Introducción
La recurrencia de olas de protesta y estallidos sociales no es un fenómeno nuevo en América Latina. No obstante, su impacto y frecuencia crecientes en la política nacional en los últimos años han generado un interés renovado tanto en el debate público como en las ciencias sociales (Sazo, 2023; Ilizarbe, 2023; 2022; Guzmán-Concha, 2023; Somma, et al., 2021; Gantner et al., 2022). Se ha dedicado una considerable atención a investigar las causas y dinámicas internas de estas manifestaciones, incluyendo aspectos como sus demandas, composición social, organización, el papel de las redes sociales y los repertorios de protesta. Sin embargo, es necesario profundizar nuestra comprensión sobre las estrategias adoptadas por los actores movilizados en relación con las instituciones políticas, así como las consecuencias de estas estrategias para el logro de sus objetivos y el avance democrático en los países donde se movilizan.
Una dimensión crucial en este contexto es la relación entre los movimientos sociales y los partidos políticos. En algunos casos, los actores movilizados establecen vínculos estrechos con determinados partidos, respaldándolos o integrándose a coaliciones electorales, mientras que en otros manifiestan no sentirse representados con los partidos existentes. Igualmente, hemos observado la emergencia de organizaciones partidarias fundadas por activistas, con resultados diversos en términos de éxito electoral (Anria, 2013; 2016; 2018; Rossi, 2017; Rich, 2019). Sin embargo, la relación entre los movimientos sociales y los partidos políticos no es unidireccional. Los partidos políticos también pueden influir en la orientación y estrategias de los movimientos sociales, ya sea a través de su apoyo financiero, o su capacidad para cooptar el liderazgo de los movimientos. Este fenómeno plantea importantes desafíos para la autonomía de los movimientos sociales, así como para su capacidad para mantenerse fieles a sus principios y objetivos originales.
Asimismo, los movimientos sociales también han buscado identificar formas de influir en el sistema político más allá de la vinculación con los partidos políticos. Algunos han optado por concentrarse en la construcción de alianzas con el sistema judicial (e.g., Sieder et al., 2005) o con agencias estatales específicas (e.g., Abers & Keck, 2013; Rich, 2019; Abers, 2021), buscando influir en la implementación de políticas públicas o en la rendición de cuentas de los funcionarios gubernamentales (Donoso et al., 2023). Otros han apostado por la participación en instituciones de democracia participativa, como consejos municipales o asambleas ciudadanas, como una forma de ampliar el espacio de acción política más allá de los canales tradicionales (Pogrebinschi, 2023).
En los últimos años, no obstante, se ha profundizado la desconfianza de la efectividad de varias de las instituciones anteriormente nombradas por parte de un creciente sector de activistas. Sin lugar a dudas, esto ha sido un antecedente importante de los recientes estallidos sociales en varios países de la región. Entre estos, destacan casos como Chile, Colombia y Perú, donde existe una marcada distancia entre los actores movilizados y los partidos políticos (Parra Coray, 2021; Parra & Guevara, 2018; Meléndez, 2012; Coronel, 2022b). Al analizar los estallidos sociales que han ocurrido en estos países, una diferencia notoria radica en sus respectivas formas de canalización institucional y el impacto político resultante. En Chile, las masivas protestas de octubre de 2019 desencadenaron un proceso constitucional que, tras más de dos años de esfuerzos y dos plebiscitos, no logró aprobar un nuevo texto constitucional (Palanza & Sotomayor Valarezo, 2024). En Colombia, el ciclo de masivas protestas entre 2019 y 2021 fueron clave para la llegada al poder de una coalición de izquierda por primera vez en el país. No obstante, el nuevo Gobierno ha tenido muchas
dificultades para implementar sus promesas y mantener el apoyo de los movimientos sociales en su coalición (Botero et al. 2023). Mientras que, en Perú, el breve estallido de 2020 logró sacar a un presidente impopular, pero no pudo canalizar ninguna de las reformas políticas presentes en las demandas (Ilizarbe, 2021; Coronel, 2020). Más aún, el segundo estallido social en Perú durante 2022-2023 no produjo ningún cambio en un contexto de creciente autocratización (Ilizarbe 2023; Coronel 2024). Así, la diversidad de resultados y la complejidad de los estallidos sociales en América Latina exigen comprender cómo las estrategias de los movimientos sociales se moldean no solo por sus propias dinámicas internas, sino también por el contexto político, social y económico más amplio en el que operan.
