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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.90 Bogotá Oct./Dec. 2024  Epub Oct 01, 2024

https://doi.org/10.7440/res90.2024.06 

Dossier

La pasión explosiva: una conceptualización de la ira política*

Explosive Passion: A Conceptualization of Political Anger

A paixão explosiva: conceitualização da ira política

Iván Garzón Vallejo** 

**Doctor en Ciencias Políticas por la Pontificia Universidad Católica de Argentina. Profesor asociado de la Universidad Autónoma de Chile (Chile).Entre sus publicaciones más recientes están: “La revuelta posneoliberal. El horizonte intelectual de la nueva izquierda progresista”, Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política, Humanidades y Relaciones Internacionales 26 (56): 289-311, 2024, https://doi.org/10.12795/araucaria.2024.i56.13; y El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Santiago de Chile: Ril Editores; Ediciones Universidad Autónoma de Chile, 2023). https://orcid.org/0000-0002-3471-3688 ; ivan.garzon@uautonoma.cl


Resumen:

En los últimos años, la ira ha devenido en categoría de análisis de fenómenos políticos contemporáneos, como elecciones democráticas, protestas, violencia colectiva, movimientos sociales y crisis de la representación institucional, pero se ha convertido en tópico o significante vacío entre comentaristas y periodistas para describirlos. En la primera parte, el artículo formula una breve descripción filosófica de la ira desde la Antigüedad grecolatina hasta la Revolución Francesa. Este recorrido es el preámbulo de la segunda parte, donde se propone una conceptualización de la ira política a partir de tres giros contemporáneos: primero, hacia una concepción realista, que lleva a que la corriente negacionista -caracterizada por las perspectivas morales filosóficas y teológicas antiguas e ilustradas- pierda relevancia; segundo, hacia una dimensión colectiva y política que se ha impuesto sobre una lectura personal ética o religiosa; y tercero, hacia su legitimación ética y moral. Para que la ira política deje de ser un significante vacío como ha ocurrido en el debate público occidental desde 2016, su conceptualización como emoción debe ser explicativa -identificando la motivación pasional o respuesta justiciera en incontables fenómenos políticos recientes-, política -reconociendo el carácter latente del thymos en las múltiples expresiones contemporáneas- y comparativa -en términos históricos, geográficos, nacionales y con emociones afines como el odio y el resentimiento-, pues sus usos, abusos, expresiones y representaciones están condicionadas por los contextos, los actores y las causas donde la ira se experimenta como una pasión potencialmente explosiva.

Palabras clave: emociones políticas; historia de las emociones; ira; protestas; rabia; violencia

Abstract:

In recent years, anger has emerged as a crucial category for analyzing contemporary political phenomena such as democratic elections, protests, collective violence, social movements, and crises of institutional representation. However, it has also become a vague or empty signifier among commentators and journalists trying to describe these events. This article begins with a brief philosophical overview of anger, tracing its evolution from Greco-Roman antiquity to the French Revolution. This historical journey sets the stage for the second part, where the article proposes a conceptualization of political anger through three contemporary shifts: first, a shift toward a realistic understanding that diminishes the relevance of the negationist perspective rooted in ancient and Enlightenment moral, philosophical, and theological views; second, a shift toward a collective and political dimension that has overshadowed individual ethical or religious interpretations; and third, a shift toward the ethical and moral legitimization of anger. For political anger to transcend its status as an empty signifier, as has often happened in Western public debate since 2016, it must be conceptualized as an emotion that is explanatory-identifying the passionate motivation or justice-driven response behind countless recent political phenomena-political-recognizing the latent presence of thymos in various contemporary expressions-and comparative-considering historical, geographical, national contexts and related emotions like hatred and resentment. The ways in which anger is used, abused, expressed, and represented are shaped by the contexts, actors, and causes in which it is experienced as a potentially explosive passion.

Keywords: anger; history of emotions; political emotions; protests; rage; violence

Resumo:

Nos últimos anos, a ira se tornou categoria de análise de fenômenos políticos contemporâneos, como eleições democráticas, protestos, violência coletiva, movimentos sociais e crises de representação institucional, mas se tornou um tópico ou significante vazio entre comentaristas e jornalistas para descrevê-los. Na primeira parte, o artigo formula uma breve descrição filosófica da ira desde a Antiguidade greco-latina até a Revolução Francesa. Esse é o preâmbulo da segunda parte, que propõe uma conceitualização da ira política com base em três mudanças contemporâneas: primeira, em direção a uma concepção realista, que leva a corrente negacionista - caracterizada por perspectivas morais filosóficas e teológicas antigas e iluminadas - a perder sua relevância; segunda, em direção a uma dimensão coletiva e política que foi imposta a uma leitura pessoal ética ou religiosa; e terceira, em direção à sua legitimação ética e moral. Para que a ira política deixe de ser um significante vazio, como tem sido no debate público ocidental desde 2016, sua conceituação como emoção deve ser explicativa - identificando a motivação passional ou a resposta justa em inúmeros fenômenos políticos recentes -, política - reconhecendo a natureza latente do thymos em múltiplas expressões contemporâneas - e comparativa - em termos históricos, geográficos, nacionais e com emoções relacionadas, como o ódio e o ressentimento -, já que seus usos, abusos, expressões e representações são condicionados pelos contextos, pelos atores e pelas causas em que a ira é vivenciada como uma paixão potencialmente explosiva.

Palavras-chave: emoções políticas; história das emoções; ira; protestos; raiva; violência

No hay contemporáneo que no haya tomado nota de que los Estados y poblaciones del mundo occidental y, dando un rodeo por estos, las restantes partes del mundo,

se irritan desde hace más de una década por un nuevo tema.

( Sloterdijk 2017a, 59)

Introducción

En los últimos años, la política contemporánea ha sido explicada en clave de emociones políticas: políticas del resentimiento (Fukuyama 2019), bancos de ira (Sloterdijk 2017b), la época de las pasiones tristes (Dubet 2020), explosiones sin sentido (Žižek 2014), odio a la democracia (Rancière 2006), frustración por la crisis de la meritocracia (Sandel 2020), la edad de la ira (Mishra 2017) y los años Veinte de la rabia (Invernizzi Accetti 2024). La ira, la indignación, el resentimiento, el desencanto, el reclamo por la dignidad y el malestar se tomaron calles y plazas, y se convirtieron en emociones políticas, elementos característicos de las democracias contemporáneas (Garzón Vallejo 2023) y factores explicativos para el proceso constituyente en Chile (2019-2023), la elección del primer gobierno de izquierda en Colombia (2022), las protestas de los últimos años en Francia, Irán, Perú, Ecuador, Hong Kong, Líbano, Irak, Brasil, Israel, Mali y República Dominicana (Ortiz et al. 2022, 73), el movimiento 15M en España (Flesher Fominaya 2020), el Occupy Wall Street en Estados Unidos y la llamada Primavera Árabe en 2011.

