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Revista Colombiana de Antropología
Print version ISSN 0486-6525
Rev. colomb. antropol. vol.43 Bogotá Jan./Dec. 2007
¿HAY LUGAR AÚN PARA EL TRABAJO DE CAMPO ETNOGRÁFICO?
IS THERE STILL ROOM FOR ETHNOGRAPHIC WORK?
ALCIDA RITA RAMOS
UNIVERSIDAD DE BRASILIA
arramos@unb.br
Recibido: 13 de diciembre de 2006. Aprobado 21 de agosto de 2007.
Resumen
EL TRABAJO DE CAMPO ENTRE PUEBLOS INDÍGENAS ESTÁ PASANDO POR PROFUNDAS TRANSFORMACIONES, tanto en Brasil como en el resto de América latina y en otras partes del mundo. Cada vez más se perciben reacciones negativas a los etnógrafos, cuyo trabajo es visto por los indígenas como una apropiación indebida de los conocimientos nativos para propósitos que les son ajenos. Dada esta nueva realidad, hay que revisar el papel de los etnógrafos tradicionales como una manera de abrirle espacio a las auto-etnografías. Se trata de cambiar la posición del etnógrafo académico de actor principal a actor secundario en la producción etnográfica. Con base en mi experiencia de largo aliento en la Amazonia brasilera, examino los conceptos de compromiso y desprendimiento en el trabajo antropológico en relación con el surgimiento de las auto-etnografías indígenas.
Palabras clave: auto-etnografías, ética en la investigación, trabajo de campo, etnografía brasilera.
Abstract
FIELDWORK AMONG INDIGENOUS PEOPLES HAS GONE THROUGH SOME DEEP CHANGES BOTH IN BRAZIL AND elsewhere in Latin America and the world. Negative reactions to ethnographers have been on the increase as indigenous people regard ethnographic research as a sort of undue appropriation of their knowledge for purposes alien to them. In this context it would be sensible to revise the role of traditional ethnographers so as to open space for auto-ethnographies. This would mean to shift the position of the academic ethnographer from center stage to the role of supporting actor in the process of ethnographic production. Based on my long-term experience in the Brazilian Amazon, I examine the concepts of commitment and disengagement in anthropological work in relation to the emergence of indigenous auto-ethnographies.
Key words: Auto-ethnographies, research ethics, fieldwork, ethnography in Brazil.
INTRODUCCIÓN1
ESTE ARTÍCULO EXAMINA CÓMO SE HA PRACTICADO LA ETNOGRAFÍA SOBRE pueblos indígenas en Brasil, sin establecer comparaciones con otros países de América latina, aun cuando es inevitable hacer algunas referencias a casos fuera de Brasil. A pesar de un perceptible aire de familia en el modo latinoamericano de hacer antropología, más allá de las semejanzas esperadas existen ciertas diferencias de acento antropológico que subrayan la diversidad de experiencias históricas y perspectivas teóricas.
El final del siglo veinte fue testigo de un cambio drástico en la etnografía brasilera. De sujetos de investigación a investigadores, algunos indígenas en Brasil vienen provocando una reflexión creciente sobre la ética y la política de la investigación etnográfica. Escribí este texto como un ejercicio retrospectivo, en un esfuerzo por capturar el momento exacto de este proceso. Al dividirlo en dos partes pretendo examinar ese cambio en las condiciones de producción de la etnografía indígena en Brasil, y, también, mi perplejidad al observarlo. El camino que escogí va del compromiso al desprendimiento, tanto en relación con las tendencias teóricas como con los compromisos políticos.
La primera parte abarca el momento en el que defender el derecho a ser diferente significaba defender la virtud de ciertos conceptos antropológicos creados, precisamente, para enfatizar el valor de la diversidad humana. Estar comprometida políticamente significaba para mí ser crítica de lo que podría llamarse modismos antropológicos. Por tanto, defender tales ideas, como el concepto de cultura, era defender los derechos indígenas contra las tendencias homogeneizadoras de las políticas étnicas nacionales e internacionales.
En casi cinco años, mi visión sobre el asunto cambió sustancialmente al observar, caso tras caso, a investigadores jóvenes frustrados por situaciones de campo poco amistosas. Aproveché esa oportunidad para reflexionar sobre el estado actual de la profesión en Brasil. El análisis de este nuevo momento en el trabajo etnográfico me llevó a defender un estado de desprendimiento. Sin embargo, lejos de ser una abdicación del compromiso, ese desprendimiento implica un tipo de liberación de las manías de grandeza que han nublado la vista de los etnógrafos para ver el vigor de la voluntad indígena por conquistar su capacidad de acción plena.
LA ERA DEL COMPROMISO
DURANTE MÁS DE DOS DÉCADAS VIMOS EL ESFUERZO LOABLE DE ANTROPÓLOGOS anglosajones, quienes insistieron en la necesidad del compromiso político en el trabajo etnográfico, teniendo en cuenta a los pueblos nativos (Asad, 1973; Hymes, 1974; Fardon, 1990; Fox, 1991: Fox y King, 2002). Ellos sacudieron a los centros metropolitanos de producción antropológica del marasmo atomístico que tanto ha debilitado lo que Trouillot (1991) llamó savage slot, o sea el nicho de conocimiento occidental dedicado al estudio de los "pueblos primitivos". No obstante, contribuyeron también al clima de desdén que condujo a ciertos profesionales a la exageración, negando el valor de estudiar lo local y lo distante. "Pero", pregunta Herzfeld, "¿quién establece la frontera entre lo que es importante y lo que es trivial?". Y continúa: "Hay una convergencia sospechosa entre el rechazo a tomar en serio el detalle etnográfico y la homogeneidad prescrita por ideologías nacionalistas" (Herzfeld, 1997: 11).
Los conceptos de cultura, alteridad, exotismo y esencialismo han sido blancos de la crítica y la deconstrucción. Más allá del hábito saludable de examinar periódicamente los efectos de las "explicaciones secundarias" (Bunzl, 2004: 439) que adhieren a la disciplina en el transcurso de su historia -por ejemplo, la defensa del nativo coetáneo hecha por Fabian en 1983-, hay que dudar de la pertinencia de algunas críticas al concepto de cultura. En la última década los debates a favor o en contra de este movilizaron gran cantidad de estudiosos para, como era de esperarse, llegar a resultados decepcionantes. Como muchos críticos de la cultura acentúan los aspectos negativos del concepto sin dar nombres ni títulos, podemos especular que el centro de sus objeciones es el canon malinowskiano de escritura etnográfica o, por lo menos, el estereotipo que se creó sobre este en las últimas décadas del siglo veinte. Se afirma que al retratar una cultura como autocontenida los etnógrafos la perjudican. Se teme que el modo canónico de presentarla transforme a la antropología en un "discurso de alteridad que amplía la distancia entre los "otros" y "nosotros", al tiempo que se suprime el compromiso mutuo y el rompimiento político y de perspectivas de las culturas de observadores y observados" (Thomas, 1991: 309; énfasis mío). No obstante, Thomas admite que "es obvio que buena parte de la escritura antropológica no está sometida a aquel canon, pues ya existen ejemplos de análisis comparativos" (1991: 316; énfasis mío).
