefinir creencias, rituales, prácticas y agentes que desbordan las categorías habituales y exigen nuevos registros producto de su hibridez. También ayuda a pensar las bisagras como puntos de articulación donde se negocian, disputan e intercambian las experiencias intersubjetivas y colectivas de lo sagrado. En cuanto experiencias bisagra, no se anulan las diferencias, aunque es en ellas donde conviven distintos registros, con competencias para articular varias tradiciones en una sola narrativa o experiencia religiosa. Además, ha sido útil para pensar en el papel de las tradiciones como anclajes culturales de las nuevas creencias que encuentran legitimidad y continuidad con los hilos de memoria que proveen las tradiciones religiosas, como lo desarrolló Hervieu-Léger (1996) o como lo plantea Bhabha a propósito de los engranajes con la tradición donde los híbridos culturales buscan su autorización (2002, 18).
Por otra parte, permite pensar en los anclajes materiales de nuevas concepciones y creencias fluidas y volátiles, a la vez que posibilita reconocer las dinámicas cuyas extensiones aportan nuevos alcances. Asimismo, es una imagen que admite reflexionar sobre articulaciones entre distintos planos espaciales (privado y público), temporales (presente y pasado) e incluso entre campos especializados (salud, servicios esotéricos, arte, política y religión). Se reconoce en el concepto la evocación ambivalente de fijar y ofrecer continuidad a los cambios, a la vez que la capacidad de conservar las tradiciones adaptándolas a las exigencias de las innovaciones socioculturales3. En síntesis, la metáfora de las bisagras resulta útil para entender procesos intersticiales y simultáneos donde cohabita la diversidad religiosa.
La metáfora de la bisagra nos permite pensar en sus distintas aperturas, grados de visibilidad e incluso en su posibilidad de estar oculta. Tiene capacidad de adaptación, de acuerdo con el movimiento que necesitan las partes que une, siempre a partir de una base o apoyo fijo. Al igual que estos mecanismos, los agentes religiosos no parten de una tabla rasa cuando emprenden su búsqueda espiritual por las rutas de lo trascendente. Sus transformaciones son resignificadas en el marco de su propia biografía y necesidades. Aun en las religiosidades aparentemente más “volátiles” (como pueden ser las espiritualidades sin iglesia) siempre es posible encontrar anclajes en lo tradicional (lo indígena, la magia, la sanación, las tradiciones antiguas, lo folclórico). Las bisagras materializan un lugar entremedio de las tradiciones populares y de las nuevas formas de la religiosidad caracterizadas como fluidas, invisibles y dinámicas. Además, permiten atender las transversalidades, pues como lo señala De la Torre:
Sería un error fijar las miradas en el adentro o en el afuera de las instituciones y/o de las tradiciones porque se perdería de vista las continuidades históricas de las culturas y sus agentes. Tampoco podríamos atender los procesos de autorización en la tradición. Por ello la propuesta es atender los cambios en los procesos y espacios umbral, donde ambas lógicas interactúan para renovar en la continuidad. (2012, 509)
Vista así, la articulación de la religiosidad bisagra implica la conexión de unidades que en conjunto guardan entre sí relación y coherencia desde la perspectiva del practicante. Nos remite a la idea de procesos conectivos de Leopoldo Bartolomé (2013, 4-5), en los que importan menos los distintos componentes conectados con sus características diferenciadas y más la dinámica procesual del tejido conectivo. Podríamos pensar también en la metáfora del hilvanado, ya que la religiosidad bisagra pone la atención en el proceso y no tanto en el patchwork (colcha de retazos) que se produce al unir distintas partes, que podrían ser símbolos, creencias, referentes o conceptos, similares o que pertenezcan a religiones y filosofías diferenciadas, o incluso a campos seculares como la psicología, la terapéutica o la cultura popular, muy presentes por ejemplo en varias de las espiritualidades heterodoxas abordadas en la investigación referida al inicio. Las posibilidades de estos patchworks son infinitas y por ello es difícil aprehenderlas a partir de categorías nítidas que muchas veces acaban por compartimentar realidades escurridizas y muy dinámicas.