Este sentimiento difuso en amplios sectores sociales englobado bajo la categoría ira ofrecería una explicación -causal, correlacional o sobreviniente- de fenómenos contemporáneos, como la elección de gobernantes populistas, la fractura del principio de representación, la desigualdad y el activismo de los movimientos feministas, antirracistas, subalternos y de ultraderecha. Sin embargo, aunque se ha convertido en un lugar común concebir la ira política como factor explicativo de los procesos políticos contemporáneos, los estudios demoscópicos suelen enfocarse en auscultar las preferencias racionales y apenas si se ocupan de las emociones.

No pocos comentaristas aluden a la ira como una emoción inédita en la política o en el ámbito público, destacando su carácter espontáneo e irracional, pero soslayándola como una forma de “evaluación cognitiva” (Nussbaum 2016, 23) o como un afecto difuso. Desde 2016, año de la elección de Donald Trump, del Brexit y de la emergencia del concepto de posverdad, entre otros acontecimientos, se ha convertido en un lugar común periodístico decir que vivimos en la era de la ira (Dixon 2020, 4).

¿De qué hablamos cuando hablamos de la ira política? Conceptualizar la ira como fenómeno político presenta tres desafíos. Primero, la ira es un viejo conocido, es decir, es un concepto con una larga historia en la cultura occidental, al punto que sus primeros desarrollos se encuentran hacia el siglo VIII a. C. en Homero y luego en Platón, Aristóteles y Séneca. Aunque buena parte de su reflexión ha gravitado alrededor la ética, la filosofía y la teología moral, situaré a la ira en el campo de la teoría normativa para identificar su dimensión política, la cual se nutre de los desarrollos de las disciplinas mencionadas anteriormente.

Segundo, es un fenómeno de muchas capas (Garrigasait 2020, 8), variedades (Feldman Barret 2016) o tipos (Cherry 2021), es decir, la ira es polisémica. De hecho, Tomás de Aquino distinguía entre una ira del corazón (indignación o insolencia), una ira de la boca (blasfemias, quejas, insultos) y una ira de la acción (peleas, lesiones, homicidios) (Bodei 2013, 68). Luego, además de histórica, la fuente de la polisemia es semántica: si recurrimos a la terminología, se advierte que, en inglés, español, alemán y otros idiomas existe más de una palabra para referirse a las emociones relacionadas con la ira: furia, cólera, rabia, venganza, frustración, resentimiento, bilis, irritación, entre otras (Dixon 2020, 10). La polisemia alcanza también a sus expresiones -estar enojado, enfurecido, enrabiado, colérico o iracundo-, de manera que a la confusión terminológica se suma la dificultad de distinguir las experiencias a las que remiten palabras equivalentes. Tampoco las traducciones de los términos griegos se mantienen constantes, ni en las versiones latinas ni en las posteriores en lenguas vernáculas. Lo mismo sucede en el caso del abatimiento, la tristeza o la melancolía (Moscoso 2017, 164). Por esta razón, y en aras de la simplicidad, en este trabajo asumiré un concepto delgado de la ira, englobando en el mismo lo que otros autores denominan rabia, cólera, furia, enojo o enardecimiento.

Ahora bien, la polisemia o el desacuerdo no es solo semántico: alcanza aspectos a los que se refiere la ira, y se incluyen desde el deseo de revancha, los instintos homicidas, la indignación moral, la excitación corporal, las peleas entre borrachos, las muecas faciales y otros gestos (Dixon 2020). Sin embargo, su semejanza con otros conceptos más usados en otro tiempo -como la cólera- la vuelven prácticamente intercambiable; por eso, entendida como una modificación del instinto (que los animales comparten con el hombre), es una reacción involuntaria y natural que conduce a la violencia, y a la manera de un fluido eléctrico que recorre el organismo, esta pasión inflama la sangre, excita los nervios, pone en juego todos los resortes de la máquina con la rapidez más horrible (Moscoso 2017). La polisemia de la ira, no obstante, encierra una paradoja, y es su origen común en el término griego thymos que alude al espíritu airado (del verbo thyo, elevarse o ahumar, que tiene la misma raíz latina que fumus) se le considera como humo que, alzándose desde las entrañas, ofusca la visión de las cosas (Bodei 2013, 15). De allí que algunas de las descripciones de la ira política que se han hecho en los últimos años se desprenda de lecturas del thymos en forma colectiva (Sloterdijk 2017b; Fukuyama 2019) y sean el sustrato teórico de visiones adversariales o agónicas de la política y la democracia (Arias-Maldonado 2017).

Tercero, la ira padece la suerte de los conceptos que devienen en lugares comunes (Arteta 2013) y es que, al darse por sentados, se convierten en significantes vacíos, es decir, dicen mucho y poco a la vez. Con los lugares comunes vienen los equívocos: lo que desde 2016 los medios de comunicación y comentaristas políticos han llamado ira fue nombrado de diversas formas en la historia de las emociones desde el siglo XIX (Dixon 2020), así como en la historia de la filosofía desde la Antigüedad grecolatina. Por eso, habría que preguntarse: ¿por qué los comentaristas creen que la gente está enojada y no más bien desesperada, decepcionada o simplemente disgustada? Incluso cuando la gente afirma que la ira es su principal motivación, raramente sabemos lo que significan esas palabras, y si piensan en sus emociones como motivos, explicaciones o justificaciones. Así, por ejemplo, explicar la protesta política en términos de ira se vuelve viciosamente circular si el término se usa para significar “la respuesta emocional que conduce a una protesta política” o “la emoción producida por las carencias materiales” (Dixon 2020, 5).

Así, ante el hecho de que la ira ha devenido en lugar común y no pocas veces significante vacío en el debate público, este trabajo busca conceptualizar la ira a partir de una lectura no exhaustiva desde tres ángulos: las emociones políticas, la historia de la filosofía y la teoría política. Se trata de esbozar un concepto que se utiliza mucho pero se define poco, y que demanda precisar de qué modo una pasión que ha sido ampliamente estudiada en su dimensión personal -como ha prevalecido en la filosofía o teología moral- puede aplicarse a escala grupal o colectiva.