Ante esta diversidad de respuestas y sus implicaciones para la democracia en América Latina, este dossier temático tiene como objetivo sistematizar y avanzar nuestro conocimiento sobre las dinámicas y la relación con la institucionalidad política involucradas en las olas de protesta y estallidos sociales recientes. Comenzamos contrastando las olas de protesta y estallidos del ciclo 2013-2023 con el que le precedió y que apuntaló al denominado giro a la izquierda de los años 2000 (Weyland et al., 2010; Levitsky & Roberts, 2011). Iniciamos este ciclo en el 2013 porque en ese año, en Brasil, se dio la primera ola de protesta, que luego se resistiría a ser canalizado institucionalmente (Alonso & Mische, 2017) (a diferencia de, por ejemplo, las protestas en Chile del año 2011). Las protestas y estallidos sociales de este ciclo se relacionan estrechamente con las decepciones derivadas de las promesas incumplidas por parte de los partidos políticos que lideraron el giro hacia la izquierda (Murillo, 2021). En consecuencia, son más inorgánicas y sus actores son más desconfiados de los actores y espacios institucionales de olas anteriores. En segundo lugar, discutimos los trabajos académicos de este dossier que contribuyen a comprender, ya sea desde una perspectiva teórica-conceptual o empírica, distintas dimensiones de la relación entre los movimientos sociales y partidos políticos. En tercer lugar, reflexionamos sobre las consecuencias que han tenido para la democracia las distintas trayectorias experimentadas por los países bajo análisis. Argumentamos que, después de las dificultades para canalizar la conflictividad mediante cambios institucionales y representación a través de los partidos políticos y/o movimientos sociales establecidos, una de las consecuencias de los procesos de movilización masivos es la radicalización fragmentada, la cual, más que agregarse en una propuesta alternativa, se caracteriza por una identidad muy desconfiada hacia los partidos políticos y entre colectivos u organizaciones
sociales. Otra consecuencia recurrente han sido los procesos de desmovilización debido a la percepción de que la movilización carece de eficacia y a la falta de perspectivas alentadoras. Finalmente, presentamos algunas líneas de investigación que necesitan más desarrollo en el campo de la relación entre partidos y movimientos sociales en América Latina.
Procesos de movilización social en América Latina post giro a la izquierda y "segunda incorporación"
Entre finales de la década de 1990 e inicios de la década del 2000, América Latina fue testigo de la emergencia de procesos masivos de movilización social. La desigualdad socioeconómica y las promesas incumplidas de las democracias generaron descontento y un ambiente propicio para la movilización en toda la región. Una amplia literatura buscó identificar y explicar el auge de los distintos movimientos sociales. La cuestión indígena y cómo esta había sido redefinida por las reformas neoliberales, por ejemplo, fue el foco de análisis de un amplio debate (Yashar, 1999; Van Cott, 2005; Madrid, 2012; Rice, 2012). Casos emblemáticos -tales como los piqueteros en Argentina (Svampa & Pereira, 2003; Rossi, 2005; 2015; 2017), el movimiento por el agua y por el gas en Bolivia (Perreault, 2006; Madrid, 2012), las masivas movilizaciones en Ecuador y Venezuela (Silva, 2009) y, más tarde, el auge del movimiento estudiantil en Chile (Donoso 2013; 2017)- también recibieron mucha atención. A través de variados repertorios de acción, estos movimientos sociales buscaron ampliar derechos sociales, políticos y económicos en sus respectivos países.
La demanda por un cambio no solo fue articulada desde la movilización social, sino también a través partidos políticos que buscaban representar el descontento social. El denominado giro hacia la izquierda en América Latina, de los años 2000, impulsó gobiernos de centro-izquierda que prometían un estilo de gobierno nuevo y más inclusivo al poder (Levitsky & Roberts, 2011; Panizza, 2009; Weyland et al., 2010). Este proceso coincidió con el boom de los commodities, lo cual amplió de manera significativa el margen de maniobra para los gobiernos de izquierda y centro-izquierda tanto para satisfacer las demandas sociales como para proponer reformas a los modelos de desarrollo.
Este proceso se conoce como la "segunda incorporación", tomando como referencia la primera incorporación de sectores sociales marginalizados entre las décadas de 1930 y 1950 (Rossi, 2017; Rossi & Silva, 2018). A diferencia de la primera incorporación, la segunda tiene actores sociales más diversos en su composición, demandas y organizaciones. Por ello, su incorporación ya no fue con base en la coordinación con grandes organizaciones clasistas, sino con una lógica territorial, con gobiernos progresistas, desplegando diversas estrategias para apoyar a los actores sociales en los territorios locales (Rossi & Silva 2018). Para este fin se dieron importantes reformas institucionales, desde nuevos ministerios y agencias estatales dedicadas a la inclusión y redistribución hasta nuevas constituciones.
La alianza de movimientos con partidos fue decisiva para lograr resultados, pero también, frecuentemente, una alianza tensa. En diversos grados involucró divisiones de los movimientos, acusaciones de cooptación y críticas por promesas incumplidas, que llevaron a fracturas y a que parte de las bases movilizadas se alejaran de los partidos. Por ejemplo, durante los gobiernos de Rafael Correa en Ecuador y de Evo Morales en Bolivia, los movimientos indígenas tuvieron divisiones y procesos de cooptación que los debilitaron (Jima-González & Paradela-López, 2024; Springerová & Valisková, 2021); y durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet en Chile, el movimiento estudiantil tuvo también organizaciones que se distanciaron frente a la estrategia de hacer reformas desde el gobierno (Donoso, 2017), y acabaron separándose luego de criticar las limitaciones de los caminos institucionales. El nuevo malestar social post giro a la izquierda fue creciendo desde mediados de la década de 2010, pero fue cada vez más difícil de canalizar institucionalmente (Martuccelli, 2021).