La incomodidad que autores como Thomas y Fabian manifiestan con la tendencia antropológica de "alterizar" es comprensible en la medida en que, de hecho, los productos de la etnografía contribuyen al envilecimiento de los pueblos no occidentales a los ojos de los centros de poder; el retrato que Chagnon (1968) pintó de los yanomami es un buen ejemplo de ello. Sin embargo, negar que haya diferencias culturales significativas es correr el riesgo de inflar aún más la imagen, ya excesivamente hinchada, de occidente como dueño de la verdad. En su esfuerzo por crear un campo para el propagado "empoderamiento" nativo, esos antropólogos se arriesgan a anular uno de los mayores valores de la antropología, es decir, la importancia política y moral de la diversidad cultural.
No debemos suponer que el concepto antropológico Otro se refiera, necesariamente, a una sustancia, a una esencia inherente a los habitantes de las márgenes del mundo. Al contrario, debe ser tomado no como una categoría sustantiva, sino como un concepto analítico aplicable en cualquier lugar, desde nuestros vecinos hasta nuestras antípodas. "Los lugares remotos", dice Herzfeld, "no son menos importantes que los accesibles" (1987: 187).
De manera semejante, algunos sociólogos y politólogos brasileros desprecian, a veces, los estudios antropológicos por su tendencia a favorecer lo "popular" y lo "cotidiano" en detrimento de una teorización más impasible y elevada (Peirano, 1995: 13-14). El "estado de indigencia analítica" que de ello resultaría es temido como una enfermedad contagiosa que amenaza con propagarse a las otras ciencias sociales. Algunos antropólogos, incómodos con opiniones de este tipo y en una actitud semejante a la conciencia infeliz hegeliana, parecen sentirse disminuidos al reflejarse en los ojos mordaces de sus pares de la sociología y la ciencia política, cuya agenda profesional da prioridad a fenómenos macro e impersonales. Por tanto, acaban adoptando el estudio de "asuntos importantes" en sociedades "complejas" no tanto por la convicción de que toda forma de humanidad, incluyendo a las manifestaciones occidentales, merece atención antropológica, sino, para usar la expresión extravagante de Herzfeld (1997: 17), como una "adulación sicofántica" de sus colegas sicofantas2, o como un tipo de arrepentimiento avergonzado por el exceso de atención atávico que la antropología le ha dado a lo "pequeño y remoto", lo cual habría dejado a la profesión lejos del centro burbujeante de lo que realmente importa.
Al clamar por "importancia" y dar la espalda a las márgenes, los antropólogos terminan por agudizar el gusto por lo exótico. Estudiar apenas lo que es "importante" -y los pueblos en las márgenes del mundo occidental, casi por definición, no entran en ese club- es confirmar forzosamente el exotismo de "los primitivos", que alimenta el complejo de superioridad de occidente. No es abandonando la práctica de la etnografía local, básica con pueblos nativos, que los antropólogos alivian el peso del exotismo que doblega a esos pueblos. Tal actitud sólo hace abrir más el apetito por lo exótico, pues el Otro distante continúa ininteligible al mundo que siempre lo ha exotizado.
Algunos críticos consideran que el desinterés de la profesión por cuestiones más amplias puede tener origen en la imaginación colonial que habría dado origen a la antropología. Para que ese pecado original sea expurgado, es preciso abandonar el viejo canon etnográfico. Es decir, el trabajo antropológico sólo es políticamente correcto cuando se dedica a los meandros de la dominación occidental sobre pueblos nativos o marginados. En sí mismos, esos pueblos serían incapaces de producir cualquier interés que no sea en el registro del exotismo. Parecería que dependen del antropólogo para hacerse visibles e importantes políticamente, cuando ese antropólogo exhibe al mundo sus "agonías de opresión" (Herzfeld, 1997: 23). De otro modo, estudiarlos en sí mismos equivaldría a depreciarlos. Detrás de esta concepción está la vieja, y tal vez imposible de erradicar, incapacidad de occidente -donde quiera que se encuentre- para relacionarse con las diferencias culturales de un modo que no sea el de la desigualdad: ser diferente es ser inferior. Esto está tan profundamente arraigado en las mentes occidentales, donde quiera que se formen, que los propios antropólogos tienden a naturalizarlo. A pesar de su entrenamiento prolongado y meticuloso, orientado a contrabalancear ese prejuicio, en el sentido de prejuzgar usado por Gadamer (1975: 238), parece que los antropólogos no logran liberarse de ese grillete. En su esmero por salvar a los "primitivos" del estigma de inferioridad acaban minimizando las especificidades culturales como si fueran proclamas de esa inferioridad. En lugar de enfrentar directamente la arrogancia occidental, algunos antropólogos metropolitanos prefieren cambiar de tema y descartar el estudio de las especificidades culturales como si ellas fueran las responsables de la producción del exotismo degradante, cuando, en realidad, es la buena etnografía, canónica o no, la que tiene el potencial de neutralizar dicho exotismo al hacer inteligible lo inescrutable y recóndito o, al menos, despertar la conciencia de lo que no podemos alcanzar. Alimentar el gusto por el exotismo es tratar a la alteridad como irreducible a la comprensión humana; es citar detalles empíricos fuera de contexto transformándolos en anécdotas vacías y en banalidades. Un relato etnográfico superficial, una conferencia pública inconsecuente, un chiste o comentario jocoso o chocante delante de un público lego son algunos ejemplos de contextos que generan exotismo ultrajante. La intolerancia étnica, el paternalismo y la sujeción cultural de los pueblos indígenas le deben mucho a esos abusos verbales y escritos.
¿Cómo podría el antropólogo evitar la trampa de producir esos artefactos de exotismo negativo? Gregory Bateson parece haber encontrado la respuesta cuando afirma:
Si fuera posible presentar adecuadamente la totalidad de una cultura, enfatizando cada aspecto exactamente como es enfatizado por la propia cultura, ningún detalle parecería extraño, extravagante o arbitrario al lector; al contrario, todos los detalles serían naturales y razonables como lo son para los nativos que viven sus vidas en esa cultura (Bateson, [1936] 1958: 1).
Tan inalcanzable como un tipo ideal weberiano, esa aspiración de Bateson sirve, sin embargo, como antídoto contra el tumor maligno que Baudrillard llamó simulacro3. El caso yanomami ilustra este asunto. Su imagen pública circuló por el mundo de manera reducida, simplificada y muy distorsionada, mostrando poca semejanza con la sofisticación cultural con que ese pueblo ha agraciado la etnografía. Como "pueblo feroz", los yanomami han sido profunda y repetidamente insultados por los medios de comunicación: "la cultura horripilante de los yãnomamö tiene sentido en términos de comportamiento animal. Chagnon sostiene que las estructuras yãnomamö tienen un estrecho paralelo con muchos primates [tales como] bandas de babuinos", concluyó la revista Time en su edición de mayo de 1976, en un artículo titulado "¿Humano o bestial?". Lo que Time divulgó no se aproxima ni de lejos a una versión honesta de los yanomami; lo que produjo fue un simulacro grotesco de una realidad extraordinariamente compleja (Ramos, 1987). Modelos reducidos y éticamente dudosos como este parecen ser la moneda corriente cuando el impresionismo occidental decide retratar a los indios de carne y hueso (Ramos, 1994).