En consideración de lo anterior, mi definición de trabajo es que la ira es una emoción1 derivada del thymos -término griego asociado a la vida, la fuerza, el deseo y a la fuente de todos los impulsos vitales que constituyen la pasión más vehemente- (Garrigasait 2020), caracterizada por ser explosiva, intensa y amarga, y puede predisponer a las personas a albergar o cometer acciones violentas (Sorial 2017, 123) en respuesta a una ofensa, un maltrato o una injusticia padecida (Clifford 2019) o una acción percibida como tal.

Este tercer aspecto, el de las consecuencias, es el que mayores desacuerdos suscita entre los estudiosos, porque algunos le atribuyen un carácter violento o cuando menos, una pulsión vengativa o resarcitoria (Bodei 2013), que ya Aristóteles (1990: II, 2, 1378b) había descrito como una experiencia: la esperanza de vengarse. Ahora bien, que se trate de una pulsión que no siempre está en acto, sino en potencia, corrobora su ambivalencia o indeterminación consecuencial. En todo caso, la desmesura entre causa y efecto es precisamente lo que justifica su fama de irracionalidad (Bodei 2013). Por lo anterior, entendida sucintamente, la ira tendría tres componentes: un hecho, llámese ofensa, maltrato o injusticia; una respuesta emotiva ante dicho hecho; y un deseo de retribución hacia los autores o responsables de la ofensa, el maltrato o la injusticia.

Una pasión antiquísima: los antecedentes histórico-filosóficos de la ira

Identificar los antecedentes histórico-filosóficos de la ira permite señalar que su trayectoria y conceptualización no es ajena a los contextos sociohistóricos, y que ha sido influida por estos (Rosenwein 2020a). Tanto filósofos como Aristóteles, Séneca, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Descartes, Spinoza, Kant, Rousseau, Tocqueville, James y Nietzsche, como artistas como El Bosco, Goya o da Vinci, y científicos como Darwin, para mencionar solo algunos, han aportado a su conceptualización.

Uno de los registros intelectuales más antiguos de la ira es la Ilíada de Homero (siglo VIII a.C). Un análisis terminológico permite identificar dos tipos: la ira-mênis y la ira-khólos. La primera podía retirarse, calcular y deprimirse, mientras que la segunda es acción y violencia: busca el contacto del cuerpo y la sangre, “se complace en mutilar cadáveres y matar inocentes, es una fuerza que se despliega por sí sola, sin razonamientos ni memoria” (Garrigasait 2020, 21). Este carácter explosivo y a veces violento es el que algunos autores clásicos y modernos tendrán en mente cuando proponen domesticarla o someterla a las facultades superiores de la razón bajo la consigna de que “la civilización es la administración de las emociones” (Wieviorka 2017, 199). De allí que, aunque Homero (2019) hizo del enardecimiento de un guerrero como Aquiles el tema central del poema épico más antiguo de la literatura europea, abundan las referencias que invitan a moderarla y a no dejarse consumir por su ardor: “conserva tu cólera contra los aqueos y abstente del combate”, le suplica Tetis a Aquiles.

Como se verá, la reflexión ética o moral sobre la ira ha estado dominada por cierta dialéctica existencial de ser o no ser: ¿natural o antinatural? ¿Racional o irracional? ¿Humana o animal? ¿Pacífica o violenta? ¿Controlable o indomable? ¿Esencial o instrumental? Para estas preguntas existen variedad de respuestas, lo que se podría explicar intuitivamente por el carácter insondable y contradictorio del ser humano, y por la multiplicidad de sus expresiones, usos y abusos (García Ruiz 2017; Botonaki 2024).

Según sugiere la terminología griega, en el tratamiento filosófico moral de la ira en la Antigüedad se pueden identificar dos grandes corrientes. Por un lado, la que la considera como una noble pasión de rebeldía contra las ofensas y las injusticias soportadas, así como por un deseo de castigar al causante de los ultrajes. Por otro lado, la que la representa desde una temida pérdida de autonomía y juicio, la pasión “más sombría y desenfrenada de todas” (Séneca 2020, 7), es decir, una forma de enajenación. Por tanto, la tradición se divide en dos grandes ramas: una que acepta la ira justa, pero condena la iracundia y otra que rechaza cualquier tipo de ira y exige abstenerse de ella (Bodei 2013).

Platón, Séneca y, siglos después, Kant son los artífices de esta última, vale decir, la corriente negacionista de la ira, esto es, aquella que desconoce su existencia como un hecho natural y propende por su erradicación. Mientras el primero considera que no es parte de la naturaleza humana, Séneca enciende todas las alarmas del juicio moral para advertir sobre ella y descalificarla como una “pasión violenta e indomable”, “delito del alma”, “precipicio del alma”, “pasión cruel y enemiga” (Séneca 2020, 16, 27, 86 y 137). Dos circunstancias, a su juicio, la excitan: creer que se recibió una injuria y que esta sea injusta. En cualquier caso, sea cual sea el hecho que la origina, esto es, una ofensa o injuria real o no, injusta o no, desmedida o no, siempre hay que resistir su explosión, pues siempre -sin excepción también- trae expresiones negativas: discordia, excesos, vileza, crueldad y violencia. Sus remedios, no obstante, son un compendio de realismo antropológico: examinarse a sí mismo, poner en duda lo que se cree, recordar frecuentemente el carácter ambivalente de la naturaleza humana (y de lo que podemos esperar de los demás), entre otros. De cara al objeto de este artículo, hay que advertir que, como es usual en el tratamiento de la ira en la mayor parte de la tradición occidental, en Séneca hay pocas alusiones a esta como fenómeno colectivo o grupal, salvo cuando argumenta que se puede transformar en amistad, como hizo el pueblo romano con aquellos que por mucho tiempo fueron sus enemigos más encarnizados (Séneca 2020, 80).

Ahora bien, esto no significa que los antiguos griegos y romanos desconocieran la dimensión colectiva de la ira. La comunidad política se concebía por analogía con el individuo, por lo cual, así como la razón tenía que dominar los impulsos más bajos, un gobierno aristocrático sometía a las multitudes enardecidas. En ambos casos, la claridad del orden se encontraba en el poder duradero de arriba, mientras que la confusión en los elementos imprevisibles de abajo. En consecuencia, ninguna insurrección pasional tenía derecho a hacer tambalearse el gobierno de la razón. La lucha contra las pasiones era la lucha de la razón contra el caos. En síntesis, ética vertical, política vertical (Garrigasait 2020).

Entre los artífices de la segunda corriente de la ira, a la que llamaré realista y que admite su existencia en la naturaleza humana, pero propende por su control y moderación, un lugar destacado en su abordaje moral lo constituye la influencia de la reflexión grecolatina en el cristianismo y el budismo: ambas tuvieron especial cautela con esta por su tendencia vindicativa tanto cognitiva como conductual (Silva 2021, 1117). Su principal representante filosófico es Aristóteles.