A continuación analizaremos el material empírico -cuyo valor es adentrarnos en las vivencias subjetivas de lo religioso en la cotidianidad-, mediante los lentes que nos brinda concebirlo en términos de religiosidad bisagra, cuyo aporte heurístico permite conectar y articular las piezas individuales que representan diferentes experiencias de lo religioso en horizontes sociales donde ocurren los anclajes y las movilidades, las conservaciones y las transformaciones, pero desde los procesos dinámicos que permiten concebir cómo se tradicionalizan los cambios y se modifican las tradiciones. Es decir, por medio de la concepción bisagra de la religiosidad buscamos reconocer los mecanismos a través de los cuales el hecho religioso se adapta a las exigencias de los tiempos, a la vez que adopta nuevos elementos seculares o de otras tradiciones para mantener su vigencia en el campo religioso y en la sociedad secular en su conjunto.
Grados de autonomía y autoidentificación
Nuestra investigación contribuye a la discusión sobre las identidades religiosas. Consideramos que los marcos identitarios son procesos de negociación y que no debemos hablar de identidades acabadas, sino de identificaciones en construcción. Si bien el estudio partió de concebir sujetos que representaran casos diferenciados según la adscripción creyente, lo que arrojó es que la mayoría combina selectivamente elementos sagrados, trascendentales o sobrehumanos disponibles tanto en la religión a la que pertenecen como en otras fuentes con las cuales negocian su identificación individual.
La aproximación desde la religiosidad vivida desmantela las ideas prefabricadas de que los fieles de las iglesias reproducen de manera automática las posturas asumidas por los líderes de las congregaciones y nos permite reconocer que existen distintos grados de autonomía individual respecto a las religiones (McGuire 2008). Por ejemplo, nos llevó a reconocer que las modalidades de identificación derivadas de la pertenencia varían. Los grados de autonomía se expresan de modo diferente entre católicos, evangélicos y sin afiliación, y algunos son compartidos con religiones minoritarias.
Pudimos apreciar que entre los católicos es muy común practicar un catolicismo a su manera. Esto abarca la combinación de diferentes matrices que van desde las cosmologías indígenas, otras tradiciones o filosofías como las escuelas esotéricas, o nuevas modalidades complementarias de las matrices de espiritualidades alternativas o nueva era. Por otro lado, no hay que olvidar que el catolicismo es internamente heterogéneo. En el ámbito católico hay diversidad de tradiciones y movimientos religiosos; por tanto, es también importante reconocer que los grados de autonomía institucional no necesariamente conllevan la individuación creyente, sino que se pueden dar por cohesión con una comunidad o movimiento pastoral o teológico, que puede ser más integrista o más progresista que las posturas mismas adoptadas por el papa o por las autoridades eclesiásticas regionales.
Por ejemplo, Susana4, católica del Opus Dei, rechaza enfáticamente identificarse de esa manera, pues opina que: “eres católico o no eres”. Su proceso va de una mayor autonomía a un proceso de ortodoxia y cohesión con una moral y doctrina integrista. Por su parte, Estela se reconoció como “católica a mi manera”, que toma de aquí y de allá lo que se le antoja sin necesidad de comprometerse: no asiste a misa, no comparte doctrinas litúrgicas ni posturas morales conservadoras. Su tradición la vive en un altar al Niño Dios en casa. Además, asiste anualmente a retiros de una sociedad integrista solo porque le gusta la misa en latín, pero no comparte su ideología. Además, se autodefine como: “católica, pero no soy practicante, y soy muy espiritual [porque practica el budismo]”. Contrasta con Lulú, quien es catequista y teóloga feminista, pero no se considera devota de la eucaristía pues no la interpreta desde su simbología litúrgica, sino a partir de los valores sociales aprendidos en las comunidades eclesiales de base. Su religiosidad vivida no es “a su manera” ni tampoco está ajustada a la institución, sino que se ancla en el compromiso con una comunidad que comparte valores dirigidos al servicio a los otros. Las recomposiciones y negociaciones no siempre se refieren a cambios; a veces concilian permanencias o reconversiones en el mismo catolicismo. Este es el caso de Ricardo, quien “sintió el llamado de Dios” en un retiro espiritual y experimentó una conversión que lo desligó de ser un “católico light” y se sumó a un movimiento juvenil católico.
