Introducción
La Justicia Transicional (en adelante JT) ha suscitado cada vez más interés dentro de las Relaciones Internacionales, en razón de los procesos de paz, la instauración de comisiones de la verdad y de mecanismos de reparación por violaciones masivas de derechos humanos. En la actualidad, los estudios en este subcampo suelen ser heterogéneos, multidisciplinares, y se orientan a investigar el “gran paraguas” que implica la JT, incluyendo mecanismos, enfoques e instituciones, tribunales, comisiones de la verdad, proyectos de memoria, reparaciones y la administración de justicia (Buckley-Zistel et. al. 2014); en otras palabras, examinan las dimensiones de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición.
En el marco de las propuestas conceptuales, se ha insistido en la necesidad de entender la política sexual como una suerte de estructura estructurante de la realidad social y, en cuanto tal, configuradora de los contextos tanto de guerra como de transición políticosocial (Bueno-Hansen 2012, 2017; Fobear 2014; Hagen 2016). Ello implica poner el foco de atención en el continuum de violencias al que se enfrentan las personas, corporalidades y subjetividades disidentes a la norma heterosexual y abrir conversaciones sobre los límites porosos del binario conflicto/posconflicto.
Teniendo en cuenta lo anterior, a partir del estudio de un caso empírico, centrado en las experiencias recientes de JT en Colombia, este artículo examina qué elementos, de los incluidos en el aparato normativo y en el desarrollo institucional, han avanzado en la comprensión del papel que juega la política sexual en la violencia directa de la guerra, como estrategia disciplinaria y de normalización. Al mismo tiempo, se analizan las condiciones de posibilidad para formular las bases de un proceso de reparación y su capacidad transformadora. Para ello, se desarrolla un análisis temático (Boyatzis 1998) a partir del marco normativo, documentos, informes, reportes y sentencias producidas por la institucionalidad concerniente (la Fiscalía, la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior, la Jurisdicción Especial para la Paz y la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad), así como en el marco de los procesos de litigio, seguimiento y rendición de cuentas de organizaciones sociales. Como eje de análisis, se pone especial atención a la incorporación de la noción y al reconocimiento de las víctimas propuesta por cada modelo, para estudiar cómo se diagnostican las causas e impactos de las violencias hacia las personas cuir, en qué medida se superan las nociones heterocentradas y binarias de la noción de víctima y, finalmente, hasta dónde este diagnóstico permite proponer cambios estructurales y transformadores a la heteronormatividad.
Si bien es cierto que Colombia ha tenido experiencias históricas en materia de justicia y reparación, este artículo se centra en el proceso de Justicia y Paz (en adelante JP) creado a partir de las negociaciones con la organización Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en 2005, caracterizado por ser políticamente controvertido a causa del comprobado contubernio de este grupo con las fuerzas armadas del Estado. Por otro lado, se incluye el análisis de algunos elementos del “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera” de 2016, suscrito entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP).
Aquí se sostiene que estas experiencias de JT evidencian unos aprendizajes acumulados en materia normativa e institucional, que incluyen elementos tradicionales de la JT (a saber: verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición), al tiempo que dan un salto cualitativo al: 1) crear estructuras de oportunidades políticas que reconocen a las personas disidentes de la norma heterosexual como sujetos de derechos y de reparación; 2) teorizar sobre las causas de las persecuciones y daños vividos y el establecimiento de responsabilidades políticas y jurídicas por los mismos; y 3) incluir la participación y el diálogo social para ampliar el contenido de la justicia social.
Para efectos de este artículo se privilegia el sustantivo cuir con el fin de explicitar el lugar de enunciación desde América Latina, considerando la reserva aún existente frente al uso de este término, dada su elaboración geopolítica desde el Norte global y la violencia epistémica que ejercieron élites académicas blancas con su adopción acrítica en América Latina (Espinosa Miñoso 2017). En este caso, el término se retoma como parte de un conjunto de genealogías en la región que puede dialogar de manera interseccional con los contextos de violencia estructural y directa, el racismo, la colonialidad del poder, la explotación de clase y la heteronormatividad. En tal diálogo, el término evidencia, además, las particularidades en las que operan los sistemas opresivos en cuerpos concretos. Asimismo, se asume la sigla LGBTI que, a pesar de aglutinar experiencias diferenciales de la identidad y expresión de género, así como de la orientación sexual, evidencia el proceso identitario y político que ha empleado el movimiento social en Colombia en el marco de sus demandas y reivindicaciones.
Cabe mencionar que los análisis cuir y feministas resultan urgentes y políticamente relevantes, pues asistimos a las álgidas reacciones conservadoras “antigénero” en la región. Estas no solo han puesto en entredicho las posibilidades reales de materializar los acuerdos de paz y los procesos de justicia transicional, sino que, además, representan retrocesos en materia de las conquistas legales y simbólicas alcanzadas por el movimiento social, evidenciando cómo estos grupos se articulan y disputan el espacio institucional (Gil 2020; Serrano 2020). Por otro lado, en la región, y en especial en Colombia, siguen registrándose asesinatos de personas LGBT y persecuciones a sus líderes y lideresas, de manera que enfrentamos un escenario de posacuerdo de cruenta violencia directa heterosexista.
En las páginas siguientes se presenta el marco teórico que sirvió para esbozar claves analíticas cuir con el fin de identificar las nociones de víctima y sus implicaciones para las agendas de justicia, reparación y no repetición. Además, se plantean algunas conclusiones en las que se demuestran las transformaciones cualitativas que evidencia el proceso de aprendizaje de la institucionalidad, que tienen la potencialidad de ser transformadoras al incluir mecanismos participativos, enfoques diferenciales y territoriales en clave interseccional y transversal, además de visibilizar el carácter estructural de la violencia cis-heteronormativa.