Para él, y siglos después, para Spinoza y Descartes, la ira debe moderarse y encauzarse. En la Retórica, la define como un deseo de venganza manifiesto que tiene origen en un menosprecio injustificado. Es un anhelo de venganza relacionado con el sentimiento de desprecio, humillación o ultraje. El cuerpo experimenta un desajuste entre las injurias recibidas y la idea que nos hacemos de nosotros mismos, haciendo converger así el dolor de la afrenta recibida y el placer de la venganza imaginada. Las heridas del amor propio o de la vanidad encuentran cierto consuelo en el acto proyectado de reparación (Moscoso 2017). Aunque el Estagirita ponderaba su valor, al mismo tiempo alertaba sobre su carácter ambivalente y la describía como necesaria, pues en nada se triunfa sin ella, si no llena el alma y si no calienta al corazón, pero advertía que no debía servirnos “como jefe sino como soldado”, y consideraba que “entre la indolencia y la iracundia desaforada tenía que haber un término medio, una ira buena que se enfurece por los motivos correctos, contra las personas que se lo merecen, de la manera adecuada y en el momento necesario” (Garrigasait 2020, 35-36).

Esta perspectiva dual o ambivalente de la ira se mantendrá en la tradición filosófica moderna, enmarcada sistemáticamente en la filosofía de las pasiones hasta el siglo XVIII. Allí también pueden distinguirse dos posturas. La primera es formulada por Descartes, para quien todas las pasiones son buenas, y una tesis desarrollada por Spinoza en el sentido de que no podemos prescindir de sentirlas, y que su cancelación constituiría un esfuerzo no solo inútil, sino también perjudicial. La segunda posición es representada por Kant, para quien las pasiones son el cáncer de la razón, un tumor a extirpar sin vacilación. El planteamiento de Spinoza, quien la enlistaba dentro de las pasiones tristes, y de la Ilustración, consiste en transformar, educar y canalizar las pasiones malignas (Bodei 2013). En esa línea, se matizaría la vertiente negacionista de la ira y, a su vez, el liberalismo la concebirá como un sentimiento indeseable, pues es el preludio de conductas irracionales cuando no de espirales de violencia. De allí que, bajo el influjo de los conceptos centrales de la modernidad como Estado, ley y orden, una parte significativa de la tradición política moderna llevó a cabo el proyecto de domesticar la ira y el thymos (Sloterdijk 2017a). De hecho, las categorías weberianas de desencantamiento y racionalización significan, precisamente, el intento de neutralizar el mundo oscuro de las emociones (Innerarity 2015, 129). Todo ello explica que la filosofía política liberal dominante haya dicho muy poco sobre este tema (Nussbaum 2016).

Aunque la modernidad mantendrá el examen ético-moral individual de la pasión explosiva, un punto de inflexión vendrá con la Revolución Francesa, pues se inaugura la época de la democratización de la ira (Bodei 2013, 110), y con ello su mirada benevolente como pasión igualadora e impulsora de cambios sociales. El terreno estaba servido para este giro, pues

las pasiones que los ilustrados denominaron “ficticias”, las que atañen a los deseos antes que a las necesidades, las que actúan en el espacio dramático de las grandes ciudades, la historia de las emociones políticas se confunde con la historia universal del menosprecio. La ambición, la envidia, la cólera, el resentimiento y la desesperanza se expresan como formas de reparación de una injusticia que no puede tolerarse, menos aún en el contexto de la revolución democrática y de la promesa igualitaria. (Moscoso 2017, 285-286)

Desde esta matriz histórica, una perspectiva progresista e igualitaria concebirá la ira como una emoción esencialmente altruista, detonada por sentimientos de injusticia y exclusión que tiene el efecto de presionar a las élites indolentes y a los ciudadanos indiferentes, moviéndolos a apoyar reformas o revueltas. Aquí está el germen de la politización, latencia y legitimación, las tres características de la ira política contemporánea.

Ahora bien, la democratización de la ira no habría sido responsable únicamente de un deseo de justicia social generalizado. También de sus excesos y derivas violentas, aunque para evitar el presentismo no hay que olvidar que su carácter retributivo o su deseo de infligir dolor en el destinatario es una dimensión que desde las elaboraciones más antiguas nunca se ha ocultado. Así, al incluir la cólera o la ira como la primera de las pasiones contrariadas, Javier Moscoso llegó a una conclusión que contradice el dictum aristotélico, pues

por más que la filosofía médica intentara explicar el clima de violencia extrema que había acompañado a la Revolución, la mayor parte de los estudiosos, así como los médicos de los asilos, no encontraron nada que pudiera considerarse apropiado en una conducta colérica. Sugerir un término medio en el deseo de venganza resultaría tan absurdo como suicidarse un poco o asesinar en parte. (Moscoso 2017, 165-166)

Al mismo tiempo, en su estudio de las emociones del periodo posrevolucionario, el mismo autor ha mostrado que estos abrumadores contrastes entre realidad y expectativa están en el origen de las patologías mentales tratadas clínicamente en Francia durante los siglos XVIII y XIX, que desataban una miríada de acciones violentas. Para el médico Boscher, ninguna otra pasión a lo largo de la historia podía considerarse responsable de un mayor número de crímenes, y la mayoría de los homicidios de París provenían de su intervención (Moscoso 2017, 170).

Como se verá más adelante, los fenómenos políticos contemporáneos marcan el triunfo histórico de la vertiente realista sobre la negacionista.

Una pasión sentida: la ira como emoción política

A comienzos del siglo XXI, por la misma época que en las ciencias sociales se da el giro afectivo (Arias-Maldonado 2017; Velasco Arias y Gómez Ramos 2024, 9-13) -mediante el cual la explicación de los fenómenos políticos y sociales hace énfasis en los aspectos emocionales-, un metaestudio (Marcus 2000) advertía que había ocurrido un cambio general en la presunción de perturbación y distorsión comunes en la ciencia política a una visión más funcional y menos sesgada normativamente de las emociones, un proceso de politización o despsicologización. Marcus (2000)identificaba también dos aproximaciones comunes en el estudio de las emociones políticas: como faceta de la personalidad que explica ciertas acciones y decisiones individuales, especialmente en líderes políticos, y como forma de reacción de las personas ante circunstancias externas. En ambas aproximaciones, las emociones son factores que alteran un determinado curso de razonamiento o de acción, es decir, son vistas como un factor explicativo, aunque atípico o sorpresivo.