Las formas de resistencia indígena también son reconfiguraciones. Los casos de José (un indígena maya) y Estanislao (un indígena rarámuri o tarahumara) se refieren a un catolicismo sincrético, a la manera de su “costumbre”, es decir, que no recurren al templo ni a los curas, pero que no puede ser equiparado con la individuación creyente. Ambos fomentan una comunicación directa con entes sobrenaturales a través de las figuras de santos presentes en sus altares domésticos. En el primer caso, los santos son entidades milagrosas; en el segundo, su práctica animista los vincula con seres de la naturaleza (los cerros, la lluvia). Otras veces el cambio genera rupturas con lo que parecía una articulación estable, como ocurre con la etnicidad y la costumbre religiosa. María decidió romper con la tradición de la costumbre indígena y vivió una transición o conversión hacia la renovación carismática, que, aun siendo un movimiento católico, implicó que desertara de su comunidad étnica y de sus obligaciones rituales.
Por su parte, las congregaciones que reconocemos como bíblicas, que incluyen a adventistas, mormones y testigos de Jehová, generan identidades más cohesionadas con los marcos doctrinales, pero se esfuerzan en adaptarlos a sus propias condiciones culturales. Por ejemplo, Juan se incorporó a los testigos de Jehová por un deseo personal de cambiar su estilo de vida, no porque lo buscaran mediante el proselitismo de la congregación. Medy usa el pero para remarcar su distanciamiento con la institución, aunque no con la fe: “dejé de asistir al templo, pero seguí siendo adventista”. Brenda, miembro activo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, es capaz de diferenciar que “la iglesia puede equivocarse, pero Dios no se equivoca”, y ello le permite fortalecer su compromiso cristiano dentro y fuera de la congregación. La cohesión está fuertemente vinculada con su convicción y no necesariamente con la institución.
El conjunto de los miembros de las iglesias evangélicas presenta un dinamismo de circulación intercongregacional y de activa refundación de iglesias autónomas que permite articular identificaciones variables dentro del universo cristiano. Estas iglesias han experimentado una adaptación extraordinaria a las culturas locales. Aarón no rompe con su cosmología popular holística y relacional (Semán 2021), que incorporó como practicante del fidencismo, al convertirse a la congregación Templo de Dios, una denominación pentecostal tradicional independiente donde experimenta hechos sobrenaturales: milagros, contacto con espíritus, posesiones, mal de ojo, exorcismos, creencia en el demonio y la llamada guerra espiritual. Don Octavio, un indígena tojolobal, permite atender a la adaptabilidad del pentecostalismo al mundo indígena: accede a la Biblia memorizando pasajes, es decir, ajustándose a los recursos de la cultura oral.
Alfredo, adscrito a la congregación Asambleas de Dios, permite ver un eje importante de recomposición, que es la apertura de la cultura musical evangélica a incluir géneros atractivos para las culturas juveniles como el rap o la música electrónica cristiana. La transformación de estos géneros “pone en escena el contrapunto entre dimensiones distintas de identificación” (Algranti y Setton 2021, 225). La incorporación de la música secular -que anteriormente fue reconocida como “diabólica” por famosos pastores evangélicos- ha pasado por rechazos y tensiones, pero muestra la actual adaptabilidad y las producciones híbridas de estas interrelaciones.