Las limitaciones y/o fracasos de las políticas de inclusión y redistribución de los partidos del giro a la izquierda, en el contexto del fin del boom de los commodities, la pandemia (Blofield, 2021) y varios casos de procesos de autocratización (Papada et al., 2023) (e.g., Venezuela, Bolivia y Ecuador) reforzaron tensiones y generaron desconfianza en un amplio sector de actores movilizados. Sin embargo, esto no significa que los partidos aliados dejaran de ser relevantes. En la mayoría de los casos, los partidos de gobierno, durante el giro, siguieron reteniendo parte importante de su coalición de organizaciones y movimientos. Tanto el Partido Justicialista (pj) en Argentina, como el Partido de los Trabajadores (pt) en Brasil o partidos de movimientos como el Frente Amplio (fa) uruguayo y el Movimiento al Socialismo (mas) boliviano siguieron teniendo amplios bloques movilizados que se sintieron representados por estas instituciones (Donoso et al., 2023; Schipani, 2022; Anria et al., 2022). En sus bases hay aún confianza en mecanismos institucionales para avanzar reformas desde el Gobierno.
Es importante anotar, entonces, que el distanciamiento de movimientos sociales hacia partidos políticos y otras instituciones varía dependiendo del tipo e historia de partidos y del sistema de partidos (Luna 2014; Luna et al. 2021; Rosenblatt 2018; Albala 2018). Parte de la agenda de investigación debe explicar esta variación. Una hipótesis es el enraizamiento social de algunos de estos partidos, como el pj, el fa uruguayo o el mas (Anria et al., 2022; Rosenblatt, 2018; Pérez Bentancur et al., 2020). En el caso del fa uruguayo parece importar su larga historia de desarrollo organizativo para conectar demandas de las bases con decisiones de la dirigencia partidaria. Pero en el caso del pj son relevantes las redes clientelistas y el nuevo contexto de oposición a una nueva derecha radical con peso electoral. El caso del mas podría explicarse por una combinación de ambos procesos.
En el otro extremo, países con partidos con un bajo o decreciente enraizamiento social, como Perú, Colombia y Chile, tienen bases sociales más críticas o desconfiadas de todo tipo de instituciones. Aún con la amenaza de derechas radicales, la ausencia de partidos enraizados podría ayudar a explicar por qué la ciudadanía descontenta de estos países opta por una movilización bastante crítica a los partidos o coaliciones de izquierdas. En los casos de Colombia y Chile, la llegada al gobierno de presidentes y coaliciones muy vinculados a los estallidos sociales previos generó altas expectativas de transformaciones. Sin embargo, la poca capacidad de esos gobiernos para satisfacer una amplia variedad de demandas ha producido o comenzado a producir decepción con los caminos institucionales (Sazo 2023; Botero et al., 2023). Perú es un caso extremo de desinstitucionalización partidaria, donde los sectores movilizados no tienen un aliado partidario estable desde inicios de la década de 1990; los partidos son fugaces y los políticos extremadamente débiles (Barrenechea & Vergara, 2023). Esto genera una extrema desconfianza a todo el sistema de representación.
Dificultades de canalización institucional de la movilización social contemporánea en América Latina
Con el fin de orientar la reflexión sobre la relación entre movimientos sociales y partidos políticos, este dossier incluye un artículo de reflexión de Anria en el que se ofrece un marco analítico que enfatiza las lógicas operativas y formatos organizativos de los movimientos sociales y partidos políticos para comprender su interacción. Asimismo, en su análisis del mas en Bolivia, que denomina partido de movimientos -una forma híbrida de partido político y movimiento social-, distingue sus fases temporales y también distintas dinámicas territoriales. Por ejemplo, en sus inicios los partidos de movimiento buscan mantener su lógica movimientista, pero esto no es siempre posible cuando acceden al poder. A su vez, Anria pone énfasis en las dimensiones contextuales al analizar cómo el MAS se organizaba de manera distinta dependiendo del contexto estructural. Parte central de este contexto es si los movimientos sociales que dan origen a los partidos políticos provienen de un contexto rural o urbano. Una distinción importante entre el mas y el fa chileno, en este sentido, tiene que ver con sus distintas bases sociales.