Podría parecer tautológico estudiar la ira desde el punto de vista de las emociones políticas. Por lo tanto, se impone una breve justificación de este itinerario. Al hacer un recorrido por la historia de la filosofía, Remo Bodei advierte que al margen de alguna rara excepción y a diferencia de la Antigüedad, en la Edad Moderna la ira parece haberse convertido en algo menos interesante desde el punto de vista de la reflexión filosófica. Su análisis ha pasado a constituirse en objeto de otras disciplinas como la psicología, el psicoanálisis, la psiquiatría, la sociología, la teología, la medicina o los estudios de género (Bodei 2013). No cabe duda de que a esta lista podría añadirse la historia de las emociones como un enfoque disciplinar que ha adquirido relevancia en las últimas décadas (Rosenwein 2020b; Dixon 2020, 2023), y dentro de la cual la pasión explosiva ha sido uno de los primeros tópicos en ser estudiados (Dixon 2023, 82).

Además de la relevancia disciplinar, también podríamos detenernos en su originalidad. Abordar la ira desde la historia de las emociones nos previene de caer en su esencialización o reificación, esto es, asumir que siempre se presenta de la misma manera, porque el historiador de las emociones no solo describe las modulaciones culturales de los afectos y las pasiones, sino que da cuenta de su influencia en los cambios sociopolíticos (Moscoso 2017). También, la historia de las emociones ratifica una de las principales conclusiones de su tratamiento filosófico: la ambivalencia, ya no solo de su naturaleza antropológica, sino de su uso político y social. Así, por ejemplo, Martha Nussbaum (2016) extrapola dos dimensiones: una profiláctica, pues defiende a una nación del resentimiento, la ira, la venganza o el asco; y una propedéutica, que promueve en los ciudadanos afectos positivos para sostener los valores políticos liberales. Por su parte, Alicia García Ruiz (2017) identifica unas políticas de la ira orientadas a su instrumentalización y rentabilización y unas políticas contra la ira tendientes a escuchar sus razones.

En la misma línea, Silva (2021) desafía la visión tradicional u ortodoxa de la ira, específicamente la característica retributiva. Para ello, cita varios estudios grupales en los cuales las personas encuestadas contienen deliberadamente sus impulsos retributivos y se inclinan por soluciones pacíficas y conciliatorias para gestionar o resolver conflictos sociales, políticos o educativos. Así, valiéndose de una importante evidencia empírica, la filósofa sugiere que, contrario a lo que las expectativas de soluciones retributivas indican, los individuos pueden reaccionar con empatía y no con miedo ante su ira. De este modo, la suposición de que la ira implica deseos de retribución es desafiada cuando el ofendido no busca retribución o infligir dolor en quien actuó mal o injustamente, sino que comprende, reconoce o se disculpa con el agresor por la injusticia que sus acciones causaron. Esto es justamente lo que postula la teoría recalibracional, según la cual la ira tiene la función de negociar un mejor trato, de modo que, cuando funciona, recalibra el objetivo de modo que se preocupe más del bienestar del sujeto que la ha expresado (Sell y Lopez 2020). Estas visiones se enmarcan en una perspectiva pluralista, pues revela que existen varios deseos que entran en juego cuando se suscita: el deseo de reconocimiento o la rectificación y no solo la retribución, haciéndole justicia a esta como fenómeno emocional y dándole un lugar a los elementos contextuales que pueden moderarla y encauzarla (Silva 2021).

La historia de las emociones también es relevante porque permite acceder a formas alternativas de nombrar y enmarcar los sentimientos humanos y nos libera de las categorías sicológicas y siquiátricas predominantes (Dixon 2020). Dicho de otro modo, la emocionología ha contribuido a profundizar el enfoque pluralista y multicolor de la ira (Dixon 2023). De allí que, quizás, la queja del filósofo Bodei tenga precisamente este reverso, de que la filosofía y la teología, entendidas ambas desde sus divisiones morales, han perdido la hegemonía sobre el estudio de la pasión explosiva. Pero, al mismo tiempo, varios autores advierten que una excesiva psicologización nos inhibe de captar la riqueza de su expresividad.

Así, mirar la ira en acción como una emoción obedece a la necesidad de trascender su disección filosófica y contemplarla en el terreno, pues la historia de las emociones trata los estados emocionales no como unidades evidentes y estáticas, sino como conjuntos hechos de formas intrincadas de palabras, categorías, narrativas, metáforas, imágenes, creencias morales, actitudes religiosas, representaciones visuales, respuestas corporales, conductas, representaciones públicas, experiencias subjetivas, sentimientos y testimonios, cada uno de ellos con una historia (Dixon 2020). En este sentido, el abordaje de las emociones políticas permite liberar su enfoque como una derivación de un ejercicio cognitivo o racional, un sesgo presente en los enfoques filosóficos y teológicos, y subrayar que se trata de una operación mental independiente, un aspecto que ha destacado la neurociencia (Marcus 2000). Algunas representaciones de la ira en el arte, el cine (Docter 2015; Phillips 2019; Mann 2024) y la literatura (Bizzio 2020) tendrían un encuadre más propicio en la historia de las emociones o en la historia cultural que en los enfoques disciplinarios canónicos.

Ahora bien, una posible consecuencia de lo anterior es que lo que se gana en expresividad o diversidad se pierde en precisión conceptual. Así, por ejemplo, el estudio de la ira en el marco de las emociones tiene como principal desafío distinguirla de sus hermanos thimóticos, como el orgullo, la necesidad de autoafirmación, la indignación y el resentimiento (Sloterdijk 2017b, 272). En efecto, en los análisis contemporáneos se suele confundir con este último, por eso, valga la pena advertir que este es “una ira que no ha encontrado salida y que, acumulándose y a veces mezclándose con la envidia, fermenta y gusta de esconderse” (Bodei 2013, 14). Las señales distintivas pueden ser sutiles para reconocerlo, toda vez que, a diferencia de la ira o la cólera, “el resentimiento no está acompañado de signos visibles” (Moscoso 2017, 176). Esta multiplicidad de expresiones de la ira ha llevado a algunos estudiosos a subrayar su pluralidad terminológica -hablar de iras- como un correctivo de la idea de que se trata de una emoción transhistórica o esencializada, un enfoque respaldado por los estudios históricos lingüísticos (Dixon 2020) y por la variedad de representaciones artísticas que han acompañado su reflexión teórica (Dixon 2023).