"Si fuera posible" alcanzar las aspiraciones de Bateson la familiaridad suplantaría al exotismo que, a su vez, perdería mucho de su virulenta simulación. No podemos aspirar a tanto, aun cuando podemos tener como meta alcanzar el máximo posible de agudeza etnográfica. De hecho, abarcar el mundo entero del Otro y continuar manteniendo el sentido de las diferencias sería una contradicción de términos, es decir, combinar la familiaridad con el extrañamiento. El exótico, dice Foster, "está siempre lleno de sorpresas; deleita y excita. Domesticarlo exhaustivamente sería neutralizar ese aspecto de su significado, e integrarlo, lamentablemente, a la monotonía de las rutinas diarias" (1982: 21-22). El sentido de la diferencia debe ser mantenido si queremos desestabilizar la arrogancia de la Metrópoli y decir basta a la perpetuación de la idea de que el Otro es un eterno desvalido. Siempre que la Metrópoli se tambalea al confrontar a la alteridad, la etnografía se redime un poco. Siempre que es desnudada etnográficamente como lo han sido las márgenes, hay la posibilidad de que el significado del poder sea reexaminado. Ese potencial de generar dudas sobre verdades establecidas debería ser el principal objetivo de la antropología repatriada. Una etnografía seria, que no niega a sus sujetos el derecho a la contemporaneidad, a ser coetáneos con el tiempo del etnógrafo (Fabian 1983), que se construye de manera sensible y ética, que respeta la alteridad y rechaza la banalización, puede contribuir mucho a mantener lo exótico dentro de los límites de las diferencias legítimas. En otras palabras, es posible practicar la etnografía sin corroerse en sentimientos de culpa.
Existe también el otro lado del exotismo en los movimientos sociales de pueblos indígenas que objetivan su cultura con el propósito de proteger su alteridad contra la presión homogeneizante de los estados nacionales. Los kayapó del Brasil central (Turner, 1991), los pueblos del nordeste brasilero (Oliveira, 1999), los mayas de Guatemala (Warren, 1998), los diversos pueblos indígenas de Colombia (Jackson, 1989, 1991, 1995, 1999; Sotomayor, 1998), los yekuana de Venezuela (Arvelo-Jiménez y Jiménez, 2001), o los indígenas argentinos (Briones, 2003; Gordillo y Hirsch, 2003; Lazzari, 2003; Rappaport, 2005; Warren, 1998) ilustran bien ese fenómeno en rápida expansión. Sería bueno que aprendiéramos de pueblos nativos no occidentales, no apenas sobre sus especificidades culturales, al estilo Bateson, sino también sobre sus estrategias, muchas veces vistas por los antropólogos como cuestionables, ingenuas o inoperantes. Sería bueno que tuviéramos en mente que los pueblos indígenas tienen larga experiencia en caminar recto por caminos torcidos. Lo que tal vez parezca un vagar sin rumbo para una mente cartesiana puede representar el camino más corto entre dos puntos políticos. Las ocasiones en que nos sorprendemos con sus lecciones de creatividad no son raras (Sahlins, 1988, 1992). Detrás de la historia procesual siempre hay un proceso dialéctico que trabaja en sordina, muchas veces sin ser notado, pero que tiene el poder de transformar el curso de los acontecimientos, independientemente de estar o no conciente del mismo. Estos comentarios resuenan con los de Foster, escritos al inicio de los años 1980: "Si los procesos culturales actúan dialécticamente, se espera que los significados sociales que lo exótico hace proliferar sean controlados, contrapuestos y limitados por más maquinaciones simbólicas" (Foster, 1982: 27). Hasta qué punto los antropólogos pueden y quieren seguir tal plan, indudablemente identificado en la actualidad con la creatividad de lo local, es el desafío de la profesión en este comienzo de milenio.
DESPRENDIMIENTO
LA MAYOR PARTE DEL TEXTO PRECEDENTE HACE REFERENCIA A LAS IDEAS QUE me guiaron durante el cambio de siglo. Todavía convencida del valor de las etnografías, y aún más de la justicia en demostrar la legitimidad de ser Otro, y también del valor ético del compromiso político, ahora percibo esas cuestiones bajo otro prisma, en gran medida debido a las recientemente identificadas reacciones indígenas al trabajo de los antropólogos. Este nuevo contexto ha producido en mí una impresión tan fuerte que propongo cambiar la premisa: del compromiso al desprendimiento. Utilizo el concepto de desprendimiento en el sentido canónico, como se define en los diccionarios: "Acción de desprenderse (echar de sí). 2. Desapego, desasimiento de las cosas (Diccionario de la lengua española, 22a edición: 801).
No es necesario decir que este trabajo reposa más en preguntas que en respuestas, en parte, porque nos estamos enfrentando a un terreno muy movedizo. Por tanto, lo que sigue es un intento de extraer algún sentido de un pequeño fragmento de la historia, en Brasil, en el que sorprendimos a las relaciones interétnicas en el proceso de construirse.
Los pequeños y remotos están creciendo y se acercan
EN LAS ÚLTIMAS TRES DÉCADAS, SI NO ANTES, LOS ETNÓGRAFOS QUE TRABAJABAN en América latina, incluyendo Brasil, eran casi unánimes en endosar la propuesta de combinar la investigación con la militancia, en pro de los pueblos indígenas (Ramos, 1990, 1999-2000, 2003a). El compromiso político estaba en el orden del día y la etnografía estaba al servicio de la justicia étnica. Esa dedicación a la causa indígena tenía que afectar, necesariamente, no sólo el modo como se deben conducir las investigaciones, sino también lo que debe ser investigado. Como afirma Albert, "el compromiso social del etnógrafo no puede ser visto más como una escogencia personal política o ética, opcional y ajena a su proyecto científico. Se volvió, claramente, un elemento constituyente y explícito de la relación etnográfica" (1997: 57-58).
Los temas de investigación pasaron a contemplar no sólo los intereses del etnógrafo, sino también la necesidad de generar un conocimiento estratégico que pueda contribuir a la defensa de los derechos indígenas. Esa defensa se convirtió en una obligación para los etnógrafos, de forma que los indígenas tuvieran conciencia, progresivamente, de que la investigación etnográfica tiene un fuerte atractivo político.
Pero mientras los etnógrafos que hicieron sus principales investigaciones de campo entre las décadas de 1960 y 1980 pudieron escoger cuándo ir al campo, o qué estudiar y con quién, comenzó a haber un cambio casi imperceptible. Los antropólogos, acostumbrados a considerar el campo como una base de investigación abierta e incuestionable, empezaron a percibir que ya no tenían el control de la situación. Lo que comenzó, por parte de los etnógrafos, como un acto de buena voluntad al transferir conocimiento y concientización política a sus sujetos de investigación se transformó de repente: cambiaron los registros, los actores y los motivos.
En la década de 1990 la nueva generación de etnógrafos empezó a sentir claramente la presión para ajustarse a las demandas locales, ya fueran ellas bienes de intercambio, utensilios, proyectos para captación de recursos o ayuda en diversas actividades, como condición para hacer sus investigaciones. Hoy en día, este tipo de restricción a la total libertad de investigación hace parte integrante del quehacer etnográfico entre pueblos indígenas. Se dirige, principal pero no exclusivamente, a los jóvenes neófitos de la antropología por medio de demandas muchas veces exorbitantes de recursos disponibles a aquellos que son, en su mayoría, estudiantes. Por ejemplo, la exigencia de pavimentar diez kilómetros de carretera como condición para que un alumno de maestría pudiera entrar en la reserva indígena; irónicamente, su proyecto de investigación se enfocaba en los efectos de la biopiratería sobre ese grupo que, escarmentado con una reciente experiencia negativa, pasó a tratar igual a griegos y troyanos. En este, como en otros casos, este tipo de prueba iniciática se resuelve, con frecuencia, con elaboradas negociaciones que llevan al investigador a cursos de acción imprevisibles. Probablemente, los indígenas acaban por reorientar el proyecto de investigación para atender sus propios intereses. El estilo malinowskiano de trabajo de campo es cosa del pasado, y nunca más, si es que algún día lo fue, un puñado de tabaco es suficiente para que un antropólogo sea admitido en un paraíso etnográfico.