Sara es una mujer metodista y no comparte las posturas provida adoptadas por su congregación; considera que las iglesias no deben interferir ni en las leyes, ni en los cuerpos de las mujeres, ni en las decisiones sobre la vida y la muerte. Su convicción cristiana le permite afirmar su fe sin juzgar a los demás. Olivia es presbiteriana, pero ella antepone su familia por encima de la iglesia, por lo cual es flexible en la manera en que su familia vive una fe intercongregacional: sus hijas asisten a la iglesia del Nazareno y su esposo es adventista. Lo que los vincula es el respeto a los valores cristianos que están por encima de las congregaciones. Alfredo, un joven evangélico de una iglesia neopentecostal, considera que el ser cristiano le ha permitido tener un estilo de vida basado en valores de emprendimiento para integrar su fe con la moda, las redes sociales y la música. A Juan Jesús (cofundador y pastor de una congregación evangélica para la diversidad sexual) le “encanta vivir una relación con Dios, pero sin religión”. La convicción de la fe no está cimentada en una institución particular, pero sí en las enseñanzas cristianas. Cada uno de ellos marca en su discurso un distanciamiento con la institución, aunque no con el mensaje evangélico o la doctrina, y afianza la manera personal en que desea conducirse en su fe o en su vida cotidiana.
Fue constante el uso del vocablo pero en las expresiones de autoidentificación de los entrevistados. Su instrumentación no es fortuita, sino que responde a la necesidad de compatibilizar identidades que son aparentemente opuestas o contradictorias desde una visión normativa. También es un indicador de las negociaciones cotidianas que los creyentes realizan para asimilar su fe religiosa al microcosmos de la vida diaria. Hugo Rabbia define el uso del pero como una “reivindicación de una autonomía personal en cuestiones religiosas” (2019, 40).
Entre los que pertenecen al grupo sin religión, en tanto desafiliados o no-afiliados, la autonomía es el rasgo más contundente debido a que hay un rechazo explícito a lo institucional y una búsqueda de libertad amplia para seleccionar espiritualidades sin iglesia. Pero no todas son espiritualidades individualizadas. Existen diferentes modalidades que van desde una experiencia individual y esporádica (por ejemplo Fernando, cuya espiritualidad emana de la experimentación con la ingesta de enteógenos que generan estados de conciencia trascendentales); pasando por buscadores espirituales con largas trayectorias de aprendizaje y conexión, que van recogiendo y armando sus propios menús creyentes para luego ofrecer programas de superación personal; hasta aquellos que pertenecen a comunidades emocionales abiertas a la experimentación de distintas disciplinas y filosofías, o quienes participan en comunidades espirituales de las que forman parte y con las que asumen compromisos estables. Sus identificaciones responden a la lógica de generar aleaciones de lo que incluso pareciera opuesto o contradictorio.
La mayoría de los no afiliados explican: “no tengo religión, pero sí soy espiritual”; y quienes practican otra religión combinan marcos creyentes de forma ecléctica: “soy budista zen, pero además soy terapeuta Gestalt”. Esta población no siempre niega ser parte de un linaje creyente o de una tradición en el sentido que señala Hervieu-Léger, es decir, una genealogía que les permite mantener “una expresión del creer”, del practicar y “la memoria de una continuidad” (2005, 162). Rechazan la religiosidad eclesial, pero no anulan vínculos con diversas colectividades, guías, maestros o filosofías, linajes o tradiciones múltiples bajo sus propias condiciones, y con niveles y grados de compromiso variados.
Por su parte, el grado de autonomía percibido entre las personas pertenecientes a las religiones minoritarias no tiene características transversales comunes, dado que no se trató de un subgrupo que compartiera una base doctrinal común, sino más bien una condición de subrepresentación estadística. Sin embargo, lo que se observa son similitudes en dos aspectos con los otros subgrupos. El primero, en lo que se refiere a los reacomodos que no entrañan una ruptura con la institución o con la pertenencia, como lo muestra Jair, un joven santero que abandona la “estructura”, pero no a sus santos de devoción (orisha); tampoco renuncia a su adscripción como santero, pero, eso sí, “a su manera”. Lo mismo que Habiba, una joven musulmana que también vive el islam “a su manera”, lo que la ha conducido por un nomadismo religioso interdenominacional, como se observa para el caso de los evangélicos.