Algunos apuntes teóricos cuir para pensar una noción de víctimas dentro de la Justicia Transicional
Los estudios feministas incluyeron sus inquietudes sobre la construcción de paz y la preocupación al incorporar otras miradas, que resaltan la necesidad de reparar a las víctimas, la reconciliación nacional y la participación de la sociedad desde sus múltiples subjetividades y experiencias (Bermúdez 1998; Ahmed 2007; Theidon 2008). Esta emergencia de miradas críticas hizo posible dejar de lado el modelo tradicional de amnistías para empezar a pensar en modelos de construcción de paz que incluyeran transformaciones de orden estructural económico, político y social. Tales visiones abogan por que las sociedades en posconflicto no solo retornen al statu quo previo a la guerra, sino que incorporen medidas para superar las desigualdades históricas en el acceso a recursos tanto materiales como simbólicos y, en el largo plazo, permitan la construcción de otro tipo de sociedad que mantenga debates sobre la justicia social y transformativa.
En la última década asistimos a la emergencia de las teorías cuir y trans dentro de los estudios internacionales, que empiezan a abrirse paso en los subcampos de la seguridad (Shepherd y Sjoberg 2012; Weber 2016) y, recientemente, en la JT (Bueno-Hansen 2012; 2017; Fobear 2014; Hagen 2016; Schulz 2019). Desde estas perspectivas y la visibilidad de los derechos LGBTI a nivel internacional y local, se ponen en evidencia los vacíos que aún existen dentro de los estudios feministas y de género y la necesidad de desarrollar nuevas aproximaciones teóricas y conceptuales (Bueno-Hansen 2018). De cara a este reto se insiste en considerar los significados y significantes de la guerra en cuerpos cuir, avanzar en el reconocimiento de estas sexualidades disidentes de la heteronorma en contextos de violaciones masivas de derechos humanos, en sus identidades y subjetividades, y proponer procesos de construcción de paz a través del cuestionamiento de los modelos heteronormativos de Estado y sociedad.
Uno de estos escenarios tiene que ver con la construcción del concepto de víctima y sus implicaciones a la hora de comprender los hechos victimizantes, los sujetos que sufrieron y sobrevivieron diferentes tipos de violencias, el reconocimiento de actores victimarios y sus responsabilidades y la conexión de las violencias directas con estructuras y jerarquías sociales más amplias (Gatti 2011). En todo caso, la noción de víctima en el campo político evidencia las disputas que desbordan incluso los procesos de JT, al tratar la construcción de narrativas colectivas, las luchas sobre la memoria y el reconocimiento de la ciudadanía; esto es, la redefinición de subjetividades y jerarquías (Krystalli 2019).
La literatura feminista ha avanzado en identificar cómo los discursos institucionales que la incluyen terminan, sin embargo, reforzando los estereotipos hegemónicos de la mujer como objeto de violencia y sin capacidad o voluntad de reacción (Truñó Salvadó 2010), haciéndola ocupar un lugar de carencia simbólica (Magallón 2006) y creando subjetividades que reproducen lugares subalternos (Ahmed 2007). En esta ecuación dicotómica y heteronormativa, las personas cuir son silenciadas o borradas de los escenarios de enunciación políticos, así es que la construcción social de víctima tiene que ver con las lógicas de desigualdad implícitas en las relaciones de poder que se establecen en la imbricación del heteropatriarcado con otras matrices de poder.
En las páginas siguientes se plantean tres aportes teóricos provenientes de los estudios cuir: 1) el reconocimiento de la heteronormatividad, 2) la performatividad del género y 3) la revalorización de lo local. Estos aportes no solo van a permitir visibilizar a las personas cuir en el marco del contexto de violencias políticas, sino también comprender las especificidades y los desafíos pendientes en los proyectos de posconflicto y posacuerdo.
Teorizando sobre la heteronormatividad
Un primer elemento a la hora de incluir las reflexiones cuir y trans para pensar en un marco interpretativo de víctima, tiene que ver con la comprensión del género y el sexo como construcciones sociales que se encarnan en corporalidades, produciendo sujetos y órdenes sociales determinados. Los trabajos al respecto se han encargado se subvertir las suposiciones sobre el género y han analizado cómo se ha naturalizado una realidad ontológica basada en la diferencia genérica, el dimorfismo y binarismo sexual. En este punto, la propuesta que en su momento elaboró Wittig (1992) para comprender la heterosexualidad como régimen, resulta útil para la discusión sobre la producción de técnicas regulatorias y disciplinarias que operan la ideología de la diferencia sexual con el objeto de justificar la violencia y la opresión.
Reconocer al género y al sexo como constructos sociales permite dar el salto cualitativo para visibilizar la heteronormatividad como la reificación de las diferencias de género que excluyen ciertos cuerpos, subjetividades e identidades de los análisis y de las proyecciones de un modelo de sociedad de posconflicto. Esto sucede en la medida en que se privilegian nociones de género limitadas y limitantes que, por un lado, equiparan el género con la categoría de “mujeres” (heterosexuales, cisgénero), o bien, analizan las relaciones de género desde la noción de masculinidad. Así, estos análisis se concentran en las subjetividades de los excombatientes (Theidon 2008), en la idea de masculinidad hegemónica como parte de la lógica guerrerista (Fisas 1998) y en los procesos simbólicos de construcción de la otredad a través de la feminización como forma de dominar, conquistar y someter (Sirimarco 2004). Más recientemente, la ampliación del concepto de género ha servido para nombrar y visibilizar la violencia sexual contra los hombres (Buckley-Zistel y Stanley 2012; Ní Aoláin O’Rourke y Swaine 2015; Prada Prada, Serrano Murcia y Solórzano Vargas 2018).
En este marco, surge como concepto central la cis-heteronormatividad (Shepherd y Sjoberg 2012; Radi 2020). Esta incluye no solo la dimensión identitaria subjetiva relacionada con la heterosexualidad, sino también la interpretación social en la que se ubican y clasifican cuerpos y sujetos según la idea del dimorfismo sexual y a la pertenencia/coincidencia del género y del sexo dados al nacer. Tal y como lo menciona Bello (2020), la violencia y la exposición a la muerte están presentes en el día a día de las personas que navegan identidades cuir/trans y que no encajan en la normatividad heterosexista, que, además, se expresa a través de prácticas disciplinarias; es decir, se trata de una tecnología de muerte que busca eliminar la disidencia.