Un segundo artículo, que busca ofrecer un panorama general de la temática de este dossier, es el de Somma, Cavieres y Medel. Como argumentan en su artículo, en los últimos años se han incrementado las revueltas urbanas. No obstante, nos falta aún sistematizar nuestro conocimiento sobre qué factores facilitan estas revueltas y qué elementos en común podemos identificar con relación a sus dinámicas y consecuencias. Los efectos de los recientes estallidos varían, pero, si bien a corto plazo suelen conseguir reacciones de los gobiernos o hasta efectos electorales alineados con las demandas de los sectores movilizados, a mediano plazo no consiguen la implementación de su agenda de reformas. El caso del estallido chileno, que hace posible un proceso constitucional liderado por dos convenciones distintas, y cuyas propuestas, posteriormente, son rechazadas en dos plebiscitos, gráfica las limitaciones políticas de los estallidos sociales. Igualmente, lo hace el caso del estallido de protestas contra la cuarta reelección de Evo Morales en Bolivia, que no logra consolidarse en una opción electoral exitosa. Finalmente, la ausencia de resultados del estallido peruano contra el Gobierno y Congreso en 2022-2023 nos brinda un caso extremo de incapacidad para pasar las demandas de las calles a los espacios institucionales, mostrando también los retos de la canalización institucional del malestar social.
Los artículos de López Moreno y Orrego Miranda en este dossier discuten las dificultades de articulación entre organizaciones sociales y partidos para el caso chileno. Contrario a lo que usualmente se ha argumentado, López Moreno plantea que los movimientos sociales y los partidos políticos no trabajaron de manera separada, sino que interactuaron para posibilitar la creación de la Convención Constitucional (primer intento de redactar una nueva constitución). No obstante, utilizando entrevistas a activistas de movimientos y militantes de partidos en la Convención Constituyente, López Moreno detalla también la relación de desconfianza mutua entre estos dos tipos de actores y cómo esto dificulta llegar a acuerdos y deteriora la imagen pública de los constituyentes. Aunque la propuesta de la Convención Constituyente no logró convencer a los chilenos y chilenas en el plebiscito, la participación de diversos actores sociales en este proceso institucional sin duda dejará un legado duradero. En su análisis, López Moreno muestra que la inexperiencia de muchos de los activistas que fueron electos constituyentes fue percibida como una limitante para priorizar demandas y llegar a acuerdos. Esta imagen desprestigió a los actores sociales, tanto entre sus pares en la Convención como en la opinión pública.
Yendo más atrás en el tiempo, Orrego Miranda analiza el caso del fa chileno. Usando entrevistas a militantes del fa chileno argumenta que, en sus orígenes, esta coalición política contaba con la participación y apoyo de diversos movimientos sociales. A diferencia del mas boliviano, estos movimientos sociales eran urbanos, con un fuerte anclaje en el movimiento estudiantil. Orrego Miranda nos muestra cómo el carácter autónomo y apartidista de las movilizaciones junto a un diseño organizacional partidario, que limitó la integración de organizaciones y activistas, acabaron por distanciar al fa chileno de la base social que aspiraba articular. Este proceso de distanciamiento se inició con el acceso del fa chileno a la política parlamentaria, pero se profundizó con las decisiones de la dirigencia durante el estallido, las cuales intentaron canalizar institucionalmente las demandas, y terminaron de aislar al partido de los actores movilizados. De esta manera, el artículo de Orrego contribuye a la comprensión de las dificultades de contar con partidos políticos fuertemente anclados en los movimientos sociales, a pesar de que en sus orígenes provengan del mundo social como es el caso del fa chileno. Asimismo, a pesar de reconocer la importancia del contexto político, vuelve a poner en el centro del análisis la agencia de los partidos políticos en estos procesos de distanciamiento.
En Chile, el estallido de protesta logró que el Gobierno de Piñera accediera a la convocatoria para iniciar un proceso constituyente. Esta fue una salida institucional ofrecida y negociada por casi la totalidad de los partidos políticos con representación parlamentaria. Tuvo como efecto que se desescalara la movilización social al redireccionar el debate público en las campañas para la Convención y centrar parte de la energía de los sectores de izquierda movilizados en la campaña electoral de Apruebo Dignidad. No obstante, tanto el fracaso electoral de las dos propuestas constitucionales que emanaron del proceso constituyente, como las limitaciones del Gobierno de Gabriel Boric han dejado en manifiesto las dificultades de la institucionalidad política para procesar el malestar. Asimismo, ha profundizado la desconfianza hacia los partidos políticos, especialmente entre aquellos sectores radicalizados que desconfiaron desde un inicio en el proceso constituyente.
De forma similar, en Colombia los estallidos logran que el presidente Duque retroceda en sus políticas y, a mediano plazo, son decisivos para la victoria electoral de Gustavo Petro con el Pacto Histórico (Bravo et al., 2022). Sin embargo, la debilidad de los movimientos sociales y su frágil conexión con el gobierno han limitado la capacidad de representación (Quintero, 2023). Además, el rápido debilitamiento y división de la coalición del Gobierno le impiden avanzar sus reformas, demostrando una vez más las dificultades de las instituciones para procesar las demandas del malestar.