Una pasión pensada: la ira como categoría de análisis político

Aunque parece incontestable la relevancia de la ira como clave interpretativa de la política contemporánea y su deriva como lugar común, no parece clara su naturaleza como categoría política ni sus alcances. Dicho de otro modo, ¿es novedosa la frecuente alusión a la ira como componente de análisis político? Y si es así, ¿en qué sentido lo es? En efecto, mientras para algunos vivimos en la edad de la ira (Mishra 2017), para otros la evidencia disponible no sugiere esto, si por ello se entiende que la gente vive más enojada de lo que solía estarlo. Sin embargo, sí vivimos en la edad de la ira en el sentido en que el discurso político, los medios de comunicación y las redes sociales parecen fascinados y preocupados con ella (Dixon 2020). Para evitar su reificación o esencialización, más que defender o argumentar en contra de esta en sí misma o de su utilidad Myisha Cherry (2021) sugiere tomar las especies de la ira seriamente y examinar las posibilidades de cada tipo, que no es otra cosa que ponerla en diálogo con fenómenos políticos específicos. Esto es lo que haré en este apartado, a fin de identificar qué ha cambiado al tomarla como categoría analítica de fenómenos políticos contemporáneos.

Propondré que los intérpretes contemporáneos de la irrupción de la ira en el espacio público coinciden en tres aspectos. El primero, en politizarla o despsicologizarla al tomarla como impulso emocional de procesos políticos como protestas, revueltas, elecciones, formas de participación y movilización ciudadana (Gunturiz et al. 2023), es decir, como articuladora de lo que, siguiendo a Barbara H. Rosenwein (2006), llamo comunidades iracundas. Visto históricamente, en la medida que la ira se ha colectivizado, ha dejado de ser menos una respuesta emocional personal a una ofensa y más a un agravio grupal o social con la pretensión de que tenga alcance político. De hecho, teniendo en cuenta la apatía que muchas personas sienten acerca de la participación política, algunos arguyen que los sentimientos de ira deben ser alentados si motivan a las personas a actuar de la manera correcta para aliviar injusticias (Sorial 2017). Dicho de otro modo, unas “gotas de ira” no irían mal a las desgastadas democracias actuales (García Ruiz 2017, 68).

En este marco, la ira oscilaría entre la politización y la despolitización, así como entre la politización y la psicologización (Quintana 2021). El estudio del liderazgo pacifista de Martin Luther King Jr., Nelson Mandela o Mahatma Gandhi (Nussbaum 2014), de movimientos sociales, del feminismo -especialmente el #MeToo-, de las protestas sociales (Garzón Vallejo 2023; Dubet 2020) y de diversos movimientos antirraciales contemporáneos son expresiones de una ira politizada y movilizada con ánimo transformador. En todos ellos, y en la discusión normativa contemporánea, las formas de ira política convergen en rechazar diversas formas de opresión (Cherry 2021), esto es, o bien son un modo de resistencia ante la opresión, o bien son una forma de movilización por la justicia, la dignidad y el reconocimiento articuladas sobre la ira como respuesta emocional no ideal ante una sociedad no ideal (Dixon 2023). No obstante, a pesar de su emergencia reciente y de sus usos performativos y simbólicos, no estamos ante un enfoque inédito: ya en el siglo XVII Spinoza reconocía en la indignatio una respuesta política suscitada por el abuso de poder, puesto que cuando el soberano viola el interés común provoca indignación en los ciudadanos (Di Cesare 2021), y hace sesenta años la lucha por los derechos de los afroamericanos -en la que sobresale el activismo de Malcolm X- fueron estudiadas con estas categorías (Dixon 2023).

Al mismo tiempo, sobre la ira opera un vector de psicologización de los problemas sociales correlativo a su despolitización cuando

los antagonismos sociales se entienden como conflictos internos de las personas, el cansancio por la precarización laboral como falta de motivación personal, la inmovilidad social como ausencia de emprendimiento y resiliencia, la frustración por la carencia de oportunidades como incapacidad afectiva, el trauma por violencias sistemáticas como algo que requiere de un tratamiento terapéutico; la condición de marginalidad como una anomalía progresivamente subsanable con programas de reinserción social. (Quintana 2021, 27)

Como se ve, una visión terapéutica de la ira está en las antípodas de una lectura política de la misma, pues mientras propende por domesticarla, esta, por el contrario, la alienta.

El segundo aspecto en que coinciden los intérpretes es en advertir el carácter latente de la ira en las sociedades contemporáneas, esto es, en concebirla como una emoción común o menos excepcional, “una forma exasperada de indignación que nunca se había desvanecido” (Di Cesare 2021, 65) y que atraviesa a la ciudad democrática, que debe aceptar su potencia, honrarla con rituales y confiar en que cuando se despierte vendrá a protegernos y no a destruirnos (Garrigasait 2020). Dicho de otro modo, en el plano social, el dilema existencial sobre la naturaleza de la ira parece resuelto al categorizarla como una pulsión latente, expresión indomable de un thymos colectivo fuertemente tensionado. Las consecuencias de ello, amén de su ambivalencia, son también disímiles: se ha analizado que enmarcar las discusiones contemporáneas en el terreno emocional conlleva a su moralización y a la polarización de la opinión pública (Clifford 2019).

La latencia iracunda revela una dimensión rizomática en la cual pulula una forma de crítica y denuncia solitaria, inmediata y digital de la patronal, los políticos, las élites, el jefe, el vecino, el fascista, el izquierdista, el inmigrante, el alcalde, el profesor, el médico de cada quien y del otro internauta que no los ha denunciado. En este universo iracundo digital los ciudadanos escapan de las coacciones de la interacción personal, pues en la web todo puede decirse sin autocensura o sin civilidad (Dubet 2020).

En este sentido, el análisis de Peter Sloterdijk (2017b) ha sido tan sobresaliente como anticipatorio. Poco después de los estallidos en la banlieue francesa de 2005, el filósofo alemán publicó un ensayo en el que leía lo ocurrido como signo de este tiempo, y bajo la categoría de “bancos de ira” interpretaba varios procesos de despliegue del thymos en las sociedades modernas y su reconfiguración tras el fin del espacio procesual cristiano socialista-comunista en 19892. Asimismo, desde una lectura longitudinal, Sloterdijk traza tres formas para gestionar la ira: como venganza -forma proyectual de la ira-, como revolución -forma bancaria- y como religión -forma metafísica de la revancha-. Estas tres expresiones, mecanismos históricos de acumulación y gestión de la pasión explosiva, coinciden en el propósito de ponerle razón a un corazón partido, administran la ruptura pasional con la unidad política y la orientan políticamente (Giraldo Ramírez 2021).