Desde esta aproximación, por un lado, se cuestionan los grandes vacíos aún existentes al abordar las victimizaciones que afectan a las personas disidentes a la cis-heteronormatividad -dentro de ellas, la violencia sexual, la imposición de normas de género que buscan aniquilar la diferencia, el exterminio físico, los crímenes de odio y la discriminación que se presenta como continuum en épocas de “guerra” y épocas de “paz”-. Por otro lado, se retoma el debate sobre la limitación de la “verdad” y la “paz” liberal, al dejar de lado el abordaje de “la injusticia sistémica, las graves violaciones de sus derechos socioeconómicos, y la inutilidad de buscar justicia en los sistemas legales que operaban a nivel nacional y local” (Theidon 2008, 10), en la medida en que el paradigma liberal se concentra exclusivamente en la violencia política y en los efectos del enfrentamiento armado.
Estas premisas llevan a considerar que un proceso de reparación integral basado en la mera “inclusión” no resuelve las dimensiones de desigualdad que lo anteceden, por lo que se requiere transformar las condiciones previas al conflicto, puesto que estas poblaciones ya se encontraban profundamente afectadas por la marginación (Ashe 2019). Así, habría que asegurar que las partes/poblaciones marginadas tengan acceso a las condiciones materiales de existencia y a recursos de reconocimiento simbólico, tomando en cuenta la imbricación de los sistemas de opresión y sus consecuencias sobre la vida y las experiencias situadas. Por ello, la materialización de una justicia cuir pasa por transformar las estructuras que producen condiciones de desigualdad y discriminación, así como los lugares de privilegio.
Una aproximación performativa del género
Una segunda propuesta guarda relación con la introducción de nociones no-binarias del género dentro de la JT, con el propósito de visibilizar las subjetividades que se ocultan bajo la “norma” y reconocer cómo estas afectan de manera diferencial a mujeres, hombres y personas disidentes a la cis-normatividad. Este ejercicio implica situar el análisis en las estrategias de invisibilidad e hipervisibilidad que operan sobre distintos sujetos y en la expresión de la violencia simbólica contenida en los binarismos (Serano 2007).
Así, por un lado, la estrategia de invisibilidad se dirige a excluir corpo-realidades y formas de existir de los discursos oficiales sobre la guerra y la política o a presentarlas como marginales, por lo que no se trata de una omisión, sino de la intencionalidad de normalizar su ausencia o, como menciona Lamble (2009, 112), de “actos deliberados de ignorancia”. De otro lado, la estrategia de hipervisibilidad, que se expresa con mayor frecuencia en el marco de la guerra y de las políticas de seguridad, da cuenta de las estrategias de persecución dirigidas a “corregir” y delimitar la ambigüedad sexo/genérica de manera violenta. Todas estas estrategias son impuestas sobre los cuerpos y sujetos -las jerarquías de sexo/género, las categorías esencialistas de otredad, la peligrosidad y el victimismo-, y despojan a las personas cuir de su capacidad de agencia, al tiempo que se les excluye de los derechos reservados para las personas cis.
En este sentido, cuirizar los estudios internacionales y los estudios sobre el conflicto y la paz también implica indagar sobre lo dado y poner en cuestión categorías asumidas como estables, que organizan el mundo social. Resulta significativo adoptar una visión posestructural para entender al género como performativo; es decir, en proceso de estar siendo (inacabado, en movimiento, fluido) y no como una realidad del ser (acabado, definido, delimitado, inmutable) (Butler 2009, XI). Asimismo, esta apuesta no-binaria incluye una lectura interseccional para llegar a comprender cómo las normas de género se imbrican con otras relaciones sociales de poder, proyectando así diferentes posiciones de los sujetos frente al poder y la violencia, y poniendo en evidencia una multiplicidad de grados de discriminación y vulnerabilidades que entran a cuestionar los marcadores esencialistas de perpetrador/víctima, poder/vulnerabilidad, para reconocer agencias, roles, necesidades y derechos más específicos.
Esta última idea permite entonces proponer que un análisis cuir se basa no solo en el género como expresión de la identidad individual, sino en el examen sobre las formas en que tiene lugar la reproducción de ordenes genéricos y sociales más amplios a través de la guerra y la paz. Es decir, cómo el régimen heterosexual y la expresión de una serie de normas de género construyen y determinan la ciudadanía y la nación, así como otras formas de membresía política o parentesco, e igualmente, cómo ocurre la interacción de sistemas de opresión para regular y vigilar.
Revalorización de lo local
Otro de los puntos emergentes que se resaltan desde las teorías cuir en materia de JT tiene que ver con la puesta en valor de lo local como lugar de conocimiento, como escenario de transformación. Esto, haciendo eco de la necesidad de deconstruir los binarios en otros escenarios de la vida y, como propone Bueno-Hansen (2018), de atender el hecho de que la regulación a la que se ven sometidas las personas cuir entrelaza lo íntimo con lo estructural.
Una visión expansiva pasa por comprender los significados que se construyen localmente del género y la justicia, al tiempo que se propone un ejercicio decolonial para visibilizar la heterogeneidad y diversidad. Esto supone cuestionar las categorías producidas desde los lugares geopolíticos dominantes, universalizadores y neocoloniales (Mohanty [1988] 2008; Bueno-Hansen 2012) y llevar al terreno de lo material y práctico los grandes marcos conceptuales abstractos para comprender justamente las particularidades de las relaciones de poder. Si bien el giro hacia lo local ha sido materia de análisis dentro de los estudios decoloniales sobre la construcción y el mantenimiento de la paz (Buitrago et al. 2019), a través de una apuesta cuir se sitúa el foco del análisis en las formas concretas de la micro y meso política que el heteropatriarcado oculta al hacer de la violencia y la discriminación algo cotidiano. Por tanto, un giro cuir dentro en la práctica de la JT implica asumir compromisos ético-políticos para (re)conocer esas dimensiones locales, partir de las experiencias de los sujetos y de sus narrativas para dar lugar a “verdades inclusivas”, abrir espacios para la reconciliación y proponer instrumentos que tengan enfoques diferenciales y territoriales desde la complejidad interseccional de las relaciones de poder.