En cuanto a hablar por los nativos, ya hace mucho que varias experiencias con el activismo indígena pusieron fin a ese hábito prolongado de los antropólogos, vistos y asumidos durante mucho tiempo como los sustitutos naturales de los indígenas. A lo largo de su carrera como actores políticos (Ramos, 1999-2000), los antropólogos vieron a sus sujetos indígenas tomar para sí la tarea de defender sus propios derechos, estipular las condiciones y normas para actividades de investigación y afirmarse como sujetos políticos (Caplan, 2003).
Todo indica que comienza una nueva era en la que los pueblos indígenas en Brasil, y en otros lugares, después de apropiarse del papel de actores políticos, están en el proceso de apropiarse también del producto principal de los etnógrafos, o sea, de las etnografías. De aquí en adelante los antropólogos podrán, cada vez más, observar los primeros resultados de los programas de educación intercultural que muchos ayudaron a crear y, con ellos, el creciente interés de los indígenas en la escritura de autoetnografías.
Habiendo abrazado por varias décadas el activismo indigenista, especialmente en defensa del pueblo yanomami, presento lo que sigue sobre su situación actual, pero ello no se restringe a ellos ni a los pueblos indígenas como tal, y tampoco es un fenómeno exclusivamente brasilero.
El impacto de la investigación etnográfica sobre nuestros sujetos de estudio es mucho mayor de lo que pensamos o estamos dispuestos a admitir. Muchos de nosotros, que trabajamos con pueblos indígenas antes de que fueran expuestos a las escuelas, pudimos observar la curiosidad, principalmente de los más jóvenes, sobre nuestro hábito constante de escribir. Mis diarios de campo "e imagino que los de muchos de mis colegas (como la experiencia ya relatada por Lévi-Strauss en los años 1930 [1957: 312-323])" tienen las márgenes cubiertas de líneas onduladas, dibujadas por jóvenes yanomami mientras observaban mi faena diaria de registrar los eventos del día. La escritura, inicialmente asociada con los misioneros protestantes que residían en sus aldeas, era uno de los rasgos distintivos de ser setenabi, concepto usado por los sanumá -el subgrupo yanomami más septentrional con el cual hice mis investigaciones de campo- y traducible como "otro, blanco". Para ellos fue relativamente fácil hacer la conexión entre la escritura y el poder, ya que el hecho de poner marcas en un pedazo de papel era capaz de producir consecuencias espectaculares. Sin embargo, a diferencia de los misioneros, percibidos después como interesados sólo en la lengua y la prédica (deusïmo en sanumá; del portugués Deus + -mo, verbalizador), la etnógrafa además de hacer una cantidad enorme de preguntas sobre muchos otros asuntos, llegaba también a estimular los hábitos condenados por los misioneros, como la poliginia y el chamanismo.
Eran preguntas que, tal vez, las personas de las aldeas nunca se hubieran hecho, lo cual provocó un sutil proceso de auto curiosidad. Pensamientos de ese tipo afloraron en mi mente a finales de los años 1980, cuando traje a la superficie recuerdos de mis entrevistas de 1974 con un hombre ambicioso, joven por entonces, conforme yo componía el texto que resultó en Memórias Sanumá (1990). Cito un fragmento:
Fueron esas entrevistas las que me señalaron los caminos que pueden llevar al surgimiento de los "filósofos" nativos. La semilla del extrañamiento puede ser plantada por misioneros y otros agentes de cambio, pero el antropólogo, el "extrañador" por excelencia, en su afán por correr el velo de lo implícito, no está excluido de este proceso, preguntando lo impreguntable, dudando de lo que se tiene como verdadero. Al destacarse de aquellos agentes de cambio, el etnógrafo proyecta una manera de "ser blanco" que no tiene precedentes ni nexo para los indígenas. El propio respeto y la emulación que demuestra por las costumbres locales pasan a ser una fuente de cuestionamiento para sus anfitriones (Ramos, 1990: 329-330).
Considerando que el aprendizaje entre pueblos indígenas se hace, principalmente, mediante la observación y la imitación, o por la replicación, obtener instrucción por medio de un proceso intenso de preguntas y respuestas al estilo etnográfico parece haber sido una gran novedad para los yanomami. Silenciosamente, ellos no sólo asimilaron ese modo de aprender, sino que incorporaron también algunos conceptos antropológicos como dispositivos para dar sentido al nuevo orden de las relaciones interétnicas que, cada vez más, los afectaba (Albert, 1993). Observar al etnógrafo reproduciendo fragmentos del saber local, fijándolos en el papel, condujo a que muchos yanomami en el Brasil quisieran estudiar. Sospecho que en este caso, como en el de muchos otros, no hay razón para pensar que la investigación etnográfica localizada llegue a suprimir el "compromiso mutuo", como parecía temer Thomas.
En 1995, la Comisión pro-Yanomami, ONG brasilera creada en 1978 y que de manera vigorosa emprendió una amplia y larga campaña por la demarcación de las tierras yanomami -firmada por el presidente de la República en 1991, después de trece años de esfuerzos intensos-, comenzó un programa de alfabetización para un pequeño grupo de aldeas, inicialmente. En 2004 ya había treinta y ocho escuelas abiertas en siete regiones, con cerca de mil setecientas personas, cuatrocientos setenta alumnos y veinticinco profesores yanomami. Casi todas las clases son dadas en las lenguas locales, que se convirtieron en el principal vehículo de comunicación, vía intercambio de mensajes, para abarcar una vasta red que cubre la gran Tierra Indígena Yanomami -más de nueve millones de hectáreas-. Algunos jóvenes han desarrollado un gusto especial por la investigación y han asumido la tarea de obtener de sus padres y abuelos el conocimiento erudito sobre el universo yanomami. En visitas a otros pueblos indígenas en el país, como parte de sus actividades escolares, esos jóvenes dedican parte de su tiempo a investigar a sus anfitriones.
El fortalecimiento cultural y político que proviene del dominio de la escritura, aun cuando tímido todavía, se ha manifestado, por ejemplo, en el uso que los yanomami hacen de cartas colectivas dirigidas a las autoridades estatales, exigiendo respeto por sus derechos, ya sea en relación con la salud o las invasiones de tierras. Estas cartas han sido divulgadas vía internet por la Comisión pro-Yanomami, alcanzando un público grande y variado, desde miembros del gobierno hasta periodistas. De los bosquejos incoherentes de los años 1960 y 1970, finalmente, los yanomami están dominando la técnica de la escritura y ya sienten sus primeros efectos como instrumento político.