El artículo de Valdivia Rivera, también en este dossier, analiza la incapacidad de las organizaciones sociales y partidos de oposición a Evo Morales para poder articularse y formar una coalición electoralmente exitosa. Empleando entrevistas y fuentes secundarias, la autora da cuenta de un aspecto poco estudiado en la política boliviana reciente: la formación de un movimiento social en oposición a Morales (los "movimientos 2lf"). El texto muestra cómo estos movimientos son relevantes para legitimar el derrocamiento de Morales y el Gobierno interino de Jeanine Añez. Sin embargo, su influencia se limita por la incapacidad de los partidos de articular los intereses de los movimientos y representarlos. Ello facilita que el mas, una estructura partidaria que sigue funcionando como instrumento de los movimientos populares, logre volver al poder ganando las elecciones de 2020. El caso ayuda a visibilizar que los problemas de representación y canalización del malestar no están solo en partidos de izquierda o centro-izquierda, sino también en coaliciones partidarias conservadoras o antizquierdistas. Valdivia Rivera explica que, al ser Bolivia un Estado protesta, toda victoria electoral depende de los instrumentos políticos que respondan a los actores sociales movilizados.
Finalmente, es importante discutir el caso peruano como caso extremo de incapacidad para pasar las demandas de las calles a espacios institucionales. Perú es un veterano en la desinstitucionalización del sistema de partidos. Desde la década de 1990, los efectos del conflicto armado interno y del gobierno autoritario de Alberto Fujimori favorecieron la proliferación de outsiders y coaliciones de independientes en lugar de los partidos (Levitsky, 2018). Los movimientos sociales se debilitaron por los mismos factores, pero subsiste una sociedad civil movilizada de forma fragmentada y por demandas muy locales (Coronel, 2022a; Meléndez, 2012). La ausencia de partidos aliados que no sean fugaces limita la capacidad de los movimientos que subsisten para elevar sus demandas al debate en el parlamento y obtener opciones de salidas institucionales. Por ello, la dinámica en los últimos 20 años se ha caracterizado por protestas que llegan a picos de confrontación que fuerzan al gobierno a reaccionar (Ilizarbe, 2022; 2021). Pero esas reacciones generalmente implican frenar decisiones arbitrarias, no generar reformas o algún cambio más sustantivo.
Durante el último estallido social de 2022-2023, en reacción con la salida del poder de Pedro Castillo, luego de su fallido autogolpe, la ausencia de aliados partidarios relevantes de los actores movilizados facilitó que la nueva coalición en el poder respondiera solo con violenta represión. Los aliados de la protesta son solo algunos pocos congresistas, mientras que la coalición en el poder tiene a la mayoría parlamentaria, unida con base en intereses particulares que el nuevo régimen puede facilitar (Coronel, 2024). Pero más aún, los actores movilizados desconfían profundamente de todos los partidos, incluidos los que dicen representarlos. Treinta años de experiencias de políticos que traicionan sus convicciones y cambian de partidos o desaparecen del mapa político han normalizado una sospecha permanente frente a estos actores.
Como señala Anria en su artículo de reflexión, en el malestar de estos últimos años cunde un ánimo muy crítico a las instituciones y partidos que recuerda al anarquismo previo a la primera incorporación. Como también apunta López Moreno en este dossier, hay una gran desconfianza hacia liderazgos y estructuras organizativas jerárquicas y centralizadas. Y a esto también se suma la desconfianza de actores institucionales o partidarios hacia los movimientos sociales o activismos. Como muestran Orrego Miranda y López Moreno para el caso chileno, los políticos profesionales también ven con desconfianza a los activismos, en los que prima una lógica movimientista, horizontal, y poco dispuesta a la negociación. Estas mutuas desconfianzas configuran un problema importante para hacer política democrática.
Riesgos para la democracia: del optimismo organizado al pesimismo fragmentado
Las dificultades para canalizar la conflictividad -a través de cambios institucionales (procesos constituyentes, reformas), instituciones políticas de representación (alianzas estables con partidos, partidos de movimientos) o inclusive de redes de organizaciones sociales que presionan juntas por representación (movimientos sociales)- hacen crecer la alienación del sistema político. Esta alienación puede devenir en radicalizaciones fragmentadas, que no cuajan en proyectos que agreguen intereses, o en una mayor desafección de la política. En ambos casos se erosiona la democracia; la radicalización fragmentada promueve múltiples grupos muy activistas pero maximalistas e intolerantes a la discrepancia. Refuerzan una cultura política de desconfianza en las instituciones de la democracia. De otro lado, la desafección de la política genera identidades apolíticas (Meléndez, 2022), con individuos que dejan de interesarse y participar en la política, lo que facilita regímenes delegativos (Peruzzotti & Smulovitz, 2006).
Durante los principales años del giro a la izquierda, entre mediados de las décadas 2000 y 2010, la satisfacción con la democracia tuvo las mejores cifras en lo que va del siglo (Corporación Latinobarómetro, 2023). Si bien este período también coincide con el boom de los commodities, es importante recordar que varios países incrementaron sustantivamente sus políticas redistributivas y atención de demandas de reconocimiento debido al giro (Arza et al., 2024).