En los apartados siguientes se estudia el concepto de víctima propuesto en los instrumentos legales y jurídicos emergentes de las negociaciones con grupos armados y los modelos de JT en Colombia, así como sus alcances y limitaciones, para pensar en el reconocimiento de las personas cuir, los daños y las victimizaciones específicas. Primero se expone una interpretación de lo que fueron los primeros años del modelo de JP, después se plantean los aprendizajes de las actuaciones judiciales y la inclusión del enfoque de género y se finaliza con los avances incluidos dentro del Acuerdo Final sobre la interseccionalidad, el enfoque territorial y la inclusión de cambios estructurales relacionados con el acceso a la tierra y la participación política.
Primeros años de Justicia y Paz: un paso hacia el reconocimiento
Dentro de los modelos más recientes de JT existentes en Colombia, y que pueden llamarse como tal al superar la noción limitada de amnistías como forma privilegiada de negociación del conflicto armado y desmovilización (Rúa Delgado 2015), se destaca el modelo de JP. Este tiene origen en la Ley 975 de 2005, que dio paso a un modelo pensado fundamentalmente en la desmovilización de organizaciones paramilitares y en un proceso que incluía “garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación” (art. 1). Aunque siempre fueron objeto de crítica su mandato y vocación limitada (Uprimny Yepes et al. 2006), es la primera experiencia de JT en la que puede identificarse un cambio significativo a la hora de reconocer a las víctimas del conflicto armado.
Al analizar la noción de víctima en el andamiaje legal, esta representa una primera aproximación a la aplicación del emergente enfoque de género. La Ley 975 de 2005 hace mención explícita de la inclusión de los cónyuges como sujetos de reparación al tiempo que, en su artículo 38, insta a las autoridades a adoptar medidas y acciones pertinentes tomando en cuenta factores como la edad, el género y la salud, aún sin definirlas. Esta primera conceptualización muestra un avance en términos del reconocimiento, al menos de las experiencias de las mujeres compañeras (cónyuges) de hombres victimizados, al superar las presunciones que se tenían en el ámbito institucional con anterioridad, las cuales presumían que con la noción de víctima se refería al sujeto masculino. En dicha presunción se daba por hecho, al mismo tiempo, la concepción de los hombres (cis) como sujetos guerreros y principales víctimas de los hechos victimizantes que empezaban a ser tratados dentro del marco institucional, como ocurrió con el primer reconocimiento de la existencia del desplazamiento forzado, a través de la Ley 387 de 1997, y en adelante de los hechos relacionados con masacres, asesinatos selectivos y desaparición forzada. En esta lectura androcéntrica se propuso que mientras los hombres sufrían directamente la violencia del conflicto, por su parte las mujeres, en calidad de madres y esposas, resultaban ser las víctimas indirectas y principales supervivientes. En otras palabras, el reconocimiento de la victimización se circunscribía a la maternidad y al cuidado.
Con posterioridad, esta definición se amplió de manera importante a través del Decreto 4760 de 2005, que incluyó explícitamente en su artículo 11: “los daños a la libertad, integridad y formación sexuales”, refiriendo una de las victimizaciones y de los impactos diferenciados de la violencia que especialmente enfrentan las mujeres y personas con identidades y sexualidades disidentes, y por las que el Estado está en la obligación de investigar y garantizar el acceso a la justicia. En el artículo 27 de este mismo decreto se prohibió que se dieran rebajas de penas cuando se tratase de delitos de lesa humanidad o contra la libertad, integridad y formación sexuales. Dichas rebajas eran parte de los beneficios de la alternatividad prevista en la JT para combatientes que se sometieran a la justicia. Asimismo, el Programa de Protección a Víctimas y Testigos (Decreto 3570 de 2007) ordenó la capacitación de la policía judicial en enfoque de género para establecer estrategias de protección de acuerdo a condiciones particulares (Naranjo 2021).
En los documentos emitidos por la Fiscalía General de la Nación1, se denota una presunción implícita de que las víctimas de la violencia sexual son mujeres, algo relevante para entonces, cuando apenas se empezaban a reconocer este tipo de hechos victimizantes como violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, también es significativo en ese primer modelo de JT el que formas de violencia sexual -tales como la desnudez, la esterilización o el aborto forzados- no se encontraran tipificadas aún y los casos pudieran desestimarse ante la ausencia de pruebas contundentes (Naranjo 2021). En este sentido, la ausencia de un análisis crítico supone la existencia de lo que Bueno-Hansen (2018) ha denominado “la homogenización del sujeto de víctima” en la que el género se trata como una “añadidura” o sumatoria. Ello dista de un examen esencial los elementos estructurales y simbólicos preexistentes y coexistentes con la guerra y desconoce la situación de especial de vulnerabilidad y riesgo de las personas disidentes a la cisheteronorma frente a las violencias de género, la desigualdad estructural y, en general, ante la masculinidad militarizada. Así, se renunció al análisis tanto de los factores políticos y económicos que movilizan a los actores a perpetrar violencias (Hagen 2016), como del orden simbólico de la violencia (Segato 2003). Esta homogenización también ha supuesto una suerte de “sexismo-unilaterial” (Radi 2020, 24) que asume hombres-cis que oprimen mujeres-cis, en este caso, utilizando estrategias de borramiento e invisibilización de otras identidades, mediante la reificación del binarismo de género.