El segundo aspecto es la autoorganización de la experiencia religiosa, que pasa por la construcción de redes y la consolidación de espacios comunitarios de validación y acompañamiento, como se constata con el seguidor de la Santa Muerte y la mujer espiritualista trinitaria mariana, cuya religiosidad vivida tiene sentido dentro de una colectividad que les da un reconocimiento y los coloca en un lugar de primer orden, ambos como figuras de liderazgo en sus colectividades. En contraste, el caso de Raquel, judía sefardí, pone en relieve el papel nodal que mantiene la comunidad religiosa como marco de referencia vital que permite reacomodos, pero no tan contundentes, similar a lo que se observa para los bíblicos.
La autonomía, por tanto, no siempre equivale a un “a pesar” de la institución o de la tradición. Las negociaciones en torno a esta se acotan por las propias necesidades y apropiaciones personales de la religiosidad practicada, el tipo de compromiso o adherencia, y otros factores que direccionan una gran variedad de rutas que le dan cauce. De esta manera, si partimos del origen etimológico de autonomía podríamos entenderla como la cualidad de “darse regla uno mismo”, es decir, esta capacidad de autoorganizar la experiencia de la religiosidad, resignificarla, acomodarla, reformularla; poner en tela de juicio las “leyes de Dios”, flexibilizarlas o crear nuevas, en el marco o no de una institución religiosa. Asimismo, como lo muestra el material empírico presentado, esta autonomía también está determinada por otros factores tanto contextuales como sociodemográficos (edad, género, etnicidad, condición socioeconómica).
Algunos elementos aportados en las narrativas de los entrevistados nos ayudan a concluir que la religiosidad bisagra no se define como un sistema de valores y normas que reproducen las doctrinas institucionales, sino más bien son las aspiraciones subjetivas las que impulsan a los individuos a retomar selectivamente los elementos de creencias, valores éticos y prácticas rituales disponibles en comunidades religiosas o a su alcance mediante otros medios, y que pueden ser tanto ofertados por su religión de pertenencia como por distintas tradiciones o instituciones religiosas. La religiosidad bisagra supone una adaptación a las condiciones de los sujetos, así como a las situaciones problemáticas que una persona afronta durante su historia de vida, que la llevan a buscar y encontrar refugio, respuesta o una manera de resolución a sus problemas en las religiones, pero accede a ellas de forma selectiva. La pertenencia religiosa es inestable y poco normativa; las dinámicas de identificación se hacen patentes en trayectorias múltiples de cambio religioso y búsqueda de sentido espiritual.
Al pensar en las bisagras de esta movilidad religiosa, lo que queremos resaltar es la transversalidad y la multidireccionalidad de los tránsitos más que la transformación de creencias, o la combinación de una o más religiones, o los cambios radicales al asumir nuevas membresías religiosas. En cambio, encontramos que estos tránsitos religiosos pueden ser continuos; pueden incluir el vaivén, entre una y otra fuente, plano, referente secular o religioso. Son abatibles en diversos grados. Casi nunca implican un trayecto lineal (desde una religión a otra) ni definitivo. Lo que las biografías de movilidad documentan son procesos de acumulación selectiva de saberes y sensibilidades religiosas, y no meramente de rupturas totales. En suma, la religiosidad bisagra transita desde-hacia y va conectando distintos planos de significados. Ello logra resituar al sujeto practicante en una negociación continua para mantenerse en el entremedio de varias tradiciones.
Proyectos sociales y acción en el mundo
Varios de los casos mostraron cómo la religiosidad vivida se articula con la dimensión social, sea desde la reivindicación de derechos humanos, o desde activismos que persiguen modelos alternativos de sociedad y convivencia (ambientalistas, de salud, de género, de programas de paz y nuevas formas de convivencia)5. Para varios entrevistados, su religiosidad no es exclusivamente un asunto privado, sino que va de la mano con una acción en el mundo. Este aspecto resultó transversal a los diferentes grupos religiosos de la muestra.