Cuando la Comisión pro-Yanomami se creó, sus fundadores -entre ellos algunos antropólogos- propusieron que la expectativa de vida de la organización dependería del grado de preparación de los yanomami para enfrentar presiones externas4. El primer paso en esa dirección fue garantizar la protección oficial de sus derechos territoriales. Una vez hecho eso, sistemáticamente comenzaron los programas de salud y educación, no sólo como parte del objetivo original de ahorrarle a aquel grupo el destino que llenó volúmenes copiosos sobre el contacto interétnico en las Américas, sino también para atender a la creciente e insistente demanda de los propios yanomami. Trece años después de la demarcación oficial de su territorio, en noviembre de 2004, los yanomami en Brasil crearon su asociación, Hutukara, destinada a promover sus lenguas y cultura, y a dirigir sus intereses propios del modo más autónomo posible. La Comisión pro-Yanomami, su mayor aliado, prevé su propio cierre en un futuro próximo, una vez que el proyecto original esté consolidado. Cuando los yanomami sean plenamente aptos para defender sus derechos y caminar en suelo interétnico firme, entonces será el momento para que la Comisión, al estilo Misión imposible, se autodestruya, por así decir. Lejos de ser una derrota, esa retirada es vista por sus fundadores como su mayor éxito.
Los yanomami llegaron al siglo veintiuno relativamente incólumes con respecto a las aflicciones sufridas por la gran mayoría de los pueblos nativos del mundo. Es cierto que las invasiones y epidemias causaron daños considerables, principalmente en la segunda mitad del siglo veinte (Ramos, 1995), pero buena parte de los veinticinco mil yanomami, que viven en Venezuela y Brasil, logró escapar de la degradación material y de la humillación social que satura a la historia del contacto interétnico en las Américas. Hasta ahora han escapado de lo que los Comaroff llamaran colonización de conciencia (Comaroff y Comaroff, 1991). Es una situación muy favorable y adecuada para un trabajo preventivo, una vez que casi toda el área está libre de invasores, con excepción de los persistentes grupos de garimpeiros que continúan en la búsqueda de oro o piedras preciosas en la región.
Las escuelas siguen los moldes de la educación intercultural establecida por el estado brasilero y, con mayor o menor empeño por parte del estado, la salud ha sido objeto de atención especial. No obstante, para buena parte de la población yanomami todos esos elementos parecen extraños y lejanos de su experiencia inmediata. Por ejemplo, la ardua batalla por sus derechos territoriales contra los fuertes intereses nacionales y regionales tiene algo de abstracto para un pueblo que toma a la tierra como un hecho incuestionable. Poco a poco, esas realidades distantes a su experiencia están siendo incorporadas por los yanomami mediante la educación formal, para la cual su nueva asociación servirá como vigoroso catalizador.
En defensa de las etnografías
EL SIGLO VEINTE MARCÓ A LA ANTROPOLOGÍA TANTO CON SERIOS ABUSOS de orden ético -tales como las actividades de espionaje estadounidense en América latina y en el sudeste asiático (Weaver, 1973)- como con una gran preocupación por la conducta ética en actividades de investigación (Caplan, 2003; Fluehr-Lobban, 2003; Víctora et al., 2004). Como resultado han surgido varias preguntas que persiguen como fantasmas a los etnógrafos y trascienden las preocupaciones con la moralidad del concepto de cultura: ¿cómo reaccionarán los sujetos de investigación a los escritos etnográficos?; ¿será que eventuales reacciones negativas pondrán fin a investigaciones futuras?; ¿los etnógrafos tienen el derecho moral de desnudar la vida de las personas?; ¿a fin de cuentas, cuán ético es el propio acto de la investigación etnográfica? (Mills, 2003). El aumento de la conciencia crítica por parte de los pueblos indígenas culmina, así, con la posibilidad de que todas esas preguntas puedan volverse ociosas, más temprano o más tarde. O sea, cuando esos pueblos completen el proceso de apropiación del saber etnográfico y se lancen hacia un proyecto de autoetnografías. Y cuando eso ocurra, ¿qué será del investigador de campo tradicional? La capacidad de autopreservación de los hábitos académicos parece haber protegido a los antropólogos de ser expuestos a tales desafíos, si observamos, principalmente, la experiencia de Estados Unidos. Durante muchos años, indígenas como Vine Deloria llamaron la atención de los antropólogos acerca de su dudosa ética profesional y su falta de compromiso con sus sujetos de investigación. El resultado de esas advertencias ha sido irrisorio (Deloria Jr., 1988; Mihesuah, 1998). Quizás, el peso de la metrópoli sea tan fuerte que llegue al punto de sofocar posibles vocaciones activistas en la academia de ese país. Tal vez sea preciso que el grito "fuera antropólogos" tome proporciones globales para ser tenido en cuenta por la antropología metropolitana. Estamos a la vera de este desafío. A su vez, en América latina en general y en Brasil en particular la condición antropológica, lejos de los centros metropolitanos de producción, ha favorecido una posición abierta a múltiples influencias, incluso a las que provienen directamente de la experiencia etnográfica con pueblos indígenas (Velho, 1982; Ramos, 1990; Ribeiro, 2005).
Ejemplos actuales muestran cuáles pueden ser los papeles de los etnógrafos en el futuro. Menciono apenas uno, que ilustra bien la nueva relación etnográfica. En la región del Vaupés, en Brasil, ha habido un rico periodo de producción literaria por parte de los desana, pueblo de lengua tukano, y de los tariana, de lengua arawak, que recibieron recursos para publicar una serie de libros sobre su mitología. Para llevar a cabo el proyecto pidieron la asesoría de su etnógrafa y activista de vieja data, Dominique Buchillet, quien asumió la organización y edición de los siete volúmenes de la colección Narradores indígenas do rio Negro, bajo el auspicio de la Federação das Organizações Indígenas do Rio Negro (FOIRN). Las investigaciones sobre salud y chamanismo de esta antropóloga, que la calificaron para la tarea, dieron lugar a ese nuevo compromiso para atender la sentida demanda de los indígenas de publicar sobre su propia cultura. Por tanto, de una posición de investigadora principal con sus proyectos propios, ella pasó al papel de actriz de reparto en una producción de sus sujetos de investigación.
Casos como ese ilustran los papeles que los antropólogos pueden desempeñar en una era en la que los sujetos de investigación podrán mantener a distancia a los etnógrafos como parte de su proceso de autoafirmación y fortalecimiento sociopolítico. La inversión intelectual de toda una vida -de los antropólogos- comienza a fructificar para aquellos -sus sujetos de investigación- que, al final, propiciaron esa inversión. Como un eco figurativo de un cargo cult5, ese movimiento tiene por objeto aprehender la sustancia de la etnografía descartando, si posible, al etnógrafo, no por medio de "la magia del etnógrafo", que Stocking (1983) evocó de Malinowski, sino por una nueva forma de erudición. La relación dialógica entre observador y observado, de la que se ha hecho tanto alarde, pero casi siempre desprovista de soporte social en los autores posmodernos, puede materializarse como una producción conjunta en la que al etnógrafo convencional no le cabe más el papel principal, como es costumbre en las etnografías a más de dos manos.
El conocimiento generado por la investigación de campo y puesto en práctica en ciertas acciones políticas, como la movilización de la opinión pública, la organización de grupos de apoyo y, tal vez más contundentemente, en la búsqueda de recursos, vienen convenciendo a los indígenas que, detrás de la curiosidad aparentemente inocente, sin sentido o irritante de los investigadores, hay un poder insospechable para crear imágenes y alteridades etnográficas. No siempre las reacciones son afables, pues muchas veces causan disgusto en los etnógrafos, pero eso no nos debe cegar para las consecuencias plenas de nuestras actividades profesionales. Las normas brasileras para obtener permiso para hacer trabajo de campo en áreas indígenas incluyen la necesidad de aceptación del proyecto por parte de las comunidades involucradas. Esto pone en sus manos el destino del investigador. En ciertas circunstancias, sentimientos de rechazo o exigencias excesivas producen una decepción tal en el etnógrafo que llega al punto de embotar su capacidad para reflexionar seriamente sobre lo que está detrás de ese antagonismo. Con frecuencia, incidentes en el campo acarrean malentendidos que, en realidad, son potencialmente productivos y provocan en el antropólogo, en el tiempo adecuado cuando la polvareda se asienta, la voluntad de ponderar y analizar esas nuevas coyunturas para viejas estructuras que se desvelan frente a sus ojos susceptibles.