Esto no significa que el ciclo de protestas de finales de la década de 1990 haya generado únicamente procesos inclusivos y democráticos. Varios de los gobiernos del giro devinieron en regímenes autoritarios. El caso venezolano, con Hugo Chávez y luego Nicolás Maduro, y nicaragüense, con Daniel Ortega, son los más emblemáticos porque llegaron a convertirse en dictaduras. Pero en la Bolivia de Evo Morales y el Ecuador de Rafael Correa también se dieron prácticas autoritarias que no llegaron a consolidarse. En todos estos casos hay etapas de mayor inclusión y cooperación con movimientos sociales, y luego cooptación y hostilidad hacia movimientos que no se encuadran en los proyectos del régimen. Sin embargo, excluyendo a las dictaduras, en las que los legados de inclusión se erosionaron con la crisis económica y represión, los países del giro hacia la izquierda generaron resultados materiales y simbólicos que permitieron la incorporación política y social de millones de latinoamericanos.
Pero las satisfacciones con la segunda incorporación y optimismo con el futuro se fueron apagando con el fin del boom de las materias primas, la pandemia (Blofield, 2021) y las propias contradicciones de los partidos orgánicos y partidos de movimientos que lideraron el giro. La crisis de los proyectos de izquierda, los escándalos de corrupción de los gobiernos, y la crisis económica comenzaron a reducir el optimismo y la satisfacción con la democracia, que comenzó a reducirse sostenidamente desde 2016 (Corporación Latinobarómetro, 2023).
La radicalización o desafección política de varios de los individuos y colectivos que nutren los estallidos o revueltas urbanas del ciclo 2013-2023 está vinculada con la performance de los gobiernos y los partidos aliados durante la última etapa del giro a la izquierda. Pensamos en tres procesos que hicieron que varios grupos se volvieran críticos de las instituciones que habían canalizado el descontento desde inicios de los 2000: el distanciamiento de estos gobiernos y partidos de sus bases sociales, la confrontación con parte de la coalición de gobierno y/o el deterioro del rendimiento económico. En Chile, el reducido enraizamiento social de los partidos de la Concertación fue ampliando la distancia y elevando el tono de las críticas al sistema político (Luna & Rosenblatt, 2012). Gobiernos de la Concertación tuvieron conflictos con grupos sociales que eran parte de su coalición electoral, como los Mapuches (Haughney, 2012). Como señala Orrego Miranda en este dossier, incluso los nuevos partidos de izquierda, como el fa, no pudieron desarrollar un diseño organizacional que integrara a organizaciones sociales y activistas. En casos como el brasileño, el PT se vio involucrado en el escándalo de corrupción de Odebrecht, lo que alejó a parte de las bases e incrementó la desconfianza en este instrumento (Saad-Filho & Boffo, 2021; Oliveira, 2020). En Argentina, la incapacidad del pj para resolver la creciente crisis económica alienó también a su electorado más joven (Stacchiola & Seca, 2023).
A continuación, describimos dos procesos -radicalización fragmentada y desmovilización- producto de la dificultad para canalizar institucionalmente el malestar postgiro a la izquierda (2013-2023). Estos procesos se dan en la mayoría de países de la región, pero no se presentan con la misma intensidad. Argumentamos que ambos constituyen desafíos para la democracia liberal en tanto, por un lado, fomentan una cultura política antinstitucional, que constituye tierra fértil para el apoyo a líderes populistas de izquierda y derecha, y por el otro, promueven un alejamiento de la participación en lo público y reclusión en lo privado.
Radicalización fragmentada
Una primera salida para quienes sienten un malestar con el sistema político y económico en América Latina es la radicalización fragmentada. A diferencia de la radicalización que también se dio en el ciclo de protestas de finales de la década de 1990 e inicios de los 2000, esta se caracteriza por no agregarse en una propuesta alternativa. La radicalización de hace un cuarto de siglo tuvo liderazgos carismáticos en los que se confió (como Chávez o Correa, que instrumentalizaron al PSV o Alianza País), viejos partidos en los cuales reconoció aliados (el PT brasileño, PJ argentino, el PS de la Concertación chilena, el FA uruguayo) o la capacidad de desarrollar nuevos partidos de movimientos (como el MAS). En contraste, la radicalización de mediados de los 2010 tuvo una identidad muy desconfiada de estos partidos y de los partidos en general, en algunos casos vistos como instituciones que se desligaban rápidamente de los movimientos y organizaciones sociales.
Esta desconfianza ha limitado seriamente la capacidad de articular demandas no solo verticalmente -con partidos e instituciones nacionales-, sino también horizontalmente -entre organizaciones y movimientos. La articulación de demandas para formar movimientos sociales amplios se ha visto limitada por nuevas divisiones en valores culturales (por ejemplo, perspectivas sobre el género o la relevancia de lo plurinacional), identidades regionales y étnicas, e intereses económicos (por ejemplo, trabajadores beneficiados por industrias extractivas versus comunidades afectadas socioambientalmente). Los colectivos radicalizados han optado por priorizar su demanda específica, limitando conexiones a escala regional o convergencias con otras demandas.