Un ejemplo de activismo por la paz es el caso de Alejandro (zen laico), para quien su espiritualidad debe estar conectada al bien común, lo que da sentido a su trabajo como promotor de una cultura de paz y del desarrollo comunitario. Por su parte, Adriana (que practica la tradición mexica-lakota) persigue la utopía de una sociedad sustentable que vincula la espiritualidad con el respeto a la naturaleza y la construcción de una conciencia ecológica. Con este propósito, brinda asesorías a escuelas convencionales para sensibilizar sobre la importancia de transitar hacia una educación alternativa y comunitaria en la que se promuevan la siembra, la práctica de la composta y la habilitación de áreas verdes.
Por otra parte, la articulación de la religiosidad con las demandas de derechos humanos (equidad, igualdad y no discriminación, diversidad sexual) destacó en las cuatro submuestras como un factor de tensión con las instituciones eclesiales que provoca salidas, emprendimientos y refundaciones. Observamos así mismo diversas formas en las que la espiritualidad puede convertirse en un recurso para hacer frente a problemas sociales más amplios derivados de la discriminación y la violencia, y/o articularse y potenciarse en una lucha común por los derechos humanos.
Otro ejemplo de posibles articulaciones entre política y religión es el caso de Octavio, un hombre tojolabal pentecostés, cuya fe, aunque no promueve un activismo, sí determinó su posicionamiento frente a cuestiones identitarias, culturales y sociopolíticas. Este hombre centra su certeza en su experiencia de fe, principalmente por medio de la oración con la que tiene una experiencia de comunicación directa con Dios, pero también de la sanación de enfermedades que ha vivido en carne propia y el bienestar general de su familia dentro de su Iglesia. Desde esa certeza, rechazó vivir en las comunidades zapatistas, pues desde su perspectiva la violencia va contra el Evangelio, e incluso ha abandonado su comunidad étnica tojolabal. Ahora acude regularmente a su iglesia, pero no se describe como religioso, porque, como dice: “las religiones no salvan”.
El pluralismo religioso, la multiplicación de actores y voces de la sociedad civil (Levine 2005, 20) y la complejización del ámbito sociopolítico contemporáneo se vinculan y tejen una urdimbre que se observa más allá de los partidos y el Estado, es decir, en un nivel más micro, como lo señala Panotto (2015, 16). Maher (2015) muestra cómo una gran variedad de diversidades religiosas contribuye a dinamizar movimientos que promueven derechos humanos desde distintas experiencias de opresión, como las de género, y se convierten -más allá de su dimensión religiosa y en complemento de esta- en una fuente de agencia y lucha contra la discriminación.
La cuestión de género destacó como un elemento constante que atraviesa, cuestiona y redefine las recomposiciones del campo religioso mexicano. No solo porque encontramos contrastes en las formas de experimentar lo religioso entre mujeres, hombres o quienes tienen una identidad de género no binaria, sino porque los patrones culturales patriarcales y de división sexual representan hoy para muchas personas un tema de tensión con las instituciones, sus normas y sus doctrinas. Sin duda, algunos de los colectivos de espiritualidades femeninas podrían identificarse como parte de estas diversidades que cuestionan el orden de género, tal como lo ilustra Rosario Ramírez en su investigación sobre círculos espirituales de mujeres en México:
Todos estos movimientos tienen como común denominador la crítica hacia el pensamiento patriarcal, el cuestionamiento a las estructuras eclesiales basadas en la diferencia sexual, y la búsqueda de espacios más justos y equitativos donde las mujeres, feministas o no, tuvieran un lugar para ejercer su espiritualidad y religiosidad sin las distinciones de sexo y de género. (2019, 148)
El caso de Roxana es ilustrativo. Su espiritualidad, asociada con la reconexión de la feminidad sagrada, se desarrolla a partir de su propia gestión y su participación en círculos de mujeres. Esto lo complementa con el área terapéutica, y deja atrás su pasado católico, pero una bisagra la ancla con el espiritualismo trinitario mariano, con el que tuvo contacto cuando era niña.