Los antropólogos activistas harían bien en abandonar la fantasía de que su buena voluntad redentora es un salvoconducto automático contra el rechazo nativo. De hecho, no es imposible que la benevolencia antropológica se incline más hacia la sociedad dominante que hacia el pueblo estudiado, como señala Povinelli en el caso de los aborígenes australianos:
Por ser gente de buena voluntad -que demostraban solidaridad real, conocimiento y pasión por la sociedad aborigen- los antropólogos podían tranquilizar a la ciudadanía acerca de que cualquiera que fuera el protocolo disciplinar que defendían para la sociedad aborigen era defendido humanitaria y tolerantemente y en su beneficio. Sería justo y moral (Povinelli, 2002: 122).
Numerosas imágenes etnográficas distorsionadas de los pueblos indígenas fueron hechas con la buena intención de protegerlos de juicios ofensivos sobre algunas costumbres que desagradaban a la sociedad dominante. Esos intentos por sanear a las culturas nativas son tan insultantes como los casos en que ellas son denigradas. Hoy, ambos son objeto de reacciones irritadas por parte del pueblo ofendido.
El lado oscuro de los obstáculos que dificultan la investigación -percibido muchas veces por el etnógrafo abatido como el trato injusto que recibe a cambio de su dedicación altruista- se debe reconocer como un fenómeno mucho más profundo, cuya inteligibilidad es necesario buscar en la historia reciente de las relaciones interétnicas y no en la contingencia personal de los desencuentros etnográficos. Después de una larga trayectoria de sumisión forzada, los pueblos indígenas en Brasil, y en otros lugares, actúan ahora con la urgencia de asumir la producción de etnografías como un capital simbólico. Es como si desde el punto de vista nativo la etnografía fuera muy importante como para dejársela a los etnógrafos. Saturada simbólicamente, la búsqueda por repatriar la identidad cultural, que se inició con el acto político de la autorrepresentación, se completa cuando la producción etnográfica sea apropiada debidamente por ellos mismos.
Sin embargo, eso no es nada fácil. Transmitir la lógica indígena a un público no indígena sin la mediación del antropólogo puede ser una tarea muy difícil, como atestigua Georges E. Sioui, el historiador de la etnia huron: "Muchas veces me sorprendí con las inmensas dificultades que encuentran los pueblos de culturas nativas al intentar sensibilizar a los forasteros sobre sus valores tradicionales" (1992: xxi). Cultivar la imagen del indio hiperreal (Ramos, 1994) es un viejo hábito que, ciertamente, tardará en morir.
En el orden inverso del compromiso indígena con la autoafirmación, la conciencia antropológica en el Brasil, y en otros lugares, se aparta gradualmente de las convenciones etnográficas y militantes. Hay preguntas tácitas en el aire que aún esperan una formulación explícita. ¿La etnografía podrá sobrevivir sin los etnógrafos convencionales? ¿Los antropólogos estarían de acuerdo en desempeñar el papel de actores de reparto? En ese caso, qué podrían hacer: ¿asumir las tareas rutinarias que los sujetos de investigación esperan de ellos? ¿Facilitar el acceso de los nativos a las teorías antropológicas como herramientas para refinar su autoinvestigación? ¿Guiarlos en el vasto mundo de las etnografías comparadas si, por supuesto, ellos muestran algún interés por la teoría y la comparación? ¿Simplemente, abdicar de su propio protagonismo y retirarse tras bastidores, convirtiéndose en mera conveniencia para los objetivos de los nuevos actores del autoindigenismo, o regocijarse con las perspectivas nuevas, creativas y aún inmensurables de un tipo de trabajo teórico y comparativo naciente?
La tradición académica en Brasil, relativamente larga y establecida (Ribeiro, 1999-2000; Grimson et al., 2004; Trajano Filho y Ribeiro, 2004), resultó en una relación algo ambigua entre los etnógrafos y sus sujetos de investigación. Por un lado, la mayoría de los que trabajan con pueblos indígenas adhirió al compromiso político que ha caracterizado al estudio de las relaciones interétnicas en el país (Ramos, 1999-2000); por otra, el peso de la autoridad académica no ha pasado desapercibido para los anfitriones de las investigaciones. Durante un tiempo, los antropólogos fueron vistos como un recurso, en varias esferas, que involucraba a los indígenas en cuestiones de derechos humanos. De manera un tanto caricaturesca, cada tribu tenía su antropólogo que atendía sus demandas. Aún hoy, ese patrón sobrevive en algunos contextos interétnicos, pero los líderes indígenas se esfuerzan cada vez más por desprenderse de los antropólogos como autoridades. En la mejor de las hipótesis se permite que actúen como asesores en la política interétnica. A pesar de las buenas intenciones, los antropólogos no tienen más el papel preeminente que tuvieron en la defensa de "su pueblo".
No obstante, de todos los colaboradores políticos posibles en el escenario etnopolítico, los indígenas brasileros todavía prefieren trabajar con los antropólogos. ¿Por qué optan por involucrarse con ellos en sus emprendimientos políticos? ¿Podría ser por respeto y aprecio por el hecho de que el compromiso etnográfico en investigación no pasa cuentas de cobro, por ejemplo, de orden económico o religioso? O ¿porque perciben la capacidad que tienen los etnógrafos de propagar su imagen en los centros de poder? Quizá la combinación de todos esos y otros factores hizo brotar una nueva relación en el campo. Una lectura optimista de esto es: si pudiéramos poner entre paréntesis la diferencia de poder que siempre existe entre el etnógrafo académico y el pueblo estudiado, podríamos concebir esa nueva asociación como una colaboración. Lo que fue enaltecido como complicidad6, tal vez ya no sea suficiente para describir la novedad en el ambiente etnográfico de países como Brasil. Si la complicidad subraya el vínculo creado con la interacción prolongada en el trabajo de campo, en contraste con aquellos que no comparten la intimidad etnográfica, ella silencia los términos de la coproducción entre el investigador académico y el etnógrafo "nativo". Por tanto, la complicidad es una condición necesaria, pero no suficiente, para establecer una colaboración etnográfica.
Más allá de las sorpresas, las desilusiones y las dudas que el trabajo de campo ha traído en los últimos tiempos, los antropólogos en general, pero principalmente los que actúan en la esfera de los derechos humanos, deben tener en mente la doble influencia de su trabajo etnográfico. Por un lado, al dar ejemplo por escudriñar mundos culturales y después actuar en su defensa, despiertan en sus sujetos de investigación, primero, las ganas de actuar en pro de su integridad étnica y política. Por otra parte, con su activismo, los antropólogos abrieron nuevas líneas de investigación, contribuyendo a dignificar el lado práctico de la profesión que, por mucho tiempo, fue visto como antropología de segunda clase al ser llamada "antropología aplicada" o "antropología de acción" (Hastrup y Lesas, 1990: 302, 306, 307; Caplan, 2003: 14). Ambos aspectos han tenido consecuencias profundas para el futuro de la antropología.