La experiencia de lo que se lee como traiciones, burocratización y cooptación han promovido un horizontalismo y cuidado en la coherencia de los principios, que ha dificultado la aparición de liderazgos claros, estructura organizativa para gestionar la toma de decisiones y un alto rechazo a la moderación y negociación. Como resultado, se tienen varios colectivos o grupos muy militantes y participativos, pero con dificultades para juntarse en redes más amplias que puedan ejercer una presión constante a quienes toman las decisiones en el Congreso o Gobierno. Florecen colectivos poco tolerantes. En varios casos, hay una hostilidad a la vinculación con partidos. La alienación del sistema representativo realmente existente solo genera la opción de sabotaje permanente a ese sistema. Una cultura política que implica que o cambia todo o no cambia nada.
Esta distancia militante hacia las instituciones, que funciona solo en lógica movimientista, ha mostrado ser poco efectiva para lograr cambios políticos sustantivos y un desafío para la lógica de la democracia liberal. Es ineficaz porque no agrega a los colectivos más radicales, y porque la radicalidad intransigente aliena al votante medio, al no ofrecer salidas u horizontes creíbles. Y es un desafío para la dimensión liberal de la democracia porque se basa en una cultura política de suma-cero, adversa a formar y respetar acuerdos, con base en lógicas de voluntad popular sobre institucionalidad. Frecuentemente, la mejor oportunidad que tienen los colectivos radicalizados para resolver su problema de acción colectiva es la llegada de líderes populistas, que suelen ser quienes más facilidades tienen para agregar a través de la delegación.
Desmovilización
Una segunda salida para quienes sienten el malestar con el sistema se caracteriza por la desmovilización. A diferencia de la década del 2000, cuando en varios gobiernos del giro a la izquierda se da una desmovilización debido a procesos de inclusión, políticas de reducción de pobreza y por apoyo contra oposición conservadora (Lapegna et al., 2023), a mediados de la década del 2010 un bloque se desmoviliza debido a la percepción de falta de eficacia y a la ausencia de horizontes esperanzadores.
La falta de eficacia de colectivos radicalizados, pero fragmentados, hace que los costos de la acción colectiva se eleven por encima de sus beneficios. Si bien los activistas más radicalizados estarán atraídos por estos colectivos, sectores amplios de la ciudadanía que antes participaban optarán por pasar a activismos online, más solitarios, o por abandonar el campo de lo público por completo. La falta de resultados debido a la desconexión con partidos en el Congreso o el Gobierno y a la incapacidad de movilizar sostenidamente para presionar, hacen que la rabia contra el sistema pueda convertirse en apatía y resignación (Karmel & Kuburic, 2021).
La radicalidad de los objetivos y prácticas de fragmentados colectivos difumina también un claro horizonte común y factible. Además de la ineficacia, las metas que involucran cambios radicales del sistema político y económico -sin mucha claridad sobre los mecanismos y consideración de consecuencias negativas- alienan a un amplio sector que busca caminos más concretos. En la década del 2000, los gobiernos progresistas del PS en Chile, el FA en Uruguay o el PT en Brasil brindaban un horizonte socialdemócrata relativamente claro. De otro lado, los gobiernos populistas de izquierda del PSUV en Venezuela, la Alianza País en Ecuador o el MAS en Bolivia ofrecían el horizonte del Socialismo del Siglo XXI. Ambos horizontes han sido duramente cuestionados por sus limitaciones o fracasos (Stefanoni, 2021). Sin embargo, en su lugar han quedado múltiples horizontes pequeños y radicalizados, poco convincentes o congregantes. Se empuja a muchos descontentos a pasar a horizontes privados, renunciando a la participación en el espacio público.
La desmovilización, tanto por falta de eficacia como por perder horizontes creíbles, también erosiona la democracia. El malestar subsiste y se manifiesta ya no como un activista rechazo al sistema sino como un alejamiento de la participación en lo público y una reclusión en lo privado. En países donde la protesta ha tenido un rol clave en la fiscalización del poder, en frenar arbitrariedades y en promover reformas por la inclusión, la reducción de participación en movilizaciones es una mala noticia para la salud de la democracia (Della Porta, 2020).
Contemporáneamente, luego de los estallidos en Chile en 2019 y en Perú en 2022-2023, la incapacidad de lograr los cambios esperados, a pesar de las movilizaciones masivas, genera una desmovilización de actores políticos. La falta de eficacia y de horizontes creíbles de colectivos radicalizados y fragmentados, desconectados de partidos y del Gobierno, desincentivan el retorno de movilizaciones masivas.