El surgimiento de una teología feminista que recoloca la posición de las mujeres en un primer plano y en situaciones de igualdad (Ramírez 2019) es otra tendencia que observamos aun en las religiosidades más tradicionales. Muestra de ello es Sara (metodista), quien luego de su diálogo con el feminismo, a pesar de todas las tensiones que esto implica en su congregación, ha resignificado y afianzado la ambivalencia de ser mujer metodista-feminista. Lo mismo sucedió con Lulú (católica), que luego de vivir una constante violencia y abuso sexual desde niña, encontró en la teología feminista difundida en las comunidades eclesiales de base una vía para superar sus experiencias de violencia y resignificar el valor de ser mujer desde la fe. Aquí encontró la posibilidad de posicionarse como líder y con ello enfrentar sus precarias condiciones sociales y por razón de género.
Otra forma de negociación se observa en el caso de Raquel (judía). Ella tiene una posición de certeza que proviene, por un lado, de su conciencia sobre su lugar como miembro de familias fundadoras y muy reconocidas de la comunidad local y, por otro, de su capacidad para desempeñar el tradicional rol femenino en el espacio doméstico, que a su vez es clave en la reproducción de una religión étnica y diaspórica como la judía. Estas certezas la ubican, junto con otras mujeres de la comunidad, en posición de negociar y resistir a ciertos aspectos del proceso de radicalización ortodoxa impulsado desde la institución y por los especialistas religiosos, como la separación de las familias durante el servicio religioso en el templo en virtud de la segregación por sexo.
En lo referente a los derechos de la diversidad sexual y la religiosidad, como lo señala Vaggione (2009, 2), “la politización tanto de la sexualidad como de lo religioso deben, en gran medida, entenderse en sus múltiples entrecruzamientos y vinculaciones”. La moral sexual es una arena de disputa de este entrecruce que dinamiza las movilidades religiosas y sus reacomodos. Entre los evangélicos, el caso de Juan Jesús ilustra la posibilidad de defender su postura en favor de la diversidad sexual con base en sus principios y creencias religiosas, sin romper con su religión. Él proyecta su vínculo con Dios a través de sus relaciones sociales y su participación en organizaciones de la sociedad civil para auxiliar a las poblaciones LGTB y refunda su iglesia sin dejar de ser evangélico.
Aquellos que pertenecen a religiosidades minoritarias o que practican una espiritualidad “por cuenta propia” rompieron con sus religiones de origen por la incompatibilidad de su orientación sexual con la moral institucional, y por la experiencia de rechazo y discriminación que muchas veces esta conlleva. Así lo vivieron Marco (masón) y Jair (santero y coaching espiritual), quienes encontraron otros espacios de acogida y aceptación para satisfacer sus necesidades espirituales y desafiar la estructura patriarcal de sus religiones de socialización primaria, en ambos casos, el catolicismo.
En las religiones afroamericanas, como la santería a la que pertenece Jair, aunque también hay polémicas sobre el tema, debido a la maleabilidad de sus preceptos y praxis, las restricciones para la diversidad sexual se flexibilizan o bien se resignifican. De hecho, como en la teología feminista, en estas religiones también encontramos reinterpretaciones del corpus que sostiene su cosmología para abrir espacios de igualdad o aceptación que permiten encontrar un lugar para la diversidad sexual.
La masonería a menudo ha sido tachada de machista, misógina y homofóbica. Sin embargo, la experiencia vivida que nos comparte Marco permite observar que en México algunas logias están mostrando cierta apertura y llevan a cabo rituales que minan la discriminación por razones de género y orientación sexual, como la unión conyugal igualitaria, por ejemplo, influenciadas por las logias europeas más importantes en América Latina, específicamente inglesas y francesas (García Robles 2021). También y de manera muy importante, en tanto dispositivos que responden a una politicidad de lo religioso (Panotto 2015, 3), en un contexto en el que observamos un enfrentamiento entre el movimiento feminista y el de la diversidad sexual con el movimiento neoconservador en torno a derechos, libertades y regulación de la moral sexual (Bárcenas Barajas 2018, 86).