Desde el punto vista de los pueblos indígenas hay una clara convergencia de intereses en su nueva actitud para con el legado de los antropólogos. Autodefensa y autorrepresentación caminan juntas cuando los indígenas, como todo el mundo, se dan cuenta de que el conocimiento es poder y que la escritura es una tecnología poderosa para acumular conocimiento. Entonces, ¿por qué dejar en manos extranjeras la sabiduría de su mundo? Y, lo que es peor, de forma incompleta, fragmentada y muchas veces distorsionada, como suele ser el conocimiento etnográfico en la visión de Bateson, entre otros, cuando dicho conocimiento puede alcanzar niveles incomparables de profundidad, inteligibilidad y significado inmediato7 en las propias manos. ¿Las autoetnografías no podrían satisfacer el deseo de Bateson por una alteridad sin exotismo? Juntos, el conocimiento etnográfico y la acción política parecen totalizar un paquete de tipo cargo cult secular a punto de ser rescatado de manos de los occidentales y de ser transmitido a los actores nativos que ocupan el escenario interétnico. "Será", dice Stuart Kirsch, cuya investigación y militancia en Nueva Guinea (2006) han provocado pensamientos semejantes, que "estamos en la cúspide de una tercera era, en la cual el pueblo con que trabajamos comienza a preocuparse por nuestra participación, y que tal vez no nos quiera involucrados en proyectos tan íntimamente ligados a sus propias identidades y autodeterminación"? (Kirsch, 2004).
Irónicamente, en esta tendencia nativa emergente los etnógrafos, promotores por excelencia del distanciamiento y emisarios de la autocuriosidad, son los principales responsables, aun cuando no los únicos, del boom actual de la conciencia cultural y la afirmación política indígena. Véase, por ejemplo, la transformación del concepto de cultura, de un artefacto conceptual académico a un icono del fortalecimiento étnico y de la autodeterminación (Turner, 1991; Sahlins, 1992, 1993; Ramos, 2003b). O, también, la fuerza del eslogan Nuestro saber es nuestra marca que acompaña al logotipo del Instituto Indígena Brasilero de Propiedad Intelectual. No es por azar que la producción etnográfica tradicional está bajo sospecha y vigilancia, y se le trata como si fuera a un tipo de contrabando o una invasión para la cual, raramente, cuenta con un consentimiento previo adecuadamente informado.
¿Por qué opté por la expresión autoetnografías y no por "etnografías nativas" o lo que podríamos denominar "etnografías metonímicas": el igual investigando lo igual, como las mujeres estudiando mujeres, los negros estudiando negros, los homosexuales estudiando homosexuales, los étnicos estudiando étnicos, etcétera? La razón principal tiene a ver con la orientación intelectual específica de la primera expresión, que difiere mucho de las otras dos. De hecho, prácticamente la única cosa que hay en común en las tres es la pequeña o ninguna distancia entre observador y observado. Tanto la "etnografía nativa" como la "etnografía metonímica" siguen el canon antropológico metropolitano, con su énfasis en la base teórica y en la búsqueda del conocimiento por el conocimiento. Aun cuando los antropólogos nativos se rebelen contra el estado de invisibilidad a que la metrópoli los relega (Briggs, 1996), aún así se amoldan a la "división fundacional entre Yo y Otro que organiza el trabajo de campo clásico y produce como un miembro virtual de la disciplina al antropólogo nativo" (Bunzl, 2004: 436). Parte integrante del modo académico tradicional, la etnografía metonímica ha sido elogiada por su llamado a la repatriación de la antropología (Clifford y Marcus, 1986). A su vez, las autoetnografías, que se sepa, no muestran ningún compromiso perceptible con el lado académico de la antropología y tal vez nunca lo hagan si persiste la tendencia a rechazar cualquier emulación por los hábitos intelectuales de occidente. En la fase actual de conciencia étnica -insisto de nuevo en que me refiero al contexto brasilero- las autoetnografías parecen dirigirse a la instrumentalización de los recursos étnicos para ser incluidos en contextos de política interétnica. Esta percepción coincide con la de Mary-Louise Pratt, para quien las autoetnografías, "en diferentes grados, son fundidas e infiltradas en los idiomas indígenas para crear autorrepresentaciones con el fin de intervenir en los modos de comprensión metropolitanos" (Pratt, 1994: 28; énfasis de la autora).
Es poco probable que las autoetnografías se basen en las etnografías tradicionales pues, hasta donde es posible discernir, la apropiación "nativa" de la producción etnográfica tiene una razón claramente diferente (véase, por ejemplo, la experiencia de Gewertz y Errington en Nueva Guinea [1991: 154-168]). Su interés en la autorrepresentación es más político que académico, lo que, ciertamente, moldea la observación y el análisis de manera distinta a las etnografías académicas. Por ejemplo, es de esperarse que haya grandes diferencias en la selección de tópicos, estilos y público. Hasta es posible que la cuestión de la autoría, tan importante para los investigadores occidentales -con todas las complicaciones resultantes, además, de la era electrónica-, pueda desempeñar un papel menor en el escenario político de las autoetnografías. Sería posible también esperar que, a pesar del interés de los pueblos indígenas por "etnografiar" a occidente, las autoetnografías sigan el mismo rumbo político y no académico. No hay razones para suponer que la orientación escolar de las etnografías hechas en occidente sea un prerrequisito para producirlas. Si hacer etnografías tuviera como consecuencia la transmisión de los conocimientos necesarios para que los sujetos desarrollen sus propias investigaciones, entonces no hay por que suponer que la investigación etnográfica sea apenas una prerrogativa de occidente.
De la magia de Malinowski a la sabiduría de Boas
UN NUEVO ZEITGEIST PARECE ESTAR SURGIENDO EN EL HORIZONTE ANTROPOLÓGICO. Las señales de una "tercera era", en la intuición de Kirsch, parecen estar en el aire anunciando no sólo la salida del antropólogo del escenario del activismo, sino también la confluencia de la praxis con la teoría antropológica. El canon malinowskiano de investigación etnográfica, responsable de gran parte del bagaje empírico y teórico de la disciplina, dejó de ser viable y hasta necesario. La "magia del etnógrafo, mediante la cual él puede evocar el espíritu real de los nativos, el verdadero retrato de la vida tribal" (Malinowski, 1961: 6) está perdiendo su misterio. Al mirar por encima del hombro del etnógrafo por tanto tiempo, el "nativo" comienza ahora a desvelar la fórmula secreta de aquella magia. Podemos detectar, por lo menos, dos factores responsables de la pérdida de la hegemonía etnográfica y de la sensación de malestar que aflige a la profesión.
Por un lado, la caída del "objeto de investigación", ese baluarte imaginado de la inmanencia, viene causando bastante incomodidad, muy acentuada en el auge de la rebelión posmoderna. No fueron pocos los etnógrafos que, incomprensiblemente ajenos a la metamorfosis histórica que transformó a sus "informantes" en astutos actores políticos, se vieron tomados por sorpresa, por más extraño que parezca, cuando supieron que para sus anfitriones de otrora sus preciosos proyectos de investigación y sus propias personas no tenían el menor interés. Como si les hubieran halado la alfombra debajo de sus pies, los etnógrafos parecen haber perdido el equilibrio y aún se tambalean de espanto; investigadores aturdidos en búsqueda del campo perdido. Esto parece ocurrir más en Brasil que en otras partes de América latina, pero es evidente que la etnografía indigenista -además, un segmento minoritario en la antropología del país- llama menos la atención que otros asuntos. De hecho, algunos etnógrafos cambiaron de campo después de sus investigaciones doctorales. Presos entre dos coyunturas contrastantes que pueden bien conducir a una nueva pero imprevisible configuración de investigación, muchos de nosotros aún necesitamos reflexionar sobre un futuro en el que la etnografía podrá volverse, literalmente, ajena a nuestro entrenamiento y a nuestras expectativas.