Sin embargo, como consecuencia del desplome de los bancos de ira religiosos, metafísicos y políticos en el marco de una situación globalizada, “ya no es posible ninguna política de la equiparación del sufrimiento al por mayor que se construya sobre las reservas de injusticias pasadas y que se presenten codificadas como redentoras del mundo, como social-mesiánicas o democrático-mesiánicas” (Sloterdijk 2017b, 273). Como se puede intuir, no se trata de un problema exclusivamente político o metapolítico: las formas cambiantes del capitalismo especulativo a escala global han traído consigo reatos emocionales de quienes no son hiperretribuidos y se consideran perdedores del juego económico planetario. De allí que las protestas y revueltas contemporáneas no sean una respuesta casual o episódica, luego sería un error considerarlas simplemente explosiones de ira o reacciones torpes ante la asfixia inminente. Las escenas que se han repetido en calles y plazas, advierte la socióloga Donatella Di Cesare, son una respuesta directa a la acción de la policía, una forma de recuperar la calle, de devolver la presencia a los excluidos, de defender los derechos de los indeseables (Di Cesare 2021). No obstante, la historiadora de las emociones Barbara H. Rosenwein cuestiona lo que llama el modelo hidráulico de estas, que entiende como grandes líquidos contenidos dentro de cada persona que van basculando y espumando, ansiosos por salir, y cuya difusión como narrativa dominante atribuye a Norbert Elias, Max Weber y Michel Foucault. Se trata de una figura derivada de la noción de los humores de la medicina medieval y de las teorías de la energía puestas al día por Darwin y Freud, según la cual las emociones son universales y su expresión se prende o se apaga (Rosenwein 2002, 2006).

Ahora bien, ¿por qué es relevante señalar el carácter latente de la ira en las sociedades contemporáneas? Porque ello marcaría el triunfo de la versión realista sobre la negacionista, lo cual lleva a reformular la pulsión del Estado y la sociedad modernos por contener, domesticar o anular la ira. Así las cosas, en el tratamiento de la ira no solo la política habría eclipsado a la psicología, sino también a la filosofía y a la teología morales, y ello explicaría por qué, hoy en día, la ira política se incentiva o, en una palabra, se legitima su aparición.

En este orden de ideas, la tercera característica analítica consiste en la legitimación moral de las expresiones disruptivas o violentas de la ira política, concebidas como formas subalternas de lucha contra las injusticias3. Es decir, la ira se legitima porque los sentimientos y emociones afines que la suscitan -indignación, desafección, malestar o resentimiento- son expresiones transversales al pueblo, un sujeto al que nadie osaría hoy exigirle templanza, autocontrol o educación de sus pasiones ni remotamente similar a la que los filósofos y teólogos morales demandaban del individuo en la Antigüedad y en la Ilustración4. Dicho de modo positivo, la ira de las multitudes que ocupan las plazas a lo largo y ancho del globo puede ser interpretada como una señal de que, frente a la corrupción de algunas instituciones fundamentales, la sociedad todavía se reconoce a sí misma como tal (Botonaki 2024).

Las entrevistas a algunos de los manifestantes de las convenciones republicana y demócrata de 2016, el año de la ira, mostraron que, cuando los ciudadanos sienten que su rabia contra los representantes del establecimiento político expresa al mismo tiempo la furia de sus conciudadanos, es más legítima y se traduce en actitudes populistas (Gaffney et al. 2018). Esta legitimación, que con frecuencia se desliza en el debate público hacia la romantización, ayuda a explicar que en las discusiones contemporáneas sobre la ira en la política y en la sicología el término “venganza” raramente sea mencionado (Dixon 2020, 15) y que la ira se acompañe de adjetivos como “digna” o “justa”.

A la romantización de la ira puede sobrevenir la legitimación de la violencia colectiva, leída como estallidos de ira: “las revueltas que vemos en las calles de medio mundo, los días de ira del presente con fuego y violencia, hacen descender a la tierra el furor con el que el Dios de Moisés se alzaba contra los opresores. Quemar contenedores es imitar a Dios -con instrumentos de la impotencia humana” (Garrigasait 2020, 48-49). También conduce a lecturas ambiguas o legitimadoras de actos transgresores o disruptivos traducidos en formas de resentimiento, deseos de venganza y formas de odio hacia quienes merecen dicha retaliación, en el marco de una reflexividad crítica colectiva en forma de lucha igualitaria contra los daños sociales recibidos (Quintana 2021, 302-303).

Por lo tanto, la legitimación de expresiones disruptivas de la ira política no está exenta de matices o advertencias. La rabia acumulada, aclara Quintana (2021), no tiene que ser destructiva, disociadora o desvinculante, puesto que pueden surgir maneras de cooperación y colaboración que transfiguran los cuerpos y hacen que puedan alterar los espacios que habitan. En esta perspectiva, la rabia política es vista como un impulso emocional para cambiar condiciones de injusticia y no como una pulsión que hay que contener o superar, pues se atribuye a un problema emocional o psicológico o a la violencia irracional de un grupo poblacional que no se sabe comportar. Esta lectura se aleja de concebir la pasión explosiva como un impulso adusto o descontrolado -aunque no “enmascara su vínculo indisoluble con manifestaciones y efectos de violencia”- y, por el contrario, la reivindica cercana a la risa, al gesto paródico y a una indocilidad resistente (Quintana 2021, 309).

Ahora bien, la romantización de la ira es susceptible de una crítica ética o moral por su deriva en formas justificadoras de la violencia física o simbólica. Más aún si sus defensores intelectuales argumentan que algunos medios transgresores son necesarios para alcanzar fines loables, o que la historia de la lucha contra la opresión está llena de héroes trágicos, de líderes moralmente ambivalentes o de

enardecimientos transformadores que se convierten en orgullo e indignación, que construyen otras posibilidades sin quedarse en el afán de mera destrucción, o en la reiteración de lo mismo de ciertas manifestaciones del resentimiento. Hay formas de rabia que intensifican la desigualdad, y otras que la combaten desde prácticas afirmativas plurales. (Quintana 2021, 27)

Igualmente problemático es el eclipse de la ambivalencia moral de la ira, esto es, soslayar la paradoja que encierra y que históricamente ha sido subrayada con insistencia de que es una pasión violenta y destructora a veces, así como puede ser una pasión inofensiva o saludable otras tantas. Dicho de otro modo, la legitimación de los efectos transgresores o violentos de la ira desconoce que sus consecuencias no son unidireccionales ni totalmente controlables. En este sentido, parafraseando a Dubet (2020), es oportuno advertir que no hay que analizar una pasión como la ira aisladamente o al margen de sus circunstancias o consecuencias, sino interrogarse sobre sus relaciones con la acción, saber si se transforma en programas, plataformas y estrategias capaces de actuar sobre los problemas que la suscitaron. En caso contrario, se convierte en una ira sin objeto, en una postura o una energía que se agota sin influir sobre las causas que la suscitaron.