Asimismo, la inclusión del “género” se redujo a la violencia sexual, reduciendo de esta manera la justicia, la verdad y la reparación a esta mera forma de violación de derechos humanos como expresión de la masculinidad militarizada ejercida “por los hombres sobre las mujeres”, quienes, además, son comprendidas dentro de una estructura socioheterosexual. En este sentido, una de las limitaciones de esta concepción en JP, es que, al desconocer el carácter sistémico y político de la violencia sexual, cae en una lógica homogeneizadora y binaria, normativa de masculino-femenino (Bueno-Hansen 2017). Así, por ejemplo, se reprodujo el silenciamiento epistémico (Trujillo y Santos 2014) frente a las experiencias diferenciales de violencia sexual que viven hombres y personas con identidades y sexualidades diversas, y otras formas de victimización, con marca de género, relacionadas con el desplazamiento forzado, la desaparición, crímenes de odio y su orden simbólico cis-heteronormativo.
Otro de los elementos en JP en los que se desarrollan las concepciones de víctima guarda relación con la formulación del modelo y el uso del componente de “justicia” en el marco de las audiencias. Tal y como señalaron en su momento García-Godos y O. Lid (2010), todo el modelo de JP se basó en las declaraciones voluntarias de excombatientes, sobre las que el Estado tenía poco o ningún control por el gran vacío de información acerca de los crímenes ocurridos durante el conflicto (Rúa Delgado 2015) y dada la complejidad misma que provocó el silencio institucional complaciente ante el paramilitarismo (Sánchez León, García-Godos y Vallejo 2016, 256). Así, el reconocimiento de un sujeto como víctima dependió de la postulación del exparamilitar al sistema de JP, privilegiando la voz de los excombatientes sobre las voces de las víctimas, sus versiones y sus experiencias.
Si bien, hubo un gran número de jornadas generales de atención a víctimas, diferentes organizaciones sociales insistieron en que el sistema tenía grandes falencias, al no garantizar, en la práctica, la participación de las víctimas y organizaciones sociales en las versiones libres y el acceso a los registros de las mismas (Comisión Colombiana de Juristas et al. 2009; Chaparro 2016). Igualmente, existió una gran deuda con la verdad y la justicia por la inexistencia de investigaciones que indagaran las acciones de las fuerzas armadas (FFAA). Este actor no compareció como parte de JP, aunque se acumularon graves denuncias en su contra por crimines cometidos sobre personas LGBTI (Caribe Afirmativo 2015).
Esto último es significativo, entendiendo lo que Serrano (2018, 25) ha denominado como “política para-sexual” al caracterizar las particularidades que tomó la homofobia en el marco del conflicto armado colombiano. Las alianzas y la connivencia de las fuerzas armadas estatales con el paramilitarismo exponen cómo la guerra propicia una imposición violenta de sentidos y órdenes simbólicos. En este campo, se ha estudiado ampliamente el despliegue del modelo neoliberal extractivista, pero poco se ha referenciado la manera en que las homo/tras/bi/lesbo fobias son parte del entramado del modelo de nación y de unas agendas políticoeconómicas sexuales que buscan el control de cuerpos, de su reproducción y del exterminio de las amenazas “desviadas”, cuya mera existencia ponen en cuestión estas estructuras. Del mismo modo, la limitada y tardía actuación de la Fiscalía para hallar a los autores directos, establecer responsabilidades de mando y clarificar la participación de los actores postulados en JT, terminaron por producir escenarios de desprotección y violencia institucional, exponiendo a las sobrevivientes a nuevos contextos de muerte y desaparición. Entre el 2005 y 2014 se registraron las cifras más altas en los últimos veinte años de victimizaciones en contra de personas diversas, actos cometidos por grupos pos-desmovilización paramilitar (Prada Prada et al. 2015), por lo que en la práctica el proceso de JP no significó una reducción de las violencias heteronormativas.
En este entendido, los primeros años de funcionamiento de JP pusieron en evidencia las propias limitaciones del modelo, dados los grandes desequilibrios de poder, la ausencia de las víctimas y la fragilidad en la exigibilidad de justicia y no repetición. Sin bien es cierto que el género comenzó a aparecer ligado a los roles de madre y esposa para empezar a visibilizar y nombrar la violencia sexual, la noción de víctima no supuso el reconocimiento de otras subjetividades y corporalidades victimizadas. Este modelo podría caracterizarse como heterocentrado y circunscrito a la violencia directa, rasgo que, como lo veremos, empieza a modificarse de manera progresiva y garantista a partir de las primeras sentencias de la Sala Especial de JP, que, además, coincidieron con las modificaciones constitucionales para el reconocimiento de las ciudadanías sexuales en la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras 1448 de 2011.
Justicia y Paz en marcha: el salto cualitativo y la inclusión de un enfoque de género
Una lectura de las sentencias de JP pasados al menos seis años de su implementación evidencia un proceso no tanto de “aprendizaje” institucional sino de “apertura” y de reconocimiento político, que lograron los movimientos sociales de víctimas. Los casos y las verdades emergentes fueron determinantes para proponer interpretaciones más amplias de la Ley 1448 de 2011 y para impulsar una línea de jurisprudencia que será relevante en el modelo más actual de JT.
Este es el caso de la “Sentencia Fredy Rendón Herrera” del 16 de diciembre de 2011 (Tribunal Superior de Bogotá 2011), que permitió avanzar en la consideración de la violencia basada en género como un patrón de macro-criminalidad, ya que no podría analizarse de manera aislada, porque los patrones mismos se enmarcan precisamente en lo que fue el actuar generalizado de los grupos de autodefensas del país. También es significativo lo contenido en la “Sentencia Salvatore Mancuso y otros” del 20 de noviembre de 2014 (Tribunal Superior de Bogotá 2014a), donde se reconoce que las violencias basadas en género incluyen dentro de sus expresiones la violencia sexual ejercida contra hombres, mujeres e integrantes de los sectores sociales LGBTI, destacando que en escenarios de conflictos internos e incluso internacionales esta violencia se ejerce de manera preferente contra las mujeres.