El material empírico referido para analizar los grados de autonomía y la acción en el mundo de las distintas submuestras constató los aportes del enfoque de la religiosidad vivida en el sentido señalado por Gustavo Morello, a saber, no concebido a partir de binarismos (público vs. privado, material vs. espiritual, religioso vs. profano) (2017, 21), lo que fortalece la pertinencia y el potencial heurístico de la religiosidad bisagra en tanto nos permite enfatizar su transversalidad, la multidimensionalidad de sus articulaciones y su carácter procesual.
Conclusiones
La religiosidad, desde su dimensión vivida, nos invita a pensar más en los procesos y no en taxonomías o clasificaciones prefiguradas, pues las categorías de adscripción religiosa confieren a sus afiliados ciertos rasgos particulares en la forma de creer y practicar, pero no los determinan. Las trayectorias religiosas están modeladas por una multiplicidad de identificaciones y pertenencias, por lo que los creyentes, en su mayoría, no responden a una coherencia absoluta en coincidencia con los marcos institucionales a los que pertenecen.
Los resultados de la investigación nos indican en este sentido que debemos hablar más de identificaciones que de identidades religiosas. Tal como lo evidenció nuestra muestra, las adscripciones quedan rebasadas y atravesadas por las articulaciones selectivas que los sujetos hacen en la praxis, a partir de elementos que pertenecen a diversas matrices religiosas, filosóficas y culturales, con los cuales negocian su identificación individual. Las bisagras aquí operan como anclajes desde donde es posible interactuar con la diversidad religiosa y la modernidad secular, pero a la vez demarcan intersecciones entre la religión y el mundo secular, la tradición y la modernidad, la permanencia y el cambio.
Las religiosidades vividas son a menudo ambivalentes y, a los ojos de los dogmas, pueden parecer extremadamente contradictorias, pero ofrecen un sentido unitario a la vida cotidiana. La combinación de fuentes que nutren la religiosidad y la vida resulta ser útil y complementaria para enfrentar los retos de cada biografía. Las dinámicas de identificación religiosa son antes que nada construcciones biográficas inacabadas, es decir, que nunca están totalmente concluidas. En palabras de Morello y Rabbia (2019, 23), expresan el “work in progress, una manera -ya no de ser- sino de estar en el camino y no haber alcanzado el destino”.
Consideramos que para comprender más finamente estos procesos se vuelve necesario situar las biografías y los sentidos íntimos en el entramado de la vida social y la dimensión colectiva. Para varios entrevistados la religiosidad del día a día encuentra en la sociedad un campo de acción desde el cual conectar y encontrar sentido. Propusimos así concebir la experiencia religiosa desde una perspectiva relacional, esto es, ubicarla en bisagras a partir de las cuales es posible apreciar las constantes negociaciones de las expectativas individuales con planos más amplios. Estas negociaciones entrañan tensiones con el ámbito secular y con los valores propios de la modernidad: los derechos humanos, los valores de un Estado laico y de sus libertades, la tolerancia y el respeto a la diversidad.
El género y la diversidad sexual destacaron como puntos de conflicto importantes con las instituciones religiosas, sus normas y sus doctrinas. Representan dos variables que además son factores de impacto en la movilidad religiosa y en las recomposiciones del campo religioso. Observamos diversas formas en las que la espiritualidad puede convertirse en un recurso simbólico para hacer frente a problemas sociales derivados de la discriminación y la violencia, a partir de lo cual se construyen redes o se robustecen espacios comunitarios que vigorizan estas luchas. En este sentido, las bisagras nos remiten a puntos de contacto que articulan no solo distintas escalas, sino distintos contenidos que provienen de fuentes tanto religiosas como seculares.
En general, detrás de las elecciones que van reconfigurando el camino espiritual de varias de las personas entrevistadas hay muchas tensiones implícitas con el mundo y sus diversos órdenes, ya sea religioso-institucional, económico, político, social o de género. El enfoque de la religiosidad bisagra nos permite atender a las continuidades entre las prácticas, experiencias y elaboraciones cosmovisionales de los sujetos y su contexto espiritual/religioso más amplio; cómo estas se anclan y se hilvanan a un universo de referencias construido y experimentado colectivamente a través de una historia en relación con el mundo, los otros, el espacio público y el Estado.