Por lo tanto, destacar la ambivalencia consecuencial de la ira es saludable por un equilibrio entre las causas que la motivan y los efectos que produce, y así evitar que los medios empañen la dignidad de los fines, pues si bien sentir ira puede estar moralmente justificado, las respuestas derivadas de la misma pueden ser abiertamente inmorales, ilegales, inconvenientes o contraproducentes como han advertido varios teóricos políticos que desde el espinoso terreno de la ira violenta señalan sus límites (Flanigan 2023a, 2023b; Pasternak 2019; Sell y Lopez, 2020). Y, en cualquier caso, dado que la ira es un afecto reactivo ante una injusticia percibida o sufrida, hay que estar alerta en cuanto a que esta percepción pueda ser errada, ya sea con respecto a la persona a la que se dirige el deseo de retaliación o con respecto a lo que sucedió y pueda desencadenar una reacción equivocada también (Sorial 2017).

Por su parte, la romantización de la ira tiene su contraparte no solo en su intento de domesticación sino sobre todo en su demonización, a las cuales no me referiré acá, pero sí a los matices a las lecturas más voluntaristas y a la intolerancia hacia las consecuencias de la ira amparadas por la experiencia fenoménica, conductual y experiencial de la misma (Silva 2021). A este respecto, “así como la ira contra las desigualdades y las injusticias no es la expresión de una envidia, tampoco es necesariamente un combate por la justicia. No todas las iras, no todas las indignaciones y no todos los populismos derivan del régimen de desigualdades múltiples” (Dubet 2020, 107). Otros intentos de moderación no objetan sus causas fácticas o su relación entre medios y fines, sino sus consecuencias. Sarah Sorial (2017) ha mostrado cómo el discurso de algunos líderes políticos como el presidente francés François Hollande o el primer ministro australiano Malcolm Turnbull tras los atentados terroristas del Estado Islámico durante el 2015 en París, o el de la primera ministra australiana Julia Gillard, cuando denunció el acoso y el sexismo del líder opositor Tony Abbott, pueden ser contraproducentes, porque excitan pasiones iracundas y derivan en actos de violencia contra inocentes, estigmatización o deseo de castigo de grupos o poblaciones enteras5.

Ciertamente, el recurso de incitar la ira para obtener créditos políticos no es, por supuesto, un fenómeno inédito. Javier Moscoso ha mostrado cómo en la época de la Revolución Francesa, tanto los partidarios de la República como las facciones realistas o liberales instrumentalizaron la indignación, fusionando su carácter pasional o sentimental con el recurso retórico, haciendo de la misma una “cólera calculada” y una “impaciencia legítima”, de modo que “la indignación pasaba a ser una forma de exaltación performativa que contenía en su propia expresividad la naturaleza misma de la denuncia” (Moscoso 2017, 112). En este juego retórico desnudado de todo resto de envidia o amor propio, “la indignación pasó a ser un sentimiento noble y elevado que emanaba del amor a la justicia” (Moscoso 2017, 113). Así las cosas, ante la romantización de la iracundia resulta oportuno recordar la advertencia de la sabiduría popular: “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”.

Conclusión

Conceptualizar la ira política permite identificar tres giros contemporáneos. Primero, hacia una concepción innata o realista de la misma, con lo cual la corriente “negacionista” que caracterizó buena parte de las perspectivas morales filosóficas y teológicas antiguas e ilustradas rezuma anacronismo. Segundo, la dimensión colectiva y política se ha impuesto sobre una lectura personal ética o religiosa. Y tercero, hacia su legitimación ética o moral por sí misma, y son sus efectos o consecuencias los que mayor crítica o discusión suscitan.

Ahora bien, volviendo a la pregunta inicial que suscitó este artículo, para que la ira política no devenga en tópico o significante vacío como ha sucedido desde 2016 en el debate público, su conceptualización como emoción debe poder explicar, ser política y sugerir comparaciones (Moscoso 2015). En este sentido, la ira política explica el componente emocional de incontables fenómenos políticos recientes al identificar su motivación pasional o su respuesta justiciera e igualitaria. Es política o se ha politizado y despsicologizado, puesto que se le reconoce un carácter latente en las sociedades democráticas a través de las múltiples expresiones del thymos que se rebela ante múltiples injusticias. Y finalmente, sugiere comparaciones (históricas, geográficas, nacionales y con emociones afines como el odio y el resentimiento), pues sus usos, abusos, expresiones y representaciones están condicionadas por los contextos, los actores y las causas donde la ira se experimenta como una pasión potencialmente explosiva.

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* Este artículo es resultado del proyecto Fondecyt Regular 1240658, financiado por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID). Agradezco a los pares evaluadores por sus observaciones.

1Barbara H. Rosenwein (2006) hace notar que lo que hoy se ampara bajo el paraguas de las emociones fue designado hasta el siglo XVIII como pasiones, afectos y sentimientos.

2Otra lectura sobre lo ocurrido en 2005 en las banlieues en clave de emociones políticas latentes puede leerse en Balibar (2007).

3Hay que notar cierta ironía pendular en que algunas corrientes feministas contemporáneas legitimen expresiones disruptivas o violentas de la ira, cuando en el pasado ciertas reacciones agresivas o violentas de los hombres (causadas por los celos, por ejemplo), se consideraron “comprensibles aunque muy lamentables” (Dixon 2023, 95).

4Dixon (2023) encuentra en el juicio moral de la ira la mayor diferencia entre la Antigüedad y la Modernidad, pues mientras en la Antigüedad esta se consideraba mala o pecaminosa, en la Modernidad se concibe simplemente como algo físico y explosivo pero desprovisto de una valoración intrínseca.

5Una advertencia similar hizo el presidente de Estados Unidos Joe Biden en su visita a Israel tras la guerra desatada por el ataque terrorista de Hamás en territorio israelí el 7 de octubre de 2023: “I understand and many Americans understand. You can’t look at what has happened here to your mothers, your fathers, your grandparents, sons, daughters, children, even babies and not scream out for justice. Justice must be done. But I caution this —while you feel that rage, don’t be consumed by it. After 9/11, we were enraged in the United States. While we sought justice and got justice, we also made mistakes” (Baker 2023).

Cómo citar: Garzón Vallejo, Iván. 2024. “La pasión explosiva: una conceptualización de la ira política”. Revista de Estudios Sociales 90: 85-100. https://doi.org/10.7440/res90.2024.06

Recibido: 17 de Mayo de 2024; Aprobado: 16 de Julio de 2024

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