También cabe mencionar la “Sentencia Arnubio Triana Mahecha y otros” de diciembre 16 de 2014 (Tribunal Superior de Bogotá 2014b), conocida como la sentencia contra “Botalón”, la primera de JP que reconoció a las personas LGBTI en calidad de víctimas. Esta investigó y halló responsables a exjefes paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Boyacá, quienes ordenaron el asesinato de varios jóvenes gays y mujeres trans en el municipio de Puerto Boyacá. Esta población sufrió amenazas, persecuciones, torturas, desapariciones forzadas, desplazamiento y homicidios en razón de su identidad y orientación sexual. Alias “Botalón” se encontró responsable y fue sentenciado a 8 años de prisión, siendo este el máximo de la pena alternativa.
Las interpretaciones de la Sala avanzaron significativamente, por un lado, en distanciarse de las nociones hegemónicas que hasta ahora habían orientado el accionar de la justicia, en el que los casos de homofobia y violencias heterosexistas usualmente se enmarcaban como “ajustes de cuentas” del microtráfico. Estas versiones emergentes reconocieron que los crímenes paramilitares tenían una motivación homofóbica y que la violencia en contra de las personas LGBTI se ejerció de manera planificada, como forma de exterminación social y en razón de la diversa orientación sexual e identidad de género. Existe también otro elemento que cobra relevancia: este enfoque de género visibilizó otras dimensiones de los daños y victimizaciones que se estaban ignorando al tratar exclusivamente la violencia sexual. Por ejemplo, se evidenció la existencia de una política sexual, como parte de un orden estructural de la guerra, en la que las violencias perpetradas por actores armados suponen una estrategia de disciplina cis-heteronormativa. Así, esta aproximación deja atrás la invisibilización como estrategia institucional y reconoce la existencia de otras subjetividades y corporalidades.
Por otro lado, aparte de las víctimas particulares individualizadas, esta Sentencia reconoció a “la mesa LGBTI comuna 8” como sujeto de reparación, proponiendo la noción de víctima colectiva, al entender que el grupo se convirtió en un objetivo militar y que sufrió daños graves. Esto último es relevante, pues por primera vez se reconoció el componente colectivo y político de las personas LGBTI y la persecución de sus procesos de participación y visibilidad pública, que produjo pérdidas y daños que rompieron los vínculos y los procesos de organización colectiva (y otras formas de existencia desde la diversidad sexual y de género). En este sentido, se visibilizó que las estrategias de guerra buscaron eliminar a todas las personas LGBTI del espacio público; puesto que la dicotomía publico/privado no solo es escenario de opresión de las mujeres, tal y como lo ha sostenido la teoría feminista, sino que también permite que la heteronormatividad y el cisprivilegio sean constituyentes del ejercicio de control de los cuerpos, subjetividades y sexualidades disidentes en las esferas de la sociedad y, por tanto, propicia que la discriminación y la violencia obliguen a las personas LGBT a recluirse en lo “privado” y a relegar su identidad a lo “íntimo” (Bueno-Hansen 2018), excluyéndoles del ejercicio de su ciudadanía.
Expuesto lo anterior, esta fase de funcionamiento del modelo de JP, empieza a reflejar los aprendizajes institucionales y sus aperturas iniciales a través del reconocimiento de las ciudanías sexuales (derechos civiles y sociales para parejas del mismo sexo, uniones maritales de hecho para personas del mismo sexo) y de las nociones no normativas de familia que empiezan a ser incluidas con la Ley 1448 de 2011 como un marco paralelo al de JP. Así, el marco de JP podría caracterizarse como visibilizador de la lógica heteronormativa de la guerra, aun cuando la inclusión de las subjetividades y corporalidades disidentes se realiza desde su condición de víctimas, y aunque no se tratan en detalle los elementos materiales que constituyen los órdenes de género y de violencias cis-normativas, cuestión en la que avanza el modelo de justicia transicional emergente del proceso de paz entre el gobierno y las FARC-EP, que se expondrá a continuación.
Las aperturas: un proceso de paz emergente y desafíos pendientes
El modelo de JT del Acuerdo Final surge tras la firma de las negociaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC-EP en 2016. Es uno de los procesos más significativos, al incluir una amplia participación de la población civil y las víctimas del conflicto, contar con la comunidad internacional como garante y respaldo político, y por su amplia y multidimensional agenda, que incluyó importantes cambios políticos y socioeconómicos.
En cuanto al concepto de víctima, el Acuerdo Final incluyó de manera explícita a la multiplicidad de subjetividades y colectividades víctimas y sobrevivientes del conflicto armado:
colectivos y poblaciones afectadas a lo largo y ancho del territorio, incluyendo comunidades campesinas, indígenas, afrocolombianas, negras, palenqueras, raizales, y rom, personas en razón de sus creencias religiosas, partidos políticos, movimientos sociales y sindicales, población LGBT y gremios económicos, entre otros (Gobierno Nacional de la República de Colombia y FARC-EP 2016, 126).
El Acuerdo puede entenderse como un escenario de apertura política que puso de manifiesto las causas estructurales de exclusión, discriminación y ausencia de justicia social que produjo la guerra, más allá de la confrontación armada. Fundamentalmente, la desigualdad en el acceso a la tierra y un sistema político cerrado para ejercer la oposición por las “vías legales” han sido los elementos que se han propuesto históricamente, sin embargo, la participación de la sociedad civil y la inclusión de discursos desde “otros lugares” -más allá del de los actores armados negociadores- permitió evidenciar otras causas estructurales. Este es el caso las relaciones heteronormativas patriarcales y su consubstancialidad con la posición de clase y los procesos de racialización y etnización. Ello ha permitido que se incorporen el enfoque interseccional y la necesidad de transversalizarlo dentro de los cinco puntos de la agenda.