Agenda de investigación futura
Como muestran los artículos incluidos en este dossier, la comprensión de los cambios políticos y sociales en América Latina requiere de un análisis detallado de la relación entre partidos políticos y movimientos sociales. Una agenda de investigación futura en esta materia deberá abordar en detalle varias dimensiones críticas. En primer lugar, resulta necesaria una mirada comparada sobre la variación del distanciamiento entre partidos y movimientos, sus razones y su impacto en el desarrollo político de sus países. Como pregunta Anria en este dossier, ¿qué factores permiten una articulación más o menos exitosa? Existen casos emblemáticos como el fa uruguayo, en el cual la raigambre en los movimientos sociales se logra mantener activa (Rosenblatt, 2018; Pérez Bentancur et al., 2020). Un camino distinto han recorrido países como Bolivia y Ecuador, donde movimientos indígenas han alcanzado un impacto político significativo, llegando a veces a liderar y formar partidos que han accedido al poder gubernamental (Anria, 2018; Becker, 2010). De manera similar, en Chile los movimientos sociales han tendido a adoptar una postura crítica hacia los partidos tradicionales. Esta desconfianza explica, en parte, la motivación de disputar el poder en la arena electoral y el auge del fa chileno (Donoso 2017). Sin embargo, a diferencia del fa uruguayo o de los instrumentos políticos del movimiento indígena en Bolivia y Ecuador, el fa chileno no llega a consolidarse como espacio que representa a los movimientos. morena en México y la coalición del Pacto Histórico en Colombia no son partidos de movimientos, pero han intentado articular a movimientos sociales durante su formación, campañas y gobierno (Navarrete, 2020; Combes, 2021; Bravo et al., 2022). Estos actores siguen siendo parte relevante en sus coaliciones, pero su representación en la toma de decisiones es baja. Además, como durante el giro, ya ha generado tensiones en los movimientos -e.g., el movimiento de derechos humanos en México (Trejo, 2021).
En segundo lugar, cabe también estudiar la persistencia de bases sociales en partidos políticos. El FA uruguayo es nuevamente un caso de estudio interesante al respecto, pero existen también otros. El pt en Brasil (Summa, 2022; Bourne, 2023), por ejemplo, ha demostrado una capacidad notable para mantener su arraigo en amplios sectores de la población, a pesar de enfrentarse a escándalos de corrupción y crisis económicas. Investigar las estrategias detrás de esta resiliencia puede revelar cómo los partidos políticos construyen y mantienen lealtades a largo plazo, a través de mecanismos como redes clientelares, programas de bienestar social o mediante la promoción de una identidad ideológica que resuene con sus bases.
En tercer lugar, como se argumenta en el artículo de Somma et al., resulta clave avanzar hacia una definición y tipologías de estallidos/revueltas urbanas y comprender sus causas, dinámicas y consecuencias. Si bien se ha establecido que estas manifestaciones son expresiones de descontento social, demandas de justicia social y rechazo a políticas gubernamentales específicas, una agenda de investigación comparada sobre la temática se vería beneficiada si contáramos con una tipología que clasifique estos estallidos sociales o revueltas urbanas por sus causas, métodos de protesta y objetivos.
Un cuarto tema que requiere nuestra atención es el efecto en términos de gobernanza que ha tenido el nuevo ciclo de protesta. Por ejemplo, en Chile, las movilizaciones masivas llevaron a un proceso de reforma constitucional que no se tradujo en una nueva constitución, mientras que en Ecuador precipitaron cambios en políticas públicas específicas, tales como la reversión del fin del subsidio a los combustibles. Estos procesos deben ser estudiados no solo en relación con sus efectos inmediatos, sino que también desde el punto de vista de las transformaciones a largo plazo en las instituciones y la cultura política. Volviendo al ejemplo de Chile, aunque no se aprobó una nueva constitución, el proceso constituyente generó un aprendizaje político significativo tanto para los partidos políticos como para los movimientos sociales, lo cual, sin duda, influirá en la futura dinámica política del país.
En quinto lugar, es importante estudiar las consecuencias que el malestar social y la desconfianza en instituciones traen para la democracia. La desconfianza en instituciones no es novedad en América Latina, pero la intensidad de la distancia de partidos políticos y otros espacios institucionales en algunos países sí es nueva. Este malestar que rechaza la canalización institucional y se radicaliza en múltiples fragmentos, o simplemente se aliena de la política y la vida pública, es un desafío para el tipo de sociedad civil que demanda la democracia. ¿Qué efectos tienen para la calidad de la democracia estas radicalizaciones fragmentadas o desmovilizaciones? ¿Qué mecanismos de estos procesos impactan en la erosión democrática?
Por último, es necesario analizar la relación del distanciamiento entre el malestar social y los partidos progresistas (populistas o no), y la capitalización de ese malestar por líderes o partidos conservadores y de ultraderecha. Por ejemplo, Jair Bolsonaro en Brasil (Dias et al., 2021) ha capitalizado el descontento popular con promesas de romper con el establishment y abordar las necesidades reales del pueblo. Hemos sido testigos de un proceso de radicalización de bases descontentas hacia la derecha radical (Mayka & Smith, 2021; Saad-Filho & Boito, 2016; Gold & Peña, 2021). Hay literatura que argumenta que "la rebeldía se volvió de derecha" (Stefanoni, 2021), pero es importante estudiar los mecanismos que, en varios casos, están facilitando una representación del nuevo malestar posgiro desde sectores más conservadores y radicales.