Por otro lado, la antropología está saturada de "hechos etnográficos" que se acumularon durante nueve décadas hasta derramarse, atiborrando a la disciplina con un exceso de aprovechamiento decreciente (diminishing returns). En casi un siglo de actividad profesional, la etnografía produjo un extraordinario acervo etnográfico resultante del esfuerzo continuo y creciente de recolección de datos del mundo entero; el mayor ejemplo son los Human relations area files, proyecto estrambótico creado por la Universidad de Yale en 1949 que pretende catalogar todo y cualquier rasgo cultural ya registrado por etnógrafos y otras fuentes. Con esa reserva en las manos, todas las principales metas nobles de la antropología ya fueron alcanzadas, algunas, inclusive, ad nauseam, pero no necesariamente por consenso: la universalidad y primacía de la cultura, los méritos y los peligros del relativismo, el elogio y el orgullo de la diversidad humana. ¿Hasta qué punto la acumulación compulsiva e interminable de nuevos datos no llevará a una pesadilla, del tipo aprendiz de hechicero, si los "nativos" no le ponen punto final? O ¿a pesar de todo, continuará alimentando el tipo de imaginación antropológica ocupada eternamente en tejer filigranas mentales à la pensée sauvage? Como dijo hace casi una década la antropóloga estadounidense Sherry Ortner: "El análisis cultural, en general, no puede ser más un fin en sí mismo. Retratar otras culturas, incluso con talento, no es más la opción principal" (1999: 9).
Si la manera malinowskiana de hacer etnografías minimizaba el tránsito intelectual entre observador y observado, el guión antropológico creado por Boas dejó abierta esa posibilidad. Tal vez no sea coincidencia que Boas ejerciera mayor influencia que Malinowski8 en América latina. Los esfuerzos recientes por restaurar la influencia de Boas en la antropología contemporánea apuntan a un modo neoboasiano de modelar el campo. Respondiendo, en parte, al bombardeo de críticas contra el concepto de cultura, Bashkow (2004), Bunzl (2004), Handler (2004), Orta (2004) y Rosenblat (2004) han hecho una selección del pensamiento antropológico de Boas para mostrar que el espectro de las culturas aisladas no es más que un ejemplo de racionalización secundaria "sobrecargado de valor emocional" (Stocking citado en Bunzl, 2004: 439), y que el abismo entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscible no constaba de su propuesta profesional. De hecho, "a Boas no le importaba si eran los mismos nativos americanos quienes generaban los datos etnográficos" (Bunzl, 2004: 438). En otras palabras, Boas, quien vino de la tradición herderiana en la que Kultur asumió el estatus de esencia nacional, concibió para la antropología, de manera muy significativa, un sentido de cultura totalmente abierto, no apenas al trabajo de la historia, sino también al escrutinio interno y externo. Aquello que por tantos años yacía durmiente en los pliegues de la memoria antropológica, sumergido por olas sucesivas de novedades teóricas, volvió a la superficie como sabiduría ancestral para rescatar a la disciplina de un impasse pendiente.
La matriz boasiana, rebobinada, podría volverse un instrumento adecuado para medir lo que ocurre ahora en el problemático campo de la etnografía. Lejos de ser una panacea universal para el actual mal humor antropológico, el neoboasianismo nos brinda una oportunidad para la reflexión. Es bueno para pensar los problemas actuales del campo, pues ofrece "una condición dinámica de posibilidad para una antropología significativa y relevante" (Orta, 2004: 485).
Siguiendo la herencia legada por Boas, quizás involuntariamente, es muy posible que la etnografía esté en vías de ser transferida hacia sus sujetos tradicionales, lo que, en sí, ya es una medida de su éxito. El hábito de observar a sus observadores en acción, transformando interminables preguntas en conocimiento, y conocimiento en influencia, ha provocado en los "nativos" de la etnografía el deseo de asumir el control de ese precioso instrumento de agencia9 y poder. Es de esperarse que las autoetnografías tengan un sabor muy diferente a las del canon occidental. Observar a los observados en el acto de observarnos puede ser una conclusión gratificante para la larga narrativa que la antropología viene componiendo sobre la Alteridad. Por consiguiente, en términos del activismo y del trabajo etnográfico, la ética del desprendimiento está a la orden del día. No es necesario decir que el desprendimiento como fue descrito aquí es, en sí mismo, un potente acto de compromiso. De hecho, diría que es la mayor expresión del compromiso, pues requiere del etnógrafo que se salga del escenario, de forma que lo ocupen nuestros "otros" tradicionales. Es el reconocimiento último de que, por fin, esos otros están afirmándose como agentes plenos, productores de conocimiento antropológico. ¿Es posible estar más comprometido que al renunciar no sólo al estatus de la autoridad etnográfica, sino también a décadas de tratar las heridas de la sumisión de los pueblos indígenas? ¿Cuánto más madura puede ser la propia antropología al acoger con los brazos abiertos a quienes durante generaciones fueron apenas alimento para su pensar teórico?
Notas
1. La versión original de este artículo se presentó en la conferencia central del XI Congreso de antropología en Colombia, Santa Fe de Antioquia, 24-26 de agosto de 2005. Traducido del portugués por Luis Cayón.
2. Sicofanta: persona mentirosa, difamadora, bellaca. Calumniador, impostor.
3. En su objeción a la sociedad posindustrial, Baudrillard critica la tendencia a sustituir el significado por el significante: "No es más una cuestión de imitación, de reduplicación, ni siquiera de parodia. De hecho, la cuestión es sustituir lo propiamente real por los signos de lo real" (Baudrillard, 1983: 4).
4. Para mayor información, consultar www.proyanomami.org
5. En Melanesia, especialmente en Nueva Guinea, ritual poscontacto que representa la llegada de aviones cargados de productos industrializados, pero sin sus portadores europeos (Worsley, 1968).
6. "La condición básica que define la mise-en-scène alterada, de la cual la complicidad y no la rapport es la figura más apropiada, es una conciencia de duplicidad existencial por parte tanto del antropólogo como del sujeto" (Marcus, 1999: 97).
7. La cuestión del significado y la importancia se hizo evidente para mí durante una clase de posgrado en la que discutíamos el libro The magical state, de Fernando Coronil. La antropóloga venezolana Nelly Arvelo-Jiménez, invitada a la clase, se divirtió con un animado debate en el que los estudiantes y yo pensábamos varias posibilidades para interpretar el contexto venezolano teniendo como telón de fondo la experiencia brasilera. Cuando le solicitamos comentarios, nuestra invitada declaró que todas las opiniones eran interesantes, pero, aun cuando no estuvieran equivocadas, eran virtualmente carentes de significado para un venezolano. De manera semejante, los intelectuales brasileros tienden a tomar los análisis de los brasileristas con cierto grado de escepticismo. En los viejos tiempos de la etnociencia ese era un punto de discordia titulado espirituosamente como God´s truth or hocus-pocus (Burling, 1964).
8. Agradezco a Deborah Poole por haber llamado mi atención sobre ese punto.
9. Agencia: del inglés agency, capacidad de acción, de decisión, o de ejercicio de poder.
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