Como resultado, por ejemplo, el punto sobre el desarrollo agrario integral reconoce que la tierra ha sido una fuente de poder y de conflicto social, y también que los indígenas, afrodescendientes, mujeres y personas con identidades y sexualidades disidentes -especialmente en lugares rurales- se enfrentan a barreras estructurales en el acceso y uso de la tierra, a pobreza extrema e inseguridad alimentaria. Así, se desarrollaron 27 medidas que incorporan la perspectiva de género en este punto. Por otra parte, también es relevante el punto sobre la participación política, pues busca establecer garantías (legales y de seguridad) para la emergencia de movimientos sociales (incluidos aquellos feministas, de mujeres y de identidad y orientación sexual disidente) y para ampliar los mecanismos de participación ciudadana.
Además, las instituciones emergentes del Acuerdo Final no solo buscan, como esquemas separados, la transversalidad de los enfoques diferenciales, sino también desde la interseccionalidad e interrelación. Por ejemplo, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)2, en el instrumento de trabajo de su Comisión étnica integra un “grupo de trabajo interno permanente con mujeres pertenecientes a pueblos étnicos, con el fin de asegurar la incorporación efectiva del enfoque de género, mujer, familia y generación reconocido en el Capítulo Étnico del Acuerdo Final” (JEP et al. 2019, 29). A la luz de su implementación, habría que indagar los detalles de la participación delas mujeres y diversas identidades indígenas y afrodescendientes, si cuentan con escenarios de escucha y sus marcos simbólicos para entender si sus experiencias terminan siendo acogidos por la institucionalidad misma. En otras palabras, el desafío será ver cómo estas actoras van a ser reconocidas como autoridades epistemológicas, por ejemplo, en qué medida los “daños espirituales” y “colectivos”, así como las nociones emergentes de “mujer indígena”, “mujer negra”, “género” y “familia” van a ser propiamente incorporados, para entender la complejidad de las violencias estructurales y el conflicto armado.
En este sentido, la sexualidad y el género no se utilizan solo como una mera “añadidura” y tampoco su mención se limita a tratar las violencias sexuales. Para este caso se propuso situar la mirada sobre la desigualdad social depositada en el centro de la cis-heteronormatividad como parte de las condiciones que generan la violencia al excluir, a través de normas sociales, el acceso a recursos, el aseguramiento de las condiciones materiales de existencia y del reconocimiento social. Es también interesante el hecho de que se lograra cuestionar “la temporalidad lineal” (Bueno-Hansen 2018, 14) para comprender conexiones y continuidades en el marco de la violencia en contra de las personas cuir. De manera que el reconocimiento no solo evidencia su nombramiento explicito dentro del articulado del Acuerdo Final, sino la necesidad de medidas de justicia redistributiva y reparación integral, que requiere la transformación de las condiciones materiales y simbólicas que reproducen la guerra y los sistemas de discriminación y el cierre de las brechas de representación política.
Esta apuesta por reconocer las condiciones estructurales desde la interseccionalidad resulta ser ambiciosa y requeriría pensar, por ejemplo, en las diferentes experiencias de las identidades, géneros y sexualidades, desde su multiplicidad y su significado para la vida concreta. Es decir, las experiencias diferenciales entre personas transgénero y sus procesos de tránsito, las diferencias entre la orientación y la identidad, e incluso entre personas gay, lesbianas y bisexuales y cada una de ellas en su imbricación con la raza, la etnia, las desigualdades de clase y las múltiples posiciones en la estructura social en las que la misma imbricación genera mayores condiciones de vulnerabilidad y limita las posibilidades de agenciamiento.
A este respecto, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV) 3 en su Informe Final (2022) asumió enfoques que avanzan en cuirizar la JT. En estos se diferencian los tipos de violencia de género que se utilizaron como repertorio de los actores armados, se reconoce la violencia sexual, pero se la descentra como única, incorporando la violencias reproductiva y por identidad u orientación sexual. Por vez primera, desde la institucionalidad se nombran las prácticas de violación y aborto forzado en contra de hombres transgénero, las amenazas y persecuciones a gays y lesbianas indígenas y contra habitantes de zonas rurales o urbanas cometidas por todos los actores armados del conflicto, visibilizando así el carácter social y político de la masculinidad heteronormativa. En el Informe Final de la CEV se hacen visibles las heterogeneidades en diferentes localidades del país y, por lo tanto, se expone que la norma heterosexual no es un lugar homogéneo y uniforme, así que si las victimizaciones y daños se experimentaron de forma diferencial, ello implica pensar en procesos de reparación que respondan a las mismas desde su diversidad.
En esta línea, el mismo informe de la CEV incluyó un análisis de las estructuras sociales y los discursos que circularon desde la Colonia, a través de los que se impuso una moral judeocristiana, que buscó eliminar las expresiones de homosexualidad y travestismo prehispánico a través de la persecución ejercida por la iglesia y el orden legal (CEV 2022, 233). Es interesante esta mención, ya que avanza en un enfoque decolonial (Bueno-Hansen 2017) al reconstruir verdades e historias subterráneas, en las que se identifican los patrones coloniales de violencia contra personas cuir, otras formas de afectos, identidades y sexualidades que tuvieron que ocultarse o fueron objetos de exterminio en procesos históricos de larga duración. Si bien, la colonialidad impuso formas de heterosexualidad, aún falta la reflexión sobre sobre el borramiento de las variaciones de género, las formas no binarias de identidad y las culturas ginecocéntricas (Lugones 2014), así como de los conocimientos que se producen desde estos lugares no dicotómicos. Sin embargo, y siendo aún más relevante, la CEV deja una deuda en la comprensión la continuidad y el entrelazamiento de la matriz colonial y la violencia armada republicana.
Otro de los desafíos de la interseccionalidad y la “localidad” a la hora de visibilizar, incluir y reparar a las víctimas tiene que ver con cómo se logra que sus necesidades y voces no se marginalicen en la agenda y el “diálogo nacional” -que pretende sostener la implementación de los Acuerdos-. Al respecto, un avance tiene que ver con el llamado de atención que el Acuerdo Final hace en relación con la violencia sexual y la necesidad de emplear enfoques diferenciales y territoriales para comprender estas complejidades y particularidades al revisar cómo las afectó el conflicto y los mecanismos que deban usarse para implementar lo pactado. Ello implicaría que instrumentos como los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) (como ejercicios de materialización del enfoque territorial), deberán también incluir medidas específicas encaminadas a responder a las transformaciones en el acceso a la tierra, recursos, servicios públicos ante el que las personas cuir históricamente han enfrentado barreras como parte del continuum de violencias.
Asimismo, las medidas dispuestas de participación política, pensadas para “ampliar la democracia”, incluyeron a las organizaciones de mujeres y colectivos LGBTI. Durante las conversaciones se instaló la Subcomisión de Género4, que, aparte de ser inédita, visibilizó estos como actores políticos necesarios para la construcción de paz (Garrido 2020). Ello permitió al menos poner en cuestión la estructura jerárquica de audibilidad del proceso de paz y los acuerdos. En este caso, la apertura democrática se posiciona como un proyecto en que la disidencia sexual y de género pueden ser escuchadas e incluidas desde la ciudadanía (aunque considerando que algunas ciudadanías cuir resultan ser más audibles que otras). En el mismo sentido, la participación política pone en evidencia que las víctimas son entendidas como sujetos políticos proactivos, que producen conocimiento desde su experiencia misma y sus iniciativas para imaginar otras realidades, alejándose así de las interpretaciones esencialistas y victimistas de los modelos anteriores de JT.
A la fecha, resulta aún precipitado analizar la actuación de la JEP y de la implementación del Acuerdo Final, pero es claro que la continuación del conflicto y el control que ejercen actores armados sobre algunos territorios limitará la participación de las víctimas y las expondrá a un mayor riesgo a la hora de rendir testimonio. Por lo tanto, esto implica también pensar una noción de seguridad amplia e integral, concebida desde lo que viven los cuerpos cuir y que incluya la garantía de condiciones que permitan a las comunidades vivir libres de violencias, amenazas o miedo desde sus particularidades. De otro lado, persisten deudas pendientes en la JT y su capacidad simbólica de incidir en la sociedad para rechazar este tipo de violencias y los sistemas y relaciones de poder que la sustentan; es decir, para usar la JT como una herramienta de transformación de la cultura patriarcal institucional. En todo caso, este modelo de justicia transicional podría caracterizarse como proclive a la transformación de las condiciones materiales y simbólicas producidas por la heteronormatividad y la política sexual, en el continuum de guerra/violencia estructural, así como territorial y situada.
Conclusiones
Tras analizar documentos oficiales, así como los reportes de organizaciones sociales desde las posibilidades y limitaciones de la incorporación una noción de víctima más progresista e integral propuesta por cada modelo, se avanzó el examen sobre las interpretaciones y diagnósticos de las victimizaciones y violencias en contra de las personas cuir y de los marcos de sentido sobre las condiciones estructurales, materiales y simbólicas de la cis-heteronormatividad. Con el ejercicio realizado se entendió que los avances y cambios en la noción de víctima, en una lectura cronológica, evidencian el proceso de aprendizaje de la institucionalidad, del Estado y de la sociedad, los cierres y aperturas que dieron paso a construir mecanismos más participativos y a introducir (por lo menos en la formalidad) enfoques diferenciales y territoriales en sentido interseccional y transversal.
Las primeras aproximaciones al enfoque de género asumieron una lectura heterocentrada y binaria, que impidió reconocer otras formas de violencia cis-heteronormativa sobre los cuerpos cuir. Además, la noción de violencia sexual excluyó tipos de violencia como la desnudez, la esterilización o el aborto forzado, que evidencia los vacíos de protección y de tipificación de estos como delitos en el código penal, exigiendo así una amplia carga probatoria a sus sobrevivientes. En estas aproximaciones, se exceptuó la posibilidad de considerar los elementos estructurales y simbólicos como parte del continuum de violencias y se limitó el camino de reconocimiento de la condición de víctimas a la postulación del desmovilizado paramilitar. Esto mismo tiene consecuencias a la hora de la reconocer la existencia de una “política para-sexual” (Serrano 2018, 20), en la medida en que los combatientes utilizaron la violencia de las armas y el entramado de la violencia comunitaria para imponer un modelo específico de nación, basado en el exterminio/disciplina de cuerpos y subjetividades “desviadas”.
Los avances de la implementación trajeron consigo aprendizajes y aperturas simbólicas e interpretativas, movilizadas por las organizaciones sociales, que permitieron ampliar el entendimiento y la aplicación del enfoque de género dentro del componente de justicia y memoria. En estos aprendizajes se reconoce explícitamente a las personas LGBTI como víctimas no solo de violencia sexual, sino también de otro tipo de hechos victimizantes como amenazas, persecuciones, torturas, desapariciones forzadas, desplazamiento y homicidios, perpetrados en función de sus identidades de género y orientaciones sexuales. También se señala por primera vez la motivación homofóbica tras los crímenes cometidos por paramilitares, el carácter planificado, el objetivo de exterminio social y de desaparición de estas identidades disidentes del espacio público y la imposición de la heterosexualidad como régimen a partir de la normativización moral sobre las poblaciones que tenían bajo control.
Finalmente, en la actual implementación del Acuerdo Final se incluyó y visibilizó de manera explícita a los colectivos históricamente excluidos desde un enunciado con enfoque interseccional. Se asume una postura que entiende cómo la guerra afecta de manera diferencial y a distintas escalas según las posiciones sociales que se ocupan, resultando igualmente novedoso en el plano institucional la inclusión de un enfoque territorial, que tiene las potencialidades de rescatar lo local y la heterogeneidad de la diversidad identitaria y sexual. No obstante, aún quedan varios desafíos pendientes, que guardan relación con las dificultades para llevar a cabo la implementación de los acuerdos, la aplicación efectiva de los enfoques interseccionales y las garantías a la participación en el seguimiento de los acuerdos y los puntos previstos, en un contexto en que aún persiste la inseguridad en los territorios y hacia personas